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Tras haber analizado los aspectos fundamentales de la Ética propiamente dicha, es decir, lo que objetivamente puede decirse sobre el deber y la dignidad de las personas, conviene dedicar también un espacio al análisis de las conductas que sitúan a una persona entre el egoísmo racional y el altruismo. Se trata de un terreno subjetivo sobre el que la razón tiene poco que decir, pero describirlo con un mínimo de detalle puede ser útil para evitar confusiones que puedan inducir a juicios éticos erróneos. La idea básica, que ya hemos analizado, es que no es posible exigir a una persona que haga todo aquello que podría hacer para contentar a otras personas, especialmente cuando algunas de tales acciones pudieran suponer un perjuicio para sí misma. La Ética prohíbe faltar al respeto a otras personas, pero, en general, no podemos considerar una falta de respeto el mero hecho de no hacer lo que otros quieran que hagamos. Lo máximo que podemos exigir es que una persona no perjudique a otras, aunque sea por omisión, sin un motivo aceptable para ello. Ya hemos discutido el concepto de "motivo" y señalado algunos presuntos motivos que no pueden ser aceptados como tales (los que puedan calificarse a la vez de dogmáticos y egoístas y los que persigan como fin en sí mismo el perjuicio ajeno).

Más allá de estas restricciones, cada persona puede decidir, legítima y subjetivamente, hasta qué punto está dispuesta a mostrarse altruista o egoísta con el resto de las personas. Así, más allá de la dignidad, entendida como el grado de respeto que (objetivamente) merece una persona, podemos hablar del grado de estima que una persona le concede (subjetivamente) a otra, y que determina hasta qué punto y de qué manera estará dispuesta a mostrar buena voluntad hacia ella. En la práctica, es tal la variedad de grados y modalidades que puede presentar la estima que una persona manifiesta hacia otra, que el lenguaje dispone de una amplia gama de términos para expresar matices: simpatía, amistad, afecto, amor, reverencia, admiración, fraternidad, etc. Incluso es frecuente usar la palabra "respeto" (en expresiones como "sentir un gran respeto por alguien") en un sentido de "respeto altruista, no exigido estrictamente por el deber" que no debe inducirnos a confusión. Por supuesto, también podemos hablar de aversión, desagrado, odio, etc. para indicar la falta de estima. En principio, cualquiera de ellas es compatible con la Ética, en el sentido de que puede tener sentido dentro de los límites que ésta impone.

Observemos que estas palabras que indican falta de estima pueden aplicarse a personas —que es el caso que realmente nos ocupa ahora— y también hacia no-personas (o personas sin dignidad, como queramos decirlo). En este segundo caso, trivialmente, las actitudes a que dan lugar no son inmorales. Por ejemplo, alguien que odie a un dictador y trate de atentar contra él porque éste ha asesinado injustamente a muchas personas cuyo único delito era no aceptar su autoridad no está siendo inmoral por el hecho de odiarlo y, en determinadas circunstancias, tampoco estaría siendo inmoral si llegara a cumplir su objetivo de asesinarlo. No está siendo inmoral porque —siempre en ausencia de más datos relevantes— un dictador que impone su voluntad por la fuerza a una nación no es una persona, y matarlo estará bien o mal en función de las consecuencias que quepa esperar que tenga su asesinato, sin que puedan alegarse en su defensa cosas absurdas como que es un ser humano y tiene derecho a la vida. (Es un ser humano, pero no una persona). Por ejemplo, si ha creado un gobierno fuerte capaz de mantener su régimen dictatorial y castigar masiva y sangrientamente el tiranicidio, o si el tiranicidio pudiera desatar una guerra civil, entonces estaría mal —o podría estar mal, siempre a falta de más datos— matarlo. Pero, por otra parte, tampoco puede tacharse de inmoral el odio hacia una persona propiamente dicha si dicho odio no es dogmático (sino que tiene sus motivos), y sólo se traduce en la decisión de no tener para con ella más respeto que el que la Ética exige.

Insistimos en que cada cual es libre de administrar (irracionalmente) la estima que decide otorgarle al prójimo, mientras no traspase los límites marcados por la Ética. Por ejemplo, en un contexto de escasez, el amor maternal que una madre siente por su hijo puede ser motivo suficiente para que le dé el poco alimento que consiga reunir, aunque con ello deje sin comer a otras personas que no sean hijos suyos (incluso a sí misma). Sin embargo, no puede ampararse en dicho amor maternal para justificar que le robe la comida a otras personas para dársela a sus hijos. Para justificar algo así no basta un motivo, sino que haría falta una razón.

