EL ALMA II (para lectores irracionales) |
---|
A la hora de juzgar racionalmente si hay algún indicio que
deba llevarnos a concluir que la conciencia requiere el concurso de un
alma inmaterial (ya hemos anticipado que nuestra conclusión es
negativa), nos encontramos con un grave obstáculo, a saber, con
un gran cúmulo de prejuicios derivados principalmente de que los
únicos seres plenamente conscientes que conocemos en todo el
universo son los seres humanos.
En realidad, cualquier hipotético argumento en favor de la
existencia del alma sólo puede provenir de la experiencia
interna que tengo de mí mismo. No tengo experiencia alguna de
nada externo a mí que aparente ser inexplicable en el marco de
la ciencia (tal y como la conocemos, es decir, sin almas). Sin embargo,
aun admitiendo que un ser humano tuviera motivos para afirmar que
él mismo tiene alma, de ahí hace, a menudo
irracionalmente, más aún, irreflexivamente, dos
extrapolaciones gratuitas:
Según la "generosidad" de cada cual, algunos harán una
excepción en 2 y admitirán que algunos animales
superiores pueden también tener un cierto grado de
auténtica conciencia, aunque no vaya acompañada de la
racionalidad plena. Es importante recordar que no hablamos del alma en
el sentido que muchas religiones dan al término, ya que entonces
el número de los que conceden almas, por ejemplo, a los conejos,
disminuiría sensiblemente. Lo que queremos decir aquí es
que la mayoría de la gente aceptará que, cuando un
cazador hiere a un conejo, el conejo siente dolor en el mismo sentido
en que lo sentiríamos nosotros, aunque, al contrario que
nosotros, no sea capaz de entender qué le ha provocado ese dolor.
En esta página vamos a examinar los prejuicios subyacentes a
estas dos extrapolaciones. Es muy importante que quede claro que no
estamos tachando de irracional a cualquiera que defienda que los seres
humanos tienen alma y que un ordenador, al no poder tenerla, no puede
ser consciente; tan sólo decimos que a menudo, opiniones como
ésta se fundamentan principalmente
en prejuicios, lo cual no contradice que, entre dichos prejuicios,
podamos encontrar también argumentos racionales (a nuestro
juicio falaces) que permiten que alguien defienda en un marco racional
(no dogmático, pero a nuestro juicio equivocado) la necesidad de
un alma como requisito para la conciencia. De ellos nos ocuparemos en
las páginas siguientes. Aquí vamos a rebatir los
prejuicios
irracionales, pero, precisamente por su naturaleza irracional, no
pueden ser rebatidos racionalmente, de manera que nada de lo que vamos
a decir aquí debe considerarse un argumento de pleno derecho.
Simplemente vamos a escarbar en los prejuicios tratando de sacar a la
luz su naturaleza dogmática y su inconsistencia, con la
esperanza de que así resulten menos "apetecibles" y aquellos
lectores que los tengan por negligencia y no por complacencia, tengan
la oportunidad de desembarazarse de ellos antes de pasar a debatir
seriamente el problema del alma.
Observemos que el motivo principal por el que prácticamente
todo ser humano cuerdo acepta 1 es de carácter práctico
y no teórico: nadie puede ir por la vida diciendo a sus
semejantes que son meros androides que se comportan como si pudieran
ver, pensar, sentir, etc., pero que en realidad no hay ninguna prueba
de que puedan hacerlo realmente. Mucho menos puede alguien matar a otro
ser humano y justificarse diciendo que, al fin y al cabo, está
por demostrar que le haya dolido morirse, y que no hay motivos para
pensar que matar a un ser humano (distinto del que piensa esto, claro)
sea diferente a desguazar un coche, por ejemplo. Lo curioso es que,
desde un punto de vista teórico (sin perjuicio de que en las
páginas siguientes las vayamos a rebatir) sí que es
perfectamente posible defender estas opiniones; pero no hay duda de que
en la práctica son insostenibles, y eso es lo que hace que la
mayoría de la gente piense que sus semejantes en lo externo sean
también semejantes en lo interno. Establecida la confianza
(irracional) en este criterio, es natural extenderlo a casos en los que
ya no existe la exigencia práctica. Así, la gente
equipara los gemidos y las convulsiones que ve en un perro herido con
las que tendría un ser humano en las mismas circunstancias y
concluye que un perro tiene sentimientos similares a los humanos.
