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LA RAZÓN
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Los seres humanos compartimos universo, pero cualquiera que nos oiga hablar sobre el universo en que vivimos tiene serios motivos para dudar de ello. Hay quienes piensan que el universo tiene unos doce mil millones de años, mientras que otros están convencidos de que Dios creó el mundo el año 4005 a.C.; hay quienes creen que los extraterrestres nos observan y, de vez en cuando, incluso abducen a algunas personas para investigar con ellas, mientras que otros creen que eso son bobadas; hay quien cree que lo mejor que puede hacer para reponerse de un cáncer es seguir los consejos de un curandero, mientras que otros prefieren ir al médico; hay quien piensa que jugar a la lotería apostando a la combinación 5, 16, 32, 35, 42, 48 es una forma como otra cualquiera de tratar de hacerse rico, mientras que apostar a la combinación 1, 2, 3, 4, 5, 6 es tirar el dinero, ya que ésa es imposible que salga. Otros en cambio, creen que las dos tienen las mismas posibilidades de convertirse en ganadoras. Así podríamos seguir contrastando opiniones y opiniones sobre cómo funciona el mundo en sus más diversas facetas.

Ante tamaña disparidad, es natural preguntarse si es posible formarse una concepción del mundo que sea objetiva, en el sentido de que dependa únicamente de cómo es, de hecho, el mundo y no de las preferencias, los gustos o la imaginación de cada cual. Alternativamente: en tal maraña de opiniones contrapuestas, ¿puede decirse objetivamente que unos tienen razón mientras que otros se equivocan, o todas las opiniones gozan de la misma legitimidad?

Si queremos seleccionar una teoría frente a otras, no tenemos más remedio que elegir un criterio de selección, y el que a nosotros nos interesa es la racionalidad. Se dice que el hombre es un animal racional, y es evidente que esto lo dicen los hombres, porque si no, no se explica que alguien lo diga. No cabe duda de que todos los hombres son animales, pero sólo algunos son racionales o, más exactamente, sólo algunos son racionales en ciertas ocasiones. Hay personas incapaces de seguir un razonamiento abstracto mínimamente profundo; algunas pueden ser capaces de comprender un problema legal de lo más enmarañado, y a la vez ser incapaces de entender un sencillo problema de física, o viceversa; otras tienen la capacidad necesaria, pero reniegan de ella y consideran que ser irracional es más divertido, más humano, más profundo o más cualquier cosa que ser racional; otros no reniegan de la razón, sino que pretenden pasar por seres racionales, y al mismo tiempo defienden las teorías más disparatadas y son incapaces de entender su desvarío.

Es obvio que si admitimos como concepciones del mundo las generadas por seres humanos irracionales (confesos o no), nos encontraremos con una amplia e imaginativa gama de teorías sin que ninguna pueda considerarse preferible a otra según criterios objetivos. Cada teoría estará necesariamente impregnada de la particular irracionalidad de su autor. La cuestión es: imaginemos que una persona se pregunta ¿qué debo pensar sobre el mundo? y busca sinceramente una respuesta racional y objetiva; no su respuesta, no la que más le guste o le convenga, sino una que se ajuste a los hechos. ¿Existe lo que busca o es sólo una quimera?

Planteado de otra forma: si alguien tuviera a su disposición millones de años de tiempo libre, así como la posibilidad de acceder a todos los datos sobre el mundo que considerara necesarios, ¿podría llegar a formarse una idea objetiva de cómo es el mundo si tuviera la voluntad de hacerlo honestamente? La objetividad podría reformularse de este modo: si dos personas hicieran lo mismo, ¿llegarían a la misma concepción del mundo? o, de no ser así, ¿podría una convencer a la otra de que su concepción es errónea esgrimiendo argumentos racionales?

