La tournée de Dios (final del prólogo, con comentarios)

Por Enrique Jardiel Poncela

La tournée de Dios se publicó en un momento en que el anticlericalismo estaba de moda en España, y una de los objetivos que se marcó Jardiel en el prólogo fue desmarcarse de quienes sustentaban dicho anticlericalismo, es decir, de la izquierda. Jardiel insiste en que su libro no es una obra de circunstancias y que no está escrito contra la derecha. Y para corroborar su afirmación ataca abiertamente a la izquierda:

Como se ve, desde que el Mundo ha echado a Dios a un desván, igual que a un trasto inservible, el Mundo marcha perfectamente.

UN LECTOR (indignado).—¡ Basta ya! ¡ Estoy harto!

EL AUTOR.—¿Eh?

UN LECTOR.—Que ya es demasiado. ¿Es que cree usted sinceramente que la crisis social y económica porque atraviesa el Mundo tiene algo que ver con Dios? ¿Es que se puede remediar algo dándonos golpes de pecho? ¿Es que el hambre se sacia con agua bendita, y se encuentra trabajo yendo a misa, y se mantiene a la familia rezando ante un Cristo?

EL AUTOR.—No, señor; no creo que el hambre se sacie con agua bendita; ni siquiera creo que el agua de Lithines favorezca la digestión o la de Mondariz cure la diabetes. No creo tampoco que se encuentre trabajo yendo a misa, a no ser que se dedique uno al noble arte de afanar bolsillos y carteras. Ni creo que se mantenga a la familia rezando ante un Cristo.

UN LECTOR.—Entonces, ¿a qué viene la bobada de decir que desde que le hemos vuelto la espalda a Dios todo va en el mundo de cabeza?

EL AUTOR.—Apunto una verdad.

UN LECTOR.—Según eso, ¿usted pretende que en 1932 piensen los hombres como en las épocas bíblicas? ¡No me haga reír! Todo ha cambiado y ha progresado y se ha civilizado. La humanidad de hoy no puede compararse con aquellos pobres israelitas que nombraron su tutor al Dios de las barbas y del triángulo en la coronilla. ¿Es que hemos de creer en el maná?

EL AUTOR.—Por mi parte no creo en el maná. Si creyese en el maná, en lugar de escribir, me tumbaría panza arriba al pie de una higuera.

UN LECTOR.—¡Ah, vamos!

EL AUTOR.—Pero en el Mundo de hoy hay otros manás y otros Moisés...

UN LECTOR—¿Qué quiere usted decir?

EL AUTOR.—Quiero decir que el espectáculo de los israelitas creyendo en el maná y yéndose detrás de Moisés era probablemente grotesco. No obstante, ellos tenían una disculpa.

UN LECTOR—¿La ignorancia?

EL AUTOR.—Eso es; la ignorancia. Pero ¿qué disculpa tiene la supercivilizada Humanidad de 1932 para creer, por ejemplo, en el maná del comunismo? Moisés, y su tierra de promisión, resultará grotesco, sí; pero Lenin, y su Unión de Repúblicas Soviéticas, es como para tirarse al suelo de risa. Y sin embargo, ahí tiene usted a la Humanidad de 1932 atontada por la voz de aquel apóstol y creyendo firmemente que la comunización la va a hacer feliz. Las Tablas de la Ley podrán ser una tontería risible, pero substituirlas por el Plan Quinquenal me parece el alcaloide de lo cómico.

UN LECTOR.—¿Entonces usted no es comunista?

EL AUTOR.—No señor. Aborrezco todo aquello en que la masa tiene un papel principal. Donde actúa la masa y hay siempre sangre, ferocidad e injusticia. Ningún artista verdadero puede ser comunista: el arte no existe sin un sentido de aristocracia. Y las cosas bellas jamás pueden ser un bien común: pulchrum est paucorum hominum...

UN LECTOR.—¡Bah! Latín...

