Arthur Schopenhauer

EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN

(Fragmentos y comentarios)

El tratado se divide en cuatro libros más un apéndice con críticas a la filosofía kantiana, precedidos de un prólogo. El primer libro trata sobre teoría del conocimiento. Schopenhauer presenta en él una teoría rudimentaria y torpe si se compara con la kantiana. Kant calificaría de metafísica el contenido del segundo, el tercero trata sobre el arte y el cuarto sobre la ética. Nosotros nos ocuparemos únicamente de los dos primeros, y del prólogo, que tiene su morbo.

PRÓLOGO

En el prólogo advierte de que para leer su tratado es necesario conocer su tesis Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, así como los escritos principales de Kant. También indica como recomendable, aunque no necesaria, la familiaridad del lector con la filosofía de Platón y los Vedas (los escritos básicos del hinduismo). En la segunda edición cambió el prólogo para quejarse amargamente de que su trabajo no hubiera obtenido la aprobación general mientras triunfaban Ficthe, Schelling y Hegel. La siguiente declaración de principios es tristemente admirable (porque debería ser habitual y supuesta de partida en cualquier autor, y no algo excepcional y casi único en su tiempo, al menos en el campo de la filosofía):

Durante el largo tiempo en que la filosofía ha tenido que servir por un lado a fines públicos y por otro a fines privados, yo me he entregado impasible al curso de mis pensamientos desde hace más de treinta años, porque tenía que ser precisamente así y no de otra manera, por un impulso instintivo que, no obstante, estaba respaldado por la confianza de que la verdad que uno ha pensado y lo oculto que ha iluminado será alguna vez comprendido por otro espíritu pensante y le supondrá un agrado, una alegría y un consuelo: a alguien así hablamos, igual que nos han hablado los semejantes a nosotros convirtiéndose así en nuestro consuelo dentro del desierto de nuestra vida. Entretanto, nos ocupamos de nuestro asunto por y para sí mismo. Pero ocurre curiosamente con las meditaciones filosóficas que los pensamientos que uno ha reflexionado e investigado por sí mismo son los únicos que después redundan en provecho de otros; no así los que estaban ya en su origen destinados a otros. Aquéllos se conocen ante todo por el carácter de una absoluta honradez; porque nadie busca engañarse a sí mismo ni se sirve nueces huecas; así que eliminan toda sofística y toda palabrería, y como consecuencia de ello todo párrafo escrito compensa enseguida el esfuerzo de leerlo.

Los tres famosos sofistas a los que se refiere a continuación son Fichte, Schelling y Hegel:

Conforme a ello, mis escritos llevan acuñado el sello de la honradez y la franqueza con tal claridad que ya por ello contrastan llamativamente con los de los tres famosos sofistas del periodo postkantiano: a mí se me encuentra siempre en el punto de vista de la reflexión, es decir, de la meditación racional y de la honrada comunicación de mis pensamientos, nunca en el de la inspiración, llamada intuición intelectual o también pensamiento absoluto, aunque su nombre correcto es patraña y charlatanería. —Así pues, trabajando en ese espíritu y viendo mientras tanto lo falso y lo malo universalmente vigentes y hasta la patraña y la charlatanería honradas, he renunciado hace ya mucho tiempo al aplauso de mis contemporáneos. Es imposible que una generación que durante veinte años ha aclamado como el mayor de los filósofos a Hegel, ese Calibán intelectual, tan alto que ha resonado en toda Europa, pudiera hacer que quien ha contemplado tal cosa desee su aplauso. Ya no tiene ninguna corona de honor que otorgar: su aplauso está prostituido y su censura no tiene significado alguno. Que hablo en serio puede apreciarse en que, si yo hubiera aspirado al aplauso de mis contemporáneos, tendría que haber tachado veinte pasajes que contradicen todas sus opiniones y que en parte incluso tendrían que resultarles escandalosos. Pero sería para mí un delito sacrificar una sola sílaba a aquel aplauso. Mi norte ha sido siempre la verdad: al perseguirla pude aspirar únicamente a mi propio aplauso, apartado totalmente de una época que ha caído muy bajo respecto a todo intento espiritual elevado y de una literatura nacional degradada hasta la excepción, en la que ha alcanzado su cima el arte de combinar palabras elevadas con bajeza de espíritu. No puedo, desde luego, escapar de los defectos y debilidades de los que necesariamente adolece mi naturaleza, como cualquier otra; pero no los aumentaré con indignas acomodaciones. [...]

Calibán es un personaje de La tempestad de Shakespeare, un salvaje.

Ya en el prólogo a la primera edición he explicado que mi filosofía parte de la kantiana y supone por ello un profundo conocimiento de la misma: lo repito aquí. Pues la doctrina de Kant provoca en cualquier mente que la haya comprendido una transformación fundamental de tal magnitud que se la puede considerar un renacimiento intelectual. En efecto, sólo ella es capaz de eliminar realmente el realismo innato al hombre y proveniente del destino originario del intelecto, cosa para la que no bastaron ni Berkeley ni Malebranche; porque éstos se quedaron demasiado en lo general, mientras que Kant va a lo particular y, por cierto, de una forma que no conoce antecesor ni sucesor y que ejerce en el espíritu un efecto totalmente peculiar, podríamos decir que inmediato, como resultado del cual éste experimenta un profundo desengaño y en adelante ve todas las cosas a una luz diferente. Pero sólo así se hace receptivo a las explicaciones positivas que yo he de ofrecer. En cambio, el que no domine la filosofía kantiana, haga lo que haga, estará, por así decirlo, en estado de inocencia, es decir, permanecerá sumido en aquel realismo natural y pueril en el que todos hemos nacido y que capacita para todo excepto para la filosofía. Por consiguiente, será a aquél primero lo que el menor al mayor de edad.

A continuación Schopenhauer señala un daño que hoy en día sigue pareciendo irreparable: es prácticamente imposible que alguien que, no ya comparta, sino meramente esté convencido de que la obra de Fichte, Schelling o Hegel tiene algún sentido (hoy habría que añadir muchos más autores a la lista: Heidegger, Derridá, etc.), pueda estar en condiciones alguna vez de abordar la auténtica filosofía:

El que esa verdad suene hoy paradójica, cosa que en modo alguno habría ocurrido en los primeros treinta años tras la aparición de la Crítica de la razón, se debe a que desde entonces ha ido creciendo una generación que no conoce verdaderamente a Kant, ya que para ello hace falta más que una lectura pasajera e impaciente o una información de segunda mano; y esto se debe a su vez a que, como consecuencia de una mala instrucción, ha despilfarrado su tiempo con los filosofemas de cabezas vulgares, es decir, incompetentes, o de simples sofistas fanfarrones que se le recomiendan de manera irresponsable. De ahí la confusión en los conceptos básicos y en general la indecible rudeza y tosquedad que destacan de entre la envoltura de preciosismo y pretenciosidad en los propios ensayos filosóficos de la generación así educada. Pero estará inmerso en un funesto error quien crea poder llegar a conocer la filosofía kantiana a partir de las exposiciones de otros. Antes bien, he de prevenirle seriamente contra tales exposiciones, en especial de la época reciente: y en todos estos últimos años he encontrado en los escritos de los hegelianos exposiciones de la filosofía de Kant que rayan en la fábula. ¿Cómo las mentes dislocadas y corrompidas ya en la juventud con el sinsentido del hegelianismo pueden ser todavía capaces de seguir las profundas investigaciones kantianas? Pronto se han acostumbrado a tomar la hueca palabrería por pensamientos filosóficos, los miserables sofismas por sagacidad y el ridículo disparate por dialéctica; y con la asimilación de vertiginosas combinaciones de palabras que martirizan y agotan en vano al espíritu que pretende pensar algo con ellas, sus mentes se han desorganizado. No hace falta para ellos ninguna crítica de la razón, ninguna filosofía: para ellos se necesita una medicina mentis; primero, como catártico, un petit cours de senscommunologie, y luego habrá que ver si en su caso se podrá alguna vez hablar de filosofía.

Para terminar arremete contra los profesores universitarios. No copiamos esta parte, no porque los profesores de filosofía actuales hayan ganado mucho en competencia desde los tiempos de Schopenhauer, sino porque sus defectos ahora son otros, y la crítica de Schopenhauer queda ligeramente desfasada.

LIBRO PRIMERO: EL MUNDO COMO REPRESENTACIÓN
Primera consideración: La representación sometida al principio de razón, el objeto de la experiencia y la ciencia

§ 1 Schopenhauer empieza su tratado resumiendo en una frase —con todas las imprecisiones que conlleva resumir en una frase— la filosofía kantiana:

«El mundo es mi representación»: ésta es la verdad que vale para todo ser viviente y cognoscente, aunque sólo el hombre puede llevarla a la conciencia reflexiva abstracta: y cuando lo hace realmente, surge en él la reflexión filosófica.

E inmediatamente introduce, aunque aquí lo haga de forma secundaria, el principal error de toda su teoría del conocimiento:

Entonces le resulta claro y cierto que no conoce ningún sol ni ninguna tierra, sino solamente un ojo que ve el sol, una mano que siente la tierra; que el mundo que le rodea no existe más que como representación, es decir, sólo en relación con otro ser, el representante, que es él mismo.

El error es que Schopenhauer da por hecho que el hombre conoce sus ojos y sus manos, como si éstos no fueran parte de ese mundo exterior que sólo conoce como representación. Aquí puede parecer sólo una forma torpe de expresar la idea —esencialmente correcta— que desarrolla a continuación, pero veremos que más adelante se apoya en ese ojo y esa mano cayendo en un fatal círculo vicioso ya anticipado en la segunda frase de su tratado. Tras algunos tecnicismos un poco sospechosos en sus formas, resume, precisa y recapitula:

Ninguna verdad es, pues, más cierta, más independiente de todas las demás y menos necesitada de demostración que ésta: que todo lo que existe para el conocimiento, o sea, todo este mundo, es solamente objeto en referencia a un sujeto, intuición de alguien que intuye; en una palabra, representación. Naturalmente, esto vale, igual que del presente, también de todo pasado y futuro, de lo más lejano como de lo próximo: pues vale del tiempo y el espacio mismos, únicamente en los cuales todo aquello se distingue. Todo lo que pertenece y puede pertenecer al mundo adolece inevitablemente de ese estar condicionado por el sujeto y existe sólo para el sujeto. El mundo es representación.

Aquí también esboza otro error que más adelante amplificará y que, desde luego, lo distancia de Kant: podemos admitir (como resumen en una frase) que el mundo es representación, siempre y cuando entendamos esta palabra en el sentido amplio kantiano, que no sólo incluye intuiciones, sino también conceptos y modelos abstractos. Pero Schopenhauer dice literalmente todo este mundo es solamente intuición y eso no es admisible. El sobrevalorar la intuición es el preparativo típico de quien quiere colar alguna clase de misticismo en calidad de conocimiento legítimo, algo análogo a cuando cuando un mormón de estos que van por las calles predicando intenta convencerte de que puedes sentir a Dios. El primer apartado termina con algunas referencias históricas de que esto ya lo dijo Berkeley y que también está en los Vedas, y algunas orientaciones sobre la estructura del tratado.

§ 2 El segundo apartado empieza dando un paso más hacia el error que advertíamos antes: el ojo y las manos se convierten ahora en el cuerpo:

Aquello que todo lo conoce y de nada es conocido, es el sujeto. Él es, por lo tanto, el soporte del mundo, la condición general y siempre supuesta de todo lo que se manifiesta, de todo objeto: pues lo que existe sólo existe para el sujeto. Cada uno se descubre a sí mismo como ese sujeto, pero sólo en la medida en que conoce y no en cuanto es objeto de conocimiento. Mas objeto lo es ya su cuerpo, que por eso denominamos, desde este punto de vista, representación. Pues el cuerpo es un objeto entre objetos y se encuentra sometido a las leyes de los objetos, aun cuando es objeto inmediato.

No tan inmediato. Por lo menos, no tanto como Schopenhauer va a pretender que lo sea. El resto es filosofía kantiana: Yo tengo un conocimiento de mí mismo como sujeto de conocimiento (lo cual no tiene nada que ver con que conozca mi cuerpo), pero este conocimiento no consiste en que yo sea uno de los objetos que conozco (mi cuerpo no soy yo en este sentido), sino que mi conocimiento de mí mismo es puramente formal: lo que sé sin lugar a dudas es que pienso y percibo, pero no tengo ningún dato empírico sobre qué cosa es esta que soy yo, que piensa y percibe. No puedo decir nada a priori sobre la naturaleza de este yo cuya existencia es evidente para mí. Siguiendo con el cuerpo:

Como todos los objetos de la intuición, está inserto en las formas de todo conocer, en el tiempo y el espacio, mediante los cuales se da la pluralidad. Pero el sujeto, el cognoscente y nunca conocido, no se halla dentro de esas formas sino que más bien está ya supuesto por ellas: así que no le conviene ni la pluralidad ni su opuesto, la unidad. No lo conocemos nunca, sino que él es precisamente el que conoce allá donde se conoce.

Más lenguaje kantiano: El cuerpo se intuye en el espacio y en el tiempo, que son (o, mejor dicho, la geometría del espacio y del tiempo son) el marco teórico necesario para interpretar nuestras intuiciones. Sólo en el espacio y en el tiempo podemos hablar de una pluralidad de objetos (cada uno en una posición y/o un momento diferente de los otros), pero yo no estoy en el espacio y en el tiempo (mi cuerpo sí), al contrario, el espacio y el tiempo (intuitivos) aparecen cuando yo interpreto mis sensaciones y las entiendo como intuiciones (cuando paso del mero ver unas manchas de colores a entender que estoy viendo figuras tridimensionales que se mueven con el tiempo). Después de dar más vueltas a lo mismo añade:

[Sujeto y objeto] se limitan inmediatamente: donde comienza el objeto, cesa el sujeto. El carácter común de esos límites se muestra precisamente en que las formas esenciales y universales de todo objeto: tiempo, espacio y causalidad, pueden ser descubiertas y plenamente conocidas partiendo del sujeto y sin conocer siquiera el objeto; es decir, en lenguaje kantiano, se hallan a priori en nuestra conciencia. Haber descubierto eso constituye un mérito principal de Kant, y de gran magnitud.

Aquí Schopenhauer está modificando deliberadamente la concepción kantiana. Kant distinguiría entre intuiciones, cuya forma pura es el espacio y el tiempo y fenómenos, cuya forma pura son las categorías del entendimiento, las intuiciones son el objeto de la (facultad de) intuición y los fenómenos son objeto del entendimiento (por ejemplo, la intuición de una mesa es la representación de una figura geométrica, lo que propiamente puedo deducir de mis sensaciones simplemente al "ordenarlas" geométricamente, mientras que el fenómeno de una mesa es el objeto en el que pienso cuando además mi entendimiento me dice que esa forma es precisamente una mesa, de madera, que sirve para dejar cosas encima, etc.). Schopenhauer hace una crítica acertada sobre lo mal que Kant delimitó la frontera entre intuición y fenómeno, pero su propuesta de corrección es más bien una mezcla confusa por la que tiende a identificar ambas cosas con la etiqueta de intuición, por eso dice que las formas esenciales (Kant diría puras y a priori) de todo objeto son tiempo, espacio y causalidad. En efecto, por otra parte, Schopenhauer considera que todo el sistema de categorías kantiano es artificial —y lo es— y que debe sustituirse por lo que, siguiendo a Leibniz, llama principio de razón suficiente, que, en este contexto, es el principio de que todo suceso tiene una causa.

Yo afirmo además que el principio de razón es la expresión común de todas aquellas formas del objeto que nos son conocidas a priori, y que todo lo que conocemos puramente a priori no es sino justamente el contenido de aquel principio y lo que de él se sigue, así que en él se expresa todo nuestro conocimiento a priori. En mi tratado Sobre el principio de razón he mostrado detenidamente cómo cualquier objeto posible está sometido a él, es decir, se encuentra en una relación necesaria con otros objetos, por un lado como determinado y por otro como determinante: eso llega hasta el punto de que la completa existencia de todos los objetos, en la medida en que son objetos, representaciones y nada más, se reduce totalmente a aquella relación necesaria entre ellos, no consiste más que en ella, o sea, es totalmente relativa: enseguida hablaré más de esto.

Esto es pura palabrería (con sentido, no como la de Hegel), pero pura palabrería en el sentido de que todo lo que Schopenhauer afirma haber probado es tan falaz como la deducción kantiana de las categorías.

§ 3 Seguidamente Schopenhauer expone su particular estética trascendental, que se diferencia de la kantiana en que es más imprecisa y proclive al equívoco:

Todas nuestras representaciones se diferencian principalmente por ser intuitivas o abstractas. Las últimas están constituidas por una sola clase de representaciones, los conceptos: éstos son patrimonio exclusivo del hombre, que se distingue de todos los animales por esa capacidad para ellos que desde siempre se ha denominado razón.

Al margen de lo aventurado que es meterse en lo que entiende un animal, Kant discreparía de esto. En el sentido kantiano, un perro maneja perfectamente conceptos tales como "conejo" o "mi amo", en el sentido de que sabe aplicarlos a sus intuiciones para entender, por ejemplo, que el hombre que le lanza el palo ahora es el mismo que se lo ha lanzado otros días, aunque no ha estado permanentemente en su campo visual, es decir, aunque, como intuición es otra distinta. Nuevamente, Schopenhauer censura acertadamente a Kant por no haber establecido claramente qué entendía por razón, pero su corrección —que vincula la aplicación de conceptos al uso de razón— es bastante capciosa.

Más adelante examinaremos esas representaciones abstractas en sí mismas, pero enprimer lugar hablaremos exclusivamente de la representación intuitiva. Ésta abarca todo el mundo visible, o el conjunto de la experiencia, junto con sus condiciones de posibilidad.

Al identificar intuición con experiencia está volviendo difusa una distinción kantiana muy valiosa. En correspondencia, en el párrafo siguiente identifica de nuevo intuiciones con fenómenos:

Como se ha dicho, constituye un importante descubrimiento de Kant la tesis de que precisamente esas condiciones, esas formas de la experiencia, es decir, lo más general en su percepción, lo que pertenece por igual a todos sus fenómenos, es decir, el tiempo y el espacio, no sólo pueden ser pensados in abstracto por sí mismos y al margen de su contenido, sino también inmediatamente intuidos; que esa intuición no es acaso un fantasma tomado de la experiencia mediante repetición, sino que es tan independiente de la experiencia que, más bien a la inversa, ésta ha de pensarse como dependiente de ella; pues las propiedades del espacio y el tiempo, tal y como las conoce la intuición a priori, rigen como leyes de toda experiencia posible a las que ésta siempre se tiene que conformar.

Salvo leves perturbaciones, esto es teoría kantiana: para que unas sensaciones dadas puedan tener sentido para nosotros en calidad de intuiciones es necesario que puedan interpretarse según la geometría espacio-temporal. Y esto es algo que podemos afirmar a priori.

Por eso en mi tratado Sobre el principio de razón he considerado el tiempo y el espacio como una clase especial y autónoma de representaciones, en la medida en que son intuidas en forma pura y vacía de contenido. Tan importante es ese carácter de las formas generales de la intuición descubierto por Kant, que éstas son cognoscibles de manera intuitiva y según su completa legalidad por sí mismas y al margen de la experiencia, hecho éste en el que se basa la matemática y su infalibilidad;

Teoría kantiana: las matemáticas se fundan en lo que podemos afirmar a priori sobre la geometría del espacio y del tiempo basándonos en que sabemos qué podemos intuir y qué no podemos intuir. Por ejemplo, cualquiera tiene claro que no puede intuir un polígono limitado sólo por dos lados, así que podemos afirmar a priori, basándonos en nuestra intuición, que todo polígono ha de tener al menos tres lados.

pero no es una propiedad menos notable de aquellas formas el hecho de que el principio de razón, que determina la experiencia como ley de causalidad y motivación, y el pensamiento como ley de fundamentación de los juicios, aparezca aquí en una forma totalmente peculiar a la que he dado el nombre de razón de ser y que constituye en el tiempo la sucesión de sus momentos y en el espacio la posición de sus partes que se determinan recíprocamente hasta el infinito.

