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EL BIEN Y EL MAL
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El único signo de superioridad que conozco es la bondad.
Ludwig van Beethoven

Hemos definido una persona como un ser racional que está dispuesto a resolver racionalmente los conflictos de intereses entre su propia voluntad y la voluntad de otros seres racionales con igual disposición. El fondo de la cuestión es que, cuando dos seres racionales tienen un conflicto de intereses, pueden analizarlo y buscar una solución conjunta a su problema común, o bien una puede imponer su voluntad sobre la de la otra por el mero hecho de tener la ocasión de hacerlo (la posibilidad de emplear la fuerza bruta, la coacción, el engaño, la manipulación, etc.) Abstenerse de cualquiera de estos recursos para lograr un fin pasando por encima de las voluntades ajenas es lo que hemos llamado respetar a dichas voluntades.

En sentido estricto, sólo tiene sentido hablar de respeto para con una voluntad, si bien podemos extender el concepto y hablar de un respeto indirecto hacia otros objetos. Por ejemplo, podríamos decir que quemar un coche es faltarle al respeto al coche, lo cual, en sentido estricto, es un absurdo, pues presupone que el coche no quiere ser quemado. Ahora bien, si el coche tiene un dueño —y, una vez más, vamos a admitir sin discusión la legitimidad de la propiedad privada—, entonces podemos hablar de respetar el coche en el sentido de respetar la voluntad de su dueño, que no desea que su coche sufra daño alguno.

De este modo, el respeto a algo que no sea una persona sólo puede entenderse como respeto a alguna persona que desea que el objeto en cuestión no sea dañado o, simplemente, manipulado de forma alguna. (Alguien que roba un coche no le hace daño alguno al coche, pero, por el mero hecho de llevárselo sin permiso, no lo está respetando, en el sentido de que no respeta la voluntad de su dueño de que se mantenga a su disposición.) Al respeto que una persona debe guardar a las demás personas para poder ser tenido él mismo por persona, a ese respeto absoluto, en el sentido de que no puede entenderse indirectamente como respeto a la voluntad de una tercera persona, lo llamaremos dignidad. En estos términos, podemos decir que una persona está obligada —si quiere ser realmente una persona— a reconocer la dignidad de las demás personas, lo cual, en la práctica, consiste en abstenerse de imponer su propia voluntad sobre la de las demás personas por el mero hecho de tener la ocasión de hacerlo. En caso contrario, cuando una persona no guarda el respeto debido a las demás personas, deja de ser ella misma una persona o, en otros términos, pierde su dignidad. Ahora es crucial recordar que un mismo ser puede reunir los requisitos necesarios para ser tenido por persona en unos contextos y no en otros, lo cual se traduce en que la dignidad no es algo que se tenga o no se tenga, sino que es algo gradual, de modo que un mismo ser puede ser digno de respeto en más o menos contextos que otro.

Para eliminar definitivamente la distinción entre personas y no personas (que resulta forzada desde un punto de vista lingüístico, y que nos obliga a hablar de "seres" a la hora de referirnos a seres que no se comportan como personas) podemos reformular el concepto y llamar personas a aquellos seres susceptibles de ser considerados como personas (en el sentido definido previamente) en algunos contextos —lo cual exige, como mínimo, que tengan uso de razón y una voluntad—, y distinguir si una persona dada es digna o no de respeto en un contexto dado. De este modo, decir que una persona no es digna de respeto en un contexto dado es equivalente a decir que, en tal contexto, no es una persona en el sentido original que le habíamos dado al término.

Debemos aclarar que, cuando decimos que una persona debe consensuar sus conflictos de intereses con las demás personas, no es necesario interpretar esto literalmente, en el sentido de que deba organizar un debate antes de tomar cualquier decisión. Tal debate puede ser meramente teórico, a veces por la imposibilidad práctica de que sea de otro modo, y a veces por ser totalmente innecesario, ya que uno mismo puede conjeturar con fiabilidad los planteamientos ajenos. Así, por ejemplo, es del todo innecesario que alguien que desee matar a una persona se ponga a "negociar" con ella en qué condiciones estaría dispuesta a ser asesinada. Es obvio que —salvo situaciones muy peculiares— la víctima no estará dispuesta a aceptar su propio asesinato bajo ninguna circunstancia y, lo que es más importante y no debemos olvidar, no está obligada a dar ninguna razón para ello, pues los deseos son irracionales por naturaleza. Un ejemplo en el que tal "debate" sería extremadamente útil, pero resulta imposible en la práctica, se da si alguien nos hace una pregunta y nos planteamos si debemos decirle la verdad o mentirle:

