I.S.S.N.: 1138-9877

Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 2-1999



Preferencias, deber jurídico y democracia

Joaquín Rodríguez-Toubes Muñiz

Universidad de Santiago de Compostela

Contribución al Proyecto de Investigación PB96-0936-C05-01.



Deberes ante el Derecho y deberes en la democracia

¿Hay un deber moral de obedecer las normas aprobadas democráticamente? Incluyo en la pregunta tanto las normas aprobadas en una democracia directa como, más genéricamente, las aprobadas en el contexto de un sistema político democrático. Varias razones sugieren una respuesta afirmativa; entre ellas las expuestas por Peter Singer en el libro que dedicó a la cuestión.1

Pero si admitimos que la democracia puede producir normas inmorales, ¿qué fuerza pueden tener esas razones para justificar la obediencia a las decisiones democráticas con independencia de su contenido? Dicho de otro modo, ¿aporta la democracia alguna justificación específica para cumplir las normas nacidas de ella que se sobreponga a las razones morales que pueda haber para realizar o no la conducta prescrita en dichas normas?

El problema así planteado tiene un claro paralelismo con el problema de la normatividad del Derecho: ¿aporta el Derecho alguna justificación especifica para cumplir las normas jurídicas que se sobreponga a las razones morales que pueda haber para realizar o no la conducta prescrita en ellas? Debido a este paralelismo, creo que para afrontar las preguntas del párrafo anterior pueden ser útiles unas reflexiones sobre la pregunta de este párrafo, realizadas al hilo del estudio más completo que conozco sobre la misma: el libro de Juan Carlos Bayón La normatividad del Derecho: deber jurídico y razones para la acción.2

Porque la respuesta de Bayón a esa segunda pregunta, en sentido sustancialmente negativo, ofrece unos argumentos que son trasladables al problema de la democracia, si la analogía sugerida es efectivamente correcta. Por eso pienso que un replanteamiento de los argumentos de Bayón que niegan el valor moral intrínseco del Derecho puede ser relevante para defender el valor moral intrínseco de la democracia. En este trabajo no me propongo esta última defensa, sino más bien aquel replanteamiento.

Antes de proceder modestamente al replanteamiento»anunciado, debo cerrar una posible vía de escape al problema inicial. Éste consiste en analizar las razones (morales) que justifican la obediencia a las normas en una democracia si admitimos que la democracia puede producir normas inmorales. Ahora bien, cabe objetar esta premisa. Podría pensarse que la democracia es consustancialmente una fuente de normas moralmente justificadas, en cuyo caso carecería de sentido preguntarse por la obligatoriedad moral de su obediencia. A esta consecuencia llevaría, destacadamente, la tesis de Carlos Nino según la cual la democracia es un medio de conocer lo moralmente justificado, pues es un sucedáneo regimentado» del discurso moral.3

De ser así, resultaría obvio que hay un deber moral de obedecer las normas que deriven de la democracia. Pero no es así, en mi opinión. Hay dos maneras de entender esa tesis, y ninguna de ellas lleva muy lejos. Primero, podemos entender que la democracia produce invariablemente soluciones justificadas, o asumibles como tales a todos los efectos, porque no hay otro medio más adecuado de representarse la solución moral correcta». Según esto, la democracia es algo más que un sucedáneo del discurso moral: lo reemplaza en la práctica. Pero eso es claramente falso, porque la democracia no asegura ni la imparcialidad del juicio ni la universalidad necesarias para fundamentar la validez moral. No es de ninguna manera absurdo sostener que también los acuerdos democráticos son susceptibles de evaluación moral. Segundo, podemos entender que la democracia tiende a producir soluciones justificadas, aunque no invariablemente (ésta es la posición atribuible a Nino a partir de las cautelas que introduce). Según esto, si bien la decisión democrática puede no ser moralmente correcta, hay que presumir que sí lo es. Pero entonces resurge el problema original: ¿es suficiente esa presunción para justificar la obediencia?, ¿qué razones hay para fundamentar el deber hacia la decisión democrática que se sobrepongan a las que afectan al contenido de esa decisión?

