RETORICA DE LA GUERRA, RETORICA DE LA PAZ (1)
Dott.
Francesco Biondo, Investigador y Profesor en la Universita' degli Studi di
Palermo
Ultimamente,
tanto en Italia y como en el extranjero hemos presenciado importantes
manifestaciones encabezadas por eslóganes, declaraciones de intenciones y
consignas con un cariz “estrictamente” deontológico. No importa cual sea el
objeto de la movilización, la política económica o la internacional. De la
misma manera ocurre con la forma en la que se expresa la prohibición: no se
deben tocar (es injusto modificar) los derechos de los trabajadores. Y también:
no se debe, bajo ninguna condición, recurrir a la guerra, al conflicto armado
en las relaciones internacionales. A lo largo de esta corta reflexión analizaré
el segundo de los dos eslóganes, aunque los resultados conceptuales a los que
me gustaría llegar considero que se pueden aplicar también al primero, a saber
el conflicto entre el Gobierno y los sindicatos en relación con la reforma del
derecho del trabajo.
Mientras
se aproxima una segunda “ crisis del Golfo” y cuando planea el espectro de
una intervención de Estados Unidos y de Gran Bretaña, legitimada tal vez por
el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se organizó en Florencia con ocasión
de la clausura del Foro Social Europeo una imponente manifestación. La enorme
comitiva estaba presidida por un eslogan claro e inequívoco: “ No alla
guerra, senza se e senza ma” ( No a la guerra, sin condiciones y sin peros).
Esta es la fórmula paradigmática de una norma estrictamente deontológica: se
afirma una prohibición que se considera obligatoria, sin dar importancia a las
consecuencias (“ sin peros”) y
a las condiciones de aplicación (“ sin condiciones”). La solución de las
controversias internacionales, y en concreto, las crisis entre las potencias
occidentales y los países árabes, debe llevarse a cabo sin que se recurra, en
ningún caso, a la opción militar, a la utilización de medios coercitivos para
doblegar la voluntad de otros Estados.
Según
los manifestantes (entre los que se encontraban diversos líderes políticos
y sindicales), miembros de organizaciones de voluntariado como Emergency, Red
Lilliput, Libera (2), pero también sindicatos de trabajadores metalúrgicos, no
existe ninguna guerra “justa”. Este término es sólo un elemento de la retórica
de la guerra, que antes se nutría de eslóganes y principios nacionalistas o
simplemente racistas, y que ahora en cambio se alimenta de valores como la
seguridad internacional, la defensa de los derechos humanos, y también de “
la emergencia humanitaria”. En resumen, cambia, denuncian los manifestantes,
el lenguaje, pero el fin continua siendo el mismo: satisfacer las ansias de
poder de los Estados más ricos y de los grupos de presión económicos que
condicionan las estrategias internacionales de muchos gobiernos. Tal híbrido,
ya no se presenta con los viejos ropajes de la segunda posguerra mundial que
evocaban sangre y sufrimiento, sino que adopta un comportamiento de “ dolorosa
necesidad” con la finalidad de obstaculizar el mal que en cualquier parte del
planeta quiere poner en peligro nuestra civilización, libertad y seguridad. A
tal retórica, según los manifestantes, hay que oponer, sin retrasos y
comprometidos, un “no” rotundo.
Frente
a la picardía de quien considera que puede presentar a la opinión pública las
catástrofes, el sufrimiento, las masacres de civiles (siempre que no haya
logrado mantenerlo en secreto) mediante la fórmula ideológica de los “ daños
colaterales”, hay que contraponer una conciencia moral que rechace la aceptación
de la guerra para la resolución de las controversias internacionales. Lo que
está en juego es nuestra capacidad para percibir el dolor de las personas que
son víctimas inocentes de las ansias de poder de otros. Si no queremos
convertirnos en máquinas, en autómatas que aceptan las recetas de los
gobiernos y las que nos llegan de los medios de comunicación, recetas que
prescriben “ intervenciones quirúrgicas” mediante la utilización de “
tecnología inteligente” con la finalidad de lograr una “ libertad
duradera”, debemos tener presente a todos aquellos que padecen los ataques.
