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LOS SERES HUMANOS
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Ya hemos tenido ocasión de señalar que el concepto de "persona", es decir, de ser con dignidad, para el que existe la obligación moral de respetarlo como un fin en sí mismo, no coincide exactamente con el de "ser humano". Nadie pondrá en duda que Hitler era humano al cien por cien, como un análisis de su código genético habría demostrado irrefutablemente, lo cual no lo convierte en persona en absoluto, y no es obstáculo para que cualquiera que hubiera estado en disposición de pegarle un tiro y lo hubiera hecho, habría merecido, no sólo la aprobación, sino también el agradecimiento de cualquier persona. Por el contrario, si un día aterrizara una nave espacial y de ella descendiera un ser extraño, que de ningún modo podría ser un ser humano, no podríamos deducir de ello que no es una persona, sino que esto se decidiría en función de cómo responde cuando se le trata como a tal, es decir, en términos éticamente correctos. Si respondiera como debe responder una persona, entonces es una persona, y si no, no. Todo esto con independencia de si es un ser animal, vegetal o mineral o de todo un poco, y con independencia de si ha surgido por un proceso de evolución natural o si ha sido creado artificialmente por otro ser inteligente. Todo eso da igual. Lo que importa es su comportamiento. Quien discrepe de esto está defendiendo una variante más o menos restrictiva del dogmatismo conocido normalmente como racismo.

Esto implica que un código genético no aporta dignidad alguna a quien lo posee, y esto es especialmente molesto a la hora de justificar el trato que debe darse a algunos especímenes humanos que no encajan dentro del concepto de "persona", como son los niños, los ancianos que han perdido total o parcialmente sus facultades mentales, deficientes mentales, locos, pacientes en coma, etc. Decir que merecen respeto porque son seres humanos es una frase muy hermosa y muy adecuada para los manuales de ética-de-boy-scout, pero que se derrumba inmediatamente ante un análisis serio. Por una parte, acabamos de explicar que no es posible atribuirles dignidad por su código genético y, por otra parte, no es cierto que merezcan respeto. A lo sumo, lo que pueden merecer es tutela.

En la página anterior hemos explicado brevemente lo que debemos entender por tutelar a un niño. Se trata de que uno o varios tutores (usualmente sus padres, pero eso no es más que una tradición) impongan su voluntad sobre la del niño, pero no en provecho propio, sino tratando de actuar de forma que sus decisiones merezcan la aprobación del niño en un futuro, cuando madure y pueda ser considerado como una persona. En el caso de un anciano, la tutela se puede definir en sentido inverso: tutelar a un anciano es imponer sobre él nuestra voluntad pero tratando de respetar los criterios que el anciano habría aplicado cuando todavía era dueño de sus facultades mentales. Más complicado es definir la tutela de un deficiente mental, pues ni ha sido ni será nunca una persona. En la práctica es tratarlo como si fuera un niño, aunque nunca se convertirá en adulto y, por consiguiente, nunca estará en condiciones de juzgar la labor desempeñada por el tutor. Un enfermo mental (no de nacimiento) puede ser equiparable a un anciano.

No haría falta aclarar que, cuando hablamos de deficientes mentales, nos referimos a aquellos cuyas limitaciones alteran sensiblemente su capacidad de relación. Si la minusvalía consiste únicamente en un menor grado de inteligencia que les impide desempeñar tareas que otros seres humanos consideran sencillas, eso no tiene por qué impedir que sean personas a todos los efectos, por lo menos en la mayoría de las situaciones. Un deficiente mental que necesite que le expliquemos despacio y simplificadamente cosas que otros cazan al vuelo no es menos persona por ello que un analfabeto que necesite que le leamos un papel que otros leen de corrido, o que un ser humano de inteligencia media que apenas puede entender una teoría física que un superdotado entiende sin dificultad. El uso de razón requerido para ser persona tiene algo que ver, pero no mucho, con el nivel de inteligencia.

