DIARIO
DE LAS
SESIONES DE CORTES

CONGRESO DE LOS DIPUTADOS
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PRESIDENCIA DEL EXCMO. SR. D. DIEGO MARTÍNEZ BARRIO
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SESIÓN CELEBRADA EL MARTES 16 DE JUNIO DE 1936

[...] El Sr. PRESIDENTE: Se va a dar lectura a una proposición no de ley presentada a la Mesa.

El Sr. SECRETARIO (Trabal): Dice así:
"A las Cortes.— Los diputados que suscriben ruegan a la Cámara se sirva de aprobar la siguiente proposición no de ley:
Las Cortes esperan del Gobierno la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión que vive España.
Palacio de las Cortes a 11 de junio de 1936.
José María Gil Robles.—Andrés Amado.—Ramón Serrano Suñer.—Germiniano Carrascal.—Antonio Bermúdez Cañete.—José María Fernández Ladreda.—Jesús Pabón.—Juan Antonio Gamazo.—Pedro Rahola.—Siguen has firmas hasta 34."

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Gil Robles tiene la palabra para defender su proposición.

El Sr. GIL ROBLES: Señores Diputados, espero que el espíritu más suspicaz encuentre plenamente justificado el planteamiento del tema a que se refiere la proposición no de ley que acaba de leerse; ello no implica solamente el ejercicio de un derecho, sino el cumplimiento de un deber por parte de los grupos de oposición de la Cámara; pero aunque no hubiera esta razón, que yo estimo suficiente, lo sería la actitud perfectamente conocida en materia de orden público de alguno de los grupos que apoyan la política del Gobierno (La Sra. Ibárruri pide la palabra.) y habrían de darle mayor actualidad aún las declaraciones formuladas el viernes último por el propio Gobierno de la República. Por ello, señores Diputados, en cumplimiento, como antes decía, de un deber, con toda la serenidad que requiere el momento en que vivimos y con toda sinceridad, que es un tributo obligado a la propia convicción, voy a plantear el tema ante la Cámara. Forzosamente he de hacer mayores alusiones directas a la política del Gobierno que preside el Sr. Casares Quiroga, pero he de hacerlas siempre referidas al conjunto de la política que se viene desarrollando en España a partir del 19 de Febrero. Para hacerlo así no tendría más que recordar que el Gobierno que actualmente rige los destinos de España se ha declarado, desde la cabecera del banco azul, continuador, no sólo en su composición, sino en su orientación y en su programa, del Gabinete que se formó a raíz del triunfo electoral de las izquierdas.

La obra crítica de la labor de un Gobierno ha de hacerse en todo momento, si se quiere que sea justa, en función de las circunstancias en que actúa, de los medios con que cuenta y de los resultados que obtiene. Yo me atrevería a decir, señores Diputados, como punto de arranque de las afirmaciones que después he de sostener, que difícilmente puede encontrarse en la historia política de España un Gobierno que haya contado con más medios para desarrollar su labor.

Bueno será que recordemos algunos hechos. Apenas instaurada la actual situación política a raíz de las elecciones de febrero, el Gobierno se encontró con graves dificultades de orden público, dimanadas de la imposibilidad legal de llevar a la práctica determinados puntos del programa electoral de las izquierdas. Para ver de resolverlas acudió a la Diputación permanente de las Cortes, y ese organismo que, derivado de las Cortes anteriores, tenía legítimamente un signo político contrario, dándose cuenta de las realidades del momento, de que un deber patriótico obligaba a procurar al Gobierno los medios precisos para salvar una posible situación de anarquía, aun violentándose extraordinariamente, votó una serie de medidas que el Gobierno necesitaba. Lo hizo a sabiendas de que, en la hipótesis contraria, no hubiera encontrado por parte de esas fuerzas una reciprocidad. Señores Diputados de la mayoría, cuando en momentos de ofuscación, en algunos instantes (perdonad que os lo diga con esta claridad), acorralados por el resultado de vuestros propios errores, os revolvéis contra las fuerzas de derecha, a las que presentáis como posibles beneficiarias de una situación de anarquía, yo os pediría que recordarais cuál ha sido la posición patriótica de los partidos dentro de la Diputación permanente de las Cortes.

Se reúne la Cámara actual, y el Gobierno, que tiene que acometer una labor legislativa, se encuentra con que por parte de las Cortes no halla trabas ni dificultades; tiene las máximas posibilidades para desenvolver su obra. En primer término, una mayoría que suple con la fuerza del número la fuerza moral que perdió al arrebatar por la violencia unas actas. Después, un Reglamento de la Cámara que hace prácticamente imposible toda obra de obstrucción. (Un Sr. Diputado: Vosotros lo hicisteis.) Por último, una actitud de los grupos de oposición que, convencidos de que se debe intentar hacer una obra nacional, han venido a cumplir su deber sin crear esas dificultades sistemáticas que quizá en algún momento hubiéramos desarrollado como justa correspondencia a la política impuesta por vosotros. No ha habido por esta parte dificultades especiales a la obra del Gobierno.

En el orden gubernativo, a más de los resortes ordinarios del Poder, que son potentísimos cuando se ponen al servicio de una voluntad enérgica, habéis tenido toda clase de medios extraordinarios: leyes de excepción votadas por estas Cortes; suspensión de las garantías constitucionales, mediante prórrogas del estado de alarma, a las cuales en la misma Diputación permanente dieron sus votos las fuerzas de derecha, y por si esto fuera poco, el factor moral que supone la exaltación del triunfo por vosotros conseguido y la depresión natural de vuestros adversarios.

¿Qué más medios materiales y morales podíais apetecer para realizar la obra política que habíais prometido desenvolver dentro de paz y de tranquilidad y que constituye los postulados de vuestra doctrina?

Hace muy pocas sesiones, al pedir el Gobierno una nueva prórroga del estado de alarma, el Sr. Carrascal, en nombre de esta minoría, razonó la imposibilidad por nuestra parte de conceder la nueva prórroga. Bueno será que fijemos otra vez la atención en este asunto. La suspensión de garantías constitucionales —con ello no descubro secreto alguno— es, pura y simplemente, una corrección que los regímenes democráticos y liberales ponen a los posibles excesos del sistema; pero esta corrección que supone la suspensión de garantías y del estado de alarma, para no ser una cosa que en cierto modo se perpetúe en manos de un Gobierno, como ahora ocurre, tiene que justificarse por su equidad y por su eficacia; por su equidad, para que, mediante ella, la arbitrariedad que va inherente al estado de suspensión de garantías no se agrave jamás con la aplicación de medidas injustas, y por su eficacia, para que rinda aquellos frutos que la sociedad debe esperar de la limitación de las libertades individuales. Y yo me pregunto al cabo de cuatro meses que tenéis en vuestras manos estos resortes excepcionales, ¿habéis actuado con equidad y habéis obtenido la eficacia? ¿Habéis cumplido con la equidad? Que lo digan los centenares, los miles de encarcelamientos de amigos nuestros, las deportaciones, no hechas por el Gobierno muchas veces, sino por autoridades subalternas rebeladas contra la autoridad del Gobierno de la República, las multas injustas impuestas a diario en esas ciudades y en esos pueblos, los atropellos continuos a todo lo que somos y significamos. En vuestras manos, el estado de excepción no se ha nutrido de equidad; ha sido una arbitrariedad continua, un medio de opresión; muchas veces, simplemente un instrumento de venganza. Ha muerto en vuestras manos el título primero para tener derecho a aplicar durante mucho tiempo un estado de excepción que no lo empleáis para hacer que todos los ciudadanos estén dentro de la ley, sino para aplastar a aquellos que no tienen el mismo ideario que vosotros, que tienen la valentía de no compartir vuestros ideales. (Muy bien.)

Que así ha ocurrido lo demuestran plenamente —tengo que rendir a este respecto un tributo de justicia— las mismas rectificaciones hechas por el Gobierno desde el Ministerio de la Gobernación a muchos, no a todos los atropellos que se cometen en las provincias españolas. Constantemente, por parte del Ministerio de la Gobernación, y no ahora sólo, en que ocupa la cartera el Sr. Moles, ha habido necesidad de ordenar libertades donde había habido detenciones, aperturas de Centros para corregir determinadas clausuras, rectificaciones, en una palabra, de atropellos y de arbitrariedades cometidas por esas provincias. Y si esto, por una parte, es para el Gobierno el cumplimiento del deber, por otra es el reconocimiento implícito de un estado de subversión en virtud del cual las autoridades inferiores no obedecen los dictados del Gobierno que se sienta en el banco azul.

Habéis ejercido el Poder con arbitrariedad, pero, además, con absoluta, con total ineficacia. Aunque os sea molesto, Sres. Diputados, no tengo más remedio que leer unos datos estadísticos. No voy a entrar en el detalle, no voy a descender a lo meramente episódico. No he recogido la totalidad del panorama de la subversión de España, porque, por completa que sea la información, es muy difícil que pueda recoger hasta los últimos brotes anárquicos que llegan a los más lejanos rincones del territorio nacional.

Desde el 16 de febrero hasta el 15 de junio, inclusive, un resumen numérico arroja los siguientes datos:
Iglesias totalmente destruidas, 160.
Asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto, 251.
Muertos, 269.
Heridos de diferente gravedad, 1.287.
Agresiones personales frustradas o cuyas consecuencias no constan, 215.
Atracos consumados, 138,
Tentativas de atraco, 23.
Centros particulares y políticos destruidos, 69.
Ídem asaltados, 312.
Huelgas generales, 113.
Huelgas parciales, 228.
Periódicos totalmente destruidos, 10.
Asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos, 33.
Bombas y petardos explotados, 146.
Recogidas sin explotar, 78 (Rumores).

Diréis, Sres. Diputados, que esta estadística se refiere a un periodo de agitación y exacerbación de pasiones, a la cual, en su discurso primero en esta Cámara, se refería el Sr. Azaña cuando presidía el Gobierno. Podréis decir que posteriormente, al calmarse el fervor pasional, al actuar los resortes del Poder, al acabar los primeros momentos, ha venido un instante de tranquilidad para España. Me va a permitir la Cámara que brevemente haga una estadística de cuál es el desconcierto de España desde que el Sr. Casares Quiroga ocupa la cabecera del banco azul.

Desde el 13 de mayo al 15 de junio, inclusive:
Iglesias totalmente destruidas, 36.
Asaltos de iglesias, incendios sofocados, destrozos e intentos de asalto, 34.
Muertos, 65.
Heridos de diferente gravedad, 230.
Atracos consumados, 24.
Centros políticos, públicos y particulares destruidos, 9.
Asaltos, invasiones e incautaciones —las que se han podido recoger—, 46.
Huelgas generales, 79.
Huelgas parciales, 92,
Clausuras ilegales, 7.
Bombas halladas y explotadas, 47.

¿Será necesario, Sres. Diputados, que la vista de esta estadística aterradora yo tenga que descender a detalles? ¿Será preciso que vaya recogiendo, uno por uno, detalles que en algunos casos, si vuestra curiosidad tuviera necesidad de ser satisfecha, podrían ir a las páginas del Diario de Sesiones, mediante el permiso de la Presidencia? ¡Ah! pero permitidme, Sres. Diputados, que recoja así, al azar, unos cuantos botones de muestra de esta última temporada de desconcierto y anarquía en que está viviendo el pueblo español.

Un día, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, son los ingenieros de una mina, alguno de ellos extranjero, que durante diecinueve días estuvieron secuestrados y encerrados en el fondo de la mina, sin que el Gobierno tenga fuerza suficiente para acabar con ese conflicto y concluir con esa vergüenza. Otro día, o todos los días, son los asaltos, las detenciones de los coches y automóviles que circulan por las carreteras, para exigirles el pago de una contribución para el Socorro Rojo Internacional, sin que haya una autoridad que evite ese ejemplo bochornoso que no se da en ninguna nación del mundo. Otras veces, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, el desorden y la anarquía se traducen en vergüenza para nosotros como españoles. Ahí está la circular dictada por el Automóvil Club de Inglaterra, diciendo que no se garantiza a ningún coche que entre en el territorio español. Ahí tenéis la vergüenza de lo ocurrido en Canarias, en el Puerto de la Luz, donde la Escuadra española no puede repostarse, y, en cambio, un crucero extranjero, por la fuerza, si es preciso, de sus patrullas, obtiene un combustible que se ha negado a un buque del Estado español. Otro, Sr. Presidente del Consejo, es el caso verdaderamente sangriento que se ha dado en un pueblo de la provincia de Córdoba, donde elementos societarios, con el alcalde a la cabeza, hirieron a un guardia civil... (El señor Jaén: Miente S.S. —Grandes protestas y contraprotestas.)

Antonio Jaén Morente era diputado por Izquierda Republicana.

El Sr. PRESIDENTE: Pase el Sr. Jaén a ocupar su escaño. Los Sres. Diputados que no tengan su sitio en esos bancos pasarán a los suyos. Continúe el Sr. Gil Robles.

El Sr. GIL ROBLES: Decía y repito, señores Diputados, el caso de ese guardia civil, al que las turbas, con el alcalde a la cabeza, le hacen entrar violentamente en la Casa del Pueblo y le degüellan con una navaja barbera. (Fuertes rumores y protestas.—Varios Sres. Diputados: ¡Eso es falso! —Continúan las protestas y las interrupciones.)

El Sr. PRESIDENTE: Señores Diputados, el Parlamento no es, ciertamente, un monólogo, sino diálogo entre los diferentes grupos. Habla ahora el Sr. Gil Robles y momento tendrán SS. SS., o los representantes de sus minorías, de contestarle cumplidamente. Si se quieren evitar dentro de poco la amargura de sentirse interrumpidos por los amigos del Sr. Gil Robles, prescindan de interrumpir al orador.

El Sr. GIL ROBLES: No quiero continuar mi discurso sin dar las gracias al Sr. Presidente de la Cámara, que ha sabido amparar el derecho de un Diputado y con ello el fuero y la misma dignidad del Parlamento.

Otro día es, Sres. Diputados, la vergüenza de que barcos mercantes españoles, con tripulación y policías extranjeros, tengan que ser echados de puertos no nacionales para que no contaminen de espíritu revolucionario todas las organizaciones y la vida comercial de un pueblo. (Rumores. El Sr. Ministro de Estado: Inexacto, Sr. Gil Robles. Merece la pena aquilatar un poco los datos que se aportan.) Por si S. S. no los tiene completos, le diré que eso ha ocurrido en Génova y en Workington. (El Sr. Ministro de Estado: Inexacto. Conozco los dos casos y los rectificaré.) Ha sido precisa la intervención del mismo cónsul de España ante la vergüenza que suponía aquello y han tenido que ser expulsados de puertos ingleses. (Aplausos.— El Sr. Ministro de Estado: Con permiso de la Presidencia y el Sr. Gil Robles, porque importa la rectificación tanto a S. S., si no está apasionado, como a mí, representante en este momento del Gobierno y del país. Ciertos los hechos de las huelgas. Totalmente inexactas —opongo el más rotundo mentís— las noticias que tiene S.S., a pesar de la intervención de los cónsules. No fueron tripulados nuestros barcos por marinos de otras naciones ni han dado lugar a los conflictos que S. S. describe. Que le informe a S. S. bien quien ha tenido tanto cuidado en informarle mal. —Aplausos.) Frente a la afirmación de S. S. y se lo digo con todo respeto, pero con igual firmeza, mantengo íntegramente esta información que, por desgracia, he oído personalmente de labios harto autorizados, con el rubor que para mi patriotismo significaba el ver que el nombre de España andaba llevado por esos puertos por marinos revolucionarios que ni siquiera dentro de los límites de una nación extranjera sabían cumplir con los deberes elementales de su propio patriotismo. (Aplausos.) Y puesto que su señoría está decidido a recoger informes amplios, yo espero que informe a la Cámara de los sucesos vergonzosos ocurridos en Tánger y de la protesta que han tenido que formular representantes de potencias extranjeras implicadas con nosotros en la responsabilidad de la Administración de la zona internacional de Tánger. (El señor Ministro de Estado: Con permiso de la Presidencia. Estoy a disposición de S. S. en el acto para informar a la Cámara de cuanto estime oportuno respecto del caso; pero también debo advertir a S. S. que, en cuanto a las informaciones que reciba, no sirva intereses que, peligrosamente, seguramente contra su voluntad, está sirviendo contra España. —prolongados aplausos.) Celebro, Sres. Diputados, que los nervios un poco excitados del Sr. Ministro de Estado... (Exclamaciones y protestas. —El Sr. Barrios pronuncia palabras que no se perciben.)

Manuel Barrios era diputado por el Partido Socialista.

El Sr. PRESIDENTE: Señor Barrios, siéntese S. S.

El Sr. GIL ROBLES: Decía, Sres. Diputados, que celebro que la excitación de nervios del señor Ministro de Estado (Rumores y protestas.—El Sr. Presidente reclama orden.), que la mayoría niega porque, indudablemente, le ha tomado el pulso, me haya permitido... (Continúan los rumores.)

El Sr. PRESIDENTE: De nuevo vuelvo a requerir a SS. SS. para que permanezcan en silencio.

El Sr. GIL ROBLES: Celebro, repito, que este incidente me permita recoger esa afirmación del Sr. Ministro de Estado, tan ducho en obtener a poca costa el aplauso fervoroso de los incondicionales. (Protestas.—El Sr. Ministro de Estado: Jamás he hecho esas experiencias; apele S. S. a otros recursos.—Rumores.—El Sr Barrios pronuncia palabras que no se perciben.)

El Sr. PRESIDENTE: Señor Barrios, voy a tener que llamar a S. S. al orden por primera vez.

El Sr. GIL ROBLES: Su señoría, Sr. Ministro de Estado, se ha permitido deslizar la especie —más bien lo ha dicho con toda claridad— de que con mis palabras— hacía la atenuación de decir que inconscientemente— venía a servir intereses contrarios a los de la nación española. Yo digo a S. S. que como se va contra los intereses de España es manteniendo un estado de agitación y de anarquía que ante los ojos del mundo nos desacredita, y que el mayor servicio que se puede prestar a esos intereses es levantar aquí la voz de un hombre, la voz de un partido que no se solidariza con esa política de desprestigio que estáis llevando hasta los últimos rincones. (Grandes Aplausos.— El Sr. Álvarez Angulo: Qué pronto aplaudís. No ha dicho nada de particular.)

Tomás Álvarez Angulo era diputado por el Partido Socialista.

El Sr. PRESIDENTE: Señor Álvarez Angulo, no es tarde propicia para interrupciones.

El Sr. GIL ROBLES: Es decir, señores, que por parte del Gobierno, ni equidad en la aplicación de los resortes excepcionales del Poder, ni eficacia para obtener el resultado que únicamente puede justificar la existencia de los estados de excepción. ¡Ah!, pero se dirá: el Gobierno ya ha hecho una declaración solemne, categórica; ya ha adoptado unas medidas en virtud de las cuales va a desaparecer toda esa anarquía que podía remotamente justificar incluso el planteamiento del tema. Es cierto; el Gobierno ha hecho esa manifestación después de una serie de incidentes que están en la memoria de todos, y después de una laboriosa elaboración en el seno del Consejo de Ministros; pero esa declaración y esa actitud, Sr. Casares Quiroga, es la confesión más paladina y solemne que puede hacerse de un fracaso. En primer lugar, esas medidas enérgicas que su señoría anuncia y esa actitud decidida, no son espontáneas en el Gobierno; para nadie es un secreto que han sido en virtud de un requerimiento, que tenía todos los caracteres de una conminación, por parte de grupos que se sientan detrás del banco azul.

En segundo lugar, esa declaración dice de un modo categórica que ha habido autoridades que no han obedecido al Gobierno, que ha habido individuos y colectividades que han usado funciones que corresponden al Poder público; incluso, si la memoria no me es infiel, en las palabras del Gobierno se desliza el concepto de anarquía. Es decir, que el Gobierno reconoce, al cabo de cuatro meses de poderes excepcionales, al cabo de cuatro meses de tener en sus manos todos los factores necesarios para gobernar, que España está desgobernada, que las autoridades no obedecen, que hay un abuso de la autoridad y hay quien asume funciones que no le corresponden, que el país está viviendo unos momentos de anarquía. ¿Hay confesión más paladina de un fracaso? ¿Hay manifestación más categórica de que durante ese tiempo el Gobierno no ha podido cumplir con su deber? Pero, además, Sr. Casares Quiroga, permítame que se lo diga, es que esas medidas que ha anunciado y esa energía verbal que despliega no han servido absolutamente para nada. El viernes pasado ha hecho el Gobierno esa declaración categórica; ese mismo día, o el siguiente, nos ha dicho la Prensa que el Gobierno ha cursado órdenes enérgicas a las autoridades dependientes de él. Pues bien, en las últimas cuarenta y ocho horas han ocurrido en España nada más que los siguientes incidentes: unos heridos en Los Corrales (Santander); un afiliado a Acción Popular herido gravemente en Suances; un tiroteo al polvorín de Badajoz; una bomba en un colegio de Santoña; cinco heridos en San Fernando; un guardia civil asesinado en Moreda; un dependiente muerto por las milicias socialistas en Villamayor de Santiago; (El Sr. Almagro: Al guardia civil y al obrero los habéis matado vosotros.—Rumores y protestas.)

Aurelio Almagro era diputado por el Partido Socialista.

dos elementos de derecha muertos en Uncastillo; un tiroteo en Castalla (Alicante); un obrero muerto por sus compañeros en Suances; unos fascistas tiroteados en Corrales de Buelna (Santander); varios cortijos incendiados en Estepa; un directivo de Acción Popular asesinado en Arriondas; un muerto y dos heridos gravísimos, todos de derechas, en Nájera; un muerto y cuatro heridos, también de derecha, en Carchel (Jaén); insultos, amenazas, vejámenes a las religiosas del Hospicio de León; cuatro bombas en varias casas en construcción, en Madrid. He aquí, en las últimas cuarenta y ocho horas, el producto de la energía puramente verbal de las órdenes del Sr. Casares Quiroga.

¡Ah!, Sres. Diputados, pero ya frente a estos argumentos, en una interrupción de la mayoría, se dibujaba otro, tentador por lo fácil, que yo espero que se ha de esgrimir esta tarde contra nosotros: de todo este estado de subversión, de todo este estado de anarquía, quienes tienen la culpa son las derechas con sus provocaciones. (Rumores.) Bueno será, Sres. Diputados, que para dar todas las facilidades posibles a la discusión, dejemos a un lado determinados ejemplos inequívocos de que han sido las derechas las que han traído ese estado de subversión. Me refiero a lo ocurrido en los tiroteos de Málagra entre socialistas, comunistas y sindicalistas: Allí todo ha obedecido, pura y simplemente, a la intervención de los elementos de derecha. (Rumores.—El Sr. Lorenzo: Hay agentes provocadores.)

Edmundo Lorenzo era diputado por el Partido Socialista.

Le recomiendo a su señoría que lea el artículo de "Solidaridad Obrera", en donde decía "¡Alto el fuego!", dirigiéndose a sus camaradas y advirtiéndoles que no es lícito asesinar obreros. Tome nota S. S. para sucesivas interrupciones.

Vamos también a dejar a un lado episodios tan insignificantes como la culpa que se quiso hacer recaer sobre elementos de derecha por el asesinato de los hermanos Badía, sin perjuicio de que las actuaciones judiciales vinieran a demostrar al cabo de muy poco tiempo de quién era la verdadera culpa, si de las derechas o de los elementos anarcosindicalistas; y dejemos igualmente a un lado otro episodio insignificante, como el del esclarecimiento entorno del asesinato en Santander del Sr. Malumbres. También allí fueron acusados elementos de derecha, sin perjuicio de que muy pronto se pusiera en claro la verdadera causa. (El Sr. Alonso González: Está probado.)