Esta última pregunta la cuestión de partida también se la plantea Bayón en una larga nota (la 591), donde se conectan implícitamente los dos problemas que aquí estoy relacionando: el deber ante el Derecho y el deber en la democracia. Según hace ver Bayón, la idea de que la democracia tiende a producir decisiones moralmente correctas implica que es posible un juicio externo sobre la moralidad de la decisión democrática, con lo cual lo determinante del deber será la justificación de esa decisión y no su origen democrático. Pero entonces, los individuos no tendrán un deber específico de obedecer las decisiones democráticas: hay sólo un deber genérico de obedecer las decisiones justificadas. Si Nino escapa a esa consecuencia explica Bayón es porque según él es imposible que el individuo lleve a cabo ese juicio externo sobre la decisión: dicho juicio debe ser consensuado, y en términos prácticos esto sólo se consigue democráticamente. Por eso la tesis de Nino parecería respaldar los deberes específicos hacia las decisiones democráticas, deberes que se sobreponen y excluyen a los que existen hacia las decisiones justificadas, y permitiría una respuesta afirmativa a nuestra pregunta inicial. Pero Bayón no comparte este criterio, pues según él las razones que pueda tener el individuo para justificar su actuación dependen en último término de sí mismo (son razones internas), y sí es por tanto posible un juicio moral ajeno al consenso democrático. Coincido con Bayón, sin perjuicio de lo que diré al respecto al tratar su postura ante el deber jurídico; pero quisiera anotar ahora que tal vez la tesis de Nino pueda ser interpretable en clave internalista. En efecto, tal vez pudiera entenderse que el valor epistemológico de la democracia es compatible con la individualidad de los juicios morales: lo que ocurre es que para fundamentar estos juicios el individuo ha de adoptar un punto de vista imparcial y éste se consigue mejor atendiendo a los procesos democráticos. No se afirma que la justificación moral provenga de la democracia (externamente), sino inevitablemente del individuo (internamente), pero como resultado de una simulación, inspirada en la democracia, del punto de vista externo. Es decir, cabría asimilar la posición de Nino a un tipo de internalismo cuasi-realista, como por cierto hace el propio Bayón (op. cit., p. 229).

Al problema de la justificación intrínseca de la decisión democrática vuelve a referirse Bayón en otros lugares, reafirmando las conexiones de ese problema con el de la normatividad del Derecho. En la nota 640 (op. cit., p. 697) está resumida de modo explícito la tesis de Bayón sobre este asunto. Según él, sostener que en los sistemas jurídicos democráticos hay una razón independiente del contenido para obedecer cualquiera de sus normas, desemboca en un cuatrilema: o bien se acepta el valor epistemológico de la democracia en los términos ya criticados; o bien se incurre en un subjetivismo social que identifica lo moralmente correcto con lo que decide la mayoría; o bien se da por sentado que quien participa en la democracia o se beneficia de ella consiente sus resultados; o bien se asume que la obligación de preservar el sistema democrático basta para justificar la obediencia incondicionada a cualquier norma que produzca. Pero a Bayón no le convence ninguna de estas vías, ni a mí tampoco. Sin embargo, me parece posible eludir la conclusión que resultaría inevitable el origen democrático de una norma no es razón suficiente para obedecerla revisando los planteamientos que llevan a rechazar el valor epistemológico de la democracia, en la línea ya apuntada al final del párrafo anterior. Pero, como advertí, me propongo hacer esto por una vía indirecta: examinando si el Derecho es una fuente de valor intrínseca o como se desprende de los argumentos de Bayón sólo es fuente de valor en un sentido consecuencialista. Podría decirse que se trata de revisar los planteamientos que llevan a Bayón a rechazar el valor epistemológico del Derecho. Proponer esta revisión no significa insisto defender la conclusión contraria (a saber: siempre deben obedecerse las normas con origen democrático), de la cual por lo demás discrepo.

