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Existen dos clases de libros de física. Por una parte
están aquellos que presentan la física en forma
deductiva, es decir, que parten de unas leyes que describen el
mundo (o
uno de sus aspectos, como la gravitación, el electromagnetismo,
etc.) y a partir de ellas deducen consecuencias. Es evidente que
tales
libros son incompletos, en el sentido de que, si la física
sólo fuera eso, sería una teoría tan
dogmática
como cualquier otra. Es esencial que las leyes aceptadas por la
física no son arbitrarias, sino que proceden de la experiencia
mediante una serie de inducciones honestas. Esto nos lleva a la
segunda
clase de libros, que son los que presentan las leyes de la
física, no como principios, sino como el final de un proceso
inductivo basado en experimentos. Dentro del grado de libertad
que uno
tiene para exponer la física en un orden u otro, estos libros
parten necesariamente de conceptos cotidianos, tales como el
espacio,
el tiempo, el movimiento, la masa, bolas que chocan, cañones que
disparan proyectiles, etc. Es evidente que si queremos
experimentar
para extraer consecuencias sobre cómo se comporta el mundo
tendremos que tratar con bolas, relojes, espejos, tubos de
ensayo,
telescopios, radares, aceleradores de partículas, etc. En
definitiva, las inducciones que llevan a proponer leyes físicas
parten necesariamente de un conocimiento "cotidiano" del mundo,
que es
lo que vagamente se conoce como "sentido común".
Ahora bien, si queremos llegar a una teoría racional,
adogmática, sobre el mundo, tendremos que vigilar que no se
cuelen dogmas inadvertidamente en un sentido común mal
entendido. De hecho, la física moderna ha demostrado que el
sentido común debe ser revisado. Por ejemplo, es de
sentido común que el tiempo es el mismo para todos, mientras que
la teoría de la relatividad concluye justo lo contrario. Son
muchos los aspectos de la física que causan desconcierto a los
principiantes: hay partículas que surgen de la nada y
desaparecen en ella, otras van de un sitio a otro sin pasar por
puntos
intermedios, otras son a veces partículas y a veces ondas, tal
vez es posible en teoría caminar constantemente en línea
recta y acabar en
el punto de partida, etc. La reacción más frecuente entre
los principiantes, y también entre los no principiantes, es la
de huir hacia adelante: en lugar de reflexionar sobre cómo es
posible que la razón contradiga al sentido común, se
asume que es así. Extrañarse y dudar de la física
es propio de "novatos", mientras que sonreír diciendo "esto es así, y ya te
acostumbrarás", queda mucho más profundo y
profesional. Así, deben de ser muchos los físicos que
simplemente saben que, en determinados contextos, han de
prescindir de
lo que les dice el sentido común, aunque no sepan muy bien por
qué.
Sin embargo, las cosas se pueden hacer bien. La física no
tiene por qué descansar en un barullo de conceptos mal
entendidos y de aplicación restringida. El análisis de
estos conceptos y hechos fundamentales en los que se basa
nuestro
conocimiento del mundo es lo que se conoce como teoría del conocimiento, y
es precisamente el propósito de este trabajo. Sería
erróneo entender que la teoría del conocimiento es la
parte más básica y elemental de la física. Por el
contrario, la naturaleza de ambas disciplinas es muy diferente.
Para
entender esto vamos a poner un ejemplo de problema que queda
fuera del
alcance de la física y que corresponde, en cambio, a la
teoría del conocimiento. Es una posibilidad filosófica
que últimamente ha sido explotada en el argumento de muchas
películas, la más famosa de las cuales es, sin duda, Matrix.
En Matrix, la
humanidad ha
sido conquistada por una raza de máquinas que, no obstante,
necesitan mantener vivos a los humanos y, para tenerlos
dominados, los
han conectado a un gigantesco ordenador que controla todas las
terminaciones nerviosas de cada persona. Los seres humanos viven
atados
a una cápsula en la que son alimentados y mantenidos
artificialmente, pero ellos no son conscientes de ello, sino que
el
ordenador les hace ver Matrix,
una realidad virtual idéntica a la Tierra antes de que las
máquinas dominaran el mundo. Si una persona quiere, por ejemplo,
mover su mano, su cerebro envía un impulso nervioso que es
recogido e interpretado por el ordenador, de modo que Matrix responde enviando a
dicho
cerebro los impulsos nerviosos que éste interpretará como
que su mano se está moviendo de la forma deseada, pero, en
realidad, la mano no se mueve. El problema es, ¿podemos asegurar
que lo que vemos no es Matrix?
Observemos que no podemos objetar que es físicamente
imposible controlar de ese modo las terminaciones nerviosas de
la
gente, tanto por razones anatómicas como tecnológicas,
porque nadie nos garantiza que la física y la anatomía
que conocemos sean reales. Tal vez el mundo real tiene una
física diferente de la que Matrix
nos muestra e, igualmente, la anatomía humana puede ser distinta
a la que parecemos tener dentro de Matrix.
