Publicado en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, núm. 8 (2002).             

 

Pasados  posibles.

Memoria, ficción y vida en Antonio Muñoz Molina

 

Justo Serna

Memorias

Desde mediados de los ochenta, cada vez que Antonio Muñoz Molina publica una nueva obra, el interés de sus numerosos lectores se despierta y se multiplica. Cuando irrumpe en el mercado editorial, sus muchos destinatarios hallan en el nuevo volumen una voz que perdura, un estilo que continúa, un dominio verbal que persiste, una similar motivación histórica, moral y personal que hermana a un libro con otro, a una ficción con la anterior. Pero lo que principalmente encuentran en sus novelas es prosa, existencia y pasado, la tarea de exhumar el tiempo pretérito para enfrentar la vida, la tarea de nombrar las cosas para dar sentido a lo que aconteció a alguien y para acometer un cierto porvenir. El escritor Antonio Muñoz Molina se vale de la palabra para condensar y rehacer el recuerdo personal y múltiple de una o de varias generaciones, un recuerdo que, sin embargo, es simultáneamente creador y fiel, exhaustivo  y fragmentario, necesario y dudoso. Lo que los lectores hallan en su prosa es, en fin, la persistencia de un pasado, un pasado que no cesa y que fundamenta, condiciona o amputa a los jóvenes que se proponen ahora recrear el mundo.

En principio, la memoria es una facultad individual, una función de nuestro aparato psíquico; pero es también el recuerdo mismo, la evocación concreta. Crecemos, maduramos, envejecemos y nuestra vida se adensa, se satura con recuerdos de circunstancias, de acontecimientos: en nuestro interior se agolpan y se yuxtaponen evocaciones que se alojan al margen de la importancia que a esos hechos recordados les demos, al margen de la relevancia histórica o personal. Hay cosas que nos dejan indiferentes y que, por razones que ignoramos, persisten en nuestro fuero interno, lascas o minucias del pasado que perseveran en nuestro interior. Pero hay, además, otras cosas que jamás nos han sucedido, fantasías de hechos no ocurridos, laceraciones de las que creemos haber sido víctimas, audacias que nos atribuimos, quimeras o actos inexistentes que, sin embargo, --permítasenos esta metáfora espacial-- se depositan en nuestra psique, ocupando un lugar, desplazando incluso el recuerdo de hechos verdaderamente acaecidos. Es decir, en el ejercicio de la memoria se da la evocación de acontecimientos reales y de los que hemos sido protagonistas o testigos; se da también el recuerdo de episodios menores que, por algún azar asombroso, los retenemos sin que haya circunstancia especial que lo justifique; se da, en fin, la rememoración de hechos no sucedidos, de hechos que no nos han ocurrido, y que, por alguna suerte de prodigio o de delirio, de mentira piadosa o de herida irrestañable y dudosa, los tomamos como ciertos, hasta el punto de tener de ellos una imagen vívida, literal. 

La memoria no es un atributo secundario: es nuestra principal cualidad. Después de la muerte, lo peor que nos puede suceder es justamente perder la memoria, olvidarnos de nosotros mismos, que es la forma de eliminar una identidad. Identidad es eso, lo que es igual a sí mismo, lo que perdura por encima o por debajo de lo diferente. Recordar es sobre todo recordarnos e ir añadiendo uno tras otro los hechos que nos constituyen y que son jirones de nosotros mismos, restos de carne y de piel, trozos adheridos. Ahora bien, la memoria no es una facultad que tenga por meta lo cierto; la memoria es una función desigual y engañosa que lleva a cabo operaciones muy poco fiables, incluso contrarias a la verdad; la memoria es relato, una narración en la que se encajan y en la que se hacen congruentes hechos, circunstancias, episodios; pero la memoria es sobre todo un sentido de las cosas, el significado que otorgamos a lo que recordamos.

Olvidar no es una tragedia. De hecho, en el caso de que fuera posible, recordarlo todo aún sería peor. Cuando tropezamos con este hecho y con este argumento es costumbre citar el célebre apólogo de Borges. Permítaseme también incurrir en esta rutina. Funes el memorioso vivía en un eterno presente multitudinario de hechos populosos y antiguos que se le agolpaban impidiéndole pensar. El personaje de Borges era patético justamente por eso, porque no podía olvidar, que es lo más parecido al infierno, a ese espacio enorme, abarrotado, lleno de minucias y de detalles, repleto de abalorios inútiles de los que no podríamos desprendernos. Lo que es dramático, lo que es verdaderamente dramático, no es el olvido, sino perder el sentido que le damos a lo que nos ha sucedido, perder el sentido de lo que recordamos; lo verdaderamente doloroso es ignorar el sentido particular y general que cabe dispensarle a los hechos que han constituido o que creemos que han constituido nuestra identidad. Nuestra vida es un relato o, mejor aún, una sucesión no siempre ordenada ni congruente de relatos en los que nos narramos y nos explicamos, encajamos piezas con un significado. Pese a lo que se cree, el psicoanálisis no es sólo recordar lo que se había olvidado, no es sólo hacer regresar lo que estaba reprimido; el psicoanálisis es principalmente un ejercicio de resignificación, ese nuevo sentido con que me invisto para evitar que hechos dolorosos, que fantasmas persecutorios, que miserias antiguas, reales o fantaseadas, me sigan dañando; el psicoanálisis no es recordar, es recordar con sentido, incluso con un sentido distinto aquello que jamás habíamos olvidado.

