Los liberales.

Historia y vidas del ochocientos español  

 

Justo Serna

 

Publicado en Claves de razón práctica, núm. 118 (2001), págs. 77-80.

 

 

(Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Liberales, agitadores y conspiradores. Madrid, Espasa, 2000)

 

                                                                      

 

 

"...urgido y asustado por su amenaza de querer convertirse en mi biógrafo (...). Quien se convierte en biógrafo se compromete a mentir, a enmascarar, a ser un hipócrita, a verlo todo color de rosa e incluso a disimular la propia ignorancia, ya que la verdad biográfica es totalmente inalcanzable, y si se pudiese alcanzar, no serviría de nada".

 

      Freud, 31 de mayo de 1936

                    

                                         Sigmund Freud-Arnold Zweig. Correspondencia, 1927-1939

 

            1. La historia no es ese proceso que todo lo arrastra y del que no podríamos escapar; la historia no es ese devenir que todo lo aplasta y que fatalmente se nos impone. No lo podemos aceptar. Si la historia fuera eso, si la realidad sólo fuera eso, los individuos nos suicidaríamos en masa, o al menos admitiríamos que aquello que llamamos nuestras elecciones únicamente son determinaciones que ignoramos y, en ese caso, viviríamos en una feliz y lacayuna irresponsabilidad. Pese a lo que pueda parecer, hay una parte de la historiografía contemporánea que ha hecho de este supuesto su principio rector o, por lo pronto, que ha hecho de ese aserto un implícito, no declarado, de la investigación. Apurados los historiadores por los éxitos explicativos de las ciencias sociales --las ciencias de lo general, las ciencias de lo normativo, las ciencias de la predicción retrospectiva--, muchos profesionales optaron por un determinismo causal que les ahorrara sinsabores y malentendidos y que les aupara hasta el rango distinguido de los saberes rigurosos.

 

Los lectores cultos recordarán, por ejemplo, que una parte del debate intelectual británico que enfrentó en los años sesenta a E. H. Carr con Isaiah Berlin y con Karl Popper se basaba justamente en la pertinencia de la explicación causal como explicación propiamente histórica; y esos mismos lectores no habrán olvidado que el libro que trataba estos asuntos, ¿Qué es la historia?, aspiraba a superar la discusión eterna y agria que se daba entre quienes defendían la libertad del actor histórico y quienes, por el contrario, oponían la determinación, la causalidad en suma, al libre arbitrio. El volumen de E. H. Carr, que ha servido para ilustrar a varias generaciones  acerca de la historia, que ha servido como introducción a los asuntos y a los debates de la historiografía, que, en definitiva, se ha empleado para educar a varias cohortes de jóvenes historiadores españoles, aborda en efecto el papel que cabe atribuir al individuo. Más aún, ese libro trataba expresamente la cuestión del individualismo y daba soluciones y respuestas polémicas, tan controvertidas que llegaron a ser insatisfactorias incluso para el propio autor varios años después. Entre los diferentes individualismos de que se ocupaba podemos mencionar dos. Por un lado, el que para entendernos llamaremos individualismo moral; y, por otro, el que universalmente se llama individualismo metodológico.

 

El primero lo abrazaba Carr con fe y con porfía por cuanto era y es, a su juicio, el único modo con que contamos de construir una sociedad decente, una sociedad que no se imponga sobre cada uno de sus miembros, una sociedad que tome a sus integrantes como metas y no como medios. El viejo precepto kantiano, el viejo aserto ilustrado, el viejo supuesto liberal, lo vemos reproducido sencilla y llanamente en un historiador que a la vez declaraba sus afinidades, sus simpatías con Marx, que afirmaba la naturaleza científica de la disciplina y, por tanto, que predicaba la explicación histórica como una explicación causal. Pero, atención, lo vemos reproducido en un historiador que, a la postre, era hijo y deudor de la mejor tradición británica, aquella que se funda en el mito del inglés nacido libre. El individualismo moral nos hace responsables a cada uno de nuestros actos y hace de la elección la condición de posibilidad de una vida digna para los seres humanos. Pero, fuera de esto, cualquier otra forma de individualismo le parecía objetable a E. H. Carr: justamente por eso se oponía con severidad y dureza a las defensas del individualismo metodológico que profesaban Berlin y Popper y que les hacía ponerse en guardia frente a la noción misma de causalidad histórica;  justamente por eso y en sintonía con la cultura historiográfica europea de entonces, E. H. Carr rebajaba el papel del individuo en la acción histórica, el escaso efecto y el menguado relieve que el individuo ejercería en el devenir y en los hechos históricos. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? Desde luego han cambiado las sensibilidades culturales y lo que ayer se descartaba de la agenda o del temario de los historiadores, hoy es, por el contrario, asunto central. Tanto es así que en 1982, preparando la edición definitiva de aquella obra, que no llegaría a materializarse, E. H. Carr manifestaba ciertas prevenciones y correcciones con respecto a lo dicho veinte años atrás. En unos pasajes provisionales que iban a formar parte de la versión corregida que esperaba completar y que sólo la muerte le impidió acabar admitía haber concedido escasísimo papel al individuo, admitía haber minusvalorado la posición y el efecto que las elecciones personales tienen en la historia.