El planteamiento en términos de las éticas simplistas que circulan por ahí sería simplemente razonar así: "Mentir está mal, así que debo decir la verdad", pero, aunque muchos se jactan de contar con juicios así de hermosos entre sus principios, no hay nadie en su sano juicio que lleve a la práctica una doctrina tan descabellada. Lo que procede es preguntarse: "¿Es digna esta persona de que le diga la verdad?" Y la respuesta puede no ser trivial en absoluto. Por ejemplo, imaginemos que la pregunta era: "¿Te apetece salir a cenar conmigo esta noche?", y pongamos que la respuesta sincera es "No, porque me pareces una persona muy aburrida y no podría soportar más de diez minutos hablando contigo sin que se me cayeran los párpados de sueño". En tales circunstancias puedo plantearme si mi deber —para poder considerarme una persona— es contestarle esto o si, por el contrario, puedo decirle algo así como "Me encantaría, pero tengo que estudiar para un examen muy importante", a pesar de que sea totalmente falso.

Insistimos en que la pregunta correcta es si la persona en cuestión es digna de que se le diga la verdad, pregunta que no tiene nada que ver con esta otra: "¿Qué me conviene más?", que es la que muchos se harían en su lugar. Esta pregunta incorrecta es fácil de responder, según las circunstancias. Si se trata de alguien de quien no cabe suponer que vaya a necesitar nada en ningún momento, puedo contestarle la verdad con el fin de darle un disgusto, que se enfade conmigo y que no vuelva a proponerme nunca más salir a cenar. Por el contrario, si es alguien con quien me conviene llevarme bien, porque podría necesitar su ayuda en un futuro, o porque podría ocasionarme algún perjuicio si se enfada conmigo, entonces me convendrá "esquivarlo" de la forma menos traumática posible, y me convendrá mentir. Todo esto son consideraciones puramente técnicas, donde el problema consiste simplemente en determinar cuáles son los mejores medios para conseguir un cierto fin (librarme de una persona molesta).

Consideremos ahora la pregunta correcta. Por concretar más el asunto, supongamos que la persona en cuestión es un pedazo de pan: nunca le haría daño a nadie y está siempre dispuesta a ayudar a quien lo necesite, pero me resulta insufriblemente aburrida, y eso no tiene remedio. Todas las virtudes que acabamos de señalar hacen que dicha persona sea digna de respeto en la mayoría de las circunstancias imaginables, pero no necesariamente en la que nos ocupa. Para determinar si es digna de que se le diga la verdad, hemos de plantearnos cómo reaccionaría al enterarse del conflicto de intereses (en especial, del hecho —que no depende de ninguno de los dos— de que me resulta insufriblemente aburrida). Imaginemos que, al enterarse de que no me gusta su compañía, se siente ofendida y en el futuro vuelca contra mí su rencor por la injusticia que considera que cometo contra ella al juzgarla aburrida. Pongamos que somos compañeros de trabajo y —mientras trata con amabilidad exquisita al resto del mundo— se dedica a crearme dificultades ante mi jefe, por despecho. En tal caso, esta persona no es digna de que le diga la verdad, no sólo porque no me convenga hacerlo —esto es irrelevante— sino porque su reacción ante la verdad será faltarme al respeto. Por el contrario, si al conocer la situación, comprende que yo no tengo obligación ninguna de congeniar con todo el mundo, y que no le deseo ningún mal y —aunque le resulte doloroso saber la impresión que me causa— se abstiene de causarme perjuicio alguno, entonces podemos afirmar que es una persona digna de respeto, pero todavía no está claro qué debo hacer realmente si quiero respetarla. La pregunta ahora es: ¿Le gustaría saber la verdad o preferiría ahorrarse el disgusto? Si preferiría saber la verdad (por ejemplo, para tener ocasión de meditar y tal vez introducir algunos cambios en su conducta habitual), entonces mentirle sería faltarle al respeto, pero si preferiría no saber la verdad (para ahorrarse un disgusto, por ejemplo porque tales disgustos le afectan mucho más que a otras personas, que apenas les dan importancia), entonces decirle la verdad es proporcionarle un disgusto que no desea, es contrariar su voluntad de no tener tal disgusto y, por consiguiente, es faltarle al respeto.

Y lo peor de todo es que, en la práctica, no tengo ocasión de experimentar para saber si desea saber la verdad ni si, en caso de saberla, su reacción sería racional o no. La forma "directa" de saberlo sería preguntarle, pero no puedo preguntarle sin decirle la verdad, de modo que si la respuesta correcta fuera mentir, el mal ya estaría hecho. Tenemos aquí un ejemplo de problema ético cuya respuesta no es sencilla debido a las dificultades para obtener la información pertinente. Ante una propuesta de solución, tiene sentido plantearse si está bien o está mal, exactamente en el mismo sentido en que puede decirse si la solución a un problema matemático o físico está bien o mal. Si decido decirle la verdad y, a raíz de ello, coge una depresión y acaba suicidándose, ciertamente, mi decisión ha sido errónea. He hecho mal. Debía haberle mentido. Si le digo la verdad y su respuesta es agradecerme sinceramente mi sinceridad, entonces he hecho bien. He hecho lo que debía.