Salvando las distancias, podríamos decir que una función similar tienen las evocaciones que emprenden los personajes ficticios de Muñoz Molina. Son, en efecto, caracteres doblegados por la vida o que se creen derrotados por el destino insidioso, pero el ejercicio de la narración rehace el significado de las cosas e incluso prolonga la vida añadiendo existencia y aventura, admitiendo corajes y cobardías allá en donde nada parecía haber. El relato saja y es un lenitivo, cobrando así una cualidad sanadora, un modesto  poder taumatúrgico; es el modo en que personajes desvalidos, taciturnos, heridos, menesterosos se dan una provisión de pasado que creían no tener o no haber merecido; y es en fin la tarea que precede a un futuro mejor, el trabajo de exploración y de análisis de unos individuos que aspiran a un porvenir menos persecutorio. Por eso, las mejores páginas de Muñoz Molina son recuerdos de esos personajes, relatos del pasado contradictorios y de difícil congruencia, diálogos faulknerianos en que los protagonistas vierten lo pretérito. Por eso, en las novelas del autor jiennense, la felicidad o la auténtica dicha parecen estar siempre después, en el espacio vacío que sigue al relato, en esa historia futura a la que algunos individuos se han hecho merecedores.

En la existencia corriente es más doloroso perder el significado global de lo poco o mucho que recordamos, el relato que nos da asiento y estabilidad, aunque sea dañino, que olvidar este o aquel hecho. Es decir, muchas veces preferimos vivir en la mentira, en el sentido engañoso de las cosas pasadas, que afrontar las verdades incoherentes y fragmentarias de nuestro ser. Por eso, en la vida ordinaria lo falaz no suele ser el fardo del que corajudamente nos desembarazamos; por eso, no nos aprestamos todos e inmediatamente a buscar la verdad. Deseamos antes una mentira coherente y estable que un verdad hecha añicos. Más que perseguir lo cierto, andamos tras lo congruente, aquello que hace consistente y duradera mi identidad, aquello que da estabilidad y sentido a mi biografía. Podemos vivir en la mentira, podemos crecer, madurar y morir envueltos en recuerdos engañosos, en recuerdos creadores o encubridores, y sin embargo no sentir fastidio, no sentir la doblez de nuestra vida. La idea de sucesión con que pensamos nuestra vida requiere un relato. Eso es lo capital, no lo que recordamos o el número de las cosas que recordamos. Si se me permite hacer una analogía, diría que el esfuerzo narrador que emprenden algunos personajes de Muñoz Molina va contra esta tendencia común, es decir, se proponen desestructurar el relato de memoria personal y colectiva que se han o les han dictado, las falacias, pero también las cómodas coherencias que les dan estabilidad al margen de la verdad. Hablamos de memoria colectiva, pero admitamos de una vez que las sociedades no recuerdan por la sencilla razón de que carecen de aparato psiquíco, por la mera razón de que carecen de cerebro rector. Sin embargo, hay personas diferentes, individuos distintos, que aceptan que tal cosa es posible, que podemos recordar colectivamente. Es una paradoja: decimos hacer memoria colectiva cuando los hechos que no nos pertenecen, que sólo pertenecieron o le pasaron a un tercero, los expresamos como propios, como si estuvieran alojados en nuestro interior en forma de recuerdo. Pero esto es algo más que una paradoja: es, de verdad, un proceso real.

Como somos objeto de socialización, de aculturación, como nos hacen crecer con recursos, hechos y legados del pasado que no son nuestros pero a los que se les da ese sentido de pertenencia y que son o forman parte del relato personal, nos apropiamos de una experiencia que no es la de cada uno. En efecto, nos hacen crecer con un relato o relatos de episodios y de significados que sólo otros vivieron y que los tomamos como particulares, como esa narración en la que he de incluir mi vida y mis reminiscencias. Así, recibo de mis mayores un legado de recuerdos que sólo a ellos pertenecieron, un mundo que es o fue el suyo y que es el cimiento de mis propias vivencias. Me guste o no ese hecho, me gusten o no las reminiscencias que se me han transmitido, ese pasado  me  constituye imaginariamente. Reparemos en el ejemplo generacional de un jovencito que se llamó Antonio Muñoz Molina, un ejemplo que pudo compartir con otros que, como él, eran hijos de quienes habían vivido la guerra civil y la posguerra, vástagos que crecieron con esos recuerdos prestados, con el miedo de una violencia que perduraba. Aprenderlo todo de esos mayores temerosos y derrotados y aprender a vivir por cuenta de uno mismo eran tareas a que estaban obligados unos muchachos que dejaban de ser niños cuando España abandonaba la autarquía y cuando la rebeldía juvenil llegaba de los Estados Unidos.

Para enfrentar la vida sólo cabía abnegación y sacrificio –decían esos mayores--; pero esos chavales también querían redimirse, a pesar de las dificultades que tenían para hacer compatible la deuda contraída con los padres y abuelos, su derrota y sus pánicos, sus mentiras, y su emancipación: esos mayores que rellenaron el interior de los hijos con historias propias y ajenas. Sin embargo, ese recuerdo con el que crecieron y que alguno creía exclusivo patrimonio familiar, resultó ser el relato común de muchos de sus contemporáneos, el pasado compartido con el que investían de sentido los hechos particulares que a ellos les acaecieron. Es decir, les habían llenado la cabeza no sólo de circunstancias a las que sus mayores les dieron algún significado, sino que habían rellenado su imaginación y su memoria con esquemas, con narraciones, con lecciones morales de los que ni siquiera ellos  eran autores. Por eso, cuando los adolescentes de entonces, de los años sesenta y setenta, quisieron abrirse y tomar las riendas de su propio mundo tenían que sacudirse un repertorio de significados asociados a hechos concretos que no eran suyos, que no pertenecían ni siquiera a los padres y que sólo eran  el relato previsible de un par de generaciones.