Hay que tener en cuenta el sufrimiento de los pueblos que se manifiesta sobre
todo a través del último punto de la nueva retórica de la guerra: la mesa de
operaciones de un pueblo perdido en una zona en guerra. La prohibición del
recurso a la opción militar, por lo tanto, no tiene como fuente, como
justificación, una prescripción estrictamente deontológica. Tal prohibición,
por el contrario, se transforma en obligatoria aunque en base a consideraciones
“teleológicas”: la minimización del sufrimiento de aquellas personas que
se ven afectadas por el conflicto.
En este sentido, por lo tanto, el rechazo absoluto de la guerra se nutre de dos
tradiciones morales distintas, a menudo en conflicto: la deontológica y la
teleológica o en latu
sensu utilitarista. Se puede, por lo tanto, llegar a conclusiones
estrictamente deontológicas ( no a la guerra siempre) aunque partiendo de
posiciones teleologicas: el comportamiento justo es aquel del mínimo
sufrimiento.
No
obstante, aunque en ese proceso de “descubrimiento” de la nueva retórica de
la guerra, en muchos aspectos corroborada por claros análisis político económicos,
cuando se pasa al plano de la argumentación considero que el rechazo a la
guerra “ sin condiciones y sin peros”, es también inaceptable. Además no sólo
eso; sino que puede convertirse en “retórica” en igual medida en un doble
sentido. En primer lugar, esta mezcla de argumentos estrictamente deontológicos
y en lato sensu teleológicos se
caracteriza por una escasa claridad acerca de las alternativas posibles frente a
una acción militar, y por afirmaciones que no se pueden compartir respecto a la
inexistencia de una “ guerra justa”. En este sentido, la argumentación
resulta retórica, en cuanto que es poco rigurosa, no se toman en serio las réplicas,
los casos difíciles que debe afrontar, y no obtiene conclusiones unívocas,
aunque sean criticables. En segundo lugar, esta escasa claridad de las
conclusiones morales de esta posición en mi opinión delata otro tipo de retórica.
Se
puede entender el pacifismo “ sin condiciones y sin peros” como parte de una
“ retórica de la paz” o “ retórica del rechazo a la guerra” en el
sentido de la utilización “estratégica de razonamientos morales”, que se
formulan no porque una prohibición, una obligación, un derecho se respeten,
sino porque se alcanza un fin que a menudo no está determinado.
A
pesar, no obstante, de la apariencia de una vuelta a la utilización de
argumentaciones estrictamente deontologías, aunque si, alguna vez, fruto de un
cierto utilitarismo universalista, considero que el discurso político continua
estando dominado por paradigmas teleológicos de valoración de los eslóganes y
de los lemas que se tienen que presentar a la opinión pública.
Un
pacifista “ absoluto” tiene dos opciones. O mostrar que la guerra y
cualquier otra intervención militar son una forma errónea, injusta, o poco útil,
de resolver los problemas, o bien argumentar como la guerra, aunque aquella “
justa”, sea una institución que se debe sustituir por “ intervenciones de
policía internacional”.
