Publicado en Ayer, núm, 51 (2003), págs. 227-264.

 

 

            El pasado que no cesa.

         Historia, novela y agnición*

 

         Justo Serna

                                                                                                                               

 

El historiador como lector de ficciones

Las novelas son ficticias, pero muchas de ellas suelen proclamar a la vez fidelidad histórica. Es la suya, en efecto, una escritura paradójica: son narraciones imaginarias que hacen frecuentes protestas de veracidad exhibiendo su presunta condición de relatos reales. Es factura original de la novela hacer como si, dar cabida a hechos, circunstancias o personajes verdaderamente acaecidos, proporcionar datos tan comprobables que sólo nos quepa aceptar su correspondencia con lo extrerno. Si esto es así, en la base de estas narraciones habría una suerte de pacto entre emisor y destinatario, un acuerdo ficcional. Inspirándose en el pacto autobiográfico de Philippe Lejeune, Umberto Eco defendía que la novela es siempre una convención entre las partes implicadas. En efecto, el funcionamiento de la ficción se daría porque hay un acuerdo  entre un autor empírico que adopta alguna voz narrativa, un narrador o narradores que predican o enuncian, y unos destinatarios posibles, internos, que son los llamados narratarios, y unos lectores externos, que son sus receptores empíricos. Vale decir, por pertenecer al registro de la ficción, “sería una falsificación histórica toda novela en general, en cuanto, por definición, la novela ‘finge’ contar acontecimientos realmente sucedidos“. Sin embargo, como añade inmediatamente Eco en Los límites de la interpretación, “lo que distingue a las novelas de las falsificaciones es una serie de ‘señales de género’, más o menos perceptibles, que invitan al lector a suscribir un pacto ficcional  y a aceptar hechos narrativos como si fueran verdaderos“.

Pero a esta operación de erudición y fidelidad pretextadas se añade la estricta invención que urde vicisitudes jamás ocurridas, la invención que idea personajes nunca encarnados y que conviven en el seno de la ficción con otros que son remedo de quienes existen en el mundo real. Para que ese artificio se dé fructuosamente, para que de ese relato pueda extraerse algo así como conocimiento, el novelista deberá emplearse a fondo desplegando todo tipo de recursos. El fin que persigue es el de elaborar una aleación de elementos en principios indisolubles, los inventados y los importados del mundo exterior. Precisa, en efecto, fabricar algún tipo de argamasa con las palabras que facilite la verosimilitud, el interés, de modo que lo imaginado se suelde con lo documentado hasta el punto de ser prácticamente indiferenciable. Sólo así se sella ese pacto novelesco en virtud del cual los lectores aceptan suspender su incredulidad y aceptan la ficción como algo que les concierne; pero sólo así se produce la interpelación en virtud de la cual los destinatarios emprenden una averiguación de lo dicho y de lo no dicho, de lo expresado y de lo intuido. De ese modo se concibió el Quijote y de ese modo se han ideado millones de ficciones que siguieron y que se basan en el arte de la invención lograda y en el prodigio de la recepción consumada. El resultado es que la novela procura placer, el deleite de la bella prosa, la satisfacción del gusto estético, pero obliga también a desarrollar alguna reflexión por parte del destinatario. La familiaridad o la extrañeza o la ambigüedad de los personajes, de las vicisitudes, de los lances, de los mundos, fuerzan al lector a hacer averiguaciones y a emprender una paradójica búsqueda de la verdad, una verdad que es a la vez interna y externa. Es interna, porque como insiste Umberto Eco  en Sobre la literatura, la novela crea un mundo interno textual con su propio régimen de verdad, un régimen en el que determinadas proposiciones son verdaderas y otras no. El lector, pues, se adentra en esa realidad verbal y distingue los enunciados que constituyen ese mundo. Pero es también una verdad externa, extratextual, la que el destinatario lleva a cabo. ¿Por qué razón? Porque toda narración es para él una operación significativa, una construcción del sentido de las cosas, una metáfora del mundo. Lo importante no es que ese relato copie o reproduzca, sino que esa novela, toda novela, está investida de un trasfondo simbólico intencional y receptivo: intencional, en el medida en que es la huella de sentido que el autor inscribe deliberadamente o no en el texto; receptivo, en la medida en que el destinatario atribuye y ve cosas implícitas en esos enunciados, oye ecos, a los antepasados que ahora resuenan, pero también siente que esa novela plantea interrogantes que son propios y que son universales y que le pertenecen a él y a la comunidad de lectores de la que forma parte. 

Precisamente sobre este asunto se han pronunciado miles y miles de agudos lectores, que son a la vez refinados novelistas. De todos los posibles de que está constituida la historia literaria y la historia de la lectura, pondré sólo dos casos recientes que nos ayuden a explicar el procedimiento. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, ha hablado de la verdad de las mentiras para hacer mención de esa paradoja a la que antes aludíamos, para detallar cómo lo imaginado puede contener un ejemplo revelador que sin haberse dado ontológicamente en el mundo externo ilumina y aclara la realidad y la verdad. El régimen de funcionamiento de las novelas sería, así, semejante, al de los cuentos infantiles. Son pura ideación, son estricta invención, son mentira, en fin, pero nos ilustran con una parábola de nuestra propia identidad. Por su parte, Javier Marías rechazaba este argumento y negaba la condición mentirosa a la novela, esa vecindad de la ficción con la falsificación: en su etimología, aclaraba Marías, inventar procede de invenire, y este verbo no alude a mentir sino a encontrar, encontrar algo que se ignoraba o se había olvidado, algo que no es meramente superficial o evidente. Es decir, que la ficción no miente para llegar a otro tipo de verdad, sino que explora, se adentra en un mundo conjetural, equivalente a la existencia potencial que se alberga en nuestro interior, y halla algo oculto que cobra vida propia una vez iluminado. En cualquier caso, lo digamos al modo de Vargas Llosa o a la manera de Marías, hemos de convenir en que lo real es también lo imaginado, al menos porque como vida virtual fue alumbrado por alguien provocando consecuencias en él y en otros. No sólo es cierto lo que es cierto, desde el punto de vista de la correspondencia entre los hechos históricos y su enunciado, sino también lo que creemos que es cierto o lo que le atribuimos veracidad, justamente porque adaptamos nuestro comportamiento a esa invención que tomamos como una ilustración de una verdad profunda o a ese hallazgo que ignorábamos y que llega hasta la vida externa: y este plural incluye al autor, así como a los destinatarios de ese relato.

Pero aun dándose algún tipo de relación entre ficción y realidad o historia, aun formando o alterando las novelas la concepción del mundo, del pasado, aun condicionando el obrar futuro, ¿por qué los historiadores deberían ocuparse de este género que no les es propio? Son ficciones y, como tal, ese género les está vedado, razón trivial pero justificada de por qué no escriben novelas. Pero esos mismos historiadores pueden leerlas y, de hecho, las leen. Aparte del placer propiamente estético que de ellas obtengan como simples lectores, como personas cultivadas que las frecuentan, y aparte de aprender estrategias narrativas de quienes más cuidado ponen al componer sus relatos, es frecuente que incluso lleguen a citarlas en sus trabajos académicos, como aderezo u ornamento, como cita o invocación que ilustra o que ejemplifica. Hay, además, colegas que reconocen en ellas algunos materiales propiamente históricos, como documentos vagamente alusivos a una época o a una sociedad. Es entonces cuando llegan a tomarlas como trasunto de una circunstancia, como testimonio, como una fuente más o menos fiable de ciertas formas de vida. No obstante, lo común es que la mayoría de los profesionales de nuestra disciplina piensen en las novelas como materia de otros especialistas, los historiadores de la literatura propiamente, ocupados de averiguar sus logros estéticos de acuerdo con la tradición a la que pertenecen.

Hay, sin embargo, una historia cultural, muy vasta, plural, de referencias múltiples, que propone algo distinto. En ese caso, al margen de la excelencia de la prosa y al margen de la tradición estética, la literatura se vería sobre todo como una de las elaboraciones decisivas de la ideación humana, y como tal podría y debería ser estudiada. Decía Freud en El malestar en la cultura, que todo lo que nos aleja de nuestra condición animal, que todo lo que nos distancia de la naturaleza, que todo lo que regula, ordena y da significado a las relaciones humanas, es o pertenece a la cultura. Desde este punto de vista, las novelas son un artificio y una prótesis que nos prolonga, un instrumento con el que nos revestimos significativamente y sus historias se adentran en nuestro interior hasta hacer de nosotros algo distinto. ¿Por qué no estudiarlas? Hay una historia cultural que lo viene haciendo desde hace años, la que, por ejemplo, encarnan Peter Burke o Roger Chartier, Carlo Ginzburg o Natalie Zemon Davis: una historia cultural que reivindica su lectura y su estudio en un sentido algo distinto al placentero, al ornamental, al documental o al estético. Es ésta una historia cultural que tiene afinidad con algunos de los avances que ha experimentado la teoría literaria en los últimas décadas (la teoría de la recepción de base gadameriana, el nuevo historicismo norteamericano, etcétera) y con los nuevos campos que la semiótica –la de Umberto Eco, por ejemplo-- ha abierto para el estudio de la cultura como proceso de creación y difusión de signos y significados. Es ésta, en fin, una historia cultural que toma la literatura como el objeto de un complejo proceso de comunicación, como un producto en el que intervienen un contexto, un autor, una voz narrativa que da forma, trama y discurso a un historia, un artefacto material llamado libro, algunos mediadores que lanzan o condicionan su lectura y su recepción, y unos destinatarios. Precisemos.

