SPN 325K Spanish American Literature through Modernism
"Manifiesto de Cartagena"
Libertar a la Nueva Granada de
la suerte de Venezuela, y redimir a ésta de la que padece, son los
objetos que me he propuesto en esta
Memoria. Dignaos, oh mis conciudadanos,
de aceptarla con indulgencia en obsequio de miras tan laudables.
Yo soy, granadinos, un hijo de
la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas
físicas, y políticas, que siempre fiel al
sistema liberal, y justo que proclamó
mi patria, he venido a seguir aquí los estandartes de la independencia,
que tan gloriosamente tremolan en
estos estados.
Permitidme que animado de un celo
patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para indicaros ligeramente
las causas que condujeron a
Venezuela a su destrucción;
lisonjeándome que las terribles, y ejemplares lecciones que ha dado
aquella extinguida República, persuadan a la
América, a mejorar de conducta,
corrigiendo los vicios de unidad, solidez y energía que se notan
en sus gobiernos.
El más consecuente error
que cometió Venezuela, al presentarse en el teatro político
fue, sin contradicción. la fatal adopción que hizo del
sistema tolerante; sistema improbado
como débil e ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato,
y tenazmente sostenido hasta los
últimos periodos, con una
ceguedad sin ejemplo.
Las primeras pruebas que dio nuestro
Gobierno de su insensata debilidad, las manifestó con la ciudad
subalterna de Coro, que denegándose a
reconocer su legitimidad, lo declaró
insurgente y lo hostilizó como enemigo.
La Junta Suprema, en lugar de subyugar
aquella indefensa ciudad, que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas
marítimas delante de su
puerto, la dejó fortificar
y tomar una actitud tan respetable, que logró subyugar después
la Confederación entera, con casi igual facilidad que la
que teníamos nosotros anteriormente
para vencerla. Fundando la Junta su política en los principios de
humanidad mal entendida que no
autorizan a ningún gobierno,
para hacer por la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen
el valor de sus derechos.
Los códigos que consultaban
nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la
ciencia práctica del gobierno, sino los que han
formado ciertos buenos visionarios
que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado
alcanzar la perfección política, presuponiendo la
perfectibilidad del linaje humano.
Por manera que tuvimos filósofos por jefes; filantropía por
legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por
soldados. Con semejante subversión
de principios y de cosas, el orden social se resintió extremadamente
conmovido, y desde luego corrió el
Estado a pasos agigantados a una
disolución universal, que bien pronto se vio realizada.
De aquí nació la
impunidad de los delitos de Estado cometidos descaradamente por los descontentos,
y particularmente por nuestros natos e
implacables enemigos, los españoles
europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país
para tenerlo incesantemente inquieto y
promover cuantas conjuraciones
les permitían formar nuestros jueces perdonándolos siempre,
aun cuando sus atentados eran tan enormes que
se dirigían contra la salud
pública.
La doctrina que apoyaba esta conducta
tenía su origen en las máximas filantrópicas de algunos
escritores que defienden la no residencia de
facultad en nadie, para privar
de la vida a un hombre, aun en el caso de haber delinquido éste
en el delito de lesa patria. Al abrigo de esta
piadosa doctrina, a cada conspiración
sucedía un perdón, y a cada perdón sucedía
otra conspiración que se volvía a perdonar, porque los
gobiernos liberales deben distinguirse
por la clemencia. ¡Clemencia criminal que contribuyó más
que nada a derribar la máquina que todavía
no habíamos enteramente
concluido!
De aquí vino la oposición
decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces de presentarse
en el campo de batalla, ya instruidas, a
defender la libertad con suceso
y gloria. Por el contrario, se establecieron innumerables cuerpos de milicias
indisciplinadas, que además de
agotar las cajas del erario nacional
con los sueldos de la plana mayor, destruyeron la agricultura, alejando
a los paisanos de sus hogares, e
hicieron odioso el gobierno que
obligaba a éstos a tomar las armas y a abandonar sus familias.
"Las repúblicas -decían
nuestros estadistas- no han menester de hombres pagados para mantener su
libertad. Todos los ciudadanos serán
soldados cuando nos ataque el
enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza, Holanda, y recientemente
el Norte de América vencieron a su
contrarios sin auxilio de tropas
mercenarias, siempre prontas a sostener al despotismo y a subyugar a sus
conciudadanos".