En
relación con el primer supuesto planteado se puede afirmar que “ hoy en día
hay muchos medios para desarmar a un Estado o para hacerlo inofensivo sin
necesidad de recurrir a la guerra”. Una replica de este tipo de un pacifista
absoluto ofrece, a mi juicio, un ejemplo de la primera acepción que yo atribuyo
al término “ retórica de la paz”. Esta tesis es” retórica” en cuanto
pasa por encima del problema y no lo afronta, confiando en la esperanza de que siempre es posible hacer entrar en razón
a los gobiernos aún incluso en aquellos casos en que son dictatoriales. Pero
esta estrategia argumentativa, no es casual, no se manifiesta como una utopía
que considera cada parte adversa inmune a los impulsos del “ansia de poder”,
sino además esta consideración me parece en sí retórica. En otras palabras,
ésta presenta razones, instrumentales pero falaces, por las que en el primer
supuesto mencionado los indicios que se proponen contra la posición pacifista
absoluta no son moralmente
relevantes. En primer lugar, esta estrategia resta legitimidad a la relevancia
de una posible ineludibilidad de una intervención
militar y considera esta posición como el fruto de un rudo belicismo. En
esta argumentación se utiliza, una de las técnicas más clásicas de debate:
ridiculizar al adversario, sin tener en cuenta seriamente sus objeciones. Esta
argumentación puede resultar eficaz, puede incluso satisfacer a la opinión pública
en particulares condiciones históricas y políticas, pero no obstante ello,
sigue siendo falaz en cuanto no le resta relevancia
moral al caso presentado, ante la posibilidad de la existencia de gobiernos que
realicen acciones que pongan en peligro la paz mundial. En segundo lugar, se
interpreta su importancia de la forma más cómoda: tal y como supone la
aceptación de las intervenciones militares precedentes, y no como un supuesto
trágico a tener en cuenta. En otras palabras se replica que, si se considera
que es posible recurrir a la guerra, de la misma forma que se ha considerado
necesario en todas las acciones anteriores ( la primera guerra del Golfo, guerra
de los Balcanes, Kosovo, etc.). También en este caso, el argumento resulta retórico
en el sentido que se presenta una réplica ad
hominem, insinuando que la observación realizada por aquellos que rechazan
el pacifismo absoluto se realiza con la finalidad de legitimar intervenciones
militares concretas, pasadas y futuras. En tercer lugar, la propia tesis se
presenta como una implicación lógica de un principio moral, aceptado
universalmente, como es la ausencia de responsabilidad de los civiles. Todavía, no se muestra como es posible llegar a intervenciones
alternativas, como las sanciones, que azoten a los gobiernos y no a las
poblaciones prisioneras de dicha autoridad. En otras palabras, me parece que se
detecta un problema, la puesta en marcha de medidas que afecten sólo a los
gobiernos pero no a los pueblos, de la misma manera con la que los nuevos “
oradores de la guerra” afirman que se están llevando a cabo “ operaciones
quirúrgicas(3)”.
Frente
a estos problemas argumentativos, un sector más precavido que comparten la
posición del pacifismo absoluto que aquí discuto, puede afirmar que se debe
rechazar la guerra, “ sin condiciones y sin peros”, y ,
sin embargo, adoptar la idea de resolver las controversias, a través de
intervenciones de “policía internacional” ante la falta de medios no
coercitivos. Esta posición, por lo tanto, acepta la existencia de un problema,
al menos teórico, y propone una solución que, aunque resulta fascinante, es
igual de retórica como la que antes se ha señalado. En otras palabras, aunque
si que afronta el problema no se ofrece una solución consistente, unívoca,
plausible y coherente sino una definición vaga, inaceptable y contradictoria.
Empezando
por la primera crítica que se le podría realizar a nuestro pacifista absoluto.
¿En que debería diferenciarse esta intervención de policía respecto a una
guerra “justa”? Dejando de lado el hecho de asumir como propia una categoría
muy utilizada por los nuevos “ oradores de la guerra”, que sostienen que
luchan por la seguridad, de la misma manera que los funcionarios del orden público
combaten el crimen, esta posición nos ofrece un ejemplo de técnica
argumentativa que se limita a proponer una solución “de definición” a
un problema práctico. Se considera que el problema sea el sufrimiento de
la población civil y la limitación de las políticas de poder por parte de los
Estados más fuertes que violan claramente el Internacional Bill of Rights y la Carta de las Naciones Unidas. En
este sentido, la guerra nunca es justa, en cuanto implica siempre ambos
resultados. Es necesario, por lo tanto, una intervención de otra naturaleza,
una acción de “policía” programada según los procedimientos y las
finalidades acordes con la Carta de Naciones Unidas. Falta, todavía, demostrar
que estas acciones no implican los mismos resultados que se atribuyen siempre
a las guerras incluidas aquellas “justas”.