Así pues, vemos que las palabras "bien", "mal", o "deber" no tienen en el contexto de la Ética un sentido muy diferente del que tienen —por ejemplo— en matemáticas cuando decimos que, ante el problema: calcular un valor de x que cumpla la ecuación x2- 3x+2=0, la respuesta x = 4 está mal, mientras que x = 2 está bien, y x = 1 también está bien, o cuando decimos que para resolver bien el problema debemos aplicar la fórmula de las raíces de las ecuaciones de segundo grado. Ciertamente, cualquiera puede decir que la solución es x = 4 porque se lo ha dicho Dios, pero eso no es racional, como tampoco es racional decirle a alguien la verdad invocando al octavo mandamiento si la persona en cuestión hubiera preferido una mentira piadosa. En realidad debemos matizar estas últimas afirmaciones, pero antes haremos una observación adicional a raíz del ejemplo anterior:

Para dejar fuera de toda duda que la Ética y la conveniencia egoísta tienen poco que ver, supongamos concretamente que A está enamorado de B y, por ello, ha renunciado a una oportunidad de trabajo que tiene en otra ciudad lejana. B no está enamorada de A, y tiene claro que nunca va a estarlo, pero no se lo aclara porque le resulta cómodo tenerlo galantemente a su disposición cada vez que necesita cualquier clase de ayuda. Sabe que si le dice la verdad (que no tiene posibilidades con ella) A se marchará lejos (sin ninguna clase de rencor) y eso privará a B de muchas comodidades. Éste es un caso claro en el que B debe decirle la verdad a A, a pesar de que no es lo que más le conviene en términos egoístas. Debe decirle la verdad porque A querría saberla y su reacción sería completamente legítima: rehacer su vida lejos de B. Al no decirle la verdad, B está faltando al respeto a A y pierde su dignidad (en lo tocante a esta cuestión). Por ejemplo, si B revela a su amiga C que no quiere a A, y C decide contárselo a A (en contra de la voluntad de B), y a raíz de ello A se aleja de B indignado (y devuelve a la tienda el coche de lujo que estaba a punto de regalarle), entonces C ha faltado al respeto a B por contarle a A lo que B no quería que le contara, y por haber hecho que B se quede sin su coche de regalo, pero eso no significa que C haya actuado mal, puesto que B no era digna de respeto, ya que todas las ventajas de las que estaba disfrutando, y de las que C le ha privado, las tenía precisamente por su falta de respeto para con A.

Es importante que el lector no se limite aquí a asentir en que C ha obrado bien, simplemente porque eso es lo que le dice su sentido común. La cuestión no es que C haya obrado bien, lo cual es obvio. Lo crucial aquí es que estamos en condiciones de explicar por qué B obra mal y C ha obrado bien en términos puramente racionales, sin recurrir a ningún principio dogmático: la razón por la que B debía decirle a A la verdad no es el octavo mandamiento, ni la pena que da el pobre A engañado, ni el hecho de que las mentiras no son útiles para la sociedad, ni el estremecimiento ante el horror que sería que la mentira se convirtiera en ley universal de la naturaleza (esto va por Kant), sino el simple hecho de que, al mentir (u ocultar la verdad, que para el caso es lo mismo) B está imponiendo a A su voluntad sin más justificación que el tener la ocasión de hacerlo. Más precisamente: A y B tienen una relación consistente en que A vive engañado para beneficio de B. Obviamente, esta relación satisface a B, y tal vez A se sienta también satisfecho, pero, si es así, ello se debe a que ignora la verdadera naturaleza de la relación que mantiene con B. A efectos prácticos, es equivalente que A sirva a B movido por el engaño a que lo hiciera porque B tuviera un hermano mafioso que amenazara con matar a A si no fuera suficientemente servicial con su hermana. B se aprovecha de A simplemente porque puede hacerlo, aunque A preferiría que no fuera así (preferiría no vivir engañado). A es una persona que no está siendo respetada por B, lo cual hace que B no pueda ser considerada una persona, B es —a este respecto— un objeto del universo semejante a los virus que de vez en cuando dañan a A, al atracador que un día robó la cartera a A, al perro que una vez casi muerde a A y, en definitiva, a todos aquellos agentes irracionales —B tiene uso de razón pero, dado que no intenta relacionarse racionalmente con sus semejantes, a efectos prácticos su uso de razón es irrelevante— de los que A tiene que protegerse como considere más razonable en cada caso, sin que el diálogo racional sea una opción. Atención: no decimos que B no se merezca que se le trate como a un ser racional para resolver con ella los conflictos dialogadamente, sino que es su negativa a que tal opción sea viable la que obliga a las personas a cuidarse de ella como buenamente puedan. En nuestro caso, C es una persona que tiene que decidir entre respetar a A contándole lo que sabe o respetar a B no haciéndolo y, para ser persona, debe respetar a A, que es una persona, y no a B, que no lo es (o, equivalentemente, que no es digna de respeto en esta cuestión).