En realidad, a pesar de que este criterio suela aplicarse
irreflexivamente, hasta cierto punto no va desencaminado, pero el
problema principal es entonces determinar qué
características externas son relevantes a la hora de juzgar si
un trozo de materia dado encierra una conciencia o no es así, y
aquí aparece el problema que indicábamos al principio de
la página: por razones prácticas sólo estamos
obligados a considerar conscientes a los seres humanos y, a falta de
otra referencia, juzgamos más consciente a un ser cuanto
más se parece a un ser humano, sin pararnos a pensar que muchas
características presentes en todos los seres humanos pueden ser
accidentales, de modo que podría haber otros seres que pudieran
ser tan conscientes como los humanos a pesar de diferir en ellas.
La amplia gama del comportamiento animal complica enormemente el
establecimiento de una teoría sólida (no en el sentido de
racional, sino meramente en el de objetiva, o bien definida) en torno a
la relación entre comportamiento y conciencia. ¿Es
consciente un perro?, ¿y una gallina?, ¿y un pez?,
¿y una hormiga?, ¿y una bacteria?, ¿y un virus? Si
respondemos que sí a la primera pregunta y que no a la
última, la pregunta obligada es ¿y dónde
está la frontera? Para librarnos de esta dificultad vamos a
restringir nuestro problema analizando, no los criterios que empleamos
para juzgar cuándo algo es más o menos parecido a un ser
humano internamente, sino cuándo algo es totalmente equiparable
a un ser humano. Es obvio que un perro tiene cierta capacidad
consciente similar a la de un ser humano, pero no es totalmente
equiparable, en el sentido de que es prácticamente imposible
tratar a un perro como se trata a un ser humano. Por otra parte, hemos
de precisar lo que estamos diciendo, ya que, sin más
precisión, podríamos decir que los únicos seres totalmente equiparables a los seres
humanos son los seres humanos.
Puesto que en esta página no pretendemos justificar
racionalmente nuestros argumentos, podemos permitirnos el lujo de
introducir argumentos prácticos sin más
justificación: Vamos a argumentar que podemos reformular el
problema en estos términos: ¿A qué seres hay que
atribuirles una dignidad, o, dicho de otro modo, qué seres
merecen respeto en el sentido ético en el que consideramos que
los seres humanos merecen respeto?
Por ejemplo, es obvio que no hay nada de inmoral en desguazar un
coche. Si un ser humano (distinto de mí) fuera consciente
solamente en apariencia, si en realidad fuera como un ordenador
que parece ver, pensar, sentir, pero no fuera más que un
ordenador sofisticado que en realidad no sabe lo que dice ni lo que
hace, entonces tampoco sería inmoral matar a un ser humano.
En definitiva estamos planteando la equivalencia entre
La implicación de 1 a 2 puede ser cuestionada en algunos
contextos. Por ejemplo, nadie dudará de que Hitler
cumplía 1, mientras que algunos considerarán que matar a
Hitler
hubiera sido éticamente correcto. No obstante, podemos decir que
Hitler reunía los requisitos necesarios para merecer respeto, en
el sentido de que si, por ejemplo, Hitler y un judío hubieran
naufragado en una isla desierta, probablemente habrían acabado
siendo amigos, ya que Hitler se habría guardado de mostrar en
semejante contexto sus teorías antisemitas, e incluso es posible
que, tras años de convivencia forzada, hubiera terminado
abandonándolas. En general, algunos considerarán que 2 es
más fuerte
que 1 porque, para merecer respeto, no basta con tener las cualidades
adecuadas, sino también es necesario adoptar la actitud adecuada
(ser bueno).
Por otra parte, habrá quienes discutan en
qué grado se ha de cumplir 1 para que se cumpla 2. Nos referimos
al problema de hasta qué punto los animales tienen derechos. Hay
quien considera inmoral matar a un animal para comérselo,
mientras que la mayoría de la gente no opina así.