La novela es resultado de un acto de creación por parte de un emisor, es fantasía e imaginación, realidad interior y exterior; pero es también una tradición, un código, un sistema verbal en prosa regido por reglas que el autor toma en préstamo, un sistema cerrado, consumado que no se prolonga ni revive. Es un texto, pero es también un libro, un objeto, rodeado de entorno y circunstancia, de una industria cultural, de mercado y de audiencia. La novela exige, en fin, un receptor que la actualice, que la lea de acuerdo con su propio código heredado, de acuerdo con las instrucciones que dictó el autor y que quedaron insertas en el discurso o de acuerdo con las pistas y reclamos que el editor puso en solapas, en fajas, en cubiertas y en contracubiertas; pero esa recepción suele ir más allá de los códigos implícitos o explícitos que están en la literalidad de lo escrito, puesto que el lector usa esas palabras, las interpreta de acuerdo con su intuición, su enciclopedia y sus necesidades.  En los albores del occidente contemporáneo, justamente cuando asistimos a la lenta alfabetización de la población, las novelas se impusieron como un género verdaderamente popular, incluso masivo, ejerciendo una influencia decisiva y perdurable entre audiencias innumerarables.  Las razones son múltiples. Una de ellas es, sin duda, la de que las novelas facilitaron la exploración, el contraste y la sedimentación del yo justamente en un momento, el largo siglo XIX, en que las identidades sociales se estaban alterando profundamente. Y ese éxito se dio al margen de la calidad estética de las obras, de los logros expresivos alcanzados, a veces nulos. Muchas décadas después, hoy mismo, aunque la novela cuente con numerosos medios que la suplantan, medios sobre los que los destinatarios vuelcan sus inversiones pasionales, sigue despertando el interés y la reflexión de sus lectores: todavía es o puede ser tomada como un examen de la identidad y del sujeto fragmentado e inestable en que nos hemos convertido cada uno de nosotros. La ficción en prosa aún cumple con la necesidad antropológica de narrar y con la ilusión de explorar vicariamente experiencias que jamás viviremos. Para explicarme mejor, para ilustrarlo mejor, abordaré dos ejemplos reveladores, procurando extraer siempre lecciones generales provechosas que vayan más allá de los casos. Decía Clifford Geertz que todo conocimiento es local, que toda forma de saber, aunque se ampare en el sistema y en la abstracción, es siempre una prospección concreta, un examen particular de interrogantes universales. Pues bien, inspirándome en ello, trato de emprender un microanálisis, una descripción densa, como proponen también los nuevos historicistas, una descripción que muestre los resultados de dicha perspectiva, que detalle los rendimientos que se siguen de hacer historia cultural de las ficciones.

Propongo para ilustrarlo dos ejemplos bien distintos y bien distantes. El primero es el de Los misterios de París, de Eugène Sue, y lo trataré de inmediato y muy brevemente para que me facilite el contrapunto; el segundo es el de Beatus ille, de Antonio Muñoz Molina, y me ocupará la parte más extensa de este ensayo. La primera es una narración popular de composición descuidada pero eficaz, folletinesca, excesiva, dilatadísima, cuyo modelo ya estaba degradado en su tiempo, en el siglo XIX. La segunda es una obra, Beatus ille, con una refinada prosa, de frondosa capacidad evocativa –añadía José-Carlos Mainer--, de expresión épico-elegíaca en la que el autor supo hacer suyos los recursos de la tradición y algunos de los hallazgos más innovadores de la ficción del novecientos. La primera aborda la cuestión social, el enigma de la fatalidad y de la salvación de los menesterosos, de los huérfanos, de los desamparados que acaban en maleantes: con ella, el autor afirma la identidad que vuelve al origen, que se destapa y que nos consuela. La segunda trata sobre la orfandad, sobre la pobreza y sobre la herencia, sobre la cultura, sobre el destino al que estamos abocados, sobre la libertad que nos ganamos:  con ella,  el autor revela la inestabilidad y fragilidad del yo, un yo que precisa el relato siempre artificial, artificioso e incluso mendaz de la identidad, un yo, sin embargo, que aún aspira a contrariar el designio fatal que se cierne sobre él. Ambas novelas narran esos avatares haciendo uso de un motivo importantísimo de la tradición literaria, el de la anagnórisis o agnición. Es ésta una fórmula estratégica que han empleado tantos y tantos relatos en los que el enigma principal es el de una identidad emboscada o ignorada que al final se revela con consecuencias, un motivo que ya trató Aristóteles, que fue ampliamente utilizado en el ochocientos (en Dickens, por ejemplo) y que ha llegado hasta nuestros días como una herencia de la poética de la tradición.  Los resultados en una y en otra novela son, claro, muy diferentes: nos permitirán comprender el horizonte de expectativas de sus autores que queda inscrito en las obras, pero sobre todo nos facilitarán el acceso a un universo de discurso de este o de aquel tiempo en el que la historia es y era propiamente textual, necesitada de unos destinatarios.

 

Ficciones consoladoras

Los misterios de París fue una ficción que triunfó a mediados del siglo XIX y cuyo descomunal éxito se debió a los sentimientos expresados, a los caracteres extremos y exaltados que la protagonizaron, a las trapisondas, a los lances que les sucedieron, a las circunstancias horrorosas en que se desarrollaron los acontecimientos, a los grandes descubrimientos, en fin, de que los lectores serían objeto conforme les fueran revelados a los propios personajes. No fue el único caso, pero sí que fue el que mayor éxito alcanzó: hacer depender una larguísima trama, una inacabable sucesión de avatares, de una serie de golpes de efecto, de sorpresas bien administradas y de una gran revelación final fue un hallazgo expreso del ochocientos, de la literatura popular del ochocientos, del que era consciente su autor empleándolo hasta el límite. Eugène Sue fue el artífice de esa ficción monstruosamente dilatada, de esa novela-río aparecida en el Journal des Débats y que no paró de fluir durante meses de acuerdo con las demandas de su público y de acuerdo con los sentimientos desbordados que su recepción provocaba. El folletín clásico encontró en Los misterios de París su máxima expresión y su extremo, el no va más del retorcimiento para una audiencia vastísima y popular, para una audiencia incluso analfabeta que esperaba ansiosa el relato oral, en voz alta, de los hechos, de los retratos horrorosos de la baja sociedad, de los descubrimientos y del desenlace.

Su heroína, Fleur de Marie, no era una joven menesterosa como ella creía y como los lectores admitíamos. Era, por el contrario, una princesa abandonada al nacer, caída después en desgracia, una princesa que ignoraba su condición y que por culpa de las arpías que la acogieron se vio forzada a emprender todo tipo de depravaciones; era alguien procedente de la buena sociedad, una dama que no lo sabía, alguien de familia distinguida. En La sagrada familia, junto a especulaciones dudosas y debelaciones desmesuradas, hay páginas críticas muy atinadas y corrosivas sobre esta ficción.  “Encontramos a Marie, como mujer de la vida, en medio de delincuentes, como sierva de la patrona en la taberna que frecuentan los maleantes –dicen Marx y Engels--. Pero aunque sumida en ese envilecimiento, conserva una humana nobleza de alma, una naturalidad humana y una belleza humana que se imponen al ambiente que la rodea, la elevan al rango de flor poética de ese círculo de facinerosos y le ganan el nombre de Fleur de Marie”. Ahora bien, sus cualidades superiores no se resumen sólo en la tópica delicadeza femenina, en fragilidad de mujer, por decirlo con lenguaje rezagado, sino que, como añaden con sorna Marx y Engels,  “Fleur de Marie da de inmediato pruebas de valor, energía, buen humor, flexibilidad; de cualidades que sólo se pueden explicar por el despliegue de su condición humana en medio de la situación deshumanizada en que se halla”. Justamente por eso, porque la vida es destino y cada cual recibe sólo una parte de lo que se merece, al final todo se sabrá y todo se revelará: a pesar de la muerte, una identidad dudosa o desconocida quedará asentada y estable para alivio de la verdad y consolación de sus numerosos seguidores.

Umberto Eco dedicó un espléndido ensayo de historia cultural a esta obra de Sue y en sus páginas subrayaba ese último aspecto, esa consolación de que los obreros parisinos precisaban cuando recibían sus entregas. Los ambientes descritos debían ser lo suficientemente horrorosos como para que fueran reconocibles y, a la vez, condenables por el buen sentido. Las circunstancias debían ser lo suficientemente angustiosas y lacrimógenas como para que su desenlace fuera compensación, pago por las penas pasadas y consuelo por el dolor vivido y sufrido. Pero, sobre todo, la clave fundamental de esta construcción fue la de la anagnórisis o agnición. El folletín hace de ese topos uno de sus recursos habituales: restaurar una identidad desconocida o falsamente conocida o confusa es el modo en que el relato popular compensa las injurias de la vida, el drama o, finalmente, la tragedia que es vivir, vivir bajo circunstancias espantosas. Podremos morir, puede incluso que la heroína, la que no merecería esa suerte, muera, pero su buen nombre se habrá restaurado y los destinatarios respirarán con alivio al advertir que la bondad de corazón, la buena cuna, las buenas cualidades siempre tienen su recompensa.

Con Sue vamos a bajar a los estratos más miserables y odiosos de París, a los figones y tabernas en donde toda maldad tiene su asiento, en donde los maleantes más tirados emprenden conciliábulos para concertar sus crímenes. Como él mismo admite al principio, esa operación de descenso a los bajos fondos es similar a un viaje, al viaje que podría llevar cabo  quien quisiera averiguar cómo viven los salvajes de otras geografías. Los colonos americanos viven rodeados por tribus que ignoran la civilización --dice--, rodeados por tribus cuyos hábitos sanguinarios van contra el buen orden cristiano; viven acosados por la violencia y por los ardides de sus feroces vecinos, como sabemos por Fenimore Cooper, añade Sue. Pues bien, lo que el folletinista francés pretende es algo semejante: es visitar los lugares del crimen y de la degradación, los lugares en que los salvajes parisinos se mezclan y emprenden sus correrías contrarias a la civilización. Así, la novela será o espera ser avatar y descripción, intriga y retrato minucioso, fiel, exhaustivo. Las descripciones y los retratos forman episodios que el mismo Sue –concediéndose una intromisión autorial— califica de repugnantes, episodios que estremecen y por los que el propio escritor ha experimentado angustia. ¿Por qué, pues, relatar escenas pavorosas?