Quizá con la física, la tecnología y la
anatomía reales sí es posible la existencia de Matrix. Quizá Matrix nos muestra unas
condiciones
distintas precisamente para que creamos que la existencia de Matrix es imposible.
Esta "teoría" no es nueva. Berkeley
defendía, no como una mera hipótesis, sino como un hecho
probado, que Dios es la causa de las percepciones que tienen las
almas,
de modo que, para Berkeley, Dios era una versión espiritual de Matrix.
Es cierto que no tenemos ningún dato empírico que nos
lleve a postular que vivimos en Matrix,
si bien no es menos cierto
que, si lo que vemos es Matrix,
no puede haber ningún dato empírico que lo sugiera. En
cualquier caso, debemos reconocer que postular la existencia de
Matrix sería caer en el
dogmatismo arbitrario que hemos criticado en el artículo
anterior. Ahora
bien, vamos a ver que el mero hecho de que Matrix sea una posibilidad,
por
remota que ésta sea, nos permite concluir algo que no tiene nada
de hipotético ni, en particular, de dogmático.
Consideremos, por ejemplo, el radiador de calefacción que
estoy viendo en estos
momentos, situado a poco más de un metro de mí. Ocupa una
posición concreta en el espacio y está separado de
mí por un espacio vacío (ocupado por aire, naturalmente).
Sin embargo, nada de esto contradice la posibilidad de que sólo
sea una imagen en mi mente generada por un ordenador que
controla mis
nervios ópticos. Así pues, el hecho de que yo pueda ver y
tocar el radiador no prueba que exista. Hasta aquí todo son
supuestos exóticos, pero ahora viene la consecuencia
indiscutible: el radiador que estoy viendo es sólo una imagen en
mi mente, tanto si existe un radiador "ahí fuera" como si no.
Para discutir esto con más precisión conviene
introducir algo de vocabulario: algo externo a mí, no en el
sentido en que el radiador que veo está a un metro de mí,
sino en el sentido de que no forma parte de mí, es un objeto trascendente, mientras que
algo que
sólo es una imagen en mi mente es algo inmanente. Un objeto que conozco a
través de la experiencia (como el radiador del que hablo) es un
fenómeno, y lo que
estoy
afirmando es que los fenómenos son necesariamente inmanentes,
con independencia de si "aparecen" en nuestra mente porque somos
afectados por objetos trascendentes, porque estamos soñando o
porque alguien o algo manipula nuestra mente.
Podemos argumentar de este modo: supongamos que existe un
objeto
trascendente al que llamar radiador, y que éste me afecta de
algún modo. Por ejemplo, la luz que él refleja llega a
mis ojos, éstos generan impulsos nerviosos que llegan a mi
cerebro y yo termino viendo un radiador. Lo único que mi cerebro
"sabe" es que le han llegado unos impulsos nerviosos a través de
mis nervios ópticos, y es a partir de ellos desde donde se
genera la imagen que yo veo, luego lo que yo veo, el radiador
como
fenómeno, no es lo mismo que el radiador trascendente. Lo
seguiría viendo si el radiador trascendente no estuviera
ahí y algo hiciera que mis nervios ópticos transmitieran
los impulsos adecuados. Insistimos en que el hecho de que yo
sitúe el fenómeno a un metro de mí no contradice
que esté en mi mente, pues, por el mismo motivo, puedo concluir
que todo el espacio que veo está en mi mente.
Más aún, aunque supongamos que existen objetos
trascendentes, faltaría saber hasta qué punto las
imágenes que me generan se corresponden con ellos. Como dijo
Bertrand Russell, decir que
veo una
estrella porque veo la luz que procede de ella es como decir
que estoy
viendo Australia cuando veo a un australiano. Si un
objeto
trascendente me afecta, lo único que yo conozco es el efecto que
tiene sobre mí dicha interacción, a saber, el
fenómeno que percibo, pero no tengo ninguna información
sobre las características del objeto que ha causado ese
fenómeno. El ejemplo de Matrix
prueba que ni siquiera puedo estar seguro de que exista.
Quizá el lector piense que esto que estamos diciendo
contradice de pleno al sentido común, pero no es así. El
sentido común afirma que ahí, a un metro y pico de
distancia, hay realmente un radiador, blanco, metálico, que es
algo externo a mí (precisamente por estar a un metro y pico de
distancia), y que, en particular, no está en mi mente, en mi
cerebro, el cual está situado en mi cabeza, relativamente lejos
del radiador. Ahora es crucial entender que no estamos negando
nada de
esto. Ciertamente, el radiador es un objeto real situado en un
espacio
real a una distancia de mi cerebro real, así lo dice el sentido
común y no tenemos motivos para dudar de ello. Lo que estamos
discutiendo es la naturaleza de esa realidad, y observamos que
puede
tratarse de una realidad trascendente o de una realidad virtual.
