I.S.S.N.: 1138-9877

Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 2-1999



El individuo y los grupos en el derecho laboral. Los dilemas del vínculo social.

 

Juan Antonio García Amado

Universidad de León


Posiblemente no sea muy exagerado afirmar que el Derecho del Trabajo, como materia o disciplina jurídica, es la gran desconocida e ignorada por los iusfilósofos. Rarísimamente encontramos en los tratados y manuales de Filosofía del Derecho un ejemplo referido a cuestiones y problemas sustanciales del derecho laboral. Y más que excepcional resulta hallar en los capítulos de las obras de Teoría del Derecho que tratan de las fuentes del derecho una referencia medianamente consistente a la ubicación del convenio colectivo de trabajo en el sistema de fuentes, o un tratamiento, al hablar de la noción de los derechos y su titularidad, de los derechos colectivos. Tampoco solemos detenermos en la idea de autonomía colectiva cuando tratamos de los sujetos y su libertad o autonomía. Con esto se constata lo que sin duda es una deficiencia en nuestra percepción "gremial" de lo jurídico y el anquilosamiento de nuestra óptica en una concepción del derecho y sus peripecias anclada en tiempos pretéritos o, peor aún, que quizá nunca existieron con tal simplicidad y esquematismo.

De ahí que estimo que para renovar la filosofía del derecho y tratar de tornarla en una disciplina con alguna utilidad práctica y con una mínima capacidad para aportar al estudio de la realidad jurídica algo más que un manto más o menos erudito o el cómodo y nada comprometido revestimiento con unos pocos principios y unas cuantas alusiones a la justicia y el bien, no nos queda más salida que ponernos a estudiar derecho. Y a estudiarlo con ese planteamiento crítico que tanto nos gusta arrogarnos y que supuestamente identifica (es cuestión de fe) la dimensión filosófica de nuestro oficio.

Ese acercamiento a las disciplinas jurídicas que solemos denominar "dogmáticas" tiene que operar con una doble perspectiva. Por un lado, hemos de identificar y tratar de desentrañar los presupuestos primeros, los "aprioris" de tales disciplinas, los cuales en muchas ocasiones se mueven entre dilemnas metafísicos y auténticos enigmas verbales. Algo tendrá que aportar ahí nuestro instrumental analítico, ése que habitualmente usamos para enredar, más que aclarar, puras disquisiciones pueriles y fantasmagóricas, experimentos de laboratorio consistentes en crear y "resolver" problemas conceptuales allí donde las más de las veces no hay ni problemas ni conceptos, sólo especulación inane de nuevo cuño, divertimentos nuevos de viejos metafísicos que han sustituido el adorno de entes ideales por la concienzuda composición, a ser posible entre amigos, de puzzles conceptuales, tan hermosos como evanescentes. Y, por otro lado, nuestra propensión a entendernos detentadores de criterios de justicia, poseedores de la más recóndita esencia de los valores jurídicos y políticos y desgranadores de principios, sería pura presunción estéril si no nos ayudara a proponer soluciones y nuevas salidas a algunos de los dilemas jurídicos de nuestro tiempo, a tomar seriamente partido allí donde nuestros colegas de las disciplinas "dogmáticas" discuten y se enfrentan sobre cuestiones que en el fondo son políticas y sociales.

En este trabajo me propongo acercarme a algunas cuestiones centrales del Derecho del Trabajo, en particular del derecho colectivo del Trabajo. Ni que decir tiene que hay en quien esto escribe una doble condición que limita el valor de mis tesis tanto para los iusfilósofos como para los iuslaboralistas: soy filósofo del derecho y en materias de derecho laboral soy un perfecto neófito y diletante. Entiéndase, pues, que la única intención es la de contribuir a un diálogo entre ambas materias, asumiento el riesgo de dejar por el momento insatisfechos tanto a los unos como a los otros.



I. Planteamiento.

Comencemos por situar nuestro tema mediante unas cuantas consideraciones elementales y bien conocidas. El Derecho del Trabajo nace de un planteamiento protector del trabajador y tiene su razón de ser primera en limitar el dogma iuscivilista y iusprivatista de la autonomía de la voluntad. El imperio irrestricto del contrato individual y la comprensión de la relación entre trabajador y empresario como pura expresión de la libre voluntad privada de ambos, que se plasma en el contrato de trabajo, se mostraron como maneras de encubrir bajo ropaje jurídico aparentemente igualitario lo que no era sino plasmación de la desigual relación de fuerzas y posibilidades. La crítica marxista aportó en esto, naturalmente, una claridad incontestable: la igualdad formal o puramente jurídica no es más que camuflaje de la desigualdad, y hasta de la semiesclavitud real. Un contrato de trabajo que se presume suscrito entre individuos iguales y sin límite a su voluntad a la hora de establecer sus cláusulas, no es más que un ejercicio de sumisión amparado por el ordenamiento jurídico, la juridificación formal de lo que para el trabajador es un estado de necesidad e inferioridad que se perpetúa. Nace de ahí la conciencia de que la autónoma voluntad de las partes debe estar limitada y acotada por ese mismo ordenamiento jurídico que posibilita y sanciona la validez del contrato, para que de esa manera la parte más débil, el trabajador, haga al consentir, un verdadero ejercicio de libertad. En suma, se trata de que a la igualación formal en el contrato se le sume una garantía de mínima igualdad real. Se trata de proteger al más débil para que el dogma del libre acuerdo entre particulares no se niegue a sí mismo en su propio ejercicio jurídico1

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Ese planteamiento protector se plasmó y se plasma por una doble vía: legislación estatal y reconocimiento y protección de la autonomía colectiva. Dicho de otra forma, el ordenamiento jurídico reacciona a la necesidad de proteger al trabajador frente a su situación de inferioridad negocial por una doble vía: tutelándolo directamente mediante una legislación que evite su sobreexplotación (descanso mínimo, jornada máxima, salario mínimo, etc., etc.) y reconociendo y legalizando mecanismos de autotultela de los propios trabajadores, como la libertad sindical, la huelga y la negociación colectiva. Repárese en que pronto va a aparecer el gran dilema del derecho colectivo del trabajo. Estos últimos medios de los que los trabajadores hacen uso son medios de ejercicio colectivo, que, en cuanto derechos, postulan también un sujeto colectivo como su titular, para la garantía de su misma efectividad. La necesidad de proteger al trabajador como individuo lleva a limitar la autonomía individual, pero no sólo la del empresario, sino también la del propio trabajador individual. Y el trabajador individual se ve, bajo ese espíritu protector, impedido de aceptar cualesquiera condiciones laborales ya no sólo por la acción de la ley, sino también por las medidas decididas o pactadas por su propio grupo, por los trabajadores como conjunto. Se entiende que la acción conjunta y coordinada de los trabajadores es un medio de autoprotección tan efectivo o más que la heteroprotección estatal2, al mismo tiempo que vía para un ejercicio colectivo de la autonomía que se torna autonomía colectiva. Se suele expresar que esa autonomía colectiva tiene tres elementos básicos: autoorganización (libertad sindical), autotutela (derecho de huelga) y autonormación (negociación colectiva) (Por ejemplo, últimamente, Correa Carrasco 1997, 115).

Esa autonomía colectiva, sin la que se entiende que estaría desprotegida la real autonomía individual del trabajador, plantea el problema de su propia compatibilidad con esa autonomía individual de la que tiene que ser garante. Y aquí vemos como esa tensión entre lo individual y lo colectivo es particularmente aguda en lo que tiene que ver con la negociación colectiva y su resultado, el convenio colectivo. Mientras que el reconocimiento de la libertad sindical (allí donde es verdaderamente tal) no acarrea la afiliación obligatoria del trabajador, ni el del derecho de huelga implica la obligatoriedad para todo trabajador de participar en la huelga legalmente declarada, los efectos jurídicos de la negociación colectiva se imponen frente a la libertad individual del trabajador, pues se tornan norma vinculante por mucho que se presente el convenio colectivo como ejercicio de autonormación. El designio del grupo se impone así a los trabajadores individuales y puede incluso ocurrir que vincule no sólo al trabajador afiliado a la organización que pactó el convenio, sino también a aquél que deliberadamente quiere mantenerse al margen de toda militancia o vinculación colectiva. Esa vinculatoriedad o eficacia del convenio colectivo plantea su choque con la autonomía individual del trabajador en una doble vertiente: por un lado, puede tener (y en sistemas como el nuestro efectivamente tiene) eficacia erga omnes; por otro, no cabe que el trabajador individual acepte en su contrato las reformatio in peius de las condiciones pactadas con carácter general en el convenio, aunque sí se admita la reformatio in melius, con lo que la norma convencional se torna vinculante en cuanto norma de mínimos.