Bruno Alonso González era diputado por el Partido Socialista. Aluden al asesinato del periodista Luciano Malumbres, que al parecer fue asesinado el 4 de junio por un pistolero falangista, Amadeo Pico Rodríguez.

Pero vamos a dejar, digo, estas negativas que la realidad y la justicia han opuesto a esas acusaciones formuladas en bloque contra organizaciones de derecha. A los efectos dialécticos, yo concedería al Gobierno y a la mayoría todo lo que quisieran en orden a la responsabilidad de elementos que no considero de derechas, aunque puedan en algún momento ostentar ese calificativo. Pero es que el fracaso, Sr. Casares Quiroga, sería el mismo. Igual fracasa un Gobierno no pudiendo dominar una subversión causada por las derechas que producida por las izquierdas, y cuando ese Gobierno tiene un signo contrario a aquellos adversarios sobre quienes se pretende echar la culpa de una subversión nacional, mayores son todavía el fracaso y la responsabilidad. Si S. S., con los elementos que tiene, no ha podido dominar a izquierdas o a derechas y a unas o a otras considera sublevadas, quiere decir que el Gobierno no ha cumplido con el más elemental de sus deberes, que es velar por el cumplimiento de la ley por parte de las izquierdas y de las derechas. (Rumores e interrupciones.—La presidencia impone silencio.) 

Vayamos, Sres. Diputados, a la verdadera entraña del problema. Este Gobierno no podrá poner fin al estado de subversión que existe en España, y no podrá hacerlo porque este Gobierno nace del Frente Popular, y el Frente Popular lleva en sí la esencia de esa misma política, el germen de la hostilidad nacional. Mientras dentro del bloque del Frente Popular existen partidos y organizaciones con la significación que tienen el partido socialista (que acabará por tildar de fascistas a todos aquellos que no piensen como el señor Largo Caballero) y el partido comunista, no habrá posibilidad de que haya en España un minuto siquiera de tranquilidad.

No pretendáis, Sres. Diputados, que yo vaya con esto a incurrir en la inocencia de buscar una división en el Frente Popular. (Exclamaciones y rumores.) No me voy a referir a esa cordialidad evidentísima que nace de la pelea pintoresca de vuestros órganos de Prensa, y que constituye hoy el solaz máximo de casi toda España, no. (Rumores.— El Sr. Carrillo: ¡Fíate de la Virgen y no corras!) Más os voy a decir: tengo la seguridad de que, aun no queriéndolo muchos de sus elementos integrantes, el Frente Popular tendrá que subsistir porque dentro de esta Cámara, oídlo bien, por lo menos por lo que a nosotros respecta, no habrá más mayoría posible que la que en estos momentos apoya a ese Gobierno. (Rumores.) Diré más todavía: nuestro interés es que estéis perfectamente unidos e implicados en las mismas responsabilidades, porque como el fracaso es evidente, como vais a llevar a la ruina al país, como vuestra caída va a ser estrepitosa, nuestro interés está, repito, en que no haya un solo grupo del Frente Popular que se libre de ese fracaso enorme a que estáis condenados irremediablemente. (Aplausos y rumores.)

Convénzase el Sr. Casares Quiroga. Hay en el Frente Popular unos partidos que saben perfectamente a dónde van; no les ocurre lo mismo a otros que apoyan la política de S. S. Los grupos obreristas saben perfectamente a dónde van: van a cambiar el orden social existente; cuando puedan, por el asalto violento al Poder, por el ejercicio desde arriba de la dictadura del proletariado; pero mientras ese momento llega, por la destrucción paulatina, constante y eficaz del sistema de producción individual y capitalista en que está viviendo España. Para ello, un día son las perturbaciones, las agitaciones, las huelgas sistemáticas que retraen el capital, que producen la huida del capital, muchas veces con combinaciones y negocios criminales que soy el primero en condenar, que ocasionan siempre el colapso de la economía. Otro día son bases de trabajo que no significan propiamente el deseo de legítimas reivindicaciones obreras, sino más bien el propósito de matar la producción capitalista, absorbiendo el beneficio de producción y, si es necesario, las mismas reservas del capital, para, poco a poco, ir desacreditando el sistema, matando esa producción y el día de mañana presentarse a decir: "Éste es el momento de la aplicación integral de nuestras doctrinas y programas". Hoy la incautación, mañana la socialización. Ellos saben adónde van, ellos tienen marcado su camino; vosotros no, señores de Izquierda Republicana y de Unión Republicana. Estáis unidos, atados a la responsabilidad de esos grupos y tenéis que ver con tristeza cómo un día se mofan de vuestras escasas fuerzas en el país, cómo otro día os obligan a votar, quizá contra vuestras convicciones, cosas que están dentro de su programa y no dentro del vuestro, y cómo en todo momento la férrea disciplina y un interés político, que tendréis que pensar si no es contrario al interés nacional, hacen que ahí tengáis que callar cuando en esos pasillos y en vuestras reuniones sois los primeros en condenar violentamente la política de los sectores obreros, que van conduciendo a España a la ruina y a la desesperación. (Muy bien. —Grandes aplausos.—Rumores.)

¡Ah! Y que ésa es una realidad se demuestra por algo que de las conversaciones de los pasillos ha saltado a las columnas de la Prensa diaria. Ha sonado la palabra "dictadura", pero ha sido en vuestros labios, pidiendo plenos poderes, hablando de la necesidad de una dictadura republicana. Sois vosotros los que estáis extendiendo la papeleta de defunción al régimen parlamentario, al régimen liberal, al régimen democrático. Ya le disteis un golpe de muerte con el nacimiento de estas Cortes y la aprobación de determinadas actas; pero ahora estáis prostituyendo la democracia con el ejercicio de la demagogia, y ha llegado el momento de que vosotros mismos extendáis definitivamente su papeleta de defunción al pedir una dictadura republicana, dictadura que implica una verdadera contradicción con los términos en que os habéis producido, por el agobio a que os han llevado los fervores de la alianza con los elementos obreros. Y es, señores Diputados —y con esto voy a concluir—, que ese anhelo, ese deseo vuestro de un Gobierno fuerte, de un Gobierno autoritario, de un Gobierno de plenos poderes, como si no fueran bien plenos los que tenéis en vuestras manos, lo que está diciendo es que la ley suprema de existencia de la sociedad en todos los tiempos, en todas las latitudes, en todas las épocas de la Historia. Desengañaos, Sres. Diputados, un país puede vivir en monarquía o en República, en sistema parlamentario o en sistema presidencialista, en sovietismo o en fascismo; como únicamente no vive en en anarquía, y España, hoy, por desgracia, vive en la anarquía.

Señores del Gobierno, nosotros os pedimos determinadas medidas para acabar con la situación en que se encuentra España, situación que no puede prolongarse por mucho tiempo. Estáis contrayendo la tremenda responsabilidad de cerrar todos los caminos normales a la evolución de una política. Nosotros, que no hemos sido nunca obstáculo para ello, tenemos que decir hoy que estamos presenciando los funerales de la democracia. Hay una teoría política (permitidme, señores Diputados, que modestísimamente os la recuerde) del ciclo evolutivo de las formas de Gobierno. Según ella, existe un momento en que la democracia se transforma en demagogia; pero como eso no puede subsistir, contra la demagogia surgen, por desgracia, los poderes personales. Cuando habláis de dictadura y de plenos poderes, quizá sin daros cuenta, por un aliento patriótico que salta por encima de las pequeñeces de la disciplina de partido, estáis haciendo la condenación más firme de un sistema, de una política y de un Gobierno. (Grandes aplausos.)

El Sr. PRESIDENTE: Para consumir un turno en contra de la proposición puede usar de la palabra el Sr. De Francisco.

Enrique De Francisco era diputado por el Partido Socialista.

El Sr. DE FRANCISCO: Señores Diputados, nadie tendrá necesidad de recordarme que la tarea que sobre mí ha echado la minoría socialista para que en esta tarde, representándola, exponga su opinión en relación con la propuesta no de ley firmada en primer lugar por el Sr. Gil Robles, es muy superior a mis fuerzas. Yo lo sé muy bien; no obstante, me he prestado a servir con mis escasas fuerzas a la minoría que en estos momentos represento, despreocupado en absoluto de que ello pueda representar para mí seguramente un fracaso de orden personal. No sé si la tuve alguna vez; pero, desde luego, me he curado en absoluto de vanidad. No puedo tener la pretensión de obtener un éxito parlamentario, ni lo quiero; me interesa mucho más acertar a reflejar con exactitud el pensamiento y la posición de esta minoría parlamentaria. Yo sé muy bien, a partir de las sesiones de Cortes Constituyentes, cuáles son los recursos dialécticos del Sr. Gil Robles; conozco la pericia con que suele utilizarlos para producir los efectos que se propone; pero él no puede evitar que, conociendo nosotros esas sus dotes, conociendo los recursos lícitos en el orden parlamentario de que es capaz de echar mano, no nos impresionen ya, y no  nos impresionan porque, más que fondo de razón y de verdad, esos recursos del Sr. Gil Robles —creo que lo he dicho— tienen como única finalidad producir determinados efectos.

Yo me propongo —no sabría hacer otra cosa— guardar toda clase de consideraciones y respetos a las personas y a las entidades. Si de mis labios, pretendiendo hacer una labor de crítica justa, exacta —tal es mi propósito—, saliera alguna frase que pudiera parecer hiriente, será porque, a mi entender, hiere la verdad muchas veces más crudamente que los propios agravios.

En una cosa vamos a estar de acuerdo esta tarde el Sr. Gil Robles y este modesto Diputado que a él se dirige al hablar en la Cámara, en que el Gobierno del Frente Popular, desde el primer instante en que se constituye, dispone de multitud de medios de acción para realizar el programa político que le está encomendado. Estamos de acuerdo en esto; pero nosotros tenemos que producir una lamentación contraria a la del Sr. Gil Robles y fuerzas que él acaudilla y a las que en estos momentos representa, que parece es todo el sector conservador o de oposición de la Cámara. Lo que nosotros lamentamos es que este Gobierno, a quien hemos apoyado desde el primer instante de su vida, al que seguimos apoyando con absoluta lealtad —muchas veces desconocida en otros medios— y al que seguiremos apoyando mientras por sus actos merezca nuestra plena confianza, no haya utilizado debidamente esos medios, no haya hecho cuanto estaba en su mano, cuanto debiera hacer para acabar con esas situaciones difíciles de violencia, que nosotros entendemos que como principales factores tienen a los elementos por vosotros representados.

Ha hecho S. S. reproches que corresponde al Gobierno contestar, y que él contestará si le place. No voy yo a arrogarme facultades que no me competen; pero créame el Sr. Gil Robles y los demás Sres. Diputados de la Cámara: cuando en ciertos aspectos consideraba yo el discurso de S. S. le diré sin ironía que me parecía que estaba relatando episodios del bienio en que su señoría mismo gobernó. Así, cuando hablaba de suspensiones de garantías que fueron permanentes, cuando aludía a centenares y miles de encarcelamientos que superan en mucho a los actuales. Yo no tengo aquí estadísticas, Sr. Gil Robles, porque para eso es preciso prepararse, y yo no tengo preparación; pero sí conozco de hecho la situación aquélla y no se puede venir aquí a echar en cara cosas que de uno mismo tiene que acusarse. Eso será muy político, eso resultará muy habilidoso; pero, realmente, para ello, Sr. Gil Robles y Sres. Diputados, lo primero que se necesita, a mi modesto juicio, es tener autoridad moral (Muy bien.), y yo entiendo que vosotros carecéis en absoluto de ella. (Aplausos.)

Nos ha relatado S. S. aquí algunos hechos que ya he manifestado que no me han impresionado poco ni mucho, porque aun conociendo la realidad de algunos de ellos y lamentándolos de una manera sincera y leal, era necesario hacer previamente una averiguación para saber si en gran parte esas cifras de asesinatos, de atracos y de incendios, manejadas por el Sr. Gil Robles, pueden ponerse en el haber de las fuerzas que acaudilla S. S., si los autores de tales hechos han sido inducidos por determinadas fuerzas.

Hay un hecho que S. S. ha citado y que yo tengo interés en recoger para protestar de él con toda mi energía. Ha afirmado S. S. que en algún momento han salido a las carreteras elementos del Socorro Rojo Internacional, armados, para reclamar que se les entregara lo que llevasen los que conducían o eran conducidos en los autos. Yo, que no tengo una vinculación directa con el Socorro Rojo Internacional, pero que conozco cuál es su actuación y la integridad moral de las personas que lo constituyen o, por lo menos, que lo representan, digo que quienes han tomado su nombre para realizar atracos son vulgares asesinos o gentes asalariadas para producir efectos que S. S. luego aprovecha trayéndolos ante la Cámara. (Muy bien.) ¡Ah! ¿Es que eran también o son también miembros del Socorro Rojo Internacional o de nuestras organizaciones aquellos que nos consta —aunque de eso no se puedan traer actas notariales, Sr. Gil Robles— que realizan contratos, con dinero abundante, para la adquisición subrepticia de armas y que compran e importan uniformes de la Guardia Civil para producir determinados movimientos contra el régimen, que S. S., si fuera lealmente republicano, estaría obligado a defender? Aunque S. S. lo niegue es preciso achacar a elementos de derecha una gran cantidad de esos hechos que en sus labios merecerán una honrada condenación, como la merecen en los nuestros; pero sabiendo antes discriminar cuáles son los producidos con la intención de dañar el crédito del Frente Popular, y especialmente el crédito, el prestigio y la autoridad de los partidos de representación obrera. Decís —tal es el motivo y el texto de vuestra proposición— que vive el país en una situación subversiva, subversión que, naturalmente, de modo velado, achacáis a las fuerzas obreras representadas políticamente aquí por los partidos socialista y comunista. No se trata, Sr. Gil Robles, de una frase estereotipada, del deseo de sacudirnos el polvo de la levita, como dijo un notable político, primero porque no usamos levita y segundo porque no tenemos polvo; es que en plena subversión, desde que tengo uso de razón, he conocido a la clase capitalista española. En plena subversión contra toda ley votada en Cortes —antes contra todo propósito de aprobación de una ley de carácter social—; en plena subversión, en oposición rudísima, hace ya bastante tiempo, contra una ley tan modesta como la del Descanso dominical, reclamada insistentemente por los trabajadores del comercio y otros; después de aprobada la ley hubo una falta absoluta de respeto para su cumplimiento, arbitrando mil medios para burlarla, a pesar de que era una ley del Estado, al que decís que tanto respetáis. Siempre se han vulnerado todas las leyes de carácter social; se vulnera la de jornada de ocho horas, la de jornada mercantil, la llamada de la silla, la misma que establece el subsidio o socorro a la vejez y la propia de maternidad, cuya legislación, por las personas a quienes favorece o debiera favorecer, debiera merecer los máximos respetos, por razón de sentimiento, de toda persona culta, de toda persona sensible.

Pues por egoísmo, por lo que entiende defensa de sus intereses, la clase capitalista, la clase patronal falta a todas esas leyes, falta a ellas deliberadamente, y yo a eso lo llamo verdadera subversión, porque es oposición a la ley, quebrantamiento de la ley, burla de la ley. No sé cómo lo llamaréis vosotros; pero ésa es una triste y dolorosa realidad que hemos recogido en nuestra vida, en nuestra experiencia. Y llegan instantes en que con el triunfo de la República aún se consigue enriquecer el acervo legislativo de nuestro país, y sois vosotros (al decir vosotros me refiero siempre a las fuerzas por vosotros representadas, con las que mantenéis una estrecha solidaridad) quienes cuidáis de que desaparezca o se infrinja esa legislación; que desaparezca en cuanto a vuestra mano está; que se infrinja, cerrando los ojos a las responsabilidades y dejando campo libre a los caciques de los pueblos y a las grandes Empresas y a los patronos entre quienes tenéis vuestra clientela política. Eso para mí es subversión. ¡Qué de protestas elevasteis con motivo de aquella ley de carácter social, tan humana, que tan necesariamente habrá de restablecerse, que se denominaba de Términos municipales! Era una ley inspirada en principios puros de humanismo y de defensa de las fuerzas de trabajo de nuestro país, ley que produjo notorios bienes y, sin embargo, en cuanto pudisteis la echasteis abajo. ¿Para qué? Para dejar en libertad a los patronos de los pueblos agrícolas, especialmente a los que dominan en su riqueza, aquellos que conocemos clásicamente, históricamente, con el nombre de caciques, para que vuelvan a hacer en la contratación de brazos lo que hicieron, y se quiso evitar, antes de la promulgación de la ley a que me refiero. Eso para mí es la verdadera subversión.

Yo he presenciado cosas trágicamente pintorescas de mi vida, alguna como esta que voy a relatar. En los primeros años de la República, señor Gil Robles y Sres. Diputados, yo fue honrado con un encargo del Gobierno provisional por tierras de Andalucía, donde se estaba produciendo una paralización de brazos, lo que comúnmente se denomina huelga; pero había algo más que eso, y el Gobierno no se explicaba que en aquellos momentos en que parecía todo el mundo invadido de una extraordinaria alegría, pocas veces sentida en nuestro país por el común de las gentes, en Sevilla principalmente se produjera con tal extensión y con tal profundidad esa paralización, ese movimiento huelguístico. ¿Sabéis lo que yo encontré al examinar la situación, especialmente la situación del campo de Sevilla? Pues que en aquella región magnífica, en aquella extraordinaria provincia, concretándome a ella, en la cual se daba una espléndida cosecha de cereales, que estaba cayéndose la mies de las espigas, cuando los obreros agrícolas no reclamaban en aquellos instantes ni aumento de salario, ni ninguna otra cosa que supusiera pretexto para la oposición que los patronos hacían, ¿sabéis cuál era la actitud de la clase capitalista agrícola de Sevilla? La de dejar abandonado el campo aunque se incendiaran las mieses, cuyo peligro temía el Gobierno provisional, con tal de que no comieran los obreros del campo. Y eso no hay nadie que me diga que no es cierto, porque yo lo he presenciado, y cuando afirmo una cosa la sostengo por encima de todo. (Muy bien.)

De eso es testigo excepcional el representante del partido conservador en la Cámara, señor Maura, a quien di cuenta del doloroso espectáculo presenciado allí y a quien le dije —lo recuerdo y él no lo habrá olvidado— que si yo hubiera sido en aquella ocasión el que tuviera que solucionar los conflictos del campo en Sevilla, le aseguraba que antes de quince días estaban resueltos, ¡ah!, pero de ello habrían de acordarse los propietarios de la tierra que sin conciencia, sin sentido humanista, sin respeto a la legislación, a la ciudadanía y a la Patria misma a quien dicen amar, creaban esos conflictos de hambre y de dolor. (El Sr. Maura: Señor De Francisco, ¿se recogió la cosecha?) Yo dejé de actuar, como sabe el señor Maura, y me refiero solamente a la situación en que el campo se encontraba. El hecho me parece que es suficientemente significativo y tiene el valor que yo he querido asignarle, aunque al cabo de quince o veinte días, por la propia gestión de S. S., las mieses se hubieran segado. Eso ya cae de otra parte. Yo no he querido hacer una inculpación a S. S. ni ése es el camino, sino referirme a la actitud de rebeldía de la clase capitalista patronal que crea situaciones de ánimo en la clase trabajadora ya dolorida, ya amargada por las condiciones adversas de su propia vida y que no es extraño, Sr. Gil Robles, que en esa situación de ánimo, aunque nosotros no lo justifiquemos, realice excesos de los cuales sus autores serán los primeros en lamentarse cuando fríamente los consideren. Nosotros no hemos de amparar excesos de ninguna especie porque tenemos nuestra táctica, nuestra doctrina, nuestras normas y a ellas nos sujetamos: ¡ah!, pero hemos de cargar en todo instante contra la clase capitalista, que de ese modo explota a la clase trabajadora y, además de explotarla, la coloca en ese trance de desesperación, toda la responsabilidad que ella tiene en la creación de estos conflictos.

Sus señorías o las fuerzas que representan han pasado por estados que yo sigo considerando también de verdadera subversión, muy especial en los momentos en que advino la República española. Sus señorías no han tenido una palabra de condenación contra eso, por lo menos yo no la he percibido, y si se ha pronunciado no ha sido tan sonora como las que ha hecho esta tarde el Sr. Gil Robles y como aquellas que otros que en distintas ocasiones les he oído también en esta dirección. Ha habido subversiones de carácter militar, que no sólo no han merecido condenación de sus señorías, sino que han hecho todo lo posible por que los individuos que intervinieron en esos actos salieran lo menos dañados que posible fuera. No hablemos en este instante, porque he hecho alusión global a ello, de los procedimientos de persecución, de represión y de tortura que en la época en que S. S. era gobernante, sordo a todos los dolores, sordo a todas las reclamaciones, se produjeron en España. Ha de llegar un momento en que nosotros habremos de hablar extensamente de cuanto a eso se refiere; pero quiero ahora decir no más que no se puede achacar a la clase trabajadora, y a su representación política en esta Cámara, el propósito deliberado de producir conflictos al Gobierno y de producirlos, además, con esos matices con que los coloreaba aquí ante todos nosotros el Sr. Gil Robles.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros sabe muy bien cuál es nuestro pensamiento a este respecto, como lo sabe todo el Gobierno, y no sólo nuestro pensamiento, sino nuestra lealtad y nuestra sinceridad para auxiliarle en la obra de perfeccionamiento de la República, de verdadero triunfo de la República, que no es como vosotros la concebís, que tiene que ser como la concebimos nosotros, aun tratándose de una República burguesa, o dejará de ser República. A lo que no estamos dispuestos, aun con este apoyo sincero al Gobierno, es a dejarnos atropellar en instante alguno, ni nosotros políticamente, ni las fuerzas que sindicalmente representamos. Firmes en nuestro derecho y en su defensa, lo que fuera menester hacer en defensa de ese derecho mismo no os quepa duda que lo haríamos, antes que volver a sufrir vuestra experiencia y antes que ver pisoteados esos derechos, en favor de los cuales aportaremos cuanto sea menester. No, Sr. Gil Robles; nosotros no plegamos nuestra bandera. Nuestra bandera es ya bien conocida de todo el país, del mundo entero, y tiene un color y una significación, lo mismo aquí que en cualquier parte del mundo. Nosotros no podemos hacer dejación de nuestras reivindicaciones, ni podemos aconsejar a la clase trabajadora que haga dejación de ellas. Hace muchos años que lo que yo vengo pidiendo, o, mejor dicho, deseando, es que exista en España una clase conservadora que realmente sepa serlo, porque, tal como yo la interpreto, la misión de las fuerzas conservadoras no es poner obstáculos, atravesar carros en el camino para que no podamos andar por la vía del progreso; no es eso, porque más es obra destructiva que obra de conservación. No pretendemos pediros obra constructiva; pero sí tenemos derecho a reclamaros obra de conservación, y vosotros con el ejemplo, con los hechos, habéis realizado obra destructiva.

Inculpáis a este gobierno —él se defenderá— de no haber realizado todo aquello que vosotros queríais que se realizase; podréis inculparle; pero para tener razón y para tener esa fuerza moral que yo echaba de menos cuando empezaba a pronunciar estas deslavazadas palabras, era preciso que exhibierais vosotros el cartel de vuestras obras, que todavía están inéditas, inéditas en cuanto a perfeccionamiento, en cuanto a elevación de la economía del país, en cuanto a engrandecimiento de la importancia de nuestra industria, de la producción nacional y de su distribución racional, y, a pesar de esos alardes pintorescos que en algunas ocasiones hemos oído al Sr. Gil Robles, todavía estamos esperando a que se saque el dinero de donde lo haya para resolver el paro obrero. (Muy bien.)