El
sentido común describe la realidad que conocemos y, dentro de
los límites de lo cotidiano, como a la hora de describir uno
de los radiadores de mi casa, hace bien su trabajo. Respecto al
análisis
del conocimiento que me proporciona el sentido común desde el
punto de vista de la teoría del conocimiento, el sentido
común no acierta ni se equivoca, porque no tiene nada que decir.
Podemos expresar esto de la forma siguiente: tanto el espacio que percibimos como los fenómenos que vemos en él, son empíricamente reales, lo que significa que no nos equivocamos cuando, al tratar de entender racionalmente nuestra experiencia, decimos que "están ahí fuera". Todo lo que la ciencia pueda decir sobre mi radiador es correcto. Ahora bien, al mismo tiempo hemos de concluir que son trascendentalmente ideales, lo cual significa que si pensamos en una hipotética realidad trascendente, el espacio y los fenómenos que vemos en él no tienen cabida en ella más que como ideas, como contenidos mentales, tal vez reflejos (con un grado de fidelidad desconocido a priori) de los objetos trascendentes que conforman dicha realidad. Lo que el lector debe tener bien presente es que la ciencia no describe una hipotética realidad trascendente, sino la realidad empírica que nos muestra la experiencia, y, por ello, no le afecta en nada cuál pueda ser la naturaleza de esa realidad. Si vivimos en Matrix, la ciencia describe la realidad de Matrix, que es una realidad diseñada por un programador informático, pero eso no cambia ninguna ley física.
Si el lector quiere creer que la realidad empírica es un fiel
reflejo de una realidad trascendente, es libre de hacerlo.
Aunque en
sentido estricto se le podría tachar de dogmático, se
trata de un dogmatismo inocuo, ya que dicha afirmación
no contradice en nada a ninguna afirmación racional ni tiene
ninguna consecuencia práctica. Es lo que podemos llamar una afirmación metafísica,
sobre la que no puede decirse nada fundado, ni a favor ni en
contra, ni
a su vez se deduce ninguna consecuencia a favor o en contra de
ninguna
afirmación científica.
Se trata de otra pregunta que la ciencia no puede responder. Lo
máximo que puede hacer la ciencia es comprender completamente el
funcionamiento del cerebro humano (cosa difícil, pues no es muy
ético manipular cerebros vivos, y eso entorpece enormemente la
investigación), pero muchas personas afirman "ver" en sí
mismas algo que no puede encontrarse en un cerebro o en
cualquier otro
objeto material, y postulan la existencia de algo llamado alma, que sería algo capaz
de pensar, de ver colores, oír sonidos, etc., atributos que no
pueden predicarse de la materia. No vamos a discutir aquí si la
existencia del alma es evidente, dudosa o falsa, pues aún no
estamos en
condiciones de hacerlo seriamente, pero diremos únicamente que,
mientras la existencia de objetos trascendentes es
indudablemente
problemática, se podría alegar que el hecho de que yo sea
un ser consciente me pone en situación de saber con certeza que
existe al menos un alma (la mía).
Hemos usado el ejemplo hipotético de Matrix para demostrar que los
fenómenos son trascendentalmente ideales, es decir, para
demostrar que no tienen por qué tener un sustrato trascendente.
Sin embargo, no podemos usar ese mismo ejemplo para demostrar
que la
conciencia no necesita un alma como sustrato trascendente.
Aunque
estuviera conectado a Matrix,
mi alma, en caso de existir, seguiría ahí, representando
su papel. El análogo a Matrix
como refutación de la necesidad de la existencia del alma
serían sus personajes virtuales, aunque podemos simplificar el
ejemplo considerando tan sólo un androide de los muchos que
aparecen en las películas de ciencia-ficción. Pensemos,
por ejemplo, en C3PO, el androide más famoso de la saga de La guerra de las galaxias.
Imaginemos que la ciencia es capaz de construir un androide como
C3PO,
un androide que se comporta exactamente igual que un ser
humano. En particular afirma ver, oír, pensar, se enfada, se
preocupa, etc. La pregunta es: ¿Es C3PO un ser consciente como
cualquier ser humano o sólo parece serlo?
Si alguien responde que un ordenador que se comporte, no sólo
superficialmente, sino profundamente, como un ser consciente es
necesariamente un ser consciente, entonces está negando la
necesidad de que exista un alma inmaterial como sustrato a la
conciencia. Nuestra conciencia sería el efecto de nuestra
actividad cerebral y, en cierto sentido, todos seríamos
máquinas. Recíprocamente, quienes crean que la conciencia
no puede ser un atributo de la materia, opinarán que, a lo sumo,
un ordenador podrá ser programado para reconocer imágenes
y sonidos, procesar información verbal, etc., pero
que ello no significa que vea, oiga o piense en el sentido en
que lo
hace un ser consciente.