Conviene dar en este punto unas muy breves pinceladas históricas que muestren cómo esa tensión entre autonomía colectiva y autonomía individual se va acrecentando hasta nuestros días. Primeramente se ve el convenio colectivo como mero contrato de los afiliados al sindicato, que actúan a través de sus representantes en él. Ahí se plantea el problema de cómo mantener la obligatoriedad del convenio frente al afiliado que está en minoría y discrepa, o que se desafilia por esa discrepancia, y por qué vía hacer extensible el convenio a los que no se han afiliado3. El paso siguiente será extender la eficacia del convenio, para lo que habrá que entender que el interés que por el lado de los trabajadores representa no es el interés de un concreto conjunto de individuos que lo signan por sí o por sus representantes privados o mandatarios, sino un interés colectivo de la categoría profesional4. En ciertos sistema y momentos esa posible generalización de los efectos del convenio se da por decisión administrativa. En otros casos, como en nuestro ordenamiento, los convenios colectivos pactados con respeto de unas mínimas condiciones de representatividad poseen eficacia general, vinculan a todos los trabajadores comprendidos en su ámbito de de aplicación (empresa, sector productivo...). La última vuelta de tuerca en esta evolución se da con el reconocimiento constitucional del derecho a la negociación colectiva, como ocurre en el artículo 37.1 de nuestra Constitución de 19785.

Tenemos ya diseñada, aunque sea en términos aún elementales, la tensión básica que aquí queremos explorar, la tensión entre libertad individual y sumisión a los designios grupales que nacen precisamente para proteger esa autonomía individual que limitan. Con algún ejemplo muy simple se puede acabar de ver el problema en todo su alcance: ¿por qué no ha de poder el trabajador individual pactar en su contrato de trabajo una jornada mayor que la estipulada como máxima en el convenio, a cambio por ejemplo de un mayor sueldo o de una semana más de vacaciones anuales? ¿Por qué no ha de poder renunciar a una parte de sus vacaciones anuales a cambio del compromiso del empresario de asegurarle la estabilidad en su empleo? Como ha dicho Prosperetti, el problema de la juridificación del convenio colectivo se mueve "entre los disvalores del "neofeudalismo" y del "individualismo iluminista", en la alternativa entre los planteamientos de política legislativa orientados, por una parte, a la progresiva institucionalización del poder del grupo y, por la otra, a la tutela de las elecciones singulares de los sujetos individuales" (Prosperetti 1989, 32).

Creo que ya se percibe que el dilema se plantea entre el mantenimiento de dos valores contrapuestos, la protección del trabajador y el respeto a su libertad de elección, a su autonomía como sujeto individual. El primero solicita decisiones colectivas vinculantes para el trabajador individual, el segundo tiende a la libertad contractual no sometida a dictados grupales. Habrá, como siempre, que encontrar el adecuado equilibrio. Pero entre esos dos polos se mueve el debate en la actual doctrina iuslaboralista, con la necesidad de mantener o reconfigurar la negociación colectiva como eje.

Nuestra hipótesis aquí será que ambas posturas acaban en aporías, contradicciones y sutiles tergiversaciones ideológicas. Quienes persiguen el objetivo de la protección del trabajador (y simultáneamente el del mantenimiento de la identidad disciplinar del derecho laboral) lo hacen a menudo sobre la base de anacronismos -lucha de clases al modo de la sociedad industrial primigenia-, ficciones -interés colectivo como síntesis de intereses comunes o generales de todos los asalariados-, ontologizaciones cuasimetafísicas -sustancialización del grupo de los trabajadores, derechos colectivos en su titularidad como derechos distintos y suprordenados a los derechos individuales- y, a menudo, un muy cuestionable instrumental teórico-jurídico -pluralismo jurídico y ordenamiento intersindical, derecho extraestatal autónomo, fuentes sociales del derecho, etc.-. Por el lado contrario, quienes mejor y con más realismo acogen las nuevas realidades sociales, económicas y laborales dan primacía a la protección de la empresa, ponen la negociación colectiva y el convenio al servicio de esa suprema finalidad y recaen en el también ya conocido juego de situar como eje una concepción de la empresa como comunidad de intereses, con tintes corporativistas, dejando peligrosamente de lado todo planteamiento conflictualista y resaltando en exceso el componente funcional e integrador, desde un cierto sistemismo y una larvada apología del mercado como instancia única de justicia, con lo que también aquí acaban sufriendo los intereses y "derechos" individuales, pues la subordinación del individuo a "su" grupo o clase se sustituye por la subordinación del individuo a "su" empresa, al sistema económico o a las magnitudes macroeconómicas. Esta "perversa" coincidencia de fondo entre estos dos polos de la doctrina explica un fenómeno que objetivamente mirado debería resultar curioso: unos y otros coinciden en la exaltación del sindicato "más representativo" y su papel de interlocutor deficientemente controlado por el conjunto de los trabajadores. Para los unos el sindicato es el depositario y portavoz "natural" del interés colectivo; para los otros, es el poseedor de una capacidad de "co-gestión" y "dirección" funcionalmente muy conveniente. Por todo ello, el gran reto teórico que hoy se nos presenta sería una especie de cuadratura del círculo que podríamos enunciar así: maximizar la protección del interés y los derechos individuales, minimizando los costes sociales -paro, daño a la competitividad de las empresas, etc.- de esa protección y consiguiendo mecanismos auténticamente representativos y responsables para el ejercicio de un interés colectivo que sea expresión y cauce de los intereses individuales.


II. Los polos de la tensión.

1. La protección del trabajador inasible.

La doctrina laboralista más tradicional, que en perspectiva actual podría posiblemente considerarse la más centrada en la protección del trabajador y sus intereses grupales, se edifica sobre unos presupuestos que, más allá de sus progresistas intenciones, difícilmente resisten la navaja de Occam y las acometidas de la historia. El trabajador, identificado con el asalariado, es visto como sujeto en una situación básicamente homogénea que comparte idénticos intereses y que por esa su inserción grupal no sólo se organiza en asociaciones que verdaderamente lo representan como clase, sino que así, como grupo, es titular de derechos que traspasan la dimensión individual y se imponen a ella. Y para dar cuenta de la emergencia y operatividad de esos derechos sin ceder al reconocimiento de un paternalismo estatal que contradiría el inicial planteamiento conflictualista y la desconfianza frante al poder político establecido, se echa mano a menudo de categorías y construcciones jurídicas que difícilmente se compadecen con la mecánica real de nuestros ordenamientos jurídicos.

Mientras tuvo sentido explicar la situación social en términos de lucha de clases y con una "lógica binaria" de división entre asalariados explotados y empresarios explotadores, junto con un Estado que no era más que la correa de transmisión de los intereses del capital, la reivindicación de instrumentos legales que permitieran a la clase trabajadora sobreponerse a la dinámica de explotación mediante el uso de su fuerza como grupo tuvo pleno sentido. Pero si en nuestros días queremos seguir hablando de la protección de los trabajadores y, más allá, dando sentido a un principio protector que no se identifique con el interés egoísta de una clase particular, el discurso tiene que hacerse considerablemente más complejo. La vieja idea del proletariado como clase universal que al tiempo que hace valer sus reclamaciones procura la liberación del género humano en pleno y va poniendo fin a las fragmentaciones sociales, suena en nuestros días a anacronismo escarnecedor. Y decir esto no tiene por qué asociarse a un canto a las virtudes del neoliberalismo o ultraliberalismo que retorna con pretensiones de revancha histórica y que también olvida las enseñanzas de la historia. Se trata simplemente de reinventar un discurso protector, también como base de un Derecho Laboral que quiera mantener su razón de ser, que dé cuenta de los nuevos fenómenos que reubican y reorientan el objeto de la protección.