Y no es que tengamos nosotros la pretensión de que ni vosotros ni estos amitos como gobernantes hayáis de resolver el problema fundamental del paro, ni aquí ni en ninguna parte. Éste es un mal hijo del propio régimen capitalista y, o desaparece con el régimen, o no desaparecerá jamás. Podréis paliarlo, podréis reducirlo, para esa tarea nos tiene el Gobierno a su disposición; pero andando de prisa, Sr. Casares Quiroga; andando de prisa, señores del Gobierno. Lo único que podemos nosotros reprochar a SS. SS., y no nosotros, sino recogiendo los latidos de la opinión que a nosotros llegan, es la lentitud con que marcháis, aunque les duela a esos señores (Señalando a las derechas.), no por encono, sino porque entendemos nosotros que, aun en régimen capitalista, el capital ha de realizar una función social más que privada, y es natural que tratando de que realice su función social espoleado u obligado por el Gobierno han de herirse intereses privados, ¡qué duda cabe! Más se herirán cuando se realice una transformación de régimen en la que vosotros no creéis, en la que nosotros tenemos puestas absolutamente todas nuestras esperanzas. Por el momento nada más. (Muchos aplausos.)

El discurso de Enrique De Francisco fue mucho más moderado que los que hacía la izquierda a principios de la legislatura, y una lectura superficial podría inducir a pensar que su posición es poco menos que irrefutable, pero la grieta en su argumentación está en la falsa identificación que hace entre "las derechas" y los grandes empresarios y terratenientes, sin darse cuenta de que, en realidad, "las derechas" incluían a todos los que recelaban de una posible dictadura del proletariado que el Partido Socialista y el Partido Comunista, en colaboración con los anarquistas, ya habían tratado de imponer hacía dos años mediante la violencia. Los grandes empresarios y terratenientes habrían sido una minoría sin apenas fuerza parlamentaria si no hubiera sido porque la República, desde el mismo día de su instauración, dio carta blanca a las quemas de conventos e iglesias, y a la persecución de los católicos que incrustó en la propia constitución, como ya denunciaron los intelectuales del momento, con José Ortega y Gasset a la cabeza. Esto hizo que los grandes empresarios y terratenientes lograran fácilmente el apoyo y la solidaridad de quienes simplemente querían oponerse por cualquier medio a la amenaza comunista que aspiraba a abolir el capitalismo y a sojuzgar a los católicos. Es verdad que De Francisco se erige en defensor de los oprimidos, que eran muchos y en situación deplorable, pero esos oprimidos habrían sido defendidos con mucha más eficiencia si los socialistas y comunistas se hubieran quedado quietos como si no existieran y hubieran dejado trabajar a los republicanos de Azaña, por ejemplo, y se hubieran abstenido en todo momento de quemar conventos e iglesias, actos que Azaña siempre calificó de "tonterías", no en el sentido de nimiedades, sino de actos estúpidos que sólo tuvieron consecuencias a largo plazo lamentables para las clases desfavorecidas. De Francisco dice que su bandera tiene el mismo significado en todo el mundo, y el significado que tenía el comunismo en el mundo (él era socialista, pero el Partido Socialista Obrero Español tenía un sector radical totalmente afín al comunismo, dirigido por Largo Caballero, del que De Francisco era hombre de confianza) era el de un instigador de regímenes dictatoriales sanguinarios, despiadados y, en muchos casos, genocidas. No es la mejor carta de presentación que puede tener el abogado de una clase oprimida, y es capcioso confundir la condena hacia el abogado con el odio al defendido por éste (sin perjuicio de que los infames opresores de los defendidos pudieran sacar un enorme partido de la condena que merecían sus abogados).

Interviene a continuación José Calvo Sotelo, el cual estaba perfectamente al corriente del inminente golpe de Estado que los generales Sanjurjo y Mola estaban fraguando. Todo su discurso no se dirigía en realidad a los diputados, sino que estaba pensado para la prensa que reproduciría sus palabras al día siguiente. Su misión era desprestigiar en lo posible al gobierno e indignar al Ejército para contribuir a que el golpe tuviera los máximos apoyos.

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Calvo Sotelo tiene la palabra.

El Sr. CALVO SOTELO: Señores Diputados, es ésta la cuarta vez que en el transcurso de tres meses me levanto a hablar sobre el problema del orden público. Lo hago sin fe y sin ilusión, pero en aras de un deber espinoso, para cuyo cumplimiento me siento con autoridad reforzada al percibir de día en día cómo al propio tiempo que se agrava y extiende esa llaga viva que constituye el desorden público, arraigada en la entraña española, se extiende también el sector de la opinión nacional de que yo puedo considerarme aquí como vocero a juzgar por las reiteradas expresiones de conformidad con que me honra una y otra vez.

España vive sobrecogida con esa espantosa úlcera que el Sr. Gil Robles describía en palabras elocuentes, con estadísticas tan compendiosas como expresivas; España en esa atmósfera letal, revolcándose todos en las angustias de la incertidumbre, se siente caminar a la deriva, bajo las manos, o en las manos —como queráis decirlo— de unos Ministros, sin duda inteligentes, yo eso lo reconozco, que, sin embargo, son reos de su propia culpa, esclavos, más exactamente dicho, de su propia culpa, ya que para remediar el mal que el acaso les ha puesto delante, han de tropezar con la carencia de la primera de las condiciones necesarias, que es la de no haberlo procreado. Vosotros, vuestros partidos o vuestras propagandas insensatas, han provocado el 60 por 100 del problema del desorden público, y de ahí que carezcáis de autoridad. Ese problema está ahí en pie, como el 19 de febrero, es decir, agravado, a través de los cuatro meses transcurridos, por las múltiples claudicaciones, fracasos y perversión del sentido de autoridad desde entonces producidos en España entera.

Y en esto ya coinciden con nosotros muchos Diputados que se sientan en esos escaños. No es que yo pretenda que esa coincidencia tenga aquí una expresiva exteriorización. Yo percibo las presiones formidables que el ambiente de la Cámara y la disciplina de los partidos ejercen en el hemiciclo sobre el estado de ánimo de los Diputados que constituyen la mayoría. Esto ha ocurrido antes y ocurrirá siempre. Pero pasadas esas mamparas bien explícita se observa esa coincidencia, ya en términos confidenciales, ya a veces en forma casi ostentosa. Y es que, sin duda alguna, comienza a caer de vuestros ojos aquella venda de optimismo engañador que os había cegado en los días alegres de las bodas del Frente Popular, después de vuestro triunfo electoral, y ahora os sentís muchos de vosotros, aunque no lo digáis, tan llenos de zozobra e inquietud como nosotros, porque os dais cuenta de que estáis metidos en un desfiladero que no tiene fin, luz ni horizonte.

En estas últimas semanas, sin embargo, ha ocurrido algo que yo quisiera destacar ahora, y es que, en realidad, el Frente Popular se ha resquebrajado. Aludo concretamente a una fuerza sindical de la máxima categoría, a la C.N.T. La C.N.T. no se presta tan fácilmente como muchos pensaban a la unidad del proletariado. La C.N.T. desacata algunas de las leyes que acaban de promulgarse. La C.N.T. no admite que sus conflictos pasen por la jurisdicción de los Jurados mixtos, ni por la ley del Sr. Largo Caballero que vosotros acabáis de poner nuevamente en vigor. La C.N.T., por consiguiente, política y, sobre todo, sindicalmente, no está de modo auténtico, de modo veraz, de modo ostensible en el seno del Frente Popular. (El Sr. Pestaña: No lo ha estado nunca.—El Sr. Cordero Bel: No lo ha estado jamás.) Lo estuvo el 16 de febrero. (Fuertes rumores.)

Ángel Pestaña había sido Secretario General de la C.N.T., pero luego había fundado el Partido Sindicalista, de ideología anarquista, que se integró en el Frente Popular y obtuvo dos escaños. Luis Cordero Bel era diputado por Izquierda Republicana.

La C.N.T., que votó la candidatura del Frente Popular, representa un millón de votos y es, por tanto, un millón de ciudadanos, y desde el momento en que se produce esa dispersión sindical salpicada de hechos gravísimos y dolorosos, en algunos casos de forma sangrienta, es evidente que sin el Frente Popular, que ya no es frente, sino bifronte —ni popular, porque si por la derecha está siendo repudiado cada día más, por el centro se encuentra abandonado por numerosos grupos de opinión, y por la izquierda se halla rebasado—, ha perdido gran parte de la autoridad política con que trajo aquí al Gobierno que presidió el Sr. Azaña. Éste es un hecho político, a mi juicio, indiscutible: el Frente Popular y el Gobierno que emergió de su seno, con representación política mayoritaria, desde el momento en que la C.N.T. no coincide en su actitud pública y sindical con la política que el Frente Popular dirige, es sólo una personificación minoritaria de la opinión española. (El Sr. Cordero Bel: No tiene nada que ver el Papa con el Frente Popular.) Su señoría es muy gracioso, pero aquí sobran los payasos. (El Sr. Cordero Bel: Su señoría se considera intérprete de la C.N.T. y es solamente el intérprete del repulsivo dictador que tuvo España.)

Y pese a todos los aspavientos que al enunciarlo hacéis ahí vosotros, y pese a todas las penumbras que en su torno queréis proyectar, es lo cierto que eso tiene una trascendencia política inconmensurable, a  mi juicio, que en parte, no del todo, explica la vejez prematura que puede otorgarse a los dos instrumentos políticos del Frente Popular: el Gobierno y el Parlamento. El Gobierno, nacido ayer, no tiene por eso pasado; sin embargo, tampoco tiene futuro. Le acecha, políticamente, la muerte. Es un Gobierno sin ayer y sin mañana; es un punto muerto que solamente un milagro divino podría galvanizar. Pero el Parlamento —y esto es lo más curioso— adolece de la misma vejez prematura. Comentarios, no nuestros, sino de gentes de izquierda, de periódicos de izquierda, lo destacan en estas últimas semanas. ¿A qué obedece ese ambiente de abulia y de indiferencia que se percibe en este Parlamento durante las sesiones normales? ¿Cómo explicarse esto en un Parlamento recién elegido y elegido, además, con toda la flora esplendorosa del triunfo que habéis obtenido en 16 de febrero? Lo que esto quiere decir es que el Parlamento está roído por el gusano de la mixtificación. España no es esto. Ni esto es España. Aquí hay Diputados republicanos elegidos con votos marxistas; Diputados marxistas partidarios de la dictadura del proletariado, elegidos con votos de obreros que son enemigos de la dictadura del proletariado, y apóstoles del comunismo libertario; y ahí y allí hay Diputados con votos de gentes pertenecientes a la pequeña burguesía y a las profesiones liberales que a estas horas están arrepentidas de haberse equivocado el 16 de febrero al dar sus votos al camino de perdición por donde nos lleva a todos el Frente Popular. (Rumores.) La vida de España no está aquí, en esta mixtificación. (Un Sr. Diputado: ¿Dónde está?) Está en la calle, está en el taller, está en todos los sitios donde se insulta, donde se veja, donde se mata, donde se escarnece; y el Parlamento únicamente interesa cuando nosotros traemos la voz auténtica de la opinión. (Aplausos.—El Sr. Galarza: La voz de Martínez Anido.)

Ángel Galarza era diputado por el Partido Socialista. El teniente coronel Severiano Martínez Anido había sido ministro durante la dictadura de Primo de Rivera y se exilió a Francia cuando se proclamó la República.

Para que un Parlamento pueda desarrollar una labor fecunda es menester que se hayan resuelto fuera de él los problemas primarios de la vida pública y entre ellos el del orden y la paz. Si esto no ocurre, falta el mínimo de convivencia, de unanimidad, si queréis, preciso para que puedan debatirse los demás problemas substantivos y objetivos de una nación. Y lo que ahora ocurre es que el problema del orden público está en pie y a cada momento se agrava y agudiza; y esto es así porque no hay autoridad en el Gobierno ni decisión para resolverlo. Por eso, este problema ha de ser considerado en un aspecto ya menos casuístico que el que yo consideraba en otras tardes, tanto más cuando que el Sr. Gil Robles con sus datos me ha ahorrado este trabajo, y sí en cambio en otro que pudiera parecer más doctrinal, más de fondo político. Porque, la verdad sea dicha: si bien en su virulencia actual la responsabilidad del calamitoso desorden público en que España vive es patrimonio exclusivo de este Gobierno —exclusivo porque es intransferible—, y de esa responsabilidad dará el Gobierno cuenta ante Dios, ante la Historia y ante los hombres, no es menos cierto que hay un fondo endémico en el desorden nacional en que desde hace años se desarrolla la vida del país. Desde hace mucho tiempo, apenas han transcurrido unas cuantas semanas sin que los ciudadanos españoles sintieran inquietados sus tranquilos afanes, su cotidiano vivir, por los percances y episodios de desorden que se registran por la derecha, por la izquierda, por arriba, por abajo, por el Este o por el Oeste. (El Sr. Álvarez Angulo: Sobre todo por el Este.)

Quiero ahora examinar cuáles pueden ser las causas de este hecho, descartando desde luego las personas y el régimen; las personas, porque no se podría sin notoria insinceridad decir que la República haya sido un vivero de estadistas, pero tiene hombres inteligentes que han pasado por el banco azul mezclados a veces con mediocridades también evidentes. No están ahí las causas. Ni siquiera he de situarlas por razón del régimen, porque, doctrinalmente, ni la Monarquía tiene la exclusiva del orden, ni la República el monopolio del desorden. El desorden cabe en todas las formas de Gobierno, como oportunamente indicaba el señor Gil Robles. ¿Carencia de resortes políticos? No. Desde hace años, todos los Gobiernos han contado con plenitud de poderes políticos, sobre todo en materia de orden público. Antes de la constitución de 1931 regía el decreto ministerial de plenos poderes gubernativos. La Constitución entra en vigor con aquel aditamento o estrambote de la ley de Defensa de la República. Cae esta ley y entra a regir la ley de Orden público. En resumen, apenas habrán transcurrido dos meses de plenitud constitucional. Y ahora mismo —lo recordaba el Sr. Gil Robles— llevamos cuatro meses de Frente Popular y tres o cuatro prórrogas del estado de alarma. No han faltado los medios excepcionales, la plenitud de poderes, no.

¿Es que han faltado recursos materiales? La política de orden público de la República —tengo que hacer referencia a la República, porque esa política se inicia el año 1931— ha sido una política de desembolso, sin tasa ni freno. En alguna ocasión he recordado que la República ha creado casi tantos agentes de la autoridad como maestros y que el gasto del orden público ha aumentado en España en estos últimos cuatro años en cerca de 150 millones de pesetas por año; cifra fabulosa, cuya capitalización permitiría resolver alguno de los problemas cancerosos que pesan sobre la vida española. No han faltado, pues, medios materiales. La República, el Estado español, dispone hoy de agentes de la autoridad en número que equivale casi a la mitad de las fuerzas que constituyen en Ejército en tiempo de paz. Porcentaje abrumador, escandaloso casi, no conocido en país alguno normal, si queréis en ningún país democrático europeo. Por consiguiente, no se puede decir que la República, frente a estos problemas de desorden público, haya carecido de los medios precisos para contenerlo.

¿Cuál es, pues, la causa? La causa es de más hondura, es una causa de fondo, no una causa de forma. La causa es que el problema del desorden público es superior, no ya al Gobierno y al Frente Popular, sino al sistema democrático-parlamentario y a la constitución del 31.

Yo quisiera articular esta tesis examinando los dos matices fundamentales del desorden que ahora padece España, que son el desorden económico y el desorden militar. El desorden económico a base o como consecuencia de la hipertrofia de la lucha de clases, que destruye fatalmente la economía nacional; y el desorden militar a base o como consecuencia de la hiperestesia, de la degeneración del concepto democrático, que arruina todo sentido de autoridad nacional.

Hipertrofia de la guerra de clases. Yo quisiera dejar bien sentado que para mí marxismo y obrerismo son conceptos muy distintos y que no se puede admitir ya la equivalencia entre marxismo y política social. La política social que el marxismo reclama entra en los programas de muchos partidos que no son marxistas. No conozco ningún partido político que no acepte la política social, aunque discrepe en el grado, en la cuantía en que ésta puede administrarse.

En efecto, el partido de Izquierda Republicana de Azaña era un buen ejemplo de partido no marxista que concedía prioridad a la política social, pero que tenía en contra a la derecha en bloque, no por reaccionaria, sino porque los reaccionarios habían logrado aunar a la derecha contra el marxismo y el anticlericalismo (y de paso, contra las políticas sociales). Incluso los partidos fascistas contaban en sus programas con medidas de carácter social. Mussolini había aprobado en Italia muchas medidas sociales más fuertes que las que De Francisco se quejaba de que las derechas españolas habían rechazado. La desgracia de las clases proletarias españolas es que los marxistas se habían erigido en sus únicos defensores, y media España estaba dispuesta a defenderse de los marxistas por cualquier medio, aunque fuera acabando con la democracia antes de que lo hicieran ellos.

El marxismo es ahora una disposición espiritual de grandes multitudes proletarias para la lucha de clases, con el propósito de destruir la economía burguesa en que vive España. Cuando se habla de la revolución de octubre de 1934 y se la quiere presentar como inspirada únicamente en finalidades de tipo social, pienso que hay una gran parte de verdad en el diagnóstico, pero que se incurre también en notorio error. De aquella revolución fueron elementos integrantes, por ejemplo, los obreros de las fábricas militares, que, dentro del proletariado español, son verdaderos aristócratas por el conjunto de ventajas y de garantías de que están rodeados en los trabajos que se realizan al servicio del Estado. Y, sin embargo, fueron a la revolución. Es que el marxismo constituye hoy en España —en muchos puntos del extranjero también— la predisposición de las masas proletarias para conquistar el Poder, sea como fuere. Y así el marxismo desarrolla una táctica de destrucción económica, porque no piensa en la finalidad económica inmediata, sino en la conquista, a ser posible inmediata, de los instrumentos del Poder público. Ésta es la explicación de una porción de movimientos huelguísticos que en estos momentos están planteados en España, en los cuales existen reivindicaciones económicas justas en alguna parte, pero ne las que, en cuanto rebasan la posibilidad económica del sistema burgués en que se vive, ya no hay designio económico, sino político.

Y ya que se dice que en Francia también ha estallado una especie de sarampión huelguístico, como en Bélgica y en España, aun a trueque de abusar de vuestra atención, he de señalar alguna diferencia interesante.

Aun teniendo en cuenta que en Francia el Gobierno, más que por iniciativa de los obreros, por decisión "motu proprio", haya ofrecido —quizá a estas horas esté a punto de convertirse en ley— un avance tan considerable como el de la jornada de cuarenta horas, es evidente, sin embargo, que en el resto del conjunto de las demandas obreras formuladas por los huelguistas franceses no se va tan lejos como en la mayor parte de las demandas que formulan los obreros españoles de la industria; y si no, cotejemos rápidamente.

Primera reclamación de los obreros franceses. (La Sra. Ibárruri: ¿Cuál es el nivel medio de la vida de los obreros franceses y el de los obreros españoles?) Ahora lo diré, Sra. Ibárruri. (Rumores.) Primera reclamación de los obreros franceses: Que se respete la libertad sindical. Primera reclamación de los obreros españoles: el monopolio de determinada sindical. (La Sra. Ibárruri: En Burgos el Sindicato Católico no deja que trabajen los obreros de la U.G.T. y de la C.N.T.—Rumores y protestas.—El Sr. Presidente reclama orden.—Los Sres. Gonzalo Soto y Albiñana: Eso no es cierto; es todo lo contrario.—Rumores.)  En Burgos, lo que ocurre es que los obreros socialistas y sindicalistas, que son minoría, tratan de impedir que trabajen los obreros católicos, que son la mayoría: es todo lo contrario. (Rumores y protestas.—El Sr. Presidente agita la campanilla.)

Los obreros franceses han reclamado y conseguido ya plenamente que no sea impedimento para trabajar el marxismo, y aquí se pretende que el marxismo sea una condición previa, "sine qua non", para el trabajo; que es también todo lo contrario. Yo he de deciros a vosotros, marxistas, que uno de los primeros formatos del contrato colectivo que acaba de pactarse en Francia es el de los empleados de Banca, contrato que se ha formalizado a presencia del Ministro de Hacienda, M. Auriol, que es socialista. ¿Entre quiénes se formalizaba? Entre los patronos, de un lado, y los Sindicatos obreros, de otro. Y, ¿cuáles eran los Sindicatos? Pues, entre otros, había los de la C.G.T. y los Sindicatos Cristianos de Trabajadores Católicos, y el Ministro socialista asumía el poder deliberante entre unos y otros, sin tratar de negar el trabajo a unos obreros que se llamaban católicos. Comparad.

Segunda diferencia. Reivindicación fundamental de los obreros franceses: los contratos colectivos de trabajo, reivindicación que lo es también de los obreros belgas, porque M. van Zeeland, en la primera declaración que ha hecho, después de constituir su Gobierno, lo decía: "En materia social queremos ir a los Comités paritarios y a los contratos colectivos de trabajo"; y yo pensaba: pues los Comités paritarios se han creado en España en 1926 y los contratos colectivos de trabajo tienen en España una raigambre nacional también de casi diez años, mientras que en Francia apenas existían otros que los de cada taller, los de cada Empresa, no los de carácter regional o nacional como aquí; luego no estábamos tan atrasados.

Aumentos de salarios. En Francia son uniformes; aquí son a voleo; en unos sitios son altos, en otros medios y en otros bajos el grado de aumentos de salarios no depende de las condiciones económicas de cada caso, de cada zona, de cada Empresa; depende de la mayor o menor presión de cada Sindicato, de la mejor o peor preparación de cada núcleo obrero y de la temperatura política de cada gobernador o de cada alcalde. Los aumentos de salario en Francia son moderados: del 7 al 15 por 100; los aumentos de salario en España, en algún caso, rebasan al 100 por 100. (Rumores y protestas.—Un Sr. Diputado: hay jornales de seis reales.) En algunos casos se ha llegado a extremos inconcebibles. Para los obreros de la navegación mercante se ha señalado como tipo diario del costo de manutención 4.50 pesetas por cabeza, y yo os digo que no hay familia de la clase media española que gaste diariamente en manutención por cabeza 4.50 pesetas. (Grandes protestas.—La Sra. Ibárruri pronuncia palabras que no se perciben.) En el "Queen Mary", el mayor transatlántico del mundo, se ha fijado un tipo de 3.00 pesetas. (Rumores.—La Sra. Álvarez Resano pronuncia palabras que no se entienden.—El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.) Pero, además, hay esta diferencia: los aumentos franceses son la compensación a la baja registrada en los salarios el año 1930 al 31, y en la industria española no ha habido baja de jornales, sino alza, dese 1930. (La Sra. Ibárruri: Siempre han sido jornales de hambre.—Rumores.) Debo decir a S. S. que eso no se puede decir, y para demostrarlo citaré un ejemplo. Uno de los primeros contratos colectivos que acaba de aprobarse en París se refiere, me parece, a un ramo metalúrgico y en él se ha señalado como jornal medio, un aumento de 50 céntimos de franco por hora. Era de 4.00 francos y pasa a 4.50 por hora, que, a base de ocho horas, que era la jornada en vigor, son 34 o 36 francos. Yo digo a S. S. que con 36 francos en París —y al cambio actual son 18 pesetas— se vive mucho peor que en Madrid con nueve pesetas. (Grandes rumores.—La presidencia reclama orden.)

El aumento de salarios en Francia se refiere exclusivamente a la industria y al comercio —también esto debe tenerse en cuenta— y el español se refiere también al campo. Yo, que reconozco que, en algunas ocasiones, en el campo español se han satisfecho jornales inferiores al mínimo de justicia (Rumores.), he de deciros que esto supone económicamente —y no entro en el problema para no apartarme de aspectos más importantes— una cuestión fundamental, porque un aumento de salario en la industria puede, mejor o peor, repercutir en los precios, y, por consiguiente, puede compensarse con relativa facilidad; pero un aumento de salario en el campo, cuando sea superior a los márgenes de provecho industrial que existen, no tiene compensación posible, porque los precios agrícolas están por tierra y no hay posibilidad de levantarlos, sobre todo en economías herméticas, ano ser que empecéis por arruinar en parte al mismo proletariado de la ciudad, única manera de mejorar al proletariado del campo.

