LA VIDA, MODOS DE EMPLEO

 

      Justo Serna

        Publicado en Claves de razón práctica, 2003.

 

 

(Isabel Morant, Discursos de la vida buena. Matrimonio, mujer y sexualidad en la literatura humanista. Madrid, Cátedra, 2002).

 

 

 

 

 

“Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en este lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa. De lo que acontece detrás de las pesadas puertas (...) casi nunca se percibe más que esos ecos filtrados, esos fragmentos, esos esbozos, esos inicios, esos incidentes o accidentes que ocurren en las llamadas ‘partes comunes’ (...), esos embriones de vida comunitaria (...). Los vecinos de una misma casa viven a pocos centímetros unos de otros (...). Se atrincheran en sus partes privadas –que así se llaman— y querrían que de ellas no saliera nada”

    Georges Perec

 

 

 

                                                                                                                                                        

Discursos de la vida buena. Matrimonio, mujer y sexualidad en la literatura humanista es un volumen del que es autora Isabel Morant. Hablamos de una investigadora que, como otros de su misma generación, comenzó su ejecutoria académica en los setenta fuertemente influida por el marxismo, inclinándose por la historia social, estudiando el señorío y dictaminando acerca del fin del Antiguo Régimen. Pero hablamos también de una inquieta y solvente historiadora que, andando el tiempo, optó por abordar la vida y la condición de las mujeres, el hecho común pero decisivo de tener un cuerpo femenino revestido con atribuciones y funciones genéricas. Aunque pueda verse como una derivación de esa historia de las mujeres que ella ha cultivado, Discursos es, sin embargo, algo más vasto, algo diferente, de proyección si se quiere más general, algo que interesará e inquietará a los varones, académicos o no, a quienes no les preocupe especialmente el feminismo. ¿Por qué razón? Probablemente porque sus preguntas son universales y porque al formularlas nos obliga a todos a interrogarnos sobre las ideas de la vida que tenemos los propios hombres.

Como no podía ser de otro modo para quien ya acumula experiencia, la confección de este libro es académicamente irreprochable, exigente, madura. Es, en efecto, un libro que acarrea una ingente documentación sometida a un escrutinio riguroso: tratados de moralistas, obras de ficción, manuales de buenas maneras, textos, en suma, en los que oímos la voz de los antepasados, rutinas y audacias sobre la vida. En esos discursos se adensó la cultura de un tiempo, se materializó textualmente, en efecto, y se verbalizaron enunciados sobre la existencia y sobre el matrimonio, sobre el placer y sobre los deberes conyugales. Como no soy un experto en los temas y en la época abordada, como no soy un modernista, en fin, se me permitirá que centre mis comentarios en la perspectiva historiográfica que la investigadora adopta, que presente y valore la perspectiva analítica por la que se inclina y el lenguaje de que se sirve para transmitirnos ese objeto. Ahora bien, al tratar Isabel Morant asuntos que me interesan particularmente como individuo, más allá de mi condición de historiador, temas que a todos igualmente inquietan, entonces se me consentirá  decir algo sobre la idea misma de intimidad y de libertad individual que está en la base de su inspección. Al fin y al cabo, nos va la vida en ello.

Pues bien, lo que la autora se proponía en su estudio lo cumple sobradamente, porque, en efecto, rastrea con soltura envidiable y con un punto de temeridad irreverente una voluminosa literatura que va de Erasmo a Vives, de Lutero a Margarita de Navarra. La perspectiva adoptada es densa y siempre se nos presenta respetuosa con el tono académico que una investigación histórica requiere. Pero, en efecto, hay algo más, algo que está en el estilo de la propia escritura y en las licencias que Isabel Morant con audacia se consiente. Está, por ejemplo, el trato que dispensa a sus autores. Podríamos decirlo con Stephen Greenblatt, el afamado especialista en el teatro isabelino. Permítaseme reproducirlo con algún detalle. “Lo primero fue mi deseo de hablar con los muertos”, decía Greenblatt. “Este deseo es un móvil habitual, no siempre confesado”, insiste. “Nunca creí que los muertos pudieran oírme, y sabía muy bien que no podían hablar, pero estaba seguro de que podría recrear una conversación con ellos. Ni siquiera renuncié a este deseo cuando comprendí que por más que me esforzara en escuchar lo único que alcanzaría a oír sería mi propia voz. Pero mi propia voz es la de los muertos, ya que han dejado huellas textuales que se oyen en las voces de los vivos. La mayoría de esas huellas tienen escasa resonancia” hoy, admite, aunque todas “contienen algún fragmento de vida perdida”.

