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Mientras que la caída del Imperio Romano de Occidente
simboliza a la perfección el tránsito de la Edad Antigua
a la Edad Media, no es tan fácil elegir un acontecimiento que
sirva como referencia del tránsito de la Edad Media a la Edad
Moderna. Los más populares son la caída de
Constantinopla, que puede ser considerada como la caída del
Imperio Romano de Oriente, y el descubrimiento de América, pero,
simbolismos aparte, es razonable considerar que la Edad Media termina
en el siglo XV: Europa era esencialmente medieval a principios del
siglo XV y era esencialmente moderna a finales del siglo XV. Y aun
dándonos este amplio margen, no está de más
insistir en que se trata de un tránsito tan gradual que hay que
tener presente que muchos aspectos modernos están ya presentes
en los
últimos siglos medievales, al igual que algunos aspectos
medievales pervivirán en los siglos modernos. Por otro lado,
también hemos de señalar que esta evolución no se
produjo al mismo ritmo en todos los países, sino que en cada
momento hubo países más modernos y países
más medievales en unos u otros aspectos.
En el plano político, el paso a la Edad Moderna se
caracteriza por la formación de grandes estados centralizados.
Según hemos visto, en la Alta Edad Media Europa era un mosaico
de pequeños territorios, sometidos únicamente a la
autoridad del señor feudal de turno. Estos territorios se
organizaban en una estructura feudal piramidal que culminaba en el rey,
pero la autoridad de éste era muy limitada, y no iba más
allá de dirigir una rudimentaria política exterior (que
consistía esencialmente en reunir a sus caballeros para guerrear
contra el reino vecino, o contra los musulmanes, o contra algún
vasallo especialmente rebelde, etc.). Además, los reyes
consideraban sus dominios como una propiedad personal que podían
repartir entre sus hijos, que luego trataban de recomponerlos para
volver a repartirlos, en un proceso bastante traumático. A lo
largo de la Edad Media esto había ido cambiando. La autoridad de
los reyes había ido creciendo a la vez que surgía el
concepto de estado indivisible, cohesionado por el sentimiento nacional
de sus habitantes. Para acrecentar su autoridad, los reyes se valieron
de los conflictos
de intereses entre la nobleza, la burguesía y el clero,
apoyándose en uno u otro estamento según las
circunstancias, pero éstos también obtenían
contrapartidas por su apoyo a la monarquía. Estos procesos se
canalizaron a través de parlamentos que conferían
legitimidad y autoridad a los reyes a la vez que las limitaban. El
siglo
XV contempló la última etapa de esta evolución que
terminó de consolidar monarquías más o menos
tambaleantes.
Pero los cambios más espectaculares por los que podemos
considerar terminada la Edad Media son los de índole social,
económica y cultural. En el plano social, el cambio más
significativo había sido la emancipación de la
burguesía urbana, que había ido adquiriendo un peso
político equiparable al de la nobleza y el clero. A comienzos de
la Edad Media, Europa no contaba más que con una rudimentaria
economía agrícola de subsistencia, mientras que ahora
florecían la industria y el comercio. Se manufacturaba toda
clase de artículos, los bancos proporcionaban servicios
financieros modernos: préstamos, seguros, letras de cambio,
etc., las rutas comerciales recorrían Europa y la conectaban con
el lejano Oriente por mediación de los musulmanes.
El clero había realizado una tarea valiosísima al
conservar los restos de la cultura clásica y, llegado un punto,
al tratar de revivirla, pero fueron los renacentistas italianos, en su
gran mayoría burgueses, movidos al principio por una especie de
nacionalismo deseoso de desempolvar las viejas glorias de Italia, los
que multiplicaron ese afán de recuperar la cultura. Ciertamente,
muchos sectores de la nobleza y el clero se sumaron al empeño,
pero fue la participación de la burguesía la que
permitió que el renacimiento no se redujera a un movimiento
elitista reservado a unos pocos privilegiados, sino que arraigara
hondamente en la sociedad y se extendiera desde Italia hasta el resto
de Europa. Naturalmente, estamos hablando en términos relativos:
gran parte de la población europea era y seguiría siendo
inculta durante siglos.