Descubrir eso, descubrir que en parte te han educado con estereotipos de los que los mayores sólo son transmisores o portavoces, es irritante y, a la vez, exalta. Irrita porque los ves como lo que son, canales o soportes de historias ajenas que te han depositado. Exalta, sobre todo a esa edad en que uno quiere desmentir a los padres, porque permite creer en que es posible rebasarlos, auparse por encima de su condición y ejercer sobre uno mismo su tutela, desprenderse de lo que cree que es una segunda piel o caparazón para hacerse así su propia idea de la psique y del mundo. Sin embargo, esa misma experiencia particular de cada uno le hizo descubrir pronto al jovencito que estaba dejando de serlo que eso que llamamos caparazón o segunda piel es inextricable. No se separa uno de lo que es patrimonio, incluso de estereotipos, y que recibe, por ejemplo, con el lenguaje. El lenguaje es sedimentación milenaria y los muertos hablan por nosotros, puesto que en el fondo no somos más que ecos de otros a los que no conocimos y la cultura se expresa por mediación nuestra y convierte también al adolescente rabioso en portavoz involuntario. Quizá fue ésa otra herida hecha al narcisismo del púber que estaba dejando de serlo. Uno advierte a partir de una cierta edad que su propio mundo es populoso y amplio, pero no porque haya acumulado experiencias, sino porque incorpora todos los mundos y los sentidos que lo preceden. Cuando creemos recordar cosas propias, en el fondo no hacemos más que repetir narraciones recientes o ancestrales que ahora adoptan otra forma u otra combinación y en nuestras reminiscencias resuenan todas las voces de quienes llegaron antes que nosotros.

Es entonces cuando advertimos que habla por nosotros eso que impropiamente llamamos memoria colectiva, ese patrimonio común de nuestros mayores del que yo sólo soy guardián que tutela y transmite. Es entonces cuando advertimos que nuestro interior es una polifonía constante, una interpelación de hablantes que nos usan, una conversación infinita de antepasados, de muertos, de espectros, incluso de seres inanimados y ficticios que hablan por mediación nuestra y que nos atan a la tierra. ¿Qué cabe entonces? La invención de uno mismo como hazaña de la libertad será meta, afán y promesa; y la huida física, desarraigarse, motivo constante de las obras de Muñoz Molina, porque esa evasión permite arrancarse a un destino propiamente terrenal, de apego a la tierra de los mayores, de servidumbre moral. Pero esa escapada, alimentada también por los mitos juveniles de la literatura, del arte, de la música, no podrá extirpar ese relleno popular con que fue educado el muchacho, el miedo y respeto a los mayores, el destino que recae sobre él y que le apesadumbra interiormente ¿Qué cabe entonces? ¿La renuncia, la resignada aceptación de este patrimonio que me esclaviza? Tal vez, lo mejor de las obras de Muñoz Molina sea la tarea ímproba que algunos de sus personajes se proponen y que consiste en lograr una síntesis imaginativa entre pasado y presente, entre  deuda y libertad, una mezcla de invención de uno mismo y de fidelidad hacia el dolor de los mayores, una aleación entre deseo y memoria. 

La madurez es ese tiempo en que advertimos todo lo que no hemos hecho, todo a lo que hemos renunciado, todo por lo que habiendo apostado terminó por frustrarse. ¿Cómo rehacer ese pasado cerrado de una vez para siempre? ¿Podemos corregirlo aún mezclando deseo y memoria? La primera novela de Muñoz Molina tenía un exergo (“mixing memory and desire”) que es instrucción de lectura e invariante, regla para interpretar esa obra y falsilla para toda sus ficciones. Se trata de una reflexión hecha invocando a un gran autor por un joven escritor que entonces contaba treinta años. El exergo que está en el frontispicio de esa novela es también una metarreflexión sobre el poder de la ficción y sobre los límites de la biografía y de la autobiografía, de lo que hay en la memoria que es invención y hechura imaginaria. Por eso, la cita literaria (“mixing memory and desire”) que le sirve de instrucción y de guía lectura es de T. S. Eliot, de ese Eliot que exalta y llora abril como el mes más cruel. Al tomar esta referencia de La tierra baldía, el novelista alude propiamente a la ficción, a la tapadera que es la ficción, a ese recurso con que alguien se embosca, con que el autor se encubre y se recrea y con la que nosotros mismos, los lectores, nos emboscamos.

 

            Ficciones

            Las primeras obras de Muñoz Molina (El Robinson urbano y Diario del Nautilus), publicadas a comienzos de los ochenta, fueron ensayos de observación, diarios sin fecha ni anotación circunstancial, en los que una voz narradora saturada de referencias cultas, hablaba del mundo próximo y lejano y lo hacía guiándose con la falsilla de sus múltiples lecturas, lo hacía nombrándolo, adjetivándolo, lo hacía auxiliándose con la complicidad póstuma o involuntaria de autores y de libros, y lo hacía, en fin, sirviéndose de metáforas literarias clásicas: la de Robinson Crusoe, el náufrago sedentario, y la de Nemo, el náufrago errante. El mundo es un lugar desconcertante, inhóspito incluso, un espacio de múltiples esquinas y recodos en el que nos aventuramos sin brújula, sin norte, sin dirección. O tal vez sí: quizá contemos con la ayuda de esas innumerables lecturas, defensas contra las ofensas de la vida, tutelas culturales con las que nombramos lo real. Para cuando Muñoz Molina empezó a publicar el ejemplo de Borges era fértil y canónico y su aventajado discípulo se apropiaba de su varia lección. ¿Es aceptable establecer esa vecindad entre Muñoz Molina y Borges?