En primer lugar, sólo lo ha hecho –dice— porque la narración exige forzosamente lo suyo y, por tanto, lo ha hecho cuando el discurrir mismo de los acontecimientos o las necesidades de la intriga le obligaban a ello.  En segundo término, también lo ha hecho –se concede con abierta sinceridad— porque le puede y nos puede a los humanos una curiosidad meticulosa e incluso malsana cuando nos topamos ante espectáculos terribles. Nos gusta escrutar el crimen y el vicio. En tercer lugar, se ha permitido reproducir esas escenas pavorosas --porque de eso se trata, de reproducir-- por el poder significativo de los contrastes. Mirando el arte bajo este punto de vista –concluye pomposamente--, conviene acaso presentar ciertos caracteres, ciertos modos de vivir, ciertas figuras cuyos colores sombríos, enérgicos y quizá duros, servirán de oposición o contraste a escenas de clase muy distinta. El final, la revelación, el  descubrimiento del auténtico destino justifican todo lo anterior, la visita a la taberna, a la cárcel y al cadalso, y nos permitirán oponer los buenos sentimientos y la rectitud civilizada a la mala vida de los salvajes, de esos salvajes que residen entre nosotros y que nos amenazan y de los que procuramos alejarnos. Los misterios de Madrid, de Barcelona, etcétera, etcétera, que se publican en el ochocientos participan de esa conclusión y son una vuelta de tuerca de un recurso degradado de antemano. Buscan provocar un efecto ya conocido por sus destinatarios y, en ese sentido, revelan su condición kitsch, como añadía Umberto Eco. Es decir, son numerosos los lances y populosas, multitudinarias, sus escenas, pero todo es previsible y nadie cambia en lo esencial con lo que ocurre, puesto que quien se convierte al bien era ya bueno y quien era malvado muere impenitente. No sucede nada que altere verdaderamente las cosas y la multitud de hechos y de circunstancias confirman destinos, y éstos consuelan a quien lo merece y hacen pagar a quien debe. Esos misterios son intriga, son retratos y son, sobre todo, el gusto ancestral y popular de contar, la artimaña de relatar con porfía y con malas artes para evadirse, para compensar la vida (en este caso de los menesterosos), un modo de narrar con recursos y golpes de efecto que tanto agradece un público ya entregado y que espera y demanda más y más.

 

’Mezclando deseo y memoria’

Es tal el efecto de estas ficciones, buenas o malas, de excelencia compositiva  o de estética degradada, es tan evidente su necesidad antropológica, que urge tratarlas como objetos transculturales, como objetos que a nosotros, los historiadores, nos conciernen. Las páginas que siguen, entre informativas y analíticas, aspiran ahora a aplicar dicho procedimiento sobre el cuerpo de una obra culta, bien distinta de la ficción de Sue, pero con la que comparte su recurso principal, el de la agnición. Me refiero a la primera novela que publicó Antonio Muñoz Molina, Beatus ille, una narración que apareció en el mercado español en 1986, cuando el autor contaba treinta años, cuando la transición democrática se había consumado. El relato puede verse como una sofisticada reelaboración literaria de lo que había sido su vida hasta entonces, un joven de provincias que tuvo la audacia de apostar por la creación; pero puede verse también como un examen de lo que había sido el pasado propio y heredado de un convulso siglo XX español, el de la guerra y el franquismo. Aquella primera ficción fue galardonada con el Premio Ícaro, que por entonces concedía Diario 16 a los jóvenes narradores. Mi intención es tomarla como banco de pruebas, como ese ejemplo particular que nos permita desentrañar algunas de sus fuentes y de las obsesiones que la constituyen, que son propias de su autor, pero que son también las de una generación, la nuestra, la de los lectores, la de quienes llegamos a la libertad en plena transición política, la de tantos y tantos historiadores que han madurado en ese período acarreando imágenes del pasado, las heridas del siglo XX. En esa novela, está condensada y transfigurada, como veremos, una parte del horizonte de expectativas de quienes accedían a la democracia y, por tanto, más que exhumar tiempos pretéritos (que lo hace), la narración alude de manera implícita a lo que era o había sido la audacia democrática, esa osadía que contrarió el fatalismo de la historia de España. Así fue leída y así la seguimos leyendo hoy. Nada está dado de antemano y, además de un pasado, nos procuramos una provisión de futuro.

            “El pagés pobre, com a mòdul de vida, ha estat sempre, i ho és encara avui, una mesura de ‘felicitat’ –‘Beatus ille’— dubtosament admissible. Si la literatura l’ha idealizat, fou perquè la literatura mai no la van escriure els pagesos”. Reparemos en esta idea, en esta formulación que tomo en préstamo de Joan Fuster, extraída de Causar-se d’esperar, la obra que publicara en 1965, y pensemos ahora en el título homólogo de la narración de Muñoz Molina. Hay que tener mucha confianza o ser un temerario o estar bien justificado para rotular así una obra, una primera novela, con un motivo literario culto pero sobado que procede de Horacio, antiguo pues y ya mil veces empleado y que, en efecto, alude a la felicidad de la vida campestre, al modelo o módulo de vida rural, a las bondades de la existencia aldeana y al solaz y a la templanza que la campiña nos procuraría. Antes de aventurarnos en sus páginas, probemos una conjetura externa, sobre todo porque el acto de la lectura comienza con el reclamo de un título, un título que es una promesa, un indicio o una pista. Así, podemos pensar que quien rotula así, con un latinajo archisabido, una novela --y más si es un escritor primerizo— incurre en la pedantería o en la cursilería, en un exceso culturalista, enfático tal vez. ¿Es así? Cuando el lector se interna en la obra, puede confirmar su pertinencia, su oportunidad y su necesidad, el atinado hallazgo en efecto mil veces repetido pero que ahora cobra una dimensión nueva, una dimensión irónica, incluso posmoderna.

            El posmodernismo literario no es,  por supuesto, trivialidad, ni necesariamente obliga a la broma, al pastiche o al collage, como precisara Hal Foster. Es, según advirtió Umberto Eco, ironía histórica, vale decir, la consciencia de unos recursos ya utilizados y el reconocimiento de que no podemos hablar o narrar sin expresar a los antepasados, sin hacernos eco deliberado o no de lo que otros ya dijeron. El posmodernismo obliga a asumir la tradición y los tópicos del pasado, pero haciendo aleaciones inauditas, aleaciones no hechas hasta entonces, mezclas insólitas de materiales viejos,  con el fin de producir y proclamar algo distinto. No hay amputación posible, hay un pasado que no cesa y que regresa bajo formas nuevas. Una cita cambia de expresión, de sentido, aun cuando la reproduzcamos literalmente, porque su pragmática depende de los usuarios y, por tanto, Pierre Menard puede reescribir el Quijote, otro Quijote, con las mismas palabras. ¿Por qué razón? Porque, como admitiera Borges, hay una polifonía textual que hace decir las mismas cosas de otro modo de acuerdo con las mudables intenciones de los lectores y de acuerdo con los contextos variados de los destinatarios, hasta el punto de cambiar la peripecia de Don Quijote sin apearse de la escritura misma de Cervantes.

            Cuando rebasamos la cubierta y los reclamos de Beatus ille, esos paratextos –según lo dicho por Genette en Seuils-- que son instrucciones editoriales, externas, de lectura; cuando, en fin, nos adentramos en las páginas de la novela, podemos descubrir que, en todo caso, el latinajo que sirve de título no se debe al autor, a ese autor empírico llamado Antonio Muñoz Molina, sino a uno de los personajes, el personaje principal, aquel que se adueña del relato y que narra, uno de esos seres de los que se habla, pero que, al final, advertimos que es quien habla y quien da título a la ficción. La voz que pronuncia Beatus ille no es la de un joven novelista de treinta años que aparece en el mercado editorial. Es la de una narrador viejo y gastado, paradójicamente novel hasta esa edad, un prestidigitador que mezcla ficción y realidad, hechos y deseos retrospectivos, biografía e invención, alguien que rehace su peripecia personal para tomarse a sí mismo como el héroe en que no se convirtió, el escritor que no llegó a ser, el autor que pudo haber sido y no fue.  Vale decir, en ese título previsible, hay un matiz nuevo: el de aludir al hecho narrativo mismo, al artificio del relato dentro de una tradición, puesto que quien confiere ese epígrafe es un personaje que sabemos ficticio, pero que hará ficción dentro de la propia novela. Parece un galimatías, pero es bien sencillo y es, además, uno de los asuntos capitales de la escritura de nuestro tiempo: cómo escribir, cómo escribir en el seno de una tradición que nos presta voces y recursos de los antepasados, y cómo escribir sabiendo que hay siempre algo de invención en lo que es evocación de los tiempos pretéritos que se consumaron o que no llegaron a consumarse.

            Este motivo, el de regresar al pasado con el fin de adentrarnos en otra vida que no fue o por la que no optamos, es y será tentación y constante en la obra de Muñoz Molina y, por extensión, de otros novelistas de su generación, de esos autores que en los ochenta irrumpieron formando lo que se llamó la nueva narrativa española. ¿Por qué razón? Porque son una cohorte de novelistas que llegaron a la madurez cuando se desarrollaba la democracia, en los años ochenta, justamente cuando tantas cosas del pasado remoto o cercano regresaban después del velo, de la censura o del olvido. En el caso particular del autor de Úbeda, a sus personajes frecuentemente se les impone la tarea de repensar lo que acaeció pero también de evocar e incluso de rehacer lo que no les sucedió, un pretérito que retorna, un pretérito que les afecta y que les influye a pesar de los años transcurridos o a despecho de no haber ocurrido. Esta idea es extraordinariamente interesante para los historiadores porque les obliga a enfrentarse con esa existencia potencial que los mismos sujetos históricos hacen suya y que es nuestra forma de contener la vida. Con frecuencia actuamos no sólo en virtud de lo que es cierto y constatable, de lo que es universalmente verificable, sino en función de lo que creemos que es cierto a pesar de los desmentidos de los demás. Con frecuencia emprendemos acciones aceptando las mentiras o fabulaciones que nos contamos, dejándonos llevar por falsedades que sabemos que son tales y que nos sirven para dar una versión de nosotros mismos. El pasado de cada uno está cerrado, concluido y no podemos hacerlo regresar, cierto, pero, lejos de conformarnos con esa evidencia, podemos retroceder fantasiosamente para enderezarlo, para hacerlo coherente con nuestra identidad actual.

            El ejemplo clínico y extremo de esta operación es lo que llamamos recuerdos creadores, esa memoria que inventa y que recrea hechos que jamás existieron y que nos sirve para dar congruencia a nuestros males o a nuestra dicha. Por eso, con tanta frecuencia tomamos el pasado como una materia maleable a la que sería posible regresar para adaptarlo a lo que somos o a lo que nos gustaría haber sido. Las mentiras que contamos sobre nuestra vida pretérita cumplen una función consoladora, de reparación o de justificación. Tal vez, y como tantas veces se ha dicho, las mejores ficciones que los escritores emprenden, sobre todo los jóvenes escritores, son habitualmente eso: un modo de darse lo que no tuvieron o de completar lo que la vida no les dio, esas mentiras consoladoras de las que hablaba Vargas Llosa. Por eso, cuando la ficción que un escritor novel urde es un remedo exacto de su existencia o de lo que cree que fue su existencia, hay un riesgo evidente: el de crear perezosamente, el de creer que es posible reproducir la vida ya pasada.