En la práctica, los criterios que cada cual pueda seguir para determinar dicha estima pueden ser de lo más variopintos. Alguien puede estimar en mayor grado a una determinada persona frente al resto porque ésta sea su madre, porque sea su estrella de rock favorita o simplemente porque le cae bien sin que sepa explicar por qué. Mientras la dignidad de una persona se altera (objetivamente) por su forma de pensar y de obrar (según que sean acordes o no con el deber), la forma de pensar y de obrar de una persona (en cuestiones que vayan más allá de lo que la Ética puede juzgar objetivamente) puede ser uno más de los muchos criterios subjetivos que otra persona tenga en cuenta para determinar el grado de estima que le concede. En particular, es frecuente que una persona aumente la estima que le concede a otra cuando ésta le hace objeto de su buena voluntad, es decir, cuando la complace con algo que, en principio, no tenía necesidad de hacer (le hace un favor, un obsequio, etc.) A esto se le llama gratitud. La gratitud es un posible motivo para que una persona actúe con buena voluntad hacia otra. No obstante, cabe señalar que la gratitud es una forma de altruismo, en el sentido de que no hay razón para considerarla un deber. Por contra, tampoco hay necesidad de pagar el egoísmo con egoísmo, sino que mostrar buena voluntad incluso ante un egoísta es una forma de altruismo como otra cualquiera. En otras palabras, la gratitud es una virtud, y la ingratitud es un defecto, pero —en principio— no es inmoral.

Observemos que el concepto de gratitud sólo es aplicable propiamente a acciones no exigidas por la Ética. Si A roba un dinero a B, pero luego se arrepiente y se lo devuelve, no tiene sentido que B le agradezca a A la devolución, pues con ello A no ha hecho sino cumplir con su deber; por el contrario, si A ayuda a B a buscar un dinero que ha perdido, entonces B sí que puede estarle agradecido, porque A no tenía el deber de ayudarle, y lo ha hecho por buena voluntad.

Aunque pueda resultar un poco más forzado, también en este contexto subjetivo podemos hablar de arrepentimiento y, por consiguiente, de perdón. Decimos que resulta forzado porque alguien podría objetar que si estamos hablando de actitudes que cada cual puede elegir subjetivamente, no tiene sentido decir que alguien se equivoca cuando decide mostrar más o menos buena voluntad hacia otros. Desde luego, quien no distinga entre deber y buena voluntad, no notará la diferencia. Pese a todo, lo cierto es que una persona puede arrepentirse de no haber mostrado, no ya la buena voluntad debida hacia otra (puesto que si hablamos de buena voluntad en sentido estricto no tiene sentido hablar de buena voluntad "debida"), pero sí la buena voluntad que hubiera debido mostrarle de acuerdo con la estima que subjetivamente ha decidido concederle. El caso más simple se da cuando el error proviene de la típica falta de información: A no coge el teléfono que suena insistentemente porque está convencido de que es un pesado en concreto con quien no desea hablar, pero más tarde se encuentra con un amigo B que le explica que era él quien llamaba, porque necesitaba preguntarle algo con urgencia. En tal caso, A puede arrepentirse de no haber cogido el teléfono. Su error consiste en que creía que era otro el que llamaba. Si hubiera sabido que era B, lo habría atendido gustosamente. A expresa este arrepentimiento a B y B puede entonces —no tiene sentido decir que debe— perdonarlo, lo cual significa que comprende que ha sido un error y decide que ello no disminuya el grado de estima que concede a A. También puede ocurrir que alguien se arrepienta por haber valorado mal sus propios motivos. Por ejemplo, A propone a B ir al cine, pero B se niega porque no le apetece, así que A se queda en casa aburrido. Más tarde, B puede reconsiderar su decisión y concluir que, después de todo, no le hubiera supuesto un gran inconveniente acompañar a A o, más precisamente, que la estima que A le merece tiene para él —siempre según sus propios criterios subjetivos— más peso que el deseo que tenía de quedarse en casa tranquilo, de tal forma que su negativa no era la decisión correcta en función de sus propios criterios arbitrarios, sino una decisión incorrecta debida a la falta de reflexión suficiente.