            Aunque por supuesto no es la única ni probablemente la más evidente en un autor de tan densas y tan numerosas referencias culturales que se añaden, que se corrigen y que se solapan entre sí, en el novelista español hay una influencia copiosa, notable y antigua del escritor argentino. Todo indica que esta influencia se dio desde fecha temprana y que, como toda pasión juvenil, perdura; y todo indica que en Muñoz Molina hay un aprecio por los numerosos Borges que podemos identificar: el ensayista y el narrador; el poeta entregado a la imagen y a las enumeraciones, pero también el que hace de la economía lingüística su meta y su depuración; el lector repleto de referencias, el lector voraz, omnívoro, el literato intelectualista, culturalista, el autor irónico que hace guiños a un destinatario que también sabe, a un destinatario al que toma por aliado sabio y conmilitón; el vate ciego de evocación homérica que canta las gestas de los hombres porque cumple un destino; el humorista que se reconoce irreparablemente plagiario, que se repite y que se prodiga, que habla por otros, y que se divierte con paradojas torturando la lógica, la teología y la metafísica. Pero sobre todo, y para la hipótesis que ahora nos interesa, también hay en Muñoz Molina el Borges que juega con el tiempo, que conjetura, que imagina duplicaciones y argumentos numerosos, que se recrea en un infinito juego de azares, que sospecha una biblioteca ilimitada, que admite los varios porvenires que proliferan y se bifurcan. Borges se entregó habitualmente a estos juegos de azar y lo hizo frecuentando el género del cuento fantástico.

El lector que fue y es Antonio Muñoz Molina aprendió bien la lección de contingencia e hizo suya esa enseñanza: la de que el mundo no está hecho de una vez para siempre. Ahora bien, el escritor que Muñoz Molina lleva dentro lo expresó de otro modo, acogiéndose a otros géneros. El narrador español, salvo en algún relato corto (Nada del otro mundo), no ha cultivado la fantasía y se ha inclinado preferentemente por la novela y por un cierto tipo de realismo, por ese realismo que hace de la ilusión referencial su artificio, por ese realismo que parece darnos una recreación fiel, verosímil, ajustada, histórica de esos pasados que están en él. En las narraciones realistas de Muñoz Molina, como en los relatos fantásticos de Borges, hay azares, hay coincidencias a las que dar significado, hay identidades confusas o especulares, hay golpes de fortuna y ambigüedades insuperables, hay reconstrucciones que los propios personajes ensayan y de las que extraen perplejidad y conocimiento, saber, dolor y felicidad; en los relatos de Muñoz Molina hay semejanzas inquietantes o inadvertidas entre el ayer y el hoy, incluso duplicaciones, parciales repeticiones, aleaciones de hechos pretéritos y actuales a las que otorgar algún sentido. No hay una conexión causal determinante, el significado de las cosas no está dado de antemano porque sólo es resultado del relato que proponemos, del análisis que emprendemos y de los supuestos que compartimos.

Por eso, ya en las primeras ficciones –de 1986 en adelante-- se alternaron la inspección histórica y la recuperación de ese pasado que se hurtó a las generaciones nacidas bajo el franquismo con el molde de la novela policial, con la novela de pesquisa y persecución. Beatus ille era una obra madura que abordaba las dificultades y las ventajosas falsedades del recuerdo inducido, reconstruido, reescrito, fantaseado; era una inspección de la guerra civil y del primer franquismo hecha por un joven de 1969 y era también la memorias apócrifa del personaje legendario y dudoso. El invierno en Lisboa era una reinvención hispana de la serie negra, una amalgama de referencias cultas tomadas en préstamo del cine, una falsilla que se sobreponía de manera consciente y retórica sobre la vida de vértigo de unos jóvenes en perpetua persecución y carreras. Beltenebros aunaba la novela de espías y la novela política adoptando para ello una intriga que, otra vez, enlazaba pasado y presente, un pasado maquillado, camuflado, y un presente esquivo, duro, arriesgado, en un ejercicio de espejos deformantes que parecen repetir lo que es esencialmente distinto. En esas primeras ficciones, Muñoz Molina volcó de manera implícita lo que había leído y le había influido, las múltiples referencias que, por ejemplo, eran expresas y explícitas en El Robinson urbano y Diario del Nautilus, pero ahora sometidas al principio de la verosimilitud y de la pesquisa, al principio de lo sugerido y mostrado, sabedor como era del diferente dominio que impone la ficción.

Las primeras novelas de Muñoz Molina eran --admitámoslo-- una reelaboración de tópicos. Entiéndaseme bien: había un uso deliberado de convenciones culturales mil veces empleadas, de recursos fílmicos o literarios ya utilizados, de personajes, nombres y situaciones reconocibles, pero en todos ellos había una reelaboración original que avecindaba elementos dispares, iconos y circunstancias en sorprendente aleación. El género policial --decía Borges-- suele respetar el decurso lineal de las cosas, el orden sucesivo de los acontecimientos, y sus cultivadores adoptan ese principio, lo llevan a cabo, justamente en un momento y en un siglo en que la novela se rompe y se fragmenta, en un tiempo en que el relato se fractura con analepsis y prolepsis, con el multiperspectivismo, con las voces en conflicto. Muñoz Molina adoptaba la pesquisa detectivesca pero complicando su estructura. Es decir, era sabedor de los cambios formales que se habían producido en el orden narrativo del siglo, de la confusión que da en el relato de nuestras vidas --tan ajena a la férrea sucesión que se impone en la novela naturalista--, y que hemos acabado por aceptar. Por eso, el principio que aglutinaba todas esas novelas era el de la identidad, el de la identidad fracturada, confusa y al final revelada, el de los enigmas de la identidad de nuestros contemporáneos y antepasados, habitantes de un pretérito que ignoramos o que creemos erróneamente saber y revestidos con mil máscaras y atavíos. En esas novelas, Muñoz Molina empleaba, además, un recurso característico de la gran tradición literaria, la anagnórisis. Si la clave de esas ficciones son las identidades que confunden y se confunden, el final de la novela es siempre la revelación turbadora y esperanzada de aquella identidad confusa. Pero no se piense que esa revelación es consoladora, que aclara los enigmas de ese pasado o del presente que es huella y consecuencia de aquel tiempo remoto. En los folletines del ochocientos, la anagnórisis tiene una función reparadora, un alivio. En el novecientos, las máscaras de la identidad están adheridas a la carne y no ocultan ni esconden una verdad esencial, prístina y definitiva. El descubrimiento es, pues, agridulce.