Con respecto a estos seres humanos se plantean dos problemas éticos y un sinfín de problemas técnicos. Los primeros son: por qué merecen ser tutelados y en qué consiste tutelarlos correctamente, es decir, si alguien no necesita ningún argumento racional para hacerse cargo de un niño, o de un anciano, o de un deficiente mental y pretende hacerlo con su mejor intención, ¿qué criterio debe adoptar a la hora de decidir por él? Por ejemplo, si un anciano ha fumado toda su vida y ahora no está en plena posesión de sus facultades mentales pero quiere seguir fumando, ¿debe su tutor prohibírselo porque el tabaco perjudica a su salud o debe permitírselo porque es lo que siempre ha hecho? Ésta es una cuestión ética, porque su respuesta ha de darse a priori: no hay ninguna clase de experimento que pudiera justificar que la mejor respuesta es una u otra. En cambio, el problema de cómo lograr que el anciano vaya al médico cuando se obstina en no ir, es un ejemplo (sencillo) de los muchos problemas técnicos que puede entrañar una tutela. Éste es técnico porque sí que se puede experimentar hasta descubrir a posteriori qué estrategia funciona mejor y además el fin ya está dado, y el problema es decidir cuál es el mejor medio para lograrlo.

Empezaremos abordando el segundo problema ético, es decir, vamos a discutir qué podemos decir a priori sobre la tutela de seres humanos que no pueden ser considerados personas. Cuanto digamos sobre a priori tendrá que estar relacionado con los fines que debe perseguir la tutela, y no con los medios que mejor pueden conducir a tales fines. Encontrar los medios más adecuados es un problema técnico que sólo puede ser analizado a posteriori en lo que constituirá una parte del objeto de estudio de la psicología. Así, por ejemplo, si aceptamos que un fin de la educación de un niño es inculcarle una sólida responsabilidad ética, quizá alguien piense que la mejor forma de lograrlo es molerlo a palos cada vez que cometa una falta, pero no es posible refutar a priori semejante barbaridad. Teóricamente, podría haber seres humanos que respondieran positivamente a dicha educación y terminaran siendo unos adultos equilibrados y agradecidos del trato recibido. El hecho de que en la práctica no sea así y que tal sistema sólo puede llevar a formar adultos traumatizados y trastornados es algo que sólo puede concluirse a posteriori por el conocimiento de la psicología humana y no es nuestra intención argumentar aquí sobre cuestiones psicológicas empíricas, aunque sean tan obvias como la de este último ejemplo.

Consideremos en primer lugar el caso de la tutela de un niño mentalmente sano, es decir, un niño que, si no sucede ningún imprevisto, puede convertirse en una persona adulta con plena capacidad mental. Como ya hemos dicho, tutelar a un niño es, por definición, imponer nuestra voluntad sobre él de tal modo que, cuando sea una persona, apruebe las decisiones que hemos tomado en su nombre. De este fin general se pueden deducir cuatro fines particulares inherentes en el concepto de tutela de un niño. Los tres primeros constituyen lo que podemos llamar su educación:

  1. El fin de que acabe realmente convertido en una persona, es decir, de inculcarle la voluntad de entenderse racionalmente con las demás personas. Los tutores tienen esta responsabilidad, no sólo ante el niño (o, mejor dicho, ante la persona que ha de llegar a ser), sino también ante las demás personas con las que el niño habrá de relacionarse. Hacer que quien podría haber acabado siendo una persona acabe convertido en un delincuente es un perjuicio objetivo, si no para el propio tutelado (que podría acabar satisfecho con su condición), sí para la sociedad a la que pertenece.
  2. El fin de prepararlo adecuadamente, en la medida de lo posible, para enfrentarse al mundo de forma autosuficiente (sin aceptar ya la tutela de nadie). Es obvio que si una persona se da cuenta de que tiene ciertas limitaciones a la hora de ganarse la vida y que podrían haberse evitado con una mejor educación, tendrá motivos para pedir cuentas a sus tutores de por qué no se preocuparon de ello cuando era el momento.
  3. El fin de prepararlo psicológicamente para ser feliz en la vida. Nada impide que alguien sea una persona de excelente voluntad, que tenga la inteligencia y la habilidad necesaria para vivir descansadamente y que, al mismo tiempo, presente desequilibrios emocionales que le impidan ser feliz. Esto no tiene por qué ser imputable necesariamente a haber recibido una educación deficiente, pero, no es menos cierto que el adoptar una actitud positiva ante la vida es algo que, al menos en parte, puede aprenderse mediante una educación adecuada. Por consiguiente, en la medida en que pueda establecerse que una determinada decisión o estrategia general de un tutor pueda contribuir a favor o en contra de la futura felicidad del niño, lo que exige su responsabilidad es optar por lo primero. (Por la propia definición de "felicidad", una persona preferirá estar en condiciones de ser feliz que no estarlo.) Aunque discutir sobre ello sería entrar en una cuestión psicológica, no está de más apuntar que preparar a un niño para ser feliz no es necesariamente lo mismo que asegurarse de que es feliz, sobre todo si le estamos proporcionando una felicidad artificial que no podrá conservar cuando tenga que valerse por sí mismo.
  4. El fin de conservarlo y protegerlo mientras no esté en condiciones de ocuparse de ello por sí mismo. La conservación y protección del niño es una condición necesaria para que su educación sea posible y tenga un sentido. Notemos que no es lo mismo: dar de comer a un niño es conservarlo, pero no educarlo.

