Los
liberales.
Historia y vidas del ochocientos español
Justo Serna
Publicado en Claves
de razón práctica, núm. 118 (2001), págs. 77-80.
(Isabel
Burdiel y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Liberales,
agitadores y conspiradores. Madrid, Espasa, 2000)
"...urgido
y asustado por su amenaza de querer convertirse en mi biógrafo (...). Quien se
convierte en biógrafo se compromete a mentir, a enmascarar, a ser un hipócrita,
a verlo todo color de rosa e incluso a disimular la propia ignorancia, ya que la
verdad biográfica es totalmente inalcanzable, y si se pudiese alcanzar, no
serviría de nada".
Freud, 31 de mayo de 1936
Sigmund Freud-Arnold Zweig. Correspondencia, 1927-1939
1.
La historia no es ese proceso que todo lo arrastra y del que no podríamos
escapar; la historia no es ese devenir que todo lo aplasta y que fatalmente se
nos impone. No lo podemos aceptar. Si la historia fuera eso, si la realidad sólo fuera eso, los individuos nos
suicidaríamos en masa, o al menos admitiríamos que aquello que llamamos
nuestras elecciones únicamente son determinaciones que ignoramos y, en ese
caso, viviríamos en una feliz y lacayuna irresponsabilidad. Pese a lo que pueda
parecer, hay una parte de la historiografía contemporánea que ha hecho de este
supuesto su principio rector o, por lo pronto, que ha hecho de ese aserto un
implícito, no declarado, de la investigación. Apurados los historiadores por
los éxitos explicativos de las ciencias sociales --las ciencias de lo general,
las ciencias de lo normativo, las ciencias de la predicción retrospectiva--,
muchos profesionales optaron por un determinismo causal que les ahorrara
sinsabores y malentendidos y que les aupara hasta el rango distinguido de los
saberes rigurosos.
Los lectores cultos recordarán, por ejemplo, que una
parte del debate intelectual británico que enfrentó en los años sesenta a E. H.
Carr con Isaiah Berlin y con Karl Popper se basaba justamente en la pertinencia
de la explicación causal como explicación propiamente histórica; y esos mismos
lectores no habrán olvidado que el libro que trataba estos asuntos, ¿Qué es la historia?, aspiraba a superar
la discusión eterna y agria que se daba entre quienes defendían la libertad del
actor histórico y quienes, por el contrario, oponían la determinación, la
causalidad en suma, al libre arbitrio. El volumen de E. H. Carr, que ha servido
para ilustrar a varias generaciones
acerca de la historia, que ha servido como introducción a los asuntos y
a los debates de la historiografía, que, en definitiva, se ha empleado para
educar a varias cohortes de jóvenes historiadores españoles, aborda en efecto
el papel que cabe atribuir al individuo. Más aún, ese libro trataba
expresamente la cuestión del individualismo y daba soluciones y respuestas
polémicas, tan controvertidas que llegaron a ser insatisfactorias incluso para
el propio autor varios años después. Entre los diferentes individualismos de
que se ocupaba podemos mencionar dos. Por un lado, el que para entendernos
llamaremos individualismo moral; y, por otro, el que universalmente se llama
individualismo metodológico.
El primero lo abrazaba Carr con fe y con porfía por
cuanto era y es, a su juicio, el único modo con que contamos de construir una
sociedad decente, una sociedad que no se imponga sobre cada uno de sus
miembros, una sociedad que tome a sus integrantes como metas y no como medios.
El viejo precepto kantiano, el viejo aserto ilustrado, el viejo supuesto
liberal, lo vemos reproducido sencilla y llanamente en un historiador que a la
vez declaraba sus afinidades, sus simpatías con Marx, que afirmaba la
naturaleza científica de la disciplina y, por tanto, que predicaba la
explicación histórica como una explicación causal. Pero, atención, lo vemos
reproducido en un historiador que, a la postre, era hijo y deudor de la mejor
tradición británica, aquella que se funda en el mito del inglés nacido libre.