 

Pero hay más, algo más que el propio Carr no pudo tratar y que alteraba por completo la noción de hechos históricos que había tratado en el primer capítulo de ¿Qué es la historia?: la tesis que él había defendido (y que también estaba en consonancia con la sensibilidad dominante de la mejor historiografía del siglo XX) adjudicaba el calificativo de histórico a aquellos hechos que tenían verdadera repercusión, a aquellos hechos que tenían trascendencia social, a aquellos hechos que afectaban a la mayoría o las masas. Calificar de histórico cualquier evento de escaso efecto era incurrir en la irrelevancia, en lo accidental. Para oponerse a ese exceso y a esa licencia, Carr insistía en la repercursión y en la trascendencia y así evitaba la tontuna de la historia anecdótica. Sin embargo, las cosas ya no son igual. Lo que desde entonces ha ocurrido en la historiografía es un cambio de perspectiva, lo que ha ocurrido es que se ha tomado lo accidental, lo pequeño, lo individual, lo descartado por el curso de los acontecimientos de otro modo: como han puesto de relieve os microhistoriadores, esos datos supuestamente menores o irrelevantes pueden ser reveladores porque nos informan de cómo era el sentir cotidiano y la vida de quienes no llevaron a cabo grandes hazañas ni capitanearon grandes empresas o gestas de masas. Saber qué era lo corriente en un momento histórico determinado nos da idea fundamental de qué era posible y de cuáles eran las opciones potenciales del curso de acontecimientos. Pero hay más. En aquella obra, E. H. Carr descartaba especialmente lo accidental --la tesis que él bautizó con el argumento despectivo de "la nariz de Cleopatra"--, descartaba la solidez explicativa de lo accidental, porque de aceptarla nos haría incurrir en la indeterminación de las conductas y de los hechos y en la equiprobabilidad de los cursos históricos. Pues bien, la historia, que en sus versiones más duras había llegado a mostrar la arrogancia de las disciplinas generalizantes y normativas y, por extensión, predictivas, ha registrado un cambio profundo y, hoy más que nunca, después de la caída del Muro de Berlín, y después de tantos pronósticos históricos errados, ha vuelto a interrogarse sobre lo posible, sobre lo que pudo ser y no se verificó, sobre lo que habiendo sido probable fracasó, sobre las vías que se descartaron.

 

Preguntarse sobre eso ha tenido la ventaja de afrontar directamente el problema del fatalismo, ese problema sobre el que tantos historiadores han enmudecido y que hace de la libertad condicionadas el escenario de las elecciones. En efecto, hay otro modo de hacer historia y es la historia posible, hay otra forma de abordar lo potencial: la que conjetura itinerarios o cursos de acción que no se han dado pero que pudieron haberse dado, con consecuencias distintas. Esta certeza se va abriendo camino a partir de la historia virtual. Frente a lo que sostuviera el propio E.H. Carr, las hipótesis contrafactuales no son un inútil entretenimiento de diletantes, no son sólo un artificio sofisticado e irrelevante; pueden ser un modo de averiguar jerarquías intencionales, causales, la relevancia de los hechos y las consecuencias que de ellos se derivan. Entre muchos investigadores, los contrafactuales no han tenido buena prensa: cierto uso de hipótesis audaces e improbables en historia económica, por ejemplo, han dado como resultado una abierta desconfianza. Pero cuando hablo de conjeturas historicas, de  historia posible, me refiero a algo más simple; me refiero a la tarea común, universal e irrefrenable, de imaginar escenarios hipotéticos. Precisamente, una de las formas más sutiles de la inteligencia se manifiesta así: evaluando itinerarios potenciales a partir de la memoria, a partir de las experiencias que atesoramos. La memoria es una capacidad humana, la principal capacidad humana, un atributo que no debe confundirse con el mecanismo de la simple repetición y que, por el contrario, nos permite interiorizar y asimilar esquemas que después se actualizarán. Estos esquemas son algo así como guiones de situación que incluyen una condensación de experiencias pasadas y una predicción de acciones futuras: son, en fin, narraciones, modelos narrativos que producen historias, que aventuran hipótesis y que completan informaciones insuficientes.