            En la mejor narrativa española de los ochenta, en el propio Muñoz Molina, la existencia es un obvio estímulo para escribir sus relatos, pero éstos, incluso en los casos en que los protagonistas más parecen acercarse a las personas físicas de sus autores, estarían siempre construidos con conscientes recuerdos creadores, con añadidos, con mentiras y con correcciones deliberadas que impiden la autobiografía. En el novelista de Úbeda, además, esa operación recreadora no es sólo el arte del escritor, sino que es también acto interno de la ficción, un acto metacomunicativo, tarea propia de algunos de esos personajes que hacen en la novela lo que el propio autor empírico hace al idear su narración. En Beatus ille se aprecian con toda claridad ambos trabajos, el de evitar la autobiografía a pesar del estímulo autobiográfico que empuja a escribir y el de repensar el pasado personal como arte que completa o incluso reinventa la peripecia de uno mismo. Si eso es así, si eso se da en Beatus ille, entonces podemos apreciar el indudable mérito, la evidente madurez, que supone al ser ésta una primera novela.  En efecto, hay en dicha narración un esfuerzo de invención verdaderamente llamativo: leemos la obra de un joven autor llamado Muñoz Molina que no confunde el motivo y la desazón personales que suelen estar en el origen de la escritura, por un lado, y la tentación manifiestamente autobiográfica que es propia de las obras tempranas y que hace fracasar tantas vocaciones, por el otro. La evita y la conjura con la imaginación, recreando peripecias irreconocibles inspiradas en la vida y en las experiencias propias, refundando una realidad que ya no es la suya y apropiándose de un tiempo, de unos avatares y de unos personajes que no son espejo ni remedo. Salvando las distancias, la operación es extraordinariamente parecida a la que emprendiera Marcel Proust, un autor al que el propio Muñoz Molina rinde frecuente tributo.

            Recordemos algo bien sabido. La autobiografía exacta de Proust fue un eximio fracaso, pero no así su recreación imaginaria. Nosotros, los sujetos históricos, los vulgares personajes que no somos objeto de novela, no hacemos, sin embargo, cosas sustancialmente distintas: con extraordinaria frecuencia le damos a nuestro pasado atributos, rasgos, avatares, hechos, significados que lo mejoran o lo empeoran y sobre todo que lo rehacen. Con toda probabilidad esos personajes parcialmente imaginarios que somos cada uno, esas identidades corregidas e inestables que nos hacemos, son mucho más interesantes que aquellos que fuimos. Pero no sólo eso: de esos retoques, de esas mentiras y de esas recreaciones suelen depender una parte de nuestras acciones actuales. ¿De qué deberían ocuparse los historiadores? ¿Sólo de lo que los individuos fueron, de lo que objetivamente puede documentarse como cierto, o también habría que abordar lo que los humanos creyeron ser, esas mentiras que con frecuencia gobiernan sus vidas y sus audacias?  En un célebre ditirambo de los historiadores de su tiempo y de los antiguos, Montaigne ya lo dejó dicho: también las fantasías, lo que alumbramos y no consumamos, pueden ser objeto de historia. Por eso, aquel a quien debemos el ensayo como exploración de sí mismo, tomó a los historiadores como autores predilectos: la historia es contraste de personalidades, averiguación de hechos, aunque también rastreo de lo no acontecido y soñado que guió las vidas de nuestros antepasados.

            Pero, en segundo lugar, además de abordar la recreación del pasado, un pasado que tiene alguna lejana concomitancia con la existencia del autor empírico, Beatus ille es ejemplo de un logro maduro porque la vida fantaseada, la peripecia que no fue y que podemos imaginar, y los hechos que no acontecieron y que pudieron suceder, los tratará de modo metarreferencial, haciendo de ese asunto motivo de la ficción misma: quien habla en primera persona en la novela es alguien que tiene y que tuvo una existencia real, pero es también alguien que reescribe y endereza la vida, que la idea sin haber hechos merecimientos, una vida a la que renunció por cobardía, por fracaso, por sensatez o por fatalidad. ¿Qué hacer con esa parte de uno mismo que no se consumó? ¿Cómo abordar esa existencia que no se materializó? Veamos uno de los ejemplos mayores de la novela. Hablamos de un padre y un hijo, un padre que fallece en la guerra civil española, y un hijo que lo evoca años después. Como dice ese hijo, el poeta Jacinto Solana, "el azar empujaba a mi padre como un lento imán hacia su casa" desde la huerta de su propiedad en la que trabajaba con ahínco y obstinación, la huerta a la que se había retirado, huido, ajeno a la locura bélica, cuando comenzaba la contienda del 36, una contienda de cuyos bandos era equidistante, escéptico. Un día –dice el hijo--, un solo día en que decidió regresar a la ciudad desde su refugio, fue fatal en su vida y en el camino hacia su hogar se materializaron "la confabulación de la muerte" y su fin trágico, la muerte de Justo Solana, de ese padre del que, sin embargo, tantas cosas le separaban. "Quiero detenerlo ahora, cuando escribo, quiero que elija otra calle", dice con la imaginación creadora propia del narrador de ficciones, sabedor del poder de la palabra, porque "cualquier alteración menor en la arquitectura del tiempo puede o pudo salvarlo", esa misma alteración que puede provocar la voz. Justo Solana se distanció del hijo, de Jacinto, observó con aprensión las ínfulas poéticas y políticas de quien debía sucederlo inexorablemente en la huerta y, por tanto, de quien defraudó las expectativas que sobre él se habían volcado. Pero Jacinto no le guarda animadversión alguna y quiere resucitarlo con la palabra creadora, ficticia, quiere impedir la confabulación de la muerte haciendo uso del relato, plasmando en una narración lo que pudo ser y no se consumó, evitando ese odio bélico y vengativo que lo abatió.

            En nuestras vidas, en la vida de cada uno, hay siempre al menos una decisión que podría alterar o haber alterado lo que creemos que es el curso inexorable del tiempo, una apuesta arriesgada, una chiripa o un acto voluntario en el que nos jugamos el futuro que nos merecemos o el que estamos dispuestos a reservarnos. Nos protegemos o nos adentramos en el riesgo, elegimos la aventura o la  vida sedentaria, optamos por la dicha de crearnos y de hacernos con la incertidumbre que esa apuesta entraña, o claudicamos con fatalidad a la resignación aceptando lo contingente, la finitud. Es difícil inclinarse por una cosa o por la otra, porque eso o lo otro pueden marcar itinerarios igualmente deseables o apetecibles. Pero hay más. La aventura y la obra de arte que querríamos que fuera nuestra vida no siempre acaban bien. De hecho, nunca terminan bien: acaban con la derrota inapelable que es nuestra muerte, con ese rotundo mentís que es el cese de la vida propia. ¿Para qué aventurarse o apostar con riesgo si el fin es el mismo y a todos nos iguala, si a la postre no sobreviviremos?

            La madurez es ese tiempo en que advertimos todo lo que no hemos hecho, todo a lo que hemos renunciado, todo por lo que habiendo apostado terminó por frustrarse. ¿Cómo rehacer ese pasado cerrado de una vez para siempre? ¿Podemos corregirlo aún mezclando deseo y memoria? Esta novela --como las mejores de los años ochenta-- es una reflexión sobre este motivo. En este caso particular, se trata de una reflexión que emprende un joven autor instalado en la treintena, el autor empírico, que adopta la figura de un viejo para hablar de manera interpuesta, la voz de un anciano que al recordar se piensa de manera imaginaria, rehaciéndose retrospectivamente. Por eso, esta novela es también una metarreflexión sobre el poder de la ficción y sobre los límites de la biografía y de la autobiografía, de lo que hay en la memoria que es invención y hechura imaginaria. Por eso, tantas novelas españolas de los ochenta y de los noventa son eso mismo, cada una de ellas con mayor o menor acierto: porque quienes emprenden esas obras son hijos de una tradición, pero son también descendientes de una cultura fracturada, de un pasado en parte ominoso. Por eso, en fin, las citas literarias que sirven de instrucción y de guía lectura a Beatus ille son tan oportunas y justísimas: de T. S. Eliot, de ese Eliot que exalta y llora abril como el mes más cruel y de Miguel de Cervantes, el Cervantes de Don Quijote. Con La tierra baldía y con los exergos cervantinos, el novelista alude a la ficción, a la tapadera que es la ficción, a ese recurso con que alguien se embosca, con la que nosotros mismos, los lectores, irreparable y peligrosamente nos emboscamos.

           

            (Re)escribir y leer el pasado         

            ¿Quiénes son los personajes decisivos de Beatus ille y cuándo y dónde transcurren los hechos? Los caracteres principales son, primero, Minaya, un joven universitario que cuenta veintiséis años en 1969 y que espera hacer su tesis doctoral; y, segundo, Jacinto Solana, un poeta sobre quien aquél quiere investigar, un poeta que habría fallecido poco tiempo después de la derrota de las potencias del Eje, en "La isla de Cuba", un cortijo próximo a Mágina, una ciudad del sur (trasunto idealizado y libre de la Úbeda de Muñoz Molina). La acción de la novela se desarrolla entre enero y marzo de ese año, 1969, en dicha localidad, pero el grueso del relato es recuerdo evocado, a la manera de William Faulkner, transmisión oral y lectura de viejos papeles, de manuscritos pertenecientes a Solana que habrían sobrevivido milagrosamente al olvido y que remiten a una época anterior, particularmente al período central de la guerra civil y a 1947. ¿Es una novela histórica? Aunque la narración nos reenvía a épocas capitales de nuestro pasado reciente y presenta con gran detalle aspectos de aquel tiempo, cosa que puede interesar de entrada a los historiadores, no es un relato de ese género. No es una novela sobre la guerra civil, a pesar de que en parte esté ambientada en ese tiempo, a pesar de la verosimilitud de los motivos, a pesar de la precisión histórica de sus datos. Es, sobre todo, una narración del yo, un relato autobiográfico en el que alguien rememoraría sus recuerdos para nosotros los lectores empíricos, para los lectores internos de la novela, los narratarios, sin atenerse por ello a una intención documental, sin tener por meta la exhumación erudita y fiel de un pasado colectivo. Hay, en efecto, una historia general que sirve de escenario, pero que parece limitar fatalmente al protagonista y a quienes le rodean. Y hay también en la novela una pesquisa, un proceso de lectura, una muestra de cómo la lectura misma influye en la creación, estimula la creación, configura el hecho mismo de la creación. Ese asunto, el de la lectura que compone, que retoca y reafirma, era ya decisivo cuando Muñoz Molina escribió Beatus ille, pero el paso del tiempo no ha hecho sino incrementar la importancia decisiva del destinatario, el papel que se le reserva en el acto mismo de crear.