Naturalmente, hay que suponer que las dos personas tienen capacidad y voluntad de usar la razón. Una persona irracional y una pared tienen en común que ninguna de las dos tiene uso de razón, por lo que es igual de inútil tratar de convencer de algo a una persona irracional como tratar de hacer lo propio con una pared. A lo sumo, podemos pensar que, a diferencia de una pared, una persona irracional puede acabar entrando en razón, pero ello sólo podrá lograrse con oportunos argumentos subjetivos, retóricos, no necesariamente racionales, ya que la racionalidad de un argumento no es una condición relevante para que sea aceptado por una persona irracional. Por supuesto, no debe deducirse de aquí ninguna clase de menosprecio hacia las personas que, por voluntad o por falta de capacidad, son irracionales. Sólo estamos afirmando que, al igual que nadie tendría en cuenta la opinión de un matemático (que no sepa de leyes) cuando se trata de buscar asesoramiento legal, con todo el respeto del mundo para con los matemáticos, tampoco tiene sentido tener en cuenta la opinión de una persona irracional cuando se trata de discutir un problema racional, con todo el respeto para las personas irracionales.

Lo que produce la razón cuando se enfrenta honestamente al mundo es lo que llamamos ciencia. Aquí empleamos el término en sentido amplio, para recoger todo saber que aporte información sobre el mundo, lo que no sólo incluye a la física, la química, la biología, la psicología, etc., sino también la historia o la geografía. Que Escipión venció a Aníbal en Zama es una afirmación tan científica sobre el mundo como que las cargas eléctricas del mismo signo se repelen.

Es obvio que la ciencia existe en el sentido de que en cualquier librería podemos encontrar libros de física, de química, etc., pero cabe preguntarse si la ciencia existe en el sentido de ser lo que acabamos de decir que es. Hay quien lo cuestiona. Hay quien piensa que la ciencia es sólo una forma más de ver el mundo, como el budismo es otra, y que no hay ningún fundamento objetivo para considerar que una sea mejor que otra.

No hay ninguna forma de justificar a priori que la ciencia es lo que hemos dicho que es. A veces hay problemas de los que podemos asegurar que tienen solución antes de encontrarla, pero, en muchos casos, la única forma de demostrar que un problema tiene solución es encontrarla. Como alguien replicó a los sofistas griegos: el movimiento se demuestra andando. Así, la única forma de convencerse de que la ciencia es realmente el único producto posible de la razón cuando ésta se enfrenta honestamente al mundo es estudiar la historia de la ciencia y comprobar que cada teoría científica se ha generado honestamente y que, siempre que se ha detectado un paso en falso, se ha dado marcha atrás. No vamos a hacer eso aquí, pues nuestro objetivo es otro, pero afirmamos que cualquiera que niegue la legitimidad a la ciencia como único producto posible de la razón honestamente empleada, es irracional o ignorante (ignorante de la historia de la ciencia, que es su legitimación). Lo segundo se puede cambiar, lo primero depende de cada caso.

Lo que sí vamos a hacer aquí es precisar el sentido en que venimos empleando una y otra vez la palabra "honestamente". Para ello debemos profundizar un poco en lo que entendemos por racionalidad. En el uso de la razón podemos distinguir dos clases de procesos: deductivos e inductivos. Deducir es pasar de unos datos o premisas a otros que son consecuencias necesarias. Ahora bien, sólo un ser racional tiene la capacidad de distinguir que deducciones son lógicamente válidas y cuales no. Por ejemplo, si partimos de la premisa

En verano hace calor

podemos deducir que si no hace calor es porque no es verano, pero no es correcto deducir que si no es verano entonces no hace calor. Si alguien no entiende que esto es así, entonces sencillamente es irracional, y si alguien pasa de no entenderlo a entenderlo, entonces ha pasado de ser irracional a ser racional (al menos durante un instante), pero no es posible convencer mediante razonamientos a alguien que dude de estos hechos. A lo sumo, se le podrán presentar aclaraciones o versiones equivalentes de estos argumentos, pero tarde o temprano la persona en cuestión deberá meditar sobre ellos (en una forma u otra) y admitir espontáneamente que uno es válido y el otro no. El estudio del razonamiento deductivo es lo que se llama lógica. La lógica es para un ser racional lo que la gramática para un hablante nativo de un idioma, es decir, es una forma de sistematizar lo que ya sabe, no una forma de aprender algo que no sepa ya de antemano.