Quizá el lector considere triviales todas estas disquisiciones y, en cierto sentido, lo son. En realidad, lo que realmente importa es darse cuenta de que estas argumentaciones pueden llegar a parecerse mucho formalmente a una argumentación ética propiamente dicha, pero hay que tener presente que no es así, y no hay que confundir las unas con las otras, pues éstas son objetivas, mientras que aquéllas son subjetivas. Sería un error (una inmoralidad) interpretar como inmoral lo que en realidad no es más que un acto egoísta razonable.

Otro hecho que hemos de advertir es la posibilidad de que ciertas formas de (aparente) altruismo sean en realidad conductas inmorales. En principio, hemos definido el altruismo como toda conducta por la que una persona satisface a otras más allá de lo que exige el sentido del deber. Ahora bien, ¿cómo debemos calificar la conducta de un estafador que se muestra altruista con una de sus víctimas (la entretiene con conversación agradable, la invita a comer, le hace regalos, etc.) con el fin de ganarse su confianza y, finalmente, aprovecharse de dicha confianza y de su buena voluntad para robarle una importante suma de dinero?

La respuesta es sencilla: en general, decimos que invitar a alguien a comer es un acto altruista porque complace al agasajado sin que se pueda decir que uno tenga el deber moral de obrar así, pero, en cambio, sí que podemos decir que una persona no debe invitar a comer a otra como medio de ganarse su confianza para luego robarle. Por consiguiente, quien obra de tal modo sólo aparenta obrar altruistamente ante quienes desconozcan sus fines, exactamente igual que un asesino puede parecer un buen hombre a alguien que desconozca sus crímenes. No obstante, la situación se vuelve más sutil cuando eliminamos los fines inmorales. Consideremos el ejemplo siguiente:

Un alumno identifica al compañero de clase al que se le dan mejor las matemáticas y se dedica a ganarse su amistad frecuentando su compañía, yendo con él al cine, etc. con el fin de pedirle que le ayude (gratis) a estudiar matemáticas, para evitar así tener que pagarse unas clases particulares. Así se lo pide, y el otro acepta, pero pronto descubre que, aunque —ciertamente— se le dan bien las matemáticas, es muy malo explicándolas, y no le sirve de gran ayuda. Por ello, se fija en otro compañero que también destaca en la materia y, apartándose del primero, vuelve a repetir la jugada con el segundo: tras ganarse su confianza le pide también que le ayude a estudiar y, ahora sí, con éste se entiende bien y resulta ser justo lo que necesita para aprobar sin problemas.

¿Es inmoral la conducta de este alumno? y, más precisamente, ¿los actos aparentemente altruistas con los que se gana la amistad de sus futuros profesores (invitaciones, conversaciones amables, etc.) son realmente altruistas o son inmorales? ¿Es este alumno un estafador? Indudablemente, hay una diferencia entre el alumno y el estafador auténtico que considerábamos antes, y es que, en el caso del estafador, el "cortejo a la víctima" era un medio para conseguir algo inmoral (robarle), mientras que recibir clases de matemáticas —el fin del alumno del ejemplo— no es algo inmoral en sí mismo.

Obviamente, si podemos reprocharle algo al alumno, es que la amistad que ofrece es interesada. Notemos que no podemos afirmar que una amistad interesada no sea realmente una amistad. Por ejemplo, alguien puede comerse una naranja simplemente porque le apetece comerse una naranja, en cuyo caso la acción es un fin en sí mismo, o bien puede comérsela porque el médico le ha dicho que le falta vitamina C, con lo que la acción es un medio para conseguir otro fin, a saber, remediar una falta de vitaminas; pero del hecho de que alguien coma naranjas porque necesita vitamina C no podemos deducir que no le gusten las naranjas. Ni siquiera podríamos concluir tal cosa aunque supiéramos que, de no necesitar vitamina C, la persona en cuestión dejaría de tomar naranjas y tomaría en su lugar —digamos— peras. Ello no significaría necesariamente que no le gustan las naranjas, sino sólo que las peras le gustan más que las naranjas.