Dos conjuntos de fenómenos tienen que ser tomados en cuenta ineludiblemente, fenómenos que podemos situar en un plano horizontal y en un plano vertical. En el plano horizontal nos referimos a la enorme diversificación del mundo del trabajo. El viejo modelo homogéneo de trabajador asalariado, centrado en la imagen del trabajador fabril, ha dejado paso a una desconcertante variedad de situaciones. La gran demanda de trabajadores con una especial cualificación, las nuevas formas de gestión de las empresas, con creciente integración del trabajador en los procesos decisorios, la doble condición que el trabajador puede alcanzar como socio o "capitalista" de la empresa misma en que trabaja, el creciente papel del trabajo a domicilio o la posibilidad de que la prestación laboral se haga con total independencia de la vinculación a un lugar de trabajo y un horario, la universalización de los mecanismos protectores de la seguridad social, el progresivo aseguramiento de mínimos vitales por la acción de los poderes públicos mediante pensiones no contributivas y mecanismos de respuesta a las contingencias negativas de la vida familiar y laboral, etc., etc., son circunstancias que debilitan la verosimilitud de esa imagen de un trabajador depauperado y desesperado que necesita unirse y sacrificar incluso elementos de su individualidad para hacer frente a su situación. La historia de este siglo nos viene enseñando que la gran protagonista de las demandas y reformas sociales no es la clase obrera, sino una clase media en la que se integran elementos de proveniencia absolutamente dispar, y también en buena medida trabajadores con una cierta cualificación o que venden su trabajo al sector público. Pero esa diversificación creciente de los que venden su trabajo en régimen de subordinación y a cambio de un salario, hace muy difícil la aprehensión como colectivo que sea titular de idénticas aspiraciones, expectativas e intereses y que pueda autoconcebirse como subordinado a los mismos patrones de lucha y comportamiento. Las posibilidades de solidaridad grupal posiblemente son inversamente proporcionales a la interna homogeneidad del grupo. Cuesta imaginar qué puede haber en común entre los repartidores de "Telepizza" y los pilotos de una compañía aérea A lo anterior se suma, en un plano que llamamos vertical, que la solidaridad entre quienes trabajan puede fácilmente llegar a traducirse en insolidaridad frente a otros grupos menos "favorecidos". Cuando hoy pensamos en sujetos en especial necesidad y necesitados de especial protección ya difícilmente nos imaginaremos al trabajador asalariado con un puesto mínimamente estable. Hay que pensar en primer lugar en desempleados, y en particular en los que se hallan en condiciones desventajosas (desempleados de cierta edad, mujeres, minusválidos, minorías raciales, etc.), en inmigrantes ilegales, etc. Nuevamente, poco hay en común entre un maquinista de RENFE y un magrebí que vende su trabajo ilegal a cualquier precio o sólo por un techo. Y el gran problema está en que los mecanismos institucionales y representativos de la "clase" trabajadora difícilmente son capaces de integrar y asumir las demandas de esos otros colectivos más desfavorecidos. No se quiere decir, en absoluto, que en países como el nuestro los sindicatos carezcan de esa sensibilidad social frente a tales problemas, sino que las propias organizaciones sindicales son inevitablemente rehenes de los intereses de un tipo de trabajador que fácilmente puede ver como competencia inasumible la que proviene del inmigrante que reclama un estatuto laboral, o de la mujer que compite por los puesos hasta ahora reservados al varón, o del parado que demanda una reducción de jornada laboral unida a una correlativa reducción salarial para lograr un reparto mas justo del trabajo. Por duro que resulte reconocerlo, la antaño pretendida clase universal y liberadora está hoy a menudo (no sólo ella, claro) contaminada de xenofobia, racismo y males similares.

Así las cosas, tenemos que el ejercicio de la autonomía colectiva se topa con la dificultad de identificar al colectivo que la ejercite, y la ejercite con el componente de justicia social que la doctrina tradicional solía imputarle. Piénsese, por ejemplo y como luego se verá más en detalle, en cómo la autonomía colectiva solía verse por la doctrina más avanzada como expresión de la autoorganización y autonormación de un grupo que es capaz internamente de coordinarse y actuar en común. Si el grupo se ha fragmentado, la autonomía colectiva acabará conviertiéndose en autonomía "de los colectivos" y sus frutos serán justamente los contrarios de los que le dieron su sentido, pues la fuerza de la lucha conjunta dejaría su sitio a la autónoma acción de grupos en competencia, con lo que el efecto disolvente sería similar al que se quería evitar al limitar la autonomía del trabajador individual.

Si la contraposición entre autonomía colectiva y autonomía individual deja de ser, por razones como las expuestas, una tensión dialéctica en que cada polo se alimenta y enriquece , del mismo modo sufrirá la contraposición entre interés colectivo e interés individual. Una fragmentación excesiva de los intereses se traduce en pérdida de eficacia de la lucha colectiva y en pérdida de idoneidad del convenio colectivo como forma de autonormación que asegura una protección ya no sólo de la categoría profesional correspondiente, sino también un tipo de normación que parezca más ventajosa, y hasta más democrática, que la proporcionada por la legislación estatal.

Una de las grandes cuestiones que presiden este tema es precisamente la de si existe un interés colectivo que dé sentido al ejercicio de una autonomía colectiva, que guíe por parte de los trabajadores la negociación colectiva y que se exprese en su producto, el convenio colectivo, de modo que aparezca justificada la imposición de éste sobre el interés meramente individual del trabajador, interés meramente individual que contradiría esa parte del interés del propio trabajador que es común con el de sus compañeros. Se trata, pues, en primer lugar, de delimitar esos dos intereses diversos y, en segundo lugar, de articularlos. Y esa articulación se plasma en la prioridad del interes colectivo (y de su producto normativo, el convenio) sobre el interés individual (y su producto "normativo", el contrato individual de trabajo). Allí donde esa prioridad cediera, la protección del trabajador ya no cabría más que por vía de protección legal, no de autonormación colectiva. De nada sirve el convenio que no vincule al trabajador individual, pues este trabajador individual no vinculado estaría a merced enteramente de la oferta contractual del empresario6.

En suma, ¿tiene sentido hablar de un interés colectivo? Caruso ha planteado algunos de los dilemas teóricos del asunto: "La doctrina que (...) ha negado valor sistemático y autonomía conceptual a la noción de interés colectivo ha conllevado consecuencias teóricas precisas en relación a los dos problemas mencionados: la doctrina que ha considerado el fenómeno sindical colectivo como instrumental a la tutela de intereses meramente individuales, no reconociendo ninguna relevancia jurídica al interés colectivo, ha terminado por considerar el contrato colectivo como acto de autonomía individual y, más precisamente, como serie de contratos individuales o contrato plurisubjetivo; mientras que el poder negocial del sindicato se ha visto no como propio y originario, sino como fundado sobre una legitimación derivada de la voluntad de los sujetos individuales bajo la forma de mandato o de sujección voluntaria. Por el contrario, la doctrina que ha incorporado el interés colectivo en la categoría, entendida como quid ontológico, ha acabado por funcionalizar la autonomía sindical a fines de carácter general, negando, de hecho, la autonomía material, antes que conceptual, del interés colectivo respecto del interés público: de ahí la equiparación, en lo que a la eficacia se refiere, del contrato a la ley y la construcción en términos de representación legal de la representación negocial del sindicato. También en tal caso una legitimación no propia y originaria, sino derivada de un poder externo: el público estatal" (Caruso 1992, 112-113).

La afirmación de un interés colectivo de los trabajadores, como interés propio y específico, plantea dos interrogantes: cómo se especifica y cómo se manifiesta. Si ese interés es ese quid ontológico que menciona Caruso, se trata de averiguar cómo se aprehende por la organización que representa a los trabajadores, mediante qué tipo de operación intelectual se entiende captado y correctamente reflejado en la negociación y el convenio resultante. El interés colectivo preexiste a la conciencia y a la voluntad del trabajador individual, es un interés objetivo propio del grupo como tal y que halla su cauce de expresión en una representación que más que del trabajador lo es de los intereses propiamente grupales. Es fácil ver aquí analogías con la vieja imagen de una vanguardia, en este caso sindical, que posee una especial penetración para captar y defender ese interés. Si, por contra, ese interés colectivo no es sino la resultante de una coincidencia real, empírica, de los intereses individuales, o de los de la mayoría de los individuos, que se sigue de un acto de voluntad de éstos, el problema pasa a ser el de cómo se regula el iter entre el interés de cada individuo y la construcción del interés del grupo, con lo que el asunto ya no es de aprehensión de un interés objetivo sino de construcción y articulación democrática de los intereses comunes, con el problema adicional de justificar la imposición de lo común sobre lo propiamente individual.