Naturalmente, la parte más complicada a la hora de llevar adelante estos fines es determinar cómo hacerlo concretamente. Aquellos aspectos de la tutela de un menor sobre los que no cabe una duda razonable en cuanto a si son adecuados o inadecuados pueden —y deben— ser objeto de una legislación oportuna. Las leyes de protección de menores se fundamentan "retroactivamente": los menores no están en condiciones de acordar un sistema legal que los proteja, pero cuando lleguen a adultos aprobarán la existencia de las leyes que los han protegido durante su infancia, si es que éstas son justas —y en eso, precisamente, consiste en esencia su justicia—. Además de esto tenemos el interés social de que los menores lleguen a adultos en condiciones de integrarse debidamente en la sociedad, lo cual depende esencialmente de que hayan recibido una tutela adecuada. Así pues, la protección de los menores es una cuestión sobre la que el Estado tiene derecho a intervenir para exigir ciertas garantías.

Por supuesto, sólo es posible legislar sobre lo que puede "encerrarse" en principios generales objetivos que puedan tener forma de ley. Esto no es difícil en lo tocante a la conservación y protección de los menores, en el sentido de que es fácil discernir entre lo que es cuidar bien o no a un niño. Lo tocante a la educación ya es más etéreo. La ley podrá privar del derecho de tutela, por ejemplo, si un tutor no adopta las medidas oportunas para que el niño curse la educación obligatoria, o si lo induce a delinquir, etc., pero fuera de casos extremos, es imposible establecer objetivamente si una forma de educar a un niño es mejor o peor que otra, y una legislación que imponga demasiadas restricciones sería injusta por contravenir dogmáticamente los criterios de los tutores (sin perjuicio de que éstos sean también más o menos dogmáticos, pero el dogmatismo es admisible allí donde la razón no tiene objetivamente nada que decir).

Observemos también que los fines que hemos señalado como integrantes del proceso educativo pueden entrar mutuamente en conflicto. Por ejemplo, alguien podría argumentar que es inmoral educar a un niño inculcándole dogmas de forma deliberada, por ejemplo, unas creencias religiosas. En efecto: esto puede volverlo intolerante con aquellas personas que no compartan sus creencias (por ejemplo, puede volverse antiabortista militante, y eso es inmoral). Así pues, la religión puede alejarnos (parcialmente) del fin esencial de convertir al niño en persona. Sin embargo, podría ocurrir que el privar al niño de una educación religiosa le cree un vacío interior que lo lleve a no encontrarle sentido a la vida y termine siendo infeliz. No tiene por qué ser así necesariamente, pero ¿y si los tutores del niño no quieren arriesgarse a que esto suceda? ¿No es razonable rebajar un poco la dignidad futura del niño (si es que sale antiabortista o algo similar) a cambio de no abocarlo a la infelicidad absoluta? Habrá quien piense así y quien se considerará capaz de enseñar al niño a ser feliz sin necesidad de apelar a creencias dogmáticas. Sin embargo, como nada puede decirse a ciencia cierta, a la hora de juzgar las estrategias educativas es necesario armarse de cautela y tolerancia. La esencia de la inmoralidad es imponer un criterio a los demás sin tener sólidas razones para ello.