Volviendo a los conceptos de "bien" y "mal", que apenas hemos empezado a analizar, debemos poner de manifiesto una diferencia imprescindible en su uso práctico (en el contexto de la Ética) respecto de su uso teórico, y es que, en un problema teórico, está bien lo que no está mal, y viceversa, mientras que en un problema práctico podemos encontrarnos con actitudes posibles que no podemos considerar ni buenas ni malas (aunque sí que podamos considerarlas agradables o desagradables).

Por ejemplo: imaginemos que alguien se encuentra a su paso a un desconocido que le pide limosna. ¿Está mal no darle nada? Por concretar la cuestión, imaginemos que el mendigo es un desdichado que se quedó sin trabajo a causa de una crisis económica y la necesidad le obligó a vender su casa para subsistir, pero finalmente se quedó sin nada y sin más posibilidad que vivir de la mendicidad. En particular, no se trata de alguien que haya acabado en la ruina por sus propios vicios e irresponsabilidades (no insinuamos que en tal caso sería obvio que no merece limosna, sino que tratamos de plantear la situación más favorable para los intereses del mendigo).

Entendiendo que una acción está mal cuando quien la comete pierde su dignidad (porque supone faltarle al respeto a una persona), entonces sostenemos que no está mal negarle la limosna al mendigo. No darle limosna es, obviamente, faltarle al respeto, pero afirmamos que el mendigo no es digno de respeto en esta cuestión. Notemos que no estamos afirmando que no se deba dar limosna al mendigo, sino únicamente que no es malo no hacerlo.

Para entender por qué, imaginemos un individuo que se declare abiertamente misántropo, en el sentido de que no sienta afecto alguno por el género humano. Imaginemos que este individuo tiene muy clara su voluntad de ser una persona en los términos que hemos descrito aquí. Así, jamás hará daño alguno a nadie que no se lo merezca; si, por ejemplo, se gana la vida regentando un comercio, cualquiera podrá ir a comprar a su tienda con la seguridad absoluta de que no será estafado ni con precios abusivos ni con artículos defectuosos; no mentirá a nadie en su propio interés; no dañará ninguna propiedad ajena; no molestará a sus vecinos poniendo la música muy alta; nadie tendrá nada que temer si se lo encuentra de noche en una calle oscura; si su negocio quebrara y quedara en la ruina, antes se tiraría de un puente que robaría para comer, etc. Ahora bien, por otra parte, sería un ingenuo cualquiera que esperara un favor de él: Si uno se cae delante de él, no le ayudará a levantarse, si a alguien le falta dinero, no se lo prestará, si alguien necesita un consejo, él no se lo dará, etc. Por supuesto, tampoco esperará recibir ninguna clase de favor del resto de la humanidad, y no exigirá del prójimo más que el mismo escrupuloso respeto que el guarda ante todos los demás.

La cuestión es: ¿Acaso no es perfectamente posible entenderse racionalmente con alguien así? No será, en algunos aspectos, el vecino ideal, pero, en otros, es una persona con la que nadie tendrá jamás un problema de convivencia —salvo que se enfade con él porque, por ejemplo, ha visto a su hijo pequeño perdido y no se ha dignado llevarlo con sus padres—, pero con la que no se puede contar para nada. Convivir con él se reduce a vivir y dejarle vivir. Sólo hay que hacer cuenta de que no existe ante cualquier emergencia. Él jamás será culpable de nada. Cualquier cosa que pase, habría pasado exactamente igual que si él no hubiera estado allí. (De no ser así, de causar algún daño por negligencia, él se ofrecería a compensarlo justamente.) ¿Qué podemos reprochar a alguien así? ¿Podemos afirmar que nos falta al respeto porque no esté dispuesto a ayudar al prójimo en caso de necesidad?

El hecho innegable es que con alguien así se puede convivir. Si todos fuéramos misántropos perfectos (como el del ejemplo) la convivencia sería perfecta, en el sentido de que, si nadie ayuda a nadie, pero tampoco reclama la ayuda de nadie (aunque la necesite), no hay conflictos. Ciertamente, si todo el mundo estuviera dispuesto a ayudar a todo el mundo, la convivencia sería más eficiente, pero nada impide que alguien se sienta más cómodo con un sistema de convivencia menos eficiente.

Podríamos tratar de convencer a nuestro misántropo haciéndole ver que, si estuviera dispuesto a ayudar a los demás, los demás estarían dispuestos a ayudarlo a él, pero si no, no. Ahora bien, esto no es concluyente. ¿Por qué tendría que avenirse a ayudar al prójimo a cambio de una ayuda que él no valora? Es como si alguien a quien le apetece algo que poseemos se obstinara en cambiárnoslo por algo que él valora en mucho, pero que a nosotros no nos interesa. ¿Por qué tendríamos que aceptar el cambio?

