El
historiador como autor.
Éxito y fracaso de la microhistoria
Justo
Serna / Anaclet Pons
(Universitat
de València)
"Pero,
repitámoslo: no se trata de esbozar aquí un tratado del arte de escribir (...).
Lo que de momento nos importa es este principio, muy claro: para realizar bien
su tarea, para cumplir verdaderamente su cometido, al historiador le es también
necesario ser un gran escritor"
Henri Irenée Marrou
1. Desde que fuera rotulada así, desde que fuera patrocinada por
Giulio Einaudi, la microstoria es una voz italiana de creciente éxito
internacional pero de ambiguo significado. Ha sido una denominación de origen
con la que el editor etiquetaba investigaciones muy diferentes entre sí y cuya
única característica común parecía ser lo pequeño, los objetos de menudas
dimensiones o la escala reducida con que se abordarían. ¿Por qué la calificamos
como ambigua? Porque, de entrada, ésa es la impresión que el lector se puede
llevar de la consulta de los manifiestos que los microhistoriadores publicaran
a finales de los años setenta. Tanto es así que la consulta de esos textos
programáticos --textos que debemos a Edoardo Grendi, Carlo Ginzburg y Carlo
Poni o Giovanni Levi y que preceden o que coinciden con el nacimiento de "Microstorie",
la colección que los amparó-- no permitía averiguar si estábamos o no ante una
corriente o escuela históricas. Además, en los años sucesivos, la imprecisión
no se ha corregido y seguimos sin contar con alguna introducción teórico‑sistemática
que defina con rigor el paradigma con el que se ha dado cobijo a obras muy
distintas y de desigual valor. Carecemos igualmente de textos enciclopédicos
que den orden convencional a lo que ya
se sabe y del que serían muestra esas investigaciones. Tampoco contamos con
alguna publicación periódica a la que podamos reconocer como portavoz de los
avances obtenidos. No existe espacio institucional o académico que permita ser
identificado como el recinto de la ortodoxia historiográfica. Más aún, cuando
en los años noventa Giovanni Levi, Carlo Ginzburg o Edoardo Grendi han hecho
balance de lo publicado sólo han coincidido en descartar cualquier filiación de
escuela; han descartado igualmente una
empresa común en la que todos puedan admitirse; y han descartado, en fin, que
hoy en día pueda seguir hablándose de "la" microhistoria.
Ya no existe el fondo editorial ("Microstorie") que
dirigieron Ginzburg y Levi y que permitió identificarlos: se cerró a mediados
de los noventa y se transfirieron sus obras a la mayor y más prestigiosa
colección de ensayo de Einaudi ("Paperbacks"). ¿Podemos hallar mejor
síntoma de la crisis editorial y personal que el cierre de una colección
emblemática? La casa ha cambiado de propiedad: ha ido a parar a manos de Silvio
Berlusconi, caracterizado ideológicamente por su inquietante populismo
conservador y empeñado en completar concentraciones empresariales en el ramo de
la industria cultural y de entretenimiento. Este hecho y otros factores
personales han motivado, además, que algunos de los autores de
"Microstorie" o, mejor, que algunos de los autores-símbolo de Einaudi
hayan cambiado ostentosamente de sello y se hayan pasado a la competencia:
Carlo Ginzburg, por ejemplo, dirige ahora la sección "Culture" de la
célebre colección "Campi del sapere" de Feltrinelli, una sección que
no invoca ya el rótulo de la microhistoria, una sección en la que su
responsable se interroga sobre la diversidad cultural, la pluralidad de voces y
en la que el primer libro (Occhiacci di legno), del que él mismo es
autor, no contiene alusión alguna a la corriente a la que se le asoció. Y, como
símbolo final, el viejo editor ha muerto, el viejo y prestigioso patrón ha
fenecido derrotado por la edad pero su desaparición ha ocurrido después de que
la casa padeciera una elefantiasis de crecimiento que debió ser subsanada
externamente. Tantos avatares han sucedido que incluso en sus últimas
contribuciones, cuando se les ha pedido hacer balance de lo que ha sido o es la
microhistoria (1994), esos mismos autores parecen hacer el duelo por una
corriente que si en efecto llegó a existir ahora estaría ya difunta. Si es esto cierto, estaríamos ante una
paradoja evidente: cuando el éxito internacional de la microhistoria es más
evidente, cuando se multiplican las referencias, los estudios críticos, los
congresos y las evaluaciones --es decir, en los años noventa--, es precisamente
cuando podemos dar por concluida esa experiencia colectiva. ¿Colectiva?
Un repaso historiográfico revela ciertos rasgos colectivos, en efecto,
pero el caso de "la" microhistoria revela más aún lo que Henri Marrou
decía de la pervivencia de la obra histórica. Su suerte futura puede estar
garantizada o no por un contexto editorial, puede estar asegurada o no por
instituciones académicas que le den repercusión, pero --como apostillaba Marrou-- su vigencia y la duración de sus efectos obedecen a un
hecho puramente textual, a una virtud que se expresa en la obra y de la que ésta
es prueba y materialización. Así, aunque entre los historiadores haya casos afortunados
de empresas colectivas que proporcionan amparo y audiencia a epígonos --y el
ejemplo más evidente es la repercusión internacional de Annales--, esto
es más la excepción que la regla. Es decir, los éxitos y los fracasos son, en
principio, individuales, y el vigor de una monografía es principalmente
dependiente del genio del historiador, de la personalidad que hace la obra, del
investigador que escribe, de cómo narra y de los recursos que emplea. Expresado
de otra manera, aun en el caso de que no hubiera existido jamás una
"escuela de los Annales", Los reyes taumaturgos
seguiría siendo uno de nuestros clásicos: un volumen concebido de tal modo que
su forma, su enunciación, su argumentación y
la retórica de que se sirve el historiador --para que así le aceptemos
sus preguntas y las respuestas conjeturales que audazmente propone-- serían su
virtud, los atributos imperecederos que le permiten auparse por encima de sus
limitaciones documentales o de sus explicaciones ya inaceptables.
En ese sentido, buena parte del éxito (y del fracaso) que cabe
atribuir a la microhistoria depende de una obra y de un historiador, dependen
de El queso y los gusanos (1976), de Carlo Ginzburg; dependen de un factor azaroso y excepcional
como es el de una cualidad personal materializada en un libro concreto. Es a
ese volumen, del que nos ocupamos extensamente en otra parte (1999), al que en
buena medida debemos achacar la difusión de la etiqueta (microhistoria)
asociada a una obra de calidad y reforzada por otras que siguieron pero que ya
no alcanzaron la nombradía de aquélla. Un volumen de éxito, un éxito que
sobrepasa el contexto circunstancial en el que había aparecido y que precedió a
la creación de una colección de la que sería deudora, ha llevado a numerosos
lectores a identificar una cosa y la otra. En este caso, además, se trataría de
una identificación confirmada editorialmente con otras obras bien resueltas
aunque en ocasiones muy distintas (por ejemplo Terra e telai, de Franco
Ramella, o La herencia inmaterial, de Giovanni Levi). Pero se trataría
también de una sabia operación de prestigio en virtud de la cual el editor
publica a otros autores reverenciados (E.P. Thompson) que, en principio, nada
tienen que ver con la etiqueta (la microhistoria). Se trata, pues, de una
asimilación mercantil mediante la cual se adopta como vecinos de colección a
historiadores distinguidos a los que se toma como antecesores y de cuya virtud
el resto se contagia por contigüidad: dan cimiento, antigüedad, prestigio y
honorabilidad. Reparemos algo más en
estos hechos, reparemos en lo que ha rodeado a Einaudi y a Ginzburg.
La editorial Einaudi, fundada en el Turín de 1933, ha sido hasta fecha
bien reciente el baluarte de la izquierda cultural y fue en su origen el
producto exquisito de colaboraciones opositoras, antifascistas y progresistas:
entre otras, la del matrimonio Leone y Natalia Ginzburg, la Cesare Pavese e
Italo Calvino, después, además de la de su principal inspirador: Giulio
Einaudi. Eran aquéllos, como los han descrito sus propios protagonistas y como
se reflejan en el libro conmemorativo Cinquant'anni di un editore, años
de mocedad, pero sobre todo eran años de resistencia política y de inquietud
intelectual, universal, de amistades compartidas y de excitación literaria. El ensayo
de calidad, las revistas de pensamiento y, en fin, la literatura fueron así,
desde sus inicios, el ámbito de intervención del editor. Pero, en principio,
esos primeros años eran también años de riesgo político y de extrema crueldad.