Con estos antipolíticos
e inexactos raciocinios, fascinaban a los simples, pero no convencían
a los prudentes, que conocían bien la inmensa
diferencia que hay entre los pueblos,
los tiempos, y las costumbres de aquellas repúblicas y las nuestras.
Ellas, es verdad que no pagaban
ejércitos permanentes;
mas era porque en la antigüedad no los había y sólo
confiaban la salvación y la gloria de los Estados en sus virtudes
políticas, costumbres severas
y carácter militar, cualidades que nosotros estamos muy distantes
de poseer. Y en cuanto a las modernas que han
sacudido el yugo de sus tiranos
es notorio que han mantenido el competente número de veteranos que
exige su seguridad; exceptuando el
Norte de América, que estando
en paz con todo el mundo y guarnecido por el mar, no ha tenido por conveniente
sostener en estos últimos
años el completo de tropas
veteranas que necesita para la defensa de sus fronteras y plazas.
El resultado probó severamente
a Venezuela el error de su cálculo, pues los milicianos que salieron
al encuentro del enemigo, ignorando hasta
el manejo del arma, y no estando
habituados a la disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar
la última campaña, a pesar de los
heroicos y extraordinarios esfuerzos
que hicieron sus jefes, por llevarlos a la victoria. Lo que causó
un desaliento general en soldados y
oficiales; porque es una verdad
militar que sólo ejércitos aguerridos son capaces de sobreponerse
a los primeros infaustos sucesos de una
campaña. EL soldado bisoño
lo cree todo perdido, desde que es derrotado una vez; porque la experiencia
no le ha probado que el valor, la
habilidad y la constancia corrigen
la mala fortuna.
La subdivisión de la provincia
de Caracas, proyectada discutida y sancionada por el Congreso federal,
despertó y fomentó una enconada
rivalidad en las ciudades y lugares
subalternos, contra la capital: "La cual -decían los congresantes
ambiciosos de dominar en sus distritos- era
la tiranía de las ciudades
y la sanguijuela del Estado". De este modo se encendió el fuego
de la guerra civil en Valencia, que nunca se logró
apagar con la reducción
de aquella ciudad; pues conservándolo encubierto, lo comunicó
a las otras limítrofes a Coro y Maracaibo; y éstas
entablando comunicaciones con
aquéllas, facilitaron, por este medio, la entrada de los españoles
que trajo la caída de Venezuela.
La disipación de las rentas
públicas en objetos frívolos y perjudiciales, y particularmente
en sueldos de infinidad de oficinistas, secretarios,
jueces, magistrados, legisladores
provinciales y federales, dio un golpe mortal a la República, porque
la obligó a recurrir al peligroso
expediente de establecer el papel
moneda, sin otra garantía que la fuerza y las rentas imaginarias
de la Confederación. Esta nueva moneda
pareció a los ojos de los
más, una violación manifiesta del derecho de propiedad, porque
se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco
valor, en cambio de otros cuyo
precio era incierto y aun ideal. El papel moneda remató el descontento
de los estólidos pueblos internos, que
llamaron al comandante de las
tropas españolas, para que viniese a librarlos de una moneda que
veían con más horror que la servidumbre.
Pero lo que debilitó más
el Gobierno de Venezuela, fue la forma federal que adoptó, siguiendo
las máximas exageradas de los derechos del
hombre, que autorizándolo
para que se rija por sí mismo rompe los pactos sociales, y constituye
a las naciones en anarquía. Tal era el
verdadero estado de la Confederación.
Cada provincia se gobernaba independientemente; y, a ejemplo de éstas,
cada ciudad pretendía iguales
facultades alegando la práctica
de aquéllas y la teoría de que todos los hombres, y todos
los pueblos, gozan de la prerrogativa de instituir a su
antojo, el gobierno que les acomode.
El sistema federal bien que sea
el más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad
humana en sociedad es, no obstante, el más opuesto a
los intereses de nuestros nacientes
Estados. Generalmente hablando, todavía nuestros conciudadanos no
se hallan en aptitud de ejercer por sí
mismos y ampliamente sus derechos;
porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero
republicano: virtudes que no se
adquieren en los gobiernos absolutos,
en donde se desconocen los derechos y los deberes del ciudadano.