El movimiento renacentista italiano se encuentra, pues, a caballo
entre la Edad Media y la Edad Moderna. Si su primer siglo, el llamado cuatrocento, se considera medieval,
su segundo siglo, que ahora iba a dar comienzo, el cinquecento, es moderno. En
realidad, si entendíeramos el término "renacimiento" en
sentido literal, tendríamos que darlo por concluido, pues la
cultura clásica ya había renacido. Europa ya había
recuperado el saber clásico y estaba preparada para superarlo.
Por ejemplo, los antiguos conocían bien la forma de resolver
una ecuación algebraica de segundo grado, es decir, una
ecuación que en notación moderna se expresa en la forma ax2+bx+c =0, donde x es la incógnita y a, b, c son números
cualesquiera. La solución se expresa en términos de la
raíz cuadrada del discriminante b2-4ac. Ahora, el matemático
italiano Scipione dal Ferro
encontraba la forma de resolver en términos de raíces una
ecuación de tercer grado de la forma ax3+bx+c =0. No obstante, sólo
en su lecho de muerte reveló su método a uno de sus
alumnos, llamado Fior.
Nicolás Copérnico había acudido a Roma con
motivo del jubileo. Allí enseñó astronomía
y frecuentó la curia vaticana.
La aparición de la imprenta había acelerado
drásticamente el proceso de difusión del saber. El editor
y humanista Aldo Manuzio empezó a publicar libros
pequeños, más baratos, el equivalente a lo que hoy
llamamos ediciones de bolsillo. El primer libro de esta serie fue un
libro de poemas de Virgilio, al cual le siguieron muchos otros.
Mientras tanto se publicaba en Castilla la segunda edición de
la Comedia de Calisto y Melibea,
que pronto fue conocida comúnmente como La Celestina. La primera
edición era del año anterior, y en unos versos
acrósticos se dice que fue "acabada" por el bachiller Fernando de Rojas. En esta segunda
edición se añadía una epístola "del autor",
en la que explica que halló el primer acto manuscrito y
anónimo y lo continuó con quince más. La obra
está escrita en forma de diálogo, como una obra de
teatro, pero sin que en ningún momento se haga indicación
alguna a decorados o movimientos de los personajes. Trata sobre un
joven rico y hermoso, llamado Calisto, que, al ser rechazado por su
amada Melibea recurre a la mediación de una alcahueta llamada
Celestina y de diversos criados. Al final Calisto muere en un accidente
y Melibea se suicida. Su argumento, cotidiano y realista, muy bien
planteado y desarrollado, hizo muy popular a la obra, que pronto
fue traducida al italiano, al alemán, al francés, al
inglés y al latín.
Alberto Durero puede considerarse el primer pintor renacentista
alemán. Ese año pintó el más famoso de sus
autorretratos, en el que se muestra de frente en una actitud serena y
majestuosa.
El progreso cultural se produjo a la par del progreso
técnico. Además de numerosas mejoras e innovaciones en
los procesos de producción, hemos de contar la invención
de la imprenta, que ya hemos destacado; la aparición de los
cañones y otras armas de fuego, que revolucionaron el arte de la
guerra, devolviendo la primacía al cálculo y la
estrategia frente a la fuerza bruta; o las innovaciones en la
navegación, que posibilitaron los grandes viajes
oceánicos, cuyas repercusiones no tardarían en imprimir
su sello en la política, la economía y la sociedad de la
nueva era.
Entre los inventos más recientes se encontraban los relojes
portátiles. Los primeros relojes mecánicos tenían
más de cien años, si bien eran muy voluminosos y de
escasa precisión, pero hacía unas décadas que unos
relojeros de Nuremberg habían tenido la idea de sustituir las
pesas por un muelle para producir el movimiento de la maquinaria, lo
que permitió reducir su tamaño hasta convertirlos en
portátiles. Se dice que Ludovico Sforza, el duque de
Milán, llevaba desde hacía veinte años un reloj en
lugar de uno de los botones de su traje. El arzobispo de Colonia
también exhibia muy orgulloso uno en el pomo de su báculo.