Esto ya es de Schopenhauer, que llama Principio de razón suficiente al principio general según todo ha de tener una razón y distingue en él cuatro afirmaciones distintas: aplicado a la experiencia afirma que todo suceso ha de tener una causa o un motivo (donde un motivo es una causa psicológica, que para él es de naturaleza distinta a las causas físicas) que toda afirmación ha de tener una justificación, y la razón de ser que explica aquí afirma que todo objeto ha de tener una historia en el espacio y en el tiempo, que lo que ahora está aquí antes ha tenido que estar en alguna otra parte. En términos kantianos está mezclando intuición con entendimiento. La sección termina con comparaciones históricas con otros filósofos.

§ 4 La sección cuarta empieza recordando cómo el espacio y el tiempo sirven de fundamento a las matemáticas. Nos saltamos esta parte porque es prácticamente kantiana. Destacamos lo que dice al mezclar en esto la causalidad, pues esto ya es propio de él y, por consiguiente, más confuso:

[...] quien haya conocido la ley de la causalidad, ese habrá conocido toda la esencia de la materia en cuanto tal: pues ésta no es en su totalidad sino causalidad, como cualquiera comprende inmediatamente en cuanto reflexiona. En efecto, su ser es su obrar: ningún otro ser de la misma se puede ni siquiera pensar. Solamente en cuanto actúa llena el espacio y llena el tiempo: su acción sobre el objeto inmediato (que es él mismo materia) condiciona la intuición, en la que sólo ella existe: la consecuencia de la acción de un objeto material sobre otro no se conoce más que en la medida en que el último actúa ahora de manera distinta que antes sobre el objeto inmediato, y consiste únicamente en eso. Causa y efecto son, pues, la esencia de la materia: su ser es su obrar.

Siendo generosos, esto podría intepretarse sensatamente en términos modernos: la materia (quizá hoy sería mejor decir la energía) está determinada por lo que puede hacer: por su masa, que determina la atracción gravitatoria, por su carga eléctrica, y por todas las cualidades que los físicos descubren en ella. El idealismo trascendental puede justificar que con esto está dicho todo, y que cualquier pregunta sobre qué es "en el fondo" la materia sería metafísica irrelevante o sin sentido, según lo proclive que sea uno a reconocer que la metafísica tiene sentido o no. Seguidamente Schopenhauer pasa a filosofar sobre el tiempo, el espacio y cómo la materia y la causalidad dependen de ambos, para meter la pata cada vez más, pues acaba afirmando que:

Al tener su esencia en la unión del tiempo y el espacio, la materia lleva el sello de ambos. [...] En esa deducción de las determinaciones fundamentales de la materia a partir de nuestras formas cognoscitivas a priori se basa el hecho de que le atribuyamos a priori ciertas propiedades, a saber: el ocupar un espacio, es decir, la impenetrabilidad o la actividad, luego la extensión, la divisibilidad infinita, la permanencia, es decir, la indestructibilidad, y finalmente el movimiento: en cambio, el peso, pese a carecer de excepción, hay que contarlo dentro del conocimiento a posteriori, si bien Kant, en los Fundamentos metafísicos de la ciencia natural, lo establece como cognoscible a priori.

Vamos que, como la materia ocupa a priori un espacio infinitamente divisible, ha de ser a priori infinitamente divisible. Schopenhauer (al igual que Kant, que llega a las mismas conclusiones) no es consciente de que el entendimiento puede aplicar a nuestras intuiciones conceptos cuyo fundamento no es la intuición, sino la razón, como el concepto de átomo o de electrón, de los que no existe una representación intuitiva en absoluto, y que estos conceptos no tienen por qué estar sujetos a las condiciones formales de la intuición, es decir, que no son "bolitas en el espacio" porque nunca los vamos a intuir como "bolitas" y, por consiguiente, no tienen por qué ser infinitamente divisibles. Al reconocer que el hecho de que la materia pese no es algo que podamos predecir a priori se pone un paso por delante de Kant en este asunto, aunque sea un paso muy pequeño.

Pero así como el objeto en general no existe más que para el sujeto como representación suya, tampoco cada clase especial de representaciones existe más que para una especial determinación del sujeto denominada facultad de conocer. El correlato subjetivo del tiempo y el espacio por sí mismos, como formas puras, lo denominó Kant sensibilidad pura, expresión ésta que podemos conservar, dado que Kant abrió en esto el camino; si bien no es del todo adecuada, puesto que la sensibilidad presupone ya la materia.

Es decir: la capacidad que tenemos de intuir el espacio y el tiempo vacío es la sensibilidad pura. Su objeción al nombre es razonable.

El correlato subjetivo de la materia o la causalidad, pues ambas son lo mismo, lo constituye el entendimiento, que no es nada más que eso. Conocer la causalidad es su única función, su única fuerza; y una fuerza de gran magnitud, que abarca una multiplicidad y tiene numerosas aplicaciones pero una inequívoca identidad en todas sus exteriorizaciones. A la inversa, toda causalidad, o sea, toda materia y por tanto toda realidad, existe únicamente para, por y en el entendimiento.

Identificar materia con causalidad es forzar el lenguaje, pero puede admitirse como forma de expresar que la causa de cualquier cosa que le pase a un objeto (material) será otro objeto (material) que le influirá gravitatoriamente, eléctricamente o de cualquier forma que una porción de materia (o de energía) puede influir sobre otra. Para Schopenhauer el entendimiento es la facultad de determinar qué es la causa de qué. Es una definición mucho más restrictiva que la de Kant, y mucho menos operativa. Para Kant, cuando veo algo y concluyo "esto que estoy viendo es una mesa", eso es un acto de entendimiento, pero no en el sentido que Schopenhauer da al término. Para él, directamente intuyo una mesa. Es mucho menos fino. A continuación viene el mayor despropósito de toda la teoría del conocimiento básica de Schopenhauer:

La primera, más simple y siempre presente manifestación del entendimiento es la intuición del mundo real: ésta consiste en el conocimiento de la causa a partir del efecto, y por eso toda intuición es intelectual.

Quiere decir que, por ejemplo, para reconocer que estoy viendo una mesa, he de ser capaz de interpretar que la imagen distorsionada que hay en mi retina ha sido provocada por una mesa (es el efecto causado en ella por una mesa gracias a la mediación de la luz). En efecto:

Pero nadie podría llegar a ella si no conociera inmediatamente algún efecto del que servirse como punto de partida. Tal punto de partida lo constituye la acción sobre los cuerpos animales. En esa medida, éstos son los objetos inmediatos del sujeto: la intuición de todos los demás objetos está mediada por ellos. Los cambios que experimenta cada cuerpo animal son conocidos inmediatamente, esto es, sentidos; y al referirse inmediatamente ese efecto a su causa, nace la intuición de ésta como objeto. Esa referencia no es un razonamiento realizado con conceptos abstractos, no se realiza mediante la reflexión ni voluntariamente sino de forma inmediata, necesaria y segura.

Se supone que Schopenhauer tendría que explicar cómo llegamos a entender nuestra experiencia, pero en su explicación supone conocidos nuestros ojos y nuestras manos, que son objetos que conocemos a través de esa experiencia, con lo que cae en un nefasto círculo vicioso: Lo que deberían ser conclusiones a priori, se vuelven empíricas. Por otra parte, ya puestos a entrar en psicología, no es cierto que la interpretación de las sensaciones se haga de forma inmediata, necesaria y segura: requiere un tiempo y puede dar lugar a vacilaciones o incluso a errores.

Es la forma cognoscitiva del entendimiento puro, sin la cual nunca tendría lugar la intuición, sino que quedaría simplemente una conciencia vaga, semejante a la de las plantas, de los cambios del objeto inmediato, que se seguirían unos a otros sin significado ninguno, siempre y cuando no tuvieran significado para la voluntad por no ser dolorosos o placenteros.

La última coletilla engancha con lo que explicará en el libro segundo. No tiene importancia ahora.

Pero, así como con la irrupción del sol se presenta el mundo visible, igualmente el entendimiento, con su simple y única función, transforma de un golpe la oscura e insignificante sensación en intuición. Lo que el ojo, el oído, la mano sienten no es intuición, son meros datos. Sólo cuando el entendimiento pasa del efecto a la causa aparece el mundo como intuición extendida en el espacio, cambiante en la forma y permanente en la materia a lo largo del tiempo. Pues él une espacio y tiempo en la representación materia, es decir, actividad. Este mundo como representación existe solamente por y para el entendimiento.

Schopenhauer mezcla dos cosas: una es cuál es la causa de que mi mesa tenga hoy la pata rota, y otra cuál es la causa de que ahora esté viendo lo que veo (cuya respuesta es que la causa es una mesa con la pata rota que está ante mí). En realidad es más confuso, porque Schopenhauer parece insinuar que la pregunta es "cuál es la causa de que en la retina de mis ojos se haya formado la imagen que se ha formado", cuando yo no tengo ninguna información (pese a lo inmediato que es para Schopenhauer el conocimiento de mis ojos) de qué imagen hay formada en mi retina. Por otra parte, llamar "mundo" al producto de mi entendimiento (nada más que a esto) es restrictivo, pues entonces un átomo no formaría parte del mundo, ya que es físicamente imposible que sea objeto de intuición.

En el primer capítulo de mi tratado Sobre la visión y los colores he explicado ya que el entendimiento crea la intuición a partir de los datos que ofrecen los sentidos, que el niño aprende a intuir comparando las impresiones que los distintos sentidos reciben de un mismo objeto, y que sólo esto proporciona la clave acerca de tantos fenómenos sensoriales: la visión simple con dos ojos, la visión doble en el estrabismo, o la diferente distancia de dos objetos que están uno tras otro y se ven a la vez, como también la ilusión que se produce por un repentino cambio en los órganos sensoriales.

Todo esto es psicología o fisiología, y Kant se debió de revolver en su tumba, porque, como veremos justo a continuación, Schopenhauer pretende usar estas observaciones empíricas para concluir que el principio de causalidad es válido a priori. Esto es una barbaridad. Tras más observaciones empíricas impertinentes concluye:

[...] todo eso son pruebas sólidas e irrefutables de que la intuición no es meramente sensual, sino intelectual, es decir, conocimiento puro de la causa a partir del efecto por parte del entendimiento;

Es decir, que para entender lo que estoy percibiendo, he de deducir qué objetos han causado mis sensaciones a partir de éstas (los efectos de los objetos sobre mis órganos sensoriales).

por consiguiente, supone la ley de la causalidad, de cuyo conocimiento depende toda intuición, y con ella toda experiencia, en su primera y completa posibilidad; y no es, a la inversa, el conocimiento de la ley de la causalidad el que depende de la experiencia, tal y como sostenía el escepticismo humeano, que queda así refutado por primera vez. Pues la independencia del conocimiento de la causalidad respecto de toda experiencia, es decir, su aprioridad, sólo puede demostrarse a partir de la dependencia de toda experiencia respecto de él: y esto a su vez sólo puede lograrse demostrando de la forma expuesta aquí y explicada en los pasajes citados, que el conocimiento de la causalidad está ya contenido en la intuición en general, en cuyo ámbito se halla toda experiencia; o sea, que es totalmente a priori en relación con la experiencia y está supuesto por ella como condición sin suponerla por su parte: pero eso no se puede demostrar de la forma en que Kant lo intentó y que yo he criticado en el tratado Sobre el principio de razón.

En suma, como para saber qué estoy viendo tengo que suponer que mis sensaciones son efectos de alguna causa y he de determinar qué causa es ésa, puedo concluir a priori que todo lo que sucede tiene una causa y, más aún (pues esto es el escepticismo humeano), que si veo que el fuego calienta una y otra vez, podré estar seguro de que el fuego siempre va a calentar. Se puede refutar por mil sitios diferentes. Casi es peor que el argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios. Usando una frase del propio Schopenhauer a propósito de dicho argumento: «Si no fuese tan ingeniosa la idea, dieran ganas de llamarla estúpida.»

§ 5 A partir de aquí los razonamientos degeneran cada vez más:

Hemos de guardarnos del gran equívoco de pensar que, puesto que la intuición está mediada por el conocimiento de la causalidad, entre objeto y sujeto existe una relación de causa y efecto; porque ésta sólo se da entre el objeto inmediato y el mediato, o sea, únicamente entre objetos.

La relación de causalidad de la que hablaba más arriba se da entre la mesa (el objeto mediato) y mis ojos (el objeto —presuntamente— inmediato), pero no entre sujeto y objeto, es decir, no se está diciendo que el sujeto sea la causa del objeto. A partir de aquí pasa a discutir la polémica sobre si existe o no realmente el mundo externo, y concluye que la pregunta no tiene sentido, aunque sí tiene sentido preguntarse si no podríamos estar soñando. En principio es un poco paradójico, pero tampoco tanto, porque acaba concluyendo que da igual si soñamos o no, que los sueños también son páginas del libro de la vida.

§ 6 En este apartado empieza dando más vueltas a lo de que el cuerpo es un objeto inmediato del entendimiento, compara el entendimiento de los animales con el de los seres humanos, y luego pasa a hablar de la razón, que, según él, sólo es propia de éstos.

Pero el grado de su agudeza y la extensión de su esfera cognoscitiva son sumamente diferentes y variados [en los distintos animales], y se hallan en distinta gradación, desde el grado inferior que soóo conoce la relación causal entre el objeto inmediato y el mediato, o sea, que llega justo a pasar de la acción que sufre el cuerpo a su causa, y así intuir ésta como objeto en el espacio, hasta el grado superior del conocimiento de la conexión causal entre los objetos meramente mediatos, que llega hasta la comprensión de las cadenas complejas de causas y efectos en la naturaleza. Pues también este último conocimiento sigue perteneciendo al entendimiento, no a la razón, cuyos conceptos abstractos no pueden servir más que para asimilar, fijar y combinar aquello que se ha comprendido inmediatamente, pero nunca para producir la comprensión misma. Toda fuerza y ley natural, cualquier caso en los que éstas se exteriorizan, tiene que ser conocida inmediatamente por el entendimiento, captada intuitivamente, antes de que pueda presentarse in abstracto a la razón en la conciencia reflexiva. Captación intuitiva e inmediata del entendimiento fue el descubrimiento de la ley de gravitación por parte de R. Hooke y la reducción a esa ley única de tantos y tan grandes fenómenos como luego probaron los cálculos de Newton; eso mismo fue el descubrimiento del oxígeno y su importante papel en la naturaleza por Lavoisier, así como el descubrimiento del origen físico de los colores por parte de Goethe.

No comento estas afirmaciones porque parecen simplemente absurdas cuando en realidad son mucho más sutiles de lo que parecen (y mucho más lamentables, si cabe), porque aquí parece que Schopenhauer está diciendo que no se puede entender lo que no podemos contemplar en nuestra intuición, lo que no podemos ver o tocar, y así, no es posible entender lo que es un átomo o un dinosaurio, o que Hooke "vio" de algún modo, que la fuerza con la que se atraen dos cuerpos es exactamente invérsamente proporcional al cuadrado de las distancias, pero Schopenhauer no pretende decir nada de esto, como veremos enseguida. En cualquier caso, el hecho de que acepte la teoría de los colores de Goethe evidencia la nula preparación científica de Schopenhauer. Ningún científico de la época se la tomó en serio.

Aquí se empieza a poner de manifiesto el segundo drama de la filosofía: los filósofos que no han perdido el norte siguiendo Ficthe, Schelling y Hegel, pese a sus buenas intenciones y su honestidad intelectual, se han visto incapacitados para hacer cualquier aportación valiosa por su pobre formación científica, merma ésta que continúa tan vigente hoy en día como en los tiempos de Schopenhauer. Pero veamos ya qué quiere decir cuando afirma que los descubrimientos científicos teóricos son intuitivos:

Todos esos descubrimientos no son más que un correcto retroceso inmediato del efecto a la causa, al que sigue después el conocimiento de la identidad de la fuerza natural que se manifiesta en todas las causas de la misma clase: y todo ese conocimiento es una manifestación, diferente sólo en el grado, de la misma y única función del entendimiento mediante la cual un animal intuye como objeto en el espacio la causa que actúa sobre su cuerpo. Por eso también todos aquellos grandes descubrimientos, al igual que la intuición y cualquier manifestación del entendimiento, son un conocimiento inmediato y, en cuanto tal, obra de un instante, un aperçu, una ocurrencia, y no el producto de largas cadenas de razonamientos in abstracto; éstas últimas, en cambio, sirven para fijar el conocimiento inmediato del entendimiento para la razón depositándolo en sus conceptos abstractos; es decir, para clarificarlo, para ponerlo en su lugar, mostrarlo y comunicárselo a los demás.

Así pues, cuando dice que la ley de gravitación universal se descubre por intuición, no quiere decir que la intuición nos la muestre cuando la vemos actuar, de forma análoga a como nos muestra una mesa cuando estamos ante una mesa, sino únicamente que el que la descubre, la descubre "de golpe", como diciendo: ¡ya lo tengo! Por eso dice Schopenhauer que se trata de una intuición. Esto es totalmente capcioso. En primer lugar, aun suponiendo que todo descubrimiento surja necesariamente de ese modo, lo cual es una afirmación psicológica más que dudosa, lo que es indudable es que, de todas las veces que alguien ha dicho "¡eureka!" a lo largo de la historia, sólo una ínfima parte de las veces el "descubrimiento" ha sido algo, no ya verdadero, sino meramente plausible. En la mayoría de los casos, bastan unos segundos para darse cuenta de que la "ocurrencia" ha sido una tontería. El hecho de que la psicología de la mente humana sea tal que el subconsciente baraje ideas y, de vez en cuando, se las transmita a la parte consciente, que las recibe a modo de intuiciones (pensamientos), es algo poco menos que irrelevante. Afirmar a partir de ahí que las teorías científicas surgen por intuición es meter en el mismo saco el conocimiento a posteriori que tengo cuando veo una mesa y concluyo que estoy viendo una mesa (porque la veo) y el conocimiento a priori que tengo cuando veo moverse los planetas y se me ocurre una ley que explica su movimiento. Esta ley es un conocimiento a priori que no procede de ninguna experiencia, por la sencilla razón de que su contenido (su universalidad) no cabe en ninguna experiencia (ni tampoco su expresión matemática, no hay ninguna experiencia que proporcione fórmulas matemáticas), pero una cosa es la procedencia lógica de esa ley, que es un postulado a priori que luego deberá ser contrastado con la experiencia de acuerdo con el método científico, y otra cosa su procedencia psicológica, es decir, el modo en que me viene a la mente, no el conocimiento que ella supone, sino la idea de probar a ver si esa teoría sirve para explicar unos fenómenos dados.

Después de algunas digresiones que no perdemos nada si omitimos, viene un párrafo que arroja alguna luz sobre la frontera que Schopenhauer traza entre entendimiento y razón:

La falta de entendimiento se llama estupidez; la falta de aplicación de la razón a lo práctico la conoceremos después como necedad, la falta de juicio como simpleza y, por último, la falta parcial o total de memoria como locura. Pero cada cosa en su lugar. Lo conocido correctamente mediante la razón es la verdad, es decir, un juicio abstracto con razón suficiente; lo conocido correctamente por medio del entendimiento es la realidad, es decir, el tránsito correcto del efecto en el objeto inmediato a su causa. A la verdad se opone el error como engaño de la razón, a la realidad la ilusión como engaño del entendimiento.

La sección termina con otras observaciones empíricas irrelevantes.

§ 7 En este apartado Schopenhauer arruina su teoría del conocimiento de todos los modos imaginables. Está dedicada a comparar su teoría con otras alternativas. Empieza ironizando sobre Hegel y Fichte y, claro, en esto no puede equivocarse: cualquiera que se burle de un idealista alemán tiene necesariamente razón:

Podría pensarse que la filosofía de la identidad surgida en nuestros días y de todos conocida no se incluye en esta contraposición, ya que no pone su punto de partida en el objeto ni el sujeto sino en un tercero, el Absoluto cognoscible por intuición racional, que no es objeto ni sujeto sino la indiferencia de ambos. Aunque yo, debido a la completa carencia de toda intuición racional, no osaré hablar de la mencionada honorable indiferencia ni del Absoluto; sin embargo, puesto que yo me apoyo simplemente en los protocolos abiertos a todos —también a nosotros, los profanos—, de los que intuyen racionalmente, he de observar que [...]  Yo hago renuncia de la profunda sabiduría que contiene aquella construcción; porque a mí, que carezco totalmente de intuición racional, todas aquellas exposiciones que la suponen me han de resultar como un libro de siete sellos; lo cual es así hasta el punto de que, por muy raro que suene, en todas aquellas doctrinas de honda sabiduría para mí es como si no oyera más que patrañas terribles y, por añadidura, sumamente aburridas.