Como nos relató su viuda en esa espléndida evocación que lleva por título Léxico
particular, Leone Ginzburg, aquel que fuera el primer animador de las
ediciones Einaudi, moría en la cárcel romana de Civitavecchia después de haber
ejercido la oposición antifascista (Giustizia e libertà), después de
haber estado confinado con su familia en los Abruzos y después de haber sido
apresado y torturado por lo nazis: "sin concluir su obra, sin dejarnos un
mensaje. Por eso no podemos resignarnos; ni perdonar", apostillaba
Norberto Bobbio en su Perfil ideológico del siglo XX en Italia. De todas las personas que rodearon a Einaudi
en la guerra o en la inmediata posguerra, aquella que, a juicio del editor, más
firmemente mantuvo la continuidad de dicha empresa cultural, aquella que, según
anota en su memorias, "custodió" los valores de la casa, y se mostró
siempre como su conciencia crítica, fue precisamente Natalia Ginzburg. En fin,
en el transcurso de varias décadas, la editorial se ha renovado, ha
incrementado vertiginosamente sus colecciones, ha incorporado a prestigiosas
figuras del mundo cultural italiano reciente en calidad de asesores, ha
atravesado momentos de grave crisis económica y, como decíamos, ha acabado por
cambiar su propiedad hasta pasar --para escándalo de algunos-- a la órbita de
Berlusconi. El rasgo más sobresaliente
de esa pequeña historia es la relevancia que siempre se dio en Einaudi a los
asesores, a los comités de lectura, al modo de lo que Gallimard estableciera en
Francia. Uno de los nombres más significativos de quienes se han ocupado de
esta tarea --y que ya no la ejerce al haber abandonado la casa-- es
precisamente el de Carlo Ginzburg, hijo de Leone y de Natalia. Fue él quien
tradujo a Marc Bloch, quien prologó la versión italiana de Los reyes
taumaturgos y a quien, en fin, se le hizo responsable de las evaluaciones y
de las lecturas de obras históricas y ensayos sobre arte, para acabar
codirigiendo con Giovanni Levi la
colección más emblemática de la renovación historiográfica y a la que ya hemos
hecho alusión: "Microstorie".
¿Qué interés tiene este pequeño apunte informativo que vincula los
avatares de la casa editorial con El queso y los gusanos? Quizá este
anecdotario de la microhistoria nos permita empezar a entender, aunque sea
externamente, el hecho capital que ahora nos ocupa: por qué se identifica la
microhistoria con dicha obra y, más en general, con Carlo Ginzburg. ¿Es
razonable que esto sea así? ¿Es la microhistoria una forma especial de
investigación definida principalmente por Ginzburg y expresada como nunca en
ese libro? Y en el caso de que esto sea así, ¿agota su definición la práctica
microhistórica? La primera respuesta a estos interrogantes es toda una paradoja
historiográfica: la producción microhistórica se identifica internacionalmente,
sobre todo en el dominio anglosajón, con el modelo impuesto por Ginzburg ‑‑no
por casualidad este último es docente en la UCLA‑‑, y aun hoy un
congreso norteamericano sobre microhistoria invoca el modelo germinal impuesto
por El queso y los gusanos; en Italia, por el contrario, esa filiación
no ha sido tan evidente y, además, las primeras reflexiones sobre el proceder
microanalítico en historia son anteriores a las obras mayores y más conocidas
de aquél y, además, con una orientación con la que no siempre coinciden.
Abreviando podríamos decir que la versión más divulgada, o, al menos, aquella
que mejor difusión ha tenido, es la que entiende como sinónimos paradigma
indiciario y microhistoria y, por tanto, la que sigue el modelo de
interpretación conjetural ‑‑basado en la inferencia abductiva de
Pierce‑‑ implantado a partir de los vestigios dejados por el
célebre molinero Menocchio. Sin embargo, podríamos aceptar que en Italia hay,
al menos, dos modos de entender la microhistoria: la que encarna Edoardo Grendi
y la que se identifica con Carlo Ginzburg. Esto es algo sobre lo que nos
pronunciábamos ya en 1993, en "El ojo de la aguja", y sobre lo que, hasta fecha reciente, hasta
1994, no se habían extendido suficientemente los propios microhistoriadores,
sus exégetas o sus impugnadores. Por eso, el prudente silencio que se ha
mantenido sobre este hiato ha favorecido la confusión, la amalgama y la reunión
de opciones diferentes, de opciones no siempre congruentes. Ese hecho y el
retraso con que unos y otros se han manifestado han acabado por ahondar aún más
las confusiones, los malentendidos y las perplejidades que provoca. Así, justo
cuando historiadores de todo el mundo celebran, hablan de y convienen en la
actualidad de la microhistoria, sus oficiantes decretan la muerte, y cuando
unos y otros subrayan el vigor de esa corriente, los responsables italianos
concluyen que nunca existió, que nunca hubo un patrimonio común y que ni
siquiera hay un único rótulo bajo el que todos se cobijen. Precisemos, pues,
esas dos fuentes, esos dos modos contrapuestos de entender la microhistoria,
las disputas tardías a que han dado lugar y que se hacen universalmente
explícitas en los textos publicados en 1994 por Ginzburg y Grendi.
2. Los primeros intentos habidos en Italia en los que ya se dice
defender un modelo cognoscitivo microanalítico para la historia datan de la
primera mitad de los años setenta. En efecto, un historiador modernista,
Edoardo Grendi, particularmente sensible a los avances producidos en las
ciencias sociales, defendía la elección de un enfoque micro para una disciplina
en la que, desde la ruptura annalista, sus oficiantes se habrían acostumbrado a
operar con las grandes magnitudes, con la larga duración y, en definitiva, con
aquellos procedimientos seriales que se fundaban en el anonimato y en lo
cuantitativo. La repercusión que este paradigma había tenido en la Italia de
aquellas fechas es indudable, y quizá
dos hechos lo prueban suficientemente: por una parte, la fundación en 1967 de
una revista ‑‑Quaderni Storici delle Marche‑‑
cuyo primer artículo, el proemio historiográfico que servía de proclama
intelectual, era la traducción italiana de la longue durée de Braudel;
por otra, y poco tiempo después, la edición de la Storia d'Italia de
Einuadi (1972), a la que podemos considerar como una síntesis entre categorías
y modos analíticos tomados en préstamo de Annales ‑‑y, por
consiguiente, de su principal inspirador en aquellas fechas, Braudel‑‑ y convenciones e
intuiciones propias de la historiografía italiana de impronta gramsciana.
Las propuestas de Edoardo Grendi no eran totalmente congruentes con
algunas de las certezas que este paradigma historiográfico imponía en aquellas
fechas. Frente a la historia total propugnada por Braudel, aquello que Grendi
defendía era un modelo de análisis más modesto que permitiera reducir los
objetos de investigación. En realidad, su propuesta no era sino el traslado al
ámbito histórico de una perspectiva micro que ya se habían dado con
anterioridad, en otras disciplinas, tanto en la antropología como en la
economía. En el primer caso, dos eran las enseñanzas sobre las que Grendi ponía
el énfasis en aquellas fechas (y después): por un lado, el enfoque propiamente
microanalítico de la etnología, identificado con la contextualización del
hecho; por otro, el estudio de las relaciones sociales a través de sus
distintas manifestaciones económicas o extraeconómicas. Lo que, en 1972, decía
o parecía envidiar de la antropología era, en efecto, su apego al contexto, a
"la situzionalità concreta (e cioé le istituzioni, la storia, ecc.)".
Entregados a la técnica de la observación participante, los etnógrafos reúnen
sus datos, hacen acopio de lo que les transmiten sus informantes, sabiendo que
cada hecho forma parte de una cadena de hechos de los que no puede amputarse
impunemente. Pero, además, Grendi asumía la tradición de la antropología
sustantivista, la tradición que, a partir de la teoría del don y del principio
de reciprocidad, vinculaba a Polanyi, a
Mauss, a Boass o a Malinowski. El objetivo de esa perspectiva no era la
mera importación de modelos etnológicos --añadía el italiano en esas fechas--,
sino interrogarse sobre la evidencia supuestamente incontrovertible de algunas
categorías: en concreto aquellas que, de matriz económica, se habían
incorporado a la disciplina histórica como si fueran obvias en sí mismas, las
de mercado y racionalidad. Ambos conceptos, que constituían desde antiguo
objeto preferente de la microeconomía, se abordaban desde esta última
disciplina como nociones lógicas subordinadas a la teoría de la elección
racional, en principio, una teoría normativa. En este caso, las actividades
económicas, al menos desde la perspectiva marginalista, se explicaban a partir
del postulado de la maximización y ello servía tanto para explicar las
elecciones de los empresarios como las decisiones de los consumidores. En este
sentido, aun adoptando el enfoque micro, la economía expulsaba los contextos
reales de dichas elecciones y, en ese sentido, era escasamente fructífera para los
historiadores, al menos en comparación con los usos y los rendimientos de la
perspectiva micro entre los antropólogos.
