m o n o g r á f i c o e s c e n a
Manuel Ángel Conejero Dionís-Bayer
EL YO Y EL INDIVIDUO EN LA OBRA SHAKESPERIANA

De forma muy recurrente, yo diría que absolutamente recurrente, la prensa ha preguntado a los distintos miembros de la Fundación Shakespeare y a mí mismo, una sola cuestión entre otras: ¿por qué un VII Congreso Shakespeare Mundial y qué es lo que resulta tan excitante y produce tan grande curiosidad entre los especialistas de todo el mundo para que nada menos que quinientos y alguno más continuemos fascinados por la obra del dramaturgo inglés? Personalmente, yo he querido contestar a la pregunta simplificando al máximo. La respuesta que se puede dar, aun simple, no es sencilla, pero podemos aventurar una explicación: los "clásicos" nos son vecinos y están cercanos a nosotros porque "clásico" es quien acierta a tratar temas de recurrencia universal de un modo (la forma) sobre el que no parece transcurrir el tiempo. También he explicado, y me propongo explicar aquí, que por obsoleta que sea la elección que hagamos entre su abundante obra dramática, se observa en toda ella algo que nos es radicalmente contemporáneo: la aparición de lo que en teatro llamamos "conflicto" y el enfrentamiento del YO y del OTRO. Es verdad que sobran ejemplos anteriores a Shakespeare donde esta característica había tomado ya cuerpo. Baste recordar The Spanish Tragedy de Thomas Kyd o la brillante forma de tratar el personaje del rey en Edward II de Christopher Marlowe.
Quien no responde, parece
que no entiende,
como las piedras o el viento.

Pero esto que a mediados del  XVI es un indicio, es la señal o marca que aparece en cualquier obra de Shakespeare. Puedo elegir una obra al azar para eludir Hamlet o Richard III y hago un análisis somero de Othello para corroborar una vez más que el debate entre  el YO y el OTRO aparece de forma magistral sin necesidad de bucear en ninguna otra obra. Toma cuerpo en el teatro del maestro inglés una obsesión por la forma de las cosas, por la estructura, que instalada en pleno XVI y principios del XVII nos llega, de forma impecable, hasta Samuel Beckett (por citar un autor paradigmático contemporáneo) y amenaza con instalarse con obsesión en el siglo XXI. Hablamos del recurso de la forma, la forma como única explicación de lo que contiene, la forma que consolida incluso la estructura psicológica del YO. Así, el YO no sería visto como resultado de lo que se narra o teatraliza, sino consecuencia de una elaboración consolidada no del QUÉ sino del CÓMO: la forma, como artífice de EGO, y no al contrario, la forma como parte de un sentido del Decorum lingüístico (recordemos a McAlindon) donde no lo que se dice sino la forma en que se dice equivale a lo que se piensa, siendo lo que se piensa, al mismo tiempo, lo que se dice... Una especie de "say what you mean... mean what you say". La conciencia de que las cosas deben ser así, la confianza en la ética y estética de la palabra como fórmula que nos desvela el pensamiento del que piensa (EGO), es una realidad en el siglo XVI y en estos comienzos del XXI. O lo que es lo mismo, esa conciencia nos puede llevar al sitio opuesto (sería la otra cara de una misma moneda) que no es sino la obsesión por que la ética que mencionamos pueda ser traicionada y podamos centrarnos en el problema del ser y parecer en el ámbito lingüístico y en el del atavío o aspecto exterior de las personas donde la sospecha pueda llegar a ser "nadie es veraz... nadie dice la verdad", estrategia que se instala en el escenario de manera muy específica en Othello, donde los personajes construyen un decorado de mentiras donde nadie se fía de nadie.

