Malva, Mirta y la Morris: amputaciones, abrazos
y mordiscos
Ana y Rían Lozano de la Pola
Malva
(1970)
Silvina
Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: Emecé, pp. 84-88.
Era
preciosa, pero de improviso se volvía fea. Sus enormes ojos, sin perder
el
brillo afiebrado, podían achicarse; su boca sin labios también. La recuerdo en
un
casamiento rodeada de flores el día que la conocí. ¡Pobre Malva López!. Como
en
las cabinas de transmisiones, en las paredes de su dormitorio había corcho;
como
en las ciudades muy frías, géneros rellenos de guata; como en los cuartos
de
juguetes para niños, colores celestes por todas partes. De igual modo los
picaflores
instintivamente hacen sus nidos con el algodón del palo borracho, que
aísla
los ruidos, con flores de tilo que son sedantes, con pétalos de jazmines del
cielo
que son celestes. Yo sé que tomaba en lugar de té agua de azahar y en
lugar
de aspirina, Sedobrol, que ya pasó de moda. No parecía sin embargo
nerviosa.
Cuando
pienso en esta historia creo que soñé, pero la prueba de que no
sueño
está en los comentarios y chismes que oí a mi alrededor. La primera vez
que
Malva mostró su desmedido grado de impaciencia fue en la escuela, cuando
tuvo
que hacer un trámite para su hija. Media hora esperó que la atendieran en
el
patio de la escuela, luego otra media hora en la secretaría. Oír canciones
folklóricas
y zapateos en los pisos altos del establecimiento no bastó para
tranquilizarla.
Durante
ese lapso su impaciencia creció y la desfiguró. En el momento en
que
rompió con los dientes uno de sus guantes, se le cortó la respiración. Lo sé
por
una de las maestras de tercer grado que la vio. Cuando quedó sola —que
esperara
ese momento prueba que se dominaba un poco— se comió el dedo
meñique
de la mano izquierda. ¿Por qué el meñique y no el pulgar o el índice?.
¿Por
qué el meñique?. ¡Debía de ser tan incómodo!. Felizmente los guantes no
estaban
del todo rotos y pudo esconder aquel día adentro del guante la mano
ignominiosa.
Dicen que Malva no sabía contenerse. Nada más falso. ¿No fue
acaso
por obra de su voluntad que contuvo la sangre de la herida que
naturalmente
hubiera corrido a borbotones revelando su oprobio?. Los yoguis,
los
espiritistas, sólo ellos pueden hacer estas cosas.
El
segundo episodio ocurrió en un taxímetro, que la conducía a Villa
Urquiza,
a visitar a una señora enferma. En el paso a nivel de Belgrano R.
bajaron
las barreras en el preciso momento en que iba a pasar. La demora fue
interminable.
Primero pasó un tren que cambió de vía, después una locomotora
que
retrocediendo y adelantando maniobró como un juguete, durante más de un
cuarto
de hora; después un tren de carga con fardos de avena y animales;
después
un raudo y vano tren eléctrico. En el ínterin Malva trataba de distraerse
con
unas plantas que vendían en un vivero, emplazado en los bordes de las vías.
Reconoció
los nombres de algunas flores y de algunas enredaderas. En un carrito
estacionado
junto al automóvil quiso comprar unas naranjas; se las pusieron en
una
bolsita de papel agujereado y, sin darle tiempo a subir al automóvil, cayeron
y
rodaron. Comenzó a crecer su impaciencia de manera alarmante. Recogió sin
embargo
las naranjas, una por una, para distraerse, pero no tuvo tiempo de
llegar
al automóvil; agachada, recogiendo la última naranja, se comió la rodilla
hasta
el hueso. Como la vez anterior no brotó sangre, como lo requería el caso.
Subió
al automóvil con la naranja en la mano. La falda felizmente le cubría la
rodilla
y de ese modo ocultó la herida, que era horrible.
El
tercer episodio fue en la fábrica de alpargatas de la calle Moreno. Como
las
alpargatas iban a subir de precio, le convenía llevar por lo menos una docena.
Después
de elegir las del color y la forma que le gustaban, las pagó para apurar
el
trámite. El vendedor salió en busca de los doce pares de alpargatas. Cada vez
que
volvía era para treparse a una escalera de mano y hurgar en las estanterías.