El aspecto más polémico de la educación es la capacidad que tiene el educador de "modelar" la personalidad del niño. Un educador que conozca bien "el oficio" puede lograr que sus tutelados salgan beatos, fascistas, ecologistas, rebeldes, conformistas o cualquier cosa que se proponga, con un alto margen de probabilidad. Es verdad que a menudo un hijo acaba con unas ideas muy diferentes de las de sus padres, pero esto significa que una cosa es criarse en una familia con una ideología determinada y otra criarse en una familia manipuladora. El arte de manipular puede, a su vez, practicarse de forma consciente o inconsciente. Alguien podría sostener que lo éticamente correcto en materia de educación es presentar al niño todas las opciones para que él elija libremente la que más se le acomode, de modo que dirigirlo hacia una opción determinada es inmoral. No creemos que, así, sin más matices, esto sea sostenible. Es tanto como decir que una ruleta es mejor que un plan predeterminado. "Dejar libertad" a un niño para que se forme su propia forma de pensar es dejar que dicha forma de pensar la determine, tal vez, el primer individuo que se encuentra por la calle y se convierte en su amigo en lugar de determinarla sus tutores. El método no tiene ninguna garantía de aportar beneficio alguno.

Otra cosa es que podemos distinguir lo que podríamos llamar manipulación en sentido estricto y lo que sería propiamente educación, en su sentido etimológico de "dirección", "conducción". Podemos considerar que se manipula a alguien cuando se le ofrece una visión sesgada de las cosas, con mentiras, ocultando argumentos o hechos contrarios, exagerando lo favorable a una posición determinada, etc. Otra cosa diferente es presentarle los hechos, no imparcialmente, sino abogando honestamente por una determinada visión. Argumentar no es inmoral, engañar sí. Naturalmente, los argumentos éticos con niños son un poco más sofisticados: engañar a un niño es inmoral porque, cuando llegue a adulto y sea una persona, tendrá razón al quejarse de haber sido engañado. En cambio, presentar argumentadamente un punto de vista no es inmoral. En el caso de un niño sería inmoral, de todos modos, presentar argumentadamente un punto de vista de una complejidad tal que el niño no estuviera en condiciones de asimilarlo debidamente y replicar como lo podría hacer en un estadio de mayor madurez. De adulto, podría considerarse igualmente engañado y, por consiguiente, manipulado. Así pues, no hay razón para considerar inmoral que un tutor "conduzca" a un menor presentándole argumentos en favor de una línea de pensamiento en la medida en que éste esté en condiciones de asimilarlos y sopesarlos. Otra cosa es recurrir a engaños o estrategias emocionales que pretendan aprovecharse de la debilidad intelectual del menor.

Quizá éste sea un buen lugar para hacer algún comentario sobre la manipulación de embriones: selección, clonación, manipulación genética, uso de células embrionarias con fines terapéuticos, experimentación en general, sobre los que recaen ciertas sospechas de inmoralidad o de atentar contra la (presunta) dignidad humana. La situación es muy simple después de todo lo que ya hemos discutido en esta página y en la anterior: cualquier técnica que termine con la gestación de un individuo será buena o mala en función de si el individuo, una vez llegado a adulto, tiene o no razones para sentirse beneficiado o perjudicado por ella. (Faltaría considerar el caso en el que el embrión manipulado acabara convertido en un deficiente mental profundo, que no tuviera ni siquiera la opción de entender qué manipulación ha sufrido. Nos ocuparemos de él más tarde, cuando tratemos en general sobre los deficientes mentales.) Por el contrario, cualquier técnica que no acabe con la gestación de un individuo es sólo un proceso bioquímico. Si alguien quiere ver en ello una tortura hacia un angelito indefenso, puede creerlo como puede creer en Santa Claus, pero sería una inmoralidad que pretendiera emplear sus creencias dogmáticas como argumento para decirle al prójimo lo que debe o no debe hacer.