No sé si habréis contemplado alguna vez la distribución injusta que se hace de la renta nacional, que va, en su mayor parte, a la ciudad, a pesar de que la mayor parte de la población no está en la ciudad, sino en el campo: un 30 por 100 de la población de España, que es la ciudad, consume el 60 o 70 por 100 de la renta nacional, y el 70 por 100 de la población de España, que es el campo, percibe y consume el 40 o 30 por 100 restante. Esta desigualdad no se corrige más que con una redistribución económica, no entre obreros y patronos, sino entre la ciudad y el campo, y ello supondría la elevación de los precios agrícolas, o sea, que el habitante de la ciudad pague más caro el pan, el vino, las legumbres y las patatas y todos los demás productos. (La Sra. Álvarez Resano: Quitaremos los intermediarios.)

Julia Álvarez Resano era diputada por el Partido Socialista.

Lo que yo quería señalar —y perdonadme esta digresión inesperada— es que la política económica desarrollada por esta impulsión marxista, que dijérase encaminada, haya o no posibilidad, a legalizar una especie de paraísos artificiales, forzosamente destruirá nuestra riqueza y producción. Frente a esto, ¿qué hace; qué puede hacer el Estado? Días atrás, el Sr. Ministro de Trabajo —cuyos deseos de acierto sinceramente reconozco y proclamo— decía en unas declaraciones: "Por ahí se cree que el Ministerio de Trabajo puede intervenir en todos los conflictos sociales; esto no es posible, porque muchos de ellos son tramitados en forma de acción directa y no llegan al Ministerio de Trabajo". Fijaos bien; en forma de acción directa; esto lo dice el Ministro, con tangente plasmación de una realidad. La acción directa, a pesar de la ley de Jurados mixtos, recientemente aprobada, soslaya los conflictos sociales en muchos casos e impide que el Ministerio de Trabajo actúe, y en otros, en que el Ministerio de Trabajo puede intervenir, ¿cómo lo hace? ¿Con qué designios? Con el de la avenencia, con el de la solución cuanto más pronta mejor y a base de una posible cordialidad. Esto es, dando un poco menos de lo que se pide por los obreros y un poco más de lo que se otorga por las clases patronales. Pues ni ésta ni aquélla es ya posible, Sr. Ministro, y señores Diputados de la mayoría, dentro de una economía como la nuestra y en una situación como la que actualmente atraviesa la mayor parte de los pueblos, no sólo España; digo que es imposible, porque el Estado, que no puede inhibirse, naturalmente, tampoco debe ser productor. Un Estado proletario —y no os sonriáis de la paradoja— es siempre el más patronal de todos los Estados, ya que en él no hay más que un patrono —el Estado—, ante el cual tienen que rendirse todos los obreros. Producir, no; pero sí dirigir la producción en el sentido de administrar la justicia económica. Yo no sé por qué el Estado , que administra la Justicia civil y la criminal, no puede administrar la economía, determinando "a priori", antes de que haya conflictos sociales, cuál es la participación en la renta que corresponde al capital, inexcusable, y a la mano de obra, que es inexcusable también, que debe ir en primer término, porque es la que representa la aportación más alta de todas las que intervienen en el proceso de la producción.

Un Estado, Sr. Ministro de Trabajo, no puede por eso estructurarse sobre las bases perfectamente inoperantes de la Constitución del 31, y pagáis las consecuencias de ello, aunque vosotros las debéis pagar gustosamente, porque soy partidarios de esa Constitución. Frente a ese Estado estéril, yo levanto el concepto de Estado integrador, que administre la justicia económica y que pueda decir con plena autoridad: "no más huelgas, no más "lock-outs", no más intereses usurarios, no más fórmulas financieras de capitalismo abusivo, no más salarios de hambre, no más salarios políticos no ganados con un rendimiento afortunado, no más libertad anárquica, no más destrucción criminal contra la producción, que la producción nacional está por encima de todas las clases, de todos los partidos y de todos los intereses. (Aplausos.) A este Estado le llaman muchos Estado fascista; pues si ése es el Estado fascista, yo que creo en él, me declaro fascista. (Rumores y exclamaciones.— Un Sr. Diputado: ¡Vaya una novedad!)

Observemos que Calvo Sotelo habla del "fascismo teórico", que es una variante autoritaria del socialismo, que se opone en gran medida al capitalismo, aunque respeta la propiedad privada. Lo que ocurría es que en la práctica, en todos los países, el fascismo era apoyado por la extrema derecha como defensa contra el comunismo, y esto hacía que finalmente todos los regímenes fascistas tuvieran en la práctica un acusado sesgo a la derecha que discrepaba con su teoría. Naturalmente, para defender el fascismo Calvo Sotelo tiene que atacar la legitimidad de la democracia, y a ello se encamina a continuación:

Me he referido al desorden económico; pero existe otra forma de desorden no menos grave, aun cuando sólo sea espiritual, que es el ataque al principio de autoridad. Un tratadista francés, a quien yo sinceramente admiro, Lucien Rounier, ha dicho que todas las fórmulas de conveniencia social y política pueden reducirse a dos: orden consentido y orden impuesto. El régimen de orden consentido se funda en la libertad; el régimen de orden impuesto se funda en la autoridad. España está viviendo un régimen de desorden no consentido ni arriba ni abajo, sino impuesto desde abajo a arriba. Por consiguiente, el régimen español, que no se ha podido prever en esas fórmulas del tratadista antes citado, es un régimen que no se funda en la libertad ni en la autoridad. No se funda en la autoridad, aun cuando se diga que su sostén principal es la democracia; muy lejos me llevaría un análisis del sentido integral de ese vocablo; no lo intento, pero me vais a permitir que escudriñe un poco en el concepto degenerativo con que ahora se vive la democracia.

España padece el fetichismo de la turbamulta, que no es el pueblo, sino que es la contrafigura caricaturesca del pueblo. Son muchos los que con énfasis salen por ahí gritando: "¡Somos los más!" Grito de tribu —pienso yo—; porque el de la civilización sólo daría derecho al énfasis cuando se pudiera gritar: "¡Somos los mejores!", y los mejores casi siempre son los menos. La turbamulta impera en la vida española de una manera sarcástica, en pugna con nuestras supuestas "soi disant" condiciones democráticas y, desde luego, con los intereses nacionales. ¿Qué es la turbamulta? La minoría vestida de mayoría, y ya es mucho que la ley del número absoluto, de la mayoría absoluta, sea equivalente a la ley de la razón o de la justicia, porque, como decía Anatole France, "una tontería, no por repetida por miles de voces deja de ser una tontería". Pero la ley de la turbamulta es la ley de la minoría disfrazada con el ademán soez y vociferante, y eso es lo que está imperando ahora en España; toda la vida española en estas últimas semanas es un pugilato constante entre la horda y el individuo, entre la cantidad y la calidad, entre la apetencia material y los resortes espirituales, entre la avalancha brutal del número y el impulso selecto de la personificación jerárquica, sea cual fuere la virtud, la herencia, la propiedad, el trabajo, el mando; lo que fuere; la horda contra el individuo. Y la horda triunfa porque el Gobierno no puede rebelarse contra ella o no quiere rebelarse contra ella, y la horda no hace nunca la Historia, Sr. Casares Quiroga; la Historia es obra del individuo. La horda destruye o interrumpe la Historia y SS. SS. no pueden imprimir en España un sello autoritario. (Rumores.)

Que una mayoría de idiotas pueda votar a un mal gobierno no es un problema grave para un Estado democrático, pues muy, muy idiotas tendrían que ser para no verlo al cabo de un tiempo y cambiar el sentido de su voto. El problema surge cuando una mayoría de idiotas vota a un grupo dispuesto a acabar con la democracia, en cuyo caso, cuando descubren que estaban mejor antes o, al menos, que preferirían probar otra cosa, ya es demasiado tarde, porque han perdido el derecho de voto. Es lo que tiene el comunismo y, por supuesto, también el fascismo. También es un problema serio que una mayoría vote un gobierno dispuesto a aplastar "democráticamente" a una minoría, sobre todo si esa minoría tiene mejores contactos con el Ejército que la mayoría. Y a continuación Calvo Sotelo encamina su discurso a reforzar los vínculos entre "la minoría" y el Ejército:

Y el más lamentable de los choques (sin aludir ahora al habido entre la turba y el principio espiritual religioso) se ha producido entre la turba y el principio de autoridad, cuya más augusta encarnación  es el Ejército. Vaya por delante un concepto en mí arraigado: el de la convicción de que España necesita un Ejército fuerte, por muchos motivos que no voy a desmenuzar. (Un Sr. Diputado: Para destrozar al pueblo, como hacíais.) Entre otros, porque de un buen Ejército, de tener buena aviación y buenos barcos de guerra depende, aunque muchos materialistas cegados no lo entiendan así, incluso cosa tan vital y prosaica como la exportación de nuestros aceites y de nuestras naranjas. Hecha esta declaración he de decir a su señoría, Sr. Ministro de la Guerra, celebrando su presencia aquí, que lamentablemente se están operando fenómenos de desorden que ponen en entredicho muchas veces el respeto que nacionalmente es debido a ciertas esencias institucionales de orden castrense. Yo bien sé que algunos posos históricos de aquella tosquedad programática que poseían los partidos republicanos del siglo XIX ha creado viejas figuras y arcaicas actuaciones republicanas un ambiente de entredicho, de prevención, de recelo hacia los principios militares, que acaso se puede calificar de antimilitarismo y que, sin duda alguna, por fuerza de ese impulso transmitido de generación en generación, ha llevado a nuestra Constitución algún que otro precepto de dudoso acierto, como, verbigracia, el que suprime los Tribunales de honor y el que excluye de manera permanente de la más alta jerarquía de la República a los generales del Ejército. Este hecho, que es tanto un hecho histórico como un hecho actual, explica sin duda cierta falta de tino, de tacto —siempre exquisito debiera prodigarse— en las conexiones de la política estatal con la vida militar. Su señoría, Sr. Casares Quiroga, se encuentra al frente de la cartera de Guerra con unas facultades excepcionales y con unas posibilidades de desenvolvimiento del principio autoritario también singulares. Probablemente desde Cassola acá ningún Ministro ha tenido las posibilidades de mando que S. S. Hace veinte años, las Juntas de Defensa actuaron ardorosamente para pedir unas ciertas garantías de inmovilidad en los ascensos, en los traslados, en los destinos, y el general Aguilera inició una etapa de restricción del arbitrio ministerial, fundada en el establecimiento de los turnos de antigüedad, elección y concurso, y principalmente el primero. Y mejor o peor, respondiendo al criterio que el general Aguilera definía en aquellas palabras de que el militar no debe esperar nada del favor ni temer tampoco nada de la injusticia, se ha llegado a los días actuales, en que dos decretos recientes, uno de marzo y otro de junio, han establecido la más omnímoda de las facultades ministeriales para la organización del personal militar: uno, autorizando al Ministro para declarar disponible forzoso a quien le plazca, sin expediente, por conveniencias del servicio, sin traba de ninguna clase, y otro, de hace pocos días, que es mucho más trascendental, permitiendo al Ministro que toda vacante producida sea provista libremente sin sujeción a ninguna clase de preceptos. Este hecho da a S. S. indudablemente una autoridad legal, unas posibilidades efectivas que no ha conocido ninguno otro de los titulares de la cartera de Guerra en los últimos años.

No voy a entrar en el fondo del problema desde el punto de vista militar, aunque tampoco quisiera desaprovechar la ocasión de decir a su señoría que le pueden acechar diversos peligros: uno, el del paniaguadismo, cuyos brotes serían lamentables; otro, el de incurrir en preferencias de tipo extremista, huyendo de posibles vinculaciones republicanas o antirrepublicanas, a las que se viene haciendo referencia muy frecuente en estos últimos tiempos en la Prensa y aun en los discursos de los personajes republicanos. Sobre el caso me agradaría hacer un levísimo comentario. Cuando se habla por ahí del peligro de miliares monarquizantes, yo sonrío un poco, porque no creo —y no me negaréis una cierta autoridad moral para formular este aserto— que exista actualmente en el Ejército español, cualesquiera que sean las ideas políticas individuales, que la Constitución respeta, un solo militar dispuesto a sublevarse en favor de la monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera sería un loco, lo digo con toda claridad (Rumores.), aunque considero que también sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse en favor de España y en contra de la anarquía, si ésta se produjera. (Grandes protestas y contraprotestas.)

Aquí soltó la carga de profundidad. Seguidamente se dedica a indignar en lo posible a los militares respecto del trato que les da el gobierno:

El Sr. PRESIDENTE: No haga S. S. invitaciones que fuera de aquí pueden ser mal traducidas.

El Sr. CALVO SOTELO: La traducción es libre. Sr. Presidente; la intención es sana y patriótica, y de eso es de lo único que yo respondo.

Pues bien, Sr. Presidente del Consejo de Ministros; esa máxima autoridad legal y oficial que S. S. posee en los actuales momentos ha de sintonizar con una política de máximo y externo y popular respeto a las esencias del uniforme, del honor militar, ese honor militar del que dijo don José Ortega y Gasset que es el mismo honor del pueblo.

Y puesto que el debate se ha producido sobre desórdenes públicos o sobre el orden público, ¿cómo yo podría omitir un repaso rapidísimo de algunos episodios tristes acaecidos en esta materia y que constituyen un desorden público atentatorio a las esencias del prestigio militar?

Un día, señores del Gobierno, ocurren en Oviedo unos incidentes que no quiero relatar con una descripción detallada, aunque, si es preciso, entregaré la nota a los señores taquígrafos, con la venia de la Presidencia; un día ocurren unos incidentes en unas verbenas entre guardias de Asalto y el público, y como sanción espectacular se destaca de Madrid un teniente coronel o comandante instructor del expediente, y a las veinticuatro horas, ante los guardias de Asalto (no son jefes, no son oficiales, son guardias de Asalto, Cuerpo creado por la República y al cual, por tanto, no se le puede poner ningún cuño ex monárquico o arcaico); ante los guardias de Asalto del décimo grupo, reunidos en su compañía, se da entrada a un pelotón de guardias rojos, comunistas, para que reconozcan entre aquéllos, formados en rueda de presos, a los autores de los incidentes habidos la noche anterior en la verbena. (Un Sr. Diputado: No es exacto. Fueron acompañados del juez. ¡No es verdad! ¡No es verdad!)

El Sr. PRESIDENTE: ¡Orden! Pida S. S. la palabra, pero no interrumpa.

El Sr. CALVO SOTELO: Podrá tener S. S. una versión; yo me atengo a la mía, que, por el conducto que me ha llegado, reputo de toda autoridad. Y aquellos guardias de Asalto han de apretar los labios y contener las lágrimas ante el vejamen a que se les somete. (Exclamaciones y rumores.) Pues por ese episodio, en el que en el caso peor, que yo no lo admito dadas mis informaciones, pero que en el caso peor hubiera podido haber alguna falta individualizable, se han decretado sanciones colectivas. (Un Sr. Diputado: Faltas colectivas, colectivas, colectivas.—Rumores.) La falta puede haber sido individual, pero la sanción ha sido colectiva. (El mismo Sr. Diputado: No es verdad.) Sanción colectiva: cinco oficiales han sido destituidos, algunos trasladados, otros han pedido la baja en el Cuerpo. (Un Sr. Diputado: Los culpables.)

Segundo episodio. Un cadete de Toledo tiene un incidente con los vendedores de un semanario rojo: se produce un alboroto; no sé si incluso hay algún disparo; ignoro si parte de algún cadete, de algún oficial, de un elemento militar o civil, no lo sé; pero lo cierto es que se produce un incidente de escasísima importancia. Los elementos de la Casa del Pueblo de Toledo exigen que en término perentorio... (Un Sr. Diptuado: Falso.—Rumores.), y en efecto, a las veinticuatro horas siguientes, el curso de la Escuela de Gimnasia es suspendido "ab irato" y se orden a el pasaporte y la salida de Toledo en término de pocas horas a todos los sargentos y oficiales que asisten al mismo, y la Academia de Toledo es trasladada fulminantemente al campamento, donde no había intención de llevarla, puesto que hubo que improvisar menaje, utensilios, colchonetas, etc., y allí siguen. Se ha dado satisfacción así a una exigencia incompatible con el prestigio del uniforme militar, porque si se cometió alguna falta, castíguese a quien la cometió, pero nunca es tolerable que por ello se impongan sanciones a toda una colectividad, a toda una Corporación. (Rumores.)

Tercer caso. En Medina del Campo estalla una huelga general; ignoro por qué causas, y para que los soldados del regimiento de Artillería allí de guarnición pudieran salir a la compra, consiente, no sé qué jefe —si conociera su nombre lo diría aquí, y no para aplaudirle—, que vayan acompañados, en protección, por guardias rojos. (Rumores.—Un Sr. Diputado: No es verdad. Lo sé positivamente.—Siguen los rumores.) Es verdad. (Protestas.)

En Alcalá de Henares (los datos irán, si es preciso, al Diario de Sesiones para ahorrar la molestia de la lectura). (Risas.) Tomadlo a broma; para mí esto es muy serio. (Rumores.) Un día un capitán, al llegar allí, es objeto de insultos, intentan asaltar su coche, se ve obligado a disparar un tiro para defenderse, y es declarado disponible. (Rumores.) Otro día, un capitán, en la plaza municipal de Alcalá, es requerido por unas mujeres para que defienda a un muchacho que está siendo apaleado por una turba de mozalbetes; interviene, se promueve un incidente y el coronel ordena que pase al cuartel, queda allí arrestado y se le declara disponible. Otro día (este hecho ocurrió hace poco más de un mes) llega a Alcalá un capitán en bicicleta, el capitán Sr. Rubio; la turba le sigue se mete él en su casa; la turba intenta asaltarla y tiene que defenderse; pide auxilio al coronel o al general; se lo niegan; sigue sosteniendo la defensa durante dos o tres horas; tiene que evacuar a la familia por la puerta trasera de la casa donde vive. (Rumores.—El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.) Al día siguiente el general de esa brigada ordena que los oficiales salgan sin uniforme ni armas a la calle, y al otro día, gracias a las gestiones que realizan los elementos de la Casa del Pueblo en los Centros ministeriales, se da la orden de que en el término de ocho horas sean desplazados los dos regimientos de guarnición en Alcalá, el uno a Palencia y el otro a Salamanca. (Rumores y protestas.—El Sr. Presidente reclama orden.)

El Sr. PRESIDENTE: Señor Calvo Sotelo, ponga S. S. ya fin al episodio, porque advierto que va a hacer la apología del delito que se cometió subsiguientemente.

El Sr. CALVO SOTELO: Señor Presidente, de lo ocurrido después no pensaba decir una palabra, aunque podría decir muchas, pero como ante la orden de traslado del regimiento ignoro si hubo o no desobediencia, me callo. De lo que protesto es de que se dé la orden de traslado a dos regimientos a consecuencia de un incidente con unos elementos civiles, que vejaron a diversos oficiales. Si hubo alguien que incurriera en responsabilidad, impóngasele la sanción, pero individualmente, no a toda la corporación, no a todo el regimiento, no a toda la colectividad. (Muy bien.) De eso es de lo que protesto. Ya ve S. S. cómo no hay en mis palabras nada que pueda rozar la disciplina militar. (Rumores y protestas.—El Sr. Muñoz Zafra: ¡Que haya que aguantar esto en silencio! ¡No hay derecho!—Rumores. El Sr. Presidente reclama orden insistentemente.)

El Sr. PRESIDENTE: Señor Muñoz Zafra, a lo que no tiene derecho S. S. es a interrumpir de esa manera. Si S. S. quiere contestar al Sr. Calvo Sotelo, pida la palabra y se la concederé. (Aplausos en la derecha.) Me desagradan tanto los aplausos de estos señores, por lo que tengan de intención política, como el reproche de S. S.

Amancio Muñoz Zafra era diputado por el Partido Socialista.

El Sr. CALVO SOTELO: Yo podría alargar esta lista, pero la cierro. Voy a hacer un solo comentario, ahorrándome otros que quedan aquí en el fuero de mi conciencia y que todos podéis adivinar. Quiero decir al Sr. Presidente del Consejo de Ministros que, puesto que existe la censura, que puesto que S. S. defiende y utiliza los plenos poderes que supone el estado de alarma, es menester que S. S. tramita a la censura instrucciones inspiradas en el respeto debido a los prestigios militares. Hay casos bochornosos de desigualdad que probablemente desconoce S. S., y por si los desconoce y para que los corrija y evite en el futuro, alguno quiero citar a S. S. Porque, ¿es lícito insultar a la Guardia civil (y aquí tengo un artículo de "Euzkadi Rojo" en el que dice que la Guardia civil asesina a las masas y que es homicida) y, sin embargo, no consentir la censura que se divulgue algún episodio, como el ocurrido en Palenciana, pueblo de la provincia de Córdoba, donde un guardia civil, separado de la pareja que acompañaba, es encerrado en la Casa del Pueblo y decapitado con una navaja cabritera? (Grandes protestas.—Varios Sres. Diputados: Es falso; es falso.) ¿Que no es cierto que el guardia civil fue internado en la Casa del Pueblo y decapitado? El que niegue eso es... (El orador pronuncia palabras que no constan por orden del Sr. Presidente y que dan motivo a grandes protestas e increpaciones.)

El Sr. PRESIDENTE: Señor Calvo Sotelo, retire S. S. inmediatamente esas palabras.

El Sr. CALVO SOTELO: Estaba diciendo, señor Presidente, que a un guardia civil, en un pueblo de la provincia de Córdoba, en Palenciana me parece, no lo recuerdo bien, se le había secuestrado en la Casa del Pueblo (Se reproducen las protestas.—Varios Sres. Diputados: Es falso, es falso.) y con una navaja cabritera se le había decapitado, cosa que por cierto acabo de leer en "Le Temps", de París, y que ha circulado por toda España. (Exclamaciones.)

Se refiere Calvo Sotelo al guardia civil Manuel Sauce Jiménez, que fue asesinado el 13 de junio. La versión de la derecha es que la censura española ocultó la noticia.

El Sr. PRESIDENTE: Su señoría ha pronunciado más tarde unas palabras que yo le ruego retire.

El Sr. CALVO SOTELO: Y al afirmar esto se me ha dicho: eso es una canallada; entonces yo... (Grandes protestas.)

El Sr. PRESIDENTE: La Presidencia no ha oído otras palabras que las de que era falsa la afirmación que hacía S. S., y como las personas que a grandes gritos estaban acusando a S. S. de decir una cosa incierta son Diputados por Córdoba, la Presidencia no tuvo nada que corregir. Su señoría ha respondido de una manera desmedida a lo que no era un ataque.

El Sr. CALVO SOTELO: Si el Sr. Presidente del Congreso estima desmedido contestar como contesté a la calificación de que era una canallada lo que yo decía, acato su autoridad. Puede su señoría expulsarme del salón, puede S. S. retirarme el uso de la palabra; pero yo, aun acatando su autoridad, no puedo rectificar unas palabras... (Grandes protestas.)

El Sr. PRESIDENTE: ¡Orden! ¡Orden! Yo no quiero hacer a S. S., Sr. Calvo Sotelo, el agravio de pensar que entra en su deseo el propósito de que le prive de la palabra ni de que le expulse del salón.

El Sr. CALVO SOTELO: De ningún modo.