Malva
creía que ya le entregaban las alpargatas restantes, pero el hombre con
rapidez
desaparecía de nuevo. Malva empezó a impacientarse. Ella misma, por
su
cuenta, empezó a probarse las alpargatas que sacaba de las cajas y que no
correspondían
al número que buscaba. De tanto ponérselas y quitárselas se le
corrió
un punto de la media Circe, el último par que le quedaba de un precioso
color
de zanahoria. En cuclillas siguió probándose, hasta que la portera del local,
armada
de una escoba, la barrió creyendo que era una sombra un poco más
abultada
que las otras. En ese momento Malva se mordió el hombro; era difícil
pero
en ciertos momentos, cualquiera hace una cosa difícil. El mordisco llegó,
como
en las ocasiones anteriores, hasta el hueso, y atravesó los tendones con
suma
facilidad.
A partir
de ese día la gente comenzó a comentar malignamente la mano
estropeada
de Malva. Nadie pudo ver ni la rodilla, ni el hombro, ni otras partes
magulladas,
siempre cubiertas; pero la mano, aun con el guante, no lograba
disimular
la falta del dedo. Dijeron que en épocas anteriores a su casamiento,
Malva,
con serias dificultades económicas, había trabajado en una fábrica de
embutidos
y que ahí las máquinas le habían amputado un dedo. Mentiras todas,
pues
Malva jamás había carecido de medios para vivir holgadamente. También
dijeron
que en un picnic, a la hora de la siesta, un mono le había comido el dedo,
creyendo
que era un ejemplar de la bananita llamada dedito de oro. Malva nunca
probó
una banana, jamás fue a un picnic y menos en Brasil, donde hay tantos
insectos.
El
mundo es perverso, pero Malva ignoraba lo que decían de ella. Esto fue
una
suerte, pues bastante desdichada era ya con lo que le sucedía. Sin poderlo
remediar,
fue destruyendo, en sucesivos momentos de locura, las partes más
difíciles
de alcanzar, de su carne. Por un ascensor demorado en algún piso, por
un
teléfono público que se tragaba las monedas, por un trámite demasiado largo
en
el Departamento Central de Policía, por una cola interminable formada en
queserías,
donde se encaprichaba en comprar personalmente queso Parmesano,
por
la conversación de una mujer charlatana, por la incompetencia de una
vendedora
que se equivocaba de mercadería y explicaba por qué se equivocaba,
sin
traer nunca la mercadería, quedaban pocas partes del cuerpo de Malva sin
mordiscos
que llegaran al hueso. Ella, tan aficionada a vestirse con trajes de
baño
o de baile, rehuía los veraneos y los bailes, porque no podía exhibir su piel.
En
los últimos tiempos en que mis amigos la vieron no necesitaba de casi
nada
para impacientarse. La última vez fue por un pucho encendido, que el
marido
tiró sobre la alfombra, recién traída de la tintorería. El espectáculo resultó
sorprendente.
Yo no sabía que Malva tuviera tanta elasticidad en el cuerpo.
Hubiera
podido trabajar de contorsionista en un circo. Se arqueó como una
víbora,
y echando la cabeza hacia atrás, se mordió el talón, hasta arrancárselo.
Felizmente
llevaba puesta una culotte negra, de otro modo el espectáculo
hubiera
sido indecoroso. Había gente: el ministro de educación y una pianista
italiana,
a la elegante luz de las velas. Algunas personas estúpidas aplaudieron.
El
marido de Malva la arrastró, no sé dónde, fuera de la sala. Una hora después
apareció
solo y anunció que su mujer se había sentido mal y que se había
acostado.
Al alejarse, poniéndose bufandas, sombreros y abrigos, las visitas
murmuraron
algunos lugares comunes: "Hay que nacer acróbata", "Hay que
empezar
desde la infancia", "No se pueden hacer esas cosas de un día para el
otro",
"Hay que dar tiempo al tiempo", "¿Se acuerdan de Claudia, cuando
se
desnudó?",
"Y Roberto que perdió el brazo izquierdo", "Caramba,
caramba".
