El
pianista
(The
pianist), Roman Polansky, 2002.
Un
nuevo aldabonazo en favor de la dignidad inalienable de todo ser humano
Roman
Polansky es un director judío, cuyos padres fueron internados en un campo de
concentración. Su madre muríó en ellos. Su padre tuvo mejor suerte. Roman,
que entonces apenas tenía ocho años, sobrevivió al bombardeo de Varsovia y al
ghetto de Cracovia. No es extraño,
pues, que quisiera abordar en el cine un tema como el del holocausto, desde la
cercanía de quien ha sido testigo y protagonista de esos horrores.
Con
todo, Polansky ha preferido no hurgar en la llaga de sus propios recuerdos y ha
optado por abordar los hechos con una cierta distancia. Para ello ha utilizado
las memorias de Wladyslaw Szpilman, pianista y compositor, que en aquellos
momentos trabajaba en radio Varsovia. Y, curiosamente, la originalidad de su
aportación al cine del holocausto (tarea difícil después de la obra magistral
de Spielberg) radica en su esfuerzo por ofrecer el punto de vista de Szpilman,
omitiendo toda la escenografía explícita y descarnada de la barbarie a que el
tema se presta, y confiando en que la fuerza y profundidad de la tragedia del
pianista es suficiente para conmover la entraña del espectador y hacerle
reflexionar sobre el infinito valor de la dignidad del ser humano.
La
historia está planteada para mantener el interés y los personajes están muy
bien trazados: una familia de lazos estrechos que va viendo cómo los
acontecimientos históricos les sobrepasan, sin que sean capaces de reaccionar:
la invasión nazi, los bombardeos, la discriminación racial progresiva y
creciente, hasta llegar al ghetto y
los campos de concentración.
Transcurrida
esta primera parte, se produce un punto de inflexión donde lo que se revela en
toda su crudeza no es la monstruosa realidad de los campos de exterminio, de los
hornos crematorios, del sadismo y crueldad de los soldados nazis; sino la enorme
angustia provocada por la soledad, el miedo, la incertidumbre y la capacidad titánica
de aguante del espíritu humano ante esa angustia. El piano, que Szpilman no
puede tocar físicamente en su escondite, pero cuyas teclas recorre con la mente
y presiona en el aire con sus dedos, representa una excelente metáfora de que
el hombre, aun a pesar de la extrema crueldad y de una persecución implacable,
es capaz de conservar lo más noble y digno que hay dentro de él.
Esta segunda mitad de la película es un prodigio de sensibilidad. Sin apenas palabras, con las actitudes y gestos de un animal acorralado, la mirada del pianista nos revela que dentro de él todavía queda un resto imborrable de humanidad. La aparición del oficial alemán –magistral-, con su porte distinguido, y la interpretación de Chopin, sublime, en aquella sala en ruinas y con un piano destartalado, por parte de quien externamente aparece como un ser infrahumano, revela plenamente que la grandeza y dignidad del ser humano no radica en sus signos exteriores de poder sino en su espíritu trascendente. Por otra parte, este personaje que supone un giro imprevisto en la trama argumental, nos recuerda oportunamente la ingenuidad de quienes pretenden convertir la Historia en un relato de buenos y malos.
(Pedro Talavera)