Malva, Mirta y la Morris: amputaciones, abrazos
y mordiscos
Ana y R’an Lozano de la Pola
Malva