Por otra parte ¿qué
país del mundo por morigerado y republicano que sea, podrá,
en medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior,
regirse por un gobierno tan complicado
y débil como el federal? No, no es posible conservarlo en el tumulto
de los combates y de los
partidos. Es preciso que el gobierno
se identifique, por decirlo así, al carácter de las circunstancias,
de los tiempos y de los hombres que lo
rodean. Si éstos son prósperos
y serenos, él debe ser dulce y protector; pero si son calamitosos
y turbulentos, él debe mostrarse terrible, y
armarse de una firmeza igual a
los peligros, sin atender a leyes ni constituciones, ínterin no
se restablecen la felicidad y la paz.
Caracas tuvo mucho que padecer
por defecto de la Confederación que lejos de socorrerla le agotó
sus caudales y pertrechos; y cuando vino el
peligro la abandonó a su
suerte, sin auxiliarla con el menor contingente. Además le aumentó
sus embarazos habiéndose empeñado una
competencia entre el poder federal
y el provincial, que dio lugar a que los enemigos llegasen al corazón
del Estado, antes que se resolviese la
cuestión de si deberían
salir las tropas federales o provinciales a rechazarlos, cuando ya tenían
ocupada una gran porción de la provincia. Esta
fatal contestación produjo
una demora que fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en
San Carlos sin que les llegasen los
refuerzos que esperaban para vencer.
Yo soy de sentir que mientras no
centralicemos nuestros gobiernos americanos, los enemigos obtendrán
las más completas ventajas; seremos
indefectiblemente envueltos en
los horrores de las disensiones civiles, y conquistados vilipendiosamente
por ese puñado de bandidos que
infestan nuestras comarcas.
Las elecciones populares hechas
por los rústicos del campo, y por los intrigantes moradores de las
ciudades, añaden un obstáculo más a la
práctica de la Federación
entre nosotros; porque los unos son tan ignorantes que hacen sus votaciones
maquinalmente, y los otros tan
ambiciosos que todo lo convierten
en facción; por lo que jamás se vio en Venezuela una votación
libre y acertada; lo que ponía el gobierno en
manos de hombres ya desafectos
a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El espíritu de partido decidía
en todo y, por consiguiente, nos
desorganizó más
de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra división y no las
armas españolas, nos tornó a la esclavitud.
EL terremoto de 26 de marzo trastornó
ciertamente, tanto lo físico como lo normal; y puede llamarse propiamente
la causa inmediata de la
ruina de Venezuela; mas este mismo
suceso habría tenido lugar, sin producir tan mortales efectos, si
Caracas se hubiera gobernado entonces
por una sola autoridad, que obrando
con rapidez y vigor hubiese puesto remedio a los daños sin trabas,
ni competencias que retardando el
efecto de las providencias, dejaban
tomar al mal un incremento tan grande que lo hizo incurable.
Si Caracas, en lugar de una Confederación
lánguida e insubsistente, hubiese establecido un gobierno sencillo,
cual lo requería su situación
política y militar, tú
existieras ¡oh Venezuela! y gozaras hoy de tu libertad.
La influencia eclesiástica
tuvo después del terremoto, una parte muy considerable en la sublevación
de los lugares y ciudades subalternas: y en
la introducción de los
enemigos en el país; abusando sacrílegamente de la santidad
de su ministerio en favor de los promotores de la guerra
civil. Sin embargo, debemos confesar
ingenuamente, que estos traidores sacerdotes, se animaban a cometer los
execrables crímenes de que
justamente se les acusa porque
la impunidad de los delitos era absoluta; la cual hallaba en el Congreso
un escandaloso abrigo; llegando a tal
punto esta injusticia que de la
insurrección de la ciudad de Valencia, que costó su pacificación
cerca de mil hombres, no se dio a la vindicta de
las leyes un solo rebelde; quedando
todos con vida y, los más, con sus bienes.
De lo referido se deduce, que entre
las causas que han producido la caída de Venezuela, debe colocarse
en primer lugar la naturaleza de su
Constitución; que repito,
era tan contraria a sus intereses, como favorable a los de sus contrarios.