 

Obediencia al Derecho, argumentación jurídica y consecuencialismo

En el libro mencionado, Juan Carlos Bayón concluye si comprendí bien su intrincada exposición que hay una razón decisiva para hacer lo que el Derecho ordena (sólo) cuando hacerlo satisface los deseos y metapreferencias (intereses y valores) del agente. Según esto, entiendo yo, toda argumen tación jurídica correcta es consecuencialista en cuanto que atiende al balance de razones que favorecen la satisfacción de las preferencias globales del argumentante (y, supuestamente, también las del destinata rio de la argumentación). Ante la pretensión de que la argumentación jurídica puede justificadamente hacer abstracción del balance último de razones y atender sólo a las directivas de la autoridad o a las normas convencionales, como estima una influyente doctrina, Bayón es contundente: tal pretensión es irracional (op. cit., p. 688). Pero para llegar a este resultado, Bayón parte de lo que a mi juicio es una premisa discutible: la idea de razones para la acción está conectada conceptualmente a la idea de preferencias.

Centraré el análisis en dos puntos concretos del libro de Bayón. El primero es el interesantísimo ataque que realiza contra la doctrina que ve la autoridad jurídica como fuente de razones protegidas, con las cuales es posible argumentar desatendiendo justificadamente el peso de otras razones morales. Este punto es importante porque muestra cómo el consecuencialismo no puede propor cionar a las decisiones jurídicas una fundamentación última basada en la congruencia de dichas decisiones con normas creadas por una autoridad. O bien la argumentación jurídica es consecuencialista (es decir, es un caso de evaluación de consecuencias y no un ejercicio de dogmática jurídica), o bien carece de justificación como razón concluyente para actuar. El segundo punto que trataré es la afirmación de que los deseos son razones para la acción. La importancia de tratarlo radica en que a partir de esa premisa normativa es posible concluir que es irracional pretender justificación independiente para una argumentación jurídica dogmática que se limita a comprobar la congruencia de las decisiones y dictámenes con las directivas de la autoridad. Poner en duda esa premisa, entonces, supone cierta rehabilitación para la idea de una argumentación jurídica autónoma no consecuencialista.

 

Las razones morales relevantes: la irracionalidad de excluir razones

En cuanto a la supuesta prevalencia del deber de obedecer a la autoridad, voy a recordar seguidamente una mínima parte de las reflexiones de Bayón al respecto: las que se refieren a la racionalidad de obedecer los mandatos errados de esa autoridad. Bayón desmonta dos respuestas de Raz: el argumento de la pericia y el argumento de la coordinación. Según el argumento de la pericia, en condiciones de incertidumbre parcial es sensato obedecer al experto pues es más probable que acierte con el balance adecuado de razones. Pero Bayón objeta que el experto sólo aporta razones indicativas, y es irracional seguirlas cuando se sabe que están equivocadas (y no cabe replicar que es imposible saberlo, porque entonces también sería imposible saber que el experto es efectivamente experto). Según el argumento de la coordinación, cuando hay un problema de coordinación y una regla social colabora a alcanzar una solución (un equilibrio), hay razones para mantener dicha regla. Esto es claro si la regla consiste en obedecer a una autoridad (más que si consiste en seguir una convención, pues en este caso puede plantearse un nuevo problema de coordinación sobre cuál seguir). Pero según Bayón la existencia de un mandato autoritativo no justifica que el agente postergue su propio juicio sobre el correcto balance de razones a favor o en contra de cumplir dicho mandato.