EL AUTOR.—Claro que latín. Ya haremos citas en ruso-soviético cuando un "camarada" ucraniano escriba la tempestad de la "Eneida".

UN LECTOR.—La "Eneida" me tiene sin cuidado.

EL AUTOR.—Y a mí también. Pero entre Virgilio y Katiussupoff me quedaré siempre con Virgilio, que no olía a sardinas.

UN LECTOR.—Usted habla de antiguallas y yo hablo de cosas modernas.

EL AUTOR.— El comunismo es la antigualla más vieja que existe. Sólo un retrasado mental, un albañil ignorante que sale del mitin, un pobre campesino o un estudiante que hace sus primeras lecturas, pueden creer que el comunismo sea una invención moderna, una terapéutica nueva que vale la pena de probar. Basta con recordar al rey Sarganisar, que fundó en Babilonia el primer estado comunista para ver claro que la Tercera Internacional fue pensada hace dos mil ochocientos años. ¡Anteayer! Y no es eso lo triste. Lo triste es que, desde hace cincuenta siglos, en un orden de igualdad y de libertad a un fracaso, sigue otro fracaso, sin que la Humanidad se canse de fracasar y de planear de nuevo la experiencia para fracasar otra vez, arruinando sucesivas civilizaciones. Decía usted que la refinada Humanidad de hoy no puede compararse con los ignorantes israelitas de ayer. Tiene usted razón: la Humanidad de hoy es mucho más bestia.

Sarganisar es Sargón II, rey de Asiria que conquistó Babilonia, aunque no está claro en qué se basa Jardiel para decir que la convirtió en un Estado comunista.

UN LECTOR.—¿Quién habla de arruinar civilizaciones?

EL AUTOR.—En la Internacional se canta que "hay que destruir el cosmos humano hasta los cimientos, hasta la tabla rasa".

UN LECTOR.—-¿Y si destruyéramos una civilización para hacer otra mejor?...

ÉL ALJTOR.—Me ofrece usted un ensueño a cambio de una realidad. No es negocio.

UN LECTOR.—(Despectivo).—¡Negocio! Todo lo ven ustedes al través del negocio... No saben hablar más que de negocios...

EL AUTOR.—¿Y la Rusia soviética? ¿Le ha regalado sus minas de Siberia al Japón? ¿Le ha cedido los petróleos de Georgia a los Estados Unidos? Rusia es hoy el país más negociante del globo. Y el más capitalista.

No contento con despacharse con el comunismo, Jardiel la emprende con la ilustración francesa sobre la base de un pesimismo que le caracterizaba:

UN LECTOR.—Hay que vivir.

EL AUTOR—Claro que hay que vivir. Todos deseamos vivir y eso es lo malo. Porque queremos vivir, todos estamos en el trance de muerte. Y desengáñese: hay dos verdades infrahumanas que la Humanidad se resiste a aceptar: que LA DESIGUALDAD ES UNA LEY BIOLÓGICA INCONMOVIBLE y que MIENTRAS LA SOCIEDAD EXISTA ES IMPOSIBLE LA LIBERTAD.

UN LECTOR.—La igualdad y la libertad, imposibles...

EL AUTOR.—Sí, señor. Y la fraternidad, también...

UN LECTOR.—¿La fraternidad?

EL AUTOR.—¿No siente usted a los hombres odiarse? ¿No los ve usted freírse a tiros con cualquier pretexto? También hace siglos que se intenta, sin éxito la fraternidad universal. Saint-Pierre ideó, una Sociedad de Naciones. Y asimismo lo pretendió Enrique IV y Ravaillac echó al suelo el proyecto asesinando al rey de una puñalada en el corazón. El Ravillac de nuestra moderna Sociedad de Naciones es el conflicto ruso-chino de Manchuria, que sigue y seguirá latente, a pesar de los esfuerzos de Ginebra.

UN LECTOR.—Entonces, si en el mundo se hacen imposibles la igualdad, la fraternidad y la libertad, ¿qué fue la Revolución francesa?