Al
día siguiente me anunciaron la muerte de Malva. Fui al velorio. Le habían
cubierto
la cara con un velo espeso. Supe que no habían tocado ningún objeto de
su
cuarto, para que yo eligiera, en memoria de ella, el que más me gustaba. Me
hicieron
pasar. En el suelo quedaban aún las marcas de pasos mojados, sobre la
madera
del piso, que comunicaba con el cuarto de baño. Las miré atentamente.
No
eran improntas de pies humanos. Parecía que un perro o un lobo hubiera
rondado
por ahí. Sobre su mesa de vestir miré el peine y el cepillo con restos de
cabellos.
Pero, qué digo. No eran cabellos; nada de humanos tenían esos pelos
cortos,
duros, negros, con las puntas rojizas. Al pie de su cama encontré tres
huesos,
realmente preciosos, de forma caprichosa. Reconocí el buen gusto de
Malva,
que descubría la belleza en todas partes. Pregunté a su marido para qué
Malva
coleccionaba esos huesos, aunque bien sabía que eran adornos. Me
respondió
que los usaba para afilar sus dientes. "Era tan excéntrica" agregó
con
risa
de lobo. Entonces recordé la risa contagiosa de Malva. Una risa extraña,
aguda,
intempestiva, tal vez contagiosa. A veces yo misma me sorprendo riendo
así.
No
creo que nadie la quisiera mucho; a mí se me cayeron las lágrimas.
¿Acaso
uno quiere a las personas por sus cualidades morales?. El cariño es un
misterio.
Volví
junto al cajón, que habían dejado solo, y arranqué el velo que la
cubría,
para verla por última vez. Debajo del velo, que temblaba a la luz de los
cirios,
no hallé nada, sino el horrible encaje tieso y blanco, destinado a adornar a
los
muertos.
Nunca
sabré si Malva murió, si se destruyó íntegramente a mordiscos, si
está
encerrada en algún lugar de la ciudad o en selvas de Brasil, donde a veces
sueño
que se ha perdido, después de huir en un barco. Esta ciudad no era para
ella.
Que terminara tan pronto de comer su propio cuerpo era humanamente
imposible.
Yo creo que aún le quedaban muchos dedos, una rodilla, un hombro,
la
nuca, las pantorrillas, todos sitios alcanzables para la boca de una
contorsionista
como ella. No ha muerto, pensé, y esta sospecha me pareció más
horrible
que la certidumbre de su muerte.
El
automóvil
Silvina
Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: Emecé, pp. 181-186.
Braman
los automóviles: se están volviendo humanos, por no decir
bestiales.
Fui al autódromo donde corría Mirta. Desde que nació quiso participar
en
carreras de automóviles. Yo traté de disuadirla pero se enardecía más al
verme
en desacuerdo. Pretendía hacer conmigo la vuelta del mundo en
automóvil,
porque decía que en un automóvil uno lleva todo lo que uno quiere y
tiene,
incluido el mismo corazón. Me amaba, no sé si tanto como yo la amaba a
ella
aunque considerase ridículas casi todas sus ambiciones. Que una mujer
pretendiera
correr en las grandes carreras de automóviles y en primera categoría
me
parecía un síntoma de locura. Siempre pensé que las mujeres no sabían
manejar.
Cualquier otra cosa podía esperar de ellas, por ejemplo que manejaran
una
máquina aspiradora, un tractor, un grabador, un avión, una calculadora, una
plancha,
una máquina de cortar pasto, una computadora; si alguna vez le
comuniqué
estos pensamientos, se sintió insultada, pero yo no cambiaba de
parecer.
Conseguimos después de nuestro casamiento un automóvil espléndido.
A
mi padre le sobraba el dinero y me lo regaló para que pudiera hacer un viaje
de
descanso. Yo trabajaba seriamente, en una casa editora que me exigía
muchos
sacrificios. Este automóvil fue un verdadero don del cielo, pues Mirta,
que
vivía descontenta con su suerte, empezó a gozar realmente de la vida.