Después la emprende contra el materialismo:

Éste establece la materia, y con ella el tiempo y el espacio, como lo que propiamente existe, pasando por alto la relación con el sujeto, aunque sólo en ella tiene todo eso su existencia. Además, toma como hilo conductor la ley de la causalidad, por la que pretende avanzar considerándola un orden de las cosas existente por sí mismo, como una veritas aeterna; pasando, pues, por alto el entendimiento, que es lo único en y para lo cual existe la causalidad. Luego intenta descubrir el estado primero y más simple de la materia para desarrollar a partir de él todos los demás, ascendiendo del simple mecanismo a la química, la polaridad, la vegetación, la animalidad: y, en el supuesto de que lo consiguiera, el último miembro de la cadena sería la sensibilidad animal, el conocimiento, que aparecería así como una mera modificación de la materia, un estado de la misma producido por causalidad.

Un materialista afirma que la materia es lo único que existe y que todo lo demás puede explicarse en términos de la materia y sus propiedades. Ahora bien, el materialismo puede ser cuestionado como teoría metafísica, pero el idealismo kantiano no está reñido con que el materialismo sea empíricamente real, es decir, con la posibilidad de que la Ciencia, en su descripción del mundo, llegue a reducir, a explicar, todos los fenómenos, incluyendo los psicológicos, en términos materialistas. Sin embargo, esto causa hilaridad a Schopenhauer:

Si siguiéramos hasta ahí al materialismo con representaciones intuitivas, al llegar con él a su cumbre experimentaríamos un repentino ataque de la inextinguible risa de los dioses del Olimpo; pues, como al despertar de un sueño, nos daríamos cuenta de que su resultado último tan fatigosamente buscado, el conocimiento, estaba ya supuesto como condición inexcusable en el primer punto de partida, en la pura materia; con él nos habíamos imaginado que pensábamos la materia, pero de hecho no habíamos pensado nada más que el sujeto que representa la materia, el ojo que la ve, la mano que la siente, el entendimiento que la conoce. Así se descubriría inesperadamente la enorme petitio principii: pues de repente el último miembro se mostraría como el soporte del que pendía ya el primero, la cadena como un círculo; y el materialista se asemejaría al Barón de Münchhausen que, estando dentro del agua con su caballo, tiraba de él hacia arriba con las piernas y de sí mismo con la coleta de su peluca puesta hacia delante. En consecuencia, el absurdo fundamental del materialismo consiste en que parte de lo objetivo, en que toma como fundamento explicativo último un ser objetivo, bien sea la materia in abstracto, tal como es simplemente pensada, o bien ya ingresada en la forma, empíricamente dada, o sea, el material acaso los elementos químicos con sus combinaciones próximas. Tales cosas las toma como existentes en sí y de forma absoluta, para hacer surgir de ahí la naturaleza orgánica y al final el sujeto cognoscente, explicándolos así completamente;

Más aún, notemos que el materialismo podrá incluso ser verdadero como teoría metafísica, aunque nunca podriamos demostrarlo. Sin embargo, Schopenhauer no denuncia al materialismo como problemático, sino como absurdo, lo cual sí que es absurdo. Y lo más deplorable es que, con ello, pretende negar a priori el sentido a toda una línea de investigación científica, o a dos: la psicología y la inteligencia artificial. Kant había supuesto un gran avance para conciliar el idealismo trascendental con un materialismo empírico (no trascendente) al demostrar que no se puede demostrar que el alma sea una sustancia, de modo que perfectamente se podría explicar empíricamente como un accidente de otra sustancia, por ejemplo, del cerebro humano. Nunca llegó —que yo sepa— a especular sobre esto, pero indudablemente la posición de Schopenhauer es un inmenso paso atrás. Se trata de un caso particular de algo más general: Kant comprendía perfectamente (al menos en teoría) que una teoría del conocimiento es una teoría pura a priori, que no puede concluir nada sobre contenidos científicos, es decir, que nunca estará en condiciones de decirle a los científicos lo que pueden o no pueden encontrar en sus investigaciones (aunque a veces el propio Kant fuera demasiado lejos y "demostrara" que todo tiene una causa o que en la naturaleza no pueden producirse discontinuidades, etc.) Pero lo que en Kant son pequeños deslices concernientes a aspectos aparentemente tan básicos y universales que era difícil concebir que pudieran acabar siendo falsos, en Schopenhauer es una continua injerencia de y en la fisiología y la psicología que está a priori fuera de lugar en lo que debería ser su proyecto para poder considerarlo una teoría del conocimiento seria.

Finalmente, Schopenhauer carga contra la Ciencia en sí:

[...] Así pues, a la afirmación de que el conocimiento es una modificación de la materia se opone siempre con el mismo derecho su contraria: que toda materia es una simple modificación del conocimiento del sujeto en cuanto representación del mismo. No obstante el fin y el ideal de toda ciencia natural es en el fondo un materialismo plenamente realizado. Al conocer que éste es manifiestamente imposible, se confirma otra verdad que resultará de nuestra consideración ulterior, a saber: que toda ciencia en sentido propio, por la cual entiendo el conocimiento sistemático al hilo del principio de razón, nunca puede alcanzar un fin último ni ofrecer una explicación plenamente satisfactoria; porque no llega nunca a la esencia íntima del mundo, nunca puede ir más allá de la representación sino que en el fondo no alcanza más que a conocer la relación de una representación con otras.

Empieza aquí a preparar el brote místico que nos reserva para el libro segundo. En cualquier caso, aunque esta afirmación fuera cierta, no es razón suficiente por la que la Ciencia no pudiera tener éxito en mostrar cómo todos los contenidos mentales pueden explicarse a partir de la fisiología del cerebro. Por si alguien pudiera dudar de la pobre comprensión que Schopenhauer tenía de la ciencia de su época, a continuación se burla explícitamente de teorías concretas que hoy nadie cuestiona:

La ciencia natural investiga el primero como química y el segundo como fisiología. Mas hasta ahora ninguno de los dos extremos se ha alcanzado y sólo se ha conseguido algo intermedio entre ambos. Y la perspectiva es bastante desesperanzadora. Los químicos, bajo el supuesto de que la división cualitativa de la materia no llegará hasta el infinito como la cuantitativa, intentan rebajar cada vez más la cifra de sus elementos, que ahora son aún unos sesenta: y si llegaran hasta dos, querrían reducirlos a uno solo. Pues la ley de la homogeneidad conduce a la hipótesis de un primer estado químico de la materia que ha precedido a todos los demás —los cuales no son esenciales a la materia en cuanto tal sino sólo formas accidentales, cualidades— y que es el único que conviene a la materia como tal.

Schopenhauer delira. Los químicos no trataban de reducir los elementos a uno solo. Simplemente constataron que las reacciones químicas permitían distinguir coherentemente entre elementos y compuestos químicos y comprendieron que eso era algo importante.

Por otra parte, no se puede comprender cómo ese elemento pudo experimentar un cambio químico, puesto que no existía un segundo elemento para actuar sobre él; con lo que aquí se produce en la química en mismo atolladero con el que se encontró Epicuro en la mecánica cuando tuvo que explicar cómo el átomo único se desvió de la dirección originaria de su movimiento: e incluso esa contradicción que se desarrolló por sí misma y era imposible de evitar como de resolver, podía plantearse verdaderamente como una antinomia química: tal y como ésta se plantea aquí en el primero de los dos extremos que busca la ciencia natural, también en el segundo se nos mostrará su correspondiente pareja.

Sólo un filósofo con una deplorable carencia de base científica (más brevemente: sólo un filósofo) podría formular semejante "filosofía química" con antinomias incluidas. A continuación habla el oráculo de Delfos:

—Tampoco hay una mayor esperanza de conseguir ese otro extremo de la ciencia natural; porque cada vez comprendemos mejor que nunca se puede reducir un elemento químico a uno mecánico ni un elemento orgánico a uno químico o eléctrico. Pero aquellos que hoy en día toman de nuevo esa antigua senda equivocada pronto la desandarán en silencio y avergonzados, al igual que todos sus predecesores. De ello se tratará detenidamente en el siguiente libro. Las dificultades mencionadas aquí sólo de pasada se enfrentan a la ciencia natural en su propio terreno. Tomada como filosofía, aquélla sería además materialismo: mas, como ya hemos visto, éste lleva en sí la muerte ya desde su nacimiento; porque pasa por alto el sujeto y las formas del conocer que se hallan tan supuestas ya en la materia bruta de la que quiere partir como en el organismo al que quiere llegar. Pues «Ningún objeto sin sujeto» es el principio que hace para siempre imposible todo materialismo.

Por si no hubiera metido la pata suficientemente honda, ahora Schopenhauer pasa a derrumbar directamente su propio idealismo, demostrando que ha retrocedido de los logros de Kant a los esbozos de Berkeley:

Soles y planetas sin un ojo que los vea y un entendimiento que los conozca se pueden, ciertamente, expresar con palabras: pero esas palabras son para la representación un sideroxylon [un madero de hierro, una contradicción]. Mas, por otra parte, la ley de la causalidad y el análisis e investigación de la naturaleza que la siguen nos llevan necesariamente a suponer con seguridad que en el tiempo cada estado más organizado de la materia ha seguido a uno más simple: que, en efecto, los animales han existido antes que los hombres, los peces antes que los animales terrestres, las plantas antes que todos éstos y lo inorgánico antes que lo orgánico; que, por consiguiente, la masa originaria ha tenido que atravesar una larga serie de cambios antes de que se pudiera abrir el primer ojo. Y, no obstante, de ese primer ojo que se abrió, aunque fuera de un insecto, sigue siempre dependiendo la existencia de todo aquel mundo; porque él es el mediador necesario del conocimiento, sólo para él y en él existe el mundo y sin él no se podría ni siquiera pensar: pues el mundo es propiamente representación y en cuanto tal precisa del sujeto cognoscente como soporte de su existencia: incluso aquella larga serie temporal llena de innumerables cambios y a través de la cual la materia se elevó de forma en forma hasta que finalmente nació el primer animal cognoscente, todo ese tiempo mismo sólo es pensable en la identidad de una conciencia: él es su secuencia de representaciones y su forma de conocimiento, y fuera de ella pierde todo significado y no es nada.

Así pues, Schopenhauer se burla de los materialistas porque postulan la materia como apoyo primario de su concepción del mundo y, en cambio, el sistema de nuestro filósofo, no necesita la materia, no, necesita: ¡un insecto! ¡un primer ojo! Kant afirmó que no hay contradicción (en particular, no hay contradicción con su idealismo trascendental) en la posibilidad de que el universo haya existido siempre, sin poner como condición que siempre haya habido un ojo en él. En cambio, el mundo de Schopenhauer no tiene sentido si le falta un ojo. Es ridículo. Para sostener esto tendría que pasar a discutir en qué sentido entiende que existen las personas que no son él y en qué sentido el mundo que conocen (sus representaciones) es el mismo mundo que conoce él (o yo), y, tal y como va, también tendría que explicar en qué sentido afirma que el mundo que ve el insecto ese que abrió el primer ojo es el mismo mundo que conozco yo. Pero de todo eso no dice nada.

No obstante, parece que se dio cuenta de que se estaba metiendo en terreno pantanoso y admitió que estaba ante una contradicción:

Así vemos, por un lado, que la existencia de todo el mundo depende necesariamente del primer ser cognoscente, por muy imperfecto que éste pueda ser; por otro lado, ese primer animal cognoscente es con la misma necesidad totalmente dependiente de una larga cadena de causas y efectos que le precede y en la que él mismo aparece como un pequeño eslabón. Estas dos visiones contradictorias a cada una de las cuales somos de hecho conducidos con igual necesidad las podríamos denominar una antinomia en nuestra facultad de conocer, [...]

Pero se muestra incapaz de resolverla sin apelar al misticismo que nos tiene reservado:

—No obstante, la contradicción que resulta aquí de forma necesaria encuentra su solución en el hecho de que, hablando en lenguaje kantiano, tiempo, espacio y causalidad no pertenecen a la cosa en sí sino únicamente a su fenómeno, del que son forma; lo cual significa en mi lenguaje que el mundo objetivo, el mundo como representación, no es el único sino sólo uno de los aspectos, algo así como el aspecto externo del mundo, que posee además otro aspecto totalmente distinto constituido por su esencia íntima, su núcleo, la cosa en sí: ésta la consideraremos en el libro siguiente, denominándola voluntad en conformidad con la más inmediata de sus objetivaciones.

Seguidamente destroza la sutil y admirable teoría kantiana sobre el tiempo como una forma empíricamente real y trascendentalmente ideal:

Pero el mundo como representación, único que aquí consideramos, no comenzó hasta que se abrió el primer ojo; y sin ese medio del conocimiento no puede existir, así que tampoco existió antes. Pero sin aquel ojo, es decir, al margen del conocimiento, tampoco había ningún antes, ningún tiempo.

Aquí fue cuando Kant volvió a revolverse en su tumba: el tiempo empíricamente real puede perfectamente ser infinito, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Es absurdo decir que, empíricamente, el tiempo surgió a la par que un ojo. Ese "surgir" no tiene sentido a menos que se refiera a alguna clase de tiempo trascendente del que Schopenhauer nunca ha hablado y cuya existencia está negando de hecho (porque no considera otro mundo más que el mundo como representación).

Pero ahora intenta arreglarlo:

Mas no por ello tiene el tiempo un comienzo, sino que todo comienzo existe en él: y, dado que es la forma más general de la cognoscibilidad en la que se insertan todos los fenómenos por medio del nexo de la causalidad, con el primer conocimiento se presenta también él (el tiempo) con toda su infinitud en ambos sentidos; y el fenómeno que llena ese primer presente ha de ser conocido a la vez en una vinculación causal y dependiendo de una serie de fenómenos que se extiende infinitamente en el pasado, pasado que, sin embargo, está tan condicionado por el primer presente como éste por él; de modo que, al igual que el primer presente, también el pasado del que procede depende del sujeto cognoscente y no es nada sin él, aunque lleva consigo la necesidad de que ese primer presente no aparezca como el primero, es decir, sin tener por madre ningún pasado y como comienzo del tiempo; sino que ha de presentarse como consecuencia del pasado conforme a la razón de ser en el tiempo, y también el fenómeno que lo llena ha de aparecer como efecto de los estados anteriores que llenan aquel pasado, conforme a la ley de la causalidad.

Aquí Schopenhauer se ha hecho un lío y se contradice abiertamente, pues está diciendo: El mundo [...] no comenzó hasta que se abrió el primer ojo [...] Mas no por ello tiene el tiempo un comienzo [...] Pese a ello y a que este párrafo parece un galimatías, sería injusto tacharlo de hegeliano. Con toda la torpeza imaginable, Schopenhauer está tratando de decir algo con sentido, sólo que, para que lo que dice fuera coherente, tendría que olvidarse de sus propias teorías y apelar a Kant. Analicemos:

[...] dado que es la forma más general de la cognoscibilidad en la que se insertan todos los fenómenos por medio del nexo de la causalidad, con el primer conocimiento se presenta también él (el tiempo) con toda su infinitud en ambos sentidos;

El primero que conoció el mundo como representación, se representó un mundo inmerso en un tiempo infinito, tanto hacia el pasado como hacia el futuro,

[...] y el fenómeno que llena ese primer presente ha de ser conocido a la vez en una vinculación causal y dependiendo de una serie de fenómenos que se extiende infinitamente en el pasado,

porque los fenómenos que percibió en él tenían una historia que podía ser reconstruida por conexiones causales, aunque nadie estuviera allí para percibir ese pasado. (Notemos que la expresión "primer presente" es una contradicción, pues supone una "creación del tiempo", en un sentido que Schopenhauer no está en condiciones de explicar. Para ello necesitaría una parte fundamental de la teoría kantiana que se obstina en rechazar, y el resultado es éste.)

[...] pasado que, sin embargo, está tan condicionado por el primer presente como éste por él;

Del mismo modo que el pasado condiciona (determina) el presente, conociendo el presente podemos reconstruir el pasado (y así, los científicos pueden afirmar que el Sol surgió hace 5.000 millones de años aunque nadie estuviera allí para verlo).

[...] de modo que, al igual que el primer presente, también el pasado del que procede depende del sujeto cognoscente y no es nada sin él, aunque lleva consigo la necesidad de que ese primer presente no aparezca como el primero, es decir, sin tener por madre ningún pasado y como comienzo del tiempo; sino que ha de presentarse como consecuencia del pasado conforme a la razón de ser en el tiempo, y también el fenómeno que lo llena ha de aparecer como efecto de los estados anteriores que llenan aquel pasado, conforme a la ley de la causalidad.

Ese contradictorio "primer presente" tiene que aparecer ante un ser consciente como consecuencia de un pasado, pero Schopenhauer no está en condiciones de explicar en qué sentido existe ese pasado, pues se obstina en decir que el mundo sólo existe como representación, lo que lo lleva a decir que el mundo surge con "el primer ojo" y, entonces, ese pasado que no es representación de nadie ¿es parte del mundo o no lo es? Si lo es, tiene que admitir que una parte del mundo no es representación, o tal vez que una parte del mundo es verdadera pero no es real, si somos consecuentes con su afirmación de que el concepto de realidad sólo es aplicable a las representaciones del entendimiento. Kant puede decir cosas similares a éstas con toda coherencia y naturalidad, pero, en la pluma de Schopenhauer, todo está cogido con pinzas, por lo burdamente que ha presentado su idealismo, privándolo de todos los matices kantianos. A continuación nos presenta una analogía mitológica sobre Cronos que nos vamos a saltar, porque una cosa es ser condescendiente con su falta de sutileza y otra permitirle que nos venda cuentos chinos (o griegos). Llegados a este punto podemos decir ya que la teoría del conocimiento de Schopenhauer es un fracaso. El apartado termina con nuevas críticas a Fichte y nuevas autoalabanzas. Podemos pasar ambas por alto por irrelevantes.

§ 8 Esta sección es una introducción romántica destinada a anunciar que a continuación va a hablar de la razón. No dice nada de interés. En § 9 y § 10  se expone una teoría sobre los conceptos, la lógica y la verdad de los juicios. Podemos prescindir de todo esto. Digamos únicamente que, para Schopenhauer, la razón transforma el conocimiento intuitivo en conocimiento abstracto en términos de conceptos. El conocimiento abstracto, a diferencia del intuitivo, es expresable en términos del lenguaje y, en particular, transmitible de un sujeto a otro. Este conocimiento abstracto constituye el saber:

El saber es, pues, la conciencia abstracta, el fijar en conceptos de la razón lo conocido de otro modo.

§ 11  En el apartado siguiente da un paso más hacia el misticismo:

En este sentido, el verdadero opuesto del saber es el sentimiento, cuya dilucidación hemos, pues, de acometer aquí. El concepto designado por la palabra sentimiento tiene un contenido meramente negativo, en concreto, éste: que algo presente a la conciencia no es un concepto, un conocimiento abstracto de la razón: sea lo que sea aparte de eso, cae bajo el concepto de sentimiento, cuya esfera desmesuradamente amplia abarca así las cosas más heterogéneas, sin que comprendamos nunca cómo coinciden hasta que no nos damos cuenta de que sólo concuerdan en ese respecto negativo de no ser conceptos abstractos. Pues en aquel concepto se encuentran tranquilamente unidos los elementos más diversos y hasta dispares, por ejemplo, el sentimiento religioso, el sentimiento del placer, el sentimiento moral, el sentimiento corporal como tacto, como dolor, como sentido de los colores, de los tonos y sus armonías y desarmonías, el sentimiento de odio, de repugnancia, de autocomplacencia, del honor, de la deshonra, de la justicia, de la injusticia, el sentimiento de la verdad, el sentimiento estético, el sentimiento de fuerza, de flaqueza, de salud, amistad, amor, etc. Entre ellos no hay ningún elemento común más que el negativo de no ser ningún conocimiento abstracto de la razón; pero eso resulta ser lo más llamativo, cuando en aquel concepto se incluye incluso el conocimiento intuitivo a priori de las relaciones espaciales y el del entendimiento puro en su totalidad; y, en general, de todo conocimiento, de toda verdad de la que se es consciente sólo de forma intuitiva pero que todavía no se ha depositado en conceptos abstractos, se dice que se siente.