La pregunta en abstracto sería: ¿podemos considerar, bajo algunas circunstancias, que quien no hace lo que nosotros queremos que haga nos falta al respeto? Pongamos un ejemplo concreto:

Nuestro misántropo viaja en coche por una carretera solitaria, cuando alguien interpuesto en el camino le obliga a detenerse. Le explica que él y un amigo han tenido un accidente y que su amigo está muy grave, se desangra y hay que llevarlo urgentemente a un hospital, pero nuestro misántropo se niega porque le mancharía la tapicería del coche. En vista de que no está dispuesto a ceder, el amigo del accidentado decide obligarlo por la fuerza a auxiliar al herido.

Muchos opinarán que el misántropo hace mal al negarse a auxiliar al herido y que el amigo hace bien en obligarlo, pero ¿es esto sostenible racionalmente? Desde luego, no vale alegar que el herido da lástima, porque al misántropo no se la da, y no hay razón alguna por la que la lástima que nos inspira a nosotros un hombre malherido deba prevalecer sobre la ausencia de lástima que le inspira al misántropo; tampoco vale apelar al sentido común, porque el sentido común del misántropo dice lo contrario del nuestro, y no hay razón por la que podamos justificar que nuestro sentido común es mejor que el suyo; tampoco vale argumentar que auxiliar a los malheridos es útil para la sociedad, porque, aunque eso es indudable, nada justifica que alguien deba hacer lo que es más útil. En suma, nos encontramos ante un hecho fundamental con el que ya nos hemos encontrado varias veces: no hay ninguna razón que justifique que una persona imponga su voluntad a la de otra. Puesto que el misántropo no ha tratado en ningún momento de imponer su voluntad a la de nadie, no hay razón para negarle la dignidad que corresponde a toda persona. Luego, cuando el amigo del accidentado impone su voluntad a la del misántropo, lo que está haciendo es, simplemente, conseguir por las malas lo que sabe que no conseguirá por las buenas, exactamente igual que el hijo que tomaba a escondidas el coche del padre porque sabía que éste no se lo dejaría de buen grado.

El problema no es sino una contraposición de dos deseos, necesariamente irracionales: el deseo del misántropo de no involucrarse en los problemas del herido y su amigo —el hecho de que no quiera manchar la tapicería de su coche es anecdótico, pues nadie puede realmente justificar sus deseos— y el deseo del amigo de auxiliar al herido, exactamente igual de irracional. Realizar los propios deseos a costa de imponer la propia voluntad a la ajena aprovechando que las circunstancias lo permiten es la esencia de lo que hemos llamado falta de respeto, y pretender que existe una justificación racional para ello es dogmatismo. Pretender que, en algún sentido, el deseo del amigo del herido es "más importante" o "más noble" que el del misántropo, es necesariamente una arbitrariedad.

Es interesante comparar este caso con la relación entre un amo y un esclavo. Sería falaz pretender que es una relación simétrica, en el sentido de que no falta más al respeto el amo al esclavo al obligarlo a obedecer que el esclavo al amo al negarse a obedecerlo, porque lo cierto es que el amo sólo puede hacer que el esclavo le obedezca gracias al empleo de la fuerza (o en algunos casos de la manipulación). Si amo y esclavo no se distinguieran por las posibilidades coercitivas ocasionales del segundo frente al primero, la esclavitud no se daría. Hemos de partir de que la ausencia de interacción entre ambos se da cuando la voluntad de uno no se somete a la del otro, entendiendo que, por el hecho de que el esclavo no obedezca al amo, no puede decirse que el esclavo está sometiendo a la suya la voluntad de su amo (de ser obedecido). Desde esta ausencia de interacción, el amo pierde su dignidad cuando trata de que el esclavo le obedezca, y ello hace que el esclavo no deje de ser una persona por resistirse a obedecer a quien no es digno de ser obedecido.

Del mismo modo, sería capcioso argumentar que, al negarse a auxiliar al herido, el misántropo está imponiendo su voluntad de no hacerlo. No es admisible afirmar que a una persona se le está imponiendo una voluntad ajena por el hecho de que no consiga imponer la suya por la fuerza. El argumento es totalmente general. El misántropo podría decir: ¿Es que acaso soy tu esclavo, para que deba ayudarte cuando lo necesites? En cierto sentido, exigir que alguien ayude a otro contradice el sentido estricto de la palabra "ayuda" y la aproxima sospechosamente (al menos en teoría) al de la palabra "esclavitud". Si forzamos al misántropo a que nos ayude en contra de su voluntad, estamos esclavizándolo. Podríamos alegar que no le exigimos mucho, que no se trata de que esté pendiente de nosotros en todo momento, sino simplemente de que nos ayude si se da un accidente imprevisto, pero si existe una razón por la que podamos exigirle dicha ayuda (o para que podamos considerar que su negativa le hace perder su dignidad) no puede depender ni de el esfuerzo que supone para él ni de lo necesitados que estamos nosotros de tal ayuda. ¿Habría un umbral a partir del cual hay una razón pero antes no? ¿Qué razón sería esa? Ante la falta de un argumento concluyente, debemos aceptar que no podemos considerar que alguien nos falta al respeto porque no está dispuesto a actuar como nosotros queremos que lo haga. O, equivalentemente, que alguien que no haga nada no puede faltar al respeto a nadie por su mera inacción.