Madrugaba
¿para qué?. Para subirse directamente al auto y abrazarse al volante;
nunca
estaba cansada como antes cuando se desmayaba por todo. Había
embellecido
notablemente. A mi juicio no necesitaba tanta belleza. Su pelo
brillaba
con furor, sus ojos revoloteaban como los de un niño, su agilidad parecía
apta
para cualquier prueba de trapecio o de baile acrobático, ganaba premios en
concursos
de natación y de zapateo. Tenía treinta años pero no los representaba;
parecía
tener sólo veinte y a veces quince. Algo, o mucho, me inquietaba en ella:
su
facilidad para enamorarse. Alguien que tuviera una linda voz, hasta por
teléfono,
alguien que tuviera unas preciosas manos, hasta con guantes, alguien
muy
atrevido o alguien muy tímido, que apenas conocía, alguien con los ojos casi
violeta,
hasta bizcos, bastaba para seducirla al máximo de la seducción. Nadie
necesitaba
violarla, ella misma era capaz de violarse para dar placer a alguien.
Había
que poner fin a ese estado de cosas, de otro modo me exponía a matarla
en
el paroxismo de mis celos. Resolví que nos iríamos de viaje. ¿De dónde
sacaría
yo tanto dinero?. Tengo dinero, ¿por qué voy a ocultarlo?, pero a veces
los
que tienen más dinero no saben emplear ese caudal de un modo razonable y
se
vuelven más pobres que los pobres. Vendí todo lo que tenía; le pedí dinero a
mi
madre, prometiendo pagar la deuda con mercaderías extranjeras que podría
ella
vender en su boutique. Conseguí todo porque mi alma en llamas es capaz de
cualquier
cosa para conseguir algo que me salve de una vida que no soporto.
Conseguí
hasta parecer pobre, ya que nada me bastaba.
Zarpamos
de Buenos Aires una mañana preciosa de otoño, en un barco que
nos
llevaba con nuestro automóvil, nuestro amor y nuestra alegría. Rompíamos
las
amarras: todo lo que era tedio o sufrimiento quedaba en el puerto, entre las
personas
que agitaban sus añuelos, algunas con lágrimas, porque éramos
queridos
por amigos y amantes.
La
travesía fue tan feliz que se disolvió en nuestro recuerdo como un
merengue
en la boca. Pero la llegada al puerto final de la travesía fue el
comienzo
de nuestros inconvenientes. Retirar el automóvil, primero de la bodega
y
después de la aduana, resultó molesto. No lo habíamos previsto. Cuántos
trámites
tuvimos que hacer antes de recuperarlo: aparentemente los papeles no
estaban
en regla. Mirta no dormía ni reía; se sentía culpable, como si hubiera
robado
el auto. Después de muchas discusiones en que no entendíamos las
malas
palabras que nos propinaban, todo se aclaró: los papeles estaban en
orden.
Cuando Mirta se vio frente al automóvil en tierra firme, casi desnuda se
abrazó
a la máquina. Es difícil abrazar a un automóvil, pero ella supo hacerlo.
Espero
que a ningún hombre se haya abrazado de esa forma. Con violencia la
arranqué
del capot. "¿Qué significan estas escenas?", le grité, al verla en
posturas
tan provocativas. "Si te violan después, no te quejes." Un fotógrafo
que
pasaba
por azar la fotografió. Era un periodista, sin duda. Este fue mi primer
encono
contra Mirta. La zamarreé y la obligué a seguirme. Se puso a llorar. Nos
reconciliamos,
pero no fue por mucho tiempo. Yo añoraba la vida del barco,
donde
las horas transcurrían inadvertidas. Mirta quería llegar pronto a París, para
anotarse
en una carrera de automóviles. Le dije que sus pretensiones eran
inauditas,
que manejaba mal, que ni a una niña de diez años se le ocurría
semejante
locura. Ya me había fastidiado bastante con sus incipientes carreras
en
la provincia de Buenos Aires, como la única mujer "Reina del volante"
que
salía
fotografiada de improviso en todas las revistas. Insistí en no ir directamente
a
París, en aprovechar el viaje, aunque sólo fuera por veinte días, para conocer
las
ciudades, la arquitectura, la pintura, la escultura, las iglesias, los
jardines, el
paisaje
de esa región de Francia. Mis argumentos eran serios: estando en la
misma
tierra donde surgieron, sería una vergüenza no conocer las obras de arte
y
los edificios más celebres que podían admirarse en las tarjetas postales y en
las
guías turísticas. Mirta accedió; declaró que de paso, en el trayecto,
practicaría
mejor el manejo del automóvil, que tanto le criticaba.