Otra vez ha surgido el mormón que insiste en que siente a Dios. Ciertamente, Schopenhauer está usando la palabra "sentimiento" como un cajón de sastre. Algunos de sus sentimientos son obviamente sensaciones, esa materia prima de la intuición de la que ya ha hablado y que ahora parece presentar como algo nuevo: el placer, el tacto, el dolor, el sentido del color, etc.; otros son pasiones más sofisticadas, pero intuiciones al fin y al cabo, es decir, datos que llegan a la conciencia sobre el estado de la mente, como el odio, la repugnancia, la deshonra, el sentimiento estético, la salud, el amor, etc.; otros son pensamientos o juicios abstractos que irrumpen en la mente, como el pensamiento de que algo es justo o injusto, o de que algo nos honra o nos deshonra, a los que es forzado llamar "conocimientos" o "verdades". Si alguien siente que está haciendo el ridículo en un momento dado, no cabe duda de que es verdad que eso es lo que está sintiendo, pero eso no significa necesariamente que esté haciendo el ridículo. Eso habrá que analizarlo. Cualquier "sentimiento" en este sentido no es más que un juicio formado inconscientemente, y puede ser indicio de una verdad o no serlo. En sí mismo no supone un conocimiento de nada más allá de la indubitable realidad de que un sujeto se encuentra en un momento dado en un determinado estado de ánimo.

Si este concepto ya es de de por sí sospechoso, los ejemplos siguientes demuestran que sólo surge de una psicología mal entendida:

En la introducción a una edición alemana de Euclides recuerdo haber leído que en geometría a los principiantes hay que hacerles trazar todas las figuras antes de pasar a las demostraciones, ya que entonces sienten la verdad geométrica antes de que la demostración les proporcione el conocimiento completo.

Eso se llama familiarizarse con algo. Es más fácil dirigir a unas personas a las que ya se conoce que tratar de hacerlo al mismo tiempo que se las va conociendo. De ahí a decir que la diferencia es que si primero te familiarizas con los integrantes de un equipo de trabajo entonces puedes "sentirlos" hay un abismo.

Igualmente, en la Crítica de la doctrina moral de F. Schleiermacher se habla del sentido lógico y matemático y también del sentimiento de la igualdad o diversidad de dos fórmulas; además, en la Historia de la filosofía de Tennemann se dice: «Uno siente que las inferencias engañosas no serían correctas aun cuando no se pudiera descubrir el fallo».

Lo que hay en el fondo de esto es que a nuestra mente llegan pensamientos con juicios elaborados inconscientemente, pero estos juicios no son conocimientos ni verdades: al analizarse conscientemente, se puede acabar concluyendo que son verdaderos o que son falsos. Uno puede estar convencido de que una inferencia es falsa y al final acabar reconociendo que era correcta, aunque a él le pareciera paradójica. Tales "sentimientos" no son en ningún caso una fuente de conocimiento. Pueden ser una fuente de "inspiración" que nos dé una pista fundamental para llegar a un conocimiento. Schopenhauer, en cambio, tiene su propia interpretación:

Sin duda, el origen de aquel concepto de sentimiento, tan desproporcionado respecto de todos los demás, es el siguiente: todos los conceptos —y sólo conceptos son lo que las palabras designan— existen únicamente para la razón y nacen de ella: con ellos nos encontramos, pues, en un punto de vista unilateral. Pero desde él, lo que se halla más próximo se manifiesta claramente y se plantea como positivo; lo más alejado confluye y es considerado de forma puramente negativa: así, toda nación llama a todas las demás extranjeras, los griegos llamaban a todos los demás bárbaros, los ingleses llaman a todo lo que no es Inglaterra o inglés continent o continental, el creyente llama a los demás herejes o paganos, el noble, roturiers, el estudiante, filisteos, etc. De la misma parcialidad, podría decirse que de la misma burda ignorancia por orgullo, por raro que pueda sonar, se hace culpable la razón cuando concibe bajo el concepto único de sentimiento cualquier modificación de la conciencia que no pertenezca inmediatamente a su forma de representación, es decir, que no sea un concepto abstracto. Como hasta ahora su propio método no se le había aclarado mediante un profundo autoconocimiento, ha tenido que expiarlo con equívocos y confusiones en su propio terreno, ya que incluso ha establecido una facultad de sentir especial y construido teorías sobre ella.

Así pues, Schopenhauer quiere presentar a los "sentimientos" como algo que compite con la razón como fuente de conocimiento, y que la razón desdeña por orgullo. Esto es absurdo. No es más que una preparación para que, llegado el momento, pueda tomarse la licencia de decir, "sé que esto es cierto porque lo siento, aunque no pueda expresarlo con palabras ni razonarlo". Un sentimiento no es más que un estado mental y, como tal, no puede trascender de la propia mente, es decir, no puede garantizar ninguna verdad que haga referencia a algo que no sea que la propia mente se encuentra en un determinado estado. Otra cosa es que la mente pueda generar inconscientemente dicho sentimiento, no de forma caprichosa, sino a partir de datos abstractos almacenados en ella (recuerdos vagos de situaciones análogas) o a partir de razonamientos inconscientes de la misma naturaleza que los que tienen lugar cada vez que tenemos ciertas sensaciones e inmediatamente nos surge el pensamiento ¿o el sentimiento? de que lo que tenemos ante nosotros es concretamente una mesa. Desde un punto de vista psicológico podemos afirmar que nuestra mente razona inconscientemente siguiendo técnicas heurísticas que en general son muy eficientes, aunque no infalibles; desde un punto de vista trascendental sólo podemos decir que a nuestra conciencia acuden pensamientos que interpretan nuestras experiencias, desde niveles básicos como "estoy viendo una mesa", hasta niveles sofisticados como "aquí hay gato encerrado", pensamientos en los que podemos confiar moderadamente, sin perder de vista que en cualquier momento podemos vernos obligados a revisar cualquiera de ellos, excepcionalmente hasta los más básicos. En cualquier caso, no hay nada de místico en esto.

§ 12  En esta sección Schopenhauer aclara, por si aún pudieran quedar dudas, que su visión de la ciencia y del uso de la razón está totalmente distorsionado:

El saber, que según acabo de explicar tiene su opuesto contradictorio en el concepto de sentimiento, es, como se dijo, todo conocimiento abstracto, es decir, conocimiento racional. Pero dado que la razón no hace más que volver a presentar ante el conocimiento lo que antes se ha sentido de otro modo, no amplía verdaderamente nuestro conocer sino que simplemente le da otra forma. En efecto, lo que fue conocido intuitivamente, in concreto, lo da a conocer en abstracto y universalmente.

Esto es insostenible. Pensemos por ejemplo en la forma en que Kepler llegó a constatar que los planetas seguían órbitas elípticas. Tenía un montón de datos sobre posiciones planetarias a lo largo del tiempo, y su problema era buscar unas posibles órbitas cuya proyección sobre la esfera celeste coincidieran con sus datos. Hizo un montón de pruebas que no se correspondían, hasta que probó con elipses y los cálculos le dijeron que todo cuadraba. Eso no es conocimiento intuitivo. Kepler obtuvo el resultado a través de la razón, que, partiendo de unas hipótesis (un modelo de órbita) dedujo qué observaciones cabría esperar y los resultados de sus razonamientos (sus cálculos) mostraron que el modelo que había supuesto a priori describía correctamente la experiencia.

[...] Así, por ejemplo, el conocimiento de la relación de causa y efecto que posee el entendimiento es en sí mucho más perfecto, profundo y exhaustivo de lo que sobre ella se pueda pensar in abstracto: sólo el entendimiento conoce intuitiva, inmediata y perfectamente la forma de actuar de una palanca, una polea o una rueda dentada, el descanso de una bóveda sobre sí misma, etc.

No es cierto: nadie puede ser consciente al ver una bóveda de los requisitos que ha de cumplir para que sea estable. Éstos sólo pueden entenderse sobre el papel. Y nadie puede ver una palanca y deducir de ello la regla que relaciona los pesos y las longitudes. Esto se deduce racionalmente de analizar los resultados de diversos experimentos con palancas. Y no digamos si pensamos, por ejemplo, en una reacción química. Alguien que la vea producirse sólo tiene un conocimiento superficial de lo que ocurre ahí. Sólo después de hacer cálculos y razonamientos y llegar a la fórmula química de la reacción es cuando realmente uno entiende lo que ha sucedido. La expresión in abstracto de la reacción no es un resumen esquemático y superficial de la misma, sino todo lo contrario, es un análisis mucho más profundo que lo que pueda deducir de ella alguien que meramente la ve producirse.

[...] Del mismo modo, en la intuición pura conocemos perfectamente la esencia y legalidad de una parábola, una hipérbola o una espiral;

No es cierto. Nadie puede distinguir intuitivamente una parábola de otra curva que no sea una parábola pero se le parezca mucho. Sólo entiende lo que es una parábola quien conoce su definición teórica (racional), no intuitiva. Si estamos ante una curva, la única forma de poder asegurar que es una parábola es medir las posiciones de una muestra de puntos y comprobar si satisfacen la ecuación de una parábola. Y a lo mejor resulta que no es una parábola sino otro tipo de curva, en cuyo caso, será la razón y no la intuición la que nos lo revele. El desvarío va en aumento:

[...] Pero aquí sale a colación una peculiaridad de nuestra facultad de conocer que no se ha podido observar mientras no se ha hecho totalmente clara la distinción entre conocimiento intuitivo y abstracto. Se trata de ésta: que las relaciones espaciales no se pueden trasladar inmediatamente y como tales al conocimiento abstracto, sino que sólo son susceptibles de eso las magnitudes temporales, es decir, los números. Únicamente los números pueden ser expresados en conceptos abstractos que se corresponden exactamente con ellos, no así las magnitudes espaciales. El concepto «mil» tiene respecto del concepto «diez» exactamente la misma diferencia que poseen las dos magnitudes temporales en la intuición: con «mil» pensamos una determinada repetición de diez en la que podemos resolver a voluntad aquella cifra para la intuición en el tiempo, es decir, podemos contarla. Pero entre el concepto abstracto de una milla y el de un pie, al margen de cualquier representación intuitiva de ambos y sin recurrir a los números, no existe ninguna diferencia exacta que se corresponda con aquellas magnitudes. En ambas se piensa en general una simple magnitud espacial, y para diferenciarlas suficientemente hay que recurrir a la intuición espacial, o sea, abandonar el terreno del conocimiento abstracto, o pensar la diferencia en números.

Lo que dice, tomado estrictamente al pie de la letra, podría aceptarse como verdadero, aunque del todo irrelevante, pero las consecuencias que pretende extraer de aquí son deplorables:

Así que si se quiere tener un conocimiento abstracto de las relaciones espaciales, hay que traducidas primero a relaciones temporales, es decir, a números: por eso solamente la aritmética, y no la geometría, es una teoría general de las magnitudes, y la geometría ha de traducirse a aritmética si ha de tener carácter transmisible, exacta definición y aplicabilidad a la práctica.

No es cierto. La geometría puede traducirse a números (geometría analítica), pero es perfectamente posible en teoría desarrollar la geometría sintéticamente sin hacer un sólo dibujo en ningún momento. Otra cosa es que los dibujos ayuden a asimilar las pruebas más rápidamente, pero no son en absoluto necesarios para hacer transmitible la geometría.

Ciertamente, una relación espacial puede pensarse como tal también in abstracto, por ejemplo, «el seno aumenta en proporción al ángulo»; pero si se ha de indicar la medida de esa relación se necesitan números.

Pues claro, es que toda medida es un número. ¿Y qué? Ahora viene lo mejor:

Esa necesidad de que el espacio, con sus tres dimensiones, se traduzca en el tiempo, que sólo tiene una dimensión, si se quiere tener un conocimiento abstracto (es decir, un saber, no una mera intuición) de sus relaciones, esa necesidad es la que hace tan difícil la matemática. Eso se hace muy claro cuando comparamos la intuición de las curvas con el cálculo analítico de las mismas, o simplemente las tablas de los logaritmos de las funciones trigonométricas con la intuición de las relaciones variables de las partes del triángulo que aquellos expresan: lo que la intuición capta aquí de un vistazo, perfectamente y con manifiesta exactitud, a saber, cómo disminuye el coseno al aumentar el seno, cómo el coseno de un ángulo es el seno de otro, la relación inversa de la disminución y aumento de ambos ángulos, etc., ¡qué enorme entramado de números, qué fatigoso cálculo no se necesita para expresarlo in abstracto!

¡Schopenhauer pretende usar como argumento filosófico serio que sus entendederas tienen problemas para asimilar las matemáticas abstractas! No comprende que la ventaja principal de la geometría analítica es que simplifica los razonamientos geométricos y los cálculos geométricos (sin perjuicio de que, en algunas ocasiones, un ingenioso argumento sintético pueda ser más rápido y elegante, pero eso es la excepción y no la norma).

¡Cómo —podría decirse— no ha de atormentarse el tiempo con su dimensión única para reproducir el espacio con sus tres dimensiones!

Esto es una necedad (como todo lo anterior, en realidad). Que el espacio tenga tres dimensiones sólo se traduce en que para representar un punto hacen falta tres números. Eso no atormenta a nadie con capacidad para las matemáticas (lo cual, evidentemente, no incluye a Schopenhauer). Abrevio algunas falacias más según las cuales la intuición es superior a la razón, aunque no está de más mencionar alguna de ellas:

Igualmente perturbadora es también la aplicación de la razón en la comprensión de la fisonomía: también ésta ha de producirse inmediatamente por medio del entendimiento: se dice que la expresión, el significado de los rasgos, sólo se puede sentir, es decir, que no se adapta a los conceptos abstractos. Todo hombre tiene su inmediato conocimiento intuitivo de la fisonomía y la patonomía: pero unos conocen mejor que otros aquella signatura rerum. Pero no es factible enseñar ni aprender una ciencia de la fisonomía in abstracto; porque los matices son aquí tan sutiles que el concepto no puede descender hasta ellos; por eso el saber abstracto es a ellos lo que una imagen mosaica a un van der Werft o un Denner: al igual que, por muy fino que sea el mosaico, siempre permanecen los límites de las piedras y no es posible un tránsito continuado de una tinta a otra, también los conceptos con su fijeza y nítida delimitación, por muy finamente que se los divida con determinaciones próximas, son siempre incapaces de lograr las sutiles modificaciones de lo intuitivo, que es precisamente lo que importa en la fisonomía que se ha tomado aquí como ejemplo.

En pocas palabras, que es imposible hacer una foto digital y enviarla por correo electrónico, porque lo que llegará tras dicho proceso de conceptualización, será necesariamente un tosco mosaico. Si alguien pretende defender a Schopenhauer alegando que no conocía la fotografía digital, eso no es excusa. Debería tener claro que no puede hablar a priori de lo que puede o no puede hacer la razón. Esto vale en general, pero mucho más si se supone que está elaborando una teoría del conocimiento.

En resumen, se vuelve evidente que la filosofía de Schopenhauer está sesgada hacia la intuición en detrimento de la razón debido a que nuestro filósofo ni tiene la capacidad necesaria para usar la razón con eficiencia, ni para entender cómo la usan otros, a lo que hay que añadir que esto le pasa por completo inadvertido, pues, si no, no se atrevería a decir las cosas tan ridículas que dice.

§ 13  En esta sección Schopenhauer decide contarnos sus teorías sobre la risa y el sentido del humor, pero ya ha quedado claro que su especialidad no es precisamente la de idear teorías razonables.

§ 14  Aquí continúa teorizando sobre la ciencia según sus criterios surrealistas. La sección es un tanto extensa, y no merece la pena recorrerla con detalle, pues toda ella son disparates. Destacaremos los más sorprendentes:

[...] No puede existir ninguna verdad que tenga que deducirse ineludiblemente sólo mediante razonamientos, sino que la necesidad de fundarla en ellos es siempre relativa y hasta subjetiva. Puesto que todas las demostraciones son razonamientos, para una nueva verdad no hay que buscar en primer lugar una demostración sino una evidencia inmediata, y sólo mientras se carezca de ésta hay que formular la demostración provisionalmente.

¡Qué atrevida es la ignorancia!

[...] Por ejemplo, el aparente movimiento de los planetas es empíricamente conocido: tras muchas hipótesis falsas acerca de las relaciones espaciales de ese movimiento (órbita planetaria), por fin se descubrió la correcta, luego las leyes que sigue ese movimiento (las de Kepler), al final sus causas (gravitación universal); y el conocimiento empírico del acuerdo de todos los casos que se presentaban con las hipótesis y sus consecuencias, es decir, la inducción, otorgó a las hipótesis una completa certeza. El descubrimiento de la hipótesis era asunto del juicio, que captó correctamente el hecho dado y lo expresó en forma conveniente; pero la inducción, es decir, la intuición reiterada, confirmó su verdad. Mas ésta podría incluso fundamentarse inmediatamente, con una sola intuición empírica, si pudiéramos recorrer libremente el espacio del universo y poseyéramos ojos telescópicos. En consecuencia, los razonamientos no son aquí tampoco la fuente esencial y única del conocimiento, sino un simple recurso.

¡Claro que sí! Simplemente observando el movimiento de los planetas con suficiente perspectiva podríamos haber concluido que sus órbitas son precisamente elípticas (y no otras curvas parecidas) y que las velocidades de los planetas guardan con su distancia al Sol precisamente la proporción que marca la tercera ley de Kepler. No hace falta ningún cálculo ni ningún razonamiento. ¡Qué cosa más trivial es esto de la astronomía! También bastaría tener unos buenos ojos y un cuerpo resistente a temperaturas elevadas para saber cuál es la composición química del Sol. Lo de analizar el espectro solar y razonar la interpretación de las bandas de absorción es un mero rodeo.

§ 15  Esta sección está destinada a dejar fuera de toda duda que Schopenhauer no entiende a Euclides. Destacamos fragmentos:

[...] Euclides siguió este último camino para claro perjuicio de la ciencia. (¡!)

Despues de esta "perla", Schopenhauer tiene a bien explicarnos qué debería haber hecho Euclides:

Pues, por ejemplo, ya al comienzo debería mostrar de una vez por todas cómo en el triángulo los ángulos y los lados se determinan mutuamente y son razón y consecuencia unos de otros de acuerdo con la forma que tiene el principio de razón en el mero espacio y que ahí, como en todo, genera la necesidad de que una cosa sea como es porque otra distinta de ella es como es; sin embargo, en lugar de ofrecer una profunda comprensión de la esencia de él, formula algunos principios incoherentes y elegidos a voluntad acerca del triángulo, y ofrece una razón cognoscitiva lógica del mismo por medio de una laboriosa demostración lógica guiada conforme al principio de contradicción. En lugar de un conocimiento exhaustivo de esas relaciones espaciales, se obtienen únicamente algunos resultados de las mismas comunicados a voluntad; y así nos encontramos como alguien a quien se le hubieran mostrado los efectos de una máquina artificial pero ocultandole su conexión interna y sus mecanismos. Que lo que Euclides demostró es así hemos de admitirlo forzados por el principio de contradicción: pero de por qué es así, no nos enteramos.

Este pasaje será probablemente autobiográfico:

A menudo, como en el teorema de Pitágoras, se trazan líneas sin que se sepa por qué: posteriormente se muestra que eran lazos que se corren inesperadamente y capturan el asentimiento del estudioso, quien entonces ha de admitir sorprendido lo que en su conexión interna le sigue resultando incomprensible, tanto que puede estudiar a Euclides de principio a fin sin conseguir penetrar verdaderamente en las leyes de las relaciones espaciales, y en lugar de ello se limita a aprender de memoria algunos resultados de las mismas. Ese conocimiento realmente empírico y acientífico [...] Sin embargo, a nuestros ojos aquel método de Euclides en las matemáticas sólo puede aparecer como una magnífica equivocación. [...] hasta entonces no hemos podido comprender que el tratamiento lógico de la matemática que hace Euclides es una inútil precaución, [...]