EL AUTOR.—Un match de pasiones confusas; una lucha de vanidades oratorias; no importaba morir al pie de la guillotina, el verdugo daba siempre tiempo para "hacer una frase". Fue un carnaval de sangre. Fue un barullo de abogados de lo criminal.

UN LECTOR.—Pero ¿inútil?

EL AUTOR.—Tan inútil —desde el punto de visto de la igualdad y de la libertad— que demostró la eficacia constructora de las dictaduras militares creando a Bonaparte. Francia tuvo suerte, porque sin Bonaparte hoy sólo sería un recuerdo en el mapa de Europa.

UN LECTOR.—Entonces, ¿Rousseau?

EL AUTOR.—Rousseau... Juan Jacobo Rousseau... Escribió el "Emilio" para enseñar a los padres cómo debían educar a sus hijos y él mandó sus propios hijos a la Inclusa. Escribió el "Contrato social" para enseñar a los hombres a vivir con pureza y él desde 1736 a 1740 hizo el chulo, viviendo a costa de Mme. de Warens, en Annecy... Pero dejemos a Rousseau. Estamos hablando de personas decentes.

UN LECTOR.—Estábamos hablando de Dios.

EL AUTOR.—Es que yo considero a Dios como una persona decente.

UN LECTOR.—¡Ah! Es verdad.

Seguidamente la emprende con los ateos:

Pero hay mucha gente que no considera a Dios así...

EL PITECÁNTROPO
Otro día se descubrió el pitecántropo”, se ideó la teoría de las especies, se dedujo que la Humanidad sólo era un peldaño más en la escala zoológica y se sonrió con orgullo, diciendo “La creación del hombre es una fábula”.
    
EL BATIBIO
Otro día se hallaron en las aguas oceánicas las masas protoplasmáticas del “batibio”, se comprobaron sus evoluciones orgánicas, diferentes densidades y se exclamó con satisfacción: “La Creación del Universo es una fábula”.

EL DETERMINISMO
Otro día, en fin, dándole la enésima voltereta a la Filosofía (esa ciencia que tiene por objeto demostrar lo que ya está demostrado), se arrumbó el determinismo religioso y se ideó el determinismo de los motivos irresistibles y se dijo: “Dios es una fábula”.

Desde entonces y en progresión creciente, ser ateo ha sido una moda, un "snobismo", una epidemia. Y hoy, en cuanto un hombre tiene éxito en algo —uno de esos éxitos fugaces característicos de la época — el triunfador se organiza un banquete, se infla de vanidad, deja de saludar a las amistades y se hace ateo. A los hombres actuales se les oye decir "yo no creo en Dios" con el mismo énfasis petulante con que afirman: "no hay una rubia que se me resista" o "yo sé jugar al "hockey sobre hielo". Es una risa. El ateo da risa y da lástima, como da risa y da lástima el hombre que asegura "no necesito de nada ni de nadie para vivir"; y como el que afirma: "yo no me enamoro nunca"; y como el que dice: "no he estado enfermo jamás"; y como el que declara: "no he jugado nunca, ni me he emborrachado nunca, ni he sido nunca infiel a mi mujer". Como dan risa y dan lástima —en fin— todos los fatuos, todos los engreídos, todos los que presumen de algo.

No existe un solo ser que no atraviese por instantes de debilidad; no hay un solo hombre que se baste a sí mismo: el individuo más encopetado se ve obligado un día a esconderse debajo de un diván; el emperador más poderoso, el apóstol más puro, el genio más universal, sufre alguna vez un cólico que le obliga a pasarse toda la noche gimiendo y revolcándose en sudor frío.

El hombre es una pobre criatura inerme y, sin embargo, cada vez es más soberbio y está más orgulloso de sí y prescinde más de todo apoyo y se siente más autónomo.