Si tomamos de ese modo los textos del pasado, si accedemos a ellos percibiendo las resonancias que nos confirman o nos desmienten, entonces esos discursos devienen nutrientes, fuentes de un saber que no ha muerto verdaderamente. Así opera la mejor historia cultural que hoy en día se realiza: hablo de la que encarna Roger Chartier, a quien Isabel Morant rinde frecuente tributo junto a su remoto mentor, Norbert Elias. De ambos aprende Isabel Morant un modo particular de lectura que trata de rastrear los textos remotos de nuestra civilización. Ese concepto, el de la civilización, está presente en cada una de las páginas de Discursos y con ello rinde, en efecto, tributo explícito a Norbert Elias. Uno de los temas que siempre le preocuparon a este sociólogo fue el de la violencia cotidiana y extraordinaria, el de la contención de la violencia, el de la inhibición de la violencia entre los individuos en la esfera privada, matrimonial, por ejemplo, y entre los propios Estados. Esa base, la de la contención de los instintos, de resonancias tan abiertamente freudianas, aunque Elias no lo admitiera con todas las letras, es el fundamento de El proceso de la civilización y de La sociedad cortesana, dos libros que son a la vez dos ejercicios de lectura, dos modos arriesgados de leer textos del pasado. Al hacerlo así, con mayor o menor acierto, Elias esbozaba algunos de los procedimientos de la historia cultural de hoy.

Para los mejores historiadores, el trato con el pasado se concibe así y se funda en documentos que aún están vivos. Algo semejante sucede con los estudios literarios que hacen de la tradición su banco de pruebas: hablo, por ejemplo, de la teoría del recepción alemana o del nuevo historicismo norteamericano. Isabel Morant se propone operar de un modo similar y, por ello, se toma a sus autores no como reliquias del pasado, ni tan siquiera como clásicos o monumentos a los que venerar: los interpela con porfía para que respondan, los convierte en interlocutores sobre asuntos que a ellos interesaron directa o indirectamente y que a Isabel Morant le preocupan. No se vea en ello un pecado de anacronismo o el despliegue de comentarios extracontextuales.  Debe verse, sobre todo, como la práctica de una libertad analítica e informada, ese estilo personal que dan la mucha experiencia, la audacia interpretativa y la convicción de que la vida es justamente lo que importa, no la sequedad académica ni el hieratismo del savant. Por eso, los mejores lectores y los analistas más creativos son aquellos que tienen algo de indisciplinados, aquellos que no se resignan al contexto de la obra y contemplan el libro como si fuera efectivamente nuevo y en él se condensaran los problemas universales y permanentes que acucian a la humanidad desde antiguo. Así, con esta indisciplina creativa trabaja Isabel Morant. ¿En qué consiste este procedimiento?

Al margen del tiempo transcurrido desde aparición de este o de aquel texto, al concebir cada volumen como si siempre fuera nuevo, entonces se adentra en él sin hacer de la historia un dato externo que lo explique, sino tomando el pasado como una circunstancia interna, como algo que está inserto dentro, en cada línea que descubre y descubrimos, una influencia que no es sólo la de su entorno, sino también la de las voces y los ecos que llegaron hasta él y de los que ni siquiera el autor fue siempre consciente. Decía Richard Rorty que hay lecturas metódicas, las propias de los especialistas, y lecturas inspiradas, las que emprenden quienes toman los libros como un nutriente o estímulo: decía, en fin, que hay lecturas ordenadamente hechas que se someten a estrictos, a exclusivos criterios académicos, y que hay otras, algo más indisciplinadas, que se sirven del texto para sus propios fines, para adensarnos. Esos dos modos de leer no son excluyentes, aunque los suelen hacer destinatarios distintos o, al menos, los emprende el mismo individuo en circunstancias diversas. Lo raro, incluso lo inaudito, es que Isabel Morant lo haga a la vez y lo haga bien, aunando ambas lecturas y pronunciándose muy sensata e informadamente acerca de las obras, acerca del contexto en que fueron dichas ciertas cosas y aventurándose en consecuencias extracontextuales.