Semejante
réplica, por lo tanto, no es suficiente para encontrar soluciones sustanciales
para los problemas morales que antes he puesto de manifiesto. No sólo es
insuficiente porque no resuelve los problemas institucionales relativos a las
modalidades de decisión acerca de
una intervención, confunde argumentaciones de justicia con argumentaciones de
validez de la intervención, y utiliza indistintamente paradigmas deontológicos
y teleológicos de valoración de la conducta a seguir.
En
primer lugar, se debería clarificar en que términos sería posible tener una
fuerza de policía internacional que pueda intervenir incluso en el supuesto de
un conflicto grave entre Estados o distintas coaliciones en el seno de la
comunidad internacional. Se plantea por lo tanto, de nuevo, el problema de las
modalidades de decisión: por mayoría o por unanimidad. Si la decisión se
adoptara por unanimidad, podríamos encontrarnos con una situación similar a la
del continuo bloqueo que se vive en el Consejo de Seguridad por la utilización
del poder de veto.
Pero
esta situación, resultaría todavía más explosiva respecto a la que existe en
la actualidad, en la que la intervención sólo se autoriza pero no se dirige
por el Consejo. Si se decidiese por unanimidad, de hecho, países con mayor peso
económico y demográfico deberían contribuir de una manera proporcional en el
funcionamiento de la fuerza de policía aun teniendo el mismo poder de veto. Si
la decisión, por el contrario, se adoptara por mayoría, entonces sería
siempre posible considerar, por parte de aquellos que no aceptan la intervención,
esta acción no como un acto de policía internacional sino como una declaración
de guerra. Este problema, en mi opinión, no es irresoluble para una posición
que considera oportuno sustituir por la idea de la guerra la noción de las
intervenciones de policía internacional.
Algunos,
de hecho, podrían afirmar que en tales supuestos se debería recurrir a las
acciones de guerra, en los casos en los que se hayan probado otras vías y no se
haya podido resolver la crisis. Pero esta, no es una posición estrictamente
deontológica de “ rechazo a la guerra sin condiciones y sin peros”. Para
estos, en realidad, no se trata de un problema de oportunidad, sino de un deber
que se debe satisfacer siempre. Si la única cosa que se debe hacer es autorizar
la intervención de la policía, en tal caso es posible que:
a)
no se llegue a una solución,
b)
no se proporcione una solución justa ( en cuanto que aquellos países que
contribuyan en mayor grado al restablecimiento de la paz tienen igual peso que
países que lo hacen en un menor grado, o no contribuyan en absoluto).
c)
no se considere la intervención militar por parte de todos los estados como una
acción de policía internacional.
En
este sentido, si auspiciamos la sustitución de la idea de la guerra justa por
la de una acción de policía, entonces corremos el riesgo de no proporcionar
una respuesta unívoca a las crisis internacionales, tal y como el pacifismo
absoluto (“ la guerra sin condiciones y sin peros”) exige.
Dejando
a parte, todavía, el problema institucional. Permanece abierta todavía una
cuestión filosófico-jurídica. Cuando se afirma que es necesario rechazar la
guerra, aunque si se regula por el derecho, y
como extrema ratio, aceptar una
intervención de policía internacional, se puede presentar de nuevo el
conflicto entre ordenamientos normativos. En otras palabras, es posible que tal
tipo de acto, el recurso a la policía, sea válido, se ejecute respetando las
normas del derecho internacional, pero continúe siendo todavía injusto.