Hicimos
un viaje maravilloso; yo dormía todo el tiempo, hasta que un día,
cansado
de tantas cosas interesantes, me encerré en el hotel y ella se fue sola.
Sufrí
como un animal herido, creyendo que nunca volvería, pues apasionada
como
era, podía cometer cualquier locura. Volvió tardísimo, sin disculparse. Me
dijo
que encontró a un francés maravilloso, periodista sin duda, que en cinco días
le
enseñaría a hablar francés correctamente, por lo que pensó que deberíamos
quedamos
en ese hotel tan lujoso y de nombre tan sencillo: se llamaba La Liebre
Feliz.
Me mostró el cuaderno con las anotaciones que el francés le puso,
convenciéndola
de que era más fácil la lengua francesa que la española, tan llena
de
chistidos. Sin duda creyó que era española. En el cuaderno figuraban las
palabras
más fáciles de recordar en francés que en español: Cheri era
"querido",
bleu
era "azul", rue era "calle", chien era "perro”, baile
era "pelota", auto era
"automóvil”,
seul era "solo", ciel era "cielo". No se podía negar que
las palabras
francesas
eran más simples. Se guardaba bien de decirle que soleil correspondía
a
“sol", y arbre a "árbol", y bleu—ciel a
"celeste". Durante cinco días Mirta tomó
lecciones
con el francés, que era un insolente. Cuando nos traían café, bebía
todo
el contenido de la cafetera y peinó con mi peine su pelo grasiento. Usaba un
mechón
de pelo sobre el ojo derecho y sacudía la cabeza, no para quitárselo sino
para
colocárselo, como hacen las mujeres. Le pregunté un día qué malas
palabras
hay en francés, las que se usan ahora, porque las palabras van con la
moda.
Espéce
de con –dijo—.
—¿Qué
otra?.
—Merde,
tonnerre de Dieu.
—¿Por
qué la palabra que designa el sexo es una mala palabra?.
—No
sé. Averígüelo por otro lado. No soy un diccionario.
En
realidad no me interesaban esas nimiedades del idioma, pero no sabía
de
qué hablarle cuando nos encontrábamos uno frente a otro, mientras Mirta se
encerraba
en el cuarto de baño para lavarse el pelo.
Pasamos
unos días, si no hubiera sido por el francés, agradables. Nunca vi
árboles
tan lindos ni playas tan acogedoras. Extrañaba el cielo de Buenos Aires,
el
canto de los pájaros insolentes que tenemos en la lánguida luz de las tardes
en
que todo se desmaya, hasta el aire, hasta las brisas, hasta el canto de
algunos
pájaros desvelados, hasta el corazón que los escucha. Mirta insistía en la
necesidad
de aprender el francés correctamente. En los restaurantes trataba de
hablar
en francés con el mozo, que parecía un actor de cinematógrafo. Un
papagayo
en la entrada del hotel era un pretexto para contribuir a la relación que
había
entre el joven profesor de francés y el mozo, que andaba siempre con un
escarbadientes
en la boca, de diente en diente.
¿Estábamos
en París o soñábamos?. El corazón de Mirta latía con esa rumor
salvaje
que se oye en las carreras de automóviles, de noche. No podía
dormirme;
tenía que mirarla para asegurarme de que no era un automóvil ni un
violín,
ni un cambio de velocidades, que era un ser humano el que dormía a mi
lado,
que era un ser humano el que me abrazaba. La abandoné a sus sueños una
noche
en que el latido de su corazón movía la cama con demasiado ardor.
Aquella
noche me confesó que se había inscrito en una carrera, no muy
importante,
pero carrera al fin. Resolví verla por televisión y no acudir al
autódromo.
Mirta se vistió aquel día con un traje muy elegante. Ella, que rara
vez
se ocupaba de elegir ropa adecuada para las circunstancias, ese día se
preocupó.
Para que la divisara mejor, eligió un tono de color rojizo para el suéter
y
un pañuelo azul marino para el cuello. Vi la carrera en el televisor del hotel.
Me
apenó
mucho que no ganara, pero me consolé: los desencantos tal vez enfriaran
su
pasión por las carreras y podríamos llevar una vida normal, sin sobresaltos.