Consideremos ahora el caso de un anciano que ha perdido sus facultades mentales hasta el punto de que es absurdo respetar sus criterios. (Notemos que un anciano en perfectas condiciones mentales es una persona más, y no hay nada que tratar sobre él de forma específica.) En este caso es fácil precisar, al menos en teoría, qué debemos entender por "tutela". Como ya hemos indicado antes, cuando hablamos de tutelar a un anciano nos referimos a tratarlo cómo él hubiera indicado que deseaba ser tratado (dentro de lo razonable) cuando era dueño de sus facultades mentales. (El paréntesis es para advertir que, obviamente, no vale que uno diga que, de mayor, desea ser alimentado exclusivamente con caviar, ostras y champán.) Naturalmente, en muchos casos faltará información necesaria para concretar qué significa esto en la práctica, y ésta deberá ser sustituida por interpolaciones racionales, que serán más acertadas cuanto más logren acercarse a los criterios de la persona que fue el anciano. A falta de evidencias empíricas, no se podrá juzgar si son más o menos acertadas, sino únicamente si son más o menos razonables, más o menos plausibles. Así, por ejemplo, según esta definición de tutela, si un anciano que es fumador desde siempre desea seguir fumando, es inmoral impedírselo por razones médicas, al menos, exactamente en la misma medida en que se considere inmoral prohibírselo a un fumador en pleno uso de sus facultades mentales.

Hemos definido así el concepto de "tutela" de niños y ancianos para que el deber ético de tutelarlos adecuadamente no sea sino un caso particular del deber ético de respetar a las personas. (Y aquí pasamos a ocuparnos del problema de por qué es un deber ético tutelar a niños y ancianos.) La idea esencial es que no tutelar debidamente a un niño es faltar al respeto a la persona en que se convertirá, y no tutelar debidamente a un anciano es faltar al respeto a la persona que fue. Notemos —no obstante— que, aunque aceptemos que niños y ancianos merecen ser tutelados, otra cuestión es quién está moralmente obligado a asumir esa responsabilidad. Es razonable considerar que la tutela de un niño es una obligación moral de quienes han decidido concebirlo. Nadie ha pedido nacer. Si una persona se siente perjudicada por haber recibido una mala educación, tendrá razón al juzgar que ha sido perjudicado por quienes tomaron la decisión de concebirlo. Notemos que éstos no tienen por qué ser los padres biológicos: si alguien, por ejemplo, paga a una mujer para que conciba un hijo para él, y ésta se presta a ello como mera intermediaria, si el hijo recibe luego una educación deficiente no tendrá razones para reprochar nada a su madre biológica, sino a quien —o quienes— se valieron de ella para concebirlo. Aunque no sea frecuente, un hijo tendría en principio razones para reprochar a sus padres el haberlo concebido voluntariamente sabiendo que no estaban en condiciones de alimentarlo o educarlo correctamente. Concebir un hijo a sabiendas de que se le va a dar una vida desdichada es un acto de egoísmo inmoral. Notemos que lo que estamos diciendo no implica que unos padres tengan la obligación moral de educar personalmente a sus hijos. Si consideran que lo mejor para ellos es darlos en adopción con ciertas garantías de que en su hogar de acogida serán bien tratados, no se les podrá reprochar nada por ello. De hecho, incluso sería admisible —sin insinuar con ello que tal política tuviera ninguna ventaja a priori— que los miembros de una sociedad acordaran de buen grado que fuera el Estado y no los padres el encargado de tutelar a los menores de edad, y no habría nada de inmoral en ello.

En cuanto a si una persona tiene el deber de tutelar a sus padres si es que éstos han perdido su uso de razón, aquí las cosas pueden ser más complicadas. Por ejemplo, si un hijo descubre que su padre es un asesino en serie, no hará nada inmoral por negarlo y decidir que no tiene por qué limpiarle las babas a un canalla. Al contrario, decir "será malo, pero conmigo siempre se ha portado bien" es una falta de respeto hacia las víctimas del asesino, que puede oscilar entre el mero egoísmo y la inmoralidad según las consecuencias prácticas que se extraigan de tal juicio. Lo mismo podría decirse de un hijo que niegue a sus padres porque tenga razones objetivas para considerar que éstos no lo han tratado debidamente durante su niñez.