Por último, el fin de la Edad Media también se
corresponde con cambios trascendentales en materia de religión.
Durante la Edad Media el paganismo fue erradicado de Europa (a menudo
erradicando a los paganos) y sustituido por una de las dos versiones
oficiales del cristianismo: la católica o la ortodoxa. Esto fue
un hecho fundamental para la difusión de la cultura y el
progreso. El Papado había mantenido dos
grandes disputas: una sobre la primacía del Papa sobre el
Patriarca de Constantinopla y otra sobre la primacía del Papa
sobre los reyes y emperadores de la cristiandad. La caída de
Constantinopla había liquidado la primera cuestión. No es
que la religión ortodoxa se extinguiera, ni mucho menos (Grecia
no se islamizó y los Balcanes sólo en parte), pero
dejó de tener relevancia política, salvo en Rusia.
Respecto a la segunda, el Papado había perdido rotundamente: no
sólo no logró someter la política a la
religión, sino que
la religión se sometió a la política. Alejandro VI
era esencialmente un estadista que usaba su dignidad papal como un
recurso más para llevar adelante sus proyectos políticos
y para ocupar un lugar privilegiado en la política internacional.
En Francia e Inglaterra habían triunfado respectivamente el
galicanismo y el anglicanismo, que defendían el derecho del rey
a regular los asuntos religiosos del país. En principio esto no
suponía ninguna discrepancia en cuanto al dogma (salvo, a lo
sumo, en lo referente a las atribuciones del Papa), mientras que en
Bohemia los husitas habían llegado incluso a imponer algunas
variantes respecto del catolicismo oficial. Los Reyes Católicos,
a pesar de su engañoso nombre, no habían dudado en
chantajear al Papa Sixto IV sacando a la luz sus trapos sucios cuando
éste pretendió negarles su derecho a nombrar obispos.
Sin duda, hay que interpretar en clave política (que no es
sinónimo de acertada) las expulsiones masivas de judíos
producidas en Castilla, Aragón, Portugal y Nápoles en la
última década. Parte de ellos había pasado a
África y desde allí se fueron desplazando hacia el
Imperio Otomano, en busca de civilización. Los que habían
pasado a Nápoles pasarona su vez a los Balcanes y terminaron
reuniéndose con el otro grupo. Estos judíos procedentes
de la península Ibérica subsisten en la actualidad y se
llaman sefardíes.
Originariamente hablaban castellano, catalán o portugués,
pero finalmente el castellano se impuso entre ellos, excepto en algunos
grupos emigrados a los Países Bajos y otros puntos de
Europa, que conservaron el portugués, aunque finalmente lo
sustituyeron por la lengua local. Por el contrario, la mayoría
de los sefardíes actuales continúa hablando una mezcla
entre el castellano del siglo XV, el hebreo y numerosas intrusiones de
otras lenguas. Con la expulsión de los sefardíes
adquirieron mayor importancia las comunidades judías de Alemania
y Polonia. Son los llamados askenazíes,
que hablaban una mezcla entre hebreo y alemán, más
alemana que hebrea.
Los sefardíes fueron expulsados porque no estaban sometidos
al control de la Iglesia, en especial al de la Santa
Inquisición. Otro tanto sucedía con los musulmanes de
Granada, y por ello estaban siendo forzados a convertirse al
cristianismo. Estos moros conversos eran llamados moriscos, y es fácil
adivinar que no eran muy devotos. Habían sido expulsados de las
ciudades y vivían en el campo, dedicados a la agricultura, la
artesanía o al comercio en pequeña escala. Acosados por
el Santo Oficio y por los abusos de los señores, ese año
estalló una revuelta, que fue duramente sofocada, y no
sería la única.