Así el nacimiento del YO (EGO) verdadero surge de la pugna contra los demás en litigio (los OTROS) o como resultado de un combate de personalidades: Othello contra Desdemona, Iago contra Othello, Portia contra Iago, Brabantio contra el color de la vileza (negro) y a favor de lo que se supone virtud burguesa (el color blanco). Y ésto con matices: Desdemona no muestra deseos de ser OTRO, Othello tiene dudas, Iago las tiene todas hasta el punto de decir lo más insólito, lo más antiguo y lo más rabiosamente contemporáneo que pueda escucharse en boca de un personaje: "Si yo fuera el Moro" -dice- "no querría ser Iago", ejemplo con el que ya tenemos en el escenario menos medievalismos y más señales reconocibles de la contemporaneidad que se produce como fruto de un debate interior, de un conflicto jerárquico... Esto es lo que caracteriza al teatro del XVI y al de ahora mismo, la aparición del conflicto, del dilema, frente a las características escénicas medievales donde todo era presentado como genérico y los personajes eran más un exemplum, una morality, un Everyman, que realidades cercanas a nosotros. En efecto, en la época prerrenacentista, más que individuos veíamos escenarios de la conciencia colectiva, la gracia, la maldad, el vicio. Si estamos hablando e insistiendo sobre el hecho de esta aparición del YO, es como resultado de la pregunta que formulábamos al principio, porque es ese matiz el que nos acerca a un tipo de teatro (el de los "clásicos") que se obstina en ser contemporáneo, que nos presenta un mundo de ambigüedades emocionales, psicológicas y conductales donde los parámetros de la familia y el comportamiento amoroso se diluyen convirtiéndose en estructuras borrosas, en esquinas oscuras donde hemos de comenzar a preguntarnos cuáles son los contornos de ternura en Othello y cuáles los datos de fortaleza en Portia, y donde habría que buscar explicación a la manifiesta ambigüedad de un personaje como el de Roderigo. Esto nos devolvería a reflexiones nuestras de hace ya muchos años en Eros adolescente (Barcelona, 1980), entonces ensayo de intuiciones y ahora mismo estudio donde advertimos más certezas: la de que no es todo brutalidad en el hombre ni es todo apariencia de ternura en la mujer, es decir, a un mundo que entonces llamábamos Venus virilizada y Eros adolescente significando que en los "contrarios" platónicos hay más verdad teatral que en la simpleza.

Quiero poner de nuevo el énfasis en que habría sido más evidente esbozar pinceladas alrededor de Hamlet, para hablar de estos pormenores, pero eso habría sido acudir a la evidencia. Parece más adecuada una búsqueda del crecimiento de la personalidad en una obra que, siendo central en la producción de Shakespeare, no es la que más estudiamos para matizar o esbozar pérdidas de identidad sexual, que acaso habríamos encontrado también en comedias del estilo de Twelfth Night y As you like it. Hemos preferido hacer el esbozo del devenir de la personalidad en Othello, ejemplo casi hímnico a la raza blanca y, sin embargo, muy cerca de convertirse en triunfo de la animalidad (el color negro) sobre la "inteligencia" de la clase dominante, para podernos centrar en la crisis de la identidad y el análisis de lo que es fair o foul en personajes como el de Iago, siempre paradigma del maquiavelismo y casi nunca usado como ejemplo de confusión donde se mezclan los opuestos, el macho y la hembra.
No querer ser YO nos conduce a un rechazo absoluto de lo que es la aspiración consustancial al héroe: la construcción de sí mismo, el afianzamiento de una gramática propia para llegar a una plenitud escénica y vital. Ese mismo rechazo supone el desprecio del propio instinto. De ahí la dudosa y ambigua fijación de Iago con Othello y las ensoñaciones eróticas con Roderigo, siendo el propio Iago mejor ejemplo de lo femenino afarsado(la maledicencia) que el que pudiera constituir Portia, su propia mujer, que se nos presenta con la valentía que solemos atribuir al hombre. En realidad basta con dirigir los ojos hacia Othello (obra usada siempre como paradigma de la construcción estética de los celos) para descubrir que la hipocresía, la desconfianza, la mentira, la ambigüedad, en el escarceo amoroso son la otra cara de la moneda en una época -la del siglo XVI inglés y la nuestra propia- en que desde la obsesión por la verdad caminamos al desasosiego del descubrimiento de la mentira como lema, y donde el desprecio o alabanza por lo innoble (el color negro) tiene unos límites pragmáticos ridículamente políticos e hipócritas: digamos de una vez que el Moro no es un héroe negro que se instala sobre la verdad blanca, sino simplemente el único que puede derrotar al Turco.