Dicho esto, podemos —sin contradicción— argumentar que, después de todo, tal vez el misántropo sí que hace mal al negarse a auxiliar al herido. Para entender por qué podemos afirmar esto sin contradicción con lo dicho, vamos a poner un ejemplo correspondiente a la razón teórica. Imaginemos que nos preguntan cuánto tiempo tardará en caer una piedra lanzada hacia arriba a una determinada velocidad. Un simple cálculo nos da que la respuesta es t = 2v/g, donde v es la velocidad y g es la aceleración que produce la gravedad terrestre, que es aproximadamente g = 9.8 m/s2. Este cálculo, que puede ser considerado correcto para valores relativamente pequeños de v, no tiene en cuenta dos hechos que pueden ser relevantes para valores más grandes: la fuerza de rozamiento que afecta a la piedra y el hecho de que la aceleración gravitatoria disminuye con la altura. Por ejemplo, la fórmula que hemos dado predice que la piedra caerá tarde o temprano, sea cual sea la velocidad de salida, pero esto es falso. Si tenemos en cuenta que la intensidad del campo gravitatorio terrestre disminuye con la altura, concluiremos que hay una velocidad de escape a partir de la cual la piedra se libera del campo gravitatorio y no cae. El cálculo que nos da la fórmula t = 2v/g es correcto a partir de las hipótesis que se suponen en él, pero puede llevarnos a consecuencias falsas porque no hemos tenido presentes todas las circunstancias relevantes a la hora de resolver el problema. Estas circunstancias sólo resultan ser relevantes para velocidades grandes, mientras que son despreciables para velocidades pequeñas.

Del mismo modo, puede suceder que en nuestras consideraciones sobre la conducta del misántropo no hayamos tenido en cuenta todos los hechos relevantes. Pongamos un ejemplo más simple:

Unos padres confían a una persona A que cuide a su hijo pequeño en su ausencia. Cuando A se queda sólo con el niño, observa impasible cómo éste se sube a un sillón que le permite acceder a una ventana abierta, y cómo desde ella se precipita al vacío.

Sería falaz argüir que A no ha hecho nada malo al no cuidar del niño, amparándonos en el principio de que, quien no hace nada, no falta al respeto a nadie. Sin restringir en lo más mínimo la validez de este principio, podemos afirmar que A ha actuado mal negando que realmente no haya hecho nada: A se había comprometido a cuidar del niño, luego, al no hacerlo, ha incumplido su compromiso, que era la razón por la que los padres habían dejado al niño a su cargo. Así pues, podemos decir que A ha engañado a los padres. Si les hubiera dicho que estaba dispuesto a quedarse con el niño, pero que no se preocuparía por su seguridad, los padres no se lo habrían confiado. Los padres no querían ser engañados y A los ha engañado. Esto es una falta de respeto, luego podemos decir que A ha actuado mal.

Volviendo al caso de misántropo, en la discusión precedente hemos prescindido de un dato que puede ser relevante, a saber, el hecho de que las personas involucradas no viven en una isla desierta, sino que forman parte de una sociedad, la cual tiene un código jurídico que puede contemplar como delito la negación de auxilio. La pertenencia a una sociedad puede considerarse como un acuerdo tácito, que en este contexto podría ser análogo al acuerdo por el que A se comprometía a cuidar del niño. Esto nos llevaría a analizar la relación entre la Ética y el derecho, pero no es éste el momento adecuado para ello. Baste advertir que no hemos dicho la última palabra sobre el problema.

No cabe duda de que convivir con un misántropo como el de nuestro ejemplo es más desagradable, e incluso más difícil, que convivir con alguien que adopte una actitud distinta ante sus semejantes. Por ello, tiene pleno sentido destacar aquellas actitudes que, sin que podamos considerar que son deberes, es decir, que es malo no hacerlas, lo cierto es que simplifican el problema de encontrar un consenso racional entre los conflictos de voluntades, y es en este sentido en el que podemos decir que son buenas. De este modo, una acción es buena cuando facilita la resolución de los conflictos entre voluntades, y es mala cuando la impide.

