Malva, Mirta y la Morris: amputaciones, abrazos y mordiscos

Ana y R’an Lozano de la Pola

 

 

 

 

Malva (1970)

Silvina Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: EmecŽ, pp. 84-88.

 

Era preciosa, pero de improviso se volv’a fea. Sus enormes ojos, sin perder

el brillo afiebrado, pod’an achicarse; su boca sin labios tambiŽn. La recuerdo en

un casamiento rodeada de flores el d’a que la conoc’. ÁPobre Malva L—pez!. Como

en las cabinas de transmisiones, en las paredes de su dormitorio hab’a corcho;

como en las ciudades muy fr’as, gŽneros rellenos de guata; como en los cuartos

de juguetes para ni–os, colores celestes por todas partes. De igual modo los

picaflores instintivamente hacen sus nidos con el algod—n del palo borracho, que

a’sla los ruidos, con flores de tilo que son sedantes, con pŽtalos de jazmines del

cielo que son celestes. Yo sŽ que tomaba en lugar de tŽ agua de azahar y en

lugar de aspirina, Sedobrol, que ya pas— de moda. No parec’a sin embargo

nerviosa.

Cuando pienso en esta historia creo que so–Ž, pero la prueba de que no

sue–o est‡ en los comentarios y chismes que o’ a mi alrededor. La primera vez

que Malva mostr— su desmedido grado de impaciencia fue en la escuela, cuando

tuvo que hacer un tr‡mite para su hija. Media hora esper— que la atendieran en

el patio de la escuela, luego otra media hora en la secretar’a. O’r canciones

folkl—ricas y zapateos en los pisos altos del establecimiento no bast— para

tranquilizarla.

Durante ese lapso su impaciencia creci— y la desfigur—. En el momento en

que rompi— con los dientes uno de sus guantes, se le cort— la respiraci—n. Lo sŽ

por una de las maestras de tercer grado que la vio. Cuando qued— sola —que

esperara ese momento prueba que se dominaba un poco— se comi— el dedo

me–ique de la mano izquierda. ŔPor quŽ el me–ique y no el pulgar o el ’ndice?.

ŔPor quŽ el me–ique?. ÁDeb’a de ser tan inc—modo!. Felizmente los guantes no

estaban del todo rotos y pudo esconder aquel d’a adentro del guante la mano

ignominiosa. Dicen que Malva no sab’a contenerse. Nada m‡s falso. ŔNo fue

acaso por obra de su voluntad que contuvo la sangre de la herida que

naturalmente hubiera corrido a borbotones revelando su oprobio?. Los yoguis,

los espiritistas, s—lo ellos pueden hacer estas cosas.

El segundo episodio ocurri— en un tax’metro, que la conduc’a a Villa

Urquiza, a visitar a una se–ora enferma. En el paso a nivel de Belgrano R.

bajaron las barreras en el preciso momento en que iba a pasar. La demora fue

interminable. Primero pas— un tren que cambi— de v’a, despuŽs una locomotora

que retrocediendo y adelantando maniobr— como un juguete, durante m‡s de un

cuarto de hora; despuŽs un tren de carga con fardos de avena y animales;

despuŽs un raudo y vano tren elŽctrico. En el ’nterin Malva trataba de distraerse

con unas plantas que vend’an en un vivero, emplazado en los bordes de las v’as.

Reconoci— los nombres de algunas flores y de algunas enredaderas. En un carrito

estacionado junto al autom—vil quiso comprar unas naranjas; se las pusieron en

una bolsita de papel agujereado y, sin darle tiempo a subir al autom—vil, cayeron

y rodaron. Comenz— a crecer su impaciencia de manera alarmante. Recogi— sin

embargo las naranjas, una por una, para distraerse, pero no tuvo tiempo de

llegar al autom—vil; agachada, recogiendo la śltima naranja, se comi— la rodilla

hasta el hueso. Como la vez anterior no brot— sangre, como lo requer’a el caso.