Ahora bien, si unos padres han cumplido debidamente con sus responsabilidades como tales y, llegado el momento en que necesiten la tutela de sus hijos, éstos deciden que cuidar de ellos sería una carga excesiva que les amargaría la vida y no están dispuestos a ello, o aceptan en principio la responsabilidad pero no tutelan debidamente a sus mayores, se les podría admitir que no están obligados a arruinar sus vidas por cuidar de sus padres salvo en la medida en que pueda decirse que existe un acuerdo tácito que los obligue a aceptar dicha responsabilidad. En la medida en que los padres den por hecho que sus hijos estarán dispuestos a cuidar de ellos cuando lo necesiten y éstos no los saquen de su error, puede decirse que los hijos están engañando a sus padres, lo cual es inmoral. Se podría admitir que dejarles bien claro que no se ocuparán de ellos sería un acto egoísta, aunque no inmoral en sentido estricto, al menos si tal declaración viene acompañada de la renuncia a cualquier ventaja que pudieran obtener de ser hijos de sus padres (como, por ejemplo, la herencia) y si la hacen con antelación suficiente como para que los padres puedan asegurarse que alguien los atenderá debidamente cuando así lo precisen.

No vamos a dar más detalles sobre la tutela de menores y ancianos ya que éstos son fáciles de precisar y no se trata de un asunto controvertido. Una cuestión mucho más delicada es la contraria, es decir, no por qué hay que tutelar a niños y ancianos, sino por qué no hay que tutelar a otros seres humanos a los que más de uno puede sentirse tentado de negar unilateralmente el status de persona. Esto es lo que sucede cuando alguien impone su voluntad sobre la de otras personas argumentando que "lo hace por su bien", que "lo que más les conviene es obedecer, aunque sea contra su voluntad". Esto puede ser admisible de forma excepcional cuando las personas cuya voluntad no se respeta carecen de una información esencial. Por ejemplo, si alguien sabe que en un lugar hay una bomba a punto de estallar, trata de prevenir a quienes se encuentran cerca, pero éstos no le creen, hará bien en ahuyentarlos por la fuerza, confiando en que, cuando se convenzan de que, efectivamente, estaban en peligro, le agradecerán que no haya respetado su reticencia a ser desalojados.

Ahora bien, si algo le sobra al mundo son "iluminados" convencidos de que lo mejor que puede hacer el resto de la humanidad es seguir sus instrucciones. Dejando de lado que los criterios de tales "iluminados" suelen ser dogmáticos y, por consiguiente, todo intento de imponerlos es evidentemente inmoral, lo que debemos recalcar aquí es que es inmoral tutelar a las demás personas aun cuando la tutela pueda justificarse racionalmente. En realidad esta última frase es contradictoria, pues, afirmar que la tutela es inmoral es lo mismo que afirmar que no puede justificarse racionalmente. Explicaremos con un ejemplo lo que queremos decir: Imaginemos que un testigo de Jehovah va a morir sin remedio a no ser que reciba una transfusión de sangre, pero se niega a recibirla afirmando que su religión se lo prohíbe. Muchos se sentirán tentados de afirmar que, dado que eso de que Dios no quiere que uno reciba transfusiones de sangre es una necedad —que lo es— lo mejor que se puede hacer es realizarle la transfusión aun en contra de su voluntad, para salvarle la vida. Afirmamos que esto es inmoral. Más aún, si el enfermo entrara en coma a causa de su enfermedad, entonces necesitaría ser tutelado, y tutelarlo correctamente es, como ya hemos explicado en el caso de niños y ancianos, decidir por él tratando de ajustarse a lo que él aprobará cuando recobre la consciencia o lo que habría aprobado antes de perderla. En este caso, tutelarlo correctamente es dejarlo morir, pues ése es el criterio que él habría adoptado si hubiera estado en condiciones de decidir.