¿Pero eran todas las antropologías
variantes de una disciplina contextual, variantes de una disciplina que siempre
otorgaría relevancia al contexto? Los Annales habían recibido una fuerte
influencia de la perspectiva antropológico‑estructural y, como tal, el
impulso etnológico que aquella publicación podía experimentar tenía más que ver
con el análisis de invariantes, con el estudio de reglas y, en definitiva, con
la posibilidad de establecer modelos. Por eso, precisamente, es por lo que
Claude Lévi-Strauss marcaba diferencias con la historia "tradicional"
como disciplina de la acción y celebraba la proximidad del modelo braudeliano
al estudio de lo inconsciente, según leemos en el primer capítulo de su Antropología
estructural. Por el contrario, la variante anglosajona, al menos desde E.E.
Evans‑Pritchard, había
reivindicado, más allá de la formalización, el estudio singular de casos
concretos dotados de su particular
historicidad. La reivindicación de la historia hecha por los antropólogos daba
unos resultados contrarios a lo sucedido en el caso francés. Por eso,
precisamente, es por lo que Past and Present tuvo desde sus orígenes una
impronta bien diferente a la que podemos apreciar en los Annales de las
mismas fechas. Como apostilló años después Clifford Geertz, cuando los
antropólogos optan por lo microscópico no es por incapacidad teórica o
generalizante, no es por estar apegados a una teoría humanista de la acción,
como deplorarían Lévi-Strauss y la generación de estructuralistas que encabezó.
Si optan por lo microscópico --añade el etnólogo norteamericano en La
interpretación de las culturas-- es porque el investigador se propone
analizar los mismos "megaconceptos con los que se debaten las ciencias
sociales contemporáneas" pero partiendo "de los conocimientos
extraordinariamente abundantes que tiene de cuestiones extremadamente
pequeñas". ¿Hay alguna coincidencia en lo dicho por Geertz a propósito de
lo microscópico en etnología y lo que defendiera Grendi para la historia?
Como se puede observar, la defensa de esta perspectiva no tiene, en
principio, nada que ver con los postulados en los que se basa la microeconomía,
una microeconomía en la que sus practicantes analizan teóricamente la conducta
del consumidor racional. Y no tiene que ver porque en un caso estamos ante una
teoría normativa y, en otro, nos hallamos ante una teoría explicativa: lo micro
en historia, de acuerdo con Grendi, tiene que ver más con el relieve dado al
contexto, con el análisis circunstancial que los etnólogos anglosajones asumen
mancomunadamente (y ésta es, en fin, una generalización que nos consentimos).
Por tanto, la primera consecuencia que se extrae de aquella temprana propuesta,
la que hiciera Grendi a la altura de 1972,
es la reducción de la escala de observación. Pero, como decíamos, más
allá de este procedimiento, lo que Grendi defendía era el análisis de las
relaciones sociales, los modos de interacción múltiples y complejos que se dan
entre sujetos operantes en un contexto histórico. Ahora bien, el estudio
relacional y, a la vez, la reducción de la escala sólo podían ser practicables
en aquellos dominios en los que, por sus pequeñas dimensiones, el análisis
pudiera resultar realizarse y, además, ser significativo. De entre los textos
que entonces publicara, dos son especialmente en los que desarrolló esta tesis.
El primero de ellos es una respuesta dada por Grendi al modelo analítico de la
burguesía francesa adoptado por Adeline Daumard y sus colaboradores. En aquel
texto ("Il daumardismo: una via senza uscita?", 1975), les reprochaba
el cartesianismo formal de las categorías empleadas para homogeneizar
extracontextualmente los datos patrimoniales de los burgueses de cinco ciudades
francesas: intentado que fueran congruentes, esas informaciones carecían de
vida y sólo consentían comparaciones
muy externas, numéricas, sin nombres, sin relaciones y sin que el lector
supiera el valor simbólico que el contexto daba a cada objeto.
Es por eso por lo que, poco tiempo después, hacia 1977, Grendi
defendería expresamente el estudio microanalítico --y así lo llamaba-- en el
seno de aquellas formas de agregación social y política más reducidas que las
que podían representar el Estado o la nación: "e perché deve essere
l'aggregato‑nazione e non la comunità o la città o il mestiere il luogo
d'elezione per lo studio de queste trasformazioni? ". Si, a juicio de
Grendi, la historia social había de tener por objeto "ricostruire
l'evoluzione e la dinamica dei comportamenti sociali", es decir, las
relaciones, "il villaggio contadino" o el "quartiere
urbano", formas diversas de comunidad, son áreas privilegiadas de dicho
estudio, leemos en "Micro-analisi e storia sociale". Es ésta una tesis que nuestro autor no ha
modificado sustancialmente y, de hecho, muchos años después, en 1994, cuando
reevaluaba el microanálisis histórico acababa su reflexión en los mismos términos,
acababa reivindicando otra vez la reducción de la escala para así hacer
florecer el contexto, para así emprender una historia social en la que los
estudios de comunidad permitiesen exhumar la compleja red de las relaciones
sociales.
¿Cuáles fueron los referentes que le permitieron fundamentar aquella
temprana propuesta microanalítica? No son siempre los mismos, no son
exactamente los mismos aquellos que defendiera en 1972 y los que menciona, por
ejemplo, en 1993 con motivo de la publicación de Il Cervo e la Repubblica.
Hay, sí, coincidencias y hay lealtades que permanecen, y, entre éstas, hay una
inclinación evidentemente anglosajona, muy poco "francesa", sobre la
convendrá demorarse. A este historiador italiano, por ejemplo, se debe la
difusión en Italia de ciertos autores que, para las fechas en las que comenzó a
divulgarlos, no eran muy conocidos. Sin duda, que estos referentes
pertenecieran al ámbito anglosajón no es extraño si se tiene en cuenta la
productiva estancia que este autor disfrutara en la London School of Economics
de la posguerra. Este hecho permite entender la línea de investigación que
Grendi recorre desde los años sesenta, una línea con objetos variados, una
línea que se inicia con la historia del movimiento obrero y, especialmente, con
la difusión de la obra de los historiadores marxistas británicos que se
ocupaban de ese tema. En una entrevista publicada en 1990, Giovanni Levi le
atribuye a Grendi un carácter "inglés", y esa atribución es algo más
que una boutade. Decía Thompson en "The peculiarities of the
English" que el mejor idioma de los anglosajones habría sido aquel en el
que confluyen históricamente el léxico
protestante, el lenguaje individualista, el empirismo y, en definitiva, aquel
que se propone abatir los universales. Pues bien, esos atributos son
probablemente los mismos con los que se revistió Grendi en (y desde) su
temporada londinense, hecho que es aún más llamativo si tenemos en cuenta su
procedencia, la de una historiografía en la que el peso del historicismo y del
idealismo había sido y seguía siendo muy grande. Quizá por esta razón --quizá
por este empirismo en el que se nutrió-- es por lo que pueda entenderse mejor
el relieve que Grendi iba a dar a la noción de contexto, una noción en este
caso entendida a la manera de E. P. Thompson. Quizá por esta razón --quizá por
esta lealtad-- es por lo que pueda entenderse que haya sido este investigador
italiano aquel que más ha contribuido a difundir en su país la obra del
historiador británico.