En segundo, el espíritu de misantropía que se
apoderó de nuestros gobernantes.
Tercero, la oposición al establecimiento de un cuerpo militar que
salvase la República y repeliese los
choques que le daban los españoles.
Cuarto, el terremoto acompañado del fanatismo que logró sacar
de este fenómeno los más importantes
resultados; y últimamente,
las facciones internas que en realidad fueron el mortal veneno que hicieron
descender la patria al sepulcro.
Estos ejemplos de errores e infortunios,
no serán enteramente inútiles para los pueblos de la América
meridional, que aspiran a la libertad e
independencia.
La Nueva Granada ha visto sucumbir
a Venezuela, por consiguiente debe evitar los escollos que han destrozado
a aquélla. A este efecto
presento como una medida indispensable
para la seguridad de la Nueva Granada, la reconquista de Caracas. A primera
vista parecerá este
proyecto inconducente, costoso
y quizás impracticable; pero examinando atentamente con ojos previsivos,
y una meditación profunda, es
imposible desconocer su necesidad,
como dejar de ponerlo en ejecución probada la utilidad.
Lo primero que se presenta en apoyo
de esta operación, es el origen de la destrucción de Caracas,
que no fue otro que el desprecio con que
miró aquella ciudad la
existencia de un enemigo que parecía pequeño, y no lo era
considerándolo en su verdadera luz.
Coro, ciertamente, no habría
podido nunca entrar en competencias con Caracas, si la comparamos, en sus
fuerzas intrínsecas, con ésta; mas
como en el orden de las vicisitudes
humanas no es siempre la mayoría física la que decide, sino
que es la superioridad de la fuerza moral la
que inclina hacia sí la
balanza política, no debió el Gobierno de Venezuela, por
esta razón, haber descuidado la extirpación de un enemigo
que,
aunque aparentemente débil,
tenía por auxiliares a la provincia de Maracaibo; a todas las que
obedecen a la Regencia; el oro, y la cooperación
de nuestros eternos contrarios
los europeos que viven con nosotros; el partido clerical, siempre adicto
a su apoyo y compañero, el despotismo,
y, sobre todo, la opinión
inveterada de cuantos ignorantes y supersticiosos contienen los límites
de nuestros estados. Así fue que apenas hubo
un oficial traidor que llamase
al enemigo, cuando se desconcertó la máquina política,
sin que los inauditos y patrióticos esfuerzos que hicieron
los defensores de Caracas, lograsen
impedir la caída de un edificio ya desplomado, por el golpe que
recibió de un solo hombre.
Aplicando el ejemplo de Venezuela
a la Nueva Granada; y formando una proporción hallaremos que Coro
es a Caracas, como Caracas es a la
América entera; consiguientemente,
el peligro que amenaza este país está en razón de
la anterior progresión; porque poseyendo España el
territorio de Venezuela, podrá
con facilidad sacarle hombres y municiones de boca y guerra, para que bajo
la dirección de jefes
experimentados contra los grandes
maestros de la guerra, los franceses, penetren desde las provincias de
Barinas y Maracaibo hasta los
últimos confines de la
América meridional.
España tiene en el día
gran número de oficiales generales ambiciosos y audaces; acostumbrados
a los peligros y a las privaciones que anhelan
por venir aquí a buscar
un imperio que reemplace el que acaban de perder.
Es muy probable, que al expirar
la Península, haya una prodigiosa emigración de hombres de
todas clases; y particularmente de cardenales
arzobispos, obispos, canónigos
y clérigos revolucionarios capaces de subvertir, no sólo
nuestros tiernos y lánguidos estados, sino de envolver
el Nuevo Mundo entero en una espantosa
anarquía. La influencia religiosa, el imperio de la dominación
civil y militar, y cuantos prestigios
pueden obrar sobre el espíritu
humano, serán otros tantos instrumentos de que se valdrán
para someter estas regiones.
Nada se opondrá a la emigración
de España. Es verosímil que Inglaterra proteja la evasión
de un partido que disminuye en parte las fuerzas de
Bonaparte en España; y
trae consigo el aumento y permanencia del suyo en América. La Francia
no podrá impedirlo tampoco Norte América;
y nosotros menos aún, pues
careciendo todos de una marina respetable, nuestras tentativas serán
vanas.