Nadie en sus cabales niega que perder la vida por no aceptar una transfusión es una estupidez, pero el quid de la cuestión es que los deseos de cualquier persona son necesariamente irracionales, por lo que ninguna imposición puede justificarse por la mera irracionalidad de un deseo. El enfermo del ejemplo desea morir. Él dirá, probablemente, que no desea morir, pero que está dispuesto a ello antes que a contravenir la voluntad divina. No obstante, esta estupidez puede resumirse adecuadamente diciendo que el enfermo, en sus circunstancias, desea morir, en el sentido de que considera la muerte como su mejor opción. Es cierto que el motivo por el que el enfermo desea morir es irracional y dogmático, pero esto es irrelevante, porque todo deseo es en última instancia irracional, aunque no esté sustentado por un argumento dogmático. Contravenir la voluntad de alguien sólo porque no nos convencen sus explicaciones de por qué desea lo que desea es inmoral, porque dicha persona siempre podría sustituir sus explicaciones poco convincentes por la explicación que cualquiera tiene derecho a aducir para justificar sus propios deseos: "porque eso es lo que quiero". Cualquier presunto argumento racional que pretenda establecer lo que a una persona le conviene hacer siempre tomará como axiomas ciertos fines irracionales. Ciertamente, si una persona tiene como fin conservar su vida, creer en un Dios meticón que le prohíbe las transfusiones de sangre no es un buen medio para lograr tal fin, pero nadie puede justificar racionalmente que una persona deba asumir como fin prioritario conservar su vida. Si pretendemos forzar a alguien a que haga algo convencidos de que eso es lo mejor para él, nuestra acción será inmoral (es decir, irracional) porque estaremos imponiendo dogmáticamente que lo que nosotros consideramos "lo mejor para él" ha de ser lo mismo que él considere "lo mejor para él" y no hay forma alguna de justificar eso racionalmente. El dicho "sarna con gusto no pica" encierra uno de los principios éticos más difíciles de asimilar para muchas mentes bienintencionadas que no son conscientes de la subjetividad de sus propios deseos. Por supuesto, nada de lo dicho aquí contradice que sea lícito cualquier intento de convencer mediante argumentos a cualquiera para que reniegue de algún dogma que le perjudica. Tratar de hacerle renegar de un dogma que le hace feliz es un asunto más controvertido.

Así, por ejemplo, si un dictador transforma un país en una cárcel comunista, en la que no existen desigualdades sociales, donde no hay hambre ni desempleo, etc., pero se encuentra con que todos los que pueden tratan de huir al extranjero porque ser pobre en otro país tiene más perspectivas de futuro que ser igual a todo el mundo en el propio, podrá tachar a los tránsfugas de desleales ingratos, pero la realidad es que nadie tiene que estarle agradecido por imponer por la fuerza un modelo de sociedad que tendrá todas las virtudes que se quiera, pero que no sirven de nada si, en suma, no se trata del modelo de sociedad que desean sus compatriotas. Por el contrario, si se obstina en mantenerse en el poder por la fuerza, en contra de la Ética y del Derecho (no del derecho de su sistema legal, sino del Derecho racional), lo único que consigue es justificar ética y jurídicamente a cualquiera de sus compatriotas que se considere oprimido a pegarle un tiro si encuentra la ocasión.

El principio fundamental de la Ética es que es persona todo aquel ser que, por su comportamiento, pueda ser tratado como tal, porque no hay razón para no tratar a un ser como persona excepto la pura imposibilidad física de hacerlo. Podrían darse casos excepcionales en los que no hay más remedio que tutelar a una persona. Por ejemplo, imaginemos que alguien secuestra a un miembro de una tribu primitiva que vive aislada de la civilización y lo suelta en medio de una gran ciudad. Pongamos que el salvaje se siente amenazado y adopta una actitud agresiva, destroza objetos que considera peligrosos, trata de robar comida y agrede a cualquiera que intenta acercársele. Alguien así necesita ser tutelado, y tutelarlo debidamente consiste en llevarlo junto a los suyos de nuevo. Pero, mientras tanto, no se le puede dejar que obre según sus propios criterios porque no entiende nada de lo que le rodea. Ahora bien, salvo en casos extremos como éste, debemos asumir que cada cual puede dirigir su vida con sus propios criterios, aunque éstos le perjudiquen, si es eso lo que desea y en la medida en que con ello no falte al respeto a otros, es decir, en la medida en que realizar sus deseos no sea inmoral.

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