Una
vez más, este problema es explosivo para aquellos que parten de una posición
estrictamente deontológica para rechazar la guerra “ sin condiciones y sin
peros”. Resulta, de hecho, difícil pensar que las consideraciones morales no
sean obligatorias aún en el caso en el que a la intervención no se la denomine
“guerra”, a pesar de sus reglas, sino “policía internacional”. No
obstante, este es el camino que, sorprendentemente, tienen que seguir aquellos
que proclaman “ no a la guerra en cualquier caso, pero sí a la intervención
de policía”. Estos, en realidad, adoptan esta posición porque consideran que
existe una diferencia moral sustancial entre la primera solución y la segunda.
De este modo, si consideramos que incluso desde un punto de vista moral existe
tal diferencia entre ambos supuestos, se termina teniendo una teoría normativa
tan estrecha que rechaza cualquier guerra, aunque este reglada, y que auspicia
en su lugar una iniciativa de policía. Pero de este modo, corremos el riesgo de
postergar las consideraciones de justicia en favor de consideraciones de validez
jurídica para este tipo de intervención. Tenemos, por lo tanto, un caso de
“heterogénesis”, no de fines, sino de la naturaleza de las normas, de
morales a jurídicas. Si la guerra es siempre justa, y por ello debemos
sustituirla por acciones de policía internacional, entonces estas últimas, si
son válidas, serán por ello siempre justas. Esta sustitución, entonces,
resulta oscura, en cuanto por exigencias morales termina por esconder las
consideraciones de justicia de una intervención bajo las argumentaciones sobre
su validez. En este sentido, me parece que en este caso sean pertinentes las
observaciones de H.L Hart sobre el riesgo que corre quien sostiene una posición
“ iusnaturalista” que considera las normas jurídicas como normas que “
deben “ ser justas: hasta el punto de no poder criticar “ moralmente” normas que se consideran válidas.
El
último problema que se plantea con la aceptación de una posición
pacifista es teorico-moral. Hemos visto como en la crítica de la “ retórica
de la guerra” se pueda partir de consideraciones, lato
sensu, utilitaristas o teleológicas. La
acusación que se formula a aquellos que apoyan las acciones militares para la
solución de las controversias o para la tutela de la “ seguridad
internacional” ( si bien en un sentido tan amplio que se justifica cualquier
intervención, hasta aquella de tipo preventivo) es la de meter la mano en la
esposa antes de razonar sobre los costes y los beneficios. Por el contrario, según
esta versión de la posición pacifista, el rechazo a la guerra y la aceptación
de una intervención de policía es la mejor respuesta, la más útil, a las
crisis internacionales. Esta posición, por lo tanto, llega a conclusiones rígidamente
deontológicas a través de puntos de partida teleológicos. A pesar de que
alguna cosa, en particular la coherencia, creo que se pierde en el camino. En
primer lugar hay que discutir quien padece el daño cuando se inicia un
conflicto. Ciertamente no me parece que los costes que los ricos países
occidentales puedan pagar por poner en marcha las enormes máquinas de guerra
sean comparables a las destrucciones padecidas por los países, en ocasiones muy
pobres, teatros de las campañas militares; no obstante, es relevante el tributo
que en destrucciones y muertos realizan estas poblaciones civiles. Pero entonces
no se entiende porque en la discusión de la guerra o no, sea relevante su
sustitución por acciones de policía, que pueden ser también estas “inútiles”,
y no simplemente su regulación, la necesidad, la obligación de que sean
eficaces las normas de derecho internacional relativas al estatus de los
civiles, de los prisioneros, de las armas a utilizar. En otras palabras, los
“peros” y las “
condiciones” de la guerra vuelven a ser los verdaderos interrogantes sobre la
moralidad de una intervención militar. Además, la mezcla de argumentos deontológicos
y teleológicos, propia de esta versión del pacifismo “racional” y no “
de principio”, se ve influenciada en el fondo por un interrogante sobre que
ofensas se deben tolerar y cuales no. La pregunta parece ociosa.
¿ Qué razón puede existir para reparar una ofensa si se corre el
riesgo de obtener una situación todavía más desastrosa?. Ciertamente para un
representante de la teoría teleológica esta pregunta tiene una respuesta muy
clara y por lo tanto la pregunta puede parecer banal. No obstante, no se puede
decir lo mismo para un individuo que siente como obligatoria una moral deontológica.