El individualismo moral nos hace responsables a cada uno de nuestros actos y hace
de la elección la condición de posibilidad de una vida digna para los seres
humanos. Pero, fuera de esto, cualquier otra forma de individualismo le parecía
objetable a E. H. Carr: justamente por eso se oponía con severidad y dureza a
las defensas del individualismo metodológico que profesaban Berlin y Popper y
que les hacía ponerse en guardia frente a la noción misma de causalidad
histórica; justamente por eso y en
sintonía con la cultura historiográfica europea de entonces, E. H. Carr
rebajaba el papel del individuo en la acción histórica, el escaso efecto y el
menguado relieve que el individuo ejercería en el devenir y en los hechos
históricos. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? Desde luego han cambiado las
sensibilidades culturales y lo que ayer se descartaba de la agenda o del
temario de los historiadores, hoy es, por el contrario, asunto central. Tanto
es así que en 1982, preparando la edición definitiva de aquella obra, que no
llegaría a materializarse, E. H. Carr manifestaba ciertas prevenciones y correcciones
con respecto a lo dicho veinte años atrás. En unos pasajes provisionales que
iban a formar parte de la versión corregida que esperaba completar y que sólo
la muerte le impidió acabar admitía haber concedido escasísimo papel al
individuo, admitía haber minusvalorado la posición y el efecto que las
elecciones personales tienen en la historia.
Pero hay más, algo más que el propio Carr no pudo
tratar y que alteraba por completo la noción de hechos históricos que había
tratado en el primer capítulo de ¿Qué es
la historia?: la tesis que él había defendido (y que también estaba en
consonancia con la sensibilidad dominante de la mejor historiografía del siglo
XX) adjudicaba el calificativo de histórico a aquellos hechos que tenían
verdadera repercusión, a aquellos hechos que tenían trascendencia social, a
aquellos hechos que afectaban a la mayoría o las masas. Calificar de histórico
cualquier evento de escaso efecto era incurrir en la irrelevancia, en lo
accidental. Para oponerse a ese exceso y a esa licencia, Carr insistía en la
repercursión y en la trascendencia y así evitaba la tontuna de la historia
anecdótica. Sin embargo, las cosas ya no son igual. Lo que desde entonces ha
ocurrido en la historiografía es un cambio de perspectiva, lo que ha ocurrido
es que se ha tomado lo accidental, lo pequeño, lo individual, lo descartado por
el curso de los acontecimientos de otro modo: como han puesto de relieve os
microhistoriadores, esos datos supuestamente menores o irrelevantes pueden ser
reveladores porque nos informan de cómo era el sentir cotidiano y la vida de
quienes no llevaron a cabo grandes hazañas ni capitanearon grandes empresas o
gestas de masas. Saber qué era lo corriente en un momento histórico determinado
nos da idea fundamental de qué era posible y de cuáles eran las opciones
potenciales del curso de acontecimientos. Pero hay más. En aquella obra, E. H.
Carr descartaba especialmente lo accidental --la tesis que él bautizó con el
argumento despectivo de "la nariz de Cleopatra"--, descartaba la solidez
explicativa de lo accidental, porque de aceptarla nos haría incurrir en la
indeterminación de las conductas y de los hechos y en la equiprobabilidad de
los cursos históricos. Pues bien, la historia, que en sus versiones más duras
había llegado a mostrar la arrogancia de las disciplinas generalizantes y
normativas y, por extensión, predictivas, ha registrado un cambio profundo y,
hoy más que nunca, después de la caída del Muro de Berlín, y después de tantos
pronósticos históricos errados, ha vuelto a interrogarse sobre lo posible,
sobre lo que pudo ser y no se verificó, sobre lo que habiendo sido probable
fracasó, sobre las vías que se descartaron.
Preguntarse sobre eso ha tenido la ventaja de
afrontar directamente el problema del fatalismo, ese problema sobre el que
tantos historiadores han enmudecido y que hace de la libertad condicionadas el
escenario de las elecciones. En efecto, hay otro modo de
hacer historia y es la historia posible, hay otra forma de abordar lo
potencial: la que conjetura itinerarios o cursos de acción que no se han dado
pero que pudieron haberse dado, con consecuencias distintas. Esta certeza se va
abriendo camino a partir de la historia
virtual. Frente a lo que sostuviera el propio E.H. Carr, las hipótesis
contrafactuales no son un inútil entretenimiento de diletantes, no son sólo un
artificio sofisticado e irrelevante; pueden ser un modo de averiguar jerarquías
intencionales, causales, la relevancia de los hechos y las consecuencias que de
ellos se derivan. Entre muchos investigadores, los contrafactuales no han
tenido buena prensa: cierto uso de hipótesis audaces e improbables en historia
económica, por ejemplo, han dado como resultado una abierta desconfianza. Pero
cuando hablo de conjeturas historicas, de
historia posible, me refiero a algo más simple; me refiero a la tarea
común, universal e irrefrenable, de imaginar escenarios hipotéticos.