Sin embargo, estas dificultades no deben preocuparnos, ya que
sólo estamos interesados en la implicación de 2 a 1. Es
evidente que sería absurdo atribuir dignidad (respeto en sentido
ético) a un ser al que no consideráramos consciente en un
sentido equiparable a un ser humano. Naturalmente, la especie humana es
lo suficientemente variopinta como para suministrar ejemplos de esta y
de cualquier otra mentalidad, por peregrina que parezca. Es lo que
sucede en ciertos casos de totemismo o de fetichismo, pero si
algún lector no los considera obviamente dogmáticos y
absurdos, entonces más vale que deje de leer, ya que no tiene
remedio.
En conclusión, podemos aceptar que si llegamos a admitir que
un ser merece pleno respeto en sentido ético, entonces debemos
admitir también que reúne las características
esenciales que lo equiparan a un ser humano como ser consciente. En
realidad hay un colectivo de lectores que podría presentar una
excepción: un antiabortista atribuirá dignidad a un feto
humano y, al mismo tiempo, podría reconocer que no tiene
(aún) las capacidades mentales propias de un ser humano. En
realidad es la misma excepción irracional que ya hemos comentado
(es un caso de fetichismo), pero, en cualquier caso, podemos
considerarlo como una excepción aislada que no distorsiona
realmente nuestro planteamiento, ya que el antiabortista defiende el
feto en función de las características potenciales que
adquirirá, de hecho, si no es abortado, que son precisamente las
que aquí estamos tratando de determinar.
Este enfoque en términos éticos no es artificial, sino que, por lo pronto, nos permite analizar con más detalle el argumento práctico que hemos expuesto antes: en la práctica, tenemos la necesidad de respetar en sentido ético a los seres humanos (al menos a la mayoría, o, como mínimo, a los de nuestro entorno inmediato), y eso es lo que nos induce a reconocerlos como seres conscientes equiparables a nosotros mismos, ya que consideraríamos absurdo respetar a algo que no piensa ni siente ni nada. En la defensa de los animales se mezclan íntimamente los argumentos éticos con los argumentos sobre su grado de conciencia.
La ventaja del enfoque ético es que es más
difícil que uno pueda engañarse a sí mismo en
estos términos. Si le preguntamos a alguien hasta qué
punto cree que un perro es similar a un ser humano puede respondernos
vagamente, y es que, en realidad, da igual lo que uno piense al
respecto, pero, en cambio, las preguntas como ¿es ético matar a un perro
para comérselo si uno no tiene nada mejor que comer? o si hay que elegir entre salvar la vida a
un ser humano o a un perro, ¿tiene cada cual libertad para
elegir, sólo es ético elegir al ser humano o sólo
es ético elegir al perro?, ¿es ético matar perros por
placer?, etc. tienen siempre una respuesta muy concreta, que en
algunos casos podrá diferir según a quién
preguntemos, pero que siempre perfilan una posición muy bien
definida en la que no caben medias tintas.
Por ejemplo, antes nos planteábamos qué
características externas necesitamos constatar en un trozo de
materia para que la consideremos más o menos equiparable a un
ser humano como ser consciente, y advertíamos de lo fácil
que sería incluir entre ellas cualidades accidentales que en
realidad no fueran pertinentes en modo alguno. En términos
éticos este riesgo se vuelve patente:
Durante un tiempo, uno de los argumentos en favor de la esclavitud
de los negros era la tesis de que los negros eran animales, es decir,
que no tenían un grado de conciencia equiparable al de los seres
humanos, es decir, los blancos. Esto es un ejemplo clarísimo de
cómo se puede tomar una cualidad accidental en un ser humano,
como es el tener la piel blanca, para negar la condición humana
a aquellos seres que no la posean. Hoy en día muchos se
preguntarán cómo es posible que sociedades enteras
pudieran defender una tesis tan ridícula, pero no tiene nada de
extraño:
Hoy en día, cualquier persona con un cerebro en buen estado asegurará convencida que todos los seres humanos merecen el mismo respeto, independientemente del color de su piel o de cualquier otra circunstancia, y creerá que con ello ya está libre de todo prejuicio racista. Evidentemente, si entendemos "racista" en el sentido literal, alguien que no suponga arbitrariamente diferencias entre razas distintas no es racista, pero, no por ello está libre de tener prejuicios de idéntica naturaleza que los prejuicios racistas, como, de hecho, sugiere la expresión "todos los seres humanos", si es que en ella hemos de entender que está implícito un "y sólo ellos". ¿Por qué un ser ha de ser humano para merecer exactamente el mismo respeto que un ser humano?