Nada
es tan horrible como una pasión no compartida cuando se ama realmente a
alguien.
Sentía que mi vida se desgastaba oyéndola hablar de automóviles, sin
poder
compartir ni reconocer las marcas, ni sus potencias ni sus perfecciones. La
mujer
de un cuadro de Ingres me hubiera satisfecho más que esos autos que
extasiaban
a Mirta.
Una
noche volvió del cine, después de las once. No me dijo qué fue a ver ni
con
quién, pero sospecho que el francés había llegado. No le reproche su
conducta.
Nunca me había ignorado hasta tal punto. Creo que le dolió no ser
aplaudida
por sus proezas, aunque no lo fuera simplemente por haberse inscrito
en
una carrera sin mi consentimiento o mi cariñosa atención.
Por
la noche sentí latir su corazón de automóvil a mi lado y sus ojos debajo
de
los párpados, cerrados, que se movían como si vieran algo, algo movedizo,
huidizo.
Me levanté y me acosté en el suelo para poder dormir; dicen que es
bueno
para la columna vertebral, pero ni se me ocurrió pensar en la columna.
Ella
no advirtió mi inquietud ni mi ausencia de la cama. Semidormida, parecía
más
dormida que totalmente dormida. No fue sino después del alba cuando pude
recobrar
mi lugar en la cama.
Vivir
es difícil para cualquiera que ama demasiado. No podía alejarme de
Mirta
sin morir, ni acercarme, sin también morir. Elegí alejarme. Un día salí
temprano,
para ver museos, palacios y jardines, las orillas del Sena, las
catedrales,
las más diminutas iglesias; cuando volví a la noche, como después de
un
largo viaje, Mirta no estaba en el hotel. Salí de nuevo. En vano la busqué por
todas
partes. Al volver a la madrugada, me pareció que oía su respiración. Era
un
automóvil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel.
Me
acerqué: en el interior no había nadie. Lo toque, sentí vibrar sus vidrios. Tan
enloquecido
estaba que me pregunté si sería Mirta. Entré en el hotel. En la
conserjería
no había ningún mensaje para mí. El portero no sabía quién había
dejado
ese automóvil. De pronto pasó algo inexplicable. Suavemente el
automóvil
empezó a alejarse. Traté de alcanzarlo, pero no pude.
Desde
ese día, busco el automóvil por la ciudad. Más de una vez lo vi, me
puse
en su camino, sin lograr nunca descubrir quién lo manejaba, ni morir bajo
sus
ruedas. Vivo en París, porque sólo en París puedo alcanzar mi esperanza,
cumplir
mi deseo.
Hay
gente que me aplaude. "Qué lindo vivir aquí." Otra gente se pregunta:
"¿Por
qué diablos se fue a vivir a París?".
Anoche,
después de salir en busca del automóvil, que no encontré, escribí
una
carta a Mirta, que le dejaré en la conserjería del hotel. Acá viviré mientras
tenga
plata para seguir gastando. Cuando se acabe, buscaré trabajo.
Querida
Mirta,
A
qué me servirá vivir si no estás a mi lado. Amar en exceso destruye lo
que
amamos: a vos te destruyó el automóvil. Vos me destruiste (no lo digo con
ironía).
En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible
máquina
que encerraba tu corazón acelerado, cuando dormíamos juntos. Ahora
te
busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas.
Además,
nunca sé por dónde pasarás. Tal vez podría acostarme en medio de las
calles
por donde pienso que pasarás. Eran tantas las calles que te gustaban que
no
puedo saber cuál vas a elegir. No comprendo cómo llegué a tan absoluta
renuncia
de mí mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por mí. Soy
un
verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, sólo un
recuerdo.
Lo actual no me importa. Débilmente vuelven a mí versos que me
gustaron
y que retuve en la memoria, fortalecida por la nostalgia; versos que
fluyen
como ríos, rodeando imágenes de árboles genealógicos o reales, árboles
del
mundo entero que no olvido: "Es lo que llaman en el mundo ausencia / fuego
en
el alma y en la vida infierno".
Lo
demás no existe, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la
ciudad,
los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las revoluciones, el
prestigio,
el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podés estar
segura,
cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima
por
un instante frente al automóvil que te lleva.
**Bonus
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