Sin comentarios.

Para mejorar el método de la matemática se requiere prioritariamente abandonar el prejuicio de que la verdad demostrada tiene alguna ventaja sobre la conocida intuitivamente o que la verdad lógica, basada en el principio de contradicción, es preferible a la metafísica, que es inmediatamente evidente y a la cual pertenece también la intuición pura del tiempo.

Después pasa a divagar sobre otras ciencias y sobre la filosofía. No dice nada importante.

§ 16  La última sección del libro primero está dedicada a algunas generalidades sobre la ética. La omitimos también.

LIBRO SEGUNDO: EL MUNDO COMO VOLUNTAD
Primera consideración: La objetivación de la voluntad

§ 17 Schopenhauer empieza su segundo libro argumentando que cualquier descripción del mundo que pueda hacer la ciencia es necesariamente incompleta.

En el libro primero hemos considerado la representación solamente en cuanto tal, es decir, según su forma general. Ciertamente, por lo que respecta a la representación abstracta, el concepto, éste se nos dio a conocer también en su contenido en la medida en que recibe todo su contenido y significado exclusivamente de su relación con la representación intuitiva, sin la cual sería carente de valor y vacío.

Esto es capcioso. El concepto de átomo surge como medio de entender unas intuiciones (Kant diría, más precisamente, unos fenómenos), a saber, las reacciones químicas, y en este sentido recibe su contenido de la experiencia, pero no podemos intuir un átomo. No podemos afirmar estrictamente que esto contradiga el párrafo precedente, pero Schopenhauer tiende a insinuar que los conceptos meramente "resumen" la experiencia, y no puede decirse que el concepto de átomo resuma nada, sino más bien nos permite pensar la realidad de una forma más profunda de lo que nos lo permitiría la mera experimentación.

Así pues, al centramos plenamente en la representación intuitiva pretenderemos llegar a conocer también su contenido, sus determinaciones próximas y las formas que nos presenta. En especial nos importará obtener una explicación sobre su verdadero significado, sobre aquella significación suya que comúnmente es sólo sentida y en virtud de la cual esas imágenes no pasan ante nosotros como algo totalmente ajeno y trivial como por lo demás habría de ocurrir, sino que nos hablan inmediatamente, son comprendidas y cobran un interés que ocupa todo nuestro ser.

Ahora se ve más claramente que Schopenhauer está siendo capcioso. Su propósito es buscar la naturaleza última del mundo, y empieza diciendo que podemos centrarnos en la intuición porque los conceptos remiten a la intuición. Esto ya es claramente falso. Si la razón concluye que el mundo está hecho de átomos, para buscar qué es en el fondo un átomo no podemos buscar en la intuición, pues no tenemos intuición alguna de un átomo individual.

Dirigimos nuestra mirada a las matemáticas, la ciencia natural y la filosofía, de las que cada uno de nosotros puede esperar que le proporcione una parte de la deseada información. Pero en primer lugar encontramos la filosofía como un monstruo de muchas cabezas cada una de las cuales habla un lenguaje diferente. Es cierto que no todos estamos en desacuerdo sobre el punto aquí propuesto, el significado de aquella representación intuitiva: pues, con excepción de los escépticos y los idealistas, todos los demás hablan, bastante de acuerdo en lo fundamental, de un objeto que es el fundamento de la representación y que es diferente de ella en toda su existencia y esencia, pero se le asemeja en todas sus partes como un huevo a otro. Mas eso no nos sirve de ayuda: pues no somos capaces en absoluto de distinguir entre ese objeto y la representación sino que encontramos que ambos son una y la misma cosa, ya que todo objeto supone siempre y eternamente un sujeto, por lo que sigue siendo representación; como también hemos visto que el ser objeto pertenece a la forma más general de la representación, que es precisamente la descomposición en objeto y sujeto.

Es decir, que afirmar que nuestras representaciones mentales son réplicas de unas cosas-en-sí trascendentes no es satisfactorio. Según Schopenhauer no hay más objeto de conocimiento que nuestras representaciones y semejantes cosas-en-sí son quimeras.

Si ahora buscamos en la matemática el conocimiento cercano de aquella representación intuitiva que conocimos de forma meramente general, según su forma, sólo nos hablará de aquellas representaciones en la medida en que llenan el tiempo y el espacio, es decir, en cuanto son magnitudes. Nos indicará con suma exactitud el cuánto y cuán grande: pero dado que eso es siempre meramente relativo, es decir, una comparación de una representación con otra y solamente en aquella unilateral consideración a la magnitud, tampoco esa será la información que principalmente buscamos.

En resumen: que la matemática describe la forma de nuestras intuiciones, pero no dice nada sobre su contenido. Esto es cierto.

Si, por último, dirigimos la mirada al amplio dominio de la ciencia natural, dividido en muchas parcelas, podemos ante todo distinguir dos secciones principales en la misma. Ésta es, o bien descripción de formas, a la que denomino morfología, o bien explicación de los cambios, a la que llamo etiología. La primera considera las formas permanentes, la segunda la materia cambiante según las leyes de su tránsito de una forma a otra. La primera es lo que, aunque de manera impropia, se denomina historia natural en toda su extensión: en particular como botánica y zoología nos da a conocer las distintas formas orgánicas que permanecen bajo el incesante cambio de los individuos y están así firmemente definidas, formas que constituyen una gran parte del contenido de la representación intuitiva: ella las clasifica, las separa, las une, las ordena en sistemas naturales y artificiales, y las traduce en conceptos que hacen posible la visión de conjunto y el conocimiento de todas ellas. [...] Etiología propiamente dicha son todas las ramas de la ciencia natural cuyo tema fundamental es el conocimiento de la causa y el efecto: éstas enseñan cómo, según una indefectible regla, a un estado de la materia sigue necesariamente otro determinado; cómo un cambio concreto determina, condiciona y provoca necesariamente otro: esta demostración se llama explicación. Aquí encontramos principalmente la mecánica, la física, la química y la fisiología.

Sin embargo, ninguna de estas ciencias alcanza a descubrir qué es en esencia el mundo:

[...] La fuerza misma que se manifiesta, la esencia interior de los fenómenos que se presentan conforme a aquellas leyes, sigue siendo un eterno secreto para ella, algo totalmente extraño y desconocido tanto en el fenómeno más simple como en el más complejo. Pues, aun cuando la etiología hasta ahora ha logrado su fin con la máxima perfección en la mecánica y con la mínima en la fisiología, la fuerza en virtud de la cual una piedra cae al suelo o un cuerpo empuja a otro no nos resulta en su esencia menos extraña y misteriosa que aquella que provoca los movimientos y el crecimiento de un animal. La mecánica da por supuestas como insondables la materia, la gravedad, la impenetrabilidad, la transmisión del movimiento mediante el choque, la rigidez, etc., las denomina fuerzas naturales y a su manifestación necesaria y regular bajo ciertas condiciones, ley natural; y sólo después comienza su explicación, consistente en indicar con fidelidad y exactitud matemática cómo, dónde y cuándo se exterioriza cada fuerza, y reducir cada fenómeno que se le presenta a una de aquellas fuerzas. Eso mismo hacen la física, la química y la fisiología en su terreno, sólo que éstas suponen todavía más y ofrecen menos. En consecuencia, ni siquiera la más completa explicación etiológica de toda la naturaleza sería en realidad más que un índice de las fuerzas inexplicables y una indicación segura de la regla conforme a la cual sus fenómenos se presentan en el tiempo y el espacio, se suceden y dejan lugar unos a otros: pero tendría que dejar sin explicación la esencia interna de las fuerzas que así se manifiestan, ya que la ley que sigue no conduce hasta ella, y quedarse en el fenómeno y su orden.

Esto no es una tontería. Schopenhauer ha descrito un problema filosófico clásico, una limitación de la ciencia que los científicos no niegan. Las tonterías vendrán cuando intente resolverlo.

Mas lo que nos impulsa a investigar es precisamente que no nos basta con saber que tenemos representaciones, que son de esta y la otra manera y se relacionan conforme a estas y aquellas leyes, cuya expresión universal es el principio de razón. Queremos saber el significado de aquellas representaciones: preguntamos si este mundo no es nada más que representación, en cuyo caso tendría que pasar ante nosotros como un sueño inconsistente o un espejismo fantasmagórico sin merecer nuestra atención;

Lo que va después del "en cuyo caso" se lo podría haber ahorrado.

[...] o si es otra cosa, algo más, y qué es entonces. [...] Vemos ya aquí que desde fuera no se puede nunca acceder a la esencia de las cosas: por mucho que se investigue, no se consigue nada más que imágenes y nombres. Nos asemejamos a aquel que diera vueltas alrededor de un castillo buscando en vano la entrada y mientras tanto dibujara las fachadas. Y, sin embargo, ése es el camino que han recorrido todos los filósofos anteriores a mí.

¡Pero aquí llega él!

§ 18 Ahora empieza a recolectar las semillas capciosas que ha ido sembrando en el libro primero. Para empezar, la presunta "inmediatez" del cuerpo:

De hecho, el significado del mundo que se presenta ante mí simplemente como mi representación, o el tránsito desde él, en cuanto mera representación del sujeto cognoscente, hasta lo que además pueda ser, no podría nunca encontrarse si el investigador mismo no fuera nada más que el puro sujeto cognoscente (cabeza de ángel alada sin cuerpo). Pero él mismo tiene sus raíces en aquel mundo, se encuentra en él como individuo; es decir, su conocimiento, que es el soporte que condiciona todo el mundo como representación, está mediado por un cuerpo cuyas afecciones, según se mostró, constituyen para el entendimiento el punto de partida de la intuición de aquel mundo.

Se mostró falazmente, pues el punto de partida son las intuiciones en sí. El cuerpo se conoce a posteriori y considerarlo en punto de partida de la intuición es delicado. De hecho, es incongruente que acepte al cuerpo como punto de partida de la intuición y no acepte al cerebro como punto de partida del pensamiento y de la voluntad, cosa que tiraría abajo todas las conclusiones a las que pretende llegar.

Para el puro sujeto cognoscente ese cuerpo es en cuanto tal una representación como cualquier otra, un objeto entre objetos: sus movimientos y acciones no le son conocidos de forma distinta a como lo son los cambios de todos los demás objetos intuitivos, y le resultarían igual de ajenos e incomprensibles si su significado no le fuera descifrado de otra manera totalmente distinta. En otro caso, vería que su obrar se sigue de los motivos que se le presentan, con la constancia de una ley natural, exactamente igual que acontecen los cambios de los demás objetos a partir de causas, estímulos y motivos.

Recordemos que Schopenhauer distingue entre causas (que alguien me empuje es la causa de que me caiga), estímulos (que me llege luz a los ojos es el estímulo que hace que mi pupila se cierre) y motivos (que tenga sed es el motivo que me mueve a llevarme un vaso a la boca). Para él son de naturaleza distinta.

Pero no comprendería el influjo de los motivos mejor que la conexión entre todos los demás efectos que se le manifiestan y sus causas. Entonces a la esencia interna e incomprensible para él de aquellas manifestaciones y acciones de su cuerpo la denominaría, a discreción, una fuerza, una cualidad o un carácter, pero no tendría una mayor comprensión de ella. Mas las cosas no son así: antes bien, al sujeto del conocimiento que se manifiesta como individuo le es dada la palabra del enigma: y esa palabra reza voluntad. Esto, y sólo esto, le ofrece la clave de su propio fenómeno, le revela el significado, le muestra el mecanismo interno de su ser, de su obrar, de sus movimientos. Al sujeto del conocimiento, que por su identidad con el cuerpo aparece como individuo, ese cuerpo le es dado de dos formas completamente distintas: una vez como representación en la intuición del entendimiento, como objeto entre objetos y sometido a las leyes de éstos; pero a la vez, de una forma totalmente diferente, a saber, como lo inmediatamente conocido para cada cual y designado por la palabra voluntad. Todo verdadero acto de su voluntad es también inmediata e indefectiblemente un movimiento de su cuerpo: no puede querer realmente el acto sin percibir al mismo tiempo su aparición como movimiento del cuerpo. El acto de voluntad y la acción del cuerpo no son dos estados distintos conocidos objetivamente y vinculados por el nexo de la causalidad, no se hallan en la relación de causa y efecto, sino que son una y la misma cosa, sólo que dada de dos formas totalmente diferentes: de un lado, de forma totalmente inmediata y, de otro, en la intuición para el entendimiento.

Esto es cierto, pero no en el sentido en que él cree que es cierto. El movimiento del cuerpo es efecto de un cambio en el cerebro (esto es un matiz que Schopenhauer no tiene en cuenta aquí, pero que sin duda aceptaría), y es verdad que ese cambio en el cerebro y nuestra voluntad de mover el cuerpo no son uno causa y otro efecto, sino que ambos son la misma cosa intuida de dos formas distintas: externamente, a través de la intuición del movimiento del cuerpo e internamente, como un estado mental. Schopenhauer resume esto en esta frase:

La acción del cuerpo no es más que el acto de voluntad objetivado, es decir, introducido en la intuición.

Es una forma de decirlo muy forzada y muy capciosa. Podríamos considerarla aceptable, pero el problema es que, a partir de aquí, va a hablar de "objetivación de la voluntad" en un sentido mucho más general que no tiene más fundamento que esta expresión, que ya al caso concreto al que aquí se aplica resulta forzada:

De aquí en adelante se nos mostrará que lo mismo vale de todo movimiento del cuerpo, no sólo del que se efectúa por motivos sino también del movimiento involuntario que se produce por meros estímulos; e incluso que todo el cuerpo no es sino la voluntad objetivada, es decir, convertida en representación; todo ello se demostrará y hará claro al seguir adelante. Por lo tanto, el cuerpo, que en el libro anterior y en el tratado Sobre el principio de razón denominé el objeto inmediato conforme al punto de vista unilateral adoptado allí a propósito (el de la representación), lo denominaré aquí, desde otra consideración, la objetividad de la voluntad.

Con propiedad, debería decir a lo sumo que el cerebro es la objetividad de la voluntad, aunque es capcioso que diga esto y que no diga al mismo tiempo que es la objetividad de la intuición y del pensamiento. El tratar aparte a la voluntad es una completa arbitrariedad.

De ahí que se pueda también decir en un cierto sentido: la voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo, y el cuerpo el conocimiento a posteriori de la voluntad.

Lo que habría que decir, a lo sumo es: la mente (en su conjunto) es el conocimiento a priori del cerebro.

Las decisiones de la voluntad referentes al futuro son simples reflexiones de la razón acerca de lo que un día se querrá y no actos de voluntad propiamente dichos: sólo la ejecución marca la decisión, que hasta entonces sigue siendo una mera intención variable y no existe más que en la razón, in abstracto. Solamente en la reflexión difieren el querer y el obrar: en la realidad son una misma cosa. Todo acto de voluntad inmediato, verdadero y auténtico es enseguida e inmediatamente un manifiesto acto del cuerpo: y, en correspondencia con ello, toda acción sobre el cuerpo es enseguida e inmediatamente una acción sobre la voluntad: en cuanto tal se llama dolor cuando es contraria a la voluntad, y bienestar, placer, cuando es acorde a ella. Las gradaciones de ambos son muy distintas.

Éste es el origen de la confusión de Schopenhauer: él cree que la voluntad modifica el cuerpo, mientras que la intuición no. Si en lugar de hablar del cuerpo se centrara en el cerebro se daría cuenta de que, en función de lo que se sabe empíricamente del cerebro (que es en lo que él se basa) todas las modificaciones de la mente (sean voliciones o representaciones) se corresponden con modificaciones del cerebro. Schopenhauer no llamará acto de voluntad a imaginarse un unicornio, pero imaginarse un unicornio se corresponde con una modificación del cerebro exactamente igual que lo supone la decisión de mover un dedo.

Pero está totalmente equivocado quien denomina el dolor y el placer representaciones: no lo son en modo alguno, sino afecciones inmediatas de la voluntad en su fenómeno, el cuerpo: son un forzado y momentáneo querer o no querer la impresión que éste sufre. Sólo se pueden considerar inmediatamente como simples representaciones, y así excepciones a lo dicho, unas pocas impresiones sobre el cuerpo que no excitan la voluntad y sólo mediante las cuales el cuerpo es un objeto inmediato de conocimiento, ya que en cuanto intuición en el entendimiento es ya un objeto mediato igual que todos los demás. Me refiero aquí en concreto a las afecciones de los sentidos puramente objetivos: la vista, el oído y el tacto, aunque sólo en la medida en que esos órganos son afectados de la forma peculiar, específica y natural a ellos, forma que constituye una excitación tan sumamente débil de la elevada y específicamente modificada sensibilidad de esos órganos, que no afecta a la voluntad sino que, sin ser perturbada por ninguna excitación de ésta, se limita a proporcionar al entendimiento los datos de los que resulta la intuición.

Eso es hablar por hablar.

[...] Además, la identidad del cuerpo y la voluntad se muestra también, entre otras cosas, en que todo movimiento violento y desmesurado de la voluntad, es decir, todo afecto, sacude inmediatamente el cuerpo y su mecanismo interno, y perturba el curso de sus funciones vitales.

Esto es una bobada de argumento.

Finalmente, el conocimiento que tengo de mi voluntad, aunque inmediato, no es separable del conocimiento de mi cuerpo. Yo no conozco mi voluntad en su conjunto, como una unidad, no la conozco completamente en su esencia, sino exclusivamente en sus actos individuales, o sea, en el tiempo, que es la forma del fenómeno de mi cuerpo como de cualquier objeto: por eso el cuerpo es condición del conocimiento de mi voluntad. De ahí que no pueda representarme esa voluntad sin mi cuerpo.

Para dar sentido a esto hay que entender que querer contar hasta 10 y encontrarse la mente llena con los pensamientos 1, 2, 3, 4, etc. no es un acto de voluntad, porque si lo es, se trata de un acto de voluntad que podría ejercer incluso un sujeto sin cuerpo. Sin embargo, no hay ninguna diferencia esencial entre querer contar hasta 10 y querer mover un dedo.

En el tratado Sobre el principio de razón se ha presentado la voluntad o, más bien, el sujeto del querer, como una clase especial de representaciones u objetos: pero ya allí vimos que ese objeto coincide con el sujeto, es decir, que cesa de ser objeto: allá denominamos esa coincidencia el milagro κατ’εξοχην [por antonomasia]: todo el presente escrito es en cierto modo la explicación del mismo.

Para "entender" esto tendremos que consultar la obra aludida. Los pasajes siguientes pertenecen a La cuádruple raíz del principio de razón suficiente:

El sujeto del conocer no puede ser conocido, esto es, no puede ser objeto, representación, según queda demostrado;

Se refiere a que el yo-sujeto de conocimiento es, en lenguaje kantiano apercepción pura, es decir, estrictamente sujeto y nunca objeto de conocimiento. Yo sé que yo conozco, pero no tengo a priori ninguna información sobre qué soy yo como sujeto de conocimiento. Tengo información empírica de yo-objeto, lo que me dice si estoy alegre, si soy listo, si estoy de buen humor, etc., pero nada de eso dice nada sobre qué soy yo como sujeto.

[...] pero como nosotros tenemos, no sólo un conocimiento de nosotros mismos exterior (en la intuición sensitiva), sino también interior, y todo conocimiento, con arreglo a su esencia, supone un conocido y un cognoscente, así lo conocido en nosotros no será el cognoscente, sino el volente, el sujeto del querer, la voluntad.

Lo conocido en nosotros es lo que podemos llamar yo-empírico, al que podemos atribuir las voliciones al igual que los pensamientos, etc. Es el yo que podemos decir que conocemos en cuanto sabemos de él determinaciones empíricas como lo que piensa y lo que quiere.