La autora nos lleva a los albores de la modernidad para hacernos ver qué conceptos del matrimonio, de las mujeres y de los hombres, hubo entonces, qué ideas del amor y del cuerpo, de los placeres y de los deberes, se hicieron nuestros predecesores, en particular aquellos humanistas que se empeñaron en pensar, en escribir y en representar los avatares del drama y de la felicidad de los humanos. Pero es también un volumen que rebasa el marco estricto de la investigación histórica y erudita y que, por eso, trata, aborda, examina y desvela aspectos urgentes que hoy nos conciernen, sobre todo en un tiempo en que las certidumbres del presente se desvanecen y en que el arraigo de las conductas pierde consistencia. Que dicha obra consiga hacer aleación de academia y vida, consiga poner en relación materiales tan distintos se debe al talante de su autora, que --como ella misma confiesa— no sabe permanecer indiferente ante las solicitaciones del mundo, una investigadora que no quiere quedar al margen de lo que verdaderamente importa: el autogobierno personal, la gestión del ser que se hace cargo de sí. Pero hay en ello, en la obra en que se entreveran vida y academia, un rasgo de nuestra época, de este tiempo en que caen numerosas certidumbres dejándonos a la intemperie de una libertad tentativa. En efecto, lo bueno de lo que hoy nos ocurre es que los historiadores y los científicos sociales ya no podemos enmascarar nuestras debilidades emboscándonos en temas inocuos y en lenguajes cerrados, autosuficientes; lo más prometedor de esta perplejidad que nos acucia es que ya no podemos seguir adoptando una prosa aseverativa, apodíctica, de orden sistémico, como si ésta aclarara, iluminara, el mundo y el sentido general de lo que nos rodea; lo interesante de lo que hoy nos inquieta es que las flaquezas y las libertades humanas, que son lo propio de la Vida, de esa vida buena o no sobre la que se pronunciaron los humanistas, han acabado por remover la Academia, afectando a sus oficiantes y a sus guardianes.  Permítanme explicarme mejor.

Si lo miramos bien, dicho estado de ánimo, estas cosas que nos suceden, esta irrupción de la vida en la academia, parece una venganza retrospectiva de Friedrich Nietzsche, al menos del Nietzsche juvenil. Tomemos, por ejemplo, Schopenhauer como educador, es decir, la tercera de sus Consideraciones intempestivas. En ella, nuestro autor celebraba la existencia como don impostergable y lamentaba la erudición árida y seca sobre el pasado. Por eso era el suyo un enfoque intempestivo, es decir, deliberadamente fuera de tiempo, contra el tiempo, ajeno al tiempo, si por tal se entiende esa deuda que jamás saldaremos con los antepasados. La idea de pasado, de que hay un pasado al que te debes y que te libra de ti mismo, de que hay un patrimonio del que debes ser celoso guardián, de que hay unas pertenencias de las que no te puedes desprender, es un atentado contra la vida, insistía una y otra vez. Si todo es lastre, si se invocan las realizaciones de nuestros antepasados como monumento y gesta, sólo nos quedan las tareas de la erudición servil o de la conmemoración. Si todo individuo que se quiera libre se admite sólo hijo de su tiempo, entonces no habrá nada que lo justifique y sólo aquello que lo vincule a los demás y que lo haga  intercambiable lo definirá. Por eso decía Nietzsche en esta intempestiva que no somos, no debemos ser, hijos previsibles de nuestro tiempo, sino, mejor, tenaces impugnadores de este tiempo y de ese pasado irrevocables que nos niegan y nos impiden vivir. Por tanto, que ahora podamos leer libros como el de Isabel Morant, un libro desobediente frente a los tics y las convenciones más rancias de la academia, es resultado de su propia apuesta personal, de esa decisión de la autora de hacer de sí misma algo que contrariaba parte del futuro al que estaba destinada profesional y personalmente. Pero es también consecuencia de esos cambios anímicos que ahora vivimos y que nos obligan a todos, salvo que queramos incurrir en la pereza o en la ceguera voluntaria, a ensayar, a aventurarnos con audacia en los objetos decisivos de nuestra vida.

No tengo existencia alternativa, no tengo otro mundo al que acceder: sólo dispongo de esta existencia ordinaria, contingente y finita, abocada a la muerte, y en ella resuelvo mi destino personal. Dicho en otros términos, parafraseando una fórmula célebre, Dios no existe, Dios ha muerto y yo no me siento nada bien: averigüemos qué nos constituye, rastreemos históricamente nuestra zozobra y nuestra libertad, exploremos el yo de cada uno de nosotros y contrastémoslo con lo que nuestros antepasados dijeron de sí mismos. Nuestra vida es un laborioso ejercicio de composición, una manera contingente de dar forma a lo que sólo era potencial. Pues bien, esas eventualidades no son sólo de ahora mismo, sino que ya estaban presentes en los albores de esa modernidad  que es nuestro fundamento. Pero no se trata con ello de ser rigurosamente fiel a lo que los antepasados ilustres dijeron o hicieron, ellos mismos contradictorios y opuestos entre sí, polemistas amables como Erasmo y Vives; se trata de averiguar la gama de posibilidades que ellos mismos contemplaban cuando se tomaban en serio la reflexión sobre la vida. Y, en ese sentido, las respuestas variaron, claro, y no todos concibieron el mismo tipo de matrimonio o de existencia, de placer o de deber.  Por eso, la exégesis de los textos literarios y doctrinales que, con tanto tiento Isabel Morant exhuma, es a la vez un ejercicio de historia posible.

