por Miguel Herráez
FUNDACIÓN INSTITUTO SHAKESPEARE
INSTITUTO DE CINE Y RADIO-TELEVISIÓN
1985
Miguel Herráez nació en Valencia (1957), por cuya Universidad
se licenció en Historia Contemporánea. Es miembro del equipo
investigador del Instituto Shakespeare.
Ha publicado dos libros de poemas (Elipsis, 1977; Hipótesis
de la razón y su silencio, 1978) y uno de relatos (Las claves de
Trilby, 1982), así como numerosos trabajos de de crítica
literaria en revistas y suplementos especializados. Parte de su producción
ha sido recogida en diversas antologías.
"Ahora que Nika no duerme".......................21
"Atravesar el juego".............................25
"Entre Harold Lloyd y el postre".................35
"La última pieza del tangram"....................41
"La tregua de los ángeles".......................45
"¿Para qué intentar gritar?".....................57
Te diré una cosa, Miguel. Voy a decirte algo: éste es mi primer "Prólogo", mis primeras líneas de introducción a la obra de alguien. No es la primera vez que me lo piden, pero sí la primera vez que acepto -¿tan viejo soy ya?- y lo hago con gusto. En realidad, no sé si me pediste tú unas líneas o te exigí yo que me las pidieras. No me acuerdo. Tendría gracia, ¿no, Miguel? Tendría gracia, precisamente cuando afirmo que no es la primera vez que "me lo piden"; lo que equivale a decir que "me hago de rogar". Tendría gracia que hubiera sido yo quien te apremió a ti para preceder tu propia escritura. ¿Sabes, Miguel? Estas narraciones tuyas son extraordinarias, de una madurez inusitada... Ten cuidado, Miguel... He dicho madurez. Pronto te pedirán a ti unas lineas de introduccion. Antes de que lo adviertas, antes de que te dé tiempo a reaccionar, llegará alguien con unos folios -alguien con talento-, y te pedirá unas lineas de presentación. Ese día comprenderás lo que ahora siento, una mezcla de orgullo y sana irritación -tendría gracia que hubiera sido yo quien... y que al mismo tiempo sintiera irritación-. Pero quería decir algo y no lo he dicho: que tu escritura ha sufrido un espléndido desarrollo. Me gustan muy especialmente estas narraciones tuyas de ahora porque son profundamente teatrales. ¿Cómo? ¿Que no lo sabías? Pues si, ya lo oyes. Son muy teatrales, y llenas de un sutil ritmo que las hace crecer, desarrollarse, espléndidas. He hecho yo mismo una prueba. Las he grabado en un pequeño magnetófono; y es curioso, pero siendo escritura de la buena, tienen al mismo tiempo un valor oral que es sorprendente. No digas que no te habías dado cuenta, Miguel. ¿Que no tenias ni idea? Pues ya lo sabes: sigue así, hombre. Sigue asi.
Los siete relatos integradas en el libro han sido escritos entre la primavera de 1983 y el verano de 1984, dentro de esa caprichosa y maldita elasticidad que implica dicho período. La ordenación de los mismos en el conjunto no obedece al propio pulso cronológico de sus respectivas materializaciones, sino a una cierta estrategia, tanto climática como formal, impuesta por un criterio intuitivo mio.
Con anterioridad a esta edición, dos cuentos han visto la luz.
Se trata de "Cada jueves", que lo hizo en dos ocasiones. La primera para
la antología Un purgatorio, en 1984, cuya selección
llevaron a cabo los poetas y críticos Ricardo Beliveser y Rafael
Afión; la segunda vez apareció en la revista Insula. De igual
modo, "La última pieza del tangram", aunque con otro titulo y otro
desenlace (volviendo ahora a su verdadero propósito conclusivo),
fue editado en el suplemento literario de un periódico,también
en 1984.
JULIO CORTÁZAR
"Esto no significa necesariamente escribir
por experiencia, sino encontrar algo que pu-
diera captar y expresar con algún sentimien-
to, creando así la ilusión de la vida, que es el
cometido de la verdadera ficción."
FRANK MACSHANE
"El arte moderno es triste porque triste es la
vida que lo engendra."