Es posible que Dios no sea necesario para vivir. Dios no va a influir, naturalmente, para que triunfe un credo político o para que un ejército venza a otro, o para que un ciudadano gane una oposición a la Beneficencia Municipal. Dios no va influir para que a un niño se le cure la tos ferina. (Eso no lo creen más que cuatro viejas de esas que se arman un lío para cruzar las calles.) Pero cuando todo se hunde alrededor de uno, cuando se advierte la soledad en que se vive, cuando se percibe la inmensa inanidad de la existencia, entonces ¿a quién se va a volver los ojos? ¿A Carlos Marx? ¿Al presidente del Sindicato de la madera? ¿Al doctor Marañón? ¿Al obispo de Canterbury? ¿Al director de Izvestia? Y no me digáis que hay hombres que no atraviesan por esas crisis desoladoras. Porque los hombres están construidos "en serie", como los automóviles "Chevrolet", y sólo se diferencian de ellos en que no tienen piezas de repuesto. Si el creyente es un farsante, el ateo lo es muchísimo más. El creyente es capaz de decir yo creo dirigiéndose sólo a su propia conciencia. Pero cuando el ateo dice yo no creo se dirige siempre a un público.

Jardiel no era ateo, sino agnóstico. Aquí dejó claro que no creía en los "cuentos de viejas" que constituyen, en suma, el desarrollo práctico de cualquier religión, aunque conviene apuntar que en sus últimos días debió de experimentar problemas para cruzar las calles, porque, cuando se le diagnosticó el cáncer de laringe que lo llevó a la tumba, se obsesionó por encomendarse a la Virgen del Pilar para recuperar su salud. (Él era madrileño, pero hijo de zaragozano.) Naturalmente, su argumento de que debe de existir algún dios porque en caso contrario uno no tendría a quién encomendarse tiene una respuesta obvia: uno no encuentra comida en la nevera sólo porque tenga hambre.

La Humanidad le ha vuelto la espalda a Dios y, desde entonces, anda más desquiciada que nunca.

Pero al decir que la Humanidad le ha vuelto la espalda a Dios, uno no acusa a la Humanidad de haber dejado de darse golpes de pecho, ni de haber olvidado el agua bendita o el ir a misa o el rezar ante un Cristo... De lo que uno acusa a la Humanidad es de haber abjurado de todas sus cualidades espirituales. Que es lo mismo que decir "divinas". La humanidad, al sacudirse el suave yugo del espíritu, ha caído bajo el yugo implacable del Destino. ¿Dónde está la resignación? ¿Dónde está la humildad? ¿Dónde está la confianza en sí mismo? ¿Dónde está la serenidad? ¿Y la alegría por la alegría? ¿Y el esfuerzo individual? ¿Dónde está el concepto riguroso del deber? ¿Y el no esperar más de lo que puede esperarse? ¿Dónde está —en fin— la sencillez? No se sabe dónde está, pero la verdad es que todo eso ha desaparecido del planeta.

Aquí ha dado un giro importante a su planteamiento: cuando habla de Dios, Jardiel no se refiere a un dios propiamente dicho, sino a las cualidades espirituales que podrían tener los hombres, y que él califica de "divinas". A continuación presenta un planteamiento similar al de Ortega en La rebelión de las masas:

La humanidad, desatada e impúdica, perdida la confianza en sí, sin concepto ya del deber, engreída, soberbia y fatua, llena de altiveces, dispuesta a no resignarse, frívola y frenética, olvidada de la serenidad y de la sencillez, ambiciosa y triste, reclamándole a la vida mucho más de lo que la vida puede dar, desposeída de esa alegría por la alegría que es el único camino de la dicha, corre enloquecida hacia la definitiva bancarrota.

Ya no hay un hombre que no proteste de algo: de que los políticos lo hacen mal, de que el camarero eche el café fuera del vaso, de que haya que circular por la derecha, de que la tinta de los periódicos manche, de que el camisero le pase una factura a últimos de mes, de que el sastre le mande la suya el día primero, de que los novios se besen, de la organización general del Estado, de la trata de blancas, del Ayuntamiento, del clima, de las teorías de Laplace.