Quiero decir, al desenterrar y analizar lo que no se consumó, lo que habiendo sido pensado o dicho, no se realizó, la investigación explora propiamente un pasado virtual. La principal enseñanza historiográfica que se extrae de esa panoplia de textos con que trabaja la historiadora es, pues, la vastedad de repertorios morales y de caminos que podían haberse transitado realmente. Vale decir, la historia no es el sendero de lo fatal ni el espejo del reconocimiento, determinación o imagen que presuntamente nos apaciguan, sino que el pasado deviene un ámbito de exploración, el terreno mismo en el que se pensaron o se dieron las múltiples e inestables identidades que hoy nos constituyen o que hemos perdido. Insisto: no se trata de convertir los tiempos pretéritos en la fuente de la identificación, puesto que ni  Erasmo, por quien sentimos mayor simpatía, ni Vives, tan ajeno a nosotros por su severidad y hieratismo, nos sacian, ya que hay entre ellos y nosotros una distancia infranqueable;  se trata, por el contrario, de emprender el conocimiento propio, la extrañeza que aquellos discursos nos provocan, para así explorar mejor todo lo que ignoramos de nosotros mismos, esa suma de azares y de determinaciones que han hecho de cada uno ese ser circunstancial. 

El conocimiento histórico que expone Isabel Morant nos hace sorprendernos precisamente de nuestro concepto de vida, de lo azarosa que, a la postre, es esta idea de la existencia con que hoy sobrevivimos. Hay cosas que pertenecen a la naturaleza humana --si puedo decirlo con esta expresión deliciosamente antigua--, que pertenecen a ese conjunto de atributos que compartimos con todos, y que no conseguiremos eliminar; y hay cosas que sólo son fenómeno histórico y temporal, una forma contingente que podrá desaparecer, como parte de esos discursos y obras que la historiadora desentierra para nosotros. Al empeñarse en analizarlos, Isabel Morant nos obliga a preguntarnos por nuestra propia identidad, la mía, por ejemplo, esa que quiero fija, transparente y accesible, a pesar de que las circunstancias que la rodean la cambien y la moldeen. Sin embargo, hay poco de estable en la identidad. Si a cada uno nos cuesta reconocernos en quienes fuimos o creímos ser, ¿cómo vamos a fijar a unos antepasados que también se exploraban a sí mismos con tiento y se aventuraban a analizarse? La historia me permite adentrarme en el principio de la modernidad para averiguar cómo concibieron e hicieron sus vidas esos que llamo mis antepasados, cómo variaron sus opciones y sus ideas día a día y cómo hicieron frente a sus incertidumbres. ¿Cuál es el resultado? Pese a la ojeriza que algunos me provocan o la simpatía otros me despiertan, pese a la formación y la cultura que atesoran, lo importante es que a aquéllos los acabo viendo tan frágiles como yo, tan ignorantes como yo, ocupados como yo de dar algún sentido a su propia vida, de hallar sus modos de empleo, por decirlo con Perec, por decirlo a la francesa: esa existencia que se ha ido civilizando y que se juega en cada decisión.

 

 

            Bibliografía citada

 

Chartier, Roger,  Cultura escrita, literatura e historia. Conversaciones con Roger Chartier. México, FCE, 1999.

 

Elias, Norbert, El proceso de la civilización. Madrid, FCE, 1993.

 

Id., La sociedad cortesana. México, FCE, 1982.

 

Greenblatt, Stephen et al., Nuevo historicismo. Madrid, Arco-libros, 1998.

 

Nietzsche, Friedrich, Schopenhauer como educador. Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.

Perec, Georges, La vida, instrucciones de uso. Barcelona, Anagrama, 2000.

 

Rorty, Richard, “El progreso del pragmatista”, en Eco, Umberto et al., Interpretación y sobreinterpretación. Madrid, Cambridge University Press, 1995, págs. 96-118.