Ese dato y esa circunstancia de los enigmas de la identidad recibieron, como se sabe y se admite comúnmente, un tratamiento mayor y maduro en la novela más celebrada de Muñoz Molina, El jinete polaco (1991) Hay en esta obra una serie de constantes que se reiteran, pero ahora tan bien ensambladas que alcanza una condición eximia: el uso de referentes explícitos, de la alta cultura y de la cultura popular, como por ejemplo el cuadro de Rembrandt que da título a la ficción o ese otro jinete de los Doors que sirve para rotular una parte de la novela, la parte adolescente de la evocación, y que se emplean como ritornello y símbolo, acertijo y enigma, cifra y espejo del protagonista; la dicha y la angustia de un amor y de una concupiscencia que se saben logros siempre circunstanciales, un don que exalta y que a la vez nos sume en la incertidumbre de las cosas humanas, tan caducas, tan efímeras; el pasado que retorna, el regreso de lo reprimido o de lo olvidado, de esas historias, de esas vidas y esos presentes que ahora se verbalizan o se evocan con imaginación y con audacia a través de un baúl de fotos, el baúl de Ramiro Retratista, instantes congelados, vidas capturadas, y a través de un tesoro de voces y de imágenes que se albergan en el interior de los protagonistas y que rellenan la propia identidad actual, a la manera de Faulkner; la multitud y el yo, los antepasados y el individuo, los contemporáneos y el paseante solitario que inspecciona, que averigua, que hace pesquisas sobre sí y sobre los suyos, sobre el azar y la necesidad de los que él es resultado asombroso y contingente; la historia, la herencia, el legado de los mayores, heroicos y derrotados, víctimas menesterosas y dignas, por un lado,  y el esfuerzo indómito de huir, de escapar, de emprender un viaje de desarraigo a partir del cual rehacer la propia identidad sin pertenencias irrevocables, sin humillarse ante un destino fatal, por el otro; y, al final, como no podía ser de distinto modo, también un asombroso descubrimiento, una anagnórisis que revela qué hay detrás del apellido Expósito que le viene al protagonista, Manuel, por el linaje materno. Es decir, con esta novela nos hallamos ante lo que bien podría llamarse una ficción autobiográfica, el esfuerzo de reconstruir la memoria personal del escritor emprendiendo la refiguración de sí mismo, un diálogo consigo mismo que lo lleva a idearse de otro modo, con otros revestimientos y circunstancias.

            Ese diálogo es una evocación de recuerdos propios y ajenos, de relatos que forman parte de una narración general, de esas voces que han contado historias, un diálogo que se expresa en capítulos alternos, en primera persona, en el caso de Manuel, y en tercera, cuando es Nadia la que transmite. De la página quinientas y pico en adelante, la novela es tarea de un Manuel que se expresa desde el yo, en una especie de carta dirigida a la amante a la que espera.  El modelo en el que se inspira esta narración es, como decíamos, explícitamente faulkneriano, en concreto aquel que alcanza su consumación en ¡Absalón, Absalón! De hecho, son contemporáneos (1991) el prólogo de Muñoz Molina a la reedición española de esta novela americana  y la escritura de El jinete. Por eso, no es extraño que sean casi parejos los títulos de ese prefacio (“El hombre habitado por las voces”) y la primera parte de su ficción (“El reino de las  voces”). Si Muñoz Molina rotula su prólogo haciendo hincapié en las voces es para dar énfasis al recurso faulkneriano de los cuatro narradores y a la investigación policial. Pero si insiste en la polifonía –bajtiniana, añadiríamos nosotros apelando a Mijaíl Bajtin-- es justamente porque nuestra identidad está adueñada por las historias que nos han contado, por las palabras que nos llegan y que rellenan nuestro vacío. La evocación es así un viaje metafórico, pero también un traslado a ese pasado evanescente que varía de acuerdo con el relator.

Las novelas de los años noventa, las que siguen a El jinete polaco desarrollan y dan nueva vida a dos aspectos ya contenidos en esa obra: el humor, la ironía e incluso el sarcasmo, con un leve toque fantástico, por un lado, y el desgarro, el dolor y la piedad por las víctimas, por el otro.  Hay un tono y un estilo parejos o vecinos en Los misterios de Madrid, en El dueño del secreto, en Carlota Fainberg, o en aquella otra obra titulada En ausencia de Blanca: los personajes retratados son risibles,  timoratos o audaces,  serviles o serviciales, cobardes o alocadamente temerarios, capaces de empresas inútiles e ignorantes de una circunstancia que los desmiente. En cambio, en Plenilunio, los protagonistas arrastran silenciosamente un pasado de dolor, un presente de desconcierto o de vacío, de humillación y de estupor, son taciturnos y están llenos de estigmas invisibles y de heridas profundísimas, llagas que sólo podrán cauterizar con el filtro del amor --como ya ocurría en Beatus ille--, culpas de las que únicamente podrán redimirse con la esperanza que otro porvenir les depara. Pero el personaje central de Plenilunio es la niña asesinada, la niña que sufre estupro y muerte, la víctima absoluta de la iniquidad, del rencor y de la perversidad. Ese dato, el de la piedad con la víctima, estaba ya en El jinete polaco, pero ahora cobra una dimensión de tragedia clásica y de horror sin reparación posible. Y ese dato, ese tratamiento y ese motivo reaparecen transformados en Sefarad (2001).