El Sr. PRESIDENTE: Pero sí digo que se coloca en plan que no corresponde a la posición de S. S. Si yo estuviera en esos bancos no me sentiría molesto por ciertas palabras, porque agravian más a quien las pronuncia que a aquel contra quien van dirigidas. De todas suertes, existe al pronunciarlas y al recogerlas un agravio general para el Parlamento, del que S. S. forma parte.

El Sr. CALVO SOTELO: Yo, Sr. Presidente, establezco una distinción entre el hecho de que se niegue la autenticidad de lo que yo denuncia y el que se califique la exposición de ese hecho, efectuada por mí, como una canallada. Son cosas distintas.

El Sr. PRESIDENTE: No es eso. Basta que los grupos de la mayoría lo nieguen, para que su señoría no pueda insistir en la afirmación.

El Sr. CALVO SOTELO: Señor Presidente, a mí me gusta mucho la sinceridad, jamás me presto a ningún género de convencionalismos, y voy a decir quién es el Diputado que ha calificado de canallada la exposición que yo hacía; es el señor Carrillo. Si no explica estas palabras, han de mantenerse las mías. (Se reproducen fuertemente las protestas.)

Wenceslao Carrillo era diputado por el Partido Socialista.

El Sr. PRESIDENTE: Se dan por retiradas las palabras del Sr. Calvo Sotelo. Puede seguir su señoría.

El Sr. SUÁREZ DE TANGIL: ¿Y las del señor Carrillo? (El Sr. Carrillo replica con palabras que levantan grandes protestas y que no se consignan por orden de la Presidencia.)

El Sr. PRESIDENTE: Señor Carrillo, si cada uno de los Sres. Diputados ha de tener para los demás el respeto que pide para sí mismo, es preciso que no pronuncie palabras de ese jaez, que, vuelvo a repetir, más perjudican a quien las pronuncia que a aquel contra quien se dirigen. Doy también por no pronunciadas las palabras de su señoría.

El Sr. CALVO SOTELO: Voy a concluir ya. Señor Presidente del Consejo, con lo que llevo dicho creo que queda explicado en alcance que quiero dar a los propósitos manifestados en la nota del penúltimo Consejo de Ministros. ¿Contrición? ¿Atrición? Esa nota, como dijo el Sr. Gil Robles con gran elocuencia, es una autocrítica implacable. Para que el Consejo de Ministros elabore esos propósitos de mantenimiento del orden han sido precisos 250 o 300 cadáveres, 1.000 o 2.000 heridos y centenares de huelgas. Por todas partes, desorden, pillaje, saqueo, destrucción. Pues bien, a mí me toca decir, Sr. Presidente del Consejo, que España no os cree. Esos propósitos podrán ser sinceros, pero os falta fuerza moral para convertirlos en hechos. ¿Qué habéis realizado en cumplimiento de esos propósitos? Un telegrama circular, bastante ambiguo, pro cierto, que yo pude leer en un periódico de provincia, dirigido a los gobernadores civiles, y una combinación fantasmagórica de gobernadores, reducida a la destitución de uno, ciertamente digno de tal medida, pero no digno ahora, sino hace tres meses. Y quedan otros muchos que están presidiendo el caos, que parecen nacidos para esa triste misión, y entre ellos y al frente de ellos un anarquista con fajín, y he nombrado al gobernador civil de Asturias, que no parece una provincia española, sino una provincia rusa. (Fuertes protestas.—Un Sr. Diputado: Y eso ¿qué es? Nos está provocando.—El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.)

Yo digo, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, compadeciendo a S. S. por la carga ímproba que el azar ha echado sobre sus espaldas... (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Todo menos que me compadezca S. S. Pido la palabra.—Aplausos.) El estilo de improperio característico del antiguo señorito de la ciudad de La Coruña... (Grandes protestas.— El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Nunca fui señorito.—Varios señores Diputados increpan al Sr. Calvo Sotelo airadamente.)

El Sr. PRESIDENTE: ¡Orden! Los Sres. Diputados tomen asiento.

Señor Calvo Sotelo, voy pensando que es propósito deliberado de S. S. producir en la Cámara una situación de verdadera pasión y angustia. Las palabras que S. S. ha dirigido al Sr. Casares Quiroga, olvidando que es el Presidente del Consejo de Ministros, son palabras que no están toleradas, no en la relación de una Cámara legislativa, sino en la relación sencilla entre caballeros. (Aplausos.)

El Sr. CALVO SOTELO: Yo confieso que la electricidad que carga la atmósfera presta a veces sentido erróneo a palabras pronunciadas sin la más leve maligna intención. (Protestas.)

Señor Presidente del Consejo de Ministros, cuando yo comenté, con honrada sinceridad, que me producía una evidente pesadumbre comprender la carga que pesa sobre sus hombros (no importa ser adversario político para apreciar cuándo las circunstancias de un país pueden significar para el más enconado y resuelto de esos adversarios una pesadumbre y cuándo pueden significar, por el contrario, una holgura, un regocijo y una tranquilidad), S. S. me contestó en términos que parlamentariamente yo no he de rechazar, claro está, pero que eran francamente despectivos, diciendo que la compasión mía la rechazaba de modo airado, y entonces yo quise decir al Sr. Casares Quiroga, al cual, sin haberle tratado, he conocido de lejos en la capital de la Coruña como un... —ya no encuentro palabra que no moleste a S. S., pero que conste que no quiero emplear ninguna con mala intención— "sport-man", como un hombre de burguesa posición, un hombre de plácido vivir, pero acostumbrado, sin embargo, que es lo que yo quería decir, al estilo de improperio, porque S. S., siendo hombre representativo de la burguesía coruñesa, sin embargo, era el líder de los obreros sindicalistas, de los más avanzados, y con frecuencia les dirigía soflamas revolucionarias; quise decir, repito, que no me extrañaba que, en el estilo de improperio de S. S., tuviera para mí palabras tan despectivas. ¿Intención maligna? Ninguna. (Rumores.) Si la tuviera, lo diría. (Más rumores.) Pero ¿adónde vamos a parar, señores? ¿Me creéis capaz de la cobardía de rectificar un juicio que yo haya emitido aquí? Si hubiera querido ofender, lo diría, sometiéndome a todas las sanciones. (Grandes rumores y protestas.—El Sr. Presidente reclama orden.)

Lamento que se haya alargado mi intervención por este último incidente y concluyo volviendo con toda serenidad y con toda reflexión a lo que quisiera que fuese capítulo final de mis palabras, y es que anteayer ha pronunciado el Sr. Largo Caballero un nuevo discurso, uno nuevo, no porque el Sr. Largo Caballero —y esto es un elogio de su consecuencia política— cambie de ideales, sino porque es el último, y en él, quizá con mayor estruendo, con mayor solemnidad, con mayor rotundidez, ha acentuado su posición política. El Sr. Largo Caballero ha dicho terminantemente en Oviedo —aquí tengo el texto, pero no es cosa de leerlo y os evito esa molestia— que ellos van resueltamente a la revolución social, y que esta política, la política del Gobierno del Frente Popular, sólo es admisible para ellos en tanto en cuanto sirva el programa de la revolución de octubre. Pues basta, señor Presidente del Consejo; si es cierto eso, si es cierto que S. S., atado umbilicalmente a esos grupos, según dijo aquí en ocasión reciente, ha de inspirar su política en la revolución de octubre, sobran notas, sobran discursos, sobran planes, sobran propósitos, sobra todo; en España no puede haber más que una cosa: la anarquía. (Aplausos.)

Calvo Sotelo dejó para el final el argumento clave de su discurso: el programa electoral del Frente Popular era moderado (era esencialmente el de la Izquierda Republicana), mientras que el programa de la revolución de octubre era un programa comunista radical. Los socialistas no dejaban de afirmar que su objetivo era gobernar dictatorialmente en España.

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Presidente del Consejo de Ministros tiene la palabra.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Casares Quiroga): Señores Diputados, yo tenía la decidida intención de esperar a que tomaran parte en este debate todos los oradores que habían pedido la palabra, e intervenir entonces, en nombre del Gobierno; pero el Sr. Calvo Sotelo ha pronunciado esta tarde, aquí, palabras tan graves que, antes que el Presidente del Consejo de Ministros, quien ha pedido la palabra, diré que impulsivamente, ha sido el Ministro de la Guerra.

Yo no voy a descender al terreno a que suavemente quería llevarme el Sr. Calvo Sotelo, terreno de polémica personal, personalísima, al cual me está vedado acudir porque yo no puedo olvidar que aquí soy el Presidente del Consejo. Ocasiones ha tenido en la vida el Sr. Calvo Sotelo para encontrar a Santiago Casares. Hoy no encontrará aquí más que al Jefe del Gobierno. (Muy bien.) Pero el Sr. Calvo Sotelo —perdóneme el Sr. Gil Robles que deje el examen de su discurso para después, en gracia a lo interesante que resulta refutar inmediatamente las afirmaciones del Sr. Calvo Sotelo—, con una intención que yo no voy a analizar, aunque pudiera hacerlo, ha venido esta tarde a tocar puntos tan delicados y a poner los dedos, cruelmente, en llagas que, como español simplemente, debiera cuidar muy mucho de no presentar, que es obligado al Ministro de la Guerra el intervenir inmediatamente para desmentir en su fundamento todas las afirmaciones que ha hecho el Sr. Calvo Sotelo.

Que el Ministro de la Guerra ha tomado determinadas medidas porque se las ha impuesto el Frente Popular de tal sitio o la Comisión de tal otro, exigiéndole hasta plazo y tope de fecha. ¡Pero, Sr. Calvo Sotelo, cuándo me conocerá su señoría! ¡Aceptar yo ni como particular ni como ciudadano que se viniera a injerir nadie en las funciones de un Ministerio tan delicado como el que represento, porque se me pusiera una condición, o un tope, o una fecha por parte de los elementos políticos que fuere, aunque fueran los más afines! De ninguna manera, Sr. Calvo Sotelo. Y por eso, contestando a lo que S. S. decía cuando afirmaba que tal traslado se había hecho por imposición y tal otro se había ordenado incluso marcándoseme el número de horas en que se había de realizar, digo a S. S. que eso es absolutamente inexacto.

Yo no quiero incidir en la falta que cometía su señoría, pero sí me es lícito decir que después de lo que ha hecho S. S. hoy ante el Parlamento, de cualquier cosa que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, haré responsable ante el país a S. S. (Fuertes aplausos.)

Viene a decir que si se producía algún intento de golpe de Estado Calvo Sotelo sería acusado de haberlo promovido. Esta amenaza fue un gran error de Casares Quiroga, pues Calvo Sotelo —que no en vano lo había estado provocado incluso con ataques personales, tal vez esperando una reacción así— supo aprovecharla magistralmente en su réplica posterior. Acto seguido el Presidente del Consejo de Ministros trata de contrarrestar todo el veneno vertido por Calvo Sotelo en su discurso.

No basta por lo visto que determinadas personas, que yo no sé si son amigas de S. S., pero tengo ya derecho a empezar a suponerlo, vayan a procurar levantar el espíritu de aquellos que puede que serían fáciles a la subversión, recibiendo a veces por contestación el empellón que los arroja por la escalera; no basta que algunas personas amigas de S. S. vayan haciendo folletos, formulando indicaciones, realizando una propaganda para conseguir que el Ejército, que está al servicio de España y de la República, pese a todos vosotros y a todos vuestros manejos, se subleve. (Aplausos.); no basta que después de habernos hecho gozar las "dulzuras" de la Dictadura de los siete años, S. S. pretenda ahora apoyarse de nuevo en un Ejército, cuyo espíritu ya no es el mismo, para volvernos a hacer pasar por las mismas amarguras; es preciso que aquí, ante todos nosotros, en el Parlamento de la República, S. S., representación estricta de la antigua Dictadura, venga otra vez a poner las manos en la llaga, a hacer amargas las horas de aquellos que han sido sancionados, no por mí, sino por los Tribunales; es decir, a procurar que se provoque un espíritu subversivo. Gravísimo, Sr. Calvo Sotelo. Insisto: si algo pudiera ocurrir, S. S. sería el responsable con toda responsabilidad. (Muy bien.—Aplausos.)

Yo había agradecido a la discreción del señor Gil Robles que hubiese eludido en el debate de esta tarde tocar temas tan delicados. El Sr. Gil Robles, que tiene un cierto marcado sentido de la responsabilidad, se daba cuenta de que era perfectamente injustificado, y más que injustificado, censurable, el traer aquí tenas, algunos de los cuales en este momento aún están sometidos a la acción de los Tribunales; pero el Sr. Calvo Sotelo, sin sentido alguno de responsabilidad, sin más espíritu que el que le lleva a deshacer todo aquello que ha construido la República, todo aquello que pueda ser afección a la República, sea el Ejército, sea el Parlamento, viene aquí hoy con dos fines: el de buscar la perturbación parlamentaria, para acusar una vez más al Parlamento de que no sirve para nada, y el de buscar la perturbación en el Ejército, para, apoyándose, quizá, en alguna figura destacada, volver a gozar de las delicias de que antes hablábamos. No sueñe en conseguir éxito, Sr. Calvo Sotelo: ni el Parlamento, cualesquiera que sean los improperios de S. S., ha de rebajarse un ápice en su valía, en su actividad, en su fecundidad, ni el Ejército, no sólo mientras esté yo al frente de él, sino mientras esté persona de responsabilidad y con sentido de ella, hará en España otra cosa que cumplir con su deber, apoyar el régimen constituido y defenderlo en cualquier caso. Téngalo por seguro S. S., aunque la risa le retoce. Me pareció notar un gesto irónico en S. S. Quizá estemos bajo los auspicios de la suspicacia.

¿Se le escapó un gesto de burla a Calvo Sotelo, que sabía certeramente que la confianza que Casares Quiroga estaba manifestando en la lealtad del Ejército era infundada, pues conocía el golpe de Estado que se estaba fraguando?

Ni el Ejército, ni mucho menos este Cuerpo de la Guardia civil, a quien S. S. quería traer también al palenque para erigirse en su único defensor, como si no estuviera aquí yo dos años defendiéndolo constantemente y haciendo lo que no habéis hecho vosotros ni con monarquía, ni con dictadura, ni con nada: darle algo más que palabras, apoyo moral y apoyo material. Inútil, señor Calvo Sotelo. Todos esos juegos no servirán más que para revelar una cosa: que algunas actividades van poniéndose al descubierto. (Muy bien.)

Los rumores sobre un golpe de Estado circulaban por todas partes. Al gobierno le habían llegado, naturalmente, y la policía había hecho varios intentos de obtener pruebas, pero habían fracasado. Casares Quiroga estaba dando palos de ciego al hablar de "algunas actividades".

Y ahora, separado este asunto, dado el mentís que era preciso a las afirmaciones del señor Calvo Sotelo, voy a examinar, siquiera sea rápidamente, porque la hora avanza, las afirmaciones hechas, tanto por el Sr. Gil Robles como por el Sr. Calvo Sotelo, en orden a la proposición no de ley que se ha presentado a la deliberación del Parlamento. Estas afirmaciones se reducen estrictamente a esto: dada una estadística de hechos, todos ellos censurables, todos ellos reprobables, teniendo el Gobierno en su mano los poderes excepcionales que le confiere la ley de Orden público y habiendo hecho uso de ellos constantemente, la realidad es que estos hechos punibles no han desaparecido y, por consiguiente, el Gobierno está fracasado.

Es necesario tener siempre muy presente, para un temperamento como el mío, el puesto que desempeño y la responsabilidad que sobre mí pesa para no sentir, por lo menos, asombro al ver que quienes se levantan representando a las oposiciones para acusar al Gobierno punto menos que de tolerar actos subversivos y actos de exaltación son aquellos mismos que durante dos años, que a muchos de nosotros nos han parecido un poco largos, han vejado, perseguido, encarcelado, maltratado, torturado, llegando a límites como jamás se había llegado, creando un fondo de odio, de verdadero frenesí en las masas populares, y que vengan a reprocharnos las consecuencias de todo eso. ¡Pero si estáis examinando vuestra propia obra! (Muy bien.) ¿Es que todo el furor contenido en las masas populares, cada una de las cuales, como se dijo aquí brillantemente, tenía en su espíritu, y a veces en sus carnes, huellas de vuestra política, es que esto iba a corregirse en dos días y a testarazos?

Porque así quisierais que esto se hiciera, señalaba el Sr. Gil Robles, para expresar su asombro ante la dejadez del Estado, un caso concreto: el de las minas en que se habían encerrado los obreros llevando consigo un ingeniero y extranjero —exacto, Sr. Gil Robles—, y reprochando al Gobierno como caso de vergüenza, el que inmediatamente no hubiera tomado medidas vigorosas para acabar con esa situación, que se ha terminado por vía suasoria. ¿Cuáles son las medidas que vosotros hubierais tomado? En una mina de carbón, con dinamita, con grisú, ¿hacer bajar un piquete de guardias de Asalto, disparar sobre los obreros y que volasen los obreros y el ingeniero extranjero y la mina y los guardias de Asalto y todo y erigir sobre un montón de cadáveres la estatua un poco triste de vuestra autoridad? (Muy bien.)

No ha sido, naturalmente, una cosa satisfactoria para el Gobierno tener, día tras día, que hacer gestiones, no diré que amistosas, autoritarias, pero convincentes, para que estos hombres abandonaran la mima. Han tardado algunos días, pero la han abandonado por imperio de la autoridad. Si esto es mala política declaro que no me arrepiento de ella y estoy dispuesto a seguirla siempre. (Aplausos.) En otros casos la autoridad se ha impuesto, y en esa larga lista que he leído, casi tan impresionante como aquellas que el Sr. Calvo Sotelo daba en otras ocasiones para que figurasen en el Diario de Sesiones, el Sr. Gil Robles trataba de fundamentar el fracaso del Gobierno. En primer lugar, si examinásemos uno por uno los casos que figuran en las distintas listas quizá hubiera sorpresas, porque aquellos de los que deducía S. S. nuestra gran vergüenza en el extranjero son totalmente falsos, Sr. Gil Robles; es equivocada la información que ha recibido S. S., a pesar de merecerle tanta confianza. Creo que S. S. citaba el caso de Canarias diciendo que nuestra escuadra no pudo abastecerse. ¡Pero si tan pronto como llegó fue abastecida por un barco petrolero que había allí! (El Sr. Gil Robles: Pero no el abastecimiento ordinario, por la huelga de los obreros, lo cual no fue obstáculo para que se abasteciera un crucero alemán.—El Sr. Valle: Eso no es exacto.)

No tiene nada de particular que S. S. esté mal informado, Sr. Gil Robles. Su señoría, como el Sr. Ministro de la Gobernación, como yo a veces, recibimos telegramas de gentes que ven fantasmas, o que procuran verlos, y así se da el caso de que al Ministerio de la Gobernación y a la Presidencia llegan en muchas ocasiones telegramas advirtiendo ocupaciones de fincas o incendios de mieses o actos de sabotaje o de violencia de cualquier género y tan pronto como se encomienda a las autoridades locales o a las autoridades provinciales, o, sobre todo, como solemos hacer, a la Guardia civil, la investigación, se averigua que no ha habido semejantes invasiones, semejantes incendios o semejantes violencias. Esto no es que suceda siempre; pero sí con una frecuencia tal que resulte muy cómodo componer después estadísticas para, como dirían allende los Pirineos, "épater le bon bourgeois". Restos de mi señoritismo, Sr. Calvo Sotelo. (Risas.)

¡Que el Gobierno ha fracasado en cuanto a las medidas de orden público que haya tomado (y al hablar del Gobierno, hago, como S. S., cuenta desde el 16 de febrero, haciéndome totalmente solidario de la responsabilidad de la persona que ocupaba la cabecera del banco azul y de todos los demás que con él formaban parte del gobierno de la República), que ha fracasado en todas las manifestaciones de orden público! Vosotros sabéis bien que no. ¿Verdad, Sr. Calvo Sotelo? ¿Cuándo se ven ahora por las calles aquellas magníficas manifestaciones fascistas alargando las manos, injuriando a los Ministros, rodeando los Centros públicos, gritando, disparando tiros, etcétera? Pero, ¿dónde está todo eso? En algún sector parece que hemos impuesto un poco la serenidad. No es ahí, ciertamente, donde ha fracasado el orden público. ¿Se trata de actos, reprobables siempre, de otro tipo que producen una inquietud extraordinaria (no sé si era el Sr. Gil Robles o el Sr. Calvo Sotelo quien se refería a ello), causando una impresión increíble de inquietud? Yo declaro que esa inquietud, que no tendría justificación por los escasos actos de violencia que se han producido, no existe. Los espectáculos públicos abarrotados, las calles pletóricas, la gente por todas partes sin preocuparse de que pueda pasar nada extraordinario, y a pesar de esa inmensa fábrica de bulos que tenéis preparados para lanzar todas las noches, el Ministro de la Guerra y el Ministro de la Gobernación tan tranquilos, sabiendo que no ha de pasar nada. ¿En dónde están, pues, esos terribles límites de inquietud a que SS. SS. querían llevarnos, como presentando a todo el país en plena anarquía?

¡Ah! ¿Es que hay paz? No; sería insentato que yo viniera aquí a decir que existe una paz absoluta en toda España. No; hay la relativa paz, la suficiente para que algunas regiones españolas estos días hayan visto abarrotados sus hoteles con extranjeros que venían a buscar un poco de tranquilidad en España; hay la suficiente para que SS. SS. y todos nosotros podamos andar por ahí adelante sin que nadie nos perturbe, ni siquiera esos fantásticos, no sé si jinetes o simplemente peatones, del Socorro Rojo, de los cuales tanto se habla. Porque aquí, un día, y reciente, dieron la voz de alarma, e incluso se habló de un rapto, de un secuestro, de algo realizado por los emisarios del Socorro Rojo en las proximidades de Madrid, hasta conseguir que un matrimonio forastero aprontara la cantidad que se le exigía. Declaro que tanto por conducto del Ministerio de la Gobernación como por otros medios que tenemos a nuestro alcance se han hecho todas las investigaciones posibles para averiguar dónde, cuándo y cómo se habían realizado estos actos, y nadie ha dado cuenta de ellos, ni siquiera aquellos que sufrieron la vejación.

Sería insensato, digo, negar que se ha producido un estado de perturbación, que afirmo es inferior al que había hace cuatro meses, y precisamente porque el Gobierno está dispuesto a terminar con él, sin esperar a que termine lentamente, es por lo que se ha dado la nota que salió el otro día del Consejo de Ministros, nota que será, según vosotros, la confesión paladina de un fracaso, pero que, desde luego, es la intención y la realidad del anuncio de una determinación firme del Gobierno. ¿Determinación firme señalada solamente en ese telegrama circular que vio el Sr. Calvo Sotelo? No; señalada en una serie de telegramas, en una serie de órdenes concretas a cada provincia, en una serie de medidas que sería enojoso ir ahora exponiendo una por una, pero que se reducen a esto: que el Gobierno está dispuesto a usar la ley en la medida que le ha sido otorgada para acabar de una vez con todo acto de violencia y hacer que todo el mundo viva dentro de la ley. (Muy bien.) El Gobierno está dispuesto a hacerlo, y me atrevo a asegurar que encontrará los apoyos necesarios para que este deseo suyo lo sea del Frente Popular entero. Palabras de paz he oído esta tarde, dictadas por la sinceridad, al Sr. De Francisco, que lo demuestran. (El Sr. Ventosa pide la palabra.)