Subi— al autom—vil con la naranja en la mano. La falda felizmente le cubr’a la

rodilla y de ese modo ocult— la herida, que era horrible.

El tercer episodio fue en la f‡brica de alpargatas de la calle Moreno. Como

las alpargatas iban a subir de precio, le conven’a llevar por lo menos una docena.

DespuŽs de elegir las del color y la forma que le gustaban, las pag— para apurar

el tr‡mite. El vendedor sali— en busca de los doce pares de alpargatas. Cada vez

que volv’a era para treparse a una escalera de mano y hurgar en las estanter’as.

Malva cre’a que ya le entregaban las alpargatas restantes, pero el hombre con

rapidez desaparec’a de nuevo. Malva empez— a impacientarse. Ella misma, por

su cuenta, empez— a probarse las alpargatas que sacaba de las cajas y que no

correspond’an al nśmero que buscaba. De tanto ponŽrselas y quit‡rselas se le

corri— un punto de la media Circe, el śltimo par que le quedaba de un precioso

color de zanahoria. En cuclillas sigui— prob‡ndose, hasta que la portera del local,

armada de una escoba, la barri— creyendo que era una sombra un poco m‡s

abultada que las otras. En ese momento Malva se mordi— el hombro; era dif’cil

pero en ciertos momentos, cualquiera hace una cosa dif’cil. El mordisco lleg—,

como en las ocasiones anteriores, hasta el hueso, y atraves— los tendones con

suma facilidad.

A partir de ese d’a la gente comenz— a comentar malignamente la mano

estropeada de Malva. Nadie pudo ver ni la rodilla, ni el hombro, ni otras partes

magulladas, siempre cubiertas; pero la mano, aun con el guante, no lograba

disimular la falta del dedo. Dijeron que en Žpocas anteriores a su casamiento,

Malva, con serias dificultades econ—micas, hab’a trabajado en una f‡brica de

embutidos y que ah’ las m‡quinas le hab’an amputado un dedo. Mentiras todas,

pues Malva jam‡s hab’a carecido de medios para vivir holgadamente. TambiŽn

dijeron que en un picnic, a la hora de la siesta, un mono le hab’a comido el dedo,

creyendo que era un ejemplar de la bananita llamada dedito de oro. Malva nunca

prob— una banana, jam‡s fue a un picnic y menos en Brasil, donde hay tantos

insectos.

El mundo es perverso, pero Malva ignoraba lo que dec’an de ella. Esto fue

una suerte, pues bastante desdichada era ya con lo que le suced’a. Sin poderlo

remediar, fue destruyendo, en sucesivos momentos de locura, las partes m‡s

dif’ciles de alcanzar, de su carne. Por un ascensor demorado en algśn piso, por

un telŽfono pśblico que se tragaba las monedas, por un tr‡mite demasiado largo

en el Departamento Central de Polic’a, por una cola interminable formada en

queser’as, donde se encaprichaba en comprar personalmente queso Parmesano,

por la conversaci—n de una mujer charlatana, por la incompetencia de una

vendedora que se equivocaba de mercader’a y explicaba por quŽ se equivocaba,

sin traer nunca la mercader’a, quedaban pocas partes del cuerpo de Malva sin

mordiscos que llegaran al hueso. Ella, tan aficionada a vestirse con trajes de

ba–o o de baile, rehu’a los veraneos y los bailes, porque no pod’a exhibir su piel.

En los śltimos tiempos en que mis amigos la vieron no necesitaba de casi

nada para impacientarse. La śltima vez fue por un pucho encendido, que el

marido tir— sobre la alfombra, reciŽn tra’da de la tintorer’a. El espect‡culo result—

sorprendente. Yo no sab’a que Malva tuviera tanta elasticidad en el cuerpo.