Todo molesta, todo fastidia, todo crispa. Se es brusco. A derecha e izquierda encuentra uno gentes que están a disgusto con su destino, que desdeñan lo que han logrado, que desean lo que no tienen y que, en el fondo, querrían que nadie tuviese nada. Se respira descontento, se vive en plena desadaptación. Todos los nervios están a flor de piel. Se ha arrumbado la amabilidad. Hablar es discutir. Discutir es pegarse. Se opina con el bastón y se razona con la browning.

La palabra "derecho" sale de todas las bocas. "Yo tengo derecho".—"¿Con qué derecho?". "Defiendo mis derechos”'.—"¡No hay derecho!".—"Estoy en mi derecho". Perdida la confianza en sí mismo y en decadencia la virilidad, el hombre ya no lucha; pide. Y si le es posible, exige. Y si se encuentra en condiciones, quita. Nadie, cuando se trata de prosperar, piensa ya en multiplicar su actividad, ni en aumentar sus conocimientos, ni en poner en juego las condiciones —innatas o adquiridas— de que disponga para el combate del Mundo.

El individualismo duro y heroico de otros tiempos ha sido sustituido por un colectivismo blando, cómodo, femenino y fácil. Y cuando se trata de prosperar, el hombre actual busca el apoyo de los demás hombres que están en su caso, organiza un Sindicato y se dirige a los Poderes públicos pidiendo esto o aquello. ¿Acceden los Poderes públicos a la petición? A vivir hasta que llegue el momento de pedir otra cosa. ¿No acceden a la petición los Poderes Públicos? Pues el hombre que deseaba prosperar y sus compañeros de ansias y de Sindicato se echan en brazos del sabotaje y se lían a tiros con la Policía. A esto lo llaman los periódicos "el problema social".

Es evidente que Jardiel tenía una visión muy simplista del "problema social", es decir, de los abusos que sufrían los obreros —y también los campesinos— en la España de su época, y de la imposibilidad práctica de que cualquiera de las víctimas de dichos abusos pudiera combatirlos desde el individualismo que añora. Jardiel había frecuentado desde niño las Cortes, porque su padre era periodista, y se quedó con una impresión muy negativa —y no podría decirse que infundada— del trabajo de los parlamentarios. Por lo demás, nunca había mostrado especial interés por la política, y es evidente que su conocimiento sobre la situación política, económica y social de la España de su época era bastante superficial. Pese a ello, su punto de vista es interesante porque debía de parecerse bastante al de muchos otros en su situación: personas que tenían claro que el comunismo era una pesadilla —en virtud de las noticias que llegaban de la Unión Soviética, como una que cita el propio Jardiel, sobre unos soldados del Ejército Rojo que ametrallaron a un grupo de campesinos que trataban de cruzar la frontera para escapar del país— y veían los movimientos de oposición al comunismo como una forma de defensa de la sociedad frente a la amenaza comunista. En gran medida, las aspiraciones despóticas de los comunistas (y de los socialistas, que en España tenían muy poco de socialdemócratas) hacían que las injusticias sociales quedaran en segundo plano, no sólo para los interesados en preservarlas por su propia conveniencia inmoral, sino también para un relativamente amplio sector de la sociedad que podría haber simpatizado con ellas si no hubieran venido ligadas a la amenaza del terror rojo. En España, como en el resto de Europa, el miedo —justificado— al comunismo fue la causa primordial del ascenso del fascismo, cuyos excesos eran "de poca monta" en la época, en comparación con las atrocidades que el comunismo había puesto de manifiesto allí donde había triunfado. Los grandes excesos de las dictaduras fascistas —a las que poco les faltó para superar a las comunistas— aún estaban por llegar, y pocos pudieron preverlos.