Por otra parte, hay quienes no ven diferencia entre un
ordenador y
un
cerebro, pero no concluyen que los ordenadores puedan ser
conscientes, sino que los cerebros tampoco pueden serlo. A
partir de
ahí, su línea de razonamiento es la siguiente: Yo soy un
ser consciente, no me cabe duda, pero en el mundo no veo nada
que se
parezca a mí. Veo cerebros en acción, similares al
mío, pero no creo que mi conciencia sea la mera actividad de mi
cerebro y no veo nada en los demás que sea similar a mi
conciencia, luego concluyo que yo soy el único ser consciente
del mundo. Los demás son máquinas. Esto sería una
versión moderada del llamado solipsismo
(sólo existo yo). La versión fuerte no sólo niega
la existencia de otras conciencias, sino la existencia del mundo
en
general (todo el mundo está en mi mente).
Observemos que todas las posiciones que estamos describiendo
son
metafísicas: aunque la ciencia construya un androide como C3PO,
podrá decir todo sobre cómo funciona, pero no
podrá decir nada sobre si es consciente o no en el mismo sentido
en que lo es un ser humano. Más aún, sin construir
ningún androide, no hay ningún experimento físico
por el que un solipsista pueda ser convencido de que las demás
personas son realmente conscientes. Nuevamente, las distintas
posturas
sobre la existencia de almas o de conciencias son débilmente
dogmáticas, ya que su carácter metafísico hace que
no puedan contradecir en nada a la ciencia. Aquí es importante
entender que hablamos de almas como meros soportes inmateriales
de la
conciencia. Si alguien carga a este concepto con un contenido
religioso
y, a partir de ahí, empieza a extraer consecuencias peregrinas,
entonces sí estará siendo dogmático en el sentido
fuerte de estar introduciendo componentes irracionales en su
concepción del mundo, pero no por
postular la existencia de almas, sino por atribuirles
dogmáticamente características que no tienen nada que ver
con su mera capacidad de conocer.
La teoría del conocimiento no puede responder a preguntas
metafísicas, pero sí puede analizar los conceptos que
éstas involucran, como realidad, conciencia, etc. y concluir que
las preguntas metafísicas son mucho menos relevantes de lo que
parecen a primera vista.
Podríamos seguir planteando muchas más preguntas que
puede abordar la teoría del conocimiento (sin caer en la
metafísica), como por ejemplo, ¿qué
es el espacio?,
o si los fenómenos son contenidos mentales ¿en qué sentido podemos
decir que existe un fenómeno cuando nadie lo ve o piensa en
él?, etc., pero es insensato tratar de ocuparse de
ellas
sin orden ni concierto. Lo único que hemos pretendido con los
ejemplos precedentes es dar algunas pinceladas que den una idea
aproximada al lector de en qué consiste la teoría del
conocimiento y por qué es una disciplina de distinta naturaleza
que la ciencia. Podríamos resumir esta diferencia diciendo que,
mientras la
ciencia trata de proporcionarnos un conocimiento concreto sobre
el
mundo a partir de nuestra experiencia, la teoría del
conocimiento trata de proporcionarnos un
conocimiento sobre el conocimiento mismo. Si comparamos la
ciencia con
la comprensión de un texto, la teoría del conocimiento es
el análisis de la gramática de la lengua en que
está escrito el texto. La ciencia se preocupa de entender frases
concretas, mientras que la teoría del conocimiento estudia las
frases en general, pero no se interesa por ninguna en
particular.
Cuando usamos la razón para entender
las experiencias, es
decir, para construir teorías científicas, podemos hablar
de un uso empírico de
la razón o, con un ligero abuso de lenguaje, pues razón
no hay más que una, podemos hablar de la razón empírica; por
el contrario, cuando usamos la razón para teorizar sobre el
conocimiento mismo, sin tratar de interpretar ninguna
experiencia
concreta, podemos hablar de un uso
puro de la razón, o de la razón pura. En estos
términos, la principal aplicación de la teoría del
conocimiento es llevar a cabo lo que Kant llamó una crítica de la razón pura,
que distinga qué estamos legitimados a afirmar a priori sobre el
mundo y qué no, dónde acaba lo que racionalmente podemos
decir
sobre el mundo y dónde empieza la metafísica, sobre la
que no hay nada objetivo (ni relevante) que decir, o cuál es el
contenido y el alcance del llamado "sentido común", de manera
que comprendamos por qué sus principios no son aplicables en
determinados contextos que se
alejan demasiado de lo cotidiano.
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