La doctrina laboralista ha estado mayoritariamente anclada en una visión ontologizadora y objetivista del interes colectivo. Hay una operación que se puede sintetizar en estos pasos: el interés colectivo es interés de grupo, el grupo es en realidad la clase trabajadora, la clase trabajadora es la clase universal y, por tanto, los intereses de clase son la mejor expresión del interés general. Así las cosas, nada más justificado que la extensión general de los efectos del convenio. Caruso explica bien la evolución de la doctrina italiana al respecto. Ya bajo la óptica privatista de Santoro Passarelli el interés colectivo no es la suma de intereses individuales, sino "su combinación que da lugar a una síntesis cualitativamente superior", con lo que el interés del individuo queda subordinado al del grupo (Caruso 1992, 114). En los años setenta el interés colectivo "es progresivamente institucionalizado y aglutinado en la noción de interés sindical, mientras que simultáneamente es negada la posibilidad, también en el plano lógico, además del material, de una cesura entre interés colectivo e interés singular" (Caruso 1992, 115-116). "El interés colectivo, traducido a concepto dogmático, se transformará en mero constructo semántico, en una irreal ficción, para justificar específicas soluciones doctrinales y jurisprudenciales en términos de eficacia y representación" (Caruso 1992, 116). El interés colectivo es visto como único, en cuanto "expresión de los intereses homogéneos7 de una clase, política e ideológicamente unificada por y en la organización", lo cual no niega el pluralismo sindical, pero implica la necesaria reducción a unidad de acción, lo que lleva a la idea de sindicato más representativo (Caruso 1992, 120). Interés colectivo, clase y organización se convierten en expedientes diversos para calificar un hecho normativo unitario y unificador. Se parte, como sigue diciendo Caruso, de dos premisas tenidas por incontrovertibles: "un sujeto unitario" y "un interés colectivo general e indivisible" (Caruso 1992, 121-122). Hay una triple reducción a unidad, sobre la base de esa entificación: unidad de interés, unidad de agente negocial y unidad de efectos (erga omnes) (Cfr. Caruso 1992, 123).

Así reducido lo plural a unitario, todo cuadra sin distorsión: la eficacia general del convenio se justifica por lo común del interés que representa, por ser expresión de un interés colectivo que es "síntesis" y no mera suma de los intereses individuales de los trabajadores (Prosperetti, 1989, 46); y la existencia presupuesta de ese interés colectivo da sentido a una autonomía colectiva que es la autonomía de un grupo que se constituye como tal precisamente por la presencia de ese interés que le es propio y específico. Basta con entender que la organización sindical es cauce "natural" a través del cual ese interés se hace patente, se torna explícito y tiene capacidad de imponerse, para que todo cuadre perfectamente y pueda pensarse que en realidad cuando el ordenamiento estatal reconoce el valor del convenio como norma jurídica vinculante con carácter general, no está delegando competencias normativas a sujetos por él constituidos en órganos de producción normativa, sino incorporando un orden jurídico preestatal, "natural" y esponténeo8.

¿Cuánto hay en todo esto de mistificación? Posiblemente la ficción de la realidad es el precio que disciplinas como el Derecho Laboral tienen que pagar para poder combinar la sistematización dogmática de sus instituciones con la coherencia ideológica que supuestamente tiene que alimentarlas. Y ya hemos dicho que es, y está siendo, dura la labor de enfrentarse con todas esas ficciones (la de un grupo que es homogéneo, la de un interés colectivo que es efectivamente común aunque no se ponga materialmente en común, la de una organización de los trabajadores que por el hecho de serlo se supone ya cauce innato de ese interés) sin querer perder las señas de identidad del Derecho Laboral y sin desactivar el principio protector que le da sentido. Sólo que en ocasiones el exceso de elementos ficticios puede llevar a que la realidad convierta las ficciones en útiles para lo contrario de lo que quiere quien las profesa. Piénsese, por poner aquí sólo un ejemplo, en los peligros que comporta presuponerle al sindicato la representatividad del grupo y de su interés, sin preocuparse de lo que tiene que ser aquí el tema central: los cauces procedimentales y materiales que hacen posible que esa representatividad sea real, en su ejercicio y en su control.

Parece que la doctrina que ha sostenido el carácter individual de todo interés posible ha sido claramente minoritaria. Cabe mencionar, y son los que la doctrina italiana siempre cita a este propósito, a Balzarini y Flammia. Balzarini critica la "tendencia de ciertas corrientes doctrinales a subjetivizar de un modo u otro las formaciones sociales" (Balzarini 1968b, 367). No hay más interés que el de los individuos que pertenecen al grupo y no es un interés colectivo, sino común (Balzarini 1968b, 370). Cuando el ordenamiento hace referencia al grupo no se está refiriendo a un cuerpo social diferenciado, sino a una "actividad profesional típica", cuya relevancia es unitaria porque expresa intereses dotados de cierta tipicidad social (Balzarini 1968b, 367). Pero sólo los individuos realizan la actividad y, por tanto, los intereses sólo pueden ser individuales (Balzarini 1968a, 300-301). Es una "ficción" hablar de intereses colectivos, ""como si" la categoría fuese una entidad unitariamente relevante, distinta de sus componentes" (Balzarini 1968a, 301). Y añade este autor dos consideraciones interesantes: cuando el ordenamiento reconoce los derechos de los grupos lo hace para salvaguardar "los derechos inviolables del hombre", del sujeto individual (Balzarini 1968a, 301), y el derecho de libertad sindical significa el derecho de cada uno a participar, no el derecho a la autonomía del grupo concebido unitariamente, pues la libertad sindical no significa la organizadión del grupo, sino la organización en el grupo (Balzarini 1968a, 302). Así vistas las cosas, la clave pasa a estar en la idea de representación (Balzarini 1968a, 304), asunto sobre el que volveremos más adelante.

La misma idea de que la clave de todo reconocimiento colectivo de derechos está en la protección de los derechos inviolables del individuo está también en Flammia (Flammia 1963, 11). Flammia critica la deformación que se produce tanto en el corporativismo conservador, que entifica la comunidad, como en el sindicalismo progresista, que entifica la clase. Por contra, para Flammia la organización y su reconocimiento legal no significa más que "la posibilidad del individuo de predisponer de instrumentos de efectividad de la propia autotutela" (Flammia 1962, 35). Es esa efectividad de la autotutela individual, y no la heterotutela del grupo sobre el individuo, lo que el ordenamiento protege por imperativo constitucional (Flammia 1962, 36). Sobre esta base, Flammia, que se mueve en el marco de un muy consistente kelsenismo, no tiene ningún problema para ver en la regulación de la autonomía colectiva un planteamiento protector del Estado hacia el trabajador individual, en lugar del reconocimiento de la eficacia de una acción grupal autónoma en su titularidad jurídica y su ejercicio. Apoyándose expresamente en Kelsen, dice que "en el plano jurídico no existen comportamientos de la organización, sino sólo comportamientos de los sujetos singulares de los que responden paritariamente los sujetos singulares unidos en colegio" (Flammia 1962, 92), y que "en cuanto es el resultado de un complejo procedimiento jurídico atinente a la formación y a la efectividad de la autotutela de los intereses del trabajo por parte de los individuos, el fenómeno sindical tiene naturaleza exclusivamente jurídica. Por decirlo con lenguaje kelseniano, el hecho sindical es un hecho normativo" (Flammia 1962, 54-55, nota 35).

Creo que queda patente la tensión que en la doctrina iuslaboralista se plantea entre interés colectivo e interés individual. Y aquí apunta una paradoja. Los sostenedores de la especificidad de un interés colectivo "cualitativa y estructuralmente distinto del individual de los miembros de la comunidad organizada", interés que se realiza en "una regulación heterónoma respecto de la valoración del interés colectivo realizada por el partícipe singular en ese mismo interés" y que prevalece sobre éste último (Prosperetti 1989, 24, citando a Santoro Passarelli), parten de una visión conflictualista de la sociedad y desembocan en un curioso armonicismo, puesto que acaban por fundir el interés colectivo con el interés general, sobre la base de la mencionada asunción del carácter universal de la clase trabajadora9

. Esa simplificación de la auténtica dinámica de los intereses plurales en la sociedad queda patente también si se considera que el juego es mucho más complejo. Como señala Caruso, en la realidad el interés colectivo, además de ser plural, interactúa con intereses singulares, intereses plurales no grupales, intereses institucionales de los sindicatos, intereses de terceros ajenos a la acción de autotutela de los intereses colectivos profesionales, e interés difuso de la comunidad de ciudadanos (por ejemplo, el interés en un medio ambiente sano) (Caruso 1992, 127).

La pregunta que queda en el aire es si no podría el derecho colectivo del trabajo replantearse con más realismo, y hasta con mayor eficacia de su ánimo protector, sobre la base de un cierto "individualismo metodológico" que replanteara como centro de su atención la necesidad de protección del interés individual de sujetos situados en contextos de inferioridad social -no sólo de trabajadores asalariados, aunque fundamentalmente de éstos- en todo lo que tenga que ver con la regulación de las relaciones de trabajo y de las condiciones del trabajo, de modo que también se tuvieran en cuenta las dinámicas grupales, pero más allá de esa lógica bipolar que no ve más grupo que el capital y la clase trabajadora. No se trata de disolver la disciplina laboral y trocearla repartiéndola entre el derecho civil, el administrativo, el internacional privado, etc., sino de afrontar la regulación del trabajo y su estudio sobre una base de teoría social más amplia y menos esquemática, atendiendo a la irradiación plural de efectos que tal regulación posee sobre individuos, grupos e intereses muy diversos.