            Cuando relatamos nuestros recuerdos, el fin con que lo hagamos y la época en que hagamos confieren significado especial a esas remembranzas, un significado e incluso unos hechos que pueden variar según el período de nuestra vida en que emprendamos la evocación y según los destinatarios que vayamos a tener. ¿Cuándo y para quién fueron escritas esas memorias que hay en Beatus ille? Este hecho será importantísimo. Pero no menos importante será el acto mismo de la lectura empírica. Un texto está inerte mientras no haya destinatario real que lo consume, que lo materialice otorgando sentido a esas palabras. Lo han indicado los teóricos de la recepción y lo han subrayado Jorge Luis Borges y Umberto Eco, por ejemplo. Como sabemos, la intervención del lector no es la de la mera descodificación de instrucciones, sino que incorpora su propio yo, usa e incluso sobreinterpreta más allá de lo que dice la literalidad del documento. En Beatus ille, el proceso de escritura es objeto de reflexión metanalítica, sus posibilidades y sus límites, los excesos y los fracasos. Pero en esta narración es también estratégica la reflexión sobre la lectura, lo que hace el destinatario, cómo guía involuntariamente al creador y cómo el creador, a su vez, convierte al lector en obra suya.     

            Estas cuestiones son o forman parte de la tareas propias de la literatura actual, de la mejor literatura actual, de aquella que algunos tipifican de posmoderna, como vimos, pero sobre todo de aquella en la que la ficción revela los recursos mismos del relato, muestra sus artificios o sugiere una metarreflexión. En Beatus ille hay, por ejemplo, el motivo del manuscrito, hecho capital de la intriga y clave decisiva de la novela. En 1980, Umberto Eco presentaba la edición original de El nombre de la rosa bajo esta forma y rotulaba el presunto paratexto o proemio que justificaba el texto con el epígrafe de "Naturalmente, un manuscrito". El recurso, el del manuscrito hallado en Zaragoza (Jan Potocki), o en una botella (Edgar Allan Poe), había sido ya mil veces empleado, y no podía volver a repetirse su uso con la inocencia de la primera vez. La consciencia de ese recurso utilizado en tantas ocasiones no invalidaba, sin embargo, su posibilidad. La vanguardia fantaseó con la innovación constante, con la creación de sucesivos motivos originales jamás empleados y que se deberían al genio particular del autor. Como vimos, la literatura posmoderna, la literatura que, por ejemplo, John Barth tildó del "agotamiento" en referencia especial a Borges, acepta esos recursos, hace acopio de esos artificios y regresa al pasado para servirse de materiales ya utilizados. Pero ahora Eco propone reunirlos en esa vecindad inaudita, frustrando parcial y deliberadamente su efecto con una ironía también posmoderna ("naturalmente, un manuscrito) o, simplemente, haciéndonos retornar a esa fuente al tiempo que nos advierte de su imposibilidad. Pero hay más.

            ¿Unos manuscritos del poeta olvidado Jacinto Solana, objeto de la tesis doctoral de Minaya? En 1986, cuando se publica Beatus ille, están muy cercanos el efecto y el impacto del Libro del desasosiego (1982), atribuido al escribiente y escritor secreto Bernardo Soares; como también sigue ejerciendo fascinación y misterio el arca de la que procede el Libro, aquel baúl que atesora obras para las que Fernando Pessoa inventó autores (heterónimos) y biografías, aquel baúl que se reveló como un tesoro para pasmo de todos. Algo de esto hay en Beatus ille: la idea del escritor prácticamente inédito con texto oculto en un arcón, la idea de la obra en progreso, la idea de la obra fingidamente autobiográfica. Como veremos, si ahora nosotros podemos leer los manuscritos de Solana, los destinatarios empíricos y externos de esta ficción, es porque alguien, un narratario interno, los lee por nosotros y, sobre todo, porque alguien los escribe para quien lee por nosotros en tiempo real, que es algo bien distinto.

            Normalmente, cuando algún crítico se ha acercado a esta narración, lo primero que suele hacer es resumir su peripecia con el fin de aclarar qué sucede en la narración y qué hechos se relatan. La síntesis resultante que compendiaría la novela para nosotros es siempre una tarea fracasada, porque los datos que puedan aportarse y los acontecimientos que puedan detallarse se presentan bajo una reordenación lógica y secuencial, adaptando esos avatares  a la cronología del mundo natural. Pero al hacerlo así, al poner en orden lo que estuvo desordenado y los hechos que fuimos conociendo con analepsis y con prolepsis, vulneramos el sentido mismo de la novela: su presunto desorden es su misma significación. El destinatario necesita completar todo el relato para hacerse una idea exacta de lo que ha sucedido y de lo que se le ha contado, justamente porque al final hay una revelación, una auténtica agnición. Pero esta anagnórisis tiene poco de folletinesca, puesto que ya no puede ser melodramática, e inviste con un sentido nuevo, agridulce, ambivalente, lo que el receptor ha leído o cree haber leído. Pero el efecto de la novela se logrará si se sigue esa secuencia, no alterándola. Por tanto, toda reconstrucción retrospectiva será lógica, someterá a la lógica la vicisitud narrada, y será a la vez una amputación, una puesta en orden de los motivos de una trama y una pérdida del efecto del relato. Pero hay más.

            Esta pérdida, que se da siempre que una trama altera el ordo naturalis, se agrava cuando como es el caso una parte esencial de la intriga y de la fascinación dependen de las palabras mismas que se dicen, de las connotaciones que provocan, de la amplificación con que se añaden y se multiplican los efectos. La palabra nunca es excedente o intercambiable, y menos en una obra literaria en que su prosa no es meramente transitiva, sino que retiene la atención sobre sí misma creando un mundo posible hecho justamente de palabras, un mundo descrito y connotado, definido con cada voz. Más aún: si una parte fundamental de la narración resulta de la exhumación del relato autobiográfico del poeta, esa condición de prosa poética frustra el resumen, impide la paráfrasis o cualquier otra operación de economía verbal. El discurso designa y crea siempre el objeto, pero cuando una novela tiene páginas y páginas con esa cualidad, cualquier síntesis será, otra vez, una amputación.

            Que la trama resulta decisiva es algo que se da, por supuesto, en toda ficción, pero en este caso particular su peso es, si cabe, más grave, por la naturaleza misma del relato. Lo que empezó siendo una averiguación biográfica --insisto: un proyecto de tesis doctoral de Minaya--, lo que pronto fue la exhumación y lectura de unas memorias de Jacinto Solana, la consulta, pues, de una fuente escrita que documentara la reconstrucción de un poeta prácticamente olvidado, acaba siendo una autobiografía apócrifa, la escritura simultánea de una vida que se rehace conforme el joven investiga. Al final de esta narración, cuando nosotros los destinatarios empíricos concluimos la lectura, advertimos el hecho excepcional al que hemos asistido y la impostura genial de la que ha sido objeto Minaya. Descubrirá y descubriremos que Solana sigue vivo, que Solana fue un desertor y no un héroe, que Solana fue un escritor fracasado y no el poeta eximio que quiso creer, y que el propio joven, el lector interno, el narratario implícito, "es el personaje principal y el misterio más hondo de la novela". Minaya está embebido de literatura, de ese misterio que crea la literatura y que sirve para suplantar la realidad. Justamente por eso, porque "ama la literatura como ni siquiera nos es permitido amarla en la adolescencia, me busca a mí --dice Solana--, a Mariana, al Manuel de aquellos años [de la guerra civil], como si no fuéramos sombras, sino criaturas más verdaderas y vivientes que usted mismo". Esto es, el fraude biográfico del poeta fracasado acaba siendo un logro propiamente literario. Gracias a su pesquisa, Minaya redime a Solana de su olvido, de su frustración y de su mediocridad al obligarle a inventar documentos, al obligarle a rehacer una vida heroica y verosímil escribiéndola, reescribiéndola, inventándola con el auxilio de la literatura. Tal como añade el poeta, "ha sido en su imaginación donde hemos vuelto a nacer, mucho mejores de lo que fuimos, más leales y hermosos, limpios de cobardía y de la verdad".

            Pero precisemos algo más las cosas que acaecen en la novela. Minaya, ese joven universitario de 1969, se propone rescatar la vida y la obra de aquel poeta de los años treinta, Jacinto Solana, y para ello acude a Mágina, en donde se hospedará en casa de su tío Manuel, el último representante prestigioso y rico de su propia familia, de una familia de indianos de la que la rama de Minaya quedó excluida y desheredada. Allí atiende Inés, una joven de dieciocho años, silenciosa, aureolada por un cierto misterio y de la que acabará por enamorarse. Lo que el universitario pretende es reconstruir la peripecia y la producción de un autor que, además de escritor casi secreto y clandestino de la generación de la guerra civil, fue amigo de su único pariente vivo, ese tío Manuel que lleva una vida en la que languidece melancólicamente. Minaya cuenta con pocos datos y sólo las conversaciones con su pariente y la consulta de documentos manuscritos habrán de permitirle lo que es una reconstrucción tentativa, fragmentaria, la composición de un rompecabezas escaso. No es ésta un metáfora de la investigación y de la pesquisa académica: es literalmente lo que le ocurre. Poco se sabe de la vida del escritor y esas pocas cosas que se saben están envueltas por un halo militante, heroico y mítico, investidas por el valor legendario que encumbra una proeza malograda en la España de Franco. Sabe que el poeta tuvo una intervención activa en la guerra civil, sabe que publicó algunos poemas en revistas de entonces (Hora de España y El mono azul, entre otras) y sabe que el fin de la contienda le llevó a la cárcel. Una muerte como última gesta heroica habría consumado trágicamente destinos, su compromiso y su adhesión al Partido.