J. DELEITO Y PIÑUELA
Pero le escribí. Casi sin quererlo fui hundiéndome en la espiral del té y los cigarrillos, aceptando la rutina deliciosa y expectante del llavín y su carta en el buzón, fui esperando cada jueves su sobre perfiunado, el color de su papel, fui engarzándome en su amor por las begonias y por los cactos gigantes (yo mismo me compré uno la semana pasada), por las canciones, que en otra época me habían parecido tan azucaradas, de Frank Sinatra y Paul Anka, por sus lecturas preferidas, por Virginia Woolf y Katherine Mansfield y los versos de Le cimetiére mann, incluso fui compartiendo su inclinación por los ánades rayados, cuando siempre he pensado que los patos son animales demasiado inexpresivos para ser adorados. Y usted me habló de My way porque yo también le hablaba de Chéjov y de Turgueniev, de la sencillez de sus personajes, de la mediocridad y la tristeza de sus vidas, de mi pasión por la música de Chopin y por la tercera sinfonía de Schubert, y así fuimos recorriéndonos, penetrándonos mutuamente, alejándonos y aproximándonos según nos vinculara o nos dístanciara la sensibilidad, dejando en un segundo plano aquello que preferíamos que se conservase no ya en el nivel de lo velado, sino en el de lo oculto, pues yo no podía nombrarle ciertas cosas porque ello hubiese sido como soñar antes de haber dormido, adelantar el placer a la caricia. Entre esas cosas se encontraba lo del grito, lo que podía provocar el grito, lo de la mujer del suéter beige en quien no reparé, en quien no se fijó porque no había que reparar ni fijarse en ella, lo importante era comprobar la hora, dar la vuelta al cierre del bolso, la última ojeada a la fotografía, descubrirme desde el perfil de la fotografia, mirar la pequeña, pequeñísima cicatriz que tengo a la altura de la mejilla (aunque le había dicho que ahora llevaba barba, precisamente para cubrir lo que en mi juventud había mostrado como signo de un ridículo y deformado romanticismo), recabar en la delgadez de mi labio superior, en el anillo del dedo anular ("recuerdo de mi madre"), en el corteraso de las uñas, algunas de ellas tocadas, y en la fotografía se veía bien, de esas manchitas blancas que denuncian insuficiencia de calcio en la niñez. Por ese motivo troceó el croissant sin percatarse, sin saber que la mujer del suéter beige hacía rato que la observaba, que la estudiaba con el mismo cuidado con que minutos antes asimilaba usted mi fotografía, pero cómo suponer nada si usted hubiese girado la cara y se hubiese tropezado con aquella mirada, por qué enturbiar el gozo de la primera cita, del primer encuentro, tras dos meses de cartas y más de cien promesas.
Fui puntual. Aunque no lo crea (y la mudez inmediata y dolorosa de sus
cartas me lo ha confirmado), estuve allí. La vi. Podría decirle
cómo iba vestida (un traje estampado en morados y verdes, el pelo
recogido con una cinta roja) y cómo no me había mentido al
hablarme de sus hoyuelos (lo comprobé cuando le sirvieron el croissant
y usted sonrió). Y también vi a ella. Hubiera deseado tanto
ser de un modo completamente diferente para así haber sido otro,
no haber tenido cicatriz ni barba ni ser el admirador de Chopin, porque
entonces todo habría sido de otra manera, pues hubiera atravesado
el vestíbulo y me habría acercado a su mesa, habría
sido otro suceso, un suceso sin huecos, sin escenas solapadas, sin la mujer
del suéter beige, porque mi anillo, el anillo que usted vio en el
anular, el anillo por el que preguntó en una de sus cartas (quizá
la más hermosa de todas, en la que escribía acerca de su
infancia feliz y sobre aquel muchacho que murió de leucemia en una
casa repleta de dalias y espejos) y que le contesté que era recuerdo
de mi madre, la sortija que usted podía ver era de oro, y no de
plata como parecía en la fotografia de blanco y negro, y la del
suéter beige era mi mujer. Por esa razón no pasé de
la cristalera, y porque mi mujer podría haber hecho lo irreparable,
podría, quién sabe, haber hecho lo peor. Si supiera cómo
lo lamenté, cómo me escoció verla consultar repetidamente
el reloj, verla prender cigarrillo tras cigarrillo, cuando sé que
apenas si fuma cuatro al día, el ácido de la frustración
y la impotencia cuando se decidió a marchar y mi mujer y el grito,
lo del grito, porque desgraciadamente el juego, nuestro juego, no fue limpio
desde el primer impulso, desde nuestras primeras cadas hubo paréntesis
ennegrecidos, reflejos ladeados, aunque era una especie de condición
tácita, de lagunas pactadas sin pactos previos, por eso no debió
haberme escrito, no debimos habemos cruzado, cada uno debió haber
seguido con su falsa soledad, con su mundo particular compuesto a base
de ilusiones ajenas, un mundo verdaderamente sin horizonte, pero seguro,
protegido de estímulos e interferencias, sostenido por la experiencia
de otros, por las melancolías y las alegrías de otros, porque
alterar les son ges vains, conciliar lo irreconciliable nos ha conducido
a esto, nos ha obligado a irrumpir en el corredor sin fondo de esta pesadilla,
y sé que usted estuvo, que merodeó desde la cristelara, sé
incluso que trató de impedirlo, lo vi desde la galería de
enfrente, sé que dio un par de pasos cuando el fogonazo y la mujer
del suéter beige y el silencio súbito del café y la
otra mujer (la del traje estampado en verdes y morados, la del pelo recogido
con una cinta roja) se desplomó contra la mesa y las voces y la
lluvia que empezó a resbalar por los cristales, pues una vez más
hay que echarle la culpa al destino, a los equívocos de las caras
y a la confusión de los gestos, a la sorpresa del azar, porque quien
no acudió a aquella primera cita, a aquel primer encuentro, fui
yo, yo quien aquella tarde tomó la decisión de no acudir,
de no cambiar las reglas de nuestras vidas, de no conmocionar tanto rito
asumido, tanto rito necesario, porque no hubiera sabido explicarlo, decírselo
a mi familia, expresárselo a mi hija pequeña (cabellos castaños
y hoyuelos, igual que yo, en las mejillas), a los otros dos niños
que ahora mismo duermen como nutrias bajo un enorme póster de Mouse,
y, sobre todo, nunca hubiese sabido ni siquiera insinuárselo a él.