 

            La vida siempre nos da pocos datos, escasas noticias que nos proporcionen seguridad o certidumbre. Las narraciones,  la del profesional o la del amateur, no son remedos del mundo, no pueden solaparse sobre el mundo ajustándose a sus perfiles: la realidad no sólo tiene una ontología distinta, sino que, además, desborda siempre las costuras verbales de las narraciones que nos hacemos, de modo que las historias que nos contamos tienen sobreentendidos, elipsis y espacios vacíos, es decir, siempre son incompletas.   Pero esos relatos tienen la ventaja de estar hechos de experiencias pasadas. Cuando imaginamos situaciones futuras, cuando tratamos de averiguar cuáles serán las consecuencias de nuestras acciones, es la memoria la que trabaja, aquellos sedimentos que son nuestros errores y aciertos, aquel capital que invertimos para que rinda frutos en ese provenir incierto al que nos enfrentamos. Sin embargo, no hay certeza manifiesta, no ha garantías seguras de éxito, sólo una mayor o menor posibilidad o probabilidad de apuestas atinadas. Pues bien, ¿por qué reservar al porvenir esta técnica anticipadora? ¿Por qué no podemos aplicarla sobre el pasado? ¿No es el historiador alguien que profetiza lo que ya ha ocurrido?

           

            El pasado no esta clausurado, en primer lugar, por el conflicto social  e interpretativo que aún provoca y provocará, por esas narraciones en competencia que nos enfrentan a  historiadores que pertenecemos a una misma cohorte de edad o a aquellos otros con los que no compartimos generación, ideología, sentimientos e inclinaciones. Pero, en segundo término,  el tiempo pretérito no está cerrado individual y colectivamente porque hay una forma especial de ensayo que es el de sopesar lo que hemos ganado y lo que hemos perdido con la historia efectiva, real, que nos ha sucedido. Precisamente, uno de los modos de evaluar esos itinerarios es enjuiciar lo razonable de nuestros actos, las consecuencias que se han derivado de lo que hicimos, de lo que no hicimos y de lo que pudimos hacer.  Los oficiantes de la historia virtual  plantean hipótesis contrafactuales explícitas y a partir de ellas recrean el escenario posible de esas acciones no dadas en la vida real. Desde mi punto de vista, y para los historiadores profesionales, hay un modo de hacer esa reconstrucción potencial, una manera de evocar ese pasado posible, sin tener que formular expresamente conjeturas retrospectivas o sofisticadas hipótesis de apariencia científica: y esa manera es la de ir abandonando, en este caso, el automatismo del pensamiento determinista, la superstición persistente entre ciertos colegas de que la historia es una cadena evidente e incontrovertible de hechos. Como aprendimos de Max Weber, los hechos son infinitos, inagotables, consienten conexiones distintas y su relevancia o jerarquía son variables. No hay una conexión causal determinante, el significado de las cosas no está dado de antemano porque sólo es resultado del relato que proponemos, del análisis que emprendemos y de los supuestos que compartimos. Decía Carlyle, al que cita Niall Ferguson en su historia virtual y al que Borges dedicó celebración y recuerdo, que la acción humana es por naturaleza algo ancho, profundo y largo, mientras que la narración tiende a ser de una sola dimensión, tiende a ser un relato lineal, una cadena de causas y efectos de entre otras que pudieran aventurarse. Si está en lo cierto, si estamos en lo cierto, deberíamos admitir, pues, que la historia efectivamente escrita constituye uno de varios mundos posibles.