Tras rebatir los dos argumentos de Raz, Bayón concluye que tanto la convención como la directiva de la autoridad son sólo razones auxiliares para formar el propio juicio, las cuales no pueden excluir la consideración de otras razones y por tanto pueden ser contrarrestadas por ellas. Ahora bien, Bayón hace notar que la razón (auxiliar) para obedecer a la autoridad no es sólo la contribución inmediata de sus directivas a la coordinación, sino también que desobedecer minaría su capacidad coordinadora genérica e incluso la estabilidad y conservación de un orden globalmente justo. Por eso en el caso de los jueces la razón para obedecer a la autoridad jurídica es más fuerte y más difícil de contrarrestar con las razones para desobedecer. Con todo, un agente racional siempre evaluará caso por caso las razones para hacer o no hacer lo que una autoridad le ordena que haga» (op. cit., p. 691). Una argumentación jurídica dogmática, relativa a la congruencia con decisiones autoritativas y ajena al análisis consecuencialista, es posible como enunciado no comprometido (esto es, sin aceptar la regla que lo respalda), pero a fin de cuentas no proporciona una razón operativa justificada para dicha decisión.

Las consideraciones de Juan Carlos Bayón sobre el deber moral de obedecer la autoridad que van mucho más allá de mi resumen peligrosamente esquemático me parecen impecables, al menos en el contexto de una racionalidad consecuencialista. Según creo, responden al mismo fundamento de la crítica al utilitarismo de reglas: si el seguimiento de la regla está justificado por razones de utilidad, es forzosamente concebible que en algún caso sea mejor desviarse de la regla y que, por tanto, esté justificado hacerlo. Esta es, al fin y al cabo, la razón por la que el utilitarismo es incapaz de proporcionar un fundamento estable a los derechos humanos. Claro está que ni el utilitarismo ni el consecuencialismo se ven refutados por esta conclusión, por desagradable que ella resulte, a no ser que dispongamos de una fundamentación independiente para los derechos humanos. Por lo mismo, tampoco el consecuencialismo se ve refutado por su incapacidad para reconocer las directivas de la autoridad como razones protegidas, a no ser que dispongamos de una fundamentación independiente de esa propiedad. No voy a tratar de ofrecer una fundamentación no-consecuencialista de la obediencia incondicional a la autoridad jurídica, que ciertamente parece implausible aún tratándose de una autoridad legítima y globalmente justa. En lugar de esto, en el próximo apartado cuestionaré el fundamento de la crítica consecuencialista a dicha obediencia incondicional.

Por lo demás, es posible plantear algunas objeciones a las consideraciones de Bayón. Destacaré dos: una interna y otra externa al argumento. La objeción interna consiste en que es concebible que entre los valores del agente los cuales figuran entre las preferencias que racionalmente trata de satisfacer esté el respeto a la autoridad, y es concebible que en algún agente se trate de un valor absoluto, de una preferencia no dominada. En ese caso los mandatos de la autoridad se configuran como razones protegidas, pues la obediencia a tales mandatos siempre será preferida a la desobediencia. Esta objeción parece de fácil respuesta: ese resultado el dominio del valor que impone obedecer se produce a consecuencia del balance de razones, y de ningún modo excluyéndolo como pretende la doctrina de la autoridad. Pero esta respuesta deja un poso de insatisfacción. Porque por esta vía es posible interpretar que también quienes comulgan con las éticas de deberes son consecuencialistas, en tanto que la racionalidad de sus opciones morales depende de que satisfagan sus preferencias (a saber: cumplir los deberes). Pero esta interpretación desvirtúa las éticas de los deberes, disfrazándolas con una perogrullada. La raíz de esta dificultad podría estar en querer integrar las convicciones deontológicas en el conjunto de las preferencias morales del agente, como razones (dominantes) que han de ser contrapesadas con otras razones también derivadas de preferencias. Tal vez esto sea erróneo, porque la peculiaridad de las convicciones deontológicas consiste en que se presentan como incondicionales y exteriores a la estructura de las preferencias del agente (esto es, son fuente de razones objetivas o intersubjetivas). Si este modo de presentarse ante el sujeto no es engañoso, las razones deontológicas sólo pueden ser contrapesadas por otras razones deontológicas intersubjetivas y no por un balance de preferencias internas al agente. Esta cuestión se conecta con la discusión sobre el carácter normativo de los deseos y sobre la exterioridad o interioridad de la moral, que abordaré luego.