Estos tránsfugas hallarán,
ciertamente, una favorable acogida en los puertos de Venezuela, como que
vienen a reforzar a los opresores de aquel
país; y los habilitan de
medios para emprender la conquista de los Estados independientes.
Levantarán quince o veinte
mil hombres que disciplinarán prontamente con sus jefes, oficiales,
sargentos, cabos y soldados veteranos. A este
ejército seguirá
otro todavía más temible, de ministros, embajadores, consejeros,
magistrados, toda la jerarquía eclesiástica y los grandes
de
España, cuya profesión
es el dolo y la intriga, condecorados con ostentosos títulos, muy
adecuados para deslumbrar a la multitud, que
derramándose como un torrente,
lo inundarán todo arrancando la semillas, y hasta las raíces
del árbol de la libertad de Colombia. Las tropas
combatirán en el campo;
y éstos, desde sus gabinetes, nos harán la guerra por los
resortes de la seducción y del fanatismo.
Así pues, no nos queda otro
recurso para precavernos de estas calamidades, que el de pacificar rápidamente
nuestras provincias sublevadas,
para llevar después nuestras
armas contra las enemigas; y formar, de este modo, soldados y oficiales
dignos de llamarse las columnas de la
patria.
Todo conspira a hacernos adoptar
esta medida; sin hacer mención de la necesidad urgente que tenemos
de cerrarle las puertas al enemigo, hay
otras razones tan poderosas para
determinarnos a la ofensiva, que sería una falta militar y política
inexcusable dejar de hacerla. Nosotros nos
hallamos invadidos y, por consiguiente,
forzados a rechazar al enemigo más allá de la frontera. Además,
es un principio del arte que toda
guerra defensiva es perjudicial
y ruinosa para el que la sostiene; pues lo debilita sin esperanza de indemnizarlo;
y que las hostilidades en el
territorio enemigo, siempre son
provechosas, por el bien que resulta del mal del contrario; así,
no debemos, por ningún motivo, emplear la
defensiva.
Debemos considerar también
el estado actual del enemigo, que se halla en una posición muy crítica,
habiéndoseles desertado la mayor parte de
sus soldados criollos; y teniendo
al mismo tiempo que guarnecer las patrióticas ciudades de Caracas,
Puerto Cabello, La Guaira, Barcelona,
Cumaná y Margarita, en
donde existen sus depósitos; sin que se atrevan a desamparar estas
plazas por temor de una insurrección general en
el acto de separarse de ellas.
De modo que no sería imposible que llegasen nuestras tropas hasta
las puertas de Caracas, sin haber dado una
batalla campal.
Es una cosa positiva, que en cuanto
nos presentemos en Venezuela, se nos agregan millares de valerosos patriotas,
que suspiran por vernos
aparecer, para sacudir el yugo
de sus tiranos, y unir sus esfuerzos a los nuestros en defensa de la libertad.
La naturaleza de la presente campaña nos proporciona la ventaja de aproximarnos a Maracaibo, por Santa Marta, y a Barinas por Cúcuta.
Aprovechemos, pues, instantes tan
propicios; no sea que los refuerzos que incesantemente deben llegar de
España, cambien absolutamente el
aspecto de los negocios, y perdamos,
quizás para siempre, la dichosa oportunidad asegurar la suerte de
estos estados.
El honor de la Nueva Granada exige
imperiosamente escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos
hasta los últimos
atrincheramientos, como su gloria
depende de tomar a su cargo la empresa de marchar a Venezuela, a libertar
la cuna de la independencia
colombiana, sus mártires,
y aquel benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores sólo
se dirigen a sus amados compatriotas los granadinos,
que ellos aguardan con una mortal
impaciencia, como a sus redentores. Corramos a romper las cadenas de aquellas
víctimas que gimen en las
mazmorras, siempre esperando su
salvación de vosotros; no burléis su confianza; no seáis
insensibles a los lamentos de vuestros hermanos.
Id veloces a vengar al muerto,
a dar vida al moribundo, soltura al oprimido y libertad a todos.
Simón Bolívar
Cartagena de Indias, diciembre 15 de 1812.
© José Luis Gómez-Martínez
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