¿Qué lección aprende nuestro autor de la obra de Thompson? Grendi lo expresó
con toda claridad en 1981, justamente en la introducción que hiciera a un
volumen recopilatorio de aquél, en un volumen que servía de compendio de
algunos de sus trabajos menores y que, al estar editado en la colección
"Microstorie", podía tomarse como la invocación microanalítica de
Thompson. Además del sano y descreído empirismo que caracteriza a la tradición
británica --ajena, por tanto, a los excesos de los "cartesianismos" y
de los idealismos continentales--, Grendi aprecia en su obra dos virtudes. En
primer lugar, la reivindicación del "protagonismo degli individui e dei
gruppi sociali, l'human agency"; en segundo término, la
"rigorosa contestualizzazione" del objeto histórico, en este caso de
los individuos y de los grupos. A partir de estos supuestos, a juicio de
Grendi, Thompson censura ciertos vicios de su propia tradición ‑‑la
marxista‑‑ que, obsesionada por el cientifismo, parece haber
olvidado en ocasiones la mirada "aperta, esploratoria, autocritica",
en definitiva, el uso constante de la "ragione attiva". El uso de esa
razón crítica le habría permitido investigar no tanto la lógica (estructural)
del capital cuanto su proceso histórico de formación: le habría permitido
también sacudirse la desgraciada metáfora base‑superestructura, que tantos
reduccionismos había provocado en el estudio de las instituciones y de la
cultura; y le habría permitido finalmente abordar a los protagonistas de ese
cambio: las clases populares y los individuos que las integran. En este caso,
la acción humana sólo puede explicarse en su contexto, pues las
decisiones y sus implicaciones son fruto de una elección que es inextirpable de
la propia experiencia acumulada y de
las informaciones que se reúnen. Sin embargo, para Grendi le reprochaba a
Thompson tres vicios: la relativa elementalidad y el deliberado impresionismo
de sus categorías, el silencio acerca de las estructuras extraintencionales,
acerca de las coerciones y de los determinismos y, a la postre, el tono autocelebrativo que empleaba. En suma, la
lectura que Grendi realiza de Thompson intenta subrayar la forma con la que
éste aborda el estudio contextualizado de los individuos y de los grupos a
través de un estímulo propiamente antropológico. Eso le permite --añade el
historiador italiano-- disolver teleologías de "la storiografia
conservatrice" y banalidades "della tradizione marxista".
"Para nosotros ‑‑dice en efecto Thompson‑‑, el
estímulo antropológico no surte su efecto en la construcción de modelos, sino
en la localización de nuevos problemas, en la percepción de problemas antiguos
con ojos nuevos".
Esta mirada distanciada y crítica que Grendi aprecia en Thompson la
lleva hasta el extremo, hasta un extremo en el que poder hallar ciertas
afinidades con otro autor, también instalado en la tradición británica, un
autor que años antes había efectuado una lectura igualmente heterodoxa y
"etnológica" del proceso de formación del capitalismo. Se refiere a
Karl Polanyi. Quizá puedan sorprendernos las sintonías que Grendi establece
entre ambos autores: mientras uno pertenece a la tradición marxista, el otro
no; mientras uno se expresa como antropólogo, el otro lo hace como historiador.
Sin embargo, ambos comparten un mismo interés ‑‑la exégesis crítico‑analítica
del proceso de formación del capitalismo‑‑ y, además, lo
desarrollan con instrumentos y categorías heterodoxos. En ese sentido, el
atractivo que Karl Polanyi ejerce en Grendi resulta perfectamente comprensible:
"l'esperienza teorica" de este último autor "ha influenzato del
pari storici e antropologi", aunque fundamentalmente en el ámbito
anglosajón. En efecto, este autor, al que se le conoce como un antropólogo de
la economía, desarrolló parte de su obra en Gran Bretaña y en Estados Unidos a
partir del temprano exilio que le alejó de su Budapest natal, de ese Budapest
en el que compartía amistad y camaradería intelectual con Lukács. De todas sus
obras, aquella que constituye un clásico todavía vigente es sin suda la que
lleva por título La gran transformación, publicada originalmente en 1944
y pronto editada en su primera y parcial versión castellana en la editorial
Claridad de Buenos Aires. En ésta y en otras investigaciones, Polanyi
desarrolla, como se sabe, un análisis de la economía de mercado y de sus
orígenes, comprobando la historicidad del contrato y del beneficio económico y
subrayando el carácter de economía "incorporada" que tienen los
distintos tipos de transacciones. Es decir, la economía funciona, antes del
capitalismo, como un subproducto de las obligaciones de parentesco, políticas y
religiosas, quedando los medios de subsistencia garantizados como un derecho
moral que derivaba de la pertenencia a una comunidad humana. En ese sentido,
reciprocidad, redistribución e intercambio constituyen formas de transacción
que son diversamente dominantes según las sociedades históricas o simultáneas,
según jerarquías internas de esas mismas comunidades.
A partir de estos supuestos, dos son las ideas que nuestro autor trata
de desmentir. Por un lado, la de que los mercados puedan contemplarse como la
forma omnipresente de la organización económica. Por otro, la de que esa misma
organización determine la estructura social y la cultura en todas las
sociedades. De ser ciertas estas premisas en algún momento histórico, sólo se
cumplirían por entero bajo el capitalismo concurrencial dominado por el
mecanismo del mercado autorregulador. Frente al axioma smithiano del interés
económico como móvil de la acción social, frente a la reevaluación del homo
oeconomicus de la tradición neoclásica, Polanyi subraya la certidumbre
inversa: el hombre no tiene una propensión innata al tráfico. Es sólo la
necesidad social de organizar los recursos el factor que conduce al cambio. En
ese sentido acepta alguno de los supuestos marxistas para el análisis de la
economía capitalista, supuestos que no podrían generalizarse para las
sociedades primitivas y arcaicas. Por tanto, la conclusión que extrae Polanyi
es la de que la estructura institucional del capitalismo concurrencial escindió
la economía de la sociedad y del Estado, transformando el trabajo y la tierra
en mercancías y organizando su oferta como si, en efecto, fuesen artículos
elaborados para ser vendidos. Esta es "la gran transformación" que se
experimenta en Occidente y de la que nacen los mercados "incontrolados",
en los que la economía ha dejado de estar incorporada a la sociedad.
Tal vez hoy ya no nos sorprenda la
tesis en la que se sustentan estos argumentos. Sin embargo, no hay que olvidar
la época en la que estas ideas se
expresan. Probablemente lo que sí que nos puede sorprender es la escasa o nula
recepción que este autor tuvo en Italia o en Francia hasta los años setenta,
cuando Grendi, en un caso, y Annales, en el otro, empezaron a
difundirlo. La operación de recuperación del autor húngaro se potencia en Italia
con la edición de La grande trasformazione, un volumen que aparece en
Einaudi en 1974 y del que Grendi publicará una extensa y significativa reseña
en la Rivista storica italiana, el principal medio corporativo de
los investigadores de aquel país. Pero
esa operación de difusión se consuma con Polanyi. Dall'antropologia
economica alla microanalisi storica (1978), una obra rara --la obra de un
historiador presentando a un antropólogo de la economía-- : una obra de
introducción de la que es autor Grendi y en la que su subtítulo es
suficientemente explícito de las intenciones que el historiador le da.
En una primera parte, el investigador
italiano describe y analiza las categorías polanyianas, poniéndolas en relación
con la antropología social inglesa, con el sustantivismo económico y, al fin,
con la antropología marxista. En la segunda parte, por el contrario, la figura
de Polanyi pierde relieve para dar paso a un uso productivo de sus conceptos y
enfoques de modo que permitan fundar una nueva mirada sobre viejos temas. En
definitiva, Grendi se propone abatir dos rasgos recurrentes del trabajo
histórico y que son dos vicios de origen tomando para ello a Polanyi como
excusa teórica que le permita desarrollar la aproximación microanalítica en historia.
Al hacerlo así, aspira a destruir el teleologismo implícito o explícito que ha
informado buena parte de los análisis histórico‑económicos del
capitalismo. Al hacerlo así, aspira también a combatir el referente normativo
con el que los historiadores suelen evaluar la modernidad de las sociedades que
estudian, y del que son ejemplo fehaciente los hilos conductores
"progresistas" que se incluyen en los manuales o libros de texto,
según denunciara expresamente Grendi en un artículo posterior, de 1979. El
rechazo de esos errores procedimentales le facultarán --añade-- para poner en
práctica los estudios de comunidad. De ese modo, leemos en ese volumen de 1978,
podremos pasar "di un procedimento dal ``micro'' dell'unità domestica al
``macro'' della società più ampia, attraverso la comunità intesa come forma di
aggregazione socio‑spaziale
intermedia (...). Questo procedimento --concluye-- è opposto a quello
generalmente seguito dall'approccio storico che definisce i caratteri generali
della società sulle basi di una considerazione ideal‑tipica dei rapporti
interpersonali astraendo quindi dalla loro definizione spaziale e di
scala".