Hubiera podido trabajar de contorsionista en un circo. Se arque— como una

v’bora, y echando la cabeza hacia atr‡s, se mordi— el tal—n, hasta arranc‡rselo.

Felizmente llevaba puesta una culotte negra, de otro modo el espect‡culo

hubiera sido indecoroso. Hab’a gente: el ministro de educaci—n y una pianista

italiana, a la elegante luz de las velas. Algunas personas estśpidas aplaudieron.

El marido de Malva la arrastr—, no sŽ d—nde, fuera de la sala. Una hora despuŽs

apareci— solo y anunci— que su mujer se hab’a sentido mal y que se hab’a

acostado. Al alejarse, poniŽndose bufandas, sombreros y abrigos, las visitas

murmuraron algunos lugares comunes: "Hay que nacer acr—bata", "Hay que

empezar desde la infancia", "No se pueden hacer esas cosas de un d’a para el

otro", "Hay que dar tiempo al tiempo", "ŔSe acuerdan de Claudia, cuando se

desnud—?", "Y Roberto que perdi— el brazo izquierdo", "Caramba, caramba".

Al d’a siguiente me anunciaron la muerte de Malva. Fui al velorio. Le hab’an

cubierto la cara con un velo espeso. Supe que no hab’an tocado ningśn objeto de

su cuarto, para que yo eligiera, en memoria de ella, el que m‡s me gustaba. Me

hicieron pasar. En el suelo quedaban aśn las marcas de pasos mojados, sobre la

madera del piso, que comunicaba con el cuarto de ba–o. Las mirŽ atentamente.

No eran improntas de pies humanos. Parec’a que un perro o un lobo hubiera

rondado por ah’. Sobre su mesa de vestir mirŽ el peine y el cepillo con restos de

cabellos. Pero, quŽ digo. No eran cabellos; nada de humanos ten’an esos pelos

cortos, duros, negros, con las puntas rojizas. Al pie de su cama encontrŽ tres

huesos, realmente preciosos, de forma caprichosa. Reconoc’ el buen gusto de

Malva, que descubr’a la belleza en todas partes. PreguntŽ a su marido para quŽ

Malva coleccionaba esos huesos, aunque bien sab’a que eran adornos. Me

respondi— que los usaba para afilar sus dientes. "Era tan excŽntrica" agreg— con

risa de lobo. Entonces recordŽ la risa contagiosa de Malva. Una risa extra–a,

aguda, intempestiva, tal vez contagiosa. A veces yo misma me sorprendo riendo

as’.

No creo que nadie la quisiera mucho; a m’ se me cayeron las l‡grimas.

ŔAcaso uno quiere a las personas por sus cualidades morales?. El cari–o es un

misterio.

Volv’ junto al caj—n, que hab’an dejado solo, y arranquŽ el velo que la

cubr’a, para verla por śltima vez. Debajo del velo, que temblaba a la luz de los

cirios, no hallŽ nada, sino el horrible encaje tieso y blanco, destinado a adornar a

los muertos.

Nunca sabrŽ si Malva muri—, si se destruy— ’ntegramente a mordiscos, si

est‡ encerrada en algśn lugar de la ciudad o en selvas de Brasil, donde a veces

sue–o que se ha perdido, despuŽs de huir en un barco. Esta ciudad no era para

ella. Que terminara tan pronto de comer su propio cuerpo era humanamente

imposible. Yo creo que aśn le quedaban muchos dedos, una rodilla, un hombro,

la nuca, las pantorrillas, todos sitios alcanzables para la boca de una

contorsionista como ella. No ha muerto, pensŽ, y esta sospecha me pareci— m‡s

horrible que la certidumbre de su muerte.

 

 

 

El autom—vil

Silvina Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: EmecŽ, pp. 181-186.