Como objeción externa al argumento de Bayón sobre la autoridad pienso en la posibilidad de fundamentar un consecuencialismo restrictivo según el cual es racional someter a los mandatos de una autoridad el propio juicio sobre el correcto balance de razones cuando los beneficios de hacerlo así no se obtendrían si evaluamos caso por caso las ventajas de obedecer esos mandatos.4

Esta posibilidad afecta en especial a la crítica del argumento de la coordinación. Bayón advierte sobre una posible réplica a dicho argumento: en ciertos casos un agente sólo llegaría a la conclusión de que debe obedecer a la autoridad coordinadora si prevé que los demás obedecerán sin pararse a calcular las ventajas y desventajas de hacerlo, de manera que si los demás actúan como él (esto es, calculadoramente) nunca se producirá la coordinación buscada. La respuesta de Bayón es que el agente puede contar con que los demás obedecerán simplemente porque destacará ante ellos el equili brio de coordinación producido por la autoridad, sin necesidad de presuponer que consideran sus mandatos como razones protegidas. Pero la objeción que ahora considero sostiene que en ciertas situaciones los agentes no alcanzarán el equilibrio de coordinación a menos de que prescindan del cálculo global de razones o de que asuman que otros agentes prescindirán de dicho cálculo. Esto me parece más verosímil que la confianza en que en toda ocasión el equilibrio de coordinación propuesto por la autoridad se revelará como ventajoso para cualquier agente que haga balance de todas sus razones, incluidas las que demuestran que es contraproducente para él procurar ese equilibrio si los demás no lo hacen.5

La neutralidad normativa de los deseos.

El segundo punto que quiero tratar al hilo del análisis que realiza Bayón es su tesis de que los deseos son razones para la acción. Como dije, creo que poner en duda esa premisa, desde la que llega a conclusiones incompatibles con reconocer a una argumentación jurídica autónoma no consecuencialis ta capacidad para justificar decisiones con sinceridad, supone cierta rehabilitación para esa capacidad. El estudio que Bayón dedica a las razones para actuar es también muy cuidadoso, y aquí sólo puedo esbozar sus líneas generales según lo he entendido. En lo que sigue asumiré que al defender que los deseos son razones para actuar, Bayón está afirmando que los deseos tienen capacidad justificatoria y no sólo son motivos que explican la acción. Aunque advierte que la distinción entre el sentido explicativo del concepto de razones para la acción» (motivos por los cuales se actuó de hecho o por los cuales puede o pudo preverse una acción) y su sentido justificativo (razones por las cuales una acción es correcta o legítima) es imprecisa, parece optar por centrarse en las razones justificativas. Porque apunta analizar éstas es un paso previo a explicar las conductas (retrospectiva o predictivamente), ya que las creencias de los agentes sobre la justificación intervienen para motivar las conductas.

Como señala Bayón, los sujetos tienen deseos o preferencias de varios niveles que es útil distinguir terminológicamente: deseos propiamente dichos, intereses prudenciales en función de los fines propios, y valores morales que tienen en cuenta los fines de los demás. Las preferencias de nivel superior (metapreferencias) dominan a las de nivel inferior. Esta me parece una descripción plausible de cómo el agente jerarquiza sus razones al deliberar sobre qué acciones están justificadas. El problema se plantea, a mi juicio, al presentar esta deliberación como una justificación. Creo que una cosa es que los agentes justifiquen las acciones por su contribución consecuencialista a satisfacer sus preferencias no dominadas, y otra que esa justificación sea correcta. Una cosa es lo que el agente considera una justificación y otra lo que de verdad es una justificación. Un agente no puede justificar una acción suya alegando que deseaba hacerla. Bayón piensa lo contrario: un deseo del agente, más la satisfacción de la cláusula ceteris paribus, proporciona una justificación concluyente de su acción» (op. cit., p. 78). Esta afirmación que según diré se desvirtúa al desplegar la cláusula ceteris paribus responde a la interpretación defendida por Bayón de las normas morales como normas internas.