Al margen de que la unidad doméstica,
la comunidad o el mercado puedan ser objetos, nuevos o viejos, que se
introducen o se reintroducen en el discurso histórico de aquellas fechas, la
lección que extrae Grendi es más propiamente la de una mirada microanalítica
que no da por supuesto ningún elemento que no se explique en su relación
contextual. Esta última aseveración nos permite precisamente volver sobre una
de las certidumbres que Thompson sostiene y que Grendi defendía ardorosamente:
la historia como la disciplina del contexto, entendiendo por tal que el
análisis que se realice sobre cualquier hecho histórico sólo podrá adquirir
significado dentro de un conjunto de hechos siendo también cada uno de ellos un
eslabón de una cadena. Y esto es lo que
permite a Grendi relativizar una de las características más celebradas de la
historiografía annalista: la interdisciplinariedad. Su preocupación no es la de
estar atento sin más a las innovaciones de las ciencias sociales para ejercer
sobre ellas un canibalismo interesado, sino, por el contrario, obligar a las
categorías y a los métodos a confrontarse con el hecho inerte cuyo significado
no se lo dan esas ciencias extrahistóricas, sino la red de relaciones factuales
y personales de la que es inseparable. Se expresa, pues, desde el más
consciente realismo histórico, desde una noción de realidad externa en la que
es el observador el que se supedita a los dictados del material empírico, en la
que es el investigador el que se esfuerza por captar la pertenencia social
de lo que estudia. Esa idea de contexto
no le lleva entonces, en aquellas fechas,
a combatir las posiciones escépticas --tal vez porque el peso del
neopirronismo histórico era escaso frente al dominio de las viejas formas de
positivismo--, pero será en los noventa, en particular en su contribución de
1994, cuando la asuma desde el punto de vista cognoscitivo para oponerse al
relativismo epistemológico. ¿Por qué esta demora? Pues porque en la agenda de
Grendi esta propensión sólo se incorpora cuando otros microhistoriadores la
hagan el centro del debate histórico. Lo curioso, lo personal y lo irónico es
que este investigador la empleará para oponerse a las desventajas o a los
riesgos de otras formas de microhistoria.
La idea de contexto es, pues, tal y
como Grendi la expresa, una vieja lección que la etnología había asumido. Por
eso no es extraño que este historiador haya privilegiado la aproximación a la
antropología, pero que lo haya hecho sobre los supuestos que el propio Thompson
había delimitado. Por esa razón, cobra protagonismo la descripción polanyiana
de la economía incorporada, entendiendo por tal la imposibilidad de separar la
instancia económica de la sociedad y, por tanto, obligando al investigador a
efectuar una lectura total de un hecho que no consiente una única mirada
disciplinaria. Y, en ese sentido, Grendi elige como objeto preferente las
formas de agregación intermedias, en la medida en que éstas permitan aplicar
esa mirada total que reclama. Es por
eso por lo que algunos autores del Network Analysis y sus concepciones
sociales serán importantes para este historiador. Si de lo que se trata es de
reconstruir una red de relaciones sociales en aquellos agregados en los que la
reducción de escala permite su exhumación, entonces autores también
anglosajones como Jeremy Boissevain o Fredrick Barth serán imprescindibles, el
complemento necesario. ¿Por qué razón? Porque le permiten pensar al sujeto como
un ego o como un empresario que se sirve de sus conocimientos personales y de
sus interacciones sociales para hacer valer sus intereses, pero asumiendo que
aquellas relaciones son a la vez su propia cárcel, el límite frecuentemente
infranqueable que lesiona su maximización, el freno que opone resistencia al
despliegue de una racionalidad olímpica, incondicionada. Lo dice expresamente
en 1993, en Il Cervo e la Repubblica. En su caso, sin embargo, la
adopción de la metáfora de la red para el estudio de las relaciones sociales y,
por tanto, su reivindicación del estudio de las esferas de acción y de
influencia de los individuos no le llevan a aceptar finalmente el
individualismo metodólogico. En 1977, en aquella primera formulación del
microanálisis histórico, se expresaba con alguna ambigüedad, hasta el punto de
que parecía observar con simpatía ese enfoque, tal vez porque en aquellas
fechas el dominio francés de la historia estructural era omnipresente; en los
años noventa ya no será así, y la red se convierte en su discurso en la imagen
de las coerciones y de las determinaciones que limitan la acción de los
individuos. La ambivalencia con que contempla el individualismo metodológico es
perfectamente razonable y, a nuestro juicio, en estrecha sintonía con la
actitud que mantuviera Thompson. Evaluando las concepciones de la acción que
profesó, Anthony Giddens le atribuyó al historiador británico una adhesión
implícita al individualismo metodológico. Thompson no lo admitió; Grendi,
tampoco. ¿Pero hay en estas posiciones algo que desmienta su tesis básica,
aquella segun la cual la historia es resultado de las elecciones y acciones de
los individuos y que su conocimiento es reductible al de esos individuos, de
sus propiedades y de sus actos?
Concluyamos esta primera
aproximación. A pesar de las sugestivas y ambivalentes implicaciones que este
programa de investigación tiene para la historia desde una perspectiva
microanalítica, y más allá de los acuerdos o desacuerdos que podamos admitir,
el conocimiento internacional que se tiene de Grendi es muy reducido, muy
minoritario, y de ese injusto trato que la suerte le inflige parece lamentarse
abiertamente en 1994. Es más, hay en ese texto, titulado significativamente
"Ripensare la microstoria?", un tono de reproche, de ironía dolida,
un tono que le permite marcar distancias con respecto a su principal rival,
Carlo Ginzburg, y de eso es prueba fehaciente el interrogante con que matiza la
propuesta. Pone siempre entre comillas las palabras microhistoria y
microhistoriadores y se profesa nuevamente seguidor del microanálisis
histórico, una etiqueta de menor éxito, un rótulo más modesto, menos enfático,
pero una designación que le sirve para subrayar la metadisciplinariedad de la perspectiva (microanálisis), una
perspectiva en donde el adjetivo (histórico) alude sólo a una de las formas
posibles que adopta un enfoque compartido por diversas ciencias. ¿A qué se debería, pues, su menor
conocimiento internacional?
No creemos que ese desconocimiento se deba a las aristas de su
programa, ni a las posibles incoherencias que podamos hallar en estas
propuestas. No creemos tampoco que su escasa repercusión se deba a la tensión
irresuelta que se da en Grendi entre el relieve dado a la human agency y
la oscuridad o la ambigüedad con las que se refiere al individualismo
metodológico. Creemos, por el contrario, que si su microanálisis no ha tenido
más repercusión se debe a que no cuenta con una obra como El queso y los
gusanos. Si el éxito de un historiador se mide por el genio que expresa en
una obra, como apuntó Marrou; si en la fortuna de una monografía interviene
principalmente la escritura, los modos de escritura, y menos los datos y las
informaciones con que se inviste, como anotó Marrou y apostilló Veyne; en ese
caso, deberíamos convenir en que no hay tal cosa en Grendi. Más aún, como
añadía Giovanni Levi (1994), uno de los discípulos más aventajados y
agradecidos, su escritura, sometida a una depuración tortuosa, es oscura, "ilegible",
poco placentera. Que su obra haya
tenido escaso eco no quiere decir, sin
embargo, que a Edoardo Grendi no se le cite, pero en este caso, cuando con motivo
de la microhistoria, se alude a su persona es porque se le reconoce la
paternidad de un oxímoron afortunado ‑‑lo
excepcional normal‑‑, oxímoron que compendiaría la tarea
cognoscitiva de la perspectiva micro. A esta fórmula retórica, como a las
metáforas a las que son tan afines los microhistoriadores, se le ha dado un
relieve desproporcionado. Ya lo decíamos en 1993 y sobre ello se pronunció el
propio Grendi un año después.