 

Braman los autom—viles: se est‡n volviendo humanos, por no decir

bestiales. Fui al aut—dromo donde corr’a Mirta. Desde que naci— quiso participar

en carreras de autom—viles. Yo tratŽ de disuadirla pero se enardec’a m‡s al

verme en desacuerdo. Pretend’a hacer conmigo la vuelta del mundo en

autom—vil, porque dec’a que en un autom—vil uno lleva todo lo que uno quiere y

tiene, incluido el mismo coraz—n. Me amaba, no sŽ si tanto como yo la amaba a

ella aunque considerase rid’culas casi todas sus ambiciones. Que una mujer

pretendiera correr en las grandes carreras de autom—viles y en primera categor’a

me parec’a un s’ntoma de locura. Siempre pensŽ que las mujeres no sab’an

manejar. Cualquier otra cosa pod’a esperar de ellas, por ejemplo que manejaran

una m‡quina aspiradora, un tractor, un grabador, un avi—n, una calculadora, una

plancha, una m‡quina de cortar pasto, una computadora; si alguna vez le

comuniquŽ estos pensamientos, se sinti— insultada, pero yo no cambiaba de

parecer. Conseguimos despuŽs de nuestro casamiento un autom—vil esplŽndido.

A mi padre le sobraba el dinero y me lo regal— para que pudiera hacer un viaje

de descanso. Yo trabajaba seriamente, en una casa editora que me exig’a

muchos sacrificios. Este autom—vil fue un verdadero don del cielo, pues Mirta,

que viv’a descontenta con su suerte, empez— a gozar realmente de la vida.

Madrugaba Ŕpara quŽ?. Para subirse directamente al auto y abrazarse al volante;

nunca estaba cansada como antes cuando se desmayaba por todo. Hab’a

embellecido notablemente. A mi juicio no necesitaba tanta belleza. Su pelo

brillaba con furor, sus ojos revoloteaban como los de un ni–o, su agilidad parec’a

apta para cualquier prueba de trapecio o de baile acrob‡tico, ganaba premios en

concursos de nataci—n y de zapateo. Ten’a treinta a–os pero no los representaba;

parec’a tener s—lo veinte y a veces quince. Algo, o mucho, me inquietaba en ella:

su facilidad para enamorarse. Alguien que tuviera una linda voz, hasta por

telŽfono, alguien que tuviera unas preciosas manos, hasta con guantes, alguien

muy atrevido o alguien muy t’mido, que apenas conoc’a, alguien con los ojos casi

violeta, hasta bizcos, bastaba para seducirla al m‡ximo de la seducci—n. Nadie

necesitaba violarla, ella misma era capaz de violarse para dar placer a alguien.

Hab’a que poner fin a ese estado de cosas, de otro modo me expon’a a matarla

en el paroxismo de mis celos. Resolv’ que nos ir’amos de viaje. ŔDe d—nde

sacar’a yo tanto dinero?. Tengo dinero, Ŕpor quŽ voy a ocultarlo?, pero a veces

los que tienen m‡s dinero no saben emplear ese caudal de un modo razonable y

se vuelven m‡s pobres que los pobres. Vend’ todo lo que ten’a; le ped’ dinero a

mi madre, prometiendo pagar la deuda con mercader’as extranjeras que podr’a

ella vender en su boutique. Consegu’ todo porque mi alma en llamas es capaz de

cualquier cosa para conseguir algo que me salve de una vida que no soporto.

Consegu’ hasta parecer pobre, ya que nada me bastaba.

Zarpamos de Buenos Aires una ma–ana preciosa de oto–o, en un barco que

nos llevaba con nuestro autom—vil, nuestro amor y nuestra alegr’a. Romp’amos

las amarras: todo lo que era tedio o sufrimiento quedaba en el puerto, entre las

personas que agitaban sus a–uelos, algunas con l‡grimas, porque Žramos

queridos por amigos y amantes.