Es importante hacer aquí una aclaración: La lógica permite llevar la sistematización del razonamiento deductivo hasta el punto de reducirlo, al menos en teoría, a un proceso puramente mecánico. Esto quiere decir que, en teoría, si un razonamiento se detalla lo suficiente, podríamos incluso dárselo a un ordenador para que éste decidiera si es correcto o no. Quizá el lector haya podido pensar que esto contradice lo que hemos afirmado un poco más arriba, a saber, que es imposible explicar la diferencia entre una deducción lógica y una falacia a alguien que no sepa distinguir ambas cosas por sí mismo. Ciertamente, es fácil enseñar, al menos en teoría, a cualquiera (incluso a una máquina) a distinguir qué deducciones son consideradas lógicamente válidas por los seres racionales y cuáles no. Lo que no es posible es convencer a nadie de que los razonamientos que la lógica formal da por buenos deben ser aceptados por cualquiera que pretenda ser tenido por racional, mientras que los que la lógica da por falaces deben ser rechazados. Lewis Carroll se preguntaba maliciosamente si es ilógico desconfiar de la lógica, señalando indirectamente lo que aquí estamos destacando: un ser racional es, en particular, lógico, luego considerará obviamente ilógico desconfiar de la lógica y, por consiguiente, confiará en la lógica; pero la consecuencia a la que hemos llegado es precisamente nuestra premisa, por lo que no hemos dicho nada relevante. Igualmente, un ser irracional puede desconfiar de la lógica, con lo que se define a sí mismo como ilógico, lo que no es más que una de las muchas excentricidades que puede abrazar un ser irracional.

Dejando ya de lado lo que pueda pensar sobre el mundo un ser ilógico, resulta que la posibilidad de analizar detalladamente (incluso, en teoría, mecánicamente) los argumentos lógicos hace que los errores lógicos sean rara vez la causa de que personas distintas tengan creencias contradictorias sobre una misma cuestión. En general, cuando alguien con una mínima vocación de racionalidad comete un error lógico, es fácil hacérselo ver para que rectifique.

Las divergencias más significativas entre personas distintas se deben habitualmente a que la capacidad deductiva por sí sola no sirve de nada, ya que toda deducción lógica (salvo que lleve a una identidad lógica, como "ahora está lloviendo, a no ser que no llueva") requiere unas premisas, que en principio pueden obtenerse como consecuencias de otras premisas, y así sucesivamente, pero tarde o temprano un razonamiento cuya conclusión no sea trivial requiere partir de unas premisas no deducibles lógicamente de otras anteriores. El gran problema de la razón es determinar qué premisas son aceptables y cuáles no.

Observemos que cualquier problema puede resolverse rápidamente inventándose la solución. Por ejemplo, si nos encontramos con una inscripción jeroglífica antigua que no sabemos interpretar, alguien puede decir rápidamente: Ahí dice "bienvenidos a la ciudad", y ya ha encontrado la respuesta (o, mejor dicho, "una respuesta"). El problema es que, siguiendo la misma receta, cualquier otro podría haber "leído" cualquier otra cosa, y así tenemos tantas respuestas como lectores atrevidos. Mejor dicho, el problema es que las "soluciones" de este tipo pueden ser defendidas a ultranza sin violar la lógica en ningún momento. Por ejemplo, supongamos que alguien objeta a nuestro Champollion imaginario que el signo que él ha traducido alegremente por "ciudad" aparece también en una estatua que representa a una divinidad, donde no hay razón para suponer que se haga alusión alguna a la ciudad. El "descifrador" podría contestar con una explicación muy simple: el dios en cuestión era considerado protector de la ciudad, por lo que se empleaba el mismo signo para referirse al dios y a la ciudad, de modo que el contexto permitía distinguir ambas posibilidades: detrás de "bienvenidos", el signo ha de traducirse por "ciudad", mientras que detrás de otro signo que significa (porque lo supongo yo) "loado sea", ha de traducirse por el nombre del dios.