La evidente corrupción de la Iglesia, que afectaba desde los
capellanes más miserables hasta al mismo Papa, había sido
objeto de denuncia por diferentes sectores de la cristiandad, desde los
creyentes más humildes hasta teólogos eruditos. Casi
todos habían sido declarados herejes y masacrados
convenientemente, pero las denuncias seguían proliferando. El
best seller del año fue
la primera edición de Adagiorum
collectanea, de Erasmo de Rotterdam. (En
las dos décadas siguientes se imprimirían treinta y
cuatro mil ejemplares, lo que es especialmente admirable para un texto
en latín.) Es una
colección de dichos comentados en la que se hallan frases
mordaces como éstas:
Los griegos decían que Andóclides fue grande porque en su tiempo había confusión; los teólogos producen la confusión para hacerse ellos grandes.
El Evangelio dice que los sacerdotes devoran los dineros que ha conseguido reunir el pueblo con su trabajo; pero los hallan tan difíciles de digerir que tienen que hacerlos pasar con vino bueno.
Europa seguía siendo, sin duda, incondicionalmente cristiana,
pero esto no estaba reñido con la presencia de un cierto recelo
hacia la Iglesia Católica que muchos individuos albergaban en
mayor o menor grado, y con mayor o menor consistencia. Quizá
podríamos comparar la religiosidad "moderna" con el patriotismo
contemporáneo: hoy en día hay individuos más
patriotas y menos patriotas, individuos que pueden sentirse muy
orgullosos de su patria en determinadas conmemoraciones o en eventos
deportivos y, a la vez, maldecir a su gobierno, censurar pasajes de su
historia o evadir impuestos si lo estiman oportuno.
No debería hacer falta aclarar que la división entre
Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna sólo se aplica con
propiedad a la Europa cristiana, pues sólo en ella se produjeron
los cambios que aquí hemos resumido y que dan sentido a estos
términos. Forzando la comparación, tendríamos que
decir que el mundo islámico se estancó en una mezcla
entre la Edad Antigua y la Edad Media. Sus regímenes
políticos fueron despóticos desde el primer momento y
nunca cambiaron: la burguesía nunca tuvo poder político,
no surgieron parlamentos, ni se limitó de ningún modo la
autoridad de los califas, emires o sultanes. Por ejemplo, el derecho en
el Imperio Otomano partía de la base de que todos los
súbditos eran esclavos del sultán. No faltaron buenos
gobernantes que trajeron la prosperidad a sus pueblos, pero la ausencia
de mecanismos que garantizaran la estabilidad provocaba que las glorias
fueran efímeras y las penas duraderas.
En Europa, la riqueza se repartía fundamentalmente entre
amplios sectores de la nobleza, la alta burguesía y el clero
que, si bien constituían un pequeño porcentaje de la
población total, eran mucho más numerosos y activos que
su equivalente musulmán, reducido a una pequeña
oligarquía. Por ello en Europa proliferaban las universidades y
las innovaciones técnicas y artísticas, mientras que en
el mundo islámico la cultura se extinguía. Mientras
Europa era crítica con su religión, el mundo musulman era
tan reverente con la suya como siempre lo había sido. Por cada
irreverente hacia la Iglesia que generaba Europa, el islam generaba
cien fanáticos. El islam, desde sus mismos orígenes, fue
la herramienta perfecta con que las autoridades musulmanas supieron
mantener sumiso a su pueblo, pero esa sumisión se
consiguió al precio del estancamiento: cuando llegó el
momento en que ya no era posible progresar con el esfuerzo de grandes
intelectuales aislados, sino que se requería el esfuerzo
conjunto de miles de personas preparadas para aportar cada una su
pequeño grano de arena, su impulso, sus proyectos, sus ideas,
sus experiencias, Europa tenía esas personas, pero el islam no.
Esto no significa que el islam fuera débil, pues el fanatismo
extremo de los jenízaros otomanos era una fuerza brutal. Si el
islam había sido expulsado de Europa Occidental, no es menos
cierto que había penetrado con fuerza en Europa Oriental,
sumiendo a Grecia y los Balcanes en lo que se ha llamado la noche turca, y nada garantizaba que
esa noche no acabara envolviendo a toda Europa, condenándola a
la Edad Media perpetua que ha vivido desde esta época el islam.