 

 

            2. Decía Dostoievski que "el caso general, ese caso que sirve de medida a las formas y reglas jurídicas, y de base sobre la que se han escrito los libros, no existe en absoluto, por el mismo hecho de que toda causa, por ejemplo, todo crimen, en cuanto ocurre, se convierte en un caso por completo particular, a veces, en nada parecido a los anteriores". La mejor historia que los profesionales han escrito, lejos de prescindir del caso, lejos de evitar lo particular, lo contempla y busca, persigue su especificidad. La historia del liberalismo, como la de tantos y tantos ismos, ha sido frecuentemente concebida a partir de lo general, como si avatares y peripecias personales pudieran abstraerse y reducirse a lo general, como si pudiéramos prescindir de vicisitudes y vidas. Pero la historia del liberalismo no es una ni general, y la historia del liberalismo español es un repertorio de mundos posibles y de opciones, algunas consumadas y otras frustradas; es un conjunto de salidas y de fracasos, de decisiones y de elecciones y, además, esa historia puede ser contada de modos distintos. Más aún: el estudio de esas opciones fracasadas o marginadas revela los caminos eventuales que pudieron haberse dado, algunos atinados, razonables y lamentablemente abandonados y otros, por el contrario, peligrosos y felizmente olvidados. Que un libro recoja esas historias posibles y lo haga tomando las biografías heterodoxas de Liberales, agitadores y conspiradores es un reto y es más innovador de lo que los perezosos creen.

 

            No es un libro de ilustraciones, de exempla, un volumen que ejemplificaría lo que ya se sabe, lo que los historiadores ya sabrían antes de ponerse a averiguar la índole de esas vidas. Si fuera así, si sólo fuera esto, las existencias de los antepasados, de aquellos esforzados liberales, agitadores y conspiradores que en gavilla abigarrada aquí se reúnen, serían prescindibles,  redundantes; serían únicamente una suerte de pleonasmo, de énfasis o aderezo que adornaría la historia ya conocida del liberalismo español. Sin embargo, cada vida se vuelve --en palabras de Dostoievski-- un caso particular, a veces en nada parecido a los anteriores. Es decir, cada existencia de nuestros antepasados liberales recrea a su manera los retos y las urgencias de una cohorte de edad, cada unos de esos individuos que se propone llevar a cabo una gesta colectiva y que se suma a una empresa generacional, las entiende a su manera, las consuma a su modo. Esto es así hasta tal punto que esos liberales rehacen equivocada o acertadamente el mundo que han recibido, lleno de averías, con defectos intolerables, con vicios deplorables; y lo rehacen o aspiran a rehacerlo porque son optimistas contumaces, porque son progresistas que confían encantadora y exageradamente en la perfectibilidad de la sociedad o del género humano; y, además, no se dejan amilanar por sus reiterados fracasos o por los obstáculos que la España de entonces les opone, justamente porque son idealistas esforzados que se toman sus ideas en serio, justamente porque conciben sus doctrinas, las prestadas y las propias, las que comparten y las que les son exclusivas, como un estímulo, como un acicate reformador. Esas vidas suelen tener en común obra y acción, pensamiento e intervención, lecturas y práctica. Como buenos liberales que eran, cada uno a su manera, cada uno respondiendo a su modo, confiaron en el saber, en la cultura, en el poder de la palabra escrita; depositaron en los libros y en sus efectos educadores su esperanza intelectual. Pero, lejos de procurarse un retiro confortable, se volcaron en la acción, incluso cuando esa vida ajetreada iba contra sus propios intereses materiales. Ahora bien, no extraigamos de este hecho que la suya fuera una conducta aquejada de ceguera, incapaz de determinar cuáles eran las metas personales que convenía adoptar; no supongamos que fuera el suyo un ejemplo de entrega abnegada e incondicional. No se dedicaron a la política llevados por un altruismo desinteresado, sino por egoísmo racional, por saberse perdidos en el mundo de evidencias del absolutismo o por saberse peores adoptando conductas lacayunas. Por eso se empeñaron en hacer valer sus ideales, en rehacer esa sociedad y ese Estado que con sus vicios les aplastaban.