Observemos la estructura de estos "razonamientos": primero el "descifrador" supone arbitrariamente que un signo significa "ciudad" y, cuando se le hace una objeción, la sortea suponiendo que el signo tiene un doble significado según su posición en el texto, premisa a partir de la cual deduce lógicamente (sin comillas) que su interpretación original era correcta. De este modo, cada nueva objeción puede ser neutralizada con una nueva premisa arbitraria, y así ad infinitum. Aunque este ejemplo es especialmente descarado para mostrar claramente la esencia del problema, lo cierto es que las discrepancias entre las distintas concepciones del mundo se deben casi en su totalidad a que cada cual adopta incontroladamente las premisas que considera oportunas. Por ejemplo, alguien dijo una vez que Dios hizo el mundo en seis días y creó escuela, pero ¿por qué seis días precisamente? Algunos dirán que esto es así porque lo dice la Biblia, con lo que suponen tácitamente la premisa de que todo lo que dice la Biblia es verdad. Si les preguntamos por qué suponen que todo lo que dice la Biblia es verdad dirán que se deduce de que es una revelación de Dios, si les preguntamos por qué suponen que la Biblia es una revelación de Dios o por qué suponen que Dios no revela falsedades introducirán más y más premisas que irán justificando lógicamente cada una de sus afirmaciones, y así ad infinitum. Quizá algunos lleguen a un punto en que se nieguen a dar un paso más y confiesen que han llegado a un dogma de fe. Esto ya los define como irracionales y sus teorías dejan de tener valor para todo aquel que persiga una teoría racional sobre el mundo. Sin embargo, no son pocos los que nunca llegan a reconocer un principio en sus argumentos, sino que siempre son capaces de generar una nueva premisa de la que deducir cualquier cosa que se les pida que deduzcan, de modo que jamás reniegan explícitamente de su condición de seres racionales.

En general, cualquier afirmación que se introduzca en una teoría sin justificación racional es lo que se llama un dogma. Se plantea entonces el problema de si es posible justificar racional, pero no deductivamente, una afirmación, de tal manera que no pueda ser considerada como un dogma y sirva de principio legítimo para deducir lógicamente consecuencias sobre el mundo. Dicho de otro modo, ¿cualquier concepción del mundo es necesariamente dogmática y, por tanto, subjetiva, o es posible una teoría sobre el mundo adogmática y, por tanto, objetiva? Cada vez que más arriba hablábamos de usos honestos de la razón nos referíamos a lo que ahora podemos llamar más propiamente usos "adogmáticos", es decir, a usos de la razón que no se apoyan en dogmas explícita o implícitamente. En estos términos, podemos decir que la ciencia es el producto necesario de la razón cuando ésta descarta cualquier dogma.

Conviene observar aquí que hay una clase de afirmaciones que no proceden de ningún argumento deductivo y que no sólo podemos, sino que debemos tener en cuenta necesariamente a la hora de construir una teoría racional sobre el mundo, y son las afirmaciones empíricas, es decir, las que proceden directamente de la experiencia. Por ejemplo, si me despierto antes de que salga el Sol y constato que éste aparece cuando mi reloj marca las 6:43 de la mañana, puedo afirmar que hoy ha amanecido a las 6:43 (de mi reloj). No sé esto porque lo haya deducido en modo alguno, sino simplemente porque lo he experimentado. El mundo es, por definición, lo que conocemos a través de nuestras experiencias, luego todos los hechos que experimentamos son, por definición, afirmaciones ciertas sobre el mundo. Cualquier concepción del mundo que niegue algo que la experiencia confirma es necesariamente irracional, pues estará describiendo un mundo imaginario, no el mundo que conocemos.

Ahora bien, las afirmaciones empíricas son demasiado débiles para que de ellas se pueda deducir nada interesante. Por ejemplo, sé por experiencia que todos los días hasta donde alcanza mi memoria ha salido el Sol más o menos a la misma hora; sin embargo, no hay ninguna experiencia que pueda asegurarme que mañana también saldrá el Sol. Una afirmación como "todos los días sale el Sol" no es empírica, pues no "cabe" en ninguna experiencia. Ahora bien, que no sea empírica no quiere decir que no sea racional. A partir de mis experiencias que me confirman que todos los días que recuerdo ha salido el Sol, puedo, no deducir, sino inducir, que todos los días sale el Sol.

Hay quienes se apresurarán a señalar que, del hecho de que haya visto salir el Sol a su hora día tras día, no tengo derecho a deducir que mañana será igual. Quienes consideran esto importante se llaman escépticos. Los escépticos tienen razón: esa deducción no es lógica, pero precisamente por eso hemos dicho que no se trata de una deducción, sino de una inducción. Si las inducciones fueran lógicas, no habría que distinguir entre deducciones e inducciones.