Cuando los españoles llegaron a América, se
encontraron con una "nueva" raza de hombres a los que terminaron
esclavizando. No obstante, esta vez no contaron con el
beneplácito de la Iglesia ni el del Derecho, ya que los
teólogos nunca dejaron de reconocer que los indios eran seres
humanos, que no debían ser esclavizados, sino evangelizados, y
esta doctrina fue aceptada por los juristas. Esto no impidió
que, en la práctica, la teología fuera obviada y la ley
burlada para convertir a los indios en auténticos esclavos y, de
hecho, entre los encomenderos
que tenían asignados indios para su "educación",
surgió también la doctrina extraoficial de que en
realidad eran animales. No hay nada que comentar de este caso que no
hayamos comentado ya al respecto de los negros, pero, imaginemos que
los españoles, al llegar a América, se hubieran
encontrado algo distinto. Es perfectamente concebible que la
extinción de los dinosaurios que permitió la
evolución de los mamíferos hasta que apareció el
hombre no hubiera sido completa, sino que en América hubieran
sobrevivido algunas especies de reptiles que hubieran seguido una
evolución similar a la que siguieron los mamíferos.
Imaginemos que Colón se hubiera encontrado en América con
unos seres de unos dos metros de alto, bípedos, con una larga
cola, piel verde, escamada, con manos articuladas similares a las
nuestras, ovíparos, vegetarianos, capaces de comunicarse entre
sí mediante unos sonidos impronunciables para nosotros, capaces
de leer y escribir, de cultivar la tierra, de construir grandes
edificios de piedra (templos, escuelas, cementerios, etc.), dotados de
un sistema legal más o menos avanzado, con conocimientos de
matemáticas, de astronomía, de medicina, con gusto por la
música, la poesía y el teatro y, en suma, tan civilizados
como cualquier humano civilizado, pero verdes y con rabo.
No cabe duda de cuál hubiera sido la valoración de la
época: son lagartijas gordas, y hoy ya estarían
extinguidas, pero ¿cual sería la valoración de
nuestra época si hoy se descubriera una islita perdida con
semejantes pobladores? Es obvio que no se les podría llamar
seres humanos, en el sentido literal de que su especie no sería
la especie Homo sapiens sapiens,
sino tal vez Lacerta sapiens sapiens
sapiens, y también es obvio que contarían con el
interés de los científicos y el amparo de los
ecologistas, pero ¿se les concedería permisos de
residencia, o de estudios, o de trabajo en algún país? Y,
aun suponiendo que sí, ¿no les tirarían piedras
por la calle, o les intentarían cortar la cola, como se
acostumbra a hacer con las lagartijas?
Imaginemos que los miembros de esta especie tuvieran, en general, un
uso de razón y una ética equiparables a los humanos, de
modo que pudieran entender cualquier cosa y comportarse adecuadamente
en cualquier situación. En particular no serían agresivos
ni peligrosos si no se les atacara, y no habría peligro de que
se sintieran atacados o que se sintieran violentos por
confusión, como sucede con algunos animales que, en principio,
no son violentos. En suma, su conducta sería exactamente la que
cabe esperar en un ser humano. A pesar de ello, que fueran aceptados o
rechazados socialmente ¿dependería de si las facciones de
su rostro resultaran simpáticas o desagradables?,
¿qué ocurriría si, fisiológicamente, fueran
incapaces de sonreír, o si sus ojos fueran inexpresivos o, peor
aún, si tuvieran la inquietante mirada de los velocirraptores de
Parque jurásico?,
¿qué ocurriría si asustaran a los niños por
su mera presencia? ¿Sería eso suficiente para que
sólo unos pocos biólogos locos les reservaran un trato
digno? ¿Cuántos de los que hoy en día defienden
sonoramente la igualdad de las razas humanas quemarían cruces
para proclamar la superioridad de la especie humana?