Lo verdaderamente interesante en este esbozo que pretende acortar distancias entre el desarrollo del YO renacentista y el de mujeres y hombres del siglo XXI, es que no hay que bajar demasiado a la arena para descubrirlo: no hay que perder el tiempo secularizando la obra de Shakespeare ni pretender encontrar una Portia feminista que defienda a Desdemona o un intento de demostrar que Othello es sujeto pasivo de la xenofobia y el racismo. La ejemplaridad de los "clásicos" es que no hay que secularizarlos para verlos cercanos. Los "clásicos" lo son en tanto que han dado con fórmulas lingüísticas por las que no parece haber pasado el tiempo -repetimos- y en los que encontramos el conflicto de SER para no PARECER y el deseo de descubrir en un sistema de escénicas imposibles la complejidad del ser humano.

Siglos más tarde, muchos después del siglo XVI, seguimos haciendo lo mismo, queremos PARECER para no tener que SER (hace falta coraje para ser) o abandonar el disfraz -si no hay alguien que nos desenmascare antes- para poder ser EGO y no el OTRO, tema con el que hemos llegado en nuestros días a una zona de confusión casi enfermiza. Ahí hemos de ver el centro de los celos, la envidia, la venganza, el desasosiego y no al revés. Othello, así, no es una historia de celos en la que hay subargumentos. Muy al contrario, son  los subargumentos (no desear ser YO para ser OTRO) los que explican la disolución de Iago en mil pedazos contradictorios, donde hasta cabe el deseo de ser hembra, y el desbordado acoso de celos por parte de Othello, un ser que finge querer ser él pero que finalmente siente que es espalda negra de un vientre blanco (el de Desdemona) soportando su peso de psicópata teatralizado. 
 

"Hablar bien" es un valor en Othello, es el mayor mérito de Lodovico. Hablar bien, de forma concisa, elaborada, exacta, era una forma de ser y no parecer en el Renacimiento inglés. Creo que estamos en un mundo parecido ahora mismo.

"Hablar bien" es un valor en Othello, es el mayor mérito de Lodovico. Hablar bien, de forma concisa, elaborada, exacta, era una forma de ser y no parecer en el Renacimiento inglés.Creo que estamos en un mundo parecido ahora mismo, que nos salve de La muerte del lenguaje, Steiner. Pronto hablar bien será de nuevo un valor, la forma de existir o el riesgo de no ser por uso indebido de una gramática del Decoro que instrumente y conforme lingüísticamente nuestro pensamiento y en cuyos límites podemos diluir de forma precisa, aunque suene contradictorio, nuestros deseos más íntimos, nuestras más inconfesables pasiones, de forma nítida, no añadiendo confusión lingüística a la posible confusión psicológica. ¿Estamos intentando ver todo desde una óptica a la inversa? No sería eso. Sin embargo sí que estamos advirtiendo sobre la "apariencia" de los "argumentos centrales". En este caso -en Othello- los celos parecen el centro cuando lo que hace el autor es poblar el escenario de múltiples argumentos paralelos a partir siempre de un orden familiar que se le antoja no válido. Es como si buscáramos construir todo el escenario desde la desconstrucción de lo que parece el epicentro, rompiendo su estructura para que lo demás aflore: un posible orden nuevo hecho de ambigüedades que tiene tras el decorado un profundo desencanto por lo que se nos antoja siempre fundamental, poniendo esperanza en otros "paraísos" que también devienen en falsedad o en fracaso. No es operativa la relación Othello-Desdemona, ni van a prosperar las demás opciones. No sería importante señalar tangencialmente que aquí toda la culpa la tenga un pañuelo (argumento dramáticamente insostenible) y en otros casos el simple retraso de un correo que Romeo tenía que haber recibido a tiempo. ¿Para qué?... los personajes luchan por SER, desde gramáticas alternativas que se quedan en bellas construcciones escénicas pero que no sirven en el teatro de la vida.

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