Así, si un mendigo quiere que le demos una limosna y nosotros no queremos dársela, tenemos un conflicto de voluntades, pero, si decidimos darle limosna, el conflicto desaparece. En este sentido, podemos decir que —en general, y sin perjuicio de que puedan darse circunstancias específicas que puedan alterar la conclusión— dar limosna a un necesitado es bueno (aunque no podamos decir que no dársela sea malo). Trivialmente, una acción cuya omisión es mala, es buena (por ejemplo, decir la verdad a alguien que no se merece que le mientan), y a aquellas acciones que son buenas sin que su omisión sea mala podemos llamarlas altruistas. Por el contrario, a las acciones que dificultan la solución racional de conflictos entre voluntades sin ser necesariamente malas, es decir, sin que impidan necesariamente dicha solución, podemos llamarlas egoístas en el sentido más amplio del término. Así, toda mala acción es —por definición— egoísta, mientras que una acción egoísta no tiene por qué ser mala. Por ejemplo: si tengo un bocadillo que me dispongo a comer y alguien me lo quita, eso es malo, porque nadie debe quitarme mi bocadillo, porque eso es una falta de respeto hacia mí. Por el contrario, si otro tiene un bocadillo y yo le pido por favor que me dé una parte, porque tengo hambre, pero me dice que no, eso es egoísta, pero no malo, porque nadie tiene el deber de darme su comida.

Conviene que extendamos el concepto de buena voluntad para incluir al altruismo. Para ello llamaremos sentido del deber —o, simplemente, deber— a lo que hasta ahora llamábamos buena voluntad, es decir, a la voluntad de respetar a las demás personas; mientras que, a partir de ahora, llamaremos buena voluntad a la voluntad de actuar altruistamente, lo cual va —o puede ir— mucho más allá del mero sentido del deber. Por ejemplo, si veo que otro tiene un bocadillo y me apetece quitárselo, pero me abstengo de hacerlo porque sería una falta de respeto, entonces me abstengo de hacerlo por sentido del deber, mientras que si soy yo quien tiene el bocadillo, alguien me pide que lo comparta con él y yo accedo, no puede decirse que acceda por sentido del deber, sino por buena voluntad, ya que, mientras podemos decir que no debo robar, no podemos afirmar que debo compartir mi comida.

En estos términos, la negación de auxilio a un malherido que considerábamos antes sería —en principio— una acción egoísta, pero no mala, si bien ya advertíamos que no podemos dar por definitiva esta conclusión sin tener en consideración los aspectos jurídicos del caso. Ahora bien, aunque no vayamos a entrar ahora en el modo en que el derecho influye en las consideraciones éticas, es evidente que el derecho tiene que decir poco o nada en aquellas situaciones personales que pueden considerarse intrascendentes en lo que respecta a la vida social, y así, del mismo modo que la variación del campo gravitatorio terrestre no es relevante para estudiar el movimiento de una piedra lanzada con la mano, el derecho tampoco tendrá nada que aportar a la hora de juzgar la conducta egoísta de alguien que se niega a compartir su comida con otro que se la pide (al menos, si no se trata de alguien a punto de morir de inanición). Por consiguiente, sí que podemos afirmar que —en ausencia de alguna circunstancia peculiar que hubiera que tener en cuenta en una situación en concreto— no podemos considerar una falta de respeto que alguien anteponga su propio bienestar al bienestar ajeno si el único perjuicio que causa con ello es la ausencia del beneficio que podría producir si adoptara otra decisión. Si A pide a B que comparta con él su comida —y supongamos, por simplicidad, que ninguno de los dos se encuentra en una situación de extrema necesidad—, entonces A puede juzgar que, o bien se perjudica a sí mismo cediendo parte de su comida, o bien perjudica a B no cediéndosela, y, ante tal dilema, no se puede defender como algo universalmente válido que perjudicarse a sí mismo sea preferible en algún sentido, o ni siquiera admirable, frente a la alternativa de dejar que sea el otro el perjudicado.

Quizá alguien arguya que en una situación así habría que valorar si es mayor el perjuicio que sufriría A al acceder al favor que se le pide o B al serle negado, pero en tal caso tendría que justificar que es posible establecer esa clase de comparaciones de forma mínimamente objetiva, lo cual es más que dudoso y, aunque así fuera, tampoco está claro por qué alguien debe sufrir un perjuicio sólo porque con ello consigue que otra persona obtenga un beneficio mayor. ¿Significaría ello que toda persona con dos riñones sanos estaría moralmente obligada a donar en vida uno de ellos para salvar la vida a alguien que moriría sin un transplante? (Porque, si fuera posible comparar perjuicios entre personas distintas, cabría esperar que morirse fuera considerado un perjuicio mayor que vivir con las secuelas de haber donado un riñón.)