Volviendo a nuestro alumno, si considerara que el compañero cuya amistad trata de lograr es aburrido e insoportable, pero fingiera que le cae bien para conseguir su propósito, podríamos decir sin vacilar que su conducta es inmoral porque está engañando a su "amigo", y un engaño es inmoral en sí mismo —es una falta de respeto a una persona— con independencia de que sea a su vez un medio para lograr un fin inmoral (un robo) o un fin no inmoral (unas clases particulares). Quizá el alumno podría defenderse alegando que es un intercambio justo: él ofrece su amistad a un compañero escaso de amigos (una amistad falsa, es cierto, pero de la que el compañero se beneficia exactamente igual que si fuera auténtica) y luego se la cobra a un precio justo, a saber, el de unas clases particulares.

Este argumento podría ser válido, pero sólo bajo el supuesto de que el "pacto" fuera considerado aceptable por ambas partes. Por ejemplo, imaginemos que alguien advierte al compañero: ¿no te das cuenta de que tu "amigo" sólo va contigo porque quiere que le des clase? y, en respuesta a tal advertencia, le contesta: Me da igual. No me importa si le caigo bien o no. No me importa darle clases y me lo paso bien con él. En estas condiciones, no habría nada que objetar. No habría realmente amistad, sino un "pacto de ayuda mutua", luego la actitud de ambos al intercambiarse favores no sería ni altruista ni egoísta, como no es ni altruista ni egoísta ir a una tienda a comprar algo y pagar su precio. En todo caso, podríamos objetar que el alumno está haciendo algo que podría estar mal sin tener la garantía de que no es así, y esta temeridad puede considerarse mala en sí misma, con independencia de que, finalmente, la acción no resulte ser inmoral.

Ahora bien, si la "víctima" se sentiría decepcionada y engañada en caso de descubrir los fines de su "amigo", entonces sí que podemos decir que la actitud del amigo interesado es inmoral. Está induciendo a su compañero mediante engaños a hacer algo que no haría en caso de conocer la verdad y que, en cualquier caso, no tiene ninguna obligación moral de hacer. No hay ninguna diferencia sustancial entre el empleo de engaños y el empleo de la fuerza. Si lo amenazara con matarlo de una paliza si se negara a darle clases, la situación sería la misma desde un punto de vista ético.

Pero éste era el caso fácil. ¿Y si la amistad que ofrece el alumno de nuestro ejemplo, sin dejar de ser interesada, no es falsa? ¿Y si realmente se siente a gusto con su amigo-profesor? El hecho de que, al ver que el primero no le sirve como profesor lo abandone por el segundo no significa que no estuviera a gusto en su compañía, sino que prefiere la del segundo porque le da una contrapartida que el primero no podía darle y —pongamos— no tiene tiempo suficiente para los dos, o no le gusta tener más de un amigo. Aquí la situación se vuelve más delicada, porque no está claro que podamos entrar a valorar los criterios que uno tiene para escoger sus amistades. Antes de discutir el caso más a fondo veamos un ejemplo más sutil aún que nos llevará a introducir algunas precisiones:

Supongamos que A y B forman un matrimonio modélico y que ambos declaran estar sincera y desinteresadamente enamorados el uno del otro. Supongamos que, por sus caracteres, su vida en común gira en torno a actividades físicas (practican deportes, viajan, etc.) pero, en un momento dado, A tiene un accidente, a raíz del cual sufre una parálisis, lo cual impide que A y B sigan realizando las actividades que gustaban de realizar en común, ambos se aburren como ostras en su nueva vida en común y ello se traduce en que el amor que hasta entonces B manifestaba por A deje de ser el que era, hasta el punto de que deciden divorciarse y B se busca otra pareja con la que pueda volver a llevar su vida anterior y a la que amar como amaba a A.

¿El amor de B hacia A era interesado o desinteresado? Si entendemos que una estima de cualquier clase (amistad, amor, etc.) es interesada cuando no es un fin en sí mismo, sino sólo un medio para conseguir un fin ulterior, entonces podemos argumentar que el amor de B hacia A era un medio por el que B se había provisto de la compañía adecuada para llevar una vida que no podría llevar solo. Por otra parte, no es menos cierto que, si hemos de considerar interesado a cualquiera que procure llevarse bien con sus parientes, o hacer amigos, o buscarse una pareja con quien convivir, por el mero hecho de que con ello está alcanzando precisamente la forma de vida que quiere tener (en vez de una vida de misántropo solitario), entonces una estima desinteresada sería rara auis in terris.