Al hombre se le ha sustituido por "el partido"; la dignidad humana se ha trocado en "el triunfo electoral", el libre albedrío se ha convertido en "la sociedad de resistencia"; el individuo ha pasado a ser "la masa"; y la iniciativa personal se ha transformado en "el Comité". El hombre, que se ha vuelto cobarde para afrontar la vida él solo y de cara, se ha vuelto valiente para hacerse pistolero en pandilla.

Todos creen tener razón en un momento histórico que se caracteriza, precisamente, por la falta de razón de todos. Todos amenazan: el obrero con la huelga, el Gobierno con los fusiles, el patrono con el despido, el hijo con el abandono, el padre con el Reformatorio, la hija con la fuga con el novio, la esposa con el divorcio, el marido con irse al Extranjero, el catedrático con el suspenso y el alumno con no entrar en la clase y romper los bancos. Cada cual es rey de sí mismo y aspira a ser emperador de los demás.

Todo el mundo está engreído y es soberbio y sabe más que el de al lado, y más guapo, más inteligente, y más fuerte y más ingenioso. Todo el mundo aconseja, no por bondad y desprendimiento, sino porque el consejo lleva implícita la inferioridad del aconsejado. Y en los toros el oficinista le grita al torero: "¡Maleta! A ese toro hay que obligarle". Y el que toma un taxi dice del "chauffeur": "Este tío no sabe conducir; ¡si agarrara yo el volante"! Y el espectador de un teatro sale gruñendo: "¡Majaderías! Mejor que eso lo escribo yo". Y el ciudadano murmura: "Si yo fuera Gobierno..." Y el presidente del Consejo exclama: "En mi puesto querría yo ver, señores diputados, a los que opinan que mi gestión no es acertada". Y así hasta el infinito.

La Humanidad, descentrada, puesta de espaldas a todas las cualidades espirituales, desdeñosa de lo estimulante y de lo consolador, y enfrentada con todos los materialismos perturbadores y entristecedores, ha perdido la perspicacia de ver dentro de sí, no sabe a qué achacar su mal sabor de boca y se revuelve contra esto y contra aquello, sedienta de venganza y convencida de que debe de haber "alguien" o "algo" culpable de que ella no se encuentre a gusto. Esta indignación es para la Humanidad un goce, porque para un miserable siempre es un placer el poder injuriar. Y la Humanidad recurre a esa indignación para hacerse la vida soportable.

Todo el mundo se aborrece y murmura y calumnia, y cada individuo se atrinchera en sí mismo para poder descargar su odio, sobre los demás. El bueno es tonto; el malo, un monstruo; el que oculta la verdad, un hipócrita; el que la hace ostensible, un cínico. Frecuentar el trato de mujeres sin honor es para la sociedad libertinaje; pero ir siempre del brazo de una sola mujer honrada significa ser un desgraciado sin atractivos. Si a un hombre se le ve en compañía de su hija nadie dejará de pensar que es su querida; pero si se hace acompañar de su querida siempre afirmará alguien que ella es su madre. Un hombre que vive sólo es un egoísta; pero al que sostiene una familia dilatada se le tacha de pobre diablo. Si no tienes hijos te llamarán impotente; pero ten hijos, y asegurarán que son de un amigo, salvo cuando hablen de ese amigo, en cuyo caso dirán que son tuyos para reventar al otro. Al que triunfa se le considera como un bandido o un farsante y al que fracasa como un miserable o un incapaz. El que ultraja es un canalla, pero el que se deja ultrajar es un cobarde. Si estás de acuerdo con los demás dirán que eres tonto; si les compadeces te llamarán fatuo y engreído; si les discutes te odiarán, pero si te burlas dé ellos con sarcasmos y risas afirmarán que eres un amargado. Rico, te despreciarán por burgués; pobre, te despreciarán por inútil. Si tratas bien a las mujeres eres un ingenuo; si las tratas mal eres un chulo. Si te separas de la mujer con quien vives jurarán que ella se ha ido con otro; si no te separas dirán que "el otro" entra en tu casa. Para la Humanidad, en fin, el hombre, cuando va con una mujer, es un cornudo; cuando va con otro hombre es un pederasta y cuando va solo es un onanista. Todo es odio, rivalidad, furia, bilis, y ácido clorhídrico.