Precisamente, una de las formas más sutiles de la inteligencia se manifiesta
así: evaluando itinerarios potenciales a partir de la memoria, a partir de las
experiencias que atesoramos. La memoria es una capacidad humana, la principal
capacidad humana, un atributo que no debe confundirse con el mecanismo de la
simple repetición y que, por el contrario, nos permite interiorizar y asimilar esquemas
que después se actualizarán. Estos esquemas son algo así como guiones de
situación que incluyen una condensación de experiencias pasadas y una
predicción de acciones futuras: son, en fin, narraciones, modelos narrativos
que producen historias, que aventuran hipótesis y que completan informaciones
insuficientes.
La vida siempre nos da pocos datos,
escasas noticias que nos proporcionen seguridad o certidumbre. Las
narraciones, la del profesional o la
del amateur, no son remedos del
mundo, no pueden solaparse sobre el mundo ajustándose a sus perfiles: la
realidad no sólo tiene una ontología distinta, sino que, además, desborda
siempre las costuras verbales de las narraciones que nos hacemos, de modo que
las historias que nos contamos tienen sobreentendidos, elipsis y espacios
vacíos, es decir, siempre son incompletas.
Pero esos relatos tienen la ventaja de estar hechos de experiencias
pasadas. Cuando imaginamos situaciones futuras, cuando tratamos de averiguar
cuáles serán las consecuencias de nuestras acciones, es la memoria la que
trabaja, aquellos sedimentos que son nuestros errores y aciertos, aquel capital
que invertimos para que rinda frutos en ese provenir incierto al que nos
enfrentamos. Sin embargo, no hay certeza manifiesta, no ha garantías seguras de
éxito, sólo una mayor o menor posibilidad o probabilidad de apuestas atinadas.
Pues bien, ¿por qué reservar al porvenir esta técnica anticipadora? ¿Por qué no
podemos aplicarla sobre el pasado? ¿No es el historiador alguien que profetiza
lo que ya ha ocurrido?
El pasado no esta clausurado, en
primer lugar, por el conflicto social e
interpretativo que aún provoca y provocará, por esas narraciones en competencia
que nos enfrentan a historiadores que
pertenecemos a una misma cohorte de edad o a aquellos otros con los que no
compartimos generación, ideología, sentimientos e inclinaciones. Pero, en
segundo término, el tiempo pretérito no
está cerrado individual y colectivamente porque hay una forma especial de
ensayo que es el de sopesar lo que hemos ganado y lo que hemos perdido con la
historia efectiva, real, que nos ha sucedido. Precisamente, uno de los modos de
evaluar esos itinerarios es enjuiciar lo razonable de nuestros actos, las
consecuencias que se han derivado de lo que hicimos, de lo que no hicimos y de
lo que pudimos hacer. Los oficiantes de
la historia virtual plantean hipótesis contrafactuales
explícitas y a partir de ellas recrean el escenario posible de esas acciones no
dadas en la vida real. Desde mi punto de vista, y para los historiadores
profesionales, hay un modo de hacer esa reconstrucción potencial, una manera de
evocar ese pasado posible, sin tener que formular expresamente conjeturas
retrospectivas o sofisticadas hipótesis de apariencia científica: y esa manera
es la de ir abandonando, en este caso, el automatismo del pensamiento
determinista, la superstición persistente entre ciertos colegas de que la
historia es una cadena evidente e incontrovertible de hechos. Como aprendimos
de Max Weber, los hechos son infinitos, inagotables, consienten conexiones
distintas y su relevancia o jerarquía son variables. No hay una conexión causal determinante, el
significado de las cosas no está dado de antemano porque sólo es resultado del
relato que proponemos, del análisis que emprendemos y de los supuestos que
compartimos. Decía Carlyle, al que cita Niall Ferguson en su historia virtual y
al que Borges dedicó celebración y recuerdo, que la acción humana es por
naturaleza algo ancho, profundo y largo, mientras que la narración tiende a ser
de una sola dimensión, tiende a ser un relato lineal, una cadena de causas y
efectos de entre otras que pudieran aventurarse. Si está en lo cierto, si
estamos en lo cierto, deberíamos admitir, pues, que la historia efectivamente
escrita constituye uno de varios mundos posibles.