            Lo primero que llama la atención en Sefarad es la multitud  de personajes que pueblan el relato, los seres innumerables que lo habitan capítulo a capítulo y que son todos ellos víctimas o supervivientes milagrosos del horror del siglo XX y de las pequeñas miserias de la vida cotidiana. El autor ya empleó un censo copioso de protagonistas en El jinete polaco: un mundo propio y abarrotado de individuos con su historia y con su pasado, con sus memorias, con sus esperanzas y con sus sueños, un mundo populoso de seres que confluían en Manuel y en Nadia, un mundo de seres que ahora son jirones, imágenes y proyecciones del yo narrador de Sefarad.  Por eso, lo segundo que el lector aprecia en esta última novela es la presencia, la combinación y aleación de lo real, de lo histórico y de lo autobiográfico o, al menos, de lo que Muñoz Molina presenta como real,  histórico y autobiográfico, partes inextricables de lo vivido, lo leído, lo imaginado y lo fantaseado. No sólo somos lo que nos ha ocurrido o hemos aprendido, sino también lo que otros han inventado habiendo permanecido alojado en nuestra psique. No es, por supuesto, la primera vez que irrumpe la historia real en Muñoz Molina: sus ficciones son frecuentemente ejemplos concretos de las dificultades que arrostramos cuando intentamos recuperar un pasado desvanecido, desleído o ignorado; sus ficciones justifican la necesidad emancipadora de ese pasado y nos advierten acerca de los riesgos a que nos lleva el conocimiento de ese mismo pasado. No es tampoco la primera ocasión en que lo estrictamente autobiográfico recibe un tratamiento explícito en nuestro autor: como él mismo nos advirtió, en Ardor guerrero (1995) abandonaba excepcionalmente la ficción para hablar de sí mismo, para hablar de las cobardías, audacias y temeridades que había y hay en él, para emprender una suerte de autoanálisis explícito y circunstancial. Pero esto no es sólo apreciable en esa memoria militar: en general, en toda su obra se advierte la tarea de refigurarse, la labor de pensarse a sí mismo sinceramente, de manera inmisericorde o compasiva, según los casos. Lo tercero que atrae la atención en Sefarad es la autonomía de cada una de sus partes, la variedad de relatos que se cuentan y que cobran vida propia, como si fueran esbozos de novelas, como si fueran narraciones deliberadamente breves de historias más largas y adensadas y que podrían extenderse.

Scherezade contaba historias sin parar para demorar la propia muerte, para darse vida. El narrador de Sefarad cuenta y cuenta sin parar "novelas" o "vidas" que son relatos de muerte o de milagrosa supervivencia para de ese modo dilatarse en los otros, para evocar dentro de sí los ecos de otras existencias, para multiplicarse. Por eso, lo que al yo narrador le interesa ahora no son historias que se bifurcan o que se separan; lo que le interesa son, por el contrario, relatos que llegan hasta esa voz en primera persona que cuenta en algunos capítulos y que intuimos traslado o remedo autobiográfico del autor empírico: esas historias lo constituyen, lo llenan y rellenan, lo forman y lo habitan, esas historias tienen enigma y son cifra de existencias irrepetibles, esas historias, como el retrato de la niña pintada por Velázquez y que, al final, se reproduce, son un misterio que no puede aclararse del todo, un asombroso hecho que ningún narrador omnisciente podría aclarar. No hay anagnórisis ya, no hay identidad confusa que se revele, no hay un yo que se ilumine. Hay, por el contrario, un yo que se ve en las víctimas y que aspira a llegar a las víctimas, un yo que acaba hablando desde un Madrid cotidiano, ordinario, apaciguado, real, confortable, pero un Madrid también excepcional, espacio milagroso e infinitesimal de una geografía vastísima y de un censo infinito de vidas posibles.

Ese recurso, el de las vidas posibles, es argumento permanente en la literatura de Muñoz Molina, pero es a la vez un motivo tratado de manera diferente en cada una de sus ficciones, un motivo constantemente renovado de acuerdo con las necesidades de esas distintas ficciones. La producción de Muñoz Molina es autobiográfica en la medida en que todas las obras humanas lo son. Por tanto, afirmar sin más esto último sería una trivialidad. Sería mejor decir que es la suya una ficción autobiográfica, una recreación de sí mismo, de los personajes que frecuentó, de los avatares y circunstancias de sí mismo. Pero... ¿qué obra literaria no es una ficción del escritor sobre sí mismo?, ¿qué novela de cualquier autor no es una reinvención personal? Lo peculiar de Muñoz Molina es pensarse a partir de las vidas posibles que pudieron ser efectivamente las suyas; lo característico es juzgarse, evaluarse, en el caso de haber vivido esas vicisitudes. Es decir, es la suya una autobiografía especial: un modo de probarse, en situaciones distintas, de averiguarse en circunstancias diversas a partir  de personajes que lo encarnan parcialmente, que tienen algunas de sus características. Es un sencillo procedimiento que le permite el conocimiento y el análisis de sí mismo rompiendo a la vez la mera ilusión referencial, el realismo inmediato y evidente del simple traslado. Esto es, le basta con atribuir al narrador o al personaje cuyas vicisitudes son relatadas unas circunstancias o atributos que en modo alguno se den en el autor, que no sean actualmente históricos.