Para clarificar este asunto, conviene introducir un término más general: podemos decir que la estima (de cualquier clase, amistad, admiración, amor, etc.) que alguien dispensa a otra persona está condicionada si se da como consecuencia de algunas circunstancias específicas, que, si dejaran de darse, provocarían su desaparición o una disminución de su intensidad. En caso contrario diremos que la estima es incondicional.

En estos términos podemos decir indiscutiblemente que el amor de B hacia A en el ejemplo anterior estaba condicionado a ciertas características de A, entre ellas su movilidad. Dado que la naturaleza de la estima es irracional (o, al menos, puede tener componentes irracionales e incluso subconscientes, en el sentido de que alguien puede sentir simpatía por alguien sin saber él mismo por qué), puede ocurrir perfectamente que las posibles condiciones sobre las que descansa la estima que una persona muestra por otra sean desconocidas incluso para ella misma, en el sentido de que, B podría haber afirmado sinceramente que seguiría amando a A bajo cualquier circunstancia, pero al suceder el accidente descubrió que estaba equivocado y se dio cuenta de que ya no lo ama y que sería engañarse a sí mismo afirmar lo contrario.

Así, ahora podemos convenir en llamar interés a una clase particular de condición, a saber, la que se da cuando alguien estima a otra persona con un fin deliberado —en particular, consciente, calculado— distinto del mero hecho de complacerla. En estos términos, no tenemos información suficiente para decidir si el amor de B por A en el ejemplo anterior era interesado o desinteresado. En general, el hecho de que una persona obtenga una contrapartida por mostrar estima hacia otra persona no implica necesariamente que lo haga precisamente por obtener dicha contrapartida y, por consiguiente, por interés. Incluso puede ocurrir que tal contrapartida forme parte de las condiciones que dan lugar a que la persona en cuestión estime a la otra sin que ella misma lo sepa o se lo proponga. Por ejemplo, imaginemos que, cuando A sufre el accidente, B razona que no debe abandonar a su pareja por ello, ya que al casarse se comprometió a estar a su lado bajo cualquier circunstancia. Consecuentemente, dedica a A todas las atenciones posibles, pero lo cierto es que A se aburre con B tanto o más como B con A y, sospechando que la situación es recíproca, le pregunta a B si todavía le quiere. Pongamos que B considera que debe responder sinceramente por respeto hacia A. La pregunta no carece de ambigüedad: si querer a A significa estar dispuesto a seguir a su lado por buena voluntad, es decir, no por evitar habladurías ni por temor a que Dios lo envíe al infierno por violar el juramento matrimonial, etc., sino por sentido del deber, es decir, porque considera que se comprometió a ello en su día y no debe incumplir su compromiso, entonces la respuesta es sí; pero si querer a A significa disfrutar de la vida en común, entonces la respuesta sincera es no. En estas circunstancias, no puede decirse —de acuerdo con el sentido que hemos dado al término— que el amor de B hacia A fuera interesado. Por el contrario, el alumno que escoge sus amigos entre aquellos que pueden servirle para darle clases y aprobar, está ofreciendo obviamente una amistad interesada.

Afirmamos que —salvo que circunstancias particulares pudieran determinar lo contrario— cualquier clase de estima interesada es inmoral, al menos en la medida en que oculte al objeto de estima el interés que subyace en ella. En efecto: ante todo, recordemos que un interés es, por definición, una condición consciente y deliberada, de modo que una estima no puede ser interesada sin que lo sepa quien la concede, de modo que quien ofrece una estima interesada sin revelar el interés subyacente, está ocultando deliberadamente una información a una persona.

Ciertamente, no podemos considerar un deber informar a cada persona de aquello que le interesaría saber. No informar a una persona de algo que agradecería saber es como presenciar cómo alguien le roba dinero por la fuerza y no ayudarla, o como saber quién le ha robado inadvertidamente y no decírselo. Es una conducta egoísta, pero, en principio, no es inmoral. Ahora bien, ocultar a una persona una información que nos permite sacar de ella algún partido es equivalente a quitarle dinero por la fuerza o por engaño. En tal caso somos nosotros los ladrones y, por consiguiente, la acción es inmoral. En general, obtener un provecho de alguien a través de mentiras o de ocultarle información es lo que se llama manipulación, y la manipulación es equivalente a la violencia, pues ambas consisten en lograr que las personas hagan lo que nos interesa que hagan por medios distintos al entendimiento racional.