¿Qué era eso de lo excepcional normal? Según leemos en su artículo de
1977, "caratteristicamente lo
storico lavora su molte testimonianze indirette: in questa situazione il
documento eccezionale può risultare eccezionalmente ``normale'', appunto perché rivelante". Con esta fórmula
contradictoria, paradójica, Grendi, más que referirse al objeto de
investigación, lo hace para plantearse el problema de las fuentes, polemizando
implícitamente con la cuantificación y la serialización características de la
historia annalista. Así, su afirmación alude al uso frecuente e inevitable de
documentos indirectos o en negativo ante la falta de testimonios explícitos que
nos den información de primera mano. En ese caso, lo excepcional puede revelar
efectivamente en negativo aquello que definiríamos como normal, pero eso no
implicaba que Grendi estuviera defendiendo en 1977 o en 1994 la adopción de
casos excepcionales, raros, extravagantes, extemporáneos o periféricos para el
estudio histórico. Por eso es por lo que su noción de contexto le sirve para
"normalizar" los objetos estudiados; por eso es por lo que, a su
juicio, la conducta y las ideas de
Menocchio --el molinero que estudiara su rival en El queso y los gusanos--
podían ser analizadas desde la red de relaciones sociales en las que se inserta
su vida y no forzando el caso como si éste fuera explicable desde una cultura
extracontextual, extralocal. Así se expresaba en 1994 y así concluía haciendo
aún más explícita la rivalidad que los enfrentaba.
3. El texto más célebre --el primero
pero también el más incompleto-- que Ginzburg ha publicado sobre la
microhistoria es el que lleva por título "Il nome e il come",
traducido en castellano en los años noventa con el título de "El nombre y
el cómo". Es un pequeño ensayo escrito con Carlo Poni y aparecido en 1979,
es decir, dos años después de que Grendi defendiera su opción
("Micro-analisi e storia sociale") en la misma revista, en Quaderni
storici. ¿Es exactamente un manifiesto metodológico y programático de una
nueva corriente, o es, por el contrario, un artículo circunstancial en donde
hallamos breves apuntes acerca de lo que sea la microhistoria? Dicho texto fue
concebido originariamente como una comunicación presentada en un coloquio
celebrado en Roma sobre Annales y la historiografía italiana. Más allá
de las comparaciones y de las dependencias que observan entre Italia y Francia,
los autores tenían una propuesta, defendían una opción, en concreto un tipo de
investigación fundada en el nombre. ¿En el nombre? ¿Qué quiere decir esto? Como
decíamos a propósito del paradigma annalista triunfante en los años sesenta y
setenta, la serialización y el anonimato eran unos modos específicos --los
modos específicos-- de la historia social. Si esa nueva historia social tenía
por objeto exhumar la acción de las clases populares, y éstas habían dejado
escasa huella de sí, pocos vestigios documentales, François Furet defendía la
reconstrucción estadística, una reconstrucción hecha con las grandes magnitudes
y ajena por tanto al rastreo personal de los nombres que rotulan una vida. Frente a esta tesis, que llegó a ser palabra
de orden entre los annalistas, Ginzburg y Poni sostendrán algo bien distinto,
algo que está en evidente sintonía con lo argumentado por Grendi en 1975 y que
justamente le había servido para reprochar a Adeline Daumard su cartesianismo.
Opuestos a la despersonalización homogeneizadora, a la descontextualización y
al olvido del simbolismo que entrañan las acciones y sus productos, Ginzburg y Poni defendían la individualización de
la historia: buscar "al mismo individuo o grupo de individuos en contextos
sociales diferentes. El hilo de Ariadna que guía al investigador en el laberinto
de los archivos --añadían-- es el que distingue un individuo de otro en todas
las sociedades que conocemos: el nombre".
La reconstrucción basada en el nombre
no abandona necesariamente, según sostienen ambos, la fuente serial o, más aún, la investigación serial. Sin embargo,
lo que las diferencia es tomar o no el anonimato como resultado final. En
efecto, "el centro de gravedad del tipo de investigación micronominativa
que aquí proponemos" persigue a individuos concretos, buscando descubrir
"una especie de tela de araña tupida" a partir de la cual es posible
obtener "la imagen gráfica de la red de relaciones sociales en que el
individuo está integrado". Enunciada así, la conclusión a la que llegaban
no era en principio muy diferente a la que había propuesto Grendi. Desde este
punto de vista, no debe extrañar, pues, que los autores rescataran el oxímoron
de aquél, aunque, en este caso, ampliando polémicamente sus significados. Y
ésta es ya una prueba temprana de la distancia que separará a Giznburg de
Grendi, una distancia que se hace formal, evidente, explícita en los años
noventa. ¿En qué consistían los registros dados ahora a lo excepcional normal?
En un primer sentido, "un documento realmente excepcional (y por ello
estadísticamente poco frecuente) puede ser mucho más revelador que mil
documentos estereotipados". Según otro significado, lo excepcional normal
alude a determinados Case Studies y, por tanto, a objetos de
investigación que son extraordinariamente extravagantes para nuestro sentido
común, pero normales en sociedades precapitalistas, si no de derecho al menos
de hecho.
Es en este último punto, en esta
última acepción, en los que los autores ensanchan el sentido de lo excepcional
normal hasta proponer un tercer registro. Grendi y Ginzburg (y Poni) comparten
la personalización ‑‑"il nome"‑‑ del objeto
de investigación, para lo cual la reducción microanalítica les parece la más
conveniente. De ese modo, se proponen reconstruir la red de relaciones formales
o informales de los sujetos, y, en
suma, la actividad intencional de los individuos, para lo cual la fuente serial
y otras que no consienten la cuantificación pueden ser contempladas desde la
misma perspectiva nominal. En definitiva, también hay un interés similar por
las aportaciones relevantes de otras disciplinas sociales y, en particular, por
la perspectiva antropológica. Ahora bien, a partir de estas coincidencias,
Ginzburg y Poni hablan de lo excepcional normal como si este oxímoron implicara
también la creación de objetos de investigación definidos a partir de esta
cualidad, algo que se aleja de la pretensión originaria de Grendi. La
importancia de este último aspecto es capital en la medida en que los autores
lo sostienen tres años después de la aparición de El queso y los gusanos
y, por tanto, cuando existe un claro referente que puede dar sentido a ese nuevo significado de lo excepcional
normal: un extraño molinero, lector contumaz, extravagante y previsible,
creador y sabedor de metáforas orgánicas que describen el mundo y su génesis;
un excepcional campesino a cuyo interior llegan tradiciones populares de las
que ni siquiera es consciente pero a partir de las cuales el historiador se
propone reconstruir un pequeño fragmento de la cultura popular y de la cosmogonía
moderna. Pero, además, la publicación de "El nombre y el cómo"
coincide en el tiempo con la difusión de "Indicios", un célebre
ensayo de Ginzburg sobre el paradigma indiciario, un texto en el que, como
veremos inmediatamente, se defiende un modelo epistemológico de base
conjetural, un modelo en el que el historiador se aventura con hipótesis
excepcionales para dar sentido a objetos que también lo son. Esto es, leyendo
"El nombre y el cómo" e "Indicios", se tiene la impresión
de que constituyen dos racionalizaciones retrospectivas de una investigación
que es previa o simultánea; se tiene la impresión de que sirven, entre otras
cosas, para defender teóricamente --apelando a lo excepcional normal-- la
conversión de un objeto extraño en una vía de acceso al universo corriente de
las clases populares y de su cultura.
Por tanto, partiendo de lo excepcional normal son tres los
significados que se le atribuyen a la microhistoria, son tres los hallazgos.
Uno hace referencia a las fuentes, otro a los objetos de investigación y el
último alude al método de conocimiento y a las inferencias a aplicar. En
efecto, una cosa es lo excepcional normal en el sentido de Grendi, es decir, el
documento no serializable pero significativo por revelador; otra cosa distinta es
buscar un objeto de investigación que, por su condición extraña pueda descubrir
en negativo o por fragmentos hechos o procesos históricos normales, colectivos;
y otra, finalmente, es el indicio como mecanismo de creación de un paradigma
cognoscitivo, la huella escasa pero igualmente reveladora a la que hay que dar
con audacia un significado. El indicio es característico de determinadas
prácticas o disciplinas. Ginzburg describe a este propósito el uso del
paradigma indiciario en la crítica de arte para atribuir, mediante signos
pictóricos marginales, autorías en disputa o ignoradas (Morelli); en el método
detectivesco para hallar las pruebas de inculpación o exculpación de crímenes o
delitos (Sherlock Holmes); o en el psicoanálisis para detectar los síntomas
--los representantes de las pulsiones-- propios de la psique profunda (Freud).
La mirada que convierte un dato en indicio es un mirada basada en la
sintomatología o "semiótica" médica: son los ojos de un médico que
pueden ver más allá de la epidermis. En efecto, lo que tienen de común los
protagonistas o los creadores de esos tres ejemplos es su condición médica.