Debemos, pues, distinguir cuidadosamente entre el sentido del deber y la buena voluntad en sentido amplio. El término "sentido del deber" es capcioso, porque no tiene nada que ver con la sensación, ni en particular con los sentimientos. El deber no es sino la supeditación de la voluntad a la razón, aun cuando ello pueda redundar en perjuicio propio (como alguien que haya dañado una propiedad ajena por accidente y confiese su culpa por sentido del deber, dispuesto a reparar el daño). Por el contrario, la buena voluntad que va más allá del deber no se funda en la razón, sino en el deseo irracional (de nuevo por definición, pues si se puede justificar racionalmente que debe hacerse algo, entonces, hacerlo es un deber, valga la redundancia, y no una mera cuestión de buena voluntad en el sentido amplio). En la práctica, cada persona administra el grado de buena voluntad que está dispuesto a mostrar en función de su personalidad, de sus circunstancias, etc. Alguien que dé limosna a tres mendigos que le salgan al paso consecutivamente, pero se la niegue al cuarto, es más altruista (o menos egoísta) que alguien que sólo le dé limosna al primero (al menos, si el importe de la limosna es el mismo). Alguien cuya voluntad fuera en todo momento altruista es lo que podríamos llamar un santo (teniendo en cuenta que muchos de los personajes históricos que se tienen por tales no lo son en este sentido, ni mucho menos), aunque es más frecuente que muchos reserven su buena voluntad principalmente a los más allegados (amigos, familiares, etc.) o hacia aquellos hacia los que, por diferentes motivos, sientan un especial reconocimiento o admiración, y sólo en menor proporción la exhiban ante desconocidos o personas más distantes. Esto es admisible, pero la razón práctica —es decir, lo que acabamos de exponer— impone ciertos límites que no todo el mundo parece tener claros, y que son un primer ejemplo de la necesidad de una crítica de la razón práctica. Veamos dos pares de situaciones que algunos podrían considerar análogas y que, sin embargo, no lo son en absoluto:

Supongamos que un desconocido le pide a A unas monedas para comprar un billete de tren con el que regresar a su casa, pero A se niega a dárselas. En cambio, luego un amigo de A le pide unas monedas para llamar por teléfono y A se las da gustosamente, y más adelante se niega incluso a aceptar que se las devuelva.

Este caso es, como decimos, muy distinto de este otro:

Ahora A pone la música muy alta por la noche en su casa, y un vecino llama a su puerta y le pide que la baje porque le impide dormir, pero A no le hace ningún caso. Al cabo de unos minutos llama a la puerta otro vecino, que es amigo suyo, con la misma petición, y ahora A sí que decide quitar la música.

La diferencia estriba en que, en el primer caso, A no tiene el deber de dar o prestar su dinero ni al desconocido ni al amigo, de modo que, si decide dárselo al segundo, lo hace por buena voluntad. En cambio, cuando A impide dormir a sus vecinos, les está faltando al respeto, y eso es algo que no debe hacer con independencia de que sean o no amigos suyos.

El hecho de que la buena voluntad en sentido estricto —esto es, más allá del sentido del deber— no pueda someterse a la razón práctica —en el sentido de que la razón práctica no puede darnos criterios objetivos sobre cómo administrarla, ya que, si pudiera, estaríamos hablando del sentido del deber— no impide que la razón teórica pueda intervenir en la forma de administrar nuestro egoísmo y nuestro altruismo a la hora de buscar los mejores medios para lograr determinados fines, ya que el altruismo y el egoísmo pueden convertirse en una especie de "moneda de cambio" en las relaciones personales.

Así, pagar el egoísmo con egoísmo (no con inmoralidad) puede ser un buen medio para moderar el egoísmo de quienes nos rodean (o, equivalentemente, un medio de fomentar el altruismo), si bien no podemos descartar que en ocasiones pueda ser más efectivo —y, por lo tanto, más inteligente— justo lo contrario, es decir, responder al egoísmo (o incluso a la inmoralidad) con altruismo. En cualquier caso, lo que sería sin duda ingenuo es pretender que una misma receta sea siempre la más adecuada, como si un bombero pretendiera actuar por igual ante cualquier incendio, con independencia de si se ha producido en un rascacielos, en una cabaña o en una central nuclear.

Por terminar de perfilar el vocabulario relacionado con el altruismo y el egoísmo, podemos llamar virtudes a los criterios de comportamiento que dan lugar a acciones altruistas, y defectos a los criterios de comportamiento que dan lugar a acciones egoístas. Así, podemos decir que la paciencia es una virtud y que la susceptibilidad es un defecto. No obstante, nunca nos cansaremos de prevenir contra los criterios excesivamente generales. Por ejemplo, la sinceridad es, habitualmente, una virtud, pero todo el mundo sabe que se puede hacer mucho daño siendo sincero (y no hablamos del perjuicio que puede sufrir alguien al ser delatado, sino del perjuicio que puede sufrir alguien al ser informado de una verdad que preferiría no saber).

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