De nada sirve objetar que una persona manipulada puede no llegar nunca a sentirse perjudicada. Aquí es crucial tener presente que la Ética no trata sobre perjuicios y beneficios (en todo nuestro análisis, estos términos sólo nos han aparecido de forma secundaria), sino sobre el respeto y la falta de respeto. Habitualmente una falta de respeto viene acompañada de un perjuicio, pero esto no es necesariamente así. Si le vendemos a alguien un cuadro falso por un precio muy superior a su valor real, y esta persona lo cuelga en una pared de su casa y lo tiene ahí hasta el día de su muerte, nunca se enterará de que, en realidad, el cuadro no valía lo que pagó por él, de lo que se habría enterado en cuanto hubiera intentado venderlo; pero no por ello podemos decir que la estafa no ha sido inmoral. Lo que importa no es si la persona estafada se ha sentido o no perjudicada (si por eso fuera, no sería inmoral matar a alguien suavemente mientras duerme, de modo que muriera sin enterarse) sino si se le ha faltado o no al respeto. Por consiguiente, si —como cabe suponer— la víctima no quería ser estafada, entonces la estafa ha sido una falta de respeto hacia ella y, por consiguiente, inmoral.

Volviendo a la estima interesada (en la que se oculta el interés), afirmamos ahora que es una forma de manipulación. Del mismo modo que el alumno puede —en principio— elegir a sus amistades con las condiciones que estime oportunas, por ejemplo, que sepan matemáticas y estén dispuestos a darle clases, el "amigo" también puede tener sus propios criterios para elegir a sus propios amigos, y uno de ellos puede ser —aunque no necesariamente— el de querer amigos desinteresados. Si le ofrecemos una amistad interesada haciéndola pasar por una amistad desinteresada (es decir, ocultando el interés) es como si le vendiéramos un cuadro falso haciéndolo pasar por uno auténtico. (Y no vale como excusa el haberlo presentado con tal ambigüedad que nunca se haya llegado a asegurar que era auténtico, pero dejando que el comprador lo diera por supuesto. Eso sólo es una forma de engaño más sutil que la mentira.) De este modo, el alumno cobra un precio por su amistad (se beneficia de una gratitud traducida en las clases particulares que recibe) que el "amigo" le paga creyendo que está "comprando" algo de más valor que lo que de hecho compra. Ésa es la estafa que pone en evidencia la existencia de una manipulación.

Notemos que no puede decirse lo mismo de otro tipo de condicionamientos que no sean un interés calculado. Por ejemplo, una chica guapa puede estar interesada en saber si sus amigos la aprecian sólo porque es guapa o ven en ella algo más. Es una pregunta legítima, pero, aun en el supuesto de que, en caso de tener un accidente que le desfigurara el rostro, el número de sus amigos se redujera —digamos— en un 70%, ello no significaría necesariamente que los "desertores" fueran amigos interesados o siquiera manipuladores (sin negar por ello que las "deserciones" fueran egoístas). Por una parte, es muy probable que, en caso de haber hecho una encuesta a sus amigos antes del accidente sobre si seguirían queriéndola si no fuera guapa, y admitiendo que las respuestas fueran sinceras, bien podría suceder que muchos hubieran respondido sinceramente no saberlo, y que los que hubieran respondido "sí" o "no" no coincidieran con los que finalmente hubieran permanecido a su lado o la hubieran abandonado, porque las condiciones a una estima son, en principio, irracionales, y en gran medida desconocidas para el propio sujeto, y también porque las "deserciones" podrían deberse, no al cambio de imagen en sí, sino a otras consecuencias del mismo, indirectas e imprevisibles (cambios en el carácter de la chica, en sus costumbres, etc.)

Concluimos, pues, que el altruismo en sentido estricto ha de ser necesariamente desinteresado. Esto no significa que esté mal tratar de persuadir a otras personas para que actúen según nuestros intereses. Lo que está mal es hacerlo mediante la manipulación (y, ni que decir tiene, por la fuerza). El único medio éticamente aceptable es la negociación sincera, en cuyo caso, un intercambio pactado de "favores" no es una acción altruista ni egoísta, porque es el deber de cualquier persona que quiera obtener algo de otra y no pueda conseguirlo apelando a su altruismo.

Arrepentimiento y perdón
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