            Es decir, esos datos agigantan la trayectoria y la sombra de un personaje evanescente, injustamente olvidado, uno de aquellos creadores que habrían sido víctimas de la inquina política y de la fatalidad, de un franquismo inmisericorde, de la venganza y del silencio. Sin embargo, todo o casi todo es mentira,  y sólo es –como advertiremos al final— una imaginativa impostura urdida por ese presunto héroe, decrépito y tullido, fantasioso y malogrado, que escribe esas presuntas memorias tituladas Beatus ille y que las hace llegar al incauto joven que cree hacer un descubrimiento. Pero la revelación del avatar apócrifo –insisto: la anagnórisis-- no será una estafa ni un fraude propiamente y la experiencia de esos tres meses de investigación, de enero a marzo de 1969, será una lección de madurez y de autoanálisis, permitiéndole el acceso a la vida adulta, ese momento que se da en toda existencia y que nos hace rebasar la línea de sombra, cuando dejamos atrás la adolescencia. El principio y el final de la novela coinciden: es la marcha de Minaya hacia un Madrid que es origen y es promesa, hacia ese Madrid ajeno y distante que lo libra de un pasado que no parece cesar. Por tanto, lo que en la narración leemos es un avatar de tres meses contado con una analepsis que incluye la propia lectura del manuscrito. Con la agnición folletinesca, el héroe o la heroína vuelven donde debían, a esa cuna principesca en la que nacieron y que ignoraban. En la novela de Muñoz Molina, tal eventualidad no es posible: nunca hubo cuna principesca ni unos progenitores nobles pero arruinados ni unos padres impostores. O, tal vez, sí, tal vez, esos mismos recursos folletinescos cobrarán una dimensión explícitamente irónica en su obra para presentar a los nuevos menesterosos que se arrancan el lastre de la fatalidad y del origen.

            Minaya regresará a Madrid, a ese Madrid de 1969 que había abandonado huyendo de la policía armada, de aquellos temibles grises que a caballo y con cachiporra daban vergajazos, apaleaban y capturaban estudiantes en el campus universitario. Ahora, ese Madrid puede ser su tierra de promisión. ¿Por qué razón? Porque su retorno es el de alguien maduro, más sabio, el de alguien que ya no es menesteroso ni desheredado, pues recoge un patrimonio familiar que no esperaba, el de su tío Manuel que convalece y muere, aquel que le ha acogido en su casa de Mágina durante esos meses de investigación y de pesquisa. Su regreso es, en efecto,  el de alguien que aún aspira a lograr un cachito de felicidad, a hacer de su vida algo propio, sin derrotas graves ni cobardías culpables, el de alguien que aún aspira al amor. "Márchese ahora, y llévese a Inés con usted", le dice Solana: llévese a esa muchacha que nunca tuvo padre, que atiende en casa de Manuel, y que ahora, al final, descubrimos sobrina del poeta malogrado, ese amor que a Minaya se le ha revelado en Mágina, en el palacio de su tío; llévese a una mujer de dieciocho años que es exaltación y celebración de la carne, aprecio por la vida; llévese a una Inés con la que podrá compartir y saciar su apetito de libros y de saber, esa Inés que pese a ser hospiciana logró auparse y hacer de la cultura su acicate y su tesoro particulares, sin verse por ello obligada a renunciar a su propia existencia; llévese, en fin, a esa Inés que fertilizó su imaginación con La cartuja de Parma y con La isla misteriosa, con la furia de sus personajes decididos y algo avenados, obsesionados por su meta y aquejados de afán.

 

Pretéritos imperfectos

¿Qué descubrimos con esta novela, que parece hacer suyos los recursos de la historia, de la investigación biográfica y de la evocación autobiográfica? Lo primero que nos llama la atención como lectores son, en efecto, sus personajes. Jacinto Solana y los otros seres que pueblan este relato fracturado son redondos –en el sentido que le diera E.M. Forster a esta expresión--, necesitan un caudal de palabras para aceptarse o engañarse y, por tanto, no consienten el resumen y frustran, como decíamos antes, la síntesis; son complejos y están abatidos unos u otros por la fatalidad, el amor trágico, la guerra civil, la represión franquista y la literatura, como males incurables de los que no es fácil sanar. Dentro de este universo pesimista que parece ser el de una derrota y el de una mentira urdida para tapar cobardías y fracasos hay atisbos optimistas: son, sobre todo, los que corresponden a los personajes jóvenes, a aquellos que, en efecto, aún no son promesas malogradas. Los viejos están desaparecidos hace tiempo (Mariana, el antiguo amor de Manuel y del propio Solana), están doblegados por una enfermedad crónica que finalmente les lleva a la muerte (Manuel) o por una invalidez o una inmovilidad que son males físicos y morales (Solana), víctimas de un tiempo que los derrumbó (la guerra, etcétera) y de una pequeña ciudad que los ahogó. Por el contrario, los jóvenes, Minaya e Inés, son carne fresca aún no corrompida, tienen un amor perdurable y un mejor porvenir material: el azar les provee de futuro y cuentan para gozarlo con una ciudad grande, Madrid, la misma ciudad a la que aspiraron Jacinto y Manuel cuando eran jóvenes y querían abandonar Mágina. Mágina tiene resonancias efectivamente mágicas, su bello y rotundo nombre parece contener el misterio, pero alberga también la corrupción, pues es la urbe del tiempo estancado, remansado, remoto y dudoso. Minaya ha viajado a la población de sus ancestros y regresa de ella, regresa a Madrid, cierto,  pero cargado con esa valija que es su propio pasado, reconciliado con un pretérito imperfecto (no hay héroes); regresa, en fin, como los aventureros antiguos, cansado pero maduro, sabio y dispuesto a buscar la felicidad.

¿Y qué decir de su nombre, de ese Minaya al que el narrador amputa el nombre propio? En Muñoz Molina los nombres de los personajes no son irrelevantes o simplemente azarosos o arbitrarios y suelen tener consecuencias deliberadas al condensar rasgos o atributos morales del carácter. En el primer libro del autor, en El Robinson urbano, el narrador que hablaba y que aludía a otros conciudadanos no tenía nombre: es, cierto, una instancia propiamente narradora, pero es también una posibilidad que está por hacerse, por actualizarse. En el Diario del Nautilus, el segundo volumen de Muñoz Molina, el cronista se identifica una y otra vez con Nemo, con nadie, pues, dándose la promesa de emboscar la identidad, incluso de rehacerla sin la pertenencia de ese designador rígido que es nuestro nombre de pila. Las identidades con que nos representamos son narraciones variables, mudables, a las que engañosamente damos apariencia estable. En Beatus ille, su tercer libro, al personaje principal, aquel que desencadena la acción, sólo se le llama Minaya, como al Larsen de Juan Carlos Onetti, pero también como a esa Inés que es promesa y que es redención. ¿De dónde procede Minaya? Todo comenzó con el regreso a Mágina de un indiano que hizo fortuna y que adoptó el perfil y la apostura del rico hacendado, alguien que habiendo empezado de la nada logró tapar su miseria original con una riqueza deslumbrante y fabulosa. Apolonio Santos se llamaba y murió en 1900, dejando dos descendientes, de quienes arrancan las dos ramas de ese tronco común al que pertenecen Minaya y su tío. Los hijos del indiano fueron los hermanos Manuel y Cristina Santos.

El primero contraería matrimonio con una dama de la buena sociedad, doña Elvira Crivelli, arrogante señora, muy pagada de sí misma. Con esa boda, Manuel Santos prolongaba el estatus recién adquirido y ensanchaba el prestigio político de la familia. La segunda se casaría con José Emilio Minaya, poeta pobre y escribiente de fabulosa imaginación. Un administrativo, en fin. Por ese amor alocado, insensato, Cristina Santos aceptó ser desheredada. La siguiente generación es ya la del padre y el tío de Minaya. El primero será un tipo fantasioso, emprendedor, con ideas audaces y poco centradas, un tipo de un dinamismo agotador, entusiasta y fracasado que vivirá con rencor irrestañable su condición desheredada y la frustración tenaz de todos sus sueños. El tío de Minaya, aquel que le acoge en Mágina durante su investigación doctoral, será bien distinto. Manuel Santos Crivelli no rechazará el destino que su familia le imponga para prolongar el buen nombre del linaje. Sin embargo, dos actos le redimirán y le agigantarán más allá de la mansedumbre, de las cobardías y de las mil y una claudicaciones familiares hechas ante su madre. El primero tiene que ver con la amistad. En efecto, para gran disgusto de doña Elvira, aceptará desde la infancia tener por compañero a Jacinto Solana, un coetáneo suyo, pobre, campesino, menesteroso y luego comunista, un temprano lector, un voraz devorador de libros, aquel que haría de la cultura la promesa de su propia redención y de la poesía su horizonte.

El segundo acto se refiere al amor. Para asco y desolación de su madre, Manuel se propondrá amar a Mariana, esa mujer libre y enigmática, una modelo artística que Manuel conoció gracias a Jacinto Solana. Fueron tantas la pesadumbre y la irritación de la futura suegra, que esa Mariana habrá de morir víctima de doña Elvira. Mariana es cifra y es misterio, y por eso su nombre resuena sin apellido, un misterio que agranda su muerte temprana. De ella sólo quedan vestigios mudos: alguna foto, algún cuadro y alguna obra escultórica que la encarna, una representación en la que el referente se adhiere sin contexto y sin leyenda, sin palabras que aclaren su enigma. Hay páginas y páginas en Beatus ille en las que el narrador emprende un proceso de écfrasis, un intento de captar con palabras lo que fue representación icónica, añadiendo, pues, ese contexto o leyenda que aclare, que dé significado a lo que es cifra y misterio.

Instigado por doña Elvira, aquejada como estaba por un odio inextinguible hacia aquella mujer que engatusó a su hijo y que se revolcó con Solana, el crimen lo comete un oscuro amigo de la familia, aprovechando el marasmo de la guerra y las balas perdidas: "Mire con quién va a casarse mi hijo --le dice a Utrera, escultor procesional, espía y finalmente asesino--. Lleva una hora así, revolcándose como una perra con el otro, con su mejor amigo". Eugenio Utrera es el responsable material del crimen y doña Elvira su autora intelectual. Doña Elvira sobrevivirá recluida silenciosa y orgullosamente en una decadencia inacabable, como una vieja dama aristocrática que se vanagloria de su origen y de su distinción, ajena al tráfago de Mágina y ausente de un mundo que la desmiente. Utrera vivirá en la misma casa, en el palacio de los Santos, acogido por un Manuel que ignora quién mató a Mariana, y sobrevivirá rencorosamente recordando los encargos procesionales que esculpió y que tanta celebridad provincial le procuraron en la inmediata posguerra. El narrador nos presenta al escultor como un tipo odioso que ahoga su culpa en alcohol. Eugenio Utrera es un artista fracasado, el artista fracasado, alguien que vivió un esplendor falso y que ahora admite paso a paso, página a página, la frustración de su existencia  y el deterioro de su arte, el secreto que lo corroe. Él quiere atribuir su menguado éxito actual a la insidia de las circunstancias, pero poco a poco advertiremos que tiene el fracaso que se merece, que ha hecho de su vida de creación una tarea subordinada y de rutinas perezosas, afincado en la pequeña ciudad, satisfecho con la gloria provincial.  