 

            Por tanto, lo que el lector debe esperar de este libro es un entretenidísimo e inteligente repertorio de vidas escritas, de vidas en ocasiones ejemplares o calamitosas, de vidas heroicas y arruinadas; lo que debe esperar, además, es la reescritura biográfica de los liberalismos, así en plural, hecho a través de los sujetos, esos actores a los que la historia determinista sólo concede un papel irrelevante, ornamental, mera confirmación de lo general, esos individuos que, lejos de capitanear con éxito movimientos de masas que los justificaran, llevaron existencias menesterosas y abnegadas, portentosas e irrepetibles. Liberales, agitadores y conspiradores. Biografías heterodoxas del siglo XIX está coordinado por Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma y reúne once vidas, once existencias inconmensurables y portentosas, como tantas y tantas vidas nuestras y de nuestros antepasados, las vidas de once personajes que tuvieron un sueño, el de hacer coincidir su ideario político y la realidad de su tiempo. Desde el afrancesado y activísimo José Marchena hasta el republicano y esforzado Blasco Ibáñez, las páginas de este libro hablan de ellos y contienen un compendio de hechos posibles, de utopías y quimeras, de planes y arbitrismos, de proyectos y programas.  Los liberales españoles, próximos, seguidores o sucesores de los revolucionarios franceses, se propusieron refundar el mundo o al menos remendarlo, se arrogaron el derecho de disputarle a Dios esta tarea y se empecinaron en inventar lo que estaba todavía por definir: un sistema representativo, unos derechos, una ciudadanía, en fin. A su manera y con sus limitaciones, ese asunto, el de la ciudadanía era y es capital, porque es la condición mínima a partir de la cual se reconocen ciertos derechos, la cualidad misma de pertenecer al Estado y, por tanto, ser merecedor de su protección y de su tutela. La ciudadanía, a la que Manuel Pérez Ledesma ha dedicado por su parte, un libro también colectivo que es imprescindible, es el fundamento constitucional de la vida común, es el prerrequisito de la vida digna, de la vida políticamente decente, nada menos.  Ese hecho hoy nos parece esencial; ya lo fue, a su manera, para nuestros antepasados, sabedores como eran de los efectos desastrosos de la arbitrariedad del poder absoluto, sabedores como eran de la discrecionalidad imprevisible del soberano, sabedores como eran de la confusión de tareas y de privilegios de que ciertos súbditos gozaban y de los que la mayoría estaba excluida. Este aspecto, el de las exclusiones legítimas, el de los derechos reconocidos a todos o a una parte de la ciudadanía, es en efecto uno de los debates fundamentales de aquellos liberales y de los que vinieron después. Pensar en ello y tomarse en serio la noción misma de derechos fueron tareas ímprobas que les debemos, justamente en un contexto difícil y reactivo.

 

            Porque, en efecto, no fueron todos unos iluminados, unos enajenados, extraños en una España presuntamente estable. Fueron, por el contrario, individuos conocedores del contexto difícil que les rodeaba, individuos de variada hechura, de compleja composición, aquejados de zozobras y envalentonados por sus certidumbres, que supieron que las cosas estaban cambiando y que quisieron darles ellos mismos un giro radical. Esas biografías están llenas de matices y revelan la pluralidad existencial de ese liberalismo, la vasta gama de sujetos que se propusieron tomarse en serio su capacidad y su poder, la variada panoplia de esforzados agitadores que asumieron la responsabilidad de sus actos y las consecuencias habitualmente desastrosas de sus empresas. Fueron individuos atendibles, ricos, contradictorios, hijos de su tiempo, pero, a la vez, impugnadores de su tiempo y de sus límites, de sus convenciones y de sus inercias, puesto que nada en sus vidas determinaba el derrotero por el que optaron o nada en sus familias prefiguraba la inevitabilidad de sus elecciones. En el caso de que en esas decisiones hubiera un determinismo que ignoramos, eso no resolvería el enigma de sus existencias, puesto que cada una de ellas es un repertorio prolijo, infinito. Algunos historiadores sostienen que cuando logramos darnos un mayor conocimiento nos acercamos a la revelación fatal del determinismo que en el fondo nos aprisionaría. Yo, como los autores de este excelente repertorio de biografías, pienso que sucede justamente lo contrario: el detalle, el pormenor y el saber minucioso de los casos nos impiden la ganga del determinismo de lo general y nos evitan la falsa y consoladora creencia de que ya está todo explicado, de que las cosas eran previsibles, de que la vida es un relato plano y contado de una vez.