Es muy importante comprender que el párrafo precedente no
puede equipararse con el discurso de un defensor de los animales que
reclama, digamos, la prohibición de las corridas de toros.
Dejando de lado el hecho de que las corridas de toros, como cualquier
forma de maltratar animales gratuitamente, son mezquinas, no deja de
ser cierto que un toro es inferior a un ser humano, en el sentido de
que no es posible dejar libre a un toro en medio de la calle a su
suerte confiando en su propio criterio, pero esto no vale para la
hipotética especie de la que hablamos, que podría
defenderse a sí misma sin necesidad de abogados. Éste
podría ser un diálogo entre un "especista" dogmático y un
miembro de esta especie pretendidamente inferior:
Tú sólo eres una lagartija,
y no tienes ningún derecho a vivir entre humanos. Tu sitio es un
zoológico.
Y eso, ¿por qué? Porque soy
reptil. ¿Y el reptil no tiene ojos, no tiene manos, ni
órganos, ni alma, ni sentidos, ni pasiones? ¿No se
alimenta de los mismos manjares, no recibe las mismas heridas, no
padece las mismas enfermedades y se cura con iguales medicinas, no
tiene calor en verano y frío en invierno, igual que el humano? Y
si le pican, ¿no sangra?, ¿no se ríe si le hacen
cosquillas? ¿No se muere si lo envenenan? ...
¡Por supuesto que no! A ti te gusta
comer insectos y a mí no, tú no padeces las mismas
enfermedades que yo, ni te curan las mismas medicinas, ni te
ríes cuando te hacen cosquillas. ¡Tú no eres humano!
Todo eso cierto, ¿pero importa?
Shakespeare puso esas palabras en boca de un judío y los humanos
las consideran un modelo de alegato en pro de la dignidad,
¿tanto cambian las cosas porque yo coma otras cosas, o sufra
otras enfermedades? ¿Tanto importa que no pueda reír,
aunque tenga igualmente sentido del humor?
Es que hay mucho más: tienes
escamas, pones huevos... ¡no puedes ocultar que eres un animal!
¡Tú tampoco!, pero
¿no basta el hecho de que ambos tengamos alma, sentidos,
pasiones, que estemos vivos y temamos a la muerte, no basta todo eso
para que debamos tratarnos mutuamente con respeto?
Tú dices que tienes alma y
sentimientos, pero, ¿por qué habría de creerte?,
hagas lo que hagas y digas lo que digas, no dejarás por ello de
ser un animal, ¿por qué habría de creer a un bicho
como tú?
Por la misma razón por la que
crees a los demás humanos cuando afirman lo mismo, si es que
tienes alguna.
No hace falta seguir. Podría pensarse que opinar que ninguna variedad de lagartija podría ser equiparable a un ser humano es "menos grave" que pensar que un negro es inferior a un blanco, ya que esto último perjudica a los negros, mientras que no hay realmente lagartijas inteligentes que se vean perjudicadas porque alguien piense así. Sin embargo, pensemos en un racista que viva en una sociedad de población blanca sin ningún negro a su alcance, y al que además nadie haga caso, de modo que ni siquiera pueda decirse que perjudica a los negros al propagar su dogmatismo. Es un racista inofensivo, ciertamente, pero ¿vuelve eso menos dogmático, menos arbitrario, menos despreciable su racismo? Igualmente, quien crea que un animal de otra especie que alcanzara un nivel mínimo de racionalidad y civilización no mereciera automáticamente esa misma dignidad, no se diferencia en nada de un racista típico. Si un negro puede ser tratado como un blanco, ¿qué justifica que se le dé un trato distinto?, si un ser puede ser tratado igual que un ser humano, ¿qué justifica que se le dé un trato distinto? ¿Es más significativo el código genético que el color de la piel?