Partiendo del conocimiento, se puede decir que la proposición «Yo conozco» es una proposición analítica; por el contrario, la proposición «Yo quiero» es una proposición sintética, y, por cierto, a posteriori, a saber, dada por la experiencia (aquí por experiencia interna, esto es, sólo en el tiempo). En este respecto, es para nosotros el sujeto del querer un objeto.

Sí, pero dicho así es capcioso (el preludio de un juego de palabras). Podemos decir que el yo-volente es el sujeto de las voliciones exactamente en el mismo sentido en que podemos decir que una rosa roja es el sujeto que posee la cualidad de ser rojo, o que un niño que corre es el sujeto que realiza la acción de correr, pero, desde un punto de vista trascendental, la rosa, el niño y mi yo-volente, son tres objetos de conocimiento, ninguno de los cuales puede ser considerado sujeto en el sentido trascendental en que lo soy yo como apercepción pura. Mis voliciones no son objetos de un yo-volente, sino que son objetos de yo-sujeto de conocimiento, y objetos en calidad de representaciones, de estados mentales, como las intuiciones y los pensamientos. No hay ninguna entidad especial a la que llamar yo-volente, sino que éste no es más que un aspecto de mi yo empírico, sin que sea sujeto en ningún sentido especial de la palabra. El que quiere, en sentido trascendental, es el que recibe mis voliciones igual que recibe mis pensamientos y mis intuiciones, es decir, el yo-cognoscente.

Si miramos dentro de nosotros mismos, nos vemos siempre queriendo.

Y siempre pensando, y siempre intuyendo...

[...] Pero la identidad del sujeto volente con el sujeto cognoscente, por medio de la cual (y, por cierto, necesariamente) la palabra «Yo» comprende y designa a ambos, es el nudo del mundo, y, por tanto, inexplicable, pues sólo podemos comprender las relaciones de los objetos, y, entre éstos, sólo pueden dos constituir uno cuando son partes de un todo. Por el contrario, allí donde se habla de sujeto, ya no son aplicables las reglas del conocimiento del objeto, y se nos da una identidad real, inmediata, del sujeto cognoscente con el objeto volente, esto es, del sujeto con el objeto. El que comprenda lo incomprensible de esta identidad la llamará conmigo el milagro κατ'εξοχην.

No hay tal identidad: hay un sujeto cognoscente (la apercepción pura en sentido kantiano) del que no podemos decir nada a priori sobre su naturaleza, que es sujeto de diversos estados mentales, que incluyen las intuiciones, los pensamientos y las voliciones (y no sería descabellado considerar a los dos últimos como clases particulares de las primeras). Las voliciones no tienen más sujeto que el sujeto que se las encuentra en su mente, igual que se encuentra sus propios pensamientos y sus propias intuiciones. No hay dos cosas distintas que identificar. No hay misterio alguno, por lo mentos en esto. Otra cosa es que alguien considere un misterio la existencia de un sujeto de conocimiento, pero es otra historia. Volvemos a El mundo como voluntad y representación:

La identidad de la voluntad y el cuerpo presentada aquí provisionalmente sólo puede demostrarse tal y como se ha hecho aquí —y, por cierto, por vez primera— y se seguirá haciendo en adelante cada vez más; es decir, solamente se la puede elevar desde la conciencia inmediata, desde el conocimiento in concreto, al saber de la razón, trasladándola al conocimiento in abstracto: en cambio, nunca puede ser demostrada según su naturaleza, es decir, no se la puede inferir como conocimiento mediato a partir de otro más inmediato, precisamente porque ella misma es lo más inmediato; y si no la concebimos y constatamos como tal, en vano esperaremos recuperada de manera mediata, en forma de conocimiento inferido.

Schopenhauer se obstina en presentar falsas diferencias entre la voluntad y la intuición. Pretende que la intuición se deriva de los sentidos, mientras que la voluntad es inmediata, pero desde un punto de vista trascendental la intuición es tan inmediata como la intuición, pues los órganos sensoriales los conocemos a posteriori a través de la intuición. Recíprocamente, si queremos insistir en que, desde un punto de vista empírico, la intuición se genera en los sentidos, entonces igualmente podremos decir que la voluntad se genera en el cerebro.

[La identidad de la voluntad y el cuerpo no es] la relación de una representación abstracta con otra representación o con la forma necesaria del representar intuitivo o el abstracto, sino que es la referencia de un juicio a la relación que una representación intuitiva, el cuerpo, tiene con aquello que no es representación, sino algo toto genere distinto de ésta: voluntad. Por eso quiero resaltar esa verdad sobre todas la demás y denominarla la verdad filosófica κατ’εξοχην.

Más en general, debería dar dicho nombre a la identidad de la mente y el cerebro. Otro punto es que la pueda calificar así de llanamente como "verdad", cuando muchos la cuestionarían. Pero Schopenhauer tiene la misma base empírica para decir que la voluntad (en la medida en que ésta afecta al cuerpo) se corresponde exactamente con los movimientos del cuerpo como para afirmar que los estados mentales se corresponden exactamente con estados cerebrales.

Se puede dar la vuelta a su expresión de diversas formas y decir: mi cuerpo y mi voluntad son lo mismo; o: lo que en cuanto representación intuitiva denomino mi cuerpo, en la medida en que se me hace consciente de una forma totalmente distinta y no comparable con ninguna otra, lo llamo mi voluntad; o: mi cuerpo es la objetividad de mi voluntad, o aparte de ser mi representación, mi cuerpo es también mi voluntad; etcétera.

O se puede decir más en general, que lo que en cuanto a representación intuitiva externa llamo mi cerebro, en la medida en que se me hace consciente internamente, lo llamo mi mente (aunque sería más exacto decir que mi mente es sólo una parte de mi cerebro, pues hay actividades cerebrales que no tienen correlato en la consciencia).

§ 19 Ahora va a introducir Schopenhauer lo más genuino y descabellado de su filosofía:

Si en el libro primero, con resistencia interna, consideramos el propio cuerpo, al igual que todos los demás objetos de este mundo intuitivo, como una mera representación del sujeto cognoscente, ahora se nos ha hecho claro lo que en la conciencia de cada uno distingue la representación del propio cuerpo de todas las demás, que en otros respectos son totalmente semejantes a ella, a saber: que el cuerpo se presenta además en la conciencia de otra forma toto genere distinta designada con la palabra voluntad, y que precisamente ese doble conocimiento que poseemos del propio cuerpo nos proporciona la explicación sobre él mismo, sobre su acción y su movimiento a partir de motivos como también sobre su padecimiento de los influjos externos; en una palabra, sobre aquello que es, no en cuanto representación sino también en sí; una explicación que no tenemos de forma inmediata respecto de la esencia, acción y pasión de todos los demás objetos reales.

El "en sí" en negrita es el preparativo de una enorme falacia. El conocimiento de nuestras voliciones no es el conocimiento de nada "en sí", pues nuestras voliciones son estados mentales como otros cualesquiera, como las intuiciones o los pensamientos. No menos falaz es lo de insistir en que la voluntad es de naturaleza diferente a toda representación. Es una afirmación arbitraria. La voluntad es un contenido mental exactamente igual que lo es un pensamiento.

El sujeto cognoscente es individuo precisamente en virtud de esa especial relación con un cuerpo que, considerado fuera de esta relación, no es más que una representación como todas las demás. Pero la relación por la que el sujeto cognoscente es individuo solamente se da entre él y una sola de entre todas sus representaciones; de ahí que ésta sea la única de la que él es consciente no sólo como representación sino a la vez de forma totalmente distinta: como voluntad.

Si consideramos esto como definición de individuo, sea, pero no está claro en qué sentido sería menos "individuo" un ser consciente que no tuviera cuerpo. ¿Y qué diría Schopenhauer si tuviera conciencia y capacidad de mover objetos a voluntad, pero sin recibir ninguna sensación a partir de ellos? ¿Diría que su cuerpo es todo el universo porque puede actuar sobre él o que no tiene cuerpo porque no lo siente? En el libro primero, la singularidad del cuerpo frente a las demás representaciones no la basaba en que el cuerpo se corresponda con la voluntad, sino en que el cuerpo proporciona las sensaciones de las que se obtienen las intuiciones. A partir de aquí empieza a sacar todo de quicio:

Mas si hacemos abstracción de aquella relación especial, de aquel conocimiento doble y totalmente heterogéneo de una y la misma cosa, entonces aquella unidad, el cuerpo, es una representación igual que todas las demás: y así el individuo cognoscente, para orientarse al respecto, o bien tiene que admitir que lo distintivo de aquella representación única consiste meramente en que sólo con ella se encuentra su conocimiento en esa doble relación, y sólo en ese objeto intuitivo único le es accesible la comprensión de dos maneras simultáneas, si bien eso no se puede interpretar por una diferencia de ese objeto respecto de todos los demás sino sólo por una diferencia entre la relación de su conocimiento con ese objeto y la que tiene con todos los demás; o bien ha de suponer que ese objeto único es esencialmente distinto de todos los demás, que sólo él es al mismo tiempo voluntad y representación mientras que los demás son mera representación, es decir, meros fantasmas; así que su cuerpo será el único individuo real del mundo, esto es, el único fenómeno de la voluntad y el único objeto inmediato del sujeto.

Así pues, mi cuerpo es real porque me obedece (y, aunque ahora ha decidido olvidarse de ello, porque lo siento), si no, sería un fantasma. Los demás cuerpos, aunque no me obedecen, podrían ser reales, con la condición de que obedezcan a otra voluntad:

Que los demás objetos considerados como meras representaciones son iguales a su cuerpo, es decir, al igual que este llenan el espacio (cuya existencia sólo es posible en cuanto representación) y también como él actúan en el espacio, se puede demostrar con certeza a partir de la ley de causalidad, que es segura a priori para las representaciones y no admite un efecto sin causa: pero, dejando aparte que desde el efecto sólo se puede inferir una causa en general y no una causa igual, con eso nos mantenemos en el ámbito de la mera representación, sólo para la cual rige la ley de causalidad y más allá de la cual ésta no nos puede nunca conducir. Mas la cuestión de si los objetos conocidos por el individuo como meras representaciones son al igual que su propio cuerpo fenómenos de su voluntad constituye, tal y como se declaró en el libro anterior, el verdadero sentido de la pregunta acerca de la realidad del mundo externo: su negación es el sentido del egoísmo teórico, que justamente así considera meros fantasmas todos los fenómenos excepto su propio individuo, al igual que el egoísmo práctico hace exactamente lo mismo en el terreno práctico, a saber: sólo considera la propia persona como realmente tal, mientras que todas las demás las ve y trata como simples fantasmas. El egoísmo teórico nunca se puede refutar con argumentaciones: sin embargo, dentro de la filosofía seguramente no se ha utilizado nunca más que como sofisma escéptico, es decir, por aparentar. En cambio, como convicción seria sólo podría encontrarse en el manicomio: en cuanto tal, contra él no se precisarían tanto demostraciones como cura. De ahí que no entremos más en él sino que lo consideremos únicamente como la última fortaleza del escepticismo, que es siempre polémico.

En resumen: los demás cuerpos también obedecen voluntades, porque sólo los locos piensan lo contrario. No es un argumento muy sólido, ni siquiera reforzado con el párrafo que sigue:

Así pues, nuestro conocimiento, que está siempre ligado a la individualidad y en ello precisamente tiene su limitación, lleva consigo que cada cual sólo pueda ser uno y, en cambio, pueda conocer todo lo demás, limitación esta que genera la necesidad de la filosofía; y así nosotros, que precisamente por eso aspiramos a ampliar los límites de nuestro conocimiento a través de la filosofía, consideraremos el argumento escéptico que aquí nos opone el egoísmo teórico como un pequeño reducto que es ciertamente inexpugnable pero cuya guarnición nunca puede salir de él, por lo que se puede pasar junto a él y darle la espalda sin peligro.

En suma: que no tenemos constancia de que los demás cuerpos también obedecen voluntades porque sólo tenemos un cuerpo, pero ahí está la filosofía para hacernos ver que no vamos a dejar de entender el mundo sólo porque no tengamos más que un cuerpo.

En consecuencia, el doble conocimiento que poseemos del ser y actuar de nuestro propio cuerpo, conocimiento que se ofrece de dos formas completamente heterogéneas y que aquí ha llegado a hacerse claro, lo emplearemos en adelante como una clave de la esencia de todo fenómeno de la naturaleza; y todos los objetos que no se ofrecen a la conciencia como nuestro propio cuerpo de esas dos maneras sino solamente como representación, los juzgaremos en analogía con aquel cuerpo; y supondremos que, así como por una parte aquellos son representación como él, y en ello semejantes a él, también por otra parte, si dejamos al margen su existencia como representación del sujeto, lo que queda ha de ser en su esencia íntima lo mismo que en nosotros llamamos voluntad. ¿Pues qué otra clase de existencia o realidad deberíamos atribuir al resto del mundo corpóreo? ¿De dónde habríamos de tomar los elementos con que componerlo? Fuera de la voluntad y la representación no conocemos ni podemos pensar nada. Si queremos atribuir la máxima realidad que conocemos al mundo corpóreo que no existe inmediatamente más que en nuestra representación, le otorgaremos la realidad que para cada cual tiene su cuerpo: pues él es para cada uno lo más real. Pero si analizamos la realidad de ese cuerpo y de sus acciones, aparte del hecho de que es nuestra representación no encontramos nada más que la voluntad: con ello se agota su realidad. De ahí que no podamos de ningún modo encontrar otra clase de realidad que adjudicar al mundo corpóreo. Así pues, si este ha de ser algo más que nuestra mera representación, hemos de decir que al margen de la representación, esto es, en sí y en su esencia más íntima, es aquello que en nosotros mismos descubrimos inmediatamente como voluntad.

Si algo hay que reconocer en Schopenhauer es su honestidad: Los filósofos, siguiendo a Descartes, siempre han pasado de decir cosas lúcidas a decir desparates a base de empezar a embarullarlo todo a partir del momento en que ya no se tienen argumentos para seguir razonando con claridad. Schopenhauer, en cambio, no duda en dejar bien claramente expuesto en un párrafo la debilidad de sus argumentos. El proceso es:

  1. Considero [capciosamente] que mi cuerpo es más real que el resto de mis representaciones porque se corresponde con mi voluntad.
  2. Supongo que mi cuerpo no va a ser diferente del resto de objetos que encuentro en el mundo, sino que todos tienen que ser igual de reales (y aquí no sólo hablamos de cuerpos humanos, sino también de piedras, etc.).
  3. Por consiguiente, concluyo que todos tienen que ser el correlato de una voluntad, porque no conozco otra clase realidad que poder atribuirles. Es como si me preguntan cuál es la capital de Francia y digo que tiene que ser Madrid porque no conozco otra capital. Es la que conozco, pues ésa será.

Eso sí, es muy importante entender que Schopenhauer no está "humanizando" el mundo:

Digo: en su esencia más íntima. Pero antes que nada hemos de llegar a conocer de cerca esa esencia de la voluntad, a fin de saber distinguirla de lo que no le pertenece a ella en sí misma sino ya a su fenómeno, el cual posee muchos grados: tales son, por ejemplo, el estar acompañado de conocimiento y el consiguiente determinarse por motivos; según veremos más adelante, eso no pertenece a su esencia sino sólo a su más claro fenómeno: el animal y el hombre. Por lo tanto, si digo: la fuerza que impulsa la piedra hacia la tierra es en esencia, en sí y fuera de toda representación, voluntad, esa frase no se interpretará como la descabellada opinión de que la piedra se mueve por un motivo conocido, ya que en el hombre la voluntad se manifiesta así. Pero lo expuesto hasta aquí provisionalmente y en general quisiéramos ahora demostrarlo y fundamentarlo con más detalle y claridad, desarrollándolo en toda su extensión.

Así pues, Schopenhauer se va a meter dentro de una piedra y nos va a explicar que la piedra es como el cuerpo de una voluntad que, aunque le demos ese nombre, es muy diferente a la voluntad humana. Dejaremos que se explique en los apartados siguientes, pero observemos que lo que pretende haber descubierto es que las cosas-en-sí  kantianas son voluntades, donde el sentido de esto queda en suspenso hasta que nos explique en qué consisten esas voluntades (queda advertido que la exposición hasta ahora es provisional), pero, para el caso de los seres humanos, en los que sí que sabemos en qué consiste nuestra voluntad, tenemos la respuesta completa: el sujeto de conocimiento, como cosa en sí, es voluntad. Kant esforzándose por demostrar que no podemos decir nada a priori sobre qué somos como númenos, y resulta que Schopenhauer, tras dar varios saltos acrobáticos en el vacío, tiene la respuesta. Aquí es donde la lápida de Kant se resquebraja.

§ 20 Empezamos aquí a analizar el concepto de voluntad en sentido amplio que acabamos de conocer. Empezamos analizando la voluntad humana y luego generalizaremos:

Como se dijo, la voluntad se manifiesta como el ser en sí del propio cuerpo, como aquello que ese cuerpo es además de ser objeto de la intuición o representación, ante todo en los movimientos voluntarios de ese cuerpo, en la medida en que éstos no son más que la visibilidad de los actos de voluntad individuales con los que aparecen inmediatamente y en total simultaneidad como idénticos a ellos y de los que sólo se distinguen por la forma de la cognoscibilidad en la que se han transformado, es decir, se han convertido en representación. Pero esos actos de la voluntad tienen todavía una razón fuera de sí, en los motivos. Sin embargo, éstos nunca determinan más que lo que yo quiero en este momento, en este lugar y bajo estas circunstancias, y no que yo quiero en general, ni qué quiero en general, es decir, la máxima que caracteriza el conjunto de mi querer. Por eso mi querer no puede explicarse en toda su esencia a partir de los motivos, sino que éstos determinan simplemente su exteriorización en un instante dado, son la simple ocasión en la que se muestra mi voluntad: ésta misma, en cambio, queda fuera del dominio de la ley de motivación: solamente su fenómeno en cada instante dado está determinado necesariamente por ella. Unicamente bajo el supuesto de mi carácter empírico es el motivo una razón explicativa suficiente de mi obrar: mas si hago abstracción de mi carácter y pregunto por qué quiero eso y no aquello, no hay respuesta posible, ya que sólo el fenómeno de la voluntad está sometido al principio de razón y no ella misma que, en esa medida, puede denominarse carente de razón. [...] Por ahora sólo he de hacer notar que la fundamentación de un fenómeno por otro, aquí del hecho por el motivo, no está reñida con que su ser en sí sea una voluntad carente ella misma de razón, ya que el principio de razón en todas sus formas es una mera forma del conocimiento, así que su validez sólo se extiende a la representación, al fenómeno, la visibilidad de la voluntad, y no a ésta misma que se hace visible.

Todo esto es una interpretación retorcida de algo mucho más simple: las causas de nuestra voluntad son externas, dependen de la parte de la actividad cerebral que no tiene un correlato consciente. Lo que sigue ya es absurdo sin salvación:

Si toda acción de mi cuerpo es fenómeno de un acto de voluntad en el que bajo motivos dados se expresa a su vez mi voluntad en general y en conjunto, o sea, mi carácter, también la condición imprescindible y el supuesto de aquella acción ha de ser fenómeno de la voluntad: pues su manifestarse no puede depender de algo que no exista inmediata y exclusivamente por ella, que sea meramente casual para ella, en cuyo caso su mismo manifestarse sería meramente casual: mas aquella condición es el cuerpo mismo. Así pues, éste tiene que ser ya fenómeno de la voluntad, y ha de ser a mi voluntad en su conjunto, es decir, a mi carácter inteligible cuyo fenómeno en el tiempo es mi carácter empírico, lo que la acción individual del cuerpo al acto individual de la voluntad. Así que todo el cuerpo no puede ser más que mi voluntad hecha visible, ha de ser mi voluntad misma en cuanto ésta constituye un objeto intuitivo, una representación de la primera clase.

¿Y por qué no mi cerebro? ¿Si me arrancan un brazo me están extirpando parte de mi voluntad? ¿O es que ésta se apretuja en el resto de mi cuerpo?