A mi juicio los deseos no pueden justificar las acciones, y creo que los argumentos de Bayón no prueban lo contrario. Porque lo que muestra Bayón, a lo sumo, es que los deseos sirven de justificación para actuar sólo si se satisface la cláusula ceteris paribus; esto es, sólo si no existen razones prudenciales o morales contrarias a satisfacer el deseo. Dicho de otro modo, los deseos justifican sólo acciones moralmente indiferentes. Pero y esta es una primera objeción si las acciones son moralmente indiferentes entonces cualquier dato podría alegarse como justificación: no sólo los deseos del agente, sino también los deseos de un tercero, o un sorteo. Qué tienen de particular al respecto los deseos del agente, si no hay razones morales para atender a ellos antes que a otro dato cualquiera? En realidad los deseos justifican las acciones porque (plausiblemen te) es moralmente correcto respetar prima facie el contenido de los deseos. Pero entonces lo que justifica las acciones no es en puridad los deseos, sino el criterio moral que prescribe tenerlos en cuenta (prima facie). Los deseos como las necesidades forman parte de las razones justificatorias pero no son la razón justificatoria. Los deseos sólo justifican las acciones en tanto en cuanto así lo permite o prescribe el conjunto de normas morales. Por eso ante la intervención de un deseo del agente caben dos opciones: o bien la moral obliga a tenerlos en cuenta (o lo prohíbe), en cuyo caso la acción no es moralmente indiferente; o bien la moral permite tenerlos o no en cuenta, en cuyo caso el deseo no puede contribuir a la justificación moral. Según creo, aplicar la cláusula ceteris paribus en la que insiste Bayón lleva a este mismo resultado.6

Ahora bien, qué es una norma moral sino la proyección de deseos dominantes del agente? Llegamos por fin al punto más delicado de este epígrafe: la cuestión de si es correcto tomar las preferencias morales como criterio de justificación, o si por el contrario obrar así confunde la creencia en la justificación con la justificación misma. La cuestión no es nada simple, aunque pueda parecerlo al formularla simplificadamente como lo he hecho. Téngase presente que las preferencias morales» no son caprichosas sino reflexivas, de modo que su contenido puede ser idéntico al que la concepción alternativa pudiera concebir como criterio de justificación apropiado. Es más, la dificultad del problema radica en que para el primer punto de vista cuando la concepción alternativa alude a un criterio de justificación apropiado lo único que hace y puede hacer es presentar sus preferencias sobre cuáles sean el contenido o los requisitos de tal criterio. Bayón presenta este complejo debate como el contraste entre las concepciones externalista e internalista sobre los juicios morales. Para la concepción externalista es posible que exista una razón para actuar aunque nadie en el mundo la incluya en su conjunto subjetivo de motivaciones; mientras que para la concepción internalista la existencia de una razón para actuar, en sentido justificativo, está ligada conceptualmente a su aceptación como tal por parte de alguien (op. cit., p. 137, 204, passim). Bayón defiende una versión de la concepción internalista según la cual la moral es el conjunto de metapreferencias de un individuo que éste considera razones que todo el mundo debería respetar sea cual sea su plan de vida y, acaso, que puedan ser suscritas por quien adopte determinado punto de vista. En contraste, se opone al postulado externalista de que es una racionalidad práctica objetiva la que da relevancia justificatoria a algunos de los elementos del conjunto de motivaciones del agente.