Como ya hemos indicado, todo razonamiento sobre el mundo que lleve a algo interesante necesitará partir no sólo de premisas empíricas, sino también de premisas generales obtenidas inductivamente a partir de diversos datos empíricos. Por ejemplo, si me paro a observar la hora en que sale el Sol cada día, veré que ésta no es siempre la misma, pero que apenas difiere de un día para otro. Así, si me encuentro haciendo turismo en un lugar paradisíaco donde el amanecer es particularmente hermoso y deseo que mañana mi hijo vea el amanecer que yo he visto hoy a las 6:43 mientras él dormía, la razón me dice que tendré que despertarlo unos minutos antes de esa hora. El razonamiento detallado sería como sigue:

El Sol sale todos los días casi a la misma hora.
(Afirmación racional obtenida inductivamente)
Hoy ha salido a las 6:43.
(Afirmación empírica)
Mañana el Sol saldrá aproximadamente a las 6:43.
(Deducción lógica de las premisas anteriores)
Mi hijo necesita al menos diez minutos para despejarse.
(Afirmación racional obtenida inductivamente)
Si mi hijo quiere ver amanecer, tendrá que despertarse sobre las 6:30.
(Deducción lógica de las premisas anteriores)

Así pues, si soy racional, pondré el despertador a las 6:25 para mañana y despertaré a mi hijo a las 6:30, confiando en que mi hijo estará despejado y listo para ver amanecer unos minutos antes de que salga el Sol. Si, por el contrario, soy escéptico, pasaré la noche en vela con mi hijo, no vaya a ser que mañana salga el Sol tres o cuatro horas antes de lo previsto y nos perdamos el amanecer. El escepticismo es, pues, la forma más radical de irracionalidad, la que niega la legitimidad de los razonamientos inductivos y, por consiguiente, la legitimidad de cualquier consecuencia no trivial que la razón pretenda extraer sobre el mundo. En el extremo opuesto está el dogmatismo, que se permite extraer consecuencias lógicas de las premisas más dispares. Por ejemplo, un dogmático podría pensar que sólo podré ver amanecer mañana si ésta es la voluntad de Dios, contra la que no puedo luchar, con lo cual, es inútil poner el despertador a ninguna hora: basta encomendarse a Dios y confiar en que Él nos despertará a la hora apropiada si nos juzga dignos a mi hijo y a mí de ver amanecer.

Quizá el lector piense que no estamos siendo justos con el escéptico, pues hemos eludido hábilmente responder a la pregunta más corrosiva que puede formularnos: ¿en qué se fundamenta nuestra seguridad de que mañana saldrá el Sol aproximadamente a la misma hora que hoy?

La respuesta es que la inducción es la alternativa al todo y a la nada: o me invento premisas arbitrarias para entender el mundo (con lo que todo vale, estoy siendo dogmático y no estoy entendiendo el mundo, sino mi mundo, original y personal, uno entre millones de ellos), o no acepto premisas no empíricas de ninguna clase (con lo que nada vale, estoy siendo escéptico y tampoco estoy entendiendo el mundo), o bien admito razonamientos inductivos como único medio de relacionar racionalmente los distintos hechos aislados que me proporciona la experiencia, tales como el amanecer de hoy y el amanecer de mañana. Si quiero entender racionalmente el mundo, sólo hay un camino posible, y es el de inducir leyes generales a partir de experiencias particulares. ¿Lleva esto a alguna parte? Ambulando soluitur: si seguimos ese camino, llegamos a la ciencia tal y como la conocemos. Por consiguiente, podemos conceder al escéptico que la ciencia no nos dice "el mundo es así", sino más bien "el mundo es así (más o menos) o bien no tenemos ni idea de cómo es el mundo", pero esta apostilla es estéril, ya que si, por ejemplo, he de elegir a qué hora pongo el despertador para ver amanecer mañana, tengo 24 x 60 = 1440 opciones distintas, pero sólo puedo elegir una y sólo una de ellas se distingue objetivamente de las demás: la que la ciencia predice como correcta. ¿Cuál elegiré? La que me parezca, por supuesto, pero el hecho incuestionable es que la humanidad se divide en dos grandes grupos: la formada por los seres que eligen la opción racional y los que eligen cualquier otra. Cada cual puede elegir en qué grupo quiere estar, pero todas las consideraciones expuestas aquí van dirigidas exclusivamente a los integrantes del primer grupo, simplemente porque a los del segundo grupo, ni les interesará esto, ni tiene sentido decirles nada.