La traves’a fue tan feliz que se disolvi— en nuestro recuerdo como un

merengue en la boca. Pero la llegada al puerto final de la traves’a fue el

comienzo de nuestros inconvenientes. Retirar el autom—vil, primero de la bodega

y despuŽs de la aduana, result— molesto. No lo hab’amos previsto. Cu‡ntos

tr‡mites tuvimos que hacer antes de recuperarlo: aparentemente los papeles no

estaban en regla. Mirta no dorm’a ni re’a; se sent’a culpable, como si hubiera

robado el auto. DespuŽs de muchas discusiones en que no entend’amos las

malas palabras que nos propinaban, todo se aclar—: los papeles estaban en

orden. Cuando Mirta se vio frente al autom—vil en tierra firme, casi desnuda se

abraz— a la m‡quina. Es dif’cil abrazar a un autom—vil, pero ella supo hacerlo.

Espero que a ningśn hombre se haya abrazado de esa forma. Con violencia la

arranquŽ del capot. "ŔQuŽ significan estas escenas?", le gritŽ, al verla en

posturas tan provocativas. "Si te violan despuŽs, no te quejes." Un fot—grafo que

pasaba por azar la fotografi—. Era un periodista, sin duda. Este fue mi primer

encono contra Mirta. La zamarreŽ y la obliguŽ a seguirme. Se puso a llorar. Nos

reconciliamos, pero no fue por mucho tiempo. Yo a–oraba la vida del barco,

donde las horas transcurr’an inadvertidas. Mirta quer’a llegar pronto a Par’s, para

anotarse en una carrera de autom—viles. Le dije que sus pretensiones eran

inauditas, que manejaba mal, que ni a una ni–a de diez a–os se le ocurr’a

semejante locura. Ya me hab’a fastidiado bastante con sus incipientes carreras

en la provincia de Buenos Aires, como la śnica mujer "Reina del volante" que

sal’a fotografiada de improviso en todas las revistas. Insist’ en no ir directamente

a Par’s, en aprovechar el viaje, aunque s—lo fuera por veinte d’as, para conocer

las ciudades, la arquitectura, la pintura, la escultura, las iglesias, los jardines, el

paisaje de esa regi—n de Francia. Mis argumentos eran serios: estando en la

misma tierra donde surgieron, ser’a una vergźenza no conocer las obras de arte

y los edificios m‡s celebres que pod’an admirarse en las tarjetas postales y en

las gu’as tur’sticas. Mirta accedi—; declar— que de paso, en el trayecto,

practicar’a mejor el manejo del autom—vil, que tanto le criticaba.

Hicimos un viaje maravilloso; yo dorm’a todo el tiempo, hasta que un d’a,

cansado de tantas cosas interesantes, me encerrŽ en el hotel y ella se fue sola.

Sufr’ como un animal herido, creyendo que nunca volver’a, pues apasionada

como era, pod’a cometer cualquier locura. Volvi— tard’simo, sin disculparse. Me

dijo que encontr— a un francŽs maravilloso, periodista sin duda, que en cinco d’as

le ense–ar’a a hablar francŽs correctamente, por lo que pens— que deber’amos

quedamos en ese hotel tan lujoso y de nombre tan sencillo: se llamaba La Liebre

Feliz. Me mostr— el cuaderno con las anotaciones que el francŽs le puso,

convenciŽndola de que era m‡s f‡cil la lengua francesa que la espa–ola, tan llena

de chistidos. Sin duda crey— que era espa–ola. En el cuaderno figuraban las

palabras m‡s f‡ciles de recordar en francŽs que en espa–ol: Cheri era "querido",

bleu era "azul", rue era "calle", chien era "perroÓ, baile era "pelota", auto era

"autom—vilÓ, seul era "solo", ciel era "cielo". No se pod’a negar que las palabras

francesas eran m‡s simples. Se guardaba bien de decirle que soleil correspond’a

a Ňsol", y arbre a "‡rbol", y bleu—ciel a "celeste". Durante cinco d’as Mirta tom—

lecciones con el francŽs, que era un insolente. Cuando nos tra’an cafŽ, beb’a

todo el contenido de la cafetera y pein— con mi peine su pelo grasiento. Usaba un

mech—n de pelo sobre el ojo derecho y sacud’a la cabeza, no para quit‡rselo sino

para coloc‡rselo, como hacen las mujeres. Le preguntŽ un d’a quŽ malas

palabras hay en francŽs, las que se usan ahora, porque las palabras van con la

moda.