¿Actos violentos, actos de aquellos de que se acusaba a elementos del Socorro Rojo? Ésos ni son del Socorro Rojo, ni son del Frente Popular, ni tienen nada que ver con nosotros. Contra ellos, vosotros y nosotros, el Gobierno y el conjunto de las autoridades irán, pase lo que pase. ¿Que pudiera haber desbordamientos en ciertas organizaciones en virtud de las cuales se salieran estas organizaciones de la ley? Pues serán tratadas como organizaciones fuera de la ley. Cualquier acto de violencia que se realice o se piense realizar, tan pronto sea descubierto por la autoridad, en el momento será sancionado. Y será sancionado con arreglo a las normas de rapidez y de eficacia que nos facilitan los poderes que nos han concedido a través del otorgamiento de la prórroga del estado de alarma. Los poderes esos, no otros. Yo no sé si individualidades sueltas de los partidos, si personas un poco bamboleantes en sus sentimientos democráticos, habrán podido pensar en poderes excepcionales, en plenos poderes. Para mí, jefe de este Gobierno; para mí, republicano y demócrata; para mí, hombre que ha jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución, no hay necesidad de más poderes que los que están dentro de las leyes aprobadas por las Cortes, y ni el partido a que pertenezco, ni ninguno de los que forman parte del Frente Popular, ha hablado como partido de semejantes poderes. Políticamente los rechazamos, porque son contrarios a nuestras doctrinas. Emplearlos sería, sencillamente, abrir el camino a la dictadura, y cualquiera que sea el placer que ello os cause a vosotros, sabed que yo, y todos mis compañeros de Gobierno, y estoy seguro de que todo el Frente Popular, siempre, cuantas veces se presente delante, iremos contra la dictadura.

Y desde el punto de vista constitucional, ¿para qué hablar de eso, si es algo totalmente imposible de alcanzar? Si alguna vez, para la rapidez en la ejecución de nuestro programa, que es el programa del Frente Popular, y no otro, necesitamos acudir a las facilidades que da el art. 61 de la Constitución, aquí vendremos a la Cámara a pedirlo, sencillamente. Y si alguna vez se hace preciso, como yo lo he creído, y por eso lo he hecho desde la cabecera del banco azul, dar más rapidez, mayor velocidad a las determinaciones de la Cámara, par que nadie pueda pedirnos que marchemos con un ritmo más acelerado cuando resulte que nuestras iniciativas aquí se detienen, entonces, aunque no se haya articulado de momento, propondremos una reforma del Reglamento de la Cámara.

Pero nosotros ni queremos, ni deseamos, ni solicitamos plenos poderes, ni sabemos de qué se trata cuando de ellos se habla. El Sr. Calvo Sotelo, marchando en este camino abierto por el Sr. Gil Robles, y aun el propio Sr. Gil Robles, en cuyos labios tenía más interés la declaración, señalaban que las perturbaciones de orden público que pueda haber en España, ni se cortarán por la constitución del Gobierno que deriva de un Frente Popular, el cual parece ser como un confeccionador especial de perturbaciones, ni, sobre todo, porque hay una enfermedad endémica en España desde hace varios años que determina que la democracia esté moribunda. En punto a opinar, naturalmente que mis contrincantes tienen plena libertad; pero por lo menos quienes formamos en las filas republicanas, que somos los que representamos en este momento al Frente Popular con todo su programa íntegro, puestos de acuerdo con los compañeros proletarios, tenemos una fe absoluta, terminante, incontestable, inconmovible en las virtudes de la democracia, y cualquiera que sea el espectáculo que se dé, siempre arreglable y siempre arreglado dentro de los cauces de la democracia; cualesquiera que sean los actos violentos, justificados, como es decía antes, por una pasión contenida durante dos años, la democracia encontrará medios hábiles de acorrer con la libertad a la curación de esos males. Es una cuestión de fe y no voy a pedir a SS. SS. que la compartan. ¿Cómo se lo voy a pedir al Sr. Calvo Sotelo que es el antípoda?

Importaba también señalar un caso que quizá no esté de más dejar bien marcado ante la atención de la Cámara. Se habla constantemente —vosotros os habéis hecho eco de ello— de que todas las perturbaciones que se producen hoy en las ciudades y en el campo españoles son causadas, cabalmente, por elementos integrantes del Frente Popular, y aun por otros que, no formando parte de él, son afines y pertenecen a la gran masa del proletariado. También habría que examinar esto muy de cerca, Sr. Gil Robles. También en esa larga lista de S. S. habría que ir estudiando caso por caso para ver cuáles son las actitudes de aquellas gentes, que no quiero llamar burgueses en contraposición de los proletarios, que por tener una cierta afinidad con vosotros, no digo que tengáis un control sobre ellas, pero sí que tenéis una bastante y consecuente comunicación. Me refiero concretamente a la clase patronal. ¿Es que estos patronos son siempre las víctimas? ¿No ponen nunca dificultad ninguna? ¿No son muchas veces los que encienden la yesca que ha de producir la llamarada de indignación en las clases populares? ¿Queréis un caso? El Sr. Gil Robles citaba un botón de muestra; ahí va otro: Almendralejo. Es éste uno de los términos municipales más ricos de la provincia a la que pertenece; es un sitio donde siempre ha habido trabajo; pues bien: este año, sistemáticamente, los patronos se niegan a darlo. Y tendrán que darlo, o nosotros estaremos de más en el banco azul. (Muy bien.— El Sr. Daza: Hace dos meses ha habido alojamientos forzosos de obreros.Fuertes rumores y protestas.—La Sra. Nelken: Un determinado señor es el dueño de casi todo el término y no da trabajo.—El Sr. Presidente reclama orden.)

Fermín Daza era diputado por el Partido de Centro Democrático. Margarita Nelken era diputada por el Partido Socialista.

Si S. S. no lo sabe, yo voy a revelarle un secreto a este respecto. En Almendralejo la clase patronal, siguiendo en esto determinada táctica, que no apoyo, y copiándola de otros sectores, se ha reunido y ha constituido una especie de Sociedad, en la que se han adoptado acuerdos secretos. ¿Sabe S. S. cuál ha sido uno de ellos? Pues la ejecución de los que falten a sus decisiones. Es decir, que aquí tenemos el pistolerismo metido en la clase patronal. (Rumores.) Cuando se lo digo a S. S. es que lo sé. Y es que no se puede ir infiltrando en una clase, cualquiera que ella sea, el espíritu de odio y de lucha. Nos encontrábamos antes con un fenómeno existente: la lucha de clases. Esta lucha de clases era una realidad, no sólo por una parte, sino más especialmente por la otra. Ateneos a las consecuencias; pero el Gobierno, que no es responsable de que estas actitudes provoquen determinados actos, acude inmediatamente a corregirlos.

¿Y qué me decís de la Patronal madrileña? Yo no quiero traer aquí cosas minúsculas, pero esto lo estamos viviendo. Cuando el Gobierno, haciendo uso de esa autoridad que reclamáis y obedeciendo a dictados de su dignidad, establece ciertas bases, determinadas condiciones en el trabajo de los obreros, los patronos se niegan a cumplirlas. Hoy es el día en que no todos las han cumplido. Tengan la seguridad SS. SS. de que en este caso, como en otros, el Gobierno impondrá su autoridad, sin teatralidad, sin excesos de gesto ni de palabra, porque para atribuirme a mí excesos verbalistas ya hay que tener imaginación. (Risas.—El Sr. Gil Robles: Excesos no; exclusividades verbalistas; no acciones.—Rumores.)

La actitud que los patronos de algunas poblaciones y la clase patronal del campo han tomado con acritud determina una serie de luchas violentas. Yo no voy a defender a los que adoptan esas actitudes, sino que trato de explicar el fenómeno.

¿Qué tenemos en el campo? La mayor parte de las veces, como ocurrió en el pueblo que antes he citado, negativa sistemática de los patronos a dar trabajo. En otros sitios acuden los patronos, no siempre, a los organismos del Estado encargados de arbitrar estos conflictos, pero no acuden personalmente, sino que, por vivir ausentes desde siempre, mandan a unos representantes que en realidad no tienen representación alguna y que no saben qué hacer. Otras veces, como sucedió en la huelga del ferrocarril de Langreo, los representantes van sin instrucciones; simplemente para ver si pasa el tiempo y se excitan los ánimos. En suma, estamos en que no sólo por un lado, sino por el otro, se van agriando estos problemas y en que se está tratando de provocar convulsiones constantes a las que el Gobierno no puede asistir con los brazos cruzados. El Gobierno, en cada caso, acude con sus medios, intervienen los órganos de él a quienes competen estas cuestiones y, en resumen, está dispuesto a sancionar dura y rápidamente a todos aquellos que no acaten sus disposiciones, llámense patronos o llámense obreros. Sépanlo todos. (El Sr. Gil Robles pide la palabra.)

¿Que España no nos va a creer? ¿Cuál España? ¿La vuestra, ya que, por lo visto, estamos dividiendo a España en dos? ¿Qué España no nos va a creer? Señor Gil Robles y Sr. Calvo Sotelo, no quiero incurrir en palabras excesivas; a los hechos me remito. Ya veremos si España nos cree o no. (Prolongados aplausos de la mayoría.)

El Sr. PRESIDENTE: Distintos Sres. Diputados han pedido la palabra. He de considerar el acuerdo adoptado por la Cámara hace unos minutos en el sentido de que, haciendo un poco expansiva la interpretación del Reglamento en lo que se refiere a las proposiciones no del ley, pueden intervenir en el debate los Sres. Diputados que lo han solicitado.

La Sra. Ibárruri tiene la palabra.

Dolores Ibárruri era diputada por el Partido Comunista.

La Sra. IBÁRRURI: Señores Diputados, por una vez, y aunque ello parezca extraño y paradójico, la minoría comunista está de acuerdo con la proposición no de ley presentada por el señor Gil Robles, proposición tendente a plantear la necesidad de que termine rápidamente la perturbación que existe en nuestro país; pero si en principio coincidimos en la existencia de esta necesidad, comenzamos a discrepar en seguida, porque para buscar la verdad, para hallar las conclusiones a que necesariamente tenemos que llegar, vamos por caminos distintos, contrarios y opuestos.

El Sr. Gil Robles ha hecho un bello discurso y yo me voy a referir concretamente a él, ya que al Sr. Calvo Sotelo le ha contestado cumplidamente el Sr. Casares, poniendo al descubierto los propósitos de perturbación que traía esta tarde al Parlamento, con el deseo, naturalmente, de que sus palabras tuvieran repercusiones fuera de aquí, aunque por necesidad me referiré también en algunos casos concretos a las actividades del Sr. Calvo Sotelo.

Decía que el Sr. Gil Robles había pronunciado un bello discurso, tan bello y tan ampuloso como los que el Sr. Gil Robles acostumbraba a pronunciar cuando en plan de jefe indiscutible —esto no se lo reprocho— iba por aldeas y ciudades predicando la buena nueva del socialismo cristiano, la buena nueva de la justicia distributiva, aunque esta justicia distributiva se tradujese en hechos de gobierno, cuando el Sr. Gil Robles participaba intensamente en él, tales como el establecimiento de los jornales católicos en el campo, de los jornales de 1.50 y de 2 pesetas.

El Sr. Gil Robles, hábil parlamentario y no menos hábil esgrimidor de recursos oratorios, retóricos, de frases de efecto, apelaba a argumentos no muy convincentes, no muy firmes, tan escasos de solidez como la afirmación de que hacía falta el apoyo por parte del Gobierno a los elementos patronales. Y al argüir con argumentos falsos, sacaba, naturalmente, falsas conclusiones; pero muy de acuerdo con la misión que quien puede le ha confiado en esta Cámara y que S. S., como los compañeros de minoría, sabe cumplir a la perfección, esgrimía una serie de hechos sucedidos en España, que todos lamentamos, para demostrar la ineficacia de las medidas del Gobierno, el fracaso del Frente Popular. Su señoría comenzaba a hacer la relación de hechos solamente desde el 16 de febrero y no obtenía una conclusión, como muy bien le han dicho los señores Diputados que han intervenido; no obtenía la conclusión de que es necesario averiguar quiénes son los que han realizado esos hechos, porque el Sr. Gil Robles no ignora, por ejemplo, que después de la quema de algunas iglesias, en casa de determinados sacerdotes se han encontrado los objetos del culto que en ocasiones normales no suelen estar allí. (Grandes rumores.)

No tiene nada de particular que los sacerdotes se llevaran de las iglesias los objetos de valor dado el riesgo de incendio y de saqueo que existía.

No quiero hacer simplemente un discurso; quiero exponer hechos, porque los hechos son más convincentes que todas las frases retóricas, que todas las bellas palabras, ya que a través de los hechos se pueden sacar consecuencias justas y a través de los hechos se escribe la Historia. Y como yo supongo que el Sr. Gil Robles, como cristiano que es, ha de amar intensamente la verdad y ha de tener interés en que la Historia de España se escriba de una manera verídica, voy a darle algunos argumentos, voy a refrescarle la memoria y a demostrarle, frente a sus sofismas, la justeza de las conclusiones adonde yo voy a llegar con mi intervención.

Pero antes permítame S. S. poner al descubierto la dualidad del juego, es decir, las maniobras de las derechas, que mientras en las calles realizan la provocación, envían aquí unos hombres que, con cara de niños ingenuos (Risas.), vienen a preguntarle al Gobierno qué pasa y a dónde vamos. (Grandes aplausos.) Señores de las derechas, vosotros venís aquí a rasgar vuestras vestiduras escandalizados y a cubrir vuestras frentes de ceniza, mientras, como ha dicho el compañero De Francisco, alguien, que vosotros conocéis y que nosotros no desconocemos tampoco, manda elaborar uniformes de la Guardia civil con intenciones que vosotros sabéis y que nosotros no ignoramos, y mientras, también, por la frontera de Navarra, Sr. Calvo Sotelo, envueltas en la bandera española, entran armas y municiones con menos ruido, con menos escándalo que la provocación de Vera del Bidasoa, organizada por el miserable asesino Martínez Anido, con el que colaboró S. S. (Muy bien.—Grandes aplausos.), y para vergüenza de la República Española, no se ha hecho justicia ni con él ni con S. S., que con él colaboró (Prolongados aplausos.—El Sr. Calvo Sotelo: Protesto contra esos insultos dirigidos a un ausente.—El Sr Presidente agita la campanilla reclamando orden.) Como digo, los hechos son mucho más convincentes que las palabras. Yo he de referirme, no solamente a los ocurridos desde el 16 de febrero, sino un poco tiempo más atrás, porque las tempestades de hoy son consecuencia de los vientos de ayer. (Varios Sres. Diputados: Exacto.)

Ciertamente, la derecha estaba provocando gran parte de la violencia callejera que luego denunciaba en el parlamento, como maniobra de desgaste del gobierno y con el fin de que el golpe de Estado que se estaba fraguando contara con el mayor número de partidarios. Pero los argumentos de Ibárruri son hipócritas, porque dos años atrás eran los socialistas y los comunistas los que estaban introduciendo armas y explosivos de contrabando para organizar una revuelta que les diera el poder absoluto. El fascismo surgió, en cuanto a métodos empleados, como copia corregida y aumentada del comunismo.

¿Qué ocurrió desde el momento en que abandonaron el Poder los elementos verdaderamente republicanos y los socialistas? ¿Qué ocurrió desde el momento en que hombres que, barnizados de un republicanismo embustero (Muy bien), pretextaban querer ampliar la base de la República, ligándoos a vosotros, que sois antirrepublicanos, al Gobierno de España? Pues ocurrió lo siguiente: Los desahucios en el campo se realizaban de manera colectiva; se perseguía a los Ayuntamientos vascos; se restringía el Estatuto de Cataluña; se machacaban y se aplastaban todas las libertades democráticas; no se cumplían las leyes de trabajo; se derogaba, como decía el compañero De Francisco, la ley de Términos municipales; se maltrataba a los trabajadores, y todo esto iba acumulando una cantidad enorme de odios, una cantidad enorme de descontento, que necesariamente tenía que culminar en algo, y ese algo fue el octubre glorioso, el octubre del cual nos enorgullecemos todos los ciudadanos españoles que tenemos sentido político, que tenemos dignidad, que tenemos noción de la responsabilidad de los destinos de España frente a los intentos del fascismo. (Muy bien.)

Así Ibárruri asocia "no ser republicano" con aplicar una política de derechas, y hace apología de un intento de revolución encaminada a implantar una dictadura, que nada apunta a que sería menos cruel y sanguinaria que todas las dictaduras comunistas que se habían implantado hasta la fecha en el mundo.

Y todos estos actos que en España se realizaban durante la etapa que certeramente se ha denominado del "bienio negro" se llevaban a cabo, Sr. Gil Robles, no sólo apoyándose en la fuerza pública, en el aparato coercitivo del Estado, sino buscando en los bajos estratos, en los bajos fondos que toda sociedad capitalista tiene en su seno, hombres desplazados, cruz del proletariado, a los que dándoles facilidades para la vida, entregándoles una pistola y la inmunidad para poder matar asesinaban a los trabajadores que se distinguían en la lucha y también a hombres de izquierda: Canales, socialista; Joaquín de Grado, Juanita Rico, Manuel Andrés y tantos otros, cayeron víctimas de estas hordas de pistoleros, dirigidas, Sr. Calvo Sotelo, por una señorita, cuyo nombre, al pronunciarlo, causa odio a los trabajadores españoles por lo que ha significado de ruina y de vergüenza para España (Muy bien.), y por señoritos cretinos que añoran las victorias y las glorias sangrientas de Hitler o Mussolini. (Grandes aplausos.)

Ibárruri se refiere a Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio e hija del dictador, que estaba al frente de la Sección Femenina de la Falange Española. Se la acusó de organizar algunos asesinatos perpetrados por falangistas, entre ellos el de la modista Juanita Rico, que fue la primera víctima socialista de los falangistas (hay que decir que varios falangistas habían muerto antes que ella). Según los falangistas, Juanita Rico, unas horas antes de su muerte, había presenciado el asesinato del falangista Juan Cuéllar y se había meado sobre su cuerpo moribundo.

Se produce, como decía antes, el estallido de octubre; octubre glorioso, que significó la defensa instintiva del pueblo frente al peligro fascista; porque el pueblo, con certero instinto de conservación, sabía lo que el fascismo significaba: sabía que le iba en ello, no solamente la vida, sino la libertad y la dignidad, que son siempre más preciadas que la misma vida.

De defensa instintiva nada. La revolución de octubre estuvo fraguándose durante meses por socialistas, comunistas y anarquistas, y si tan necesaria era, pese a estar planeada para toda España, ¿por qué sólo estalló con fuerza en Asturias y el País Vasco (con algunos ecos en Cataluña)? ¿Es que en el resto de España era prescindible? ¿Tan difícil es de entender que lo que procede ante una política que no gusta es votar a partidos opuestos? Pero claro, era difícil que eso funcionara cuando los socialistas y comunistas se habían enemistado, no sólo con la minoritaria elite reaccionaria que apenas hubiera sido rival en las urnas, sino con media España por su estúpido anticlericalismo (estúpido a juicio del propio Azaña), su antimilitarismo y sus planteamientos radicales que no permitieron que la Constitución fuera imparcial y aceptable para todos como base de la actividad política. Eso puso a media España en su contra, hizo que floreciera el fascismo —que hasta hacía pocos meses era ridículamente minoritario en el país— y abocó a una lucha que no tenía más salida que el triunfo del fascismo o el del comunismo.

Fueron, Sr. Gil Robles, tan miserables los hombres encargados de aplastar el movimiento, y llegaron a extremos de ferocidad tan terribles, que no son conocidos en la historia de la represión en ningún país. Millares de hombres encarcelados y torturados; hombres con los testículos extirpados; mujeres colgadas del trimotor por negarse a denunciar a sus deudos; niños fusilados; madres enloquecidas al ver torturar a sus hijos; Carbayin; San Esteban de las Cruces; Villafría; La Cabaña, San Pedro de los Arcos; Luis de Sirval. (Los señores Diputados de la mayoría, puestos en pie, aplauden durante largo rato.) Centenares y millares de hombres torturados dan fe de la justicia que saben hacer los hombres de derechas, los hombres que se llaman católicos y cristianos. Y todo ello, señor Gil Robles, cubriéndolo con una nube de infamias (El Sr. Marco Miranda: Y negándolo él.), con una nube de calumnias, porque los hombres que detentaban el Poder no ignoraban en aquellos momentos que la reacción del pueblo, si éste llegaba a saber lo que ocurría, especialmente en Asturias, sería tremenda.

Vicente Marco Miranda era diputado por Esquerra Republicana de Catalunya.

La idea de que una represión sangrienta era un medio oportuno de acabar con unos insurrectos era habitual en la época, y era practicada, a veces con éxito, a veces sin él, por gobiernos de todos los países, más o menos civilizados, más o menos democráticos, y en particular, tanto por fascistas como por comunistas. Es difícil conjeturar si Gil Robles pensaría que le mereció la pena. Por una parte, la represión de Asturias fue decisiva para el triunfo del Frente Popular dos años después, pero por otra parte el triunfo del Frente Popular fue decisivo para el triunfo del fascismo (con una guerra civil por medio).

Cultivasteis la mentira; pero la mentira horrenda, la mentira infame; cultivasteis la mentira de las violaciones de San Lázaro; cultivasteis la mentira de los niños con los ojos saltados; cultivasteis la mentira de la carne de cura vendida a peso; cultivasteis la mentira de los guardias de Asalto quemados vivos. Pero estas mentiras tan diferentes, tan horrendas todas, convergían a un mismo fin: el de hacer odiosa a todas las clases sociales de España la insurrección asturiana, aquella insurrección que, a pesar de algunos excesos lógicos, naturales en un movimiento revolucionario de tal envergadura, fue demasiado romántico, porque perdonó la vida a sus más acerbos enemigos, a aquellos que después no tuvieron la nobleza de recordar la grandeza de alma que con ellos se había demostrado. (Grandes aplausos.)

Voy a separar los cuatro motivos fundamentales de estas mentiras que, como decía antes, convergían en el mismo fin. La mentira de las violaciones, a pesar de que vosotros sabíais que no eran ciertas, porque las muchachas que vosotros dabais como muertas, y violadas antes de ser muertas por los revolucionarios, ellas mismas os volcaban a la cara vuestra infamia diciendo "Estamos vivas, y los revolucionarios no tuvieron para nosotras más que atenciones." ¡Ah!, pero esta mentira tenía un fin; esta mentira de las violaciones, extendida por vuestra Prensa cuando a la Prensa de izquierdas se la hacía enmudecer, tendía a que el espíritu caballeroso de los hombres españoles se pronunciase en contra de la barbarie revolucionaria.

Pero necesitabais más; necesitabais que las mujeres mostrasen su odio a la revolución; necesitabais exaltar ese sentimiento maternal, ese sentimiento de afecto de las madres para los niños, y lanzasteis y explotasteis el bulo de los niños con los ojos saltados. Yo os he de decir que los revolucionarios hubieron, de la misma manera que los heroicos comunalistas de París, siguiendo su ejemplo, de proteger a los niños de la Guardia civil, de esperar a que los niños y las mujeres saliesen de los cuarteles para luchar contra los hombres como luchan los bravos: con armas inferiores, pero guiados por un ideal, cosa que vosotros no habéis sabido hacer nunca. (Aplausos.)

La mentira de la carne de cura vendida al peso. Vosotros sabéis bien —nosotros tampoco lo desconocemos— el sentimiento religioso que vive en amplias capas del pueblo español, y vosotros queríais con vuestra mentira infame ahogar todo lo que de misericordiosos, todo lo que de conmiseración pudiera haber en el sentimiento de estos hombres y de estas mujeres que tienen ideas religiosas hacia los revolucionarios.

Y viene la culminación de las mentiras: los guardias de Asalto quemados vivos. Vosotros necesitabais que las fuerzas que iban a Asturias a aplastar el movimiento fuesen, no dispuestas a cumplir con su deber, sino impregnadas de un espíritu de venganza, que tuviesen el espolique de saber que sus compañeros habían sido quemados vivos por los revolucionarios. Ahí convergían todas vuestras mentiras, como he dicho antes: a hacer odiosa la revolución, a hacer que los trabajadores españoles repudiasen, por todos estos motivos, el movimiento insurreccional de Asturias.