Con ello no me refiero concretamente a aquellos hechos del narrador que sean imposibles en la vida del autor, que no pudieron darse jamás y que son su antítesis; con ello me refiero, por el contrario, a aquellos otros hechos o elecciones que eventualmente pudieron haberse dado en la vida del autor y que, de haberse consumado, la habrían hecho diferente. No se trataba de concederle al personaje rasgos fisonómicos que el escritor no tenga con el fin de camuflarlo convenientemente; no se trataba sin más de localizarlo en otro pasado y en otra geografía; se trataba de darle un tiempo, unos hechos, unos atributos, unas opciones que estuvieran potencialmente en el autor y que de haberse actualizado lo habrían hecho bien distinto siendo el mismo. ¿Cómo sería yo de haber vivido en otra ciudad, en otra época y en otro medio? ¿Cómo sería yo de haberme inclinado por esto en vez de lo otro? Evidentemente no hay en Muñoz Molina esa pregunta explícita, al menos no figura de manera expresa en su ficciones, porque de aparecer así arruinaría el efecto que persigue la invención verosímil.

A esa forma de obrar y de pensarse la podemos llamar historia virtual, es decir, ¿qué habría pasado si...? Y a esa forma de acceder al pasado, a esa manera de rehacer la memoria personal, a ese modo de representar el curso de la historia, a esa conjetura acerca de sí mismo y de las circunstancias que le han rodeado, le dedica Muñoz Molina páginas juiciosas en el prólogo que firma en la edición española del libro de Henry Ashby Turner Jr. titulado A treinta días del poder. La historia puede ser contada de muchas maneras, la historia es un proceso en el que se materializan unas opciones frente a otras, la historia no es destino ni es fatalidad: es, por el contrario, la consumación de ciertas elecciones, la apuesta cobarde o heroica, estúpida o inteligente de nuestros antepasados y de nosotros mismos. ¿De qué modo puedo averiguarla y sopesar sus efectos? Pensándome a mí mismo y a los otros en ese escenario, analizándome y ejerciendo la empatía, la piedad y la comprensión. Justamente eso, la piedad del que se sabe también falible y frágil hace posible la reconstrucción minuciosa y creíble del dolor, un dolor de antepasados a los que el narrador avecinda con el propio en Sefarad. Pero hay más: la piedad, la ternura y esa sensibilidad manifiesta que tanto se aprecia en  Muñoz Molina son resultado del dominio de una prosa llena de resonancias: una prosa que opera con amplificaciones y que captura los sentidos, que afecta y expresa rabia, sinceridad, amor y heridas, que evoca lo que cada cosa le sugiere al narrador, una voz que se vuelca o se vacía en cada aseveración y en cada descripción, que nos muestra la huella que cada vivencia ha dejado dentro de sí.  Porque de eso se trata, de la vida y de las vivencias, de la existencia efímera que es posible dilatar, de la experiencia corta que aspiramos a ensanchar.

 

            Vidas

         Esa tesis, la de la narración como historia virtual de uno mismo, tiene numerosos defensores, desde Benjamin hasta Vargas Llosa, desde Sábato hasta Conrad. Pero hay uno cuyas palabras, escuetas pero atinadas, se ajustan especialmente a la operación literaria que emprende Muñoz Molina.  Me refiero, claro, a Sigmund Freud. Los críticos de Freud son obstinados, abundantes e influyentes, y sus descontentos, variados, severos, zotes o sutiles: hay dudas acerca de su concepción antropológica; hay reproches antiguos acerca de su cientificidad, acerca de los enunciados científicos en los que dice fundarse; y, en fin, hay reparos serios acerca de la eficacia de su terapéutica, acerca de la sanación que cabe esperar de un tratamiento tan largo. Freud fue un determinista, se nos dice; Freud se aventuró con interpretaciones de imposible falsación, se añade; Freud ideó una técnica, la de la palabra y la evocación diferida, sabiendo que el tiempo, en efecto, todo lo cura, se concluye. Aquello en lo que hay acuerdo, sin embargo, aquello que los lectores, próximos o distantes, le suelen reconocer es su genio de escritor, de narrador, cualidad misma de la que podría proceder su eficacia terapéutica. Sus obras tienen la morosidad y el cuidado del orfebre, del erudito, del creador que recrea el mundo con la palabra, del hermeneuta que concede significado. De ahí que hasta los críticos más hostiles, puestos a enjuiciar su legado, acaben por admitirle al menos un valor literario, como si éste fuera un pseudovalor o un valor de segundo grado. No me interesa si en este caso lo literario se toma como otro más de los reproches que imputarle; lo que me interesa  es el acuerdo universal que le concede la elegancia de su discurso,  su virtud narrativa o estética o terapéutica –como advirtiera Wittgenstein--, el deleite que nos da con sus relatos clínicos o el placer que nos procura con el mot juste, con el ensayo cuidado y audaz, culto y metafórico.

            Pero si nos adentramos en este terreno, en el dominio de la estética, también el acuerdo acaba pronto. A la postre, no era éste un asunto de su especialidad, un médico culto, pero médico al fin. Una cosa es reconocerle a sus escritos esa virtud y otra bien diferente es, en efecto, aceptar sus palabras sobre la estética, sobre el relato y, en fin, sobre el arte. Como se sabe, Freud fue un autor prolífico, un polígrafo que frecuentó temas diversos que desarrollaban y prolongaban intuiciones propiamente antropológicas. Entre esos asuntos, uno de los aspectos más controvertidos fue el de la aplicación del psicoanálisis al arte.  Son célebres, por ejemplo, los errores interpretativos que cometiera a propósito de Leonardo da Vinci. Más aceptables son, sin embargo, las palabras que vertiera sobre la función del relato. De entre los escritos menores que tratan este objeto y que el lector actual puede seguir con mayor provecho hay uno que me gustaría mencionar especialmente y que no es el locus clásico al que acudir.