 

            Pero un libro así, un libro sobre vidas de liberales, debe leerse sobre todo y en primer lugar como un texto de biografías. ¿Cómo se puede escribir una biografía después del desprestigio que el género ha padecido entre tantos historiadores del siglo XX? ¿Estaba justificado ese descrédito? Al principio del este texto reproducíamos un exergo de Freud, una carta que le dirigiera a Arnold Zweig tratando de hacerle desistir de la meta biográfica. Tal vez, ese desprestigio se deba en parte a lo que Freud mismo le imputaba al género: el viejo biógrafo, aquel que emprendía la reconstrucción documentada de una vida, solía extralimitarse en sus simpatías, por el aprecio que una larga convivencia le provocaba; o, incluso,  ese viejo autor acababa por rehacer al personaje como si de un todo coherente se tratara, como si una existencia pudiera reducirse a una cifra, a una clave, como si un devenir particular estuviera dotado de congruencia de principio a fin. Las biografías que se contienen en este libro no pecan de esa ingenuidad o de esos excesos antiguos, y sus responsables son sabedores de los principios rectores que hacen hoy hacen posible el género. Al propio Freud cabe atribuirle en parte lo que podemos o ya no podemos hacer y decir con la verdad biográfica, a su tarea debemos lo que el relato biográfico contiene o no puede contener. La reconstrucción de una vida es una narración, una escritura posible y sus partes son motivos y recursos que deben reunir simultáneamente verdad y verosimilitud.  A estas cuestiones dedica Isabel Burdiel una imprescindible y bella introducción, a los límites de la biografía histórica y a las convenciones que son propias del género y que los textos que siguen reproducen o respetan. Su aportación es especialmente útil si tenemos en cuenta que quien la hace es historiadora, una historiadora cultural: es decir, alguien que, contrariamente a tantos y tantos profesionales, se plantea los fundamentos del género, que se interroga cómo se escribe la biografía, que se demanda sobre cómo tratar la vida con documentos y cuál es el valor referencial de que están dotados; esto es, alguien que sabe de las cautelas freudianas que hay que adoptar ante las reconstrucciones del yo, que sabe de la difícil aleación que se da entre ciencia y narración, entre relato y verdad.

 

            Después de lo dicho, el destinatario comprenderá que este libro merece la pena, que merece el esfuerzo de leerse porque hay mucho que aprender. Imaginemos, sin embargo, para acabar, que ese lector --es decir, usted mismo, yo mismo-- no tuviera interés alguno en la historia, que no le despertara atención la historia española, que no le atrajera la historia del liberalismo, que le dejara indiferente la biografía, ¿merecería tenerlo en cuenta? Pues sí, incluso en ese caso convendría leer esta obra; convendría leerla, por ejemplo, como si fuera una reedición corregida y adaptada al caso español de las vidas imaginarias de Marcel Schwob --al que cita, por cierto Isabel Burdiel--. Al menos disfrutaríamos de existencias novelescas, de epopeyas particulares, de gestas portentosas y algo alucinadas que son un deleite, un entretenimiento; pero a la vez haríamos de la lectura un modo de explorarnos a nosotros mismos, de exhumar algunas partes de nosotros mismos, partes que son efectivamente nuestras y que vemos proyectadas en esos personajes grandes y patéticos, remedo de cada uno, remedo de usted, remedo mío.

 

 

                                   Referencias bibliográficas

 

 

            Carr, E.H., ¿Qué es la historia? Barcelona, Ariel, 1987.

 

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Dolezel, Lubomír, Heterocósmica. Ficción y mundos posibles. Madrid, Arco/Libros, 1999.

 

Ferguson, Niall (ed.), Historia virtual. Madrid, Taurus, 1998.

            Garrido Domínguez, Antonio (ed.), Teorías de la ficción literaria. Madrid, Arco/Libros, 1997.

 

Hawthorn, Geoffrey, Mundos plausibles, mundos alternativos. Cambridge, Cambridge University  Press, 1995

 

            Pérez Ledesma, M. (ed.),  Ciudadanía y democracia. Madrid, Pablo Iglesias, 2000.

 

            Serna, J., y Pons A., Cómo se escribe la microhistoria. Madrid, Cátedra, 2000.