Pero todo se acaba, Sr. Gil Robles, y cuando en España comienza a saberse la verdad, el resultado no se hace esperar, y el 16 de febrero el pueblo, de manera unánime, demuestra su repulsa a los hombres que creyeron haber ahogado con el terror y con la sangre de la represión los anhelos de justicia que viven latentes en el pueblo. Y los derrotados de febrero, aquellos que se creían los amos de España, no se resignan con su derrota y por todos los medios a su alcance procuran obstaculizar, procuran entorpecer esta derrota, y de ahí su desesperación, porque saben que el Frente Popular no se quebrantará y que llegará a cumplir la finalidad que se ha trazado. Por eso precisamente es por lo que ellos en todos los momentos se niegan a cumplir os laudos y las disposiciones gubernamentales, se niegan sistemáticamente a dar satisfacción a todas las aspiraciones de los trabajadores, lanzándolos a la perturbación, a la que van, no por capricho ni por deseo de producirla, sino obligados por la necesidad, a pesar de que el Sr. Calvo Sotelo, acostumbrado a recibir las grandes pitanzas de la Dictadura, crea que los trabajadores viven como vivía él en aquella época. ¿Por qué se producen las huelgas? ¿Por el placer de no trabajar? ¿Por el deseo de producir perturbación? No. Las huelgas se producen porque los trabajadores no pueden vivir, porque es lógico y natural que los hombres que sufrieron las torturas y las persecuciones durante la etapa que las derechas detentaron el Poder quieran ahora —esto es lógico y natural— conquistar aquello que vosotros les negabais, aquello para lo cual vosotros les cerrabais el camino en todos los momentos. No tiene que tener miedo el Gobierno porque los trabajadores se declaren en huelga; no hay ningún propósito sedicioso contra el Gobierno en estas medidas de defensa de los intereses de los trabajadores, porque ellas no representan más que el deseo de mejorar su situación y de salir de la miseria en que viven.

Hablaban algunos señores de la situación en el campo. Yo también quiero hablar de la situación en el campo, porque tiene una ligazón intensa con la situación de los trabajadores de la ciudad, porque pone una vez más al descubierto la ligazón que existe entre los dueños de las grandes propiedades, que en el campo se niegan sistemáticamente a dar trabajo a los campesinos y consienten que las cosechas se pierdan, y estas Empresas, que como la de calefacción y ascensores, como la de la construcción, como todas las que se hallan en conflicto con sus obreros, se niegan a atender las reivindicaciones planteadas por los trabajadores. Esto se liga a lo que yo decía antes: al doble juego de venir aquí a preguntar lo que ocurre y continuar perturbando la situación en la ciudad y en el campo.

Concretamente voy a referirme a la provincia de Toledo, y al hablar de la provincia de Toledo reflejo lo que ocurre en todas las provincias agrarias de España. En Quintanar de la Orden hay varios terratenientes (y esto es muy probable que lo ignore el Sr. Madariaga, atento siempre a defender los intereses de los grandes terratenientes) que deben a sus trabajadores los jornales de todas las faenas de trabajo del campo. ¿Qué diría el señor Madariaga si en un momento determinado estos trabajadores de Quintanar de la Orden, como los de Almendralejo, como los de tantos otros pueblos de España, se lanzasen a cobrar lo que es suyo en justicia? ¡Ah! Vendría aquí a hablar de perturbaciones, vendría aquí a decir que el Gobierno no tiene autoridad, vendría aquí, como van viniendo ya con excesiva tolerancia de estos hombres, a entorpecer constantemente la labor del Gobierno y la labor del Parlamento.

Dimas Madariaga era diputado de la CEDA por la provincia de Toledo.

Y que por parte de los grandes terratenientes, como por parte de las Empresas, hay un propósito determinado de perturbar, lo demuestra este hecho concreto que os voy a exponer. En Villa de Don Fadrique, un pueblo de la provincia de Toledo, se han puesto en vigor las disposiciones de la Reforma Agraria, pero uno de los propietarios que se siente lastimado por lo que significa de justicia para el campesinado, que no ha conocido de la justicia más que el poder de los amos, de acuerdo con los otros terratenientes, había preparado una provocación en toda regla, una provocación habilísima, señores de las derechas, que vais a ver en lo que consistía y que demuestra la falsedad del argumento del señor Calvo Sotelo, cuando afirma que los terratenientes no pueden conceder a los trabajadores jornales superiores a 1.50 (Rumores.— Un Sr. Diputado: ¿Quién ha dicho eso?) Estos señores terratenientes con fincas radicantes en Villa de Don Fadrique, cuya cosecha está valuada en 10.000 duros, tenían el propósito de repartirla entre los campesinos de los pueblos colindantes, como Lillo, Corral de Almaguer y Villacañas. Esto, que en principio podrá parecer un rasgo de altruismo, en el fondo era una infame provocación; era el deseo de lanzar, azuzados por el hambre, a los trabajadores de un pueblo contra los de otros pueblos. Y que esto no es un argumento sofístico esgrimido por mí lo demuestra la declaración terminante del hermano de uno de los terratenientes delante de D. Mariano Gimeno, del alcalde y de la Comisión del Sindicato de Agricultores, que dijo textualmente: "Si mi hermano hubiera hecho lo que se había acordado, es decir, el reparto de la cosecha, a estas horas se habría producido el choque y éste habría terminado". Y es ahí, Sr. Gil Robles, y no en los obreros y en los campesinos, donde está la causa de la perturbación, y es contra los causantes de la perturbación de la economía española, que apelan a maniobras "non sanctas" para sacar los capitales de España y llevárselos al extranjero; es contra los que propalan infames mentiras sobre la situación de España, con menoscabo de su crédito; es contra los patronos que se niegan a aceptar laudos y disposiciones; es contra los que constante y sistemáticamente se niegan a conceder a los trabajadores lo que les corresponde en justicia; es contra los que dejan perder las cosechas antes que pagar salarios a los campesinos contra los que hay que tomar medidas. Es a los que hacen posible que se produzcan hechos como los de Yeste y tantos pueblos de España a los que hay que hacerles sentir el peso del Poder, y no a los trabajadores hambrientos ni a los campesinos que tienen hambre y sed de pan y de justicia.

Sí, pero lo que no comprendían los comunistas era que el remedio para todas esas injusticias no era el comunismo, pues el comunismo, en el mejor de los casos, generaba dictaduras fascistas y, en el peor, dictaduras comunistas. El remedio para todas esas injusticias hubiera sido un partido político como el de Azaña (suponiendo que sin las presiones de los socialistas y de los comunistas y de las masas desbocadas no hubiera amparado todas las insensateces que amparó y que dieron alas a un fascismo desconocido en España que pudo recabar así el suficiente apoyo popular —y militar— como para que triunfara una sublevación fascista).

Señor Casares Quiroga, Sres. Ministros, ni los ataques de la reacción, ni las maniobras, más o menos encubiertas, de los enemigos de la democracia, bastarán a quebrantar ni a debilitar la fe que los trabajadores tienen en el Frente Popular y en el gobierno que lo representa. (Muy bien.) Pero, como decía el Sr. De Francisco, es necesario que el Gobierno no olvide la necesidad de haber sentir la ley, y que en este caso concreto no son los obreros ni los campesinos. Y si hay generalitos reaccionarios que, en un momento determinado, azuzados por elementos como el señor Calvo Sotelo, pueden levantarse contra el Poder del Estado, hay también soldados del pueblo, cabos heroicos, como el de Alcalá, que saben meterlos en cintura. (Muy bien.) Y cuando el Gobierno se decida a cumplir con ritmo acelerado el pacto del Frente Popular y, como decía no hace muchos días el Sr. Albornoz, inicie la ofensiva republicana, tendrá a su lado a todos los trabajadores, dispuestos, como el 16 de febrero, a aplastar a esas fuerzas y a hacer triunfar una vez más al Bloque Popular.

Conclusiones a las que yo llego: Para evitar las perturbaciones, para evitar el estado de desasosiego que existe en España, no solamente hay que hacer responsable de lo que pueda ocurrir a un Sr. Calvo Sotelo cualquiera, sino que hay que comenzar por encarcelar a los patronos que se niegan a aceptar los laudos del Gobierno.

Hay que comenzar por encarcelar a los terratenientes que hambrean a los campesinos; hay que encarcelar a los que con cinismo sin igual, llenos de sangre de la represión de octubre, vienen aquí a exigir responsabilidades por lo que no se ha hecho. Y cuando se comience por hacer esta obra de justicia, Sr. Casares Quiroga, señores Ministros, no habrá Gobierno que cuente con un apoyo más firme, más fuerte que el vuestro, porque las masas populares de España se levantarán, repito, como en el 16 de febrero, y aun quizá, para ir más allá, contra todas esas fuerzas que, por decoro, nosotros no debiéramos tolerar que se sentasen ahí. (Grandes aplausos.)

El Sr. PRESIDENTE: Tiene la palabra el señor Pabón (D. Benito).

Benito Pabón era diputado por el Partido Sindicalista, que era anarquista. El Presidente especifica su nombre porque también era diputado su hermano Jesús Pabón, sólo que éste lo era por la CEDA y era uno de los firmantes de la proposición que Benito va a condenar a continuación con los argumentos peregrinos propios de un anarquista.

El Sr. PABÓN (D. Benito): Señores Diputados, no pensaba hacer uso de la palabra, pero ante las afirmaciones hechas por el Sr. Calvo Sotelo en su intervención, me he creído en el deber de solicitarla. El Sr. Gil Robles y el Sr. Calvo Sotelo han venido aquí con esta proposición no de ley a acuciar al Gobierno para que emplee los resortes del Poder en contra de las masas populares, que ellos dicen están subvirtiendo el orden nacional, pues ésta es en concreto la petición que hacen al Gobierno, y porque eso es, sencillamente, lo que encierra esa proposición, yo, traduciendo el sentir de una parte del pueblo español, tengo que levantarme en contra de esa proposición no de ley. Y me he de levantar, llamándome la atención extraordinariamente que las derechas se sientan como asustadas y asombradas de lo que está ocurriendo actualmente en España. Han olvidado ya, seguramente, su propaganda preelectoral, aquellos carteles en que anunciaban que la venida del Frente Popular ería la ruina total de España, que caerían sobre ella toda clase de fieros males, que el Frente Popular representaría la destrucción inmediata de toda la economía y de todo el orden social, que España sería una especie de infierno, conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno; y cuando al lado de aquellas profecías jeremiacas que hacían el Sr. Calvo Sotelo y los suyos a través de aquellas propagandas, se ve lo que ha ocurrido después del triunfo del Frente Popular, lo que asombra es que no hayan tomado la actitud de venir aquí a cantar el fracaso de sus profecías y a decir que, efectivamente, no había ocurrido ninguno de los males que ellos temieron. Porque, entiéndalo bien el Sr. Gil Robles, que nos anunciaba a todo pasto que el triunfo del Frente Popular era el triunfo de la revolución en España: toda revolución social, con sus neurosis legítimas y naturales, produce una serie de males que nadie se puede asombrar de que se den en la realidad, y cuando se habla de un orden que no existe, cuando se habla en nombre de unos intereses que no están ni mucho menos en la situación de ruina que ellos afirman, sino en actitud ofensiva contra un régimen, no hay derecho, Sres. Diputados, a pedir al Gobierno una mayor aplicación de los resortes del Poder.

La actitud de las derechas es, sencillamente una actitud de sensibilidad enfermiza, de sensibilidad equivocada, la de aquellos que no se asustan del desorden real que existe en la sociedad, que no sienten el dolor inmenso que representa que haya 600.000 parados en España, que no les produce eso una reacción sentimental, y en cambio se asustan de que haya cuatro bombas, de que se produzcan cuatro muertes, de que existan unas cuantas huelgas. Eso no representa nada al lado del dolor constante, terrible, que significa la existencia de ese mal latente del régimen capitalista que ellos defienden.

Hay que proclamar con las organizaciones obreras y hay que proclamar con los elementos del Frente Popular una verdad formidable. Aquí se ha hablado, confundiendo las cosas, de desorden huelguístico y de atracos, y he de decir que condenados hoy, en plan teórico, por todas las organizaciones obreras los atracos, sin embargo, esos 600.000 obreros en paro forzoso tienen razón en todas sus rebeldías contra la sociedad y contra el Estado organizado. Un hombre a quien se le niega el trabajo y los medios de vida, para mí tiene toda la razón rebelándose contra el Estado y contra esta sociedad injusta que no le proporciona medios de subsistencia, y para mí, aunque sea un atracador, es mucho más respetable ese hombre que se defiende bravamente contra esta sociedad y contra el Estado, que todos los demás que quieren, por medio de las bayonetas y de la fuerza y la reacción formidable de los Tribunales, apagar esta rebeldía de esos 600.000 parados españoles. Por ello, porque reconozco que, no por la razón, sino por la fuerza, se quiere ir contra esos hombres y resolver estos problemas, tengo que votar en contra de la proposición no de ley presentada por el Sr. Calvo Sotelo y los suyos.

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Ventosa tiene la palabra.

Juan Ventosa era diputado por la Lliga Catalana, un partido regionalista conservador.

El Sr. VENTOSA: Ignoro si va a votarse la proposición presentada por el Sr. Gil Robles o si habrá de ser retirada. En todo caso, me interesa formular respecto de ella —y habré de hacerlo brevemente dentro de los límites que fija el reglamento— el pensamiento y la posición de esta minoría. (El Sr. Cid: Pido la palabra.)  Me mueve a hacerlo el hecho de tratarse de un problema fundamental, yo diría el más fundamental de los problemas que existen hoy planteados en España, como es el de la situación que en los diversos órdenes de la vida española existe y el de la actitud que en relación con la situación presente sigue el Gobierno.

Situación del país. El Sr. Gil Robles ha hecho un relato impresionante, en el cual aparecían resumidos los datos estadísticos que en los diversos aspectos de violencia venían a concretar todo lo que ha ocurrido en los últimos meses desde el 16 de febrero hasta el 15 de este mes. El resumen era ciertamente impresionante; pero yo he de decir que me producía mayor alarma que la relación de los hechos violentos, la posición adoptada por el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que dando pruebas de un optimismo realmente inexplicable, encontraba que la situación era bastante agradable y bastante soportable, y yo no sé si llevado por su temperamento o por el optimismo ministerial, llegaba a negar el carácter dramático de estos hechos, que reconocían, aunque tratara de excusarlos y de explicarlos, los mismos representantes de las minorías socialista y comunista, el Sr. De Francisco y la señora Ibárruri. Realmente, yo no creo que pueda entrarse en controversia con el Sr. Presidente del Consejo de Ministros. Si a S. S. le parece que la situación no es alarmante ni es grave, que los hechos violentos que se han producido en los últimos tiempos, y concretamente durante el Gobierno de S. S., no colman la medida de lo soportable, yo no habré de entrar a refutar la afirmación de S. S.; habré de dejarle la responsabilidad de esta afirmación ante España y ante el Extranjero, que en todas partes, desgraciadamente, son conocidos los hechos que aquí han ocurrido, y en todas partes, lo que habrá de parecer inverosímil es que un Presidente del Consejo de Ministros encuentre que esta situación no colma la medida de lo que puede soportar una autoridad y un Gobierno.

Se dice que el desorden público que denunciaban Gil Robles y Calvo Sotelo era "exagerado" en el sentido de que no era superior al que había vivido España en muchas otras épocas recientes, y eso es verdad, y no es menos cierto que se trataba de una estrategia para desacreditar al Frente Popular frente a un sector decisivo de la opinión pública, pero también es cierto que, aun siendo "normal" respecto a lo habitual en España, no lo era respecto a lo que se consideraba normal en cualquier país europeo occidental.

Yo no quiero, pues, entrar en discusión sobre esto ni quiero entrar a examinar este recurso fácil de que las provocaciones son las determinantes de los hechos violentos. Mucho más que estos mismos hechos violentos, que pueden ser provocados o producidos en un momento de pasión, es lamentable el estado de subversión moral que existe en España; estado de subversión moral que se manifiesta en las palabras de violencia, de encono, de odio, de persecución. Yo creo, Sr. Presidente del Consejo de Ministros y Sres. Diputados, que mucho más grave que todo lo que puede decirse respecto a hechos concretos, es el argumento que ha estado esgrimiendo la Sra. Ibárruri, con ovaciones clamorosas de la mayoría, repitiendo en parte un argumento formulado por el mismo Sr. Presidente del Consejo de Ministros, diciendo que lo que pasa ahora viene justificado por lo que ocurrió dos años antes.

Yo no quiero saber lo que ocurrió. Por mi situación, soy ajeno a ello. Yo no quiero entrar a juzgarlo; pero quiero admitir, por vía de controversia, como hipótesis, que, realmente, los que ocuparon el Poder en el bienio pasado hubieran cometido excesos en injusticias. Pero, ¿es que los excesos y las injusticias de unos pueden justificar el atropello, la violencia y la injusticia de los demás? ¿Es que estamos condenados a vivir en España perpetuamente en un régimen de conflictos sucesivos, en que el apoderamiento del Poder o el triunfo de unas elecciones inicien la caza y la persecución y el aplastamiento del adversario? Si fuera así, habríamos de renunciar a ser españoles, porque ello sería incompatible con la vida civilizada en nuestro país. (Muy bien.)

Eso sí que es un buen argumento y una lección de democracia.

Pero, además, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, no es sólo esto; es que en las palabras de S. S. venía justificada aquella frase, que se hizo famosa no sólo aquí, sino fuera de las fronteras de España, y que fue repetida en los periódicos franceses, de que el Gobierno era beligerante. Su señoría en el banco azul ha aparecido hoy, una vez más, como beligerante ante los conflictos que se producen en España, y ha tenido S. S. palabras que no pueden conducir a otro resultado que a enconar la violencia en las luchas entre unas clases y otras y entre unos españoles y otros. (Muy bien.)

Yo, por ello, estimo todavía mucho más grave que las subversiones violentas en la calle la subversión en los espíritus, que ha tenido hoy su representación en el banco azul, en la boca del Sr. Presidente del Consejo de Ministros. (Aplausos.)

Pero además —y ello excluye toda discusión posible, de si son hechos espontáneos o si las violencias de hoy pueden justificarse por las violencias de antes— hay otros aspectos de subversión y de desorden.

Yo no quiero hacer referencia a algo que, pronunciado por el Sr. Calvo Sotelo, ha merecido una réplica vehemente del Sr. Presidente del Consejo de Ministros; pero me voy a referir a otros aspectos de la vida política española, que es la Administración de Justicia, respecto de la cual hace pocos días se han discutido aquí proyectos que forman parte de un plan enunciado en los periódicos del Frente Popular, diciendo que tienden a republicanizar la Justicia, pero que en rigor van encaminadas a destruir la independencia del Poder Judicial, sin la cual no podría existir ni la vida en un Estado democrático, ni aun las propias libertades individuales consignadas en la Constitución pueden tener ni una garantía, ni una defensa, porque toda la defensa que la Constitución les atribuye consiste en la independencia y en la autoridad del Poder Judicial. (Muy bien.) Subversión del Poder judicial que realizáis vosotros, destruyendo lo que constituye la base y el fundamento de un Estado democrático libre y civilizado.

Llamáis republicanizar la Justicia a someter la Justicia a vuestro pensamiento, olvidando que por muchas que puedan ser las desviaciones que pueda tener la Justicia, los errores que puedan cometer los magistrados y los Tribunales, indudablemente serán muchos más los errores, las violencias y las arbitrariedades que habrá de cometer el Poder público si desaparece la independencia del Poder judicial.

Otra lección de democracia.

Subversión en el orden económico, manifestada en la profusión de huelgas, respecto de las cuales yo no me he de discutir ni las reclamaciones que se formulan ni el fundamento que puedan tener; lo que sí digo es que son huelgas que se plantean sin tener para nada en cuenta las condiciones de la producción española ni el rendimiento del trabajo, y causando, por consiguiente, grave daño e inminente ruina a la economía, estableciendo como dogma la lucha de clases, no para participar en los beneficios de una economía próspera, impulsada por el Estado, sino para disputarse famélicamente los restos de una economía destruida por la violencia, envenenada por el mismo Poder público, con agravio de la ley y con desconocimiento del derecho. (Muy bien.)

Esto ya es un argumento de derechas y, por lo tanto, cuestionable.

Ésta es la situación: subversión en el orden público, subversión en el orden moral, desorden jurídico, desorden económico que llega a culminar en el hecho de que la anarquía española tiene una representación plástica y viviente en algo que viene a constituir como la realización práctica de una de las conclusiones del Congreso celebrado por la Confederación Nacional del Trabajo en Zaragoza, en la cual proclamaba como fundamento de la organización social la Comuna Libertaria. En algunas regiones españolas está ya establecida la Comuna Libertaria, y en ella el Alcalde ejerce una autoridad o para decir que no se paguen los alquileres o para establecer o imponer los asentados o para intervenir en todas las condiciones de la vida agraria, destrozando la economía española.

Ésta es la situación y éste es el desorden. Yo creo que, realmente, la proposición es justa cuando dice: esta situación no puede seguir, no puede subsistir. Ahora, yo he de declarar sinceramente que no creo que el debate pueda conducir a nada porque, en realidad, de verdad, el problema no es parlamentario, no es un problema que pueda resolverse ni con combinaciones políticas ni con asistencias parlamentarias. Lo estamos viendo desde que este Gobierno está en el Poder, mejor dicho, desde que subió al Poder el Gobierno que le precedió. Se proclama la necesidad intangible del mantenimiento del Frente Popular; yo he de declarar, como he dicho muchas veces, que estamos en un momento en el cual creo que toda consideración de partido tiene que subordinarse al supremo interés del país y, por consiguiente, que me interesa muy poco en sí misma la subsistencia o desaparición del Frente Popular; pero he de proclamar claramente que yo, que creo que el Frente Popular pudo ser un arma electoral formidable, estoy convencido de que no puede ser un instrumento eficaz de Gobierno porque es una combinación imposible la de marchar unidos, para realizar una obra constructiva, los que pretenden destruir las organizaciones democráticas de la sociedad capitalista y la organización presente y aquellos que siguen afirmando todavía que quieren mantener las instituciones democráticas y el régimen capitalista, aunque sea con tales o cuales condiciones. Forzosamente hay una contradicción, hay una diferencia de rutas que tienen que llevar a unos o a otros a la impotencia y a todos a la perturbación. La consecuencia de ello que estamos viendo, es la impotencia parlamentaria. Formula el Gobierno unas declaraciones y a esas declaraciones responden brutalmente los hechos; se presenta una cuestión de confianza: el Gobierno obtiene la asistencia de una gran mayoría, los aplausos fervorosos de una gran mayoría. ¿Y qué? Al día siguiente la situación sigue exactamente en los mismos términos en que estaba antes, yo diré en términos de mayor gravedad todavía; porque el Gobierno, para obtener la asistencia parlamentaria y los aplausos de la mayoría y el voto de confianza, incurre en claudicaciones de palabra, cuando no son de hecho. Por parte de los elementos socialistas y comunistas la asistencia parlamentaria no significa otra cosa que una táctica encaminada a ir preparando una revolución, que proclaman, que anuncian, que desean y que propugnan.

Ése era el quid de la cuestión, y no la situación de los menesterosos. La parte de la población española que se oponía a las reformas sociales era mínima, la que se oponía a dar alas al comunismo era mucho mayor, sólo que lo segundo llevaba a lo primero, por aquello de no dividir fuerzas. Podría decirse que el mayor obstáculo para aliviar la situación de los campesinos y proletarios era el comunismo.