2. Decía Dostoievski que "el
caso general, ese caso que sirve de medida a las formas y reglas jurídicas, y
de base sobre la que se han escrito los libros, no existe en absoluto, por el
mismo hecho de que toda causa, por ejemplo, todo crimen, en cuanto ocurre, se
convierte en un caso por completo particular, a veces, en nada parecido a los
anteriores". La mejor historia que los profesionales han escrito, lejos de
prescindir del caso, lejos de evitar lo particular, lo contempla y busca,
persigue su especificidad. La historia del liberalismo, como la de tantos y
tantos ismos, ha sido frecuentemente
concebida a partir de lo general, como si avatares y peripecias personales
pudieran abstraerse y reducirse a lo general, como si pudiéramos prescindir de
vicisitudes y vidas. Pero la historia del liberalismo no es una ni general, y
la historia del liberalismo español es un repertorio de mundos posibles y de
opciones, algunas consumadas y otras frustradas; es un conjunto de salidas y de
fracasos, de decisiones y de elecciones y, además, esa historia puede ser
contada de modos distintos. Más aún: el estudio de esas opciones fracasadas o
marginadas revela los caminos eventuales que pudieron haberse dado, algunos
atinados, razonables y lamentablemente abandonados y otros, por el contrario,
peligrosos y felizmente olvidados. Que un libro recoja esas historias posibles
y lo haga tomando las biografías heterodoxas de Liberales, agitadores y conspiradores es un reto y es más innovador
de lo que los perezosos creen.
No es un libro de ilustraciones, de exempla, un volumen que ejemplificaría
lo que ya se sabe, lo que los historiadores ya sabrían antes de ponerse a
averiguar la índole de esas vidas. Si fuera así, si sólo fuera esto, las
existencias de los antepasados, de aquellos esforzados liberales, agitadores y
conspiradores que en gavilla abigarrada aquí se reúnen, serían
prescindibles, redundantes; serían
únicamente una suerte de pleonasmo, de énfasis o aderezo que adornaría la
historia ya conocida del liberalismo español. Sin embargo, cada vida se vuelve
--en palabras de Dostoievski-- un caso particular, a veces en nada parecido a
los anteriores. Es decir, cada existencia de nuestros antepasados liberales
recrea a su manera los retos y las urgencias de una cohorte de edad, cada unos
de esos individuos que se propone llevar a cabo una gesta colectiva y que se
suma a una empresa generacional, las entiende a su manera, las consuma a su
modo. Esto es así hasta tal punto que esos liberales rehacen equivocada o
acertadamente el mundo que han recibido, lleno de averías, con defectos
intolerables, con vicios deplorables; y lo rehacen o aspiran a rehacerlo porque
son optimistas contumaces, porque son progresistas que confían encantadora y
exageradamente en la perfectibilidad de la sociedad o del género humano; y,
además, no se dejan amilanar por sus reiterados fracasos o por los obstáculos
que la España de entonces les opone, justamente porque son idealistas
esforzados que se toman sus ideas en serio, justamente porque conciben sus
doctrinas, las prestadas y las propias, las que comparten y las que les son
exclusivas, como un estímulo, como un acicate reformador. Esas vidas suelen
tener en común obra y acción, pensamiento e intervención, lecturas y práctica.
Como buenos liberales que eran, cada uno a su manera, cada uno respondiendo a
su modo, confiaron en el saber, en la cultura, en el poder de la palabra
escrita; depositaron en los libros y en sus efectos educadores su esperanza
intelectual. Pero, lejos de procurarse un retiro confortable, se volcaron en la
acción, incluso cuando esa vida ajetreada iba contra sus propios intereses
materiales. Ahora bien, no extraigamos de este hecho que la suya fuera una
conducta aquejada de ceguera, incapaz de determinar cuáles eran las metas
personales que convenía adoptar; no supongamos que fuera el suyo un ejemplo de
entrega abnegada e incondicional. No se dedicaron a la política llevados por un
altruismo desinteresado, sino por egoísmo racional, por saberse perdidos en el
mundo de evidencias del absolutismo o por saberse peores adoptando conductas
lacayunas. Por eso se empeñaron en hacer valer sus ideales, en rehacer esa
sociedad y ese Estado que con sus vicios les aplastaban.