Minaya no tiene nombre, insisto: le pasa como a esos personajes de Onetti a los que sólo conocemos por el apellido; de Mariana sólo sabemos parte de su identidad; y aunque a Inés se le dieron los apellidos maternos, no tiene el correspondiente a su padre, es, pues, hospiciana. Son o fueron nombres en blanco, las promesas, rotas o aún vigentes, de una vida que carecía de raíces y que está o estaba por hacerse. Llamar al personaje principal Minaya es obra de Muñoz Molina, claro, pero es también tarea del narrador de la novela, y es un modo de hacer recaer sobre él la herencia y la maldición de una familia condenada, al modo de los viejos folletines, la maldición de aquel abuelo que quiso ser poeta fantasioso y que no pasó de escribiente pobre. Justamente por eso, un Minaya infante no se resignará a ese oscuro sino y como tantos y tantos niños que reprochan a sus padres no ser lo que ellos esperaban llegaría a fantasear con una hechura propia, con una novela familiar. Según el sentido que Freud le diera a esta expresión, la novela familiar es aquella fantasía que tienen algunos jovencitos que se suponen hijos de otro padre distinto del que les acompaña. Un Minaya niño pensaba que ese "hombre triste que se dormía cada noche en la mesa después de hacer cuentas interminables en los márgenes del periódico", ese impostor, sería reemplazado por el auténtico; un padre que regresaría después de un largo viaje para devolverlo "a su verdadera vida y a la dignidad de su nombre".

Es ésa una fantasía reparadora, al modo de la revelación de Sue, una triste consolación que ciertos niños se dan o que todos nos damos alguna vez para compensar la frustración que es siempre el padre, nuestro padre. Sin embargo, esa fantasía infantil, que hallamos al principio de la novela de Muñoz Molina, cuando se nos relatan los sentimientos que tuvo cuando niño, ya no es posible al final del relato, justamente lo contrario de lo que le acaece a Fleur de Marie. Las circunstancias ayudan, desde luego, el crecimiento y las heridas con las que hay que acarrear en nuestra vida de adultos. Pero le auxilian también la madurez y el propio autoanálisis, esa línea de sombra que, ahora sí, ha rebasado y que lo acerca a la responsabilidad y al contento de la finitud. Los padres han muerto, el tío enfermo también, incapaz su corazón de soportar la dicha y la conmoción que le produce sorprender a Minaya y a Inés entregados al deleite de la carne en el mismo lugar que fue su lecho nupcial. Minaya ha crecido y ya no precisa rehacer su vida familiar con la fantasía de una novela freudiana: su apellido ya no es sólo condensación de un linaje y de sus filiaciones, de sus parentescos y de sus pertenencias, de los errores y lastres de sus antepasados, sino también un apellido al que dar nombre ahora, al que el propio personaje puede dar nombre en un acto de soberanía futura, en ese Madrid de promisión y de amor con Inés.

 

            ¿Una novela de la Transición?

            ¿Qué aspectos y motivos de esta novela merecen destacarse? Además de una prosa poética frecuente, esa sonoridad y connotación que hay en tantas de su páginas, para el historiador que lee esta narración lo sustantivo es la idea del pasado al que regresamos y que podríamos remendar con trozos nuevos, con retales o con significados distintos. Rehacer la vida pretérita es una operación de la imaginación, claro, y se empareja con la ficción, cosa que sucede en este relato y, por tanto, constituye un acto de metaanálisis. Recomponer la existencia pasada puede ser el ejemplo de una impotencia que impide vivir propiamente, puede ser síntoma de un fracaso y de una derrota, pero cuando esa mentira está bien urdida se alcanza la meta artística, se logra un efecto estético, se consigue hacer con la palabra lo que las cobardías y los azares que llamamos fatalidad nos impiden. Por tanto, si lo que se está es rehaciendo una vida de poeta, si lo que se está es contando, narrando literariamente una vida propia que no fue, la invención es un éxito de la imaginación y lo que no fuimos –ese escritor dotado-- acaba siendo, acaba confirmándose y consumándose de alguna manera. El escritor fracasado que fue Solana es a la postre el autor de sí mismo y su obra es la invención de su propia existencia auxiliándose de la palabra. Pero hay más. Si quien estimuló de modo involuntario esta mentira acaba descubriendo el fraude, esa impostura del poeta, la enseñanza es indeleble y le alecciona sobre el poder de la ficción, sobre el poder de la imaginación creadora, justamente aquello que le fascinó de quien no sabía que era un memorialista apócrifo.

            Pero hay más hechos particulares de la novela de los que extraer consecuencias. Son enseñanzas muy juiciosas sobre la vida, sobre la vida española de la transición democrática, y son datos muy interesantes que se reiteran en relatos posteriores de Muñoz Molina, aunque con otros personajes,  bajo otras circunstancias y con resultados distintos. En primer lugar, en esta novela cobra especial relevancia la idea misma de narración, el poder creador del relato, un relato en el que convenimos y que, por eso mismo, tiene distintas posibilidades. Las memorias de Jacinto Solana son creación pura, invención deliberada, añadido a lo que la vida no es o no fue, algo que se da a lo que la existencia nos niega y que para ser verosímil toma cosas sucedidas. "Es cierto --confiesa Solana--: yo no he podido inventarlo todo, y otras voces que no eran siempre la mía lo han guiado a usted. Yo no inventé la muerte de Mariana en el palomar ni la culpa de Utrera", ese artista mediocre que ejecuta el crimen instigado por doña Elvira. En cambio, la narración en que se cuenta propiamente la peripecia de Minaya en Mágina es o quiere ser un relato verdadero (que finge serlo para nosotros sus destinatarios, dentro, claro, de una estructura verbal en prosa que es ficción): por ejemplo, Solana narra desde una primera persona que no sabremos a quién pertenece hasta el final mismo de la peripecia y su sobrina Inés es la fuente privilegiada de la que se sirve para obtener la información que necesita. Pero hay cosas que no ve o que no consigue saber por Inés. Entonces, Solana añade, completa, imagina y redondea. "Puedo, si quiero, imaginarlo todo para mí solo", dice del Minaya que se apresta a regresar a Madrid. "Puedo imaginar o contar lo que ha sucedido y aun dirigir sus pasos, los de Inés y los suyos, camino del encuentro y del reconocimiento en el andén vacío, como si en este instante los inventara", dice de los dos amantes que se reencontrarán en la estación que los llevará a Madrid. "Veo a Minaya, lo inmovilizo, lo imagino, le impongo minuciosos gestos de espera y de soledad", vuelve a decir de él cuando aguarda en la estación dispuesto a abandonar Mágina. "Quiero que sepa que lo estoy imaginando y escuche mi voz como el latido de su propia sangre y de su conciencia, que cuando vea a Inés parada bajo el gran reloj amarillo tarde un instante en comprender que no es otro espejismo erigido por su deseo y su desesperación". 

            Esto es, Solana tiene el poder de narrar porque cuenta con información y con fuentes, con un testimonio que es versión y relato, tiene el poder de adjuntar lo que no sabe exactamente porque cuenta con una imaginación que añade verosímilmente lo que es probable que suceda. Es decir, además de la impostura, de la estricta falsedad, Solana es dueño de su capacidad para pensar lo posible y lo probable, para completar sensatamente lo que no está en disposición de saber o de comprobar. Con ello ejecuta un acto soberano, el de la imaginación, ese poder que va más allá de lo estrictamente documentado y que nos hace adentrarnos en el pasado como si éste fuera porvenir, hecho no acaecido; con ello despliega una actividad propiamente humana: la capacidad de los seres humanos de anticipar o de completar lo que su limitación les impide conocer gracias a su experiencia o gracias a la analogías que aventuran en la situaciones que no ven o que viéndolas no saben su significado. En la novela, y de manera frecuente, regresa el tema de la mirada, que es tan decisivo en Muñoz Molina, esos ojos creadores que al percibir dotan de sentido, como se aprecia en El Robinson urbano y en el Diario del Nautilus. Hay, por ejemplo, el niño que era Minaya y que miraba el palacio inaccesible de su tío Manuel "imaginando lo que habría detrás". Con frecuencia, la información no satisface las demandas que nos hacemos, sino que, por el contrario, multiplica los enigmas: podemos ver ciertas cosas, pero esas cosas que podemos mirar no revelan su cifra y es entonces cuando la mirada se alía con la imaginación para así completar o conjeturar aquello que hay detrás, aquello que lo que vemos no nos deja ver.  Por eso, la vida nunca puede ser aclarada del todo y hay en ella misterio, oscuridad, un límite indescifrable y un estímulo para la imaginación creadora o para la deriva de una ficción desbordada.

            Hay otros aspectos en la novela de gran interés para cualquier lector y, en especial para el historiador, y que son desarrollo de lo dicho. Nos referimos a las presuntas simetrías de tiempo, de nuestra historia, y de caracteres, de nuestros antepasados, simetrías que son obra de nuestra imaginación: qué aprender de esas coincidencias que intuimos o de esas analogías que advertimos o que nuestra mirada cree advertir; qué oponer a sus efectos para no repetir sus males y daños, esas circunstancias que sospechamos idénticas o semejantes y en las que estaríamos en disposición de repetir conductas o errores. Entre el poeta malogrado Jacinto Solana, derrotado por la guerra, y el estudiante del tardofranquismo Minaya, huido del franquismo madrileño, hay evidentes paralelismos. Ambos tienen, por ejemplo, padres a los que no acaban de conocer, gentes de otra generación a las que no es fácil comprender y de las que hay que escapar para emprender otro curso de vida. Son padres contumaces o dinámicos, enemistados con el mundo por el maltrato que a su juicio ese mundo les inflige, negociantes insensatos (como el progenitor de Minaya) o trabajadores alocadamente obstinados en una pequeña huerta (como fue el caso de Justo Solana). Son padres incapaces de atender al hijo, de escucharlo, de aceptarlo, un hijo lleno de miedos que le llegan del pasado, un hijo que fantasea con el viaje, con la idea o la quimera de irse, de abandonar el encierro o la fatalidad, ese determinismo español, el destino de ser hortelano o la desgracia de haber sido desheredado desde varias generaciones atrás. Hay en Minaya el riesgo de reiterar odiosamente esos azares que hicieron fracasar a Solana y hay el peligro de una inconsciente, de una fatal compulsión a la repetición, amenaza que puede verse como individual y como colectiva: la propia de aquellos españoles que debieron enfrentar la transición democrática contrariando las previsiones y el destino, yendo más allá de la historia y del ominoso pasado que les puede devorar, españoles que debieron echar al olvido parte de esa historia para poder procurarse un futuro, como apuntara Santos Juliá.