El afán por dotar al grupo de entidad propia, por ver su organización como plasmación cuasinatural de esa particular identidad grupal (y de asegurar a tales organizaciones una condición poco menos que apriorística o cuasinatural también de portavoces de ese ser colectivo) y por ver la identidad del derecho colectivo en torno a normas que por ser reflejo del "espíritu" de tal grupo (una especie de nuevo espíritu del pueblo) no se entienden deudoras del Estado (siempre enemigo) en nada que no sea el mero reconocimiento por éste de su preexistencia, ha llevado a muy influyentes iuslaboralistas a sostener planteamientos que merecerían un muy detallado estudio desde la teoría del derecho, por lo que pudiera haber en esas doctrinas de contradictorio o desfasado10


2. La mística de la empresa y el mercado. Una libertad que libera poco.

Lo que llevamos dicho puede despertar la sospecha de que simpatizo con los intentos actuales, cada vez más frecuentes, de acabar con el derecho del colectivo del trabajo, y hasta con el derecho laboral todo, para retornar al derecho civil presidido por la irrestricta autonomía de voluntad, al arrendamiento de servicios y a una desrregulación de lo laboral en la que la mano invisible campe por sus respetos y el derecho se limite a señalar las condiciones mínimas que aseguren la efectividad del pacto individual sin perjuicio para la productividad. No es esa la intención, como se verá cuando al final incurra en el vicio nefando de reclamar más Estado, mejores leyes y mayor protagonismo de la soberanía popular.

Bajo la óptica economicista y neoliberal la perspectiva es la inversa a la señalada, aunque también se acabe en la paradoja. El derecho laboral no es la respuesta al conflicto social de base, sino la institucionalización de un conflicto cuyos efectos perniciosos se evitarían con la vuelta al intercambio más libre entre individuos perfectamente autónomos, cada uno de los cuales persigue exclusivamente su interés individual en un mercado que produce tantos mejores frutos cuando más irrestricto es su funcionamiento. Pero aquí el canto a la libertad individual y a la armonía espontánea entre sujetos autónomos acaba cediendo a los dictados de una competencia económica feroz que tiene al fin que sacrificar todo derecho individual del trabajador y toda conquista de los sujetos a los dictados de la productividad y la competitividad. De la libre competencia se prometen los mayores beneficios, también para los trabajadores, pero no hay límites mínimos a los sacrificios que la competencia puede exigir. Ya no es el interés colectivo, el interés del grupo, el que se cobra su dosis de libertad individual; ahora es la empresa la que se erige en supracomunidad cuya subsistencia en un contexto desrregulado y selvático pide sacrificios y no repara en necesidades individuales. El Estado se retira, las organizaciones sindicales se legitiman como instrumentos de concertación social, avaladas más que por su representatividad por su capacidad funcional para "domesticar" las demandas sociales, y los nuevos pactos colectivos ya no son de condiciones mínimas sino de establecimiento pacífico de excepciones máximas, en un contexto de "estado de emergencia" económica que por el modo como se perpetúa y se amplía permanentemente no parece sino que quiera hacer de lo excepcional lo definitivo11.

No siempre estos planteamientos se aprecian tan descarnadamente. Pero a menudo no resulta difícil leer entre líneas. Entre nosotros, Del Rey Guanter reclama que "la nueva negociación colectiva ha de dar un vuelco en su eje de gravedad de regulación si quiere tener asegurado un lugar central en las relaciones laborales del siglo XXI, de forma que deje de estar centrada exclusivamente en la ordenación de las condicines de "compra-venta" de la fuerza de trabajo (salario, jornada) para pasar a ser (también) un instrumento organizacional, de adaptación del factor trabajo a la organización del trabajo -y a la inversa-, siendo las condiciones laborales variables dependientes de ese eje temático central" (Del Rey 1995, 11). La radacalidad de fondo de su pensamiento se aprecia en su tesis central: "ha de privilegiarse la eficacia del convenio en cuanto instrumento de gestión por encima de otros valores o principios más clásicamente contractuales, como puede ser el de la estabilidad contractual" (Del Rey 1995, 30). Y propone matizar el principio pacta sunt servanda con el principio rebus sic stantibus. Dice que "el valor contractual de la "estabilidad" ha de ser relativizado y limitado en favor de otro valor contractual que ha de tener más relevancia en la actual dinámica de las relaciones laborales, como es la "adecuación" continua de la regulación convencional a las circunstancias específicas del sector o empresa al que se ha de aplicar el convenio colectivo" (Del Rey 1995, 30). El convenio "ha de perder esa ósmosis con la norma estatal, acentuando su variabilidad, su diversidad, su adaptabilidad (...), ha de ser menos instrumento de determinación rígida de condiciones de trabajo y más un medio de gestión colectiva de personal". Y la objeción de la injusticia se pretende desactivar con una vaga apelación a lo mucho que se ha conquistado hasta aquí, pero que en realidad no sabemos como podría conservarse en este nuevo marco que se propone: "La limitación de la voluntad individual en el contrato de trabajo, incluso en términos absolutos, ha sido el único método de asegurar unas mínimas condiciones de trabajo en un cotexto claramente desigual entre los poderes contractuales de los interlocutores sociales. La madurez de los sistemas de relaciones laborales en los países avanzados no permite afirmar que tal desigualdad sea tan clara, de forma que el fortalecimiento de la negociación colectiva puede permitir un mayor juego a la libertad en el contrato de trabajo sin por ello perjudicar el valor igualdad" (Del Rey 1995, 36). Tal parece que tras un maquillaje conceptual se esconde una verdadera alquimia que transmuta imperceptiblemene una cosa en su contraria. La "ósmosis" del convenio con la norma estatal perseguía un fin protector de mínimos vitales y de dignidad, pero si de lo que ahora se trata es de que cualquier cosa que en convenio se pacte pueda ver limitados sus efectos no sólo por la sumisión a la libertad individual (sumisión cuyos límites precisos no se mencionan) y por la adaptabilidad a las circunstancias y necesidades de cada empresa, atendiendo ante todo a los requerimientos de la gestión, la pregunta inevitable es para qué sirve, qué sentido tiene ya el convenio colectivo. Y al tratar de responder, una sospecha nos asalta: sirve en cuanto resulte funcional para los intereses de la empresa, y resulta funcional siempre que garantice el nuevo compromiso de la libertad individual del trabajador con un consenso fabricado e inducido bajo el síndrome del miedo al desempleo y bajo una nueva filosofía grupal que hace sentir al trabajador que su compromiso vital ya no es con el interés colectivo de una clase sino con una empresa presentada como nueva comunidad de vida que encarna, ademas, una porción del interés general. La mística de la clase social vuelve a ser sustituida (otras veces lo fue en contextos corporativos y autoritarios) por la mística de la empresa como comunidad vital. Hay curiosos desplazamientos semánticos en este proceso, pues este tipo de doctrinas han dejado de hablar del empresario, que era en la doctrina anterior el rival con el que se luchaba y se negociaba, el "enemigo de clase", y se habla ahora de "la empresa" como realidad cuasiorgánica que aglutina intereses diversos y los subordina a un nuevo interés superior, tan imposible como el anterior interés colectivo. Un nuevo altar ante el que inmolar los intereses y las necesidades individuales del trabajador. Y nuevamente con el trasfondo de la desconfianza ante un Estado cuyas servidumbres políticas y electorales (y hasta constitucionales) lo convierten en un peor y más difícil negociador. Del Estado se quiere que sea cómplice, pero no protagonista, y por eso no se reclama la desaparición de la negociación colectiva, que al parecer se ha tornado tan disfuncional, sino su transformación en concertación social a todos los niveles.