Tras el Imperio Otomano, la otra potencia
musulmana de la época era el Egipto de los mamelucos, que
seguía dominando la costa mediterránea desde Libia hasta
Siria. El Imperio Mongol estaba fragmentado y débil, al igual
que lo que había sido el imperio de Timur Lang, o el sultanato
de Delhi. El reino de Tremecén sólo controlaba las
inmediaciones de su capital. El territorio entre Tremecén y
Túnez también estaba dividido en pequeños
principados. En la península arábiga el
único reino poderoso era Yemen, que controlaba la costa del mar
rojo y con ella buena parte del comercio con Occidente.
Mientras el futuro de la Europa el Este quedaba herido de muerte
bajo la noche turca, en Rusia sucedía justo lo contrario: ya
estaba prácticamente libre de lo que los rusos llamaban el yugo
mongol. Rusia se resentiría de dicho yugo durante el resto de su
historia, pero el vasallaje de Moscú a la Horda de Oro ya era
meramente nominal. Afortunadamente, los rusos no se habían
islamizado, sino
que se habían aferrado al cristianismo ortodoxo, y esto
permitió a
Iván III el Grande, el gran príncipe de Moscú,
aproximarse a
Europa y tratar de recuperar lo más rápidamente posible
el tiempo perdido. Se esforzó por por dar a conocer su estado a
los soberanos europeos, invitó a su corte a artistas italianos
y, en suma, hizo del estado moscovita un estado moderno, centralizado,
al estilo europeo, quizá más absolutista de lo que le
hubiera convenido y de lo que hubiera sido si su historia hubiera
podido transcurrir por el mismo rumbo que la de sus vecinos
occidentales.
La China de los Ming se encontraba en un término medio entre
Europa y el
mundo musulmán. Su progreso científico también se
había estancado, pero su cultura y su estructura social eran
bastante más sólidas y avanzadas que las musulmanas.
Contaba con un eficiente cuerpo de funcionarios cultos que, en cierto
modo, sustituía a la burguesía europea. Además, el
pueblo chino distaba mucho de tener la docilidad musulmana, y no dudaba
en suscitar revueltas cuando el gobierno no satisfacía sus
necesidades. Tampoco faltaba el sentido crítico entre los
escritores: una novela popular en la época, Shuihu zhuan (Al borde del agua)
describe las costumbres disolutas de los mandarines y defiende a los
bandidos.
El estancamiento científico de China no se debía tanto
a la falta de intelectuales como al academicismo: cuando se considera
que los conocimientos forman un cuerpo cerrado, perfectamente
organizado, que se enseña como corresponde y se aprende como
corresponde, es muy difícil que surjan innovaciones, pues
éstas no caben en el sistema, sino que más bien lo
trastocan, y por ello son rechazadas. En Europa sucedía algo
similar con la filosofía escolástica, totalmente
sistematizada por las universidades. Había asimilado a su manera
toda la ciencia aristotélica, y era más fácil
convencer a un profesor universitario de que el cielo era verde antes
que de la conveniencia de modificar una sola palabra de un libro si
estaba avalada por el estagirita.
Volviendo a China, hacía unas décadas que había
empezado a enviar grandes expediciones navales a la India y a
África, pero éstas cesaron repentinamente. No se sabe la
causa a ciencia cierta: tal vez fueran demasiado costosas para el
Estado, o también es posible que China decidiera que no
quería saber nada del exterior. Hasta entonces, lo único
que había llegado a China del exterior eran bárbaros, y
mostrarse al mundo era una forma de atraer bárbaros.
Entre los bárbaros del exterior bien podían contar a
los japoneses. Habían tratado de imitar el modelo de gobierno
chino y de asimilar su cultura, pero ahora Japón era un campo de
batalla en el que algo más de un centenar de señores
combatían entre sí con la ayuda de bandas de
campesinos-guerreros que no respetaban las caballerosas reglas de los
samurai. La corte, ociosa y arruinada, se había desentendido de
la situación.
Del resto del mundo, poco hay que decir: las culturas que
habían superado el neolítico no eran muy diferentes de
las que ya existían tres mil años antes en algunos
lugares del planeta. Y la mayoría de las que no conocían
aún la moderna cultura europea no tardarían mucho en
tener
el
gusto (un gusto amargo, como es fácil prever).
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