Como confirmación de esto se ha alegado ya que toda acción sobre mi cuerpo afecta enseguida e inmediatamente también a mi voluntad y en ese sentido se llama dolor o placer, en los grados inferiores sensación agradable o desagradable; y también que, a la inversa, todo movimiento violento de la voluntad, o sea, todo afecto y pasión, sacude el cuerpo y perturba el curso de sus funciones.

¿Y si me anestesian el cuerpo? Es absurdo.

Ciertamente, es posible, aunque de forma muy imperfecta, dar una explicación etiológica del surgimiento de mi cuerpo, y algo mejor de su desarrollo y conservación: eso es precisamente la fisiología; pero ésta explica su tema exactamente igual como los motivos explican la acción. Por eso, así como la fundamentación de la acción individual por el motivo y su ocurrencia necesaria a partir de él no está reñida con el hecho de que la acción en general y en su esencia sea un simple fenómeno de una voluntad en sí carente de razón, tampoco la explicación fisiológica de las acciones corporales perjudica la verdad filosófica de que toda la existencia de ese cuerpo y toda la serie de sus funciones es sólo la objetivación de aquella voluntad que se manifiesta en las acciones exteriores del mismo cuerpo conforme a motivos.

Esto es pura palabrería al viejo estilo.

Pero la fisiología intenta reducir a causas orgánicas incluso esas acciones exteriores, los movimientos voluntarios inmediatos; por ejemplo, pretende explicar el movimiento del músculo por una afluencia de jugos «como la contracción de una cuerda que se moja», dice Reil en su Archivo de fisiología, vol. 6, p. 153): pero suponiendo que se llegara realmente a una explicación profunda de esa clase, ello no aboliría nunca la verdad inmediatamente cierta de que todo movimiento voluntario (functiones animales) es fenómeno de un acto de voluntad. Tampoco la explicación fisiológica de la vida vegetativa (functiones naturales, vitales), por mucho que progrese, puede suprimir la verdad de que toda esa vida animal que así evoluciona es ella misma un fenómeno de la voluntad. En general, como antes se expuso, ninguna explicación etiológica puede indicar más que la posición necesariamente determinada en el tiempo y el espacio de un fenómeno individual, su irrupción necesaria en ellos conforme a una regla fija: en cambio, la esencia interna de cada fenómeno permanece siempre insondable por esa vía, y toda explicación etiológica la supone y se limita a designarla con el nombre de fuerza o ley natural, o bien, cuando se trata de acciones, con el de carácter o voluntad.

Ya, pero la ciencia sí que puede invalidar las interpretaciones sui generis que Schopenhauer ha usado a la ligera para proponer (que no justificar, porque no ha justificado nada, sólo ha dicho que los objetos tienen que ser voluntades porque no se le ocurre qué otra cosa podrían ser) su teoría surrealista. Y si a alguien no le parece surrealista es porque no ha leído esto:

[...] Por eso las partes del cuerpo han de corresponder plenamente a los deseos fundamentales por los que se manifiesta la voluntad, han de ser la expresión visible de la misma: los dientes, la garganta y el conducto intestinal son el hambre objetivada; los genitales, el instinto sexual objetivado; las manos que asen, los pies veloces, corresponden al afán ya más mediato de la voluntad que representan.

¿Y si se me cae un diente, éste sigue siendo mi hambre objetivada, o ya no? ¿Y una escultura en marfil sigue siendo el hambre objetivada de un elefante o ya no?

§ 21 Hasta aquí ha hablado de la voluntad en el hombre, y ahora extrapola:

Si por medio de todas estas consideraciones ha llegado a hacerse también abstracto, y con ello claro y seguro, el conocimiento que cada cual posee in concreto de forma inmediata, es decir, como sentimiento: que el ser en sí de su propio fenómeno, que en cuanto representación se le presenta tanto a través de sus acciones como a través del sustrato permanente de las mismas, su cuerpo, es su voluntad; [...]

Sabemos que somos voluntad porque lo sentimos. Pero ya advertíamos en su momento, en previsión de falacias como ésta, que un sentimiento no es garantía de verdad de nada que no sea el hecho de que la mente lo posee.

[...] que ésta constituye lo más inmediato de su conciencia pero en cuanto tal no está introducida totalmente en la forma de la representación en la que se enfrentan el sujeto y el objeto, sino que se manifiesta de una forma inmediata en la que el sujeto y el objeto no se diferencian con total claridad, aunque al individuo no le resulta reconocible en su totalidad sino sólo en sus actos individuales: a aquel que, como digo, haya alcanzado conmigo esa convicción,

convicción, sentimiento... todo muy místico. Y ahora el gran salto al vacío:

[...] ésta se le convertirá por sí misma en la clave para el conocimiento de la esencia íntima de toda la naturaleza, al transferirla a todos aquellos fenómenos que no le son dados, como el suyo propio, en un conocimiento inmediato unido al mediato, sino solamente en el último, o sea, de forma meramente parcial, solamente como representación. No sólo reconocerá aquella misma voluntad como esencia íntima de los fenómenos totalmente análogos al suyo —los hombres y los animales—, sino que la reflexión mantenida le llevará a conocer que la fuerza que florece y vegeta en las plantas, aquella por la que cristaliza el cristal, la que dirige al imán hacia el Polo Norte, la que ve descargarse al contacto de metales heterogéneos, la que en las afinidades electivas se manifiesta como atracción y repulsión, separación y unión, e incluso la gravedad que tan poderosamente actúa en toda la materia atrayendo la piedra hacia la Tierra y la Tierra hacia el Sol, todo eso es diferente sólo en el fenómeno pero en su esencia íntima es una misma cosa: aquello que él conoce inmediata e íntimamente, y mejor que todo lo demás; aquello que, allá donde se destaca con mayor claridad, se llama voluntad. Sólo la aplicación de esa reflexión puede hacer que no nos quedemos en el fenómeno, sino que accedamos a la cosa en sí. Fenómeno significa representación y nada más: toda representación de cualquier clase, todo objeto, es fenómeno. Cosa en sí lo es únicamente la voluntad: en cuanto tal, no es en absoluto representación, sino algo toto genere diferente de ella: es aquello de lo que toda representación, todo objeto, es fenómeno, visibilidad, objetividad. Es lo más íntimo, el núcleo de todo lo individual y también de la totalidad: se manifiesta en toda fuerza natural que actúa ciegamente, como también en el obrar reflexivo del hombre; pues la gran diferencia entre ambos sólo afecta al grado de la manifestación y no a la esencia de lo que se manifiesta.

La tumba de Kant ya está hecha gravilla. ¿Qué está afirmando realmente Schopenhauer? ¿Aporta algo decir que la gravedad y la electricidad son ambos voluntad?, ¿aporta algo darles ese nombre común? Partíamos de que no sabíamos qué son en el fondo las fuerzas de la naturaleza, pero ¿hemos resuelto algo llamándolas voluntad? ¿Ahora ya sabemos lo que son? ¿Hay alguna diferencia entre que Kant hable de unas cosas-en-sí completamente desconocidas y que Schopenhauer las llame voluntad? La única diferencia significativa es que con ello Schopenhauer está afirmando que nuestra voluntad es una cosa en sí, lo cual lo deduce de su mera decisión de considerar que la voluntad no es una representación, mientras que un pensamiento sí que lo es, cuando no hay nada que justifique que recordar un poema sea algo trascendentalmente distinto de mover un dedo. En un caso tiene un correlato empírico que es la alteración de unas neuronas del cerebro, y el el otro caso tiene un correlato empírico que es la alteración de otras neuronas que a su vez desencadenan un proceso fisiológico que mueve el dedo.

§ 22 Ahora entra en un círculo vicioso:

Esa cosa en sí (quisiéramos mantener la expresión kantiana como fórmula consolidada) que en cuanto tal no es nunca objeto precisamente porque todo objeto es ya su mero fenómeno y no ella misma, para que pudiera ser pensada objetivamente tenía que tomar el nombre y concepto de un objeto, de algo que de alguna forma estuviera objetivamente dado, y por lo tanto de uno de sus fenómenos: mas ese fenómeno que sirviera de punto de partida de la comprensión no podía ser sino el más perfecto de todos, es decir, el más claro, el más desarrollado e iluminado inmediatamente por el conocimiento: y tal es precisamente la voluntad del hombre.

Al principio el hecho de que la voluntad no era objeto de ningún sujeto era algo cogido con pinzas, pero, ahora que ya hemos dado el salto al vacío, ya podemos decir que no es objeto porque todo objeto es voluntad.

No obstante, hay que observar que aquí sólo utilizamos una denominatio a potiori con la que el concepto de voluntad recibe una extensión mayor de la que tenía hasta ahora.

Quiere decir que nombra esta voluntad en sentido amplio que nadie conocía antes de que Schopenhauer nos la revelara con el nombre que se le da a su manifestación más importante, que es la voluntad humana.

Pero hasta ahora no se había conocido la identidad de la esencia de todas las fuerzas que se agitan y actúan en la naturaleza con la voluntad, y de ahí que los variados fenómenos, que sólo son especies distintas del mismo género, no hubieran sido considerados como tales sino como heterogéneos: por esa razón no podía tampoco existir ninguna palabra para designar el concepto de ese género. Por eso yo designo el género según la especie superior, cuyo conocimiento inmediato y más cercano a nosotros conduce al conocimiento mediato de todas las demás. En consecuencia, se hallaría en un permanente error quien no fuera capaz de llevar a término la ampliación del concepto aquí requerida y con la palabra voluntad pretendiera seguir entendiendo la especie única designada hasta el momento, la que está guiada por el conocimiento y se manifiesta exclusivamente por motivos o incluso sólo por motivos abstractos, o sea, bajo la dirección de la razón; ése, como se ha dicho, es sólo el más claro fenómeno de la voluntad. Tenemos que distinguir netamente en nuestro pensamiento la esencia íntima de ese fenómeno que nos es inmediatamente conocida y luego transferirla a todos los fenómenos más débiles y confusos de la misma esencia, con lo que llevaremos a cabo la requerida ampliación del concepto de la voluntad. Me comprendería mal en sentido opuesto quien acaso pensara que es en último término indiferente designar aquel ser en sí de todos los fenómenos con la palabra voluntad o con cualquier otra. Así sería en el caso de que aquella cosa en sí fuera algo cuya existencia nos hubiéramos limitado a inferir y la conociéramos de forma meramente mediata e in abstracto: entonces, desde luego, se la podría llamar como se quisiera: el nombre sería un simple signo de una magnitud desconocida. Pero la palabra voluntad, que como una fórmula mágica nos ha de hacer patente la esencia íntima de todas las cosas en la naturaleza, no designa en absoluto una magnitud desconocida, un algo alcanzado mediante razonamientos, sino algo inmediatamente conocido, tan conocido que sabemos y entendemos mejor qué es la voluntad que cualquier otra cosa de la clase que sea.

Hemos transcrito estos últimos párrafos porque los que defienden a Schopenhauer dicen que se le entiende mal porque se cree que está atribuyendo voluntad en el sentido humano a todos los objetos, pero que en realidad esto es un equívoco, porque él llama voluntad a algo más amplio. Éstos son los párrafos en los que lo aclara, y ahí queda la constancia de ello, pero, aun teniendo esto en cuenta, la teoría de Schopenhauer no deja de ser un sinsentido. Sólo por pinchar un poco: ¿Debemos entender que cada partícula integrante del cuerpo humano es la objetivación de una voluntad, y que luego hay otra voluntad que se objetiva en el complejo formado por todas ellas? Si me cortan un brazo, ¿pasa a haber dos voluntades objetivadas distintas donde antes sólo había una? Lo que sigue a partir de aquí ya es casi pura escolástica. No merece la pena seguir con detalle las disquisiciones de Schopenhauer sobre la voluntad, pues se basan una y otra vez en los mismos argumentos capciosos.

§ 23 Resumimos este apartado por el mismo motivo que acabamos de indicar. Destacamos, no obstante, algunas aberraciones lógicas. En principio, podría pensarse que Schopenhauer presenta su doctrina sobre la voluntad como una teoría metafísica que, a costa de estropear un poco la tumba de Kant, ha logrado "justificar", pero, no, él pretende relacionarla con hechos empíricos:

El ave de un año no tiene ninguna representación de los huevos para los que construye un nido, ni la araña joven de la presa para la que teje su tela, ni la hormiga león de las hormigas para las que excava un foso por primera vez; la larva del ciervo volante practica un agujero en la madera donde quiere sufrir su metamorfosis, agujero que es el doble de grande cuando va a ser un escarabajo macho que cuando va a ser hembra, en el primer caso a fin de tener sitio para los cuernos de los que no tiene representación alguna. En tal actuar de esos animales la actividad de la voluntad es tan manifiesta como en sus restantes actuaciones; pero se trata de una actividad ciega, acompañada de conocimiento pero no dirigida por él. Una vez que alcancemos a ver que la representación en cuanto motivo no es ninguna condición necesaria ni esencial de la actividad de la voluntad, reconoceremos su acción más fácilmente en casos donde es menos patente; y entonces, por ejemplo, no atribuiremos la concha del caracol a una voluntad ajena a él pero guiada por el conocimiento, como no consideramos que la casa que nosotros mismos construimos llegue a existir por otra voluntad que la nuestra; sino que sabremos que las dos moradas son obra de la voluntad que se objetiva en ambos fenómenos y que en nosotros actúa por motivos mientras que en el caracol lo hace ciegamente, como instinto constructivo dirigido hacia fuera.

Lo insostenible de párrafos como éste, más allá de las tonterías que contienen, es que con ellos Schopenhauer dice implícitamente que su teoría no tiene cabida únicamente en los libros de filosofía, sino que sería de mención obligada en cualquier libro de biología: nadie puede entender el comportamiento de los animales sin su teoría de la voluntad.

También en nosotros la voluntad actúa ciegamente de muchas maneras: en todas las funciones de nuestro cuerpo que no están dirigidas por ningún conocimiento, en todos sus procesos vitales y vegetativos: la digestión, la corriente sanguínea, la secreción, el crecimiento, la reproducción. No sólo las acciones del cuerpo sino también este mismo es, como antes se mostró, fenómeno de la voluntad, voluntad objetivada, voluntad concreta: todo lo que en él sucede tiene que suceder por voluntad, si bien esa voluntad no está aquí guiada por el conocimiento, no se determina por motivos sino que actúa ciegamente por causas que en este caso se denominan estímulos.

Queremos entender que aquí Schopenhauer se considera legitimado a llamar voluntad a todos estos procesos sólo en virtud de la extensión que ha hecho del concepto, pero que esta voluntad es como la que supone en las piedras, es decir, no es la que nosotros percibimos "íntimamente", como él dice. A continuación un ejemplo más de la deformada concepción de la ciencia que tiene Schopenhauer:

Llamo causa en el sentido más estricto de la palabra a aquel estado de la materia que, al provocar otro con necesidad, sufre él mismo un cambio de la misma magnitud que el que causa, lo cual se expresa con la regla «acción y reacción son iguales». Además, en la causa propiamente dicha, la acción crece en proporción exacta con la causa y, por lo tanto, también la reacción; de manera que, una vez conocido el modo de acción, a partir del grado de intensidad de la causa se puede medir y calcular el grado del efecto, y viceversa. Tales causas en sentido propio actúan en todos los fenómenos de la mecánica, la química, etc., en suma, en todos los cambios de los cuerpos inorgánicos. En cambio, llamo estímulo aquella causa que no sufre ninguna reacción adecuada a su acción y cuyo grado de intensidad no es paralelo al del efecto, el cual no puede así calcularse conforme a él: antes bien, un pequeño incremento del estímulo puede ocasionar un gran aumento del efecto o también, a la inversa, suprimir totalmente el efecto anterior. De esa clase es toda acción sobre los cuerpos orgánicos en cuanto tales: así pues, todos los cambios orgánicos y vegetativos del cuerpo animal se producen por estímulos y no por meras causas.

Según esto, cuando apretamos el botón de un timbre no causamos un sonido, sino que lo estimulamos, porque por apretar el doble de fuerte no sonará el doble de intenso. O, a la inversa, Schopenhauer está diciendo que las reacciones de un animal a un estímulo no pueden explicarse causalmente. Por otra parte, además de las causas y los estímulos, Schopenhauer considera los motivos, que son actos en los que la voluntad interviene en virtud de una representación, y da ejemplos:

[...] la ascensión de la savia en las plantas se produce por estímulos y no se puede explicar por meras causas: ni por las leyes de la hidráulica ni por los tubos capilares; sin embargo, está apoyada por ellas y se halla muy próxima al cambio puramente causal. En cambio, los movimientos del Hedysarum gyrans y de la Mimosa pudica, aunque se producen aún por simples estímulos, son ya muy semejantes a los que resultan de motivos y parece que quieren ya realizar el tránsito a éstos. La contracción de la pupila al aumentar la luz se produce por estímulos pero se convierte en un movimiento por motivos; pues se produce porque la luz demasiado intensa afectaría dolorosamente a la retina y, para evitarlo, contraemos la pupila.

Así pues, pretende que su distinción metafísica entre causas, estímulos y motivos se aplique a la comprensión de la fisiología, a la vez que insinúa que un motivo nunca podrá reducirse a estímulos ni éstos a causas. Él, en su manifiesta ignorancia en cuestiones científicas, está en condiciones de determinar desde su sillón qué podrá y qué no podrá explicar alguna vez la ciencia. A continuación un poco de romanticismo:

Cuando los examinamos con mirada inquisitiva, cuando contemplamos el poderoso e incontenible afán con el que las aguas se precipitan a las profundidades y el magneto se vuelve una y otra vez hacia el Polo Norte, el ansia con que el hierro corre hacia aquel, la violencia con que los polos eléctricos aspiran a reunirse y que, exactamente igual que los deseos humanos, se acrecienta con los obstáculos; cuando vemos formarse el cristal rápida y repentinamente, con una regularidad de formas tal que claramente se trata de un esfuerzo en diferentes direcciones plenamente decidido, exactamente determinado y que queda dominado y retenido por la solidificación; cuando observamos la selección con que los cuerpos puestos en libertad por el estado de fluidez y liberados de los lazos de la solidez se buscan y se rehúyen, se unen y se separan; cuando, por último, sentimos de forma totalmente inmediata cómo una carga cuyo afán en dirección a la masa terrestre paraliza nuestro cuerpo, ejerce una incesante presión sobre él y lo empuja persiguiendo su única aspiración: entonces no nos costará ningún esfuerzo de imaginación reconocer incluso a tan gran distancia nuestra propia esencia, aquel mismo ser que en nosotros persigue sus fines a la luz del conocimiento pero aquí, en el más débil de sus fenómenos, solamente se agita de forma ciega, sorda, unilateral e inmutable; pero, porque en todos los casos es una y la misma cosa —igual que el primer crepúsculo del amanecer comparte con los rayos del mediodía el nombre de luz solar—, también aquí como allá ha de llevar el nombre voluntad, que designa aquello que constituye el ser en sí de todas las cosas del mundo y el núcleo único de todos los fenómenos.

Leyendo pasajes como éste, cuesta sostener que Schopenhauer no está humanizando la naturaleza. Pero, si él lo dice... será que lo entendemos mal.