Recientemente Oppolzer (1998, 46ss) ha sistematizado con enorme claridad los tres frentes principales en que se está produciendo en la actualidad el ataque a la subsistencia del Derecho del Trabajo. La primera de las objeciones es que el Derecho del Trabajo impide la creación de empleo, pues impide a las empresas ser suficientemente flexibles y competitivas y perjudica a los parados al sobreproteger a los empleados frente al despido. Oppolzer aporta como respuesta cifras de mobilidad de la mano de obra y de despidos declarados válidos que muestran que no hay tal rigidez como la que se reprocha y demuestra también cómo la nueva orientación de la negociación colectiva, a partir del Leber-Kompromiss de 1984, hace del convenio una realidad cada vez más abierta y flexible, permitiendo así la adaptación de sus cláusulas a las distintas situaciones de las empresas. La segunda objeción es que el fundamento del Derecho del Trabajo ha decaído, puesto que la estructural desigualdad de poder entre empresario y trabajador pertenece al pasado. La respuesta de Oppolzer, con cifras en la mano, muestra a las claras que, aunque el que busca empleo ya no esté hoy amenazado por la pura aniquilación física, las desigualdades relativas han aumentado, la cuota salarial ha bajado y las diferencias patrimoniales han crecido, aumentando en mucho también el nivel de pobreza. Parados y pobres vuelven a constituir la "tropa de reserva" de la que puede el empresariado disponer a cambio de bien poco. Pero la objeción que aquí nos interesa es la tercera. Según ésta, el Derecho del Trabajo sería un obstáculo para el logro de los interses del individuo y la satisfacción de sus necesidades. El objeto de ataque ahí es la autonomía colectiva y la consigna es "individualización" de la relación de trabajo. La respuesta de Oppolzer apunta en la dirección que me parece adecuada: máximo respeto a la autonomía individual compatible con el riesgo mínimo de desprotección y retroceso a la penuria que antaño se combinaba con la libertad puramente formal. "No podemos olvidar -dice este autor- que las actuales necesidades y reivindicaciones de mayor individualización y pluralismo de las condiciones de trabajo y de las relaciones laborales se hicieron posibles, tanto en lo subjetivo como en lo objetivo, sobre la base de un nivel de protección colectiva conseguido mediante acciones solidarias" (Oppolzer 1998, 53). Y añade: "El deseo actual, cada vez más importante, de individualidad presupone la anterior solidaridad y los derechos colectivos anteriormente logrados. En última instancia es el derecho colectivo del trabajo el que hace posible el deseo de mayor individualidad. Sería fatal si se lo sacrificara y recortara para conseguir algo a lo que ese modo se le quitaría la base. La alternativa no puede ser o individualidad o solidaridad", sino "individualidad por medio de la solidaridad" (Oppolzer 1998, 53).

Con estas últimas referencias nos acercamos ya a la necesidad de ponderar salidas para tanto dilema.


III.¿Hay salida? O de cómo conseguir la cuadratura del círculo.

Hasta aquí hemos visto que el espíritu protector que alimenta el Derecho del Trabajo, y especialmente el derecho laboral colectivo, se tradujo en una cierta mistificación de lo colectivo como vía para lograr una efectiva igualación social del trabajador individual, pero a costa de restringir en ocasiones en exceso los márgenes de su autonomía individual, como si de un menor de edad se tratara, y de descuidar en exceso los controles sobre la representatividad y el carácter efectivamente democrático y plural de las organizaciones que con sus pactos lo vinculan. Ese derecho colectivo se asentaba en dos ficciones de enorme fuerza, la del interés colectivo, como interés homogéneo de una clase, y la de la incuestionable sintonía de la organización sindical con ese interés, de modo que sus decisiones se pueden entender representativas incluso de los no afiliados y, en suma, auténtico ejercicio de un derecho que es propiamente colectivo, que tiene en la clase trabajadora su titular y en los sindicatos su órgano "natural" de ejercicio. Y por el lado contrario hemos visto cómo la reclamación de más autonomía individual y de desmontaje de esos lazos colectivos que la restringen, no hace sino tratar de vincular al trabajador a un nuevo ente colectivo, la empresa, que vuelve a justificar la reducción de esa misma autonomía individual de cuya reivindicación se parte. ¿Hay salidas transitables para ese dilema?

Nuestra propuesta, nada original, gira en torno a los tres puntos siguientes: mantenimiento de las conquistas legales y convencionales imprescindibles para un auténtico ejercicio de la autonomía individual del trabajador, entendida no como mera libertad contractual, sino como capacidad de mínimo autogobierno de su vida y su destino; conservación de la negociación colectiva, pero bajo reglas procedimentales que garanticen la representatividad de sus resultados y el protagonismo del trabajador individual; y reivindicación del papel del Estado y del protagonismo de la ley, expresión de una voluntad general que ha de admitir los menos solapamientos posibles.

A) En primer lugar, no se puede, y menos en un Estado social y democrático, renunciar a las conquistas sociales que constituyen condiciones del ejercicio mínimo de la libertad individual del trabajador, entendida como capacidad de autogobierno de su vida en un contexto que permite expectativas vitales minimamente seguras. El trabajador no puede ser visto como pieza perfectamente fungible de un proceso productivo al que toda certeza vital deba sacrificarse. Por mucho que los modernos procesos productivos impliquen todo tipo de flexibilidad y movilidad, sacrificar a tales imperativos todo derecho que no sea la libertad contractual significa introducir una nueva y más profunda discriminación social, en virtud de la cual quienes venden su trabajo se constituyen en grupo marcado por la incertidumbre y el desarraigo más absolutos. No podemos pasar de un paternalismo que protege al trabajador como si fuera un permanente menor de edad a un total abandono del trabajador que lo aísla de todo vínculo social y de toda posibilidad de organización mínimamente estable de su vida. Su capacidad para regirse por decisiones individuales fiables necesita, entre otras cosas, una mínima protección de sus constantes laborales. Simitis, a quien seguiremos a menudo en esta parte, lo expresa con acierto, cuando dice que la "individualización del trabajador" "no significa que estemos ante un proceso de atomización, es decir, de fragmentación del cuerpo colectivo de los trabajadores en individuos ya no ligados por intereses comunes, que actúan, por tanto, ya no sólo cada uno por su cuenta, sino incluso el uno contra el otro. La individualización es más bien la expresión de un deseo creciente por parte de los trabajadores de definir la propia identidad personal y, por tanto, de reivindicar aquellos derechos sin los cuales la individualidad no podría ni existir ni estar garantizada". El "trabajador-ciudadano", dice Simitis, "es un trabajador dependiente cuyos derechos fundamentales son ejercitados y respetados fuera de la empresa, pero también conservados en el cotexto de la relación de trabajo"12

(Simitis, 1997, 629). Está Simitis proponiendo lo que ha de ser tanto el objetivo como el límite de la acción legal y colectiva: "La función asignada a las normas legislativas y a los convenios colectivos era la de compensar la insuficiente capacidad de actuación del trabajador singular. En ambos casos, por tanto, se da vida a una reglamentación compensatoria, tendente, en definitiva, a poner a los trabajadores singulares en situación de proteger por sí mismos sus propios intereses. La capacidad individual de actuar permanece, por tanto, como la "estrella polar" y, al mismo tiempo, el patrón de medida para legitimar las intervenciones legislativas y colectivas. Su autoridad regulativa se extiende sólo hasta el punto en que se estabiliza aquella específica capacidad" (Simitis 1997, 632).

B) En segundo lugar, el necesario mantenimiento de la negociación colectiva debe ir acompañado de la mayor flexibilidad que sea compatible con su razón de ser, de una reglamentación procedimental que facilite esa flexibilidad sin aumentar la tensión entre lo individual y lo colectivo, y, muy especialmente, de mecanismos de efectiva representatividad de los negociadores sociales.

En cuanto a la flexibilidad, Oppolzer propone que en los propios convenios colectivos se recojan combinaciones alternativas, distintos "menús" que combinan jornada, remuneración y otras condiciones de trabajo, "menús" entre los que el trabajador pueda elegir, con lo que su autonomía se acrecienta, pero que son colectivamente aprobados, con lo que esa libertad no sabotea la fuerza de la negociación colectiva. Parece ésta una fórmula menos comprometedora de la eficacia del convenio que la presencia en éste de cláusulas de descuelgue de distinta naturaleza (Oppolzer 1998, 55).

El mismo Oppolzer reclama que en los convenios se desarrollen reglas procedimentales capaces de solventar, sobre la base de la valoración de las circunstancias personales, los posibles conflictos entre los trabajadores, especialmente entre los individuos y el grupo (Oppolzer 1998, 55). De tal modo, por vía colectiva y mediante tales reglas, se limitaría la tensión entre lo individual y lo colectivo y se aumentaría la reclamada flexibilidad de la norma convencional

Por último, me parece crucial que se perfeccionen al máximo los mecanismos de representación de los trabajadores individuales en la negociación colectiva. De esa manera se buscaría que en el convenio colectivo se diera la adecuada proporción entre autonormación del trabajador individual y heteronormación desde el grupo y sus intereses comunes. De presuponerle al sindicato la representatividad innata de los intereses colectivos, se ha pasado en ocasiones a diluir tal vez en exceso esa representatividad y a propugnar mecanismos de referendum o democracia asamblearia como única forma de legitimar el acuerdo colectivo. Quizá deba hallarse un equilibrio entre esos dos extremos, perfeccionando la legitimidad auténticamente representativa de los sindicatos y previendo para ciertos supuestos especialmente trascendentes (y tal sería el caso cuando se trate de convenios colectivos que impliquen renuncias a conquistas anteriores13) mecanismos adicionales de respaldo mayoritario. Kahn-Freund sitúa razonablemente la cuestión cuando dice que "De hecho, el trabajador no participa en la elaboración de las normas que regulan su trabajo en mayor medida que lo hace el ciudadano, en cuanto tal ciudadano, en la elaboración de las leyes que debe obedecer. Tampoco el término "democracia" significa que los destinatarios de las normas tengan una participación activa en su elaboración; y esto es aplicable tanto a la democracia política como a la "industrial". En ambas esferas -la política y la industrial- democracia significa que los que obedecen las normas tienen un derecho (y un deber moral) de elegir a quienes los representen en la elaboración de las mismas" (Kahn-Freund 1987, 59).