No hay más que una solución posible para poner término a esta situación. No puede consistir la solución en combinaciones políticas ni parlamentarias, sino que la única solución consiste en que el Gobierno realice uno de los puntos fundamentales del programa del Frente Popular: que afirme en todo su vigor el principio de autoridad, el principio de autoridad que es indispensable en todos los regímenes, izquierdas, derechas cualquiera que sea el matiz político, si el régimen quiere subsistir, porque sin autoridad no puede haber más que la anarquía o un régimen de dictadura o de fascismo. Y habéis de convenceros de que todas las amenazas y todas las supuestas o reales provocaciones del fascismo y todos los intentos de subversión no obedecen a ninguna convicción doctrinal; no son más que el producto del desorden que se proyecta sobre la sociedad española y que promueve un movimiento de irritación, que no responde a ninguna convicción política, sino que busca simplemente oponer una violencia a otra violencia.

Eso es casi exacto: no obedecían a ninguna convicción doctrinal de carácter económico (no es cierto que media España se opusiera ferozmente a las reformas sociales), pero sí a la evidencia de que el comunismo era una grave amenaza para la sociedad en su conjunto, de lo cual el desorden público era un síntoma más o menos artificial, en cuanto a que estaba provocado en parte por la reacción fascista.

Y por ello creo que el Gobierno, éste, cualquiera otro que ocupe el banco azul, no tiene otro camino para terminar con esta situación de subversión y de desorden y de anarquía en que se vive en España, que imponer en todo su vigor el principio de autoridad; que ello no significa crueldad, Sr. Casares Quiroga; que no es enviando a unos guardias de asalto a una mina a cometer tales o cuales desmanes de una manera inhumana como pueden corregirse las violencias. Al contrario, yo creo que no puede haber crueldad mayor que la lenidad en el cumplimiento de la ley y en el mantenimiento del orden (Muy bien.), porque de esa lenidad, de esa lenidad precisamente han derivado esos centenares de muertos, de heridos, de asaltos y de incendios que han venido acompañando, para vergüenza vuestra en la Historia, vuestra actuación en el Gobierno. (Muy bien.)

Y nada más. Creo que con esta situación en que nos encontramos no podemos dejar de hablar con toda claridad, repitiendo aquí algo que muchos de los Diputados que forman en vuestra mayoría repiten fuera de este salón; algo que tienen que reconocer los mismos Diputados de la mayoría cuando van a sus respectivas circunscripciones y se enfrentan con la realidad viva y sangrante del desorden y de la anarquía que imperan en España. (Un Sr. Diputado: Evidente.) Nosotros tenemos que proclamarlo y tenemos que decirlo. Mantened el Frente Popular o rompedlo; haced lo que os plazca; pero si el Gobierno actual no está dispuesto a dejar de ser beligerante para ser un Gobierno que imponga a todos por igual, con justicia y con equidad, el respeto a la ley y al principio de autoridad, vale más que se marche; porque por encima de todas las combinaciones y de todos los partidos y de todos los intereses, está el interés supremo de España, que se halla amenazada de una catástrofe. (Grandes aplausos.)

Omitimos por brevedad las intervenciones de Joaquín Maurín, del Partido Unido de Unificación Marxista (anarquista), y José María Cid, del Partido Agrario Español (conservador). Consignamos únicamente sus conclusiones respectivas:

El Sr. MAURÍN: [...] Voy a terminar, Sr. Presidente. Para destruir el fascismo no bastan medidas coercitivas, sino que hay que aplicar medidas políticas, y una medida política, principalmente, señores del Frente Popular, es que el Gobierno responda a la constitución de este Frente, que no haya contradicción en la constitución del Gobierno. Un Gobierno que respondiera actualmente a los deseos de las masas populares y, por tanto, a la realidad, debería estar integrado, no solamente por los partidos republicanos, sino por los partidos obreros, por los representantes del Frente Popular que crean en la política de este Frente Popular.

Ese Gobierno, así formado, debería nacionalizar las tierras, los ferrocarriles, la gran industria, las minas, la banca y adoptar medidas progresivas, como las que ha adoptado en Francia Blum; ese Gobierno podría acabar con la amenaza fascista.

De otro modo, dentro de dos meses veremos cómo la contrarrevolución es más intensa, y tal vez entonces sea ya tarde para contener los desmanes del fascismo, más peligroso de lo que tal vez nosotros nos figuramos desde estos escaños.

El fascismo es hoy un peligro real en España, y hay que acabar con él con medidas represivas y con medidas políticas como las que acabo de señalar.

Por una parte, el partido socialista no estaba en el gobierno porque él mismo se había opuesto a ello. Largo Caballero no había consentido que Indalecio Prieto aceptara la propuesta de Azaña de ocupar la Presidencia del Consejo de Ministros. Por otra parte, Maurín insta a que el Frente Popular aplique el programa comunista que no era el programa con el que el Frente Popular había ganado las elecciones.

El Sr. CID: [...] Son muchos los gobernadores civiles que no obedecen al Ministro de la Gobernación, los alcaldes que no acatan a los gobernadores, los presidentes de las Casas del pueblo que se ríen de los alcaldes y los asociados que incumplen las órdenes de los presidentes de las Casas del pueblo y demás organizaciones. Existe una perfecta anarquía, de arriba abajo.

A pesar de esto el Sr. Presidente del Consejo sostiene que la situación no es desagradable; yo estimo que sí lo es, mucho, y por eso, al asociarnos a esa proposición, volvemos a pedir al señor Casares que dejen de ser sus palabras nada más que palabras; que los hechos correspondan a sus afirmaciones, porque llevamos cuatro meses oyendo desde el banco azul promesas de que se va a mantener el principio de autoridad, y no vemos que tengan realidad. Hay que evitar que se sigan cazando los españoles unos a otros. Contra eso vamos.

El Sr. PRESIDENTE: Voy a conceder la palabra, para rectificar, primero, al Sr. Gil Robles, y luego, al Sr. Calvo Sotelo, y aunque hay otros Sres. Diputados que han pedido la palabra, como ha sido presentada hace rato a la Mesa una proposición incidental, primeramente se dará lectura a dicha proposición.

El Sr. Gil Robles tiene la palabra, y lo mismo a S. S. que al Sr. Calvo Sotelo les ruego la mayor brevedad, en atención a que van a terminar las horas reglamentarias de sesión.

El Sr. GIL ROBLES: En atención a ese ruego de la Presidencia, voy a ser, Sres. Diputados, extraordinariamente breve en mi rectificación. No voy a descender a detalles del discurso del señor Presidente del Consejo de Ministros para rectificarlos uno a uno, porque mucho más que ello me interesa, en términos generales, el tono en que el Sr. Casares Quiroga se ha producido. Quizá por ello mis palabras de rectificación habrán de limitarse a recoger las muy elocuentes que pronunció el Sr. Ventosa al poner de relieve cómo tal vez las frases más demagógicas que hoy aquí se han escuchado han sido las del discurso del Sr. Casares Quiroga.

Su señoría concluía su discurso con una invocación a los hechos futuros; decía S. S. que la España que a S. S. le interesa le creerá cuando vea sus actos. Nosotros vamos a tener la satisfacción de ir recogiendo nuevamente día por día las muestras evidentes de la eficacia gubernamental, y un día tras otro, en debates generales sobre el orden público o concretamente en cualquiera que en la Cámara se presente, iremos demostrando ante la opinión pública que las medidas de S. S. no encierran en sí eficacia de ninguna clase. Una, sí, y bien triste, tienen siempre las palabras de S. S.; detrás de cada discurso, un recrudecimiento del espíritu demagógico; después de cada concesión a la mayoría, una mayor perturbación del orden público. Su señoría puede tener la satisfacción de que, mientras esta tarde buscaba el apoyo del Frente Popular y daba su señoría la sensación de que más que director era dirigido, en las calles de Madrid se estaban asaltando las tiendas, en demostración de la eficacia de la política del orden público del Gobierno. (Muy bien.)

Hablaba S. S. de que no era cierto que el Gobierno ni nadie del Frente Popular que no sintiera veleidades antidemocráticas había pedido plenos poderes. No voy a leer en estos momentos textos más o menos autorizados en gran número, sí uno de gran significación, del cual S. S. y la Cámara me van a permitir que lea cuatro renglones.

En "El Socialista" de 13 de junio de 1936, es decir, de hace tres días, se escribía en un editorial lo siguiente: "Preferiríamos, y lo declaramos sin dolor ni disimulo, que el régimen no tenga que apelar a extremos procedimientos políticos; pero si no existe otro remedio, sean las fuerzas de la coalición gobernante las que lo hagan". Yo no sé si estas palabras encontrarán hoy dentro de la Cámara un editor responsable; pero de lo que no cabe duda ninguna es de que reflejan el sentir de un núcleo de los que apoyan al Gobierno. ¿Que S. S. no quiere plenos poderes? No me extraña. ¿Qué mayores plenos poderes que los que la Constitución, la ley de Orden público y las leyes excepcionales ponen en mano de su señoría? No podrá citar S. S. el caso de ningún Estado político que ponga en manos de un Gobierno un cúmulo tal de poderes que le asemeja a una dictadura, aunque tenga el apoyo de una mayoría parlamentaria. ¿La mayoría no los quiere? Está en su derecho al no quererlos; al fin y al cabo todos sus alardes de autoridad han quebrado hoy por su base, cuando se ha sumado a las palabras más demagógicas que en este salón se han pronunciado esta tarde.

Yo pensaba poner aquí fin a esta brevísima rectificación; pero hay algo que me interesa recoger, porque día tras día se ha opuesto como una condenación a mis actuaciones, invocando ejemplos de actuaciones anteriores.

Es más, tema gravísimo y delicadísimo se ha planteado hoy, incidentalmente, como si no tuviera importancia bastante para dar motivo a un debate de fondo. Constantemente se ha estado diciendo que la justificación de los excesos actuales está en una política punto menos que criminal, que nosotros, y yo particularmente, hemos desarrollado en esta Cámara; con deciros que cuando esos acontecimientos ocurrieron yo no ocupaba puesto alguno en el Gobierno (Fuertes rumores y protestas.), probablemente adoptaría yo una posición cómoda para salir del paso; pero de la misma manera que desde el banco azul en cierta ocasión, respondiendo a la responsabilidad del cargo, me levanté a recoger aquellas acusaciones y estar dispuesto a contestarlas hoy, os digo que no puede quedar en una mera proposición o declaración incidental al margen de un debate de orden público; eso hay que tratarlo a fondo. (Grandes rumores, protestas y contraprotestas.—El Sr. Presidente agita la campanilla.) Hoy se han pronunciado aquí palabras, Sr. Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, que, al no discriminar responsabilidad individual, tienen todo el valor de una condenación de instituciones fundamentales del Estado. (El Sr. Lorenzo: Eso es una habilidad; eso, a los gobernantes.) Yo, que sé cuáles son las responsabilidades de Gobierno y las que me corresponden como jefe de una minoría de oposición, he estado esperando todo este tiempo a que se levantara la voz del Sr. Presidente del Consejo, porque donde está el Presidente del Consejo y Ministro de la Guerra no tiene derecho Diputado ninguno a adoptar la defensa de las instituciones armadas; pero como no lo ha hecho S. S., yo le digo que esas palabras no pueden quedar como una condenación de los institutos armados. (Rumores y protestas.) Todas las responsabilidades hay que ponerlas en claro, como hay que poner en claro todas las actuaciones, todas, absolutamente todas: las que tuvieron los gobernantes y las que tuvieron los partidos que los apoyaron, los que estuvieron en los momentos de la represión de Asturias y los que estuvieron después; los que ordenaron la incoación de los procedimientos que está siguiendo este Gobierno y los que desde el primer momento se preocuparon de poner esto sobre todo orden de consideraciones. Eso es lo que hay que estudiar y traer aquí para que caiga la responsabilidad sobre quien caiga, pero nunca sobre una colectividad que estamos obligados todos a defender. (Aplausos.) Yo no rehuyo responsabilidad, ni discusiones de ningún género; por eso, ahora no quiero acudir a fáciles triunfos de mitin, a oponer crueldades frente a supuestas crueldades, y hechos frente a hechos. Vendré aquí con documentos, con resoluciones de los Tribunales, con algo que no ha sido impugnado por vosotros. Y ese día, repito, que caiga la responsabilidad sobre quien caiga, pero no es lícito, cualquiera que sea una posición revolucionaria, venir a lanzar discursos de mitin que pueden implicar una condenación de los principios mismos de la sociedad española. (Aplausos.)

Gil Robles trata de desviar las acusaciones sobre unos hechos sobre los que tuvo una gran responsabilidad (la represión de Asturias), presentándolos como un ataque al Ejército en su conjunto.

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Calvo Sotelo tiene la palabra para rectificar.

El Sr. CALVO SOTELO: Antes de recoger, aunque brevísimamente, algunas directísimas alusiones y palabras del Sr. Presidente del Consejo de Ministros, quiero replicar a las que la señora Ibárruri dedicó a cierta señorita de ciertos apellidos. Estos no han sonado en el hemiciclo, pero era tan clara y transparente la alusión que todos hemos entendido perfectamente que la Sra. Ibárruri se dirigía...

El Sr. PRESIDENTE: Sr. Calvo Sotelo, no ponga S. S. nombres donde no se han puesto antes.

El Sr. CALVO SOTELO: Pero, Sr. Presidente...

El Sr. PRESIDENTE: Haga S. S. las alusiones en la misma forma en que las ha escuchado, pero no ponga nombres donde no se han pronunciado.

El Sr. CALVO SOTELO: Tan clara y tan transparente es la alusión que, efectivamente, no es preciso poner nombres y apellidos, porque todos los hemos percibido con claridad.

En aras de un deber de caballerosidad he de decir que esa señorita no acaudilla ninguna de las organizaciones de tipo delincuente... (La Sra. Ibárruri: El famoso coche con los impactos, desde el que se asesinó a Juanita Rico, es un testigo de mayor excepción.) Y, en segundo lugar, me permito indicar que los apellidos del padre de esta señorita no pueden suscitar el menor rescoldo de odio ni de pasión en ningún buen español, porque fue él quien pacificó Marruecos. (Rumores y protestas.—La Sra. Ibárruri: ¡Vamos!) ¿Cómo que vamos? ¿Es que cabe desconocer que muchos de los que se sientan ahí y allí (Señalando varios escaños de la mayoría.) colaboraron con el general Primo de Rivera? (Fuertes rumores.—Entre varios Sres. Diputados se cruzan palabras que no se perciben claramente.—El Sr. Presidente reclama orden.)

Rectificado esto, he de recoger algunas alusiones del mismo Sr. Diputado, diciendo que yo no he defendido, antes al contrario, he impugnado los salarios irrisorios de 1.50 pesetas. He impugnado éstos y otros que, aun siendo bastante superiores, resultan siempre inferiores al minimum vital de dignidad y de justicia reclamable.

Voy a contestar ahora, rapidísimamente, unas palabras y conceptos concretos del Sr. Casares Quiroga. Su señoría ha querido darme una lección de prudencia política, y yo, que soy modesto, jamás desdeño las lecciones que se me puedan dar por compatriotas míos, en quienes reconozco, por regla general y "a priori", una superioridad, y cuando no se la reconozca por sus dotes personales me basta con que desempeñen una función pública para que yo, disciplinado siempre, estime "a priori", repito, que tienen derecho a fulminarme un anatema, a señalarme un camino o a imponerme una rectificación.

Ahora bien, Sr. Casares Quiroga; para que S. S. dé lecciones de prudencia, es preciso que comience por practicarla, y el discurso de S. S. de hoy es la máxima imprudencia que en mucho tiempo haya podido fulminarse desde el banco azul. ¿Imprudente yo porque haya tocado el problema militar y hablado concretamente del desorden militar? Y esto lo dice un orador, un político que se vanagloria —lo ha declarado con reiterada solemnidad esta tarde— de demócrata y  parlamentario. Se ha dicho del Parlamento, con referencia al inglés, que es tan soberano, que todo lo puede hacer menos cambiar un hombre en una mujer, y si un Parlamento lo puede hacer todo, ¿no va a poder servir para hablar de todo, siempre que la intención que guíe al orador sea (Rumores.) —y en este caso la mía lo era plenamente, y no admito dudas o torcidas interpretaciones sobre este punto— patriótica y responda a una preocupación nobilísima de orden público y de interés nacional?

Ésta es la deducción que obtengo de las palabras de S. S., Sr. Casares Quiroga, y por eso las comento y por eso las repudio. Yo he aludido al problema militar, al desorden militar en cumplimiento de un deber objetivo político y de un deber temperamental. Yo no me presto a faramallas, no me sumo a convencionalismos. Yo, que discrepo, honradamente lo digo, del sistema parlamentario democrático, como tengo una representación con que mis electores me han honrado en los tres Parlamentos de la República, vengo aquí en aras de esa representación, a decir honradamente lo que pienso y lo que siento, y sería un insensato insincero y faltaría a los más elementales deberes de veracidad, si en una especie de rapsodia panorámica sobre el problema del desorden público como la que he hecho esta tarde, fuera a omitir lo que dicen, piensan y sienten millones de españoles acerca del desorden en todas sus magnitudes y en especial en cuanto concierne a las instituciones militares. Para mí el Ejército (lo he dicho fuera de aquí y en estas palabras no hay nada que signifique adulación), para mí el Ejército —y discrepo en esto de amigos como el Sr. Gil Robles— no es en momentos culminantes para la vida de la patria un mero brazo, es la columna vertebral. Y yo agrego que en estos instantes en España se desata una furia antimilitarista que tiene sus arranques y orígenes en Rusia y que tiende a minar el prestigio y la eficiencia del Ejército español. ¿Que S. S. ama al Ejército? No lo he negado. ¿Que trata de servir al Ejército? No lo he puesto en duda; lo que sí he advertido a S. S. es la necesidad absoluta de que se evite que el Ejército pueda descomponerse, pueda disgregarse, pueda desmenuzarse a virtud de la acción envenenadora que en torno suyo se produce y a virtud también del abandono en que muchas veces se deja su prestigio corporativo, frente a la acción cerril de masas que, como antes explicaba, no son mayoría, sino minoría.

Hace unos momentos el Sr. Gil Robles se quejaba, con razón, del silencio que hasta ahora ha reinado en torno a manifestaciones vertidas aquí por la señora Ibárruri. En unión de otros muchos documentos, entre los cuales procuro andar siempre, que es buena compañía, tengo un recorte de un periódico ministerial, el "Mundo Obrero" (Risas y rumores.), en el cual se comenta el episodio de Oviedo a que yo aludía en mi intervención de esta tarde, y en ese recorte, la censura (que no hace ocho días ha prohibido que a un militar se le llame heroico y en cambio ha permitido que se pida su encarcelamiento en un periódico que se publicaba el mismo día en que tachaba el calificativo de heroico), en ese recorte la censura a consentido íntegramente, sin tocar una tilde, sin tachar una coma, estos dos párrafos:

"Han quedado en Asturias fuerzas del odio, fuerzas del crimen, fuerzas represivas que tienen el regusto de los crímenes impunes. Esas mismas fuerzas que, al margen y en contra de las órdenes que reciben, aún promueven conflictos y cometen atentados y provocaciones indignantes. Si no se pone remedio a lo que es mal, que hay que cortar de raíz, no podrá el Gobierno quejarse de la falta de asistencia de las masas."

"El problema de Asturias es especialísimo. Debería comprenderlo el Gobierno. Allí se ha asesinado por centenares a hombres indefensos. Allí se ha torturado a la población. Allí se ha robado, se ha incendiado. Ni uno solo de los individuos que componían las fuerzas represivas está libre de culpa. Entonces, ¿por qué han de seguir en Asturias los que en cada momento —y la prueba es bien reciente— provocan y disparan contra el pueblo cuando se divierte pacíficamente en una verbena?"

Esto es lo que la censura del Gobierno de la República consiente que se publique sin tachar una tilde, sin suprimir una coma, y encuentro, por ello, muy acertadas y pertinentes las palabras del Sr. Gil Robles, que las echaba de menos en su señoría. Nada de adulación al Ejército; la defensa del Ejército ante la embestida que se le hace y se le dirige en nombre de una civilización contraria a la nuestra y de otro ejército, el rojo, es en mí obligada. De eso hablaba el Sr. Largo Caballero en el mitin de Oviedo, y por las calles de Oviedo, a las veinticuatro horas o a las cuarenta y ocho horas de la circular de S. S., que prohíbe ciertos desfiles y ciertas exhibiciones, han paseado tranquilamente uniformados y militarizados, cinco, seis, ocho o diez mil jóvenes milicianos rojos, que al pasar ante los cuarteles no hacían el saludo fascista, que a S. S. le parece tan vitando, pero sí hacían el saludo comunista, con el puño en alto y gritaban: ¡Viva el ejército rojo!; palabras que no tenían el valor... (Un Sr. Diputado: No es cierto.)  Lo dice "Claridad". (El mismo Sr. Diputado: No han desfilado por delante de ningún cuartel.) Esos vivas al ejército rojo quieren ser, quizá, una añagaza para disimular ciertas perspectivas bien sombrías sobre lo que quedaría de las instituciones militares actuales en el supuesto de que triunfase vuestra doctrina comunista. Pero no caben despistes. De los jefes, oficiales y clases del Ejército zarista, ¿cuántos militan y figuran en las filas del Ejército Rojo? Muchos murieron pasados a cuchillo; otros murieron de hambre; otros pasean su melancolía condiciendo taxis en París o cantando canciones del Volga. (Risas.) no ha quedado ninguno en el Ejército rojo.

Tras haber sintetizado hábilmente en un solo párrafo todos sus objetivos de victimizar al Ejército y de advertir de la amenaza roja (no sin parte de razón), Calvo Sotelo pasa a sacar todo el partido posible de la réplica que le había dado Casares Quiroga:

Yo tengo, Sr. Casares Quiroga, anchas espaldas. Su señoría es hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza. Le he oído tres o cuatro discursos en mi vida, los tres o cuatro desde ese banco azul, y en todos ha habido siempre la nota amenazadora. Bien, señor Casares Quiroga. Me doy por notificado de la amenaza de S. S. Me ha convertido S. S. en sujeto, y por tanto no sólo activo, sino pasivo, de las responsabilidades que puedan nacer de no sé qué hechos. Bien, Sr. Casares Quiroga. Lo repito, mis espaldas son anchas; yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi patria (Exclamaciones.) y para gloria de España, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: "Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis." Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio. (Rumores.) Pero a mi vez invito al Sr. Casares Quiroga a que mida sus responsabilidades estrechamente, si no ante Dios, puesto que es laico, ante su conciencia, puesto que es hombre de honor; estrechamente, día a día, hora a hora, por lo que hace, por lo que dice, por lo que calla. Piense que en sus manos están los destinos de España, y yo pido a Dios que no sean trágicos. Mida S. S. sus responsabilidades, repase la historia de los veinticinco últimos años y verá el resplandor doloroso y sangriento que acompaña a dos figuras que han tenido participación primerísima en la tragedia de dos pueblos: Rusia y Hungría, que fueron Kerensky y Karoly. Kerensky fue la inconsciencia; Karoly, la traición a toda una civilización milenaria. Su señoría no será Kerensky, porque no es inconsciente, tiene plena conciencia de lo que dice, de lo que calla y de lo que piensa. Quiera Dios que S. S. no pueda equipararse jamás a Karoly. (Aplausos.)

Aleksandr Kérenski trató de dirigir la revolución rusa que derrocó al zar Nicolás II para convertir a Rusia en una república democrática, pero fue derrotado por los bolcheviques que instauraron la dictadura comunista. Mihály Károlyi permitió que los comunistas tomaran el poder en Hungría y formaran la República Soviética Húngara en 1919.

Varios diputados presentes en el Parlamento aseguran que en este punto Dolores Ibárruri le dijo a Calvo Sotelo lo que no podía ser interpretado sino como una amenaza de muerte: "Éste es tu último discurso". Omitimos las intervenciones restantes.