Ginzburg insiste sobre ello estableciendo evidentes analogías entre la historia
y la medicina como prácticas basadas en testimonios indirectos, observaciones
indiciarias e inferencias conjeturales. Es ésta, la de la analogía entre la
historia y la medicina, un tesis antigua, una tesis que reaparece
periódicamente, que llega hasta Ginzburg pero de la que se hizo eco
contemporáneo un gran helenista, maestro de este historiador e historiógrafo
distinguido: Arnaldo Momigliano.
Si aceptamos esta idea, si le
admitimos que la historia es la disciplina de lo concreto reconstruido
indirecta y oblicuamente, mediante indicios, su método será el de la abducción.
Esta última fue analizada y descrita por el filósofo pragmatista Charles S.
Peirce. La inferencia abductiva es aquella en la que, poniendo en relación una
regla y un resultado, obtenemos un caso; es decir, sabemos que este resultado
que alcanzamos puede ser el caso de una regla que hemos sometido a hipótesis.
"La deducción prueba que algo tiene que ser; la inducción muestra
que algo es actualmente operativo; la abducción sugiere que algo puede
ser". En efecto, el proceso abductivo interviene siempre que hay que
poner en relación un hecho, al que sólo podemos acceder con pruebas, con
testimonios o con indicios, de modo que esa inferencia permita ser verificada.
Reconocer que el conocimiento histórico siempre es abductivo no implica caer en una suerte de
relativismo. Significa solamente que el historiador no puede acceder de manera
directa a una realidad que, por principio, le es opaca, impenetrable, muerta y,
por principio, irrestituible, como lo es el crimen y su escenario. Pero su
intención es recuperar un pasado que, aunque se le resista, es posible devolver
de algún modo al presente. ¿Cuáles son los mecanismos de esta restitución
tentativa y parcial? El uso de un material ‑‑la fuente histórica‑‑
que siempre es indirecto, vicario, es decir, un signo. En ese caso, el
procedimiento es similar al que desarrollan las disciplinas sintomáticas, esto
es, operar con escasas informaciones que, gracias a su atinada descodificación,
permitan captar algo de lo que parecía inerte, insignificante, sin sentido. En
definitiva, la operación es encontrar los parentescos de significado de un
material siempre escaso por naturaleza, ¿Parentescos de significado? ¿De
dónde toma Ginzburg esta voz y, sobre todo, los usos que le va a dar?
El historiador es como un sabueso, alguien que olfatea, que desconfía,
que sabe de las íntimas e insospechadas relaciones de la realidad, alguien que
ve porque sabe mirar, porque sabe buscar. Ocupado de aclarar asuntos extraños o
aparentemente carentes de sentido, ese investigador está despierto porque sabe
que no puede renunciar a su objeto, porque sabe que debe proponer
interpretaciones verosímiles apoyadas en datos empíricos. Es como el detective
que basándose en huellas menores avizora conexiones que para otros son
simplemente invisibles. ¿Y qué conectaría ese historiador? Los objetos de los
que se ocupa Ginzburg son las formas culturales. Por tanto, la mirada de
sabueso --la mirada sintomática-- le permitiría trabar relación entre esas formas, próximas o lejanas,
inmediatamente afines o históricamente distantes. Si la historia es un proceso
en el que los efectos de los actos y de los productos humanos no siempre se
agotan ni se olvidan, sino que pueden dilatarse más allá de la consciencia de
sus responsables, es posible hallar consecuencias, traslados y contagios
constatables en la larga duración. Si, además, esos actos y esos productos
están sometidos a la cárcel de un estructura social y cultural de la que son
emanación, en ese caso los objetos tratados pregonan en voz alta corrientes que
son subterráneas o alejadas en el tiempo. El ejemplo más célebre de este
tratamiento histórico es el de Menocchio, el molinero de El queso y los
gusanos; el más extremo es el que hallamos en Historia nocturna. De
ese modo, lo que empezó siendo la historia de un individuo se revela al final
como la historia de una colectividad o, mejor, como la historia de una cultura
popular cuyas corrientes subterráneas emergen en cualquier espacio de la
humanidad allá en donde se dan las condiciones de expresión, allá en donde se
condensan o confluyen.
En ese caso, pues, Menocchio es o puede ser tomado como un síntoma,
como el dato revelador de algo que lo trasciende, como el signo de algo que
está ausente pero del que sería expresión parcial o representación. El
historiador lo toma, pues, como una vía de ingreso, como ese punto concreto y
expedito que permite, al modo de Verne, acceder al centro de la tierra. Los
datos que hacen del molinero un caso --y que en principio parecen corresponder
al delirio o a lo inexplicable-- son
las informaciones de partida y las conexiones con las que el historiador se
aventura son las interpretaciones resultantes. Pero...¿conectar con qué? Si es
extraño, excepcional en el sentido corriente de la expresión, ¿cuáles serán la
fuentes de esa concepción tan extravagante? La audacia de Ginzburg trataría de
aclarar un caso "raro" y el modo de que sirve es, como anticipábamos,
el de los parecidos de familia. Esa expresión es propia de la morfología y, en
esta acepción, la morfología es una disciplina fundada sobre Vladimir Propp a
la que Ginzburg le empareja Ludwig Wittgenstein. Lo dice expresamente en Mitos,
emblemas, indicios y lo dice como el descubrimiento personal que es, como
el hallazgo doctrinal de un modo de proceder que es antiguo y que él mismo
practicaba pero del que no tenía los referentes claros. Tal y como lo insinúa,
es el Wittgenstein que hizo comentarios a La rama dorada de Frazer el
que, en efecto, completa esa mirada morfológica de la que él es portador. La
mirada morfológica es la de quien se ocupa de encontrar filiaciones entre
formas (en este caso, culturales) próximas o distantes, formas que rompen las
barreras contextuales más cercanas y que de manera latente o manifiesta
aparecen y reaparecen periódicamente. Por eso, más allá de la verosimilitud de
la conexión, más allá de que se la aceptemos o no, Ginzburg ve más proximidad
entre el universo cultural de Menocchio y los Vedas que entre el molinero y sus
contemporáneos y vecinos.
Es por eso por lo que cuando en "El nombre y el cómo" se
proclama el análisis nominal que permita restaurar las relaciones de un
individuo no tenemos por qué tomarlo en el sentido de Grendi. No es que
Giznburg postule una investigación de relaciones sociales que, al modo de la
red, nos dé la pista de las interacciones cotidianas. Al hablar de relaciones
aquí, en este contexto, lo que debemos entender es, pues, aquel repertorio de
conexiones internas de ese molinero de la que es depositario, guardián o simple
portador. Frente a un microanálisis propiamente social, que es en definitiva el que se expresaría en la
obra de Grendi, Ginzburg opta por una microhistoria cultural. El interés de
este último es, en efecto, el de la historia cultural, aunque una historia
cultural bien peculiar --como vemos-- y
que, en concreto, toma como objeto a la propia de las clases subalternas, en
lenguaje gramsciano. Este hecho tiene unas repercusiones especiales que nos
permiten entender mejor y ahora el modo que tiene de utilizar las fuentes. La
documentación expresa, diría Ginzburg, "las relaciones de fuerza entre las
clases de una sociedad determinada", y esto se verifica silenciando o
deformando la cultura de aquéllas. Pero, a la vez, muchas de esas fuentes
recogen incluso la voz de quienes fueron sus víctimas: las actas
inquisitoriales --añade por ejemplo en "Il inquisitore come
antropologo"-- son polifónicas y de las respuestas forzadas, entrecortadas
o incoherentes de los encausados puede extraerse una información y una
percepción del mundo.
Desde esta perspectiva, la consecuencia es doble: por un lado,
cualquier vestigio de esa realidad cultural sometida puede ser tomada como una
vía excepcional, pero esa condición no excluye de entrada que de algún modo
pueda pregonar la normalidad sobre la que se solapa; por otro, se necesita
depurar más y mejor las verificaciones documentales y los criterios en los que
se basan para que no concedamos un relieve excesivo a la cultura dominante. Por
tanto, Ginzburg se enfrenta a una documentación "heterogénea" y
"desequilibrada" ‑‑es decir, no serial‑‑,
frente a la cual propone nuevos instrumentos analíticos. Esa preocupación, que
ya aparece en las primeras obras de Ginzburg, y que se va perfilando en su
estudio de objetos de investigación absolutamente excepcionales, parece
encontrar su correlato metodológico en "Indicios". En este último texto, el autor, al repasar
el procedimiento indiciario, se apropia de un modelo inferencial ‑‑la
abducción‑‑ que no está pensado sólo para lo excepcional, pero que
él había aplicado o aplicaría en el futuro para casos extraordinarios. Así, por
ejemplo, cuando en su Pesquisa sobre Piero justifica la tarea
investigadora que se ha propuesto ‑‑jugando en el título con las
dos acepciones que la palabra tiene‑‑, no encuentra mejor metáfora
que la del escalador que se enfrenta a una pared vertical a la que debe hacer
frente con escasísimos recursos y con pocos clavos. Al final, al problema de
identificar el carácter abductivo de la investigación histórica con la pesquisa
a través de indicios excepcionales que revelarían algo oculto igualmente
excepcional, se añade el fundamento discrecional de esta operación: la
intuición.