En nuestro país y otros de nuestro entorno, el problema se trata de solucionar a partir de la idea de "sindicato más representativo"14 y esta representatividad se obtiene mediante las elecciones sindicales. Posiblemente es uno de los mejores procedimientos imaginables, pero no conviene quizá llevar demasiado lejos la analogía con el modelo de representación política, sino que sería interesante aumentar los controles y los mecanismos de exigencia de responsabilidad. Ferraro, por ejemplo, ha resaltado algunos riesgos de un entendimiento puramente político de la institución del sindicato más representativo: "la adopción del criterio de la mayor representatividad se vincula a una exigencia sustancialmente política, advertida tanto por las principales centrales sindicales como por el poder público. Las primeras tienden naturalmente a considerarse la fuerza representativa de la entera clase trabajadora y a considerar por tanto su propia acción bajo una visión omnicomprensiva de los intereses a tutelar. El segundo está interesado en poseer un interlocutor estable, seguro y con autoridad, que desempeñe aquel papel, esencial en las democracias occidentales, de mediación del consenso y de canalización de los conflictos más polémicos y antagónicos del sistema vigente. Esto configura indudablemente, como muchos han explicado, el diseño de un método de relación sindicato-poder público de tipo neocorporativo: los sindicatos fuertes, que niegan al Estado la pretensión de ser el único representante de los intereses generales, tratan con él como los únicos representantes de los intereses de los trabajadores y sobre la base de este reconocimiento acuden en ayuda del sistema político mediante formas más o menos claras de pactos sociales". Añade Ferraro que esto no tiene que llevar a suprimir la idea de sindicato más representativo, sino a evitar riesgos y a "profundizar los espacios de libertad reconocidos a los grupos minoritarios, los equilibrios internos de las estructuras representativas y los derechos fundamentales del trabajador singular" (Ferraro 1992, 35-36).

Los sindicatos más representativos son en nuestros días sujetos tanto de la negociación colectiva como de los procesos de concertación social15 Y nos atrevemos aquí a formular una regla: a menor representatividad de los sindicatos, menos legitimidad también de la concertación social16. Y a más representatividad y legitimación de la concertación social, mayor deslegitimación simultánea del sistema político representativo. Ya Lambertucci habló del solapamiento actual entre la representación sindical y la representación política (Lambertucci 1990, 18ss). Ese sindicato que ha pasado de contrapoder a sujeto negociador (Turati 1992, 14) acaba erigiéndose en representante del interés general en una negociación política en la que el Gobierno y el Parlamento pasan a meros ratificadores de acuerdos que van mucho más allá de las condiciones de trabajo y tienen que ver con el diseño general de la economía y los modos de vida de la población entera.

Creo que toca dar al César lo que es del César, y el César en un sistema de soberanía popular es el ciudadano que actúa a través de sus representantes parlamentarios. La necesaria articulación entre el interés general y el interés colectivo de los trabajadores no puede pasar por la suplantación de la representación popular por la representación, no suficientemente articulada, además, del interés sindical. En el Estado de Derecho los órganos del Estado tienen la responsabilidad de hacer algo más que dar forma de normas jurídicas a los designios de los empresarios y los sindicatos. Hay que reivindicar el papel nuevamente activo del Estado social y el lugar de la ley como eje del sistema de organización social, de una ley que nace del debate parlamentario y de un régimen de mayorías ligado a programas políticos diferenciados. Nuevamente coindido con Simitis, para quien "al legislador corresponde la misión de tutelar la integridad personal y social con una combinación de disposiciones defensivas y de incentivo, y con el auxilio de reglas que, por un lado, eviten procesos de colonización y, por otro, persigan una progresiva transformación de los procesos laborales que tenga en cuenta las expectativas y las elecciones individuales. En tal sentido, las garantías de la autodeterminación señalan el adiós a una época en la que la autorrealización del trabajador individual era vista como punto de llegada de un largo proceso que otros se preocupaban de organizar para él, pretendiendo saber en todo momento cómo debía concretamente comportarse" (Simitis 1990, 111). Y no sólo el trabajador, también el ciudadano en general tiene que autodeterminarse a través de los cauces democráticos establecidos.

Precisamente ese creciente papel de las "asociaciones secundarias", entre las que se cuentan los sindicatos, como organizaciones intermedias entre los individuos y las instituciones del Estado y que crecientemente actúan como interlocutores en el proceso político, plantea a Joshua Cohen y Joel Rogers el problema de su legitimidad para tal papel político17

. La propuesta de estos autores, que no podemos resumir aquí en todo su alcance, sino sólo en algunos retazos que vienen al caso de lo que estamos hablando, es la de "democracia asociativa", consistente en promover desde los propios poderes públicos democráticos "las formas de representación colectiva que mejor se compadezcan con las normas del gobierno democrático" (Cohen/Rogers 1998, 7). Esa actuación de los poderes públicos sobre las asociaciones secundarias, que busca su integración sin distorsión en el sistema democrático-igualitario, se movería en tres frentes: "Allí donde haya desigualdades manifiestas en la representación política, la democracia asociativa recomienda promover la representación organizada de los intereses excluidos. Allí donde el particularismo de los grupos socave la soberanía popular o la deliberación democrática, recomienda que la acción de esos grupos sea más sensible a los intereses ajenos. Y allí donde las asociaciones sean más competentes que las autoridades públicas para conseguir resultados eficientes e igualitarios, o donde su participación pudiera mejorar la efectividad de los programas de gobierno, la democracia asociativa recomienda que los grupos tengan funciones de gobierno más directas y formales" (Cohen/Rogers 1998, 58). Y esos grupos a los que tal papel participativo se reconoce "tendrían que demostrar que, de hecho, representan a sus miembros mostrando que realmente utilizan algún mecanismo de "responsividad"" (Cohen/Rogers 1998, 92). No parece éste un mal planteamiento para dar salida a algunos de los problemas que aquí hemos venido tratando.





REFERENCIAS.



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- Vardaro 1984: Vardaro, G., Contrattazione collettiva e sistema giuridico, Nápoles, Jovene, 1984.



NOTAS

1

"... la relación entre un empresario y un trabajador aislado es típicamente una relación entre un detentador de poder y quien no detenta poder alguno (...). Se origina como un acto de sumisión que en su dinámica produce una situación subordinada, por más que la sumisión y subordinación puedan ser disimuladas por esa indispensable ficción jurídica conocida por "contrato de trabajo". El propósito fundamental del Derecho del Trabajo siempre ha sido, y nos atrevemos a decir que siempre lo será, consituir un contrapeso que equilibre la desigualdad de poder negociador que es necesariamente inherente a la relación de trabajo" (Kahn-Freund 1987, 52-53).


2

"... las leyes, por sí mismas, no son muy eficaces en estas materias" (Kahn-Freund 1987, 53). "... en lo que respecta a las relaciones laborales, las normas legales carecen a menudo de eficacia, si no se encuentran además reforzadas por sanciones sociales, es decir, por el poder equilibrador de los sindicatos y demás organizaciones de trabajadores expresado a través de la consulta y negociación con el empresario, y, en último término, si ésta falla, mediante el cese concertado del trabajo" (ibid. 55).


3

"... se venía a pensar que la voluntad de los trabajadores ha "querido" el contenido del pacto, mediata o inmediatamente, merced a la declaración de voluntad que en su afiliación al sindicato, expresa o tácitamente, se contenía. Si la única fuente de la eficacia del convenio era esta autonomía de la voluntad, y si se suponía que era declaración o manifestación de voluntad la simple afiliación a la organización pactante, se extrae lógicamente la consecuencia de que el convenio sólo viene a afectar a las partes contratantes, y a los miembros de las mismas cuando, y esto ocurre siempre del lado de los trabajadores, se trate, o no, de organizaciones profesionales. Para que el convenio pudiese traspasar este ámbito era precisa una declaración expresa de voluntad, esto es una contratación individual, que aceptase el contenido normativo del convenio, obligando entonces no el convenio mismo sino el contrato individual que a él se remitía. La concepción es, pues, que "el convenio vale respecto a cada uno en cuanto cada uno lo haya querido", obligando por tanto sólo a los que directamente, mediante su declaración expresa de voluntad, o indirectamente, por la pertenencia al sindicato pactante, lo hayan querido. Consecuentemente la declaración de voluntad contraria, esto es la dimisión del grupo pactante, liberaba del somentimiento al mismo" (Rodríguez-Piñero 1960, 22-23).