Este, de hecho, podría sostener, de una forma totalmente razonable acorde con
sus convicciones, que si bien existe una cierta probabilidad de que la acción
implique resultados desastrosos, todavía
la certeza de vivir en un mundo tan injusto es insostenible para su conciencia
moral, aunque no pretenda que todo el mundo piense como él. En resumen, la síntesis
de una posición estrictamente deontológica con argumentaciones teleológicas
presenta un matrimonio imposible entre dos tradiciones éticas, la
consecuencialista y la deontológica,
que si alguna vez se ha logrado, pensemos en la utilización del análisis
coste-beneficio en las políticas sociales de creación de derechos, esto no
puede dar por supuesto que siempre salga bien.
A
la retórica de la guerra, aún en su forma más moderna en la que la “ sed de
gloria, poder y riqueza” se sustituye por una “ aceptable” necesidad de
seguridad o de valores como la convivencia pacífica, parece contraponerse una
retórica de la paz. Hemos visto como una primera acepción de esta noción se
refiere al uso ambiguo de conceptos de valoración como (guerra versus
policía internacional), o a la confusión entre cuestiones de validez y de
justicia, o al difícil matrimonio entre argumentaciones deontológicas y teleológicas.
Considero, no obstante, que estas características del “ discurso sobre la
paz” sean la pista para atribuirle al término retórica una segunda acepción,
acepción que lo asimila al viejo término “ideología”. La posición del
pacifismo absoluto, en otras palabras, parece ser retórica en cuanto forma
parte de un uso “instrumental” o “estratégico” de la argumentación
moral. En este sentido, se argumenta no, o no sólo, para convencer al
interlocutor de que es esta la posición correcta, sino para empujarlo a una
acción, para realizar un fin que no es el convencimiento del mismo. El discurso
moral se convierte en parte de una agenda política cuyo objetivo no es la
afirmación de un valor, a través de la argumentación deontólogica si bien
enriquecida con consideraciones utilitaristas, sino la búsqueda de un consenso
utilizable también, sino sólo, para otras cuestiones y problemáticas que no
se han especificado.( la constitución de un sujeto político nuevo, por
ejemplo, a nivel nacional o internacional).
Resulta
así más claro por qué, de vez en cuando, las cansadas, desconfiadas y
perezosas opiniones públicas de los países liberales se movilizan bajo
banderas, eslóganes y consignas rígidamente deontológicas, como el pacifismo
absoluto, no obstante las limitaciones argumentativas que antes he expuesto.
El
rechazo absoluto de una opción y la adopción de una perspectiva moral tan
exigente como es el pacifismo “sin condiciones y sin peros” se encuadran
perfectamente en el uso “simbólico” de las normas morales, de los
principios de justicia y de los valores a través de los cuales juzgamos el
mundo que nos rodea y a nosotros mismos.
A
través de una consigna, aunque difícil y comprometida, se descubre una
identidad que parecía perdida con la puesta en discusión de las certezas filosóficas
y culturales, o con el agotamiento de la confianza en determinadas instituciones
( la clase social, el partido político, la iglesia, etc..).
Uno
se puede preguntar si esta no es una hipótesis de análisis no científica sino
“política” en sí misma. Frente a la difusión de posiciones morales que se
consideran indefendibles se manifiesta una sospecha, una sensación, pero no se
suministra una prueba del hecho de que la tesis del pacifismo absoluto sea parte
de una agenda que utiliza instrumentalmente los eslóganes “ estrictamente
deontológicos”. Considero que sobre este punto no se pueda dar más que una
respuesta incompleta, no definitiva (4).