EspŽce de con –dijo—.

—ŔQuŽ otra?.

—Merde, tonnerre de Dieu.

—ŔPor quŽ la palabra que designa el sexo es una mala palabra?.

—No sŽ. Aver’gźelo por otro lado. No soy un diccionario.

En realidad no me interesaban esas nimiedades del idioma, pero no sab’a

de quŽ hablarle cuando nos encontr‡bamos uno frente a otro, mientras Mirta se

encerraba en el cuarto de ba–o para lavarse el pelo.

Pasamos unos d’as, si no hubiera sido por el francŽs, agradables. Nunca vi

‡rboles tan lindos ni playas tan acogedoras. Extra–aba el cielo de Buenos Aires,

el canto de los p‡jaros insolentes que tenemos en la l‡nguida luz de las tardes

en que todo se desmaya, hasta el aire, hasta las brisas, hasta el canto de

algunos p‡jaros desvelados, hasta el coraz—n que los escucha. Mirta insist’a en la

necesidad de aprender el francŽs correctamente. En los restaurantes trataba de

hablar en francŽs con el mozo, que parec’a un actor de cinemat—grafo. Un

papagayo en la entrada del hotel era un pretexto para contribuir a la relaci—n que

hab’a entre el joven profesor de francŽs y el mozo, que andaba siempre con un

escarbadientes en la boca, de diente en diente.

ŔEst‡bamos en Par’s o so–‡bamos?. El coraz—n de Mirta lat’a con esa rumor

salvaje que se oye en las carreras de autom—viles, de noche. No pod’a

dormirme; ten’a que mirarla para asegurarme de que no era un autom—vil ni un

viol’n, ni un cambio de velocidades, que era un ser humano el que dorm’a a mi

lado, que era un ser humano el que me abrazaba. La abandonŽ a sus sue–os una

noche en que el latido de su coraz—n mov’a la cama con demasiado ardor.

Aquella noche me confes— que se hab’a inscrito en una carrera, no muy

importante, pero carrera al fin. Resolv’ verla por televisi—n y no acudir al

aut—dromo. Mirta se visti— aquel d’a con un traje muy elegante. Ella, que rara

vez se ocupaba de elegir ropa adecuada para las circunstancias, ese d’a se

preocup—. Para que la divisara mejor, eligi— un tono de color rojizo para el suŽter

y un pa–uelo azul marino para el cuello. Vi la carrera en el televisor del hotel. Me

apen— mucho que no ganara, pero me consolŽ: los desencantos tal vez enfriaran

su pasi—n por las carreras y podr’amos llevar una vida normal, sin sobresaltos.

Nada es tan horrible como una pasi—n no compartida cuando se ama realmente a

alguien. Sent’a que mi vida se desgastaba oyŽndola hablar de autom—viles, sin

poder compartir ni reconocer las marcas, ni sus potencias ni sus perfecciones. La

mujer de un cuadro de Ingres me hubiera satisfecho m‡s que esos autos que

extasiaban a Mirta.

Una noche volvi— del cine, despuŽs de las once. No me dijo quŽ fue a ver ni

con quiŽn, pero sospecho que el francŽs hab’a llegado. No le reproche su

conducta. Nunca me hab’a ignorado hasta tal punto. Creo que le doli— no ser

aplaudida por sus proezas, aunque no lo fuera simplemente por haberse inscrito

en una carrera sin mi consentimiento o mi cari–osa atenci—n.