4 Se piensa ahora que el convenio colectivo "viene no a satisfacer los intereses individuales e individualizados de los trabajadores, sino que su propio carácter normativo, menta la existencia de un interés colectivo que no es una mera yuxtaposición de intereses individuales, pues al reunirse unitariamente los intereses individuales se transforman, junto a un común interés a la no concurrencia, en un interés colectivo que va más allá de los individuos y de las organizaciones para transformarse en el interés de la categoría" (Rodríguez-Piñero 1960, 36-37).

5 "La ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios". El legislador del Estatuto de los Trabajadores optó, dentro de este marco constitucional, por un modelo de "convenio colectivo de eficacia general y normativa" (recientemente, Pérez Yáñez 1997, 87), lo cual no ha dejado de ser la regla general aún después de la reforma de 1994.

6

Repárese en que no estamos planteando la cuestión en los términos habituales en que es tratada por ejemplo por la teoría de juegos y de la racionalidad de la acción colectiva, como cálculo que el sujeto realiza acerca de si le beneficia más actuar de consuno con los demás y según las pautas colectivas, o bien actuar como francotirador sin someterse a tales reglas. No es la racionalidad de ese trabajador individual lo que se juzga, sino la aptitud del convenio colectivo, con su eficacia general, para asegurar la protección del trabajador sin dañar otros bienes o intereses de éste, en particular su libertad.


7

Resultan sumanente interesantes, también por lo poco "dudoso" que resulta su autor, citar las siguientes consideraciones de Claus Offe: "Las categorías socioeconómicas no son fácilmente codificadas como portadoras de intereses homogéneos. La diferenciación interna en el seno de estas categorías de individuos -por ubicación regional, sector industrial, estatus organizacional, nivel de cualificación, género, edad, etnia, tipo de familia, estatus familiar, distintas fuentes de ingreso familiar, estatus con respecto a la seguridad social, estatus de consumo, antecedentes culturales y políticos, etc.- aumenta la dificultad para definir el interés compartido que sirva como denominador común, y también afecta negativamente a la intensidad con la cual se persigue este supuesto interés común. Esto se aplica tanto al trabajo como al capital". Se ha producido la "desaparición de los bloques "naturales" de intereses" (Offe 1998, 142).


8

Aludimos aquí a doctrinas como la del ordenamiento intersindical, de Giugni, o al intento de Vardaro de traducirla a claves luhmannianas, o al desmesurado intento de Aliprantis de conciliar el pluralismo jurídico con los planteamientos de Kelsen. No podemos aquí extendernos sobre todo esto. Véase Giugni 1960, Vardaro 1984 y Aliprantis 1980.


9

La misma identificación del interés colectivo con el interés general se dio, sobre bases y desde intenciones bien distintas, en el corporativismo (véase al respecto Lambertucci 1990, 156-157, nota 322).


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Me refiero nuevamente a las doctrinas de Giugni (sin duda la más influyente), Aliprantis y Vardaro, que aquí no desarrollaremos.


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Esa tensión entre invocar las concesiones máximas en los tiempos de crisis y la petición de que sin embargo la atención a los requerimientos productivos de la empresa se mantenga siempre, de modo que sobre los trabajadores recae no sólo el peso de salir de la crisis, sino también la responsabilidad permanente de evitarla, se aprecia entre nosotros por ejemplo en las palabras recientes de Rivero Lamas: "Se ha podido decir que las funciones de la negociación colectiva se atrofian, o incluso se paralizan, en fases de depresión económica en las que los sindicatos no pueden, a través de su acción reivindicativa, distribuir mejoras, debiendo convertirse en gestores de la crisis económica general o de la que afecta a las empresas en particular. Sin embargo, esta neutralización de la negociación colectiva como instrumento de regulación de las condiciones de trabajo y empleo sólo tiene lugar en momentos de crecimiento negativo y de destrucción masiva de empleo (...). En todo caso, cuando los sindicatos no pueden presionar para la distribución del excedente empresarial, porque éste no existe, se les pide que se conviertan en gestores de situaciones de crisis para mantener en el mercado a la empresa y amortiguar los efectos negativos que sobre el empleo proyectan las situaciones económicas adversas, el impacto de las nuevas tecnologías y las reorganizaciones productivas. Estas funciones imponen a los sindicatos que acrediten una nueva legitimación ante sus afiliados y ante los Poderes públicos, orientada a cooperar con el empresario para adecuar el funcionamiento de la empresa a situaciones que tienen efectos negativos sobre el empleo, pero que también comprometen la subsistencia de la empresa. Sin embargo, superadas las situaciones de crisis económica, ya sea general o concreta de una empresa, la negociación colectiva precisa estar más atenta, en la presente coyuntura económica, a las condiciones que pueden favorecer la competitividad y consolidación de las empresas en unos mercados que son, cada vez, más abiertos" (Rivero 1998, 404-405).


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Cita Simitis como ejemplos a este propósito la libertad de opinión y la igualdad entre hombres y mujeres.


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A título de ejemplo, Ray sugiere que la firma de esos que llama convenios "de regresión" debería estar avalada por sindicatos que representen al menos la mitad de los votantes (Ray 1998, 351). Este problema ha merecido especial atención de la doctrina francesa. Bonnin, por citar otro ejemplo, se pregunta también si "el consentimiento sindical es suficiente para poner en vigor acuerdos colectivos que prevén la reducción de ventajas, "derogaciones"", y si no sería mejor "recurrir a un consentimiento emanado más directamente de los asalariados afectados, ya sea mediante la expresión de sus representantes elegidos, ya sea expresándose los asalariados por sí mismos mediante un referendum" (Bonnin 1998, 340).


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Para una visión de derecho comparado sobre este tema y para un completo estudio de la regulación en el derecho español, véase García Murcia 1997.


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Valdés Dal-Ré destaca el papel funcional que para la práctica de la concertación social, y su resultado, la legislación negociada, juega la figura del sindicato más representativo, y llega a consideraciones similares a las de Ferraro. Mientras que las primeras normas que regulan la representatividad sindical pretenden "garantizar una efectiva capacidad representativa en el ejercicio de la acción sindical, la LOLS hará girar todo el sistema de representatividad que instituye sobre la figura del sindicato más representativo como medio de asegurar la articulación del intercambio político que piden las fórmulas de economía concertada. (...) El régimen jurídico de la mayor representatividad no vino sino a expresar la convergencia entre dos intereses bien definidos: el de los poderes públicos en recabar el apoyo social de un reducido número de organizaciones sindicales, bien implantadas y capaces de garantizar el cumplimiento de los pactos sociales, y el de los sindicatos en lograr un tratamiento ventajoso (monopolio de la participación institucional, por ejemplo), que los legitimara como agentes políticos y los afianzara como agentes sociales frente al resto de organizaciones concurrentes. El segundo dato que también conviene ahora traer a colación es la confianza que el poder público deposita en las organizaciones sindicales y asociaciones empresariales más representativas, a las que encomienda, apenas sin traba o restricción significativa, no sólo la ordenación de la estructura contractual conforme a sus intereses recíprocos sino, más en general, el gobierno del propio sistema de relaciones laborales" (Valdés-Dal-Ré 1997, 37). También García Murcia resalta la intención política que subyace a la búsqueda con ciertas condiciones (amplia base territorial y funcional con independencia de la real representatividad en ciertos ámbitos) de los sindicatos más representivos como interlocutores privilegiados del poder público (García Murcia 1987, 223ss).


16 Repárese en lo que plantea D´Antona sobre la experiencia italiana: "un extraordinario éxito de la política de concertación y, al mismo tiempo, una latente erosión de la capacidad de sus principales actores para representar efectivamente los intereses en cuyo nombre toman la palabra" (D´Antona 1998, 317).

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"El problema de la facción consiste en el potencial de las asociaciones secundarias para desplegar sus poderes de forma tal que los cimientos de una democracia bien ordenada queden socavados" (Cohen/Rogers 1998, 4). En efecto, "La amenaza a la soberanía popular surge de la posibilidad de una transferencia de facto de poder público, en la medida en que los grupos interceden en el proceso de elaboración de políticas, sobrerrepresentando los intereses de sus propios miembros. Dicha sobrerrepresentación socava la representación leal de los intereses de los ciudadanos dentro del proceso político" (ibid. 53-54).

 

 

CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 2

I.S.S.N.: 1138-9877

Fecha de publicación: marzo de 1999