Por tanto, lo que el lector debe
esperar de este libro es un entretenidísimo e inteligente repertorio de vidas
escritas, de vidas en ocasiones ejemplares o calamitosas, de vidas heroicas y
arruinadas; lo que debe esperar, además, es la reescritura biográfica de los
liberalismos, así en plural, hecho a través de los sujetos, esos actores a los
que la historia determinista sólo concede un papel irrelevante, ornamental,
mera confirmación de lo general, esos individuos que, lejos de capitanear con
éxito movimientos de masas que los justificaran, llevaron existencias
menesterosas y abnegadas, portentosas e irrepetibles. Liberales,
agitadores y conspiradores. Biografías heterodoxas del siglo XIX está coordinado por Isabel Burdiel y Manuel Pérez
Ledesma y reúne once vidas, once existencias inconmensurables y portentosas,
como tantas y tantas vidas nuestras y de nuestros antepasados, las vidas de
once personajes que tuvieron un sueño, el de hacer coincidir su ideario
político y la realidad de su tiempo. Desde el afrancesado y activísimo José
Marchena hasta el republicano y esforzado Blasco Ibáñez, las páginas de este
libro hablan de ellos y contienen un compendio de hechos posibles, de utopías y
quimeras, de planes y arbitrismos, de proyectos y programas. Los liberales españoles, próximos,
seguidores o sucesores de los revolucionarios franceses, se propusieron
refundar el mundo o al menos remendarlo, se arrogaron el derecho de disputarle
a Dios esta tarea y se empecinaron en inventar lo que estaba todavía por
definir: un sistema representativo, unos derechos, una ciudadanía, en fin. A su
manera y con sus limitaciones, ese asunto, el de la ciudadanía era y es
capital, porque es la condición mínima a partir de la cual se reconocen ciertos
derechos, la cualidad misma de pertenecer al Estado y, por tanto, ser merecedor
de su protección y de su tutela. La ciudadanía, a la que Manuel Pérez Ledesma
ha dedicado por su parte, un libro también colectivo que es imprescindible, es
el fundamento constitucional de la vida común, es el prerrequisito de la vida
digna, de la vida políticamente decente, nada menos. Ese hecho hoy nos parece esencial; ya lo fue, a su manera, para
nuestros antepasados, sabedores como eran de los efectos desastrosos de la
arbitrariedad del poder absoluto, sabedores como eran de la discrecionalidad
imprevisible del soberano, sabedores como eran de la confusión de tareas y de
privilegios de que ciertos súbditos gozaban y de los que la mayoría estaba
excluida. Este aspecto, el de las exclusiones legítimas, el de los derechos
reconocidos a todos o a una parte de la ciudadanía, es en efecto uno de los
debates fundamentales de aquellos liberales y de los que vinieron después.
Pensar en ello y tomarse en serio la noción misma de derechos fueron tareas
ímprobas que les debemos, justamente en un contexto difícil y reactivo.
Porque,
en efecto, no fueron todos unos iluminados, unos enajenados, extraños en una
España presuntamente estable. Fueron, por el contrario, individuos conocedores
del contexto difícil que les rodeaba, individuos de variada hechura, de
compleja composición, aquejados de zozobras y envalentonados por sus
certidumbres, que supieron que las cosas estaban cambiando y que quisieron
darles ellos mismos un giro radical. Esas biografías están llenas de matices y
revelan la pluralidad existencial de ese liberalismo, la vasta gama de sujetos
que se propusieron tomarse en serio su capacidad y su poder, la variada
panoplia de esforzados agitadores que asumieron la responsabilidad de sus actos
y las consecuencias habitualmente desastrosas de sus empresas. Fueron
individuos atendibles, ricos, contradictorios, hijos de su tiempo, pero, a la
vez, impugnadores de su tiempo y de sus límites, de sus convenciones y de sus
inercias, puesto que nada en sus vidas determinaba el derrotero por el que
optaron o nada en sus familias prefiguraba la inevitabilidad de sus elecciones.