La intuición es la que establece los parecidos de familia, por decirlo
con el Wittgenstein "morfológico". Es decir, Ginzburg sabe que su
método no consiente un proceso de verificación completa, sino que admite un
margen amplio ‑‑"un rigor elástico"‑‑ en
donde interviene el olfato, el golpe de vista, la sospecha fundada, la
filiación aventurada aunque hábil y verosímilmente presentada. Enfrentado a
fuentes heterogéneas, fragmentarias, que albergan informaciones deformadas
sobre casos extraordinarios en las que lo que predomina es la incertidumbre, el
paradigma indiciario no puede ser sino intuitivo, elástico. Aspiramos a la verdad pero sólo contamos con
datos inconexos, con huellas escasas. Como añadía Momigliano, la historia se
asemejaría en este caso a la medicina y a la retórica, esto es, opera con la
verdad --acierta o no acierta siendo su prueba la sanación del enfermo--, pero
debe presentarse de tal modo, debe mostrarse de tal modo, que su oficiante
persuada, que se deposite en él el crédito que merece. Es decir, el hallazgo está guiado por la
idea reguladora de la verdad, está sometido al principio normativo y
deontológico de lo verdadero; pero, dado que se trata de un logro audaz debe
dársele fuerza persuasiva y verosimilitud, de suerte que alcancemos --como
apostillaba Giznburg en "Montrer et citer"-- la evidentia in
narratione. Por eso, por un lado, el historiador puede combatir
expresamente el escepticismo y el relativismo: hay una realidad histórica de la
que quedan vestigios recuperables que nos permiten acceder aunque sea
parcialmente a un mundo antiguo. Pero, por otro, postula la fuerza de la
retórica, la consciencia de un modo expresivo, enunciativo, que haga
convincente el hallazgo. ¿Quiere eso decir que, a la postre, el poder de
persuasión es lo que da consistencia a la conexión, a la conjetura?
Ginzburg se ha defendido de esta deriva sofística o escéptica sosteniendo
que la retórica no es sólo encandilar con artificios o artimañas, como se
entiende en su acepción ciceroniana. Retórica es también, añade pro domo sua,
el arte de la convicción basado en pruebas, de acuerdo --concluye-- con el
sentido aristotélico que esta techné tenía. Sin embargo, opondríamos
nosotros, la fuerza persuasiva que tienen ciertos pasajes de El queso y los
gusanos no son resultado de la prueba entendida al modo de la retórica
aristotélica, sino de la verosimilitud, del dramatismo o, simplemente, de la
imaginación estética con que reviste la escena o la conjetura. En ese caso,
pues, los logros de la obra dependerían estrechamente de la cualidad personal,
de la capacidad individual que el historiador tenga para revelar ese pasado,
para hacerlo persuasivo, para ubicarnos allí. Esto no quiere decir
necesariamente que "invente", sino que los mismos datos, las mismas
informaciones se transmiten de tal modo que el relato nos traslada
empáticamente al escenario. Por eso, frente al desinterés que Grendi manifiesta
por la narración, por adoptar el problema del relato como asunto central de la
microhistoria, Ginzburg lo hace uno de sus instrumentos básicos. En efecto,
además de por otras razones, el éxito de El queso y los gusanos --y por
extensión de la escritura del autor-- se debe a la forma narrativa. Como sabemos desde Emile Benveniste, el
historiador clásico de los griegos es el que estuvo allí y, por tanto,
fue testigo directo de lo que aconteció y por eso nos lo transmite con
gran poder de convicción, haciendo hablar a los protagonistas y dando
carnalidad, profundidad y zozobra a los contendientes. Esto último es lo que,
por ejemplo en nuestro siglo, con el triunfo de la historia científica, parece
haberse perdido. Los historiadores habrían cedido esta noble tarea a otros
profesionales y sólo en fecha reciente habrían recuperado esta meta antigua
que, en principio, no tiene por qué ser incompatible con la verdad y con la
explicación.
Los antropológos, por ejemplo, de quienes tanto han aprendido los
historiadores de las últimas décadas, son aquellos que basan su fuerza
persuasiva en la observación participante, en el hecho simple pero esencial
de haber estado allí, hecho
sobre el que se ha extendido Geertz en una obra célebre (El antropólogo como
autor) en la que desvela el recurso retórico de la presencia. Pues bien, la narración de Ginzburg atrae,
seduce, porque, según determinados procedimientos, la impresión que extrae el
lector es que el narrador le conduce hasta allí, a aquel lugar
inaccesible espacial y temporalmente. Hay dramatismo, hay escenificación, hay
actuación y hay observación. Y hay, además, conjeturas razonables y
aventuradas, interpretaciones autoriales que detienen el relato y que dan la
medida de una imaginación y de una
intuición audaces. Se expresaría como un investigador que conforme narra añade
también las conexiones que dan sentido a las huellas inconexas con las que
tropezó en principio. De eso, el mejor ejemplo es el que encarna Sherlock
Holmes, pero por extensión también los otros dos "detectives" (Dupin
y Peirce) a los que reunieron Eco y Sebeok. Se expresaría también como un
psicoanalista que debe enfrentarse ante síntomas censurados, deformados y a los
que tiene que dar orden y coherencia, filiación y causa. Los casos clínicos de
Freud, con interpretaciones disputadas, discutidas, son sobre todo espléndidos
relatos que dan congruencia a unos
representantes de pulsiones emergidos anárquicamente, por asociación libre. La narración es orden y el historiador
también puede ser un autor.
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Resumen: historiografía,
microhistoria, narración, discurso histórico, autor.
En este artículo nos aproximamos a lo que hacen y a lo
que dicen que hacen los microhistoriadores italianos. Constamos una paradoja: cuando mayores son su éxito internacional
y su resonancia historiográfica, es
justamente cuando ellos mismos decretan su muerte, cierran la colección que les
sirvió de canal de difusión y admiten finalmente la disparidad de sus formas y
quehaceres. Analizamos esa disparidad, sobre todo a partir de la obra de
Edoardo Grendi y Carlo Ginzburg, y contrastamos lo que nosotros mismos decíamos
en 1993 y lo que los microhistoriadores han dicho después, en 1994. Uno de los
aspectos que los distinguen y que da la medida
exacta de su éxito y de su
fracaso es la atención desigual que prestan a la escritura de la historia,
a la técnica de exposión y al modo de transmisión de las informaciones. La
historia --sostienen estos investigadores italianos-- es la búsqueda de la
verdad basada en pruebas, es evidentia in narratione; pero es también --aunque
no siempre lo admitan-- rétórica, persuasión y dramatismo. Por eso, parafraseando a Geertz, podríamos
añadir que, al igual que el antropólogo, también el historiador es un autor.
Abstract: historiography,
microhistory, narrative, historical speech, author.
In this article approach us
what the italian microhistorians do and to what they say that they do. We do evident a paradox: when greater are their international success
and their historiographical resonance, is exactly when they same decree its
death, they close the collection that served them of canal of diffusion and
admit finally the disparity of its forms and tasks. We analyze that disparity,
above all as of the work of Edoardo Grendi and Carlo Ginzburg, and we resist what we same said in 1993 and what
the microhistorians they have said
later, in 1994. One of the aspects that distinguish them and that gives the
exact measurement of their success and of
their failure is the uneven attention
that they lend to the scripture of the history, to the technique of exposition and along the lines
of transmision of the informations. The history --maintain these Italian
investigators -- is the search of the
truth based on proofs, is evidentia in
narratione; but is also --although not always they admit it --
rethorical, persuasion and dramatism.
Therefore, according to Geertz, would
be able to add that, to the the same as the antropologist, also the historian is an author.