§ 24 Ya hemos comentado cómo Schopenhauer pretende dar lecciones a la ciencia con su doctrina. Esto lo hace explícito en este apartado, en el que se autodestruye definitivamente sin ningún rubor:

Sin embargo, en todas las épocas una etiología desconocedora de su fin se ha afanado en reducir toda vida orgánica a quimismo o electricidad, a su vez todo quimismo, es decir, cualidad, a mecanismo (acción por la forma de los átomos), y este a su vez en parte al objeto de la foronomía —es decir, tiempo y espacio unidos para hacer posible el movimiento— y en parte al de la simple geometría, es decir, la posición en el espacio (más o menos como cuando, con razón, se calcula la disminución de un efecto según el cuadrado de la distancia y se construye la teoría de la palanca de forma puramente geométrica): por último, la geometría se puede resolver en aritmética que, debido a la unidad de la dimensión, es la forma del principio de razón más comprensible, más abarcable y que más a fondo se puede investigar. Ejemplos del método señalado aquí en general son: los átomos de Demócrito, el torbellino de Descartes, la física mecánica de Lesage, que, hacia finales del siglo pasado, intentó explicar mecánicamente, por el choque y la presión, tanto las afinidades químicas como la gravitación, tal y como puede apreciarse con más detalle a partir del Lucrèce Neutonien; también Reil tiende a eso al considerar la forma y la mezcla como causa de la vida animal: plenamente de esta clase es, por último, el grosero materialismo, desenterrado precisamente ahora, en la mitad del siglo XIX, y que por ignorancia se las da de original: bajo la estúpida negación de la fuerza vital, primero explica los fenómenos de la vida a partir de fuerzas físicas y químicas, y a su vez hace surgir éstas de la acción mecánica de la materia, de la posición, forma y movimiento de unos átomos imaginarios; y así pretende reducir todas las fuerzas de la naturaleza a acción y reacción, que son su «Cosa en sí». Conforme a ello, incluso la luz es la vibración mecánica o la ondulación de un éter imaginario y postulado para ese fin que al llegar a la retina hace un redoble de tambor en ella donde, por ejemplo, 483 billones de redobles de tambor por segundo dan el rojo, 727 billones el violeta, etc.: los ciegos al color serían entonces los que no son capaces de contar los redobles de tambor: ¿no es verdad? Tales teorías groseras, mecánicas, democriteas, burdas y verdaderamente prominentes son dignas de la gente que, cincuenta años después de aparecer la teoría de los colores de Goethe, todavía cree en las luces homogéneas de Newton y no se avergüenza de decirlo.

La teoría de los colores de Goethe es una teoría tan surrealista como la filosofía de Schopenhauer, basada en el mero observar atentamente la luz pasando por un prisma y fantaseando al respecto, sin ninguna clase de experimentación. Obviamente, ningún científico se la tomó en serio. Entre otras "lindezas", Goethe afirmaba que la oscuridad no es la ausencia de luz, y que la luz blanca no contiene los colores, sino que éstos los genera el prisma, así como que todos los colores se producen por combinaciones de azul y amarillo.

Ya se enterarán de que lo que se perdona al niño (Demócrito) no se le perdonará al hombre. Podrían incluso terminar alguna vez por avergonzarse: pero entonces cada uno sale a hurtadillas y hace como si no hubiera estado allí. Pronto volveremos a referirnos a esa falsa reducción de las fuerzas naturales originarias unas a otras: de momento es suficiente. Suponiendo que eso fuera posible, todo sería explicado e investigado, y hasta reducido a un ejemplo de cálculo que luego sería el sancta sanctorum en el templo de la sabiduría al que al final habría conducido felizmente el principio de razón. Pero todo el contenido del fenómeno habría desaparecido y quedaría la mera forma: aquello que ahí se manifiesta quedaría reducido a cómo se manifiesta y ese cómo sería lo cognoscible también a priori, luego totalmente dependiente del sujeto, por lo tanto solamente para él, y por consiguiente mero fantasma, representación y forma de la representación en todos los respectos: no se podría preguntar por una cosa en sí.

En definitiva, la ciencia no puede progresar hasta ese punto, porque entonces lo explicaría todo y no habría cabida para las explicaciones místicas de Schopenhauer. Casi está diciendo: la ciencia no puede progresar tanto porque entonces yo estaría equivocado. En realidad es lo que dice en el párrafo siguiente, sólo que, en vez de decir, "yo estaría equivocado", lo dice de una forma más espantosa: "Fichte tendría razón":

Suponiendo que eso fuera posible, el mundo entero se deduciría del sujeto y el resultado sería de hecho el que Fichte con sus patrañas pretendió aparentar. Pero no es posible. De aquella forma se han creado fantasías, sofismas y castillos en el aire, pero no ciencia.

Huelga decir que Ficthe no tendría razón por que la ciencia pueda reducir los fenómenos biológicos a fenómenos físicos. Para tener razón Fichte tendría que decir cosas con significado, susceptibles entonces de ser consideradas verdaderas.

Se ha conseguido, y en esa medida hubo un verdadero progreso, reducir los muchos y variados fenómenos naturales a una única fuerza originaria: fuerzas y cualidades que al principio se consideraban distintas han sido derivadas unas de otras (por ejemplo, el magnetismo de la electricidad) y así ha disminuido su número: la etiología logrará su objetivo cuando haya conocido y establecido todas las fuerzas originarias de la naturaleza, y haya fijado sus modos de acción, es decir, la regla según la cual, al hilo de la causalidad, aparecen sus fenómenos en el tiempo y el espacio, y sus posiciones se determinan entre sí: pero siempre quedarán fuerzas originarias, siempre permanecerá, como un residuo insoluble, un contenido del fenómeno que no se puede reducir a su forma ni puede así ser explicado por otra cosa según el principio de razón. Pues en cada cosa de la naturaleza hay algo de lo que no puede darse razón, de lo que no existe explicación posible ni se puede buscar una causa ulterior: se trata de la forma específica de su acción, es decir, la forma de su existencia, su esencia. Ciertamente, para toda acción individual de la cosa se puede demostrar una causa de la que se infiere que tuviera que actuar precisamente ahora, precisamente aquí: pero de que actúe en general y precisamente así, nunca. Si no tiene otras propiedades, si es una mota de polvo solar, aquel «algo» insondable se muestra al menos como gravedad e impenetrabilidad:

Al leer esto uno espera a cada momento la conclusión de que Dios existe, pero no. En serio: ahora está haciendo muchas concesiones. Al principio se escandalizaba de la posibilidad de que la ciencia redujera lo biológico a lo físico, ahora parece conformarse con que no pueda dar explicaciones de las últimas fuerzas físicas. Pero enseguida recapacita vuelve a la carga:

[...] mas eso [el último reducto de la explicación física, como la gravedad], afirmo yo, es a ella [a cada acción individual] lo que al hombre su voluntad y, [la gravedad] como ésta [ese reducto], en su esencia interna no se halla sujeto a explicación, siendo incluso en sí mismo idéntico a ella [la voluntad]. Cierto que para cada manifestación de la voluntad, para cada acto individual de la misma en este momento y en este lugar, se puede demostrar un motivo del que se ha de seguir necesariamente bajo el supuesto del carácter del hombre. Pero que él tenga ese carácter, que quiera en general, que de varios motivos sea precisamente este y ningún otro, o incluso que sea alguno el que mueva su voluntad, de eso no se puede dar razón alguna. Lo que es al hombre su carácter insondable, supuesto en toda explicación de sus hechos por motivos, es a cada cuerpo inorgánico su cualidad esencial, su modo de acción, cuyas manifestaciones se suscitan por el influjo externo aunque ella misma no está determinada por nada exterior, así que tampoco es explicable por nada: sus fenómenos individuales, sólo mediante los cuales se hace visible, están sometidos al principio de razón: pero ella misma no tiene razón alguna.

Así pues, ya no concede lo que parecía conceder: la voluntad humana no admite ninguna reducción ni explicación ulterior. Y no sería descabellado que incluya en esa voluntad toda su actividad fisiológica. Si en este párrafo queda dudoso, el siguiente despeja la duda:

Es un error tan grande como usual el pensar que los fenómenos más habituales, generales y simples son los que mejor entendemos; porque más bien son aquellos a cuya vista e ignorancia nuestra sobre ellos más nos hemos acostumbrado. Nos resulta tan inexplicable que una piedra caiga al suelo como que un animal se mueva. Como ya se mencionó, se ha pensado que partiendo de las fuerzas naturales más universales (por ejemplo, gravitación, cohesión, impenetrabilidad) a partir de ellas se explicarían las más infrecuentes que actúan sólo bajo circunstancias combinadas (por ejemplo, la cualidad química, la electricidad o el magnetismo), y que a partir de éstas se comprendería a su vez el organismo y la vida de los animales, y hasta el conocimiento y querer del hombre. Incluso se convino tácitamente en partir de puras qualitates occultae a cuyo esclarecimiento se renunciaba por completo, ya que se pretendía edificar sobre ellas, no socavarlas. Pero, como se dijo, eso no puede tener éxito. Y, prescindiendo de ello, tal edificio estaría siempre en el aire. ¿Qué ayuda proporcionan explicaciones que al final remiten a algo tan desconocido como lo era el primer problema? ¿Al final se comprende más de la esencia interna de aquellas fuerzas naturales universales que de la esencia interna de un animal? ¿No queda lo uno tan inexplorado como lo otro? No se puede dar razón de ello porque carece de razón, porque es el contenido, el qué del fenómeno que nunca puede ser reducido a su forma, al cómo, al principio de razón.

¡Anda que no proporciona poca ayuda a la medicina conocer las reducciones de los procesos biológicos a la física o la química, en la medida en que la conocemos, que no es total!

[...] Así, pues, en lugar de creer que conocería mejor mi propia organización, mi conocimiento y querer, y mi movimiento por motivos si los pudiera reducir a un movimiento por causas a través de la electricidad, el quimismo o el mecanismo, por el contrario, en la medida en que intento hacer filosofía y no etiología, tengo que llegar a comprender, a partir de mi propio movimiento por motivos, la esencia interna de los movimientos más simples y comunes del cuerpo inorgánico que veo producirse por causas; y he de conocer que las fuerzas insondables que se exteriorizan en todos los cuerpos de la naturaleza son de la misma clase que lo que en mí es voluntad y sólo difieren de ella en el grado.

Esto sí que no es de ninguna ayuda.

§ 25 De esta sección destacamos únicamente esta "perla":

Por consiguiente, y como ya se le habrá ocurrido a cualquier discípulo de Platón, en el próximo libro será objeto de un detallado examen lo siguiente: que aquellos diferentes grados de objetivación de la voluntad que, expresados en innumerables individuos, existen como ejemplares inaccesibles para éstos o como formas eternas de las cosas, que no entran nunca en el tiempo y el espacio —el medio de los individuos— sino que se mantienen fijos, no sometidos a cambio, que siempre son y nunca devienen, mientras que aquellos nacen y perecen, siempre devienen y nunca son: esos grados de la objetivación de la voluntad no son más que las ideas de Platón. [...] Así pues, entiendo por idea cada grado determinado y fijo de objetivación de la voluntad en la medida en que es cosa en sí y, por tanto, ajena a la pluralidad; grados éstos que son a las cosas individuales como sus formas eternas o sus modelos.

No merece la pena recorrer la palabrería por la que Schopenhauer acaba encontrando esta pintoresca conexión.

Nos saltamos § 26, que es más de lo mismo, y del § 27 destacamos un nuevo reconocimiento suicida de que la filosofía de Schopenauer tiene que estar mal si es que la ciencia está bien:

Pero, como ya mencioné, ese es el camino que se toma cuando se pretende reducir toda acción fisiológica a forma y mezcla, acaso a electricidad, ésta a su vez a quimismo y éste a mecanismo. Éste último fue, por ejemplo, el fallo de Descartes y todos los atomistas, que redujeron el movimiento de los cuerpos mundanos al choque de un fluido y las cualidades a la conexión y forma de los átomos, esforzándose por explicar todos los fenómenos de la naturaleza como simples fenómenos de impenetrabilidad y cohesión. Aunque se está de vuelta de eso, en nuestros días también hacen lo mismo los fisiólogos eléctricos, químicos y mecánicos, que obstinadamente pretenden explicar toda la vida y funciones del organismo a partir de la «forma y mezcla» de sus partes constitutivas. Que la finalidad de la explicación fisiológica es la reducción de la vida orgánica a las fuerzas universales que examina la física, lo encontramos aún expresado en el Archivo de fisiología de Meckel, 1820, volumen S, página 185. También Lamarck en su Philosophie zoologique, volumen 2, capítulo 3, interpreta la vida como un simple efecto del calor y la electricidad: le calorique et la matiere électrique suffisent parfaitement pour composer ensemble cette cause essentielle de la vie1 (p. 16). Según eso, el calor y la electricidad serían verdaderamente la cosa en sí, y el mundo animal y vegetal su fenómeno.

¡Por qué serían la cosa en sí? Es como decir que un ordenador es una cosa en sí y un programa es su fenómeno. Es como decir que los miembros de una sociedad son una cosa en sí y la sociedad es su fenómeno.

[...] Es de todos conocido que en la época más reciente han vuelto a surgir con renovada insolencia todas aquellas concepciones tan a menudo hechas estallar. Examinadas con exactitud se basan en último término en el supuesto de que el organismo no es más que un agregado de fenómenos de fuerzas físicas, químicas y mecánicas que, reunidas por azar, dieron lugar al organismo a modo de juego natural sin mayor significación. Por lo tanto, filosóficamente considerado, el organismo de un animal o del hombre no sería la representación de una idea propia, es decir, objetividad inmediata de la voluntad en un grado superior determinado, sino que en él se manifestarían únicamente aquellas ideas que objetivan la voluntad en la electricidad, el quimismo y el mecanismo: en consecuencia, el organismo se habría conformado a partir de la unión de esas fuerzas de forma tan casual como las formas de hombres y animales a partir de las nubes o estalactitas, por lo que la cosa no tendría en sí mayor interés.

¿No tendría interés? Y aun si así fuera, ¿la razón por la que Schopenhauer ha de tener razón es porque si no las cosas no serían interesantes? Es como decir que Dios ha de existir porque si no la vida no tendría razón de ser.

En conformidad con todo lo dicho, es un error de la ciencia natural el pretender reducir los grados superiores de objetividad de la voluntad a los inferiores; porque el desconocimiento y la negación de fuerzas originarias y existentes por sí mismas es tan erróneo como la suposición infundada de fuerzas peculiares allá donde simplemente se da una especial forma de fenómeno ya conocida. Con razón dice Kant que es absurdo esperar un Newton de la brizna de hierba, es decir, uno que redujese la brizna a fenómenos de fuerzas físicas y químicas de las que aquella fuera una concreción casual, o sea, un mero juego de la naturaleza en el que no se manifestaría ninguna idea peculiar, es decir, la voluntad no se revelaría inmediatamente en un grado superior y especial, sino solamente del modo en que lo hace en los fenómenos de la naturaleza inorgánica y casualmente en esa forma. Los escolásticos, que en modo alguno habrían permitido semejante cosa, habrían dicho con toda razón que se trataba de una total negación de la forma substantialis y su degradación a una mera forma accidentalis. Pues la forma substantialis de Aristóteles designa exactamente lo que yo llamo el grado de objetivación de la voluntad en una cosa.

Claro, y como la forma substantialis no puede ser forma accidentalis, queda demostrado que la ciencia se equivoca. Todo un argumento de peso.

[...] Especial hincapié han hecho en que la polaridad, es decir, la disgregación de una fuerza en dos actividades cualitativamente distintas, contrarias y que aspiran a reunirse —fenómeno este que la mayoría de las veces se manifiesta también en el espacio por una separación en direcciones opuestas—, es un tipo fundamental de casi todos los fenómenos de la naturaleza, desde el imán y el cristal hasta el hombre. Sin embargo, en China ese conocimiento es común desde los tiempos más antiguos, y se encuentra en la doctrina de la oposición del Yin y el Yang.

¡Lo mismito! Los delirios de Schopenhauer son cada vez más grandiosos:

De acuerdo con la opinión presentada, se podrán demostrar en el organismo las huellas de la forma de acción química y física, pero nunca se podrán explicar por ellas; porque en modo alguno se trata de un fenómeno provocado por la acción conjunta de tales fuerzas, es decir, casual, sino de una idea superior que ha sometido a las inferiores por medio de una asimilación victoriosa; porque la voluntad única que se objetiva en todas las ideas aspirando a la máxima objetivación posible abandona aquí los grados inferiores de su fenómeno tras un conflicto entre los mismos, para manifestarse en uno superior y tanto más poderoso. No hay victoria sin lucha: en la medida en que la idea u objetivación superior de la voluntad sólo puede surgir sometiendo a las inferiores, sufre la resistencia de éstas que, aunque reducidas a la sumisión, siguen aspirando a conseguir la manifestación independiente y completa de su esencia. El imán que ha levantado un hierro sostiene una lucha continuada con la gravedad que, en cuanto objetivación ínfima de la voluntad, posee un derecho más originario sobre la materia de aquel hierro; en esa lucha perpetua el imán incluso se refuerza al estimularle la resistencia a un mayor esfuerzo.

Ah, pero que no se diga que Schopenhauer está humanizando la naturaleza, que eso sería no entenderlo cabalmente.

Del mismo modo, todo fenómeno de la voluntad, también el que se presenta en el organismo humano, sostiene una lucha duradera contra las muchas fuerzas físicas y químicas que, en cuanto ideas inferiores, poseen un derecho anterior sobre aquella materia. Por eso cae el brazo que durante un tiempo se ha sostenido en alto dominando la gravedad: por eso se interrumpe con tanta frecuencia la confortable sensación de salud, que expresa la victoria de la idea del organismo consciente de sí mismo sobre las leyes físicas y químicas que originariamente dominan los jugos del cuerpo; y de hecho está siempre acompañada por una cierta incomodidad de mayor o menor grado, que nace de la oposición de aquellas fuerzas y en virtud de la cual ya la parte vegetativa de nuestra vida se encuentra permanentemente ligada a un ligero sufrimiento. De ahí también que la digestión deprima todas las funciones animales, ya que requiere toda la fuerza vital para superar las fuerzas naturales químicas a través de la asimilación. Y de ahí procede también, en general, el peso de la vida física, la necesidad del sueño y en último término de la muerte, cuando al final, favorecidas por las circunstancias, aquellas fuerzas naturales subyugadas vuelven a arrebatarle al organismo, fatigado él mismo por la constante victoria, la materia que se les había sustraído y consiguen presentar su esencia sin impedimentos.

¿Quién necesita investigar la fisiología animal, si la filosofía de Schopenhauer ya lo explica todo tan bien? Si uno se pone enfermo, no es porque coja un virus, sino que la culpa es de las fuerzas físicas y químicas de disputan la idea superior de su humanidad.

[...] Así, por todas partes de la naturaleza vemos disputa, lucha y alternancia en la victoria, y precisamente en ello conoceremos con mayor claridad la esencial escisión de la voluntad respecto de sí misma. Cada grado de la objetivación de la voluntad disputa a los demás la materia, el espacio y el tiempo. Continuamente la materia persistente tiene que cambiar de forma cuando, al hilo de la causalidad, fenómenos mecánicos, físicos, químicos y orgánicos, ávidos de manifestarse, se arrebatan unos a otros la materia, porque cada uno quiere revelar su idea.

¡Claro! ¡Por eso era! ¡Siempre lo sospeché! Esto es pura mitología.

Llegados a este punto, la filosofía de Shopenhauer se ha convertido ya en una teoría tan folklórica y caricaturesca que no tendría sentido seguir analizándola más que por el puro morbo de reírse de ella. Lo dejaremos aquí. La conclusión que podemos sacar es que Schopenhauer se muestra en su obra como un hombre muy culto en materias de letras, muy ignorante en materia científica, campo en el que muestra un conocimiento de cierta amplitud, pero muy superficial y mal asimilado, lo que lo convierte necesariamente en un filósofo mediocre, que pudo creerse bueno porque tenía el suficiente buen juicio como para advertir que sus "competidores" (Fichte, Schelling y Hegel) eran unos meros engañabobos, y esto lo alentaba a confiar en que la posteridad le daría la razón.

Notemos que no se puede decir que esta crítica sea injusta por estar hecha más de un siglo después de que Schopenhauer escribiera su tratado. Cualquier científico de la época habría dicho que Schopenhauer deliraba. Schopenhauer rechaza, por ejemplo, la teoría atómica sin tener en consideración para nada las evidencias empíricas que la sustentaban en su época, la rechaza a priori, demostrando que su concepción de la ciencia es prácticamente la misma que pudiera tener Aristóteles, con total menosprecio del método científico ya bien arraigado en su época. En general, desde principios del siglo XIX, los filósofos renombrados se han caracterizado por tener una deplorable base científica, que los incapacita en la práctica para decir nada de provecho en lo concerniente a la teoría del conocimiento. Por ejemplo, Gauss dijo de Hegel:

Noé se emborrachó una vez, pero después, según las Escrituras, fue un hombre juicioso; mientras que las locuras de Hegel en su tesis doctoral, donde critica a Newton y cuestiona la utilidad de buscar nuevos planetas, son aún sabias si se comparan con sus últimas afirmaciones.

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