Podemos decir que el razonamiento inductivo es inherente a la razón, como condición necesaria para que pueda llevarnos a alguna parte y, como tal, no puede justificarse racionalmente, al igual que sucede con la lógica. Sencillamente, es racional quien deduce bien y quien induce bien, y no lo es quien falla en lo uno o en lo otro. Si la lógica es el análisis de los razonamientos deductivos válidos, el análogo para los razonamientos inductivos es el llamado método científico. Si la lógica nos permite distinguir un razonamiento válido de otro que aparenta serlo pero no lo es, el método científico trata de distinguir lo que es una inducción aceptable a partir de unas experiencias dadas de lo que no es más que un dogma o, a mayor escala, lo que es una teoría científica seria y rigurosa de lo que es una mera invención caprichosa.

No vamos a describir aquí el método científico igual que no vamos a repasar la lógica. Sí diremos, no obstante, algo sobre su "espíritu", que en el fondo se puede resumir en la palabra que ya hemos empleado muchas veces: honestidad. Por ejemplo, en los hospitales mueren a diario muchas personas, y hasta ahora, nunca se ha registrado en ninguno de ellos el caso de un muerto que haya resucitado (no contamos aquí los casos en que se ha diagnosticado la muerte erróneamente). Esto nos lleva a inducir que la muerte es un proceso irreversible, es decir, que los muertos no resucitan. Sin embargo, a partir de esas mismas experiencias, alguien podría "inducir" una ley ligeramente distinta: los muertos no resucitan salvo que sean hijos de Dios o que un hijo de Dios decida resucitarlos. Ciertamente, de las dos posibles leyes se deduce el comportamiento que los muertos exhiben en los hospitales: no resucitan porque es imposible que lo hagan (de acuerdo con la primera ley) o porque no son hijos de Dios ni ningún hijo de Dios ha visitado nunca ningún hospital (si es que partimos de la segunda ley). Sin embargo, aunque ambas recojan todas las experiencias conocidas acerca de los muertos y sean coherentes con ellas, eso no significa que ambas sean inducciones válidas a partir de ellas: la segunda no es "honesta". Quienes la prefieren a la primera lo hacen porque creen, y desean creer, que hace dos mil años un hombre resucitó muertos y resucitó él mismo, y por ello están modelando unas leyes que digan que el mundo es como ellos desean que sea. El método científico exige justo la actitud contraria: para inducir legítimamente una ley no basta con que no se pueda refutar su posibilidad (pues casi todas las leyes dogmáticas son posibles), sino que hace falta que la ley postule lo estrictamente imprescindible para entender las experiencias conocidas. No es necesario postular una excepción a la irreversibilidad de la muerte para entender el mundo, más aún, es imposible que alguien pueda proponer dicha excepción a partir del mero análisis de las experiencias conocidas. Dicha propuesta sólo puede provenir de alguien interesado en que su concepción del mundo incluya algo más que lo que muestra la experiencia y, ese "algo más" es, por definición, un dogma.

Quizá algunos lectores consideren que estos "argumentos" no son concluyentes. La verdad es que no son concluyentes porque no son, ni pretenden ser, argumentos. Ya hemos observado que no se puede argumentar lógicamente que es ilógico desconfiar de la lógica y, más en general, no es posible argumentar racionalmente que la razón es razonable. Si existieran tales argumentos, ¿a quién irían destinados?: un ser racional no necesita ningún argumento para entender qué es racional y qué no, mientras que un ser irracional no aceptará ninguna clase de argumento racional al respecto, salvo que irracionalmente quiera hacerlo, lo cual depende de él, no del argumento. El ejemplo precedente sobre la resurrección no es un argumento, sino más bien un "test" de racionalidad: si el lector considera todo lo dicho como evidente, entonces es racional, mientras que si lo considera cuestionable entonces es irracional y, aunque, por supuesto, es libre de leer lo que considere oportuno, nada de lo dicho aquí va dirigido a él.