            Minaya y Solana son hombres de letras, pero en Jacinto la literatura es un reparador de ese pasado desastroso; en Minaya, por el contrario, la cultura o la escritura no son ya un tóxico que le impida vivir. Minaya no tiene por qué apostar por la ficción como refugio. Ahora bien, ese logro personal y esa provisión de un futuro no son sólo tareas propias o exclusivas de él: son resultado de la ayuda que le presta esa generación anterior, el propio poeta apócrifo, esos españoles derrotados que debieron repensar –incluso inventar-- su pasado para sobrevivir dignamente; y son también producto del auxilio que le presta Inés, la hospiciana, la joven sin ataduras, sin apellido, sin arraigo, esa joven con quien podrá emprender una existencia común en un Madrid que no será ya la ciudad del franquismo, sino la promesa de un porvenir que está aún por hacerse. La literatura puede tapar la vida, negarla, estropearla o solaparse sobre ella ocultando nuestras cobardías. Podemos tomarla como un narcótico que nos permita fantasear, renunciando a ese entorno externo siempre decepcionante que es límite y que nos niega. Si la literatura sólo fuera eso, nos aquejaría una patología grave, un escape o una venda.

            Pero la imaginación y la dicha no están reñidas, no tienen por qué estar reñidas ni oponerse: no haga como yo –viene a decirle Jacinto Solana a un Minaya que regresa a Madrid--; no se permita reproducir lo que yo fui, un fracasado, un desertor que sólo se redimió inventando su propia biografía consoladora, esa identidad llena de retoques favorecedores que completan y mejoran lo que no me atreví a ser. Viva y sálvese: no todo es espejismo ni impostura. La creación literaria nos agranda, amplía los límites siempre estrechos de la vida, de la propia vida, de esa existencia alicorta que es siempre la nuestra. La creación sirve no sólo para imaginar aquello que no ha sucedido y que nos hemos perdido, que nunca se materializó, sino también para dar nuevo significado a las cosas que nos acaecen, para revestirlas de otro modo. La creación nos permite incluso componer con trazos nuevos e inauditos ese pasado del que no conseguimos desembarazarnos, ese pretérito imperfecto que acarreamos como un lastre y que es la valija propia y heredada de nuestros mayores. Pero no haga como yo –parece decirle Solana--, tullido, inválido, auxiliado sólo por mi imaginación; no haga como Manuel, decadente y enfermo crónico, incapaz de rehacer su vida malograda que el crimen y el azar le infligieron; no haga como su padre, un pobre diablo, fantasioso e inútilmente obstinado, ignorante de sus propios límites, condenado, desheredado; no haga, en fin, como la generación de sus mayores, que se arruinó política y moralmente. No se quede aquí: que la maldición de su linaje no le impida vivir, que la España fracasada no le impida crecer, que la cultura no le impida salir, acéptese y acepte esa chiripa que es una herencia no prevista y un amor carnal; tome decisiones con coraje, emprenda su camino y no se deje confundir por la histórica o literaria propensión al desastre y por el narcótico dulce de la ficción o del pasado que no cesa.

La idea de pasado, de que hay un pasado al que uno siempre se debe y que le  libra de sí mismo, de que hay una derrota o un patrimonio del que ser celoso guardián, de que hay unas pertenencias de las que no podemos desprendernos, es un fardo que Minaya no está dispuesto a cargar. Precisamente, gracias a la impostura creativa del propio Solana. No tengo existencia alternativa –parece decirse  Minaya--, no tengo otro mundo al que acceder: sólo dispongo de esta vida ordinaria, contingente y finita, abocada a la muerte, y en ella resuelvo mi destino personal. El único dato cierto con que cuento soy yo mismo, cada uno de nosotros, hechos de pasado, cierto, pero también de un porvenir que es aún expectativa, esta materia de carne y huesos que aspiramos a modelar en este tiempo escaso, exiguo, que el azar nos concede, esta materia que quiero hacer mía, sin deudas, sin dependencias irrevocables. Nuestra vida puede ser una audacia, un ejercicio de composición exigente, de elaboración, un modo de tallarnos y de dar forma a lo que era potencial, una manera de mejorarnos, el cultivo del genio modesto y de la creación singular. Quien es rigurosamente fiel a lo que sus antepasados hicieron, quien es respetuoso con lo que sus mayores alcanzaron, quien no puede auparse por encima de las derrotas de sus antecesores, se agosta sin hacer nada nuevo, sin dejar huella de sí al tomarse como mero receptor o guardián de lo que hay. Por tanto, la vida, el hecho simple pero decisivo que significa vivir, nos aleja de ese pasado de pertenencias al que estaríamos indefectiblemente abocados.

Si esto es así, ¿cómo enfrentar la herencia de mis mayores, lo que hicieron, lo que no hicieron y lo que creyeron hacer? ¿Cómo ajustar cuentas con el pasado? ¿Para qué serviría hoy la historia? La invocación de ese pasado heroico que urde Solana le servía, en principio, a Minaya para el reconocimiento, para la identificación que apacigua y que nos exonera de nosotros mismos, que nos libra de este destino corto y de esta miseria cotidiana. Le servía como expresión de la fatalidad, de la tragedia y del determinismo. Pero la vida de cada uno no suele tener la grandeza fatal de la tragedia, sino sólo la miseria cotidiana de lo imperfecto y fracturado, ese presente ordinario del que hacerse cargo. La genial impostura creativa de Solana le permite a Minaya localizar a los suyos, o eso creía, aquellos con los que cree compartir filiación, linaje: un parapeto o defensa contra las ofensas potenciales y reales del hoy, una contención errónea contra esa muerte insidiosa que a todos acecha. Sin embargo, descubierta la impostura y aprendida la lección del propio Solana, el pasado y el presente se revelan como abiertos e inestables. Más que para el reconocimiento fatal de lo que nos precede, esas presuntas ataduras que no conseguiríamos desanudar, la investigación incluso errónea de Minaya le servirá para el conocimiento propio, para explorar lo que es deuda o lo que es logro, la casualidad que es siempre estar aquí. En nuestras vidas no hay necesidad ni misión y sólo una suma de azares nos han hecho: por tanto no hay fardos que estemos obligados a acarrear ni dependencias milenarias que debamos reconocer y que nos libren de ese ser circunstancial que es cada uno de nosotros.

Como el Bernardo Soares, también Solana ha demostrado una gran incompetencia para vivir. Pero a diferencia del semiheterónimo de Pessoa --que no se salva ni lo espera con su diario hecho de fragmentos--, sus memorias apócrifas son una suerte de redención involuntaria y al escribirlas nos hace comprender dos cosas que no son magra lección: la narración como exploración de la identidad, pero también la falta de necesidad de nuestras vidas, lo azaroso de la existencia, los límites que no lograremos rebasar, las restricciones que antes y después permanecerán. Hay cosas que no conseguiremos eliminar, y hay cosas que sólo son fenómeno histórico y contingente que podrá desaparecer. Esos que llamamos nuestros  antepasados, heroicos o acobardados, lo son desde luego y sobre ellos nos interrogamos, pero sobre dicho lastre se nos permitirá pronunciarnos o incluso oponernos, entre otras razones porque de ellos nos separa un abismo de sentido, formas distintas de nombrar, de hablar, de pensar, de amar, de trabajar. Como el propio Solana dice, si Minaya se empeña en observar lo que le ata a ellos, lo que le identifica a ellos, acabará creyendo que también aquéllos tuvieron un destino irrevocable, una identidad fija, transparente y accesible, acabará creyendo que también él posee perfiles y un modo estable y claro de estar en el mundo, como aquella desdichada Fleur de Marie, que se redime gracias al pasado. Pero Minaya, ustedes y yo, quienes madurábamos cuando acababa el franquismo, cuando cometíamos la audacia de emprender la democracia, hemos cambiado y no nos reconocemos en aquellos que fuimos, una gavilla de promesas o un repertorio de porvenires posibles, de derrotas y de fortuna. Si a cada uno nos cuesta reconocernos en quienes fuimos o creímos ser tiempo atrás, ¿cómo vamos a tipificar a unos antepasados a partir de una identidad fija que yo mismo soy incapaz de darme o que no logro hallar? 

La historia nos permite regresar para averiguar cómo hicieron sus vidas esos que llamamos nuestros antepasados, cómo variaron sus opciones día a día y cómo hicieron frente a sus incertidumbres, tan frágiles como nosotros, tan ignorantes como nosotros; pero a ese modo de operar lo denominamos conocimiento, no reconocimiento. Entre ellos y yo, podría decir Minaya en ese espacio vacío que es el tiempo  futuro, extratextual, del que nada sabemos, sólo hay un parecido de familia; entre ellos y yo no hay espejo ni necesidad, ni atadura ni pertenencia que el porvenir o la muerte misma no acaben por fracturar.  Por eso, como concluía Giorgio Agamben en un pasaje de Idea de la prosa, “en la vida hay algo que queda sin ser vivido, al igual que en cada palabra hay algo que permanece inexpresado. El carácter es la oscura potencia que se erige en guardián de esta vida no saboreada: tercamente vigila aquello que nunca ha sido y, sin que tú lo quieras, marca sobre tu rostro su huella. Por ello el niño recién nacido da la sensación de que se parece ya al adulto: en realidad no existe nada igual entre los dos rostros, a no ser aquello que tanto en el segundo como en el primero no ha sido vivido”.

 

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*  Este ensayo se ha beneficiado del escrutinio al que lo sometió Anaclet Pons. Asimismo, me han sido utilísimos los juiciosos comentarios que amablemente me formularon Eduardo Novo y Carmen García Monerris, que  leyeron este ensayo en su segunda versión. La que ahora presento es su tercera reescritura, que ha sido examinada por Encarna García Monerris.