            En efecto, si queremos dar con su texto más famoso sobre la creación, en ese caso deberíamos recurrir a El poeta y los sueños diurnos, un texto fechado en 1908. Pero si queremos reparar en ese otro que es complemento atinado  y frecuentemente ignorado de la tesis freudiana, en ese caso habría que apelar a un ensayo de 1915 titulado Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte. Como se sabe, en el texto de 1908, que prolonga aseveraciones de La interpretación de los sueños (1900), el arte y el instante creador son concebidos con un acto de reparación. “Los instintos insatisfechos son las fuerzas impulsoras de las fantasías –sostiene Freud--, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad insatisfactoria”. Es muy aceptable esa fina y constatable observación en tantos y tantos narradores, en esos deicidas –según expresión de Vargas Llosa-- que se arrogan el derecho de atentar contra la realidad que los limita, que los niega, que los amputa. Pero no estoy muy seguro de que ese dictamen freudiano agote la índole y los efectos de la ficción en creadores y en lectores. El propio austríaco añadió algo más; añadió lo que, para entendernos, podemos llamar la tesis de las vidas potenciales, tan adecuada en este caso para captar el uso de las ficciones que hemos visto en Antonio Muñoz Molina.

            Si me imagino otras vidas –y el narrador jiennense lo hace especialmente así-- no es sólo porque aspire a enderezar o a reparar fantasiosamente una realidad insatisfactoria, sino porque esas existencias inventadas y examinadas me sirven para cerciorarme, para evaluar la justeza de mis decisiones, el acierto moral y personal de mis elecciones. No es que mi trayectoria sea incorregible o perfecta, sino que al proceder así, al imaginarme en otras circunstancias, evito la melancolía triste y consoladora de lo que pudo ser y no fue. Para Freud, la melancolía es propiamente un estado patológico, una suerte de duelo ficticio, una fantasía reparadora o un dolor incurable e inespecífico. Por el contrario, la imaginación creadora de la que nos servimos es otra cosa. Es un modo de explorar sin determinismos ni fatalismos y una manera de asumir la responsabilidad de lo que efectivamente nos ha ocurrido. En el ensayo de 1915, sus observaciones matizan y añaden elementos nuevos a la tesis clásica  freudiana de  la sublimación y de la rectificación de la realidad insatisfactoria como funciones de la obra de arte. En las Consideraciones, nuestro autor describe una finalidad nueva para la ficción: la de multiplicar las vidas, la de darnos una "pluralidad de vidas"  --según su propia expresión-- como modo de ensanchar nuestra existencia siempre alicorta, de dilatarnos más allá de la circunstancia limitada. Envejecemos cerciorándonos, buscando seguridad, defendiéndono de las asechanzas y del peligro real. La vida, dice Freud, está llena de renuncias, renuncias que nos permiten olvidar incluso la principal amenaza que nos aflige, y que no es otra que la de nuestro fallecimiento. Así, nos alejamos irresponsable y fantasiosamente de la evidencia de la muerte que a todos nos llega, de esa muerte que nos parece inimaginable. Pero tantas renuncias ‑‑tanta seguridad e itinerario fijo‑‑  nos empobrecen la existencia, añade Freud, nos convierten en ese nimio y previsible personaje al que se refiriera alguna vez Adolfo Bioy Casares. Una vida así, una vida en la que hemos reducido las empresas más arriesgadas, llega a constreñirnos o, al menos, nos deja con la duda de cómo pudo ser una existencia con aventura o con otras opciones que no se cumplieron. Lo bueno de la ficción, de esa ficción que mezcla memoria y deseo, es que nos presenta la muerte, la gesta, la pérdida, la rutina, lo que no fuimos y lo que no somos, el paralelo de nuestro devenir, pero a la vez nos permite distanciarnos y sobrevivir a los personajes con quienes nos identificamos. De la ficción solemos salir indemnes; de la muerte real, lamentablemente no. 

            Hablaba Félix Martínez Bonati en un célebre artículo (ahora incluido en la antología de Garrido Domínguez) del “acto de escribir ficciones” y se refería concretamente a la naturaleza del acto de habla que hay y que constituye el mundo posible de las ficciones narrativas. Aludía, en suma, a la cualidad realizativa (performativa) de esos enunciados. Yo prefiero hablar ahora del arte de rellenarse y de contrastarse con ficciones, que es sobre todo un modo de realizar algo internamente, algo que se constituye en el interior del autor y del lector. Si lo llamo arte es porque es una techné que nos ayuda a crear nuestras vidas, a elaborarlas y a conjeturar acerca de nuestros actos pasados y futuros. Ésa es la clave de la ficción en Muñoz Molina, la que hay en el autor y la que propongo para nosotros, sus lectores, sus destinatarios. La existencia es escandalosamente corta, está amenazada por la muerte y nuestras elecciones nos amputan. Gracias a las ficciones que algunos escriben y que otros leemos nos completamos y ampliamos con experiencias vicarias, pero también exploramos las esquinas de nuestra psique, los rincones que ignoramos y que contrastamos o se alumbran con el chorro de luz de la ficción, nuestras zonas de sombra; nos damos, en fin,  territorios que no hemos transitado pero que están potencialmente en nosotros. Dicho así, si nos tomamos en serio las ficciones –las de Muñoz Molina, particularmente--, la narración es un arte y es conocimiento, modelado y autoanálisis: un modo de saber qué haríamos en esa situación, cuál sería nuestra conducta, sea la de un autor llamado Antonio Muñoz Molina o sea la de un lector de nombre cualquiera. Por eso el mejor modo de escribir y de leer, aquel en el que la memoria y la invención son formativas y performativas, es el de aventurarse en esas vidas potenciales que autores y destinatarios aún tenemos por explorar: esas vidas que otros imaginan con los recursos del arte y que a nosotros nos sirven para evaluarnos, contrastarnos, para evocar y para conjeturar qué hemos hecho de nosotros mismos. 

           

                       Referencias bibliográficas

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