Los lectores más maliciosos podrían objetar que decir "la razón es esto, lo tomas o lo dejas, porque no hay nada que razonar sobre ello" es dogmático, pero, precisamente, lo que diferencia al dogmatismo de la racionalidad es la arbitrariedad. Lo que estamos diciendo es que ser racional es no admitir arbitrariedades gratuitas, lo cual es una condición necesaria para que pueda existir una concepción racional objetiva del mundo, ya que las arbitrariedades abren la puerta a millones de mundos subjetivos. En suma, nadie puede abrazar la pretensión de formarse una idea objetiva del mundo y, al mismo tiempo, introducir en ella sus preferencias arbitrarias. Uno ha de elegir entre un mundo objetivo o un mundo personalizado, pero no hay término medio. Si alguien no entiende que no hay término medio está violando la lógica, y si opta por el mundo personalizado está violando la razón en un sentido más amplio.

Similarmente, si el dogmático puede acusar de dogmático a un ser racional por excluir "dogmáticamente" los dogmatismos, el escéptico también puede acusarlo de dogmático por admitir "dogmáticamente" los razonamientos inductivos, pero ambas acusaciones son falaces, ya que excluir dogmas y admitir inducciones son condiciones necesarias para construir la ciencia. Sin lo uno o sin lo otro, no hay ciencia. Es cierto que si alguien se niega a justificar racionalmente sus planteamientos se le puede acusar de dogmático, pero esta regla tiene una única excepción: no se le puede pedir a un ser racional que justifique racionalmente las condiciones necesarias de la racionalidad. Ello es imposible, pero no por un defecto o laguna de la racionalidad, sino por la naturaleza de la irracionalidad, inmune, por definición, a las justificaciones racionales.

Ya hemos indicado más arriba que con esto no pretendemos afirmar que sea imposible hacer que una persona irracional acabe entrando en razón, pero, si esto es posible o no, es un problema que corresponde estudiar a la psicología, pues se trata de dilucidar qué puede y qué no puede hacer un cerebro humano. Por otra parte, la ética tendría que decir algo sobre si es bueno o malo hacer entrar en razón a una persona que, tal vez, sea más feliz en su irracionalidad. También conviene insistir en que la irracionalidad es una cuestión de grado: alguien empecinado en creer que un hombre resucitó hace dos mil años puede ser absolutamente racional en cualquier cuestión que no sea ésa.

Debemos matizar que puede ocurrir que alguien crea en la resurrección de Jesucristo sin que por ello se le pueda calificar de irracional. Esto sucede si esta persona no es capaz de imaginar una explicación alternativa al hecho de que se haya escrito un libro que ha gozado de tanta aceptación y credibilidad en el que se relata la resurrección de Jesucristo. Esto no es irracionalidad, sino desinformación. Se han escrito muchas páginas falaces encareciendo la exactitud histórica de la Biblia, la evidencia de sus profecías, etc., páginas que pueden fácilmente engañar a muchos seres racionales, que sólo pueden controlar por sí mismos la lógica de los argumentos, pero no los dogmas o los falsos hechos insertados en ellos. Refutar tales falacias daría pie a un libro entero o, teniendo en cuenta su abundancia, a varios libros, pero no es ése el propósito de este trabajo.

Por otra parte, esto pone en evidencia un hecho que debemos tener presente: la racionalidad o irracionalidad de una teoría es relativa a la información disponible: una teoría científica seria, construida a partir de unos datos empíricos, puede ser desestimada a partir del momento en que se disponga de nuevos datos, y ésta es una de las características más importantes del método científico: un ser racional adapta sus teorías a los hechos, lo que supone sustituir unas teorías por otras si los hechos así lo requieren; en cambio, un ser irracional que desee sostener dogmáticamente una teoría, manipulará los hechos a su conveniencia para asegurarse de que puede seguir sosteniéndola a cualquier precio o, a lo sumo, la modificará en aspectos no esenciales para mantener su núcleo intacto.

En particular, puesto que cualquier teoría científica puede ser rechazada en un futuro a la luz de nuevas experiencias, nadie sensato puede pretender que la ciencia posee la descripción última y verdadera del mundo. El concepto de verdad, a este nivel, se vuelve metafísico e inaccesible. La ciencia, en un momento dado, es la mejor descripción del mundo que la razón ha logrado destilar hasta ese momento de las experiencias disponibles, y esto basta para que pueda ser presentada como lo que debe creer sobre el mundo cualquier ser que quiera tenerse a sí mismo, y ser tenido por los demás, como ser racional.

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La teoría del conocimiento