En el caso de que en esas decisiones hubiera un determinismo que ignoramos, eso
no resolvería el enigma de sus existencias, puesto que cada una de ellas es un
repertorio prolijo, infinito. Algunos historiadores sostienen que cuando
logramos darnos un mayor conocimiento nos acercamos a la revelación fatal del
determinismo que en el fondo nos aprisionaría. Yo, como los autores de este
excelente repertorio de biografías, pienso que sucede justamente lo contrario:
el detalle, el pormenor y el saber minucioso de los casos nos impiden la ganga
del determinismo de lo general y nos evitan la falsa y consoladora creencia de
que ya está todo explicado, de que las cosas eran previsibles, de que la vida
es un relato plano y contado de una vez.
Pero
un libro así, un libro sobre vidas de liberales, debe leerse sobre todo y en
primer lugar como un texto de biografías. ¿Cómo se puede escribir una biografía
después del desprestigio que el género ha padecido entre tantos historiadores
del siglo XX? ¿Estaba justificado ese descrédito? Al principio del este texto
reproducíamos un exergo de Freud, una carta que le dirigiera a Arnold Zweig
tratando de hacerle desistir de la meta biográfica. Tal vez, ese desprestigio
se deba en parte a lo que Freud mismo le imputaba al género: el viejo biógrafo,
aquel que emprendía la reconstrucción documentada de una vida, solía
extralimitarse en sus simpatías, por el aprecio que una larga convivencia le
provocaba; o, incluso, ese viejo autor
acababa por rehacer al personaje como si de un todo coherente se tratara, como
si una existencia pudiera reducirse a una cifra, a una clave, como si un
devenir particular estuviera dotado de congruencia de principio a fin. Las
biografías que se contienen en este libro no pecan de esa ingenuidad o de esos
excesos antiguos, y sus responsables son sabedores de los principios rectores
que hacen hoy hacen posible el género. Al propio Freud cabe atribuirle en parte
lo que podemos o ya no podemos hacer y decir con la verdad biográfica, a su
tarea debemos lo que el relato biográfico contiene o no puede contener. La
reconstrucción de una vida es una narración, una escritura posible y sus partes
son motivos y recursos que deben reunir simultáneamente verdad y
verosimilitud. A estas cuestiones
dedica Isabel Burdiel una imprescindible y bella introducción, a los límites de
la biografía histórica y a las convenciones que son propias del género y que
los textos que siguen reproducen o respetan. Su aportación es especialmente
útil si tenemos en cuenta que quien la hace es historiadora, una historiadora
cultural: es decir, alguien que, contrariamente a tantos y tantos
profesionales, se plantea los fundamentos del género, que se interroga cómo se
escribe la biografía, que se demanda sobre cómo tratar la vida con documentos y
cuál es el valor referencial de que están dotados; esto es, alguien que sabe de
las cautelas freudianas que hay que adoptar ante las reconstrucciones del yo,
que sabe de la difícil aleación que se da entre ciencia y narración, entre
relato y verdad.
Después
de lo dicho, el destinatario comprenderá que este libro merece la pena, que
merece el esfuerzo de leerse porque hay mucho que aprender. Imaginemos, sin
embargo, para acabar, que ese lector --es decir, usted mismo, yo mismo-- no
tuviera interés alguno en la historia, que no le despertara atención la
historia española, que no le atrajera la historia del liberalismo, que le
dejara indiferente la biografía, ¿merecería tenerlo en cuenta? Pues sí, incluso
en ese caso convendría leer esta obra; convendría leerla, por ejemplo, como si
fuera una reedición corregida y adaptada al caso español de las vidas
imaginarias de Marcel Schwob --al que cita, por cierto Isabel Burdiel--. Al
menos disfrutaríamos de existencias novelescas, de epopeyas particulares, de
gestas portentosas y algo alucinadas que son un deleite, un entretenimiento;
pero a la vez haríamos de la lectura un modo de explorarnos a nosotros mismos,
de exhumar algunas partes de nosotros mismos, partes que son efectivamente
nuestras y que vemos proyectadas en esos personajes grandes y patéticos, remedo
de cada uno, remedo de usted, remedo mío.
Referencias
bibliográficas
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