En
primer lugar, el argumento que aquí presento no afirma que todos los eslóganes
“estrictamente deontológicos” sean retóricos en las dos acepciones antes
expuestas, sino que se limita a mostrar que se pueden interpretar de esta forma
las consignas del pacifismo absoluto. El hecho de que un esfuerzo tan generoso
de identificación de las reglas y de los procedimientos para regular las
controversias internacionales se reduzca a una serie de posiciones que se ven
afectadas por las limitaciones que antes hemos expuesto resulta sorprendente si
tenemos en cuenta la relevancia política que estas tesis están teniendo en los
periódicos y en la televisión. En suma, parece que el éxito de una consigna
sea proporcional a su vaguedad. Desde este punto de vista, la presencia de los líderes
políticos, que ni siquiera se pueden encasillar en posiciones
“antisistema”, considero que se pueda explicar por la voluntad de unirse y
de movilizar el consenso aunque sea
a través de eslóganes tan comprometedores. Si se tiene en cuenta el hecho de
que estos grupos o leaders no ocupan, por lo menos de momento, cargos de políticos, entonces se puede hablar de
una vuelta al partido “ pigliatutto” (recoge todo), al menos en una
determinada fase, del grupo político, es decir, la que se preocupa por abarcar
el mayor número de áreas posibles de desacuerdo o de protesta.
En
segundo lugar los argumentos del pacifismo absoluto comprenden un debate que no
se agota solamente en el ámbito de la discusión sobre las modalidades de sanción
de las violaciones del derecho internacional. Por el contrario, el tema es
relevante porque se enlaza con el campo más amplio de la justicia distributiva
internacional ( no es una mera coincidencia que esta manifestación se produce
en ocasión de un foro permanente que recita “ otro mundo es posible”) que
moviliza a fuertes sectores de opinión “
antisistema” o decepcionados por los partidos históricos de la izquierda
“reformista”.
Naturalmente
hay diferentes utilizaciones simbólicas de los eslóganes o de los principios
deontológicos, usos que varían según del mensaje que se envía. Estas
diferencias, no obstante, entran dentro del tipo de uso “ estratégico” de
la argumentación moral. Lo que permanece invariable es el hecho de que los eslóganes,
las declaraciones de intenciones, las consignas se eligen en base a
consideraciones teleológicas que no son transparentes dentro del propio
mensaje. En otras palabras, la afirmación moral perentoria, absoluta, puede no
ser la expresión de un radicalismo ético, quizás confuso en sus
argumentaciones pero enriquecido por la elección de las opciones a
perseguir, por los valores a tutelar, por los principios sobre los que no
transigir. Por el contrario, tal consigna, si bien expresión de una moral
estrictamente deontológica, puede ser la otra cara de una naturaleza“ maquiavélica”
del debate político, en el que las partes están listas, si conviene a pasar de
un paradigma teleológico a un rigor Kantiano. Si “ París bien vale una
misa”, entonces incluso se podrá gritar, persuadir y convencerse de la
justicia, claridad y transparencia del eslogan “ no a la guerra, sin
condiciones y sin peros”. Siempre que no se llegue a percibir detrás un
alegre ( u hosco según el carácter) Kant que se agita dentro de cada
manifestante y la mordaz sonrisa de Maquiavelo, si bien “postmoderno” y “
desobediente”.
(1)
Me gustaría expresar mi agradecimiento a D. Anselmo, C. Monteleone, G.
Scichilone y al profesor B. Celano por haberse leído y comentado la versión
preliminar de este artículo. Last but not least L. Aparicio por traducirlo y
haberme dado la oportunidad de publicarlo en esta revista.
(2)
A este propósito se puede citar el manifiesto contra la guerra
presentado por estas organizaciones en la página web, www.emergency.it.
(3)
Permanece abierta, todavía, para aquellos que no aceptan las posiciones estrictamente
deontológicas como el pacifismo absoluto, la cuestión de la utilización
de las sanciones en los supuesto de manifiesta violación de la International
Bill of Rights.
(4)
Sería interesante estudiar si cualquier análisis que “desvela” o
“desestructura” argumentaciones ideológicas no sea retórica en el sentido,
muy lato, de presunción, indiciaria, verosímil.