Parece ser que en algún momento Jardiel ha dejado inadvertidamente de hablar de la Humanidad en general para pasar a hablar de España en particular, pero ahora retoma el hilo general:

La vieja "ataraxia" no cuenta con un solo representante entre la Humanidad de hoy, que ha logrado, sin embargo, millares de representantes para las máquinas "Singer", la salsa "Perrin's" y los billares "Brunswick". Nadie ya, ni los más viejos, gozan de aquella tranquila serenidad cantada por Epícteto— que proporcionan al espíritu el haber llegado a lo profundo de los impulsos, de los sentimientos, de las pasiones. En lugar de llegar a lo profundo de las pasiones, de los impulsos y de los sentimientos para extraer la serenidad del alma y la sonrisa de la comprensión, el hombre actual se conforma con llegar al fondo de los mares y de las minas para sacar a la superficie esponjas y buzos, carbón de piedra y cucarachas. Y a esto el Hombre lo llama civilización y progreso.

¡Bueno!

La ambición sin medida está en pleno éxito. Ya todo el mundo quiere ser rico y poderoso, y fumarse unos puros de sesenta centímetros, provistos de una sortija de platino y conducir un automóvil de cinco metros y medio provisto de un bar americano, y tener una querida de un metro setenta y cinco, provista de tres muslos. Ya el ideal es hacerse famoso en una sola noche. Y llegar a ser un escritor genial sin escribir una línea. Y conseguir millones apretando un botón eléctrico. Y en suma, vivir sin luchar; conseguir el resultado con el esfuerzo mínimo. Un viento de insensatez, de estupidez, de desequilibrio, de locura y de incongruencia agita las arboledas del Mundo, y todo tiene consecuencias inesperadas y absurdas. Los partidos de fútbol acaban en batallas campales. Un juego de tute concluye en una discusión política. Las turbas se lanzan a la calle a derribar al Gobierno y derriban un tranvía. Al mes de luchar como tigres los ejércitos de dos naciones, se hace saber que la guerra entre esas dos naciones no ha sido aún declarada. Mientras los tronos se derrumban y la realeza parece ser odiada por todo el mundo, nace la moda de nombrar cada día una reina nueva: "reina de la belleza"; "reina de las modistillas", "reina de las taquimecanógrafas rubias”, "reina de las bizcas".

Se dictan y se ponen en vigor "leyes secas", para evitar la criminalidad, y por causa de esas leyes la criminalidad aumenta en un 500 por 100. Se lucha, se trabaja y se muere por perfeccionar el motor de explosión de los aeroplanos, y cuando está perfeccionado, se empieza a volar sin motor. Se consigue construir transatlánticos como palacios donde toda comodidad, todo progreso, todo refinamiento se puede disfrutar sin bajar a tierra, y entonces surgen docenas de "navegantes solitarios", que atraviesan los océanos en barcas de pescadores luchando contra los elementos como el hombre primitivo o como Robinson Crusoe.

Todo el mundo habla de paz y todo el mundo se prepara para la guerra...

Y para terminar una conclusión con el pesimismo como nota dominante:

En fin. . .

LA H U M A N I D A D

E S T Á  C O M O

U N A

LA HUMANIDAD ES MÁS REPUGNANTE Y MÁS DESPRECIABLE CADA DÍA.

LA HUMANIDAD DA ASCO.

Y lo más triste es que uno pertenece a la Humanidad.

¡ ¡ Qué pena tan grande ! !

(Pausa)

EL AUTOR LLORA...

(DEJÉMOSLE LLORAR AL PROBRECITO)

EL AUTOR (Enjugándose las lágrimas).—En resumen, señores, ni contra las derechas ni contra Dios. De ir contra alguien, este libro va contra la Humanidad ¡Y ya es bastante!