Pienso, con Bayón, que la concepción internalista ofrece un fundamento más convincente para la moral desde el punto de vista argumentativo. La idea de valores objetivos resulta notablemente implau sible a no ser como cuestión de fe. Sin embargo, creo que los argumentos internalistas pueden ser interpretados de modo que resulte una distinción entre lo que el agente considera una justificación y lo que propiamente es una justificación. Sobre todo si tomamos como referencia un internalismo cuasi-realista según el cual la moral son metapreferencias que uno tendría si adoptara cierto punto de vista (cf. op. cit., p. 223). Pensemos por ejemplo en un constructivismo ético que considere juicios morales correctos aquéllos coherentes con los principios de conducta subyacentes en los juicios morales practicados en el seno de un grupo de referencia (v.gr. aquél a quien afecten dichos juicios). Podría ser, y encuentro verosímil, que un criterio moral así venga impuesto por la propia lógica de la discusión moral, por ser pragmáticamente contradictorio rechazar un principio de universalización que asocie la validez moral con el reconocimiento universal de dicha validez. Si esto es así, entonces el criterio constructivista, que es interno en tanto que tiene valor porque un sujeto se lo atribuye, adquiere una dimensión intersubjetiva: tiene valor porque varios sujetos se lo atribuyen, siendo dicha atribución necesaria lógicamente. De todo ello resulta que cabe hablar de una justificación moral intersubjetiva, que no depende de las metapreferencias que tiene el agente sino de las que lógicamente debe tener. En consecuencia, cabría como hipótesis que una decisión jurídica estuviera justificada a pesar de ser reprobada por el agente de acuerdo con su balance de razones. Esta hipótesis fundamenta la posibilidad de una argumentación jurídica autónoma que produzca decisiones justificadas con independencia de lo que el argumentante considere justificado. Y ello sin pretender esquivar el internalismo, sino simplemente combinando las metapreferencias de los sujetos con los requisitos que a las mismas impone el criterio lógico de no contradicción.

 

Preferencias morales y preferencias políticas

Para terminar estas reflexiones quisiera regresar al punto de partida: el problema de los deberes en la democracia, la pregunta sobre si ésta fundamenta una obediencia de las normas independiente del contenido. Aplicando la analogía presentada al comienzo, cabría pensar que si el Derecho no puede fundamentar ese tipo de obediencia, porque el deber moral hacia las normas jurídicas no puede desvincularse de las preferencias morales del agente, de modo similar tampoco la podrá fundamentar la democracia, porque el deber moral hacia las decisiones democráticas no puede desvincularse de las preferencias morales del agente. Pero si los reparos expuestos arriba siembran dudas sobre la idoneidad de tratar el deber hacia las normas jurídicas como una cuestión de preferencias o deseos, también ponen en duda que el deber hacia las decisiones democráticas sea una cuestión de preferencias o deseos. Y si hasta aquí me he referido a las preferencias morales, y a los deseos que se someten a ellas, con más motivo será aplicable el argumento a las preferencias políticas, que forman un conjunto de deseos de nivel jerárquico inferior. El deber moral hacia las decisiones democráticas podría ser, cuestionablemente, una cuestión de preferencias morales; pero de ningún modo es una cuestión de preferencias políticas.





NOTAS



1. P. Singer, Democracia y desobediencia [1973], trad. de M.I. Guastavino, Barcelona: Ariel, 1985. Las razones defendidas son, sobre todo, que la democracia es el mejor sucedáneo de la justicia absoluta cuando ésta no se conoce o no se alcanza (p. 41), pues para resolver las controversias cada miembro puede tener el máximo de influencia compatible con un arreglo pacífico» (p. 55); y que en cuanto se participa en la decisión democrática se crean expectativas razonables de que se obedecerá el resultado, y surge una obligación de obediencia como si se hubiese consentido (p. 57).



2. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1991.


3. C.S. Nino, El constructivismo ético, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 109, 129.


4. Sobre el particular ver Ph. PETTIT y G. BRENNAN, Consecuencialismo restrictivo», Télos III/2 (1994), pp. 73-97. El artículo argumenta que si bien el criterio para tomar decisiones correctas es evaluar qué opciones maximizan el valor objetivamente probable, no obstante a menudo lo adecuado es elegir la decisión restringiendo la aplicación de ese criterio y confiando en su lugar en predisposiciones psicológicas tales como hábitos inveterados, motivaciones espontáneas o compromisos basados en principios. La tesis es que esta restricción procede siempre que el cálculo consecuencialista socava la maximización del valor objetivamente probable. Así ocurre cuando el beneficio perseguido es por un lado elusivo al cálculo (esto es, no puede obtenerse mediante una elección de acciones sometida a cálculo) y por otro lado es vulnerable al cálculo (esto es, no puede obtenerse cuando se supervisa con el cálculo la predisposición que normalmente produce el beneficio). Con esta terminología diríamos que acaso la actitud de considerar las directivas de la autoridad como razones protegidas produce beneficios elusivos y vulnerables al cálculo», y por ello desde el punto de vista consecuencialista es racional adoptarla. consecuencias.


5. Por lo dicho, entiendo que a la referida réplica de Bayón según la cual es racional procurar el equilibrio de coordinación que sobresale por la acción de la autoridad a pesar de que, examinado el problema desde el punto de vista individual, tanto a uno mismo como a los demás interesa no hacerlo le son trasladables las agudas críticas que él (op. cit., p. 183) dedica al planteamiento de David Gauthier: la mera racionalidad económica no genera las condiciones que hacen económicamente racional la adopción de la disposición cooperativa: para que ésta surja en un agente como producto de esa racionalidad es preciso que antes haya surgido en otros como producto de consideraciones de otro orden».


6. A juicio de Bayón (op cit., p. 81) la verificación de que ha quedado satisfecha la condición ceteris paribus requiere un pronunciamiento del observador en el sentido de que el deseo en cuestión no contradice razones que en su opinión no son relativas a lo que el agente quiere, y que por eso mismo deben ser apreciadas desde su punto de vista [del observador, entiendo], no desde el punto de vista del agente evaluado». Pero en estas circunstancias esto es, cuando el observador no encuentra razones para no actuar conforme al deseo la acción conforme al deseo en mi opinión aparece como justificada: debe hacerse. Porque la única justificación posible para no actuar conforme al deseo sería que hubiese razones dominantes que lo obliguen o permitan, de manera que si no las hay es obligado actuar. Por tanto no es el deseo del agente la razón que justifica la acción, sino la norma moral que interviene implícitamente en la cláusula ceteris paribus: no hay excusa para no actuar conforme al deseo. Así las cosas, lo mismo que predicamos de los deseos podemos predicarlo de otros muchos hechos, en unos casos (v.gr. necesidades) con mayor probabilidad que otros (v.gr. instintos) de que la norma moral los recomiende. Diríamos, por ejemplo, que el instinto de supervivencia es ceteris paribus una razón (justificatoria) para actuar. Esto quiere decir simplemente que ante la ausencia de razones morales para actuar en contra o con independencia de dicho instinto, está justificado actuar conforme a él. Si no hay razones para que no beba agua (como por ejemplo que si me abstengo de hacerlo aprovecho recursos escasos), entonces mi deseo de beber justifica mi acción de beber, pero no tanto por mi deseo sino más bien porque la acción es moralmente inofensiva y beneficiosa. Los deseos, como las necesidades e instintos, motivan las acciones, pero por sí mismos no las justifican. (Sobre las necesidades como motivos cf. Bayón op. cit., p. 116).

 

 

CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 2

I.S.S.N.: 1138-9877

Fecha de publicación: marzo de 1999