Por la noche sent’ latir su coraz—n de autom—vil a mi lado y sus ojos debajo

de los p‡rpados, cerrados, que se mov’an como si vieran algo, algo movedizo,

huidizo. Me levantŽ y me acostŽ en el suelo para poder dormir; dicen que es

bueno para la columna vertebral, pero ni se me ocurri— pensar en la columna.

Ella no advirti— mi inquietud ni mi ausencia de la cama. Semidormida, parec’a

m‡s dormida que totalmente dormida. No fue sino despuŽs del alba cuando pude

recobrar mi lugar en la cama.

Vivir es dif’cil para cualquiera que ama demasiado. No pod’a alejarme de

Mirta sin morir, ni acercarme, sin tambiŽn morir. Eleg’ alejarme. Un d’a sal’

temprano, para ver museos, palacios y jardines, las orillas del Sena, las

catedrales, las m‡s diminutas iglesias; cuando volv’ a la noche, como despuŽs de

un largo viaje, Mirta no estaba en el hotel. Sal’ de nuevo. En vano la busquŽ por

todas partes. Al volver a la madrugada, me pareci— que o’a su respiraci—n. Era

un autom—vil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel.

Me acerquŽ: en el interior no hab’a nadie. Lo toque, sent’ vibrar sus vidrios. Tan

enloquecido estaba que me preguntŽ si ser’a Mirta. EntrŽ en el hotel. En la

conserjer’a no hab’a ningśn mensaje para m’. El portero no sab’a quiŽn hab’a

dejado ese autom—vil. De pronto pas— algo inexplicable. Suavemente el

autom—vil empez— a alejarse. TratŽ de alcanzarlo, pero no pude.

Desde ese d’a, busco el autom—vil por la ciudad. M‡s de una vez lo vi, me

puse en su camino, sin lograr nunca descubrir quiŽn lo manejaba, ni morir bajo

sus ruedas. Vivo en Par’s, porque s—lo en Par’s puedo alcanzar mi esperanza,

cumplir mi deseo.

Hay gente que me aplaude. "QuŽ lindo vivir aqu’." Otra gente se pregunta:

"ŔPor quŽ diablos se fue a vivir a Par’s?".

Anoche, despuŽs de salir en busca del autom—vil, que no encontrŽ, escrib’

una carta a Mirta, que le dejarŽ en la conserjer’a del hotel. Ac‡ vivirŽ mientras

tenga plata para seguir gastando. Cuando se acabe, buscarŽ trabajo.

Querida Mirta,

A quŽ me servir‡ vivir si no est‡s a mi lado. Amar en exceso destruye lo

que amamos: a vos te destruy— el autom—vil. Vos me destruiste (no lo digo con

iron’a). En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible

m‡quina que encerraba tu coraz—n acelerado, cuando dorm’amos juntos. Ahora

te busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas.

Adem‡s, nunca sŽ por d—nde pasar‡s. Tal vez podr’a acostarme en medio de las

calles por donde pienso que pasar‡s. Eran tantas las calles que te gustaban que

no puedo saber cu‡l vas a elegir. No comprendo c—mo lleguŽ a tan absoluta

renuncia de m’ mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por m’. Soy

un verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, s—lo un

recuerdo. Lo actual no me importa. DŽbilmente vuelven a m’ versos que me

gustaron y que retuve en la memoria, fortalecida por la nostalgia; versos que

fluyen como r’os, rodeando im‡genes de ‡rboles geneal—gicos o reales, ‡rboles

del mundo entero que no olvido: "Es lo que llaman en el mundo ausencia / fuego

en el alma y en la vida infierno".

Lo dem‡s no existe, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la

ciudad, los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las revoluciones, el

prestigio, el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podŽs estar

segura, cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima

por un instante frente al autom—vil que te lleva.

 

 

 

 

**Bonus track: puedes leer los cuentos completos de Silvina Ocampo aqu’ y aqu’