Imaginemos ahora que el mundo entrara en razón y se
reconociera la igualdad de derechos entre hombres y lagartijas
inteligentes. Éste es el quid de la cuestión: la
desaparición del origen último de todos los prejuicios
que estamos considerando: la posibilidad accidental de identificar un
código genético con la dignidad moral. ¿En
qué términos deberían expresarse entonces esos
derechos? Cada vez es más preocupante el avance de un purismo
mal entendido en virtud del cual no debe decirse "Todos los hombres tienen derecho a la
vida, a la libertad y a la seguridad de su persona", sino "Todos los hombres y mujeres tienen
derecho, etc. " Todo hombre instruido comprende que pensar que
la expresión "Todos los
hombres" excluye a las mujeres es necedad, cuando no mera
estupidez, pero sí que sería correcto denunciar que la
expresión "Todos los hombres"
no incluye a otras especies distintas de las integradas en el
género Homo (de las
cuales sólo sobrevive nuestra especie). En la
declaración actual de derechos humanos se alternan expresiones
como "toda persona", "todo
individuo", "todo
ser humano", etc. Cualquiera de las dos primeras serviría
como término genérico, pero ¿qué
deberíamos entender entonces por persona o individuo?
¿Deberíamos conformarnos con una definición ad hoc, según la cual
"persona" pasaría a significar indistintamente ser humano o
lagartija inteligente?, ¿o podríamos comprender de una
vez
por todas que "persona" es todo ser susceptible de ser tratado como
tal, y que infravalorar a priori a cualquier ser que no demuestre
empíricamente en nada su presunta inferioridad es
dogmático e inaceptable?
Si el lector se cree capaz de aceptar esto, que pruebe la apertura
de su mente pasando ahora al caso de una hipotética
máquina (aparentemente) consciente. ¿Es razonable el
paréntesis? Si una máquina fuera susceptible de ser
tratada como una persona, si empíricamente apreciáramos
diferencias obvias entre ella y un ser humano, pero ninguna de las
cuales apuntara a ninguna clase de inferioridad intelectual, si, en
estas condiciones, reclamara que se le reconozca su dignidad,
¿sería aceptable negársela? Y no es lícito
zanjar el asunto arguyendo que es prácticamente imposible que se
llegue a dar nunca una situación así.
Es como si estuviéramos diciendo que, según la
teoría de la relatividad, si un ser humano viajara por el
espacio al 90% de la
velocidad de la luz el tiempo para él pasaría a la mitad
de la velocidad que en la Tierra, y alguien replicara que eso son
tonterías porque es imposible que ningún hombre llegue
jamás a viajar al 90% de la velocidad de la luz. Aceptemos la
existencia hipotética de un ordenador que se comporte
esencialmente como un ser humano, en el sentido de que nos sea posible,
si queremos, tratarlo como a tal, pese a todas las peculiaridades que
pueda presentar que resultaran impensables en un ser humano real.
Toda la discusión sobre si las lagartijas inteligentes son
equiparables o no a los humanos se traslada mutatis mutandis al caso de los
robots inteligentes. ¿Cuál es la diferencia? El color de
la piel no es esencial, la especie tampoco, pero ¿el estar vivo
sí lo es? ¿No estamos igualmente ante unos seres a los
que podemos tratar como personas sólo con estar dispuestos a
hacerlo? ¿Tendríamos entonces derecho a no hacerlo?,
¿Por qué?, ¿porque son comprensibles, porque
carecen de misterio? No estamos hablando de tratar con respeto a los
televisores, como tampoco reclamamos ese respeto para las lagartijas
"normales", pero un ordenador tipo C3PO
es a un televisor lo que una lagartija inteligente (o un hombre) es a
una lagartija "normal". C3PO
es una máquina, cierto, y un hombre es un animal, pero, al igual
que un hombre no es un animal cualquiera, C3PO no es una máquina
cualquiera.
Si el racismo sobrevive, ahora que no está socialmente
aceptado, es debido a razones psicológicas individuales: un
racista es alguien sin capacidad para valorarse a sí mismo salvo
a costa de mirar por encima del hombro a otros. Si un racista dice "tú eres inferior a mí"
es, generalmente, porque no es capaz de encontrar nada positivo en
sí mismo salvo el ser mejor que los que él llama
inferiores. En este sentido, convertir la ignorancia en una virtud como
forma de enaltecerse a uno mismo (que es lo que hace alguien cuando se
considera importante porque está vivo, y la vida es un misterio
que nadie comprende en su totalidad) es legítimo mientras no se
use como argumento para despreciar a otro ser consciente por el mero
hecho de no estar vivo y carecer, por tanto, de misterio. Es como si
uno se considera en sí poca cosa y necesita creer que hay un
Dios a quien le importa y que lo llevará al Cielo cuando muera.
Es libre de hacerlo, pero no puede usar eso para argumentar que un
negro no tiene alma, que no es una criatura de Dios en el mismo sentido
que él y que, por consiguiente, puede ponerlo a cultivar
algodón o caña de azúcar para él.
Imaginemos que la Tierra es visitada por una nave extraterrestre,
sus tripulantes son pacíficos y llevan trajes metálicos
que los cubren completamente, pues, según explican, es la
única forma en la que pueden sobrevivir en nuestra
atmósfera. Después de un tiempo de mantener relaciones
con ellos, de intercambiar información y muestras de amistad,
etc., descubrimos que no están vivos, sino que son una raza de
robots diseñados por una especie extinguida hace miles de
años. ¿Qué cambiaría eso?,
¿deberíamos dejar de hablar con ellos porque nos
sentiríamos estúpidos hablando con alguien que no es
realmente alguien?, ¿o deberíamos sentirnos
estúpidos por sentirnos estúpidos hablando con alguien
que no es realmente alguien?
El problema de las máquinas que luchan por su dignidad ha
sido tratada en muchas películas que invitan a la
reflexión. La saga de La
guerra de las galaxias no es una de ellas. La sociedad que
describe es una alegoría del Imperio Romano, y los robots son el
equivalente de los esclavos. Como tales son tratados y no reivindican
nada. El entrañable C3PO
es propiedad de su constructor, Anakin
Skywalker, y finalmente acaba siendo comprado por su hijo, Luke Skywalker. Ambos lo tratan con
respeto, e incluso con amistad, pero no dejan de considerarlo un objeto
de su propiedad.
El enfoque más conservador producido en Hollywood sobre el
problema de la dignidad de una máquina es, sin duda, el de la
película El hombre
bicentenario, basada en las novelas de Isaac Asimov. El
protagonista es un robot que no logra ser aceptado como persona hasta
que no logra incorporar todos los defectos humanos, de entre los cuales
el que se presenta como más importante es la mortalidad. El
mensaje es: si eres (potencialmente) inmortal, no puedes ser persona
(y, ya puestos a ser dogmáticos en esa línea, ¿por
qué no "si no te huele el aliento, no puedes ser persona?). Muy
distinto es el caso del sensiblero Número
5, de la película Cortocircuito,
un robot que quiere ser aceptado como persona tal cual es. La
película, de la productora Disney,
está claramente dirigida al público infantil, ya que
sólo un niño ingenuo podría considerar aceptable
el final, en el que el Número
5 consigue la ciudadanía estadounidense sin que nadie
tenga nada que objetar. Un tratamiento más serio es el de Inteligencia Artificial, de
Spielberg. En esta película conviven humanos y robots,
éstos son técnicamente esclavos, pero, al contrario de lo
que sucede en la Guerra de las
galaxias, sufren su condición y reclaman su dignidad,
más o menos tímidamente. Imaginemos que, en una sociedad
así, los robots terminaran haciéndose con el control,
pero que, en lugar de sojuzgar a los humanos, decidieran establecer un
régimen democrático en el que humanos y robots vivieran
en pie de igualdad; ahora bien, dejan bien claro que ellos
conservarían el poder militar, de modo que, en cuanto se trate
de aprobar una ley que discrimine a unos o a otros, se habrá
acabado la democracia y se instaurará la dictadura de las
máquinas.
Si sucediera esto, al cabo de, digamos, cien años de
convivencia pacífica y natural, todos los humanos habrían
asumido que un robot es igual a un humano, y si alguien pretendiera
salvar una mermada autoestima despreciando a los robots, sería
mirado con el mismo desdén con que hoy se mira en general a
quien se cree mejor que un negro. Pero una idea no es más cierta
porque la defienda más gente. El hecho de que, sin ningún
lugar a dudas, la gente aceptaría a los robots como personas si
se viera forzada a convivir con ellos, no prueba que sean personas,
como tampoco prueba que no lo sean el hecho de que hoy esta tesis
resultará ridícula a mucha gente.
A lo largo de la historia, los avances, tanto teóricos
(científicos) como prácticos (éticos), han surgido
gracias a una minoría de hombres avanzados a su tiempo, lo cual
es normal, pero lo triste es que rara vez se han extendido por la
fuerza de la razón, sino que lo usual es que lo hagan por la
fuerza de la costumbre. Cuando Darwin expuso su teoría de la
evolución, el mundo se conmocionó. La teoría fue
socialmente rechazada por ridícula, herética y mil
motivos más. Ahora sólo unos cuantos sectarios
pintorescos siguen protestando, mientras que en las sociedades modernas
está sólidamente asentada. ¿Significa esto que la
gente es ahora más ducha en biología que en tiempos de
Darwin? No. Significa simplemente que la gente se ha acostumbrado a la
teoría de la evolución, como se ha acostumbrado a que la
Tierra sea redonda, a que gire alrededor del Sol, a que los matrimonios
se divorcien, a que los fetos se aborten, a que los homosexuales se
casen, etc. ¿Va a ser siempre así? ¿Una
campaña publicitaria debidamente orquestada va a ser siempre
más efectiva que un argumento desnudo? ¿No podría
la gente, antes de rechazar algo, preguntarse si lo aceptará por
la fuerza de la costumbre, tras haberlo visto y oído mil veces?
Esto no eliminaría la necesidad de argumentar las cosas, pero
sí ahorraría los enormes esfuerzos que se malgastan ahora
en la lucha contra los prejuicios. (Yo mismo, sin ir más lejos,
me habría ahorrado escribir esta página y habría
pasado directamente a la siguiente.)
Para terminar debemos recordar el sentido que tiene todo esto.
Cuanto hemos discutido aquí sería frívolo y
estéril si no fuera por su conexión directa con la
existencia del alma. Es obvio que una defensa vehemente de los derechos
de unos hipotéticos seres que no existen puede dejar frío
a más de uno, pero el esfuerzo de ponerse en situación
(como si realmente el problema importara), merece la pena, ya que el
problema de la existencia del alma se podría abordar más
fácil y fructíferamente si la humanidad se hubiera visto
obligada a coexistir en pie de igualdad con lagartijas,
extraterrestres, robots o cualesquiera otros seres que nos forzaran a
abandonar los prejuicios que todavía nos permiten considerarnos
el "centro de la creación", exactamente por el mismo motivo que
un biólogo podrá exponer más fácil y
fructíferamente sus investigaciones sobre la teoría de la
evolución ante una audiencia objetiva, dispuesta a analizar
racionalmente sus argumentos, como sucede ahora, que no ante una
audiencia cegada por prejuicios que sólo busca la más
mínima excusa para desdeñar sus argumentos, sean cuales
sean, tratando a la vez de convencerse de que lo hace racionalmente,
como sucedía hace cien años.
Ayudaría mucho que la gente pudiera discutir sobre la
existencia del alma con la serenidad que da comprender que, aunque la
conclusión fuera que no tenemos de eso, ello no nos
"devaluaría", igual que no nos devaluó saber que no
vivimos en el centro del universo, o que nuestros ancestros no fueron
creados directamente por Dios; y parece que mucha gente no tiene otra
forma de quitarse ese peso de encima que darse cuenta de que, si la
práctica nos impusiera aceptar que el alma es una quimera y que
no somos esencialmente distintos a un ordenador sofisticado, la vida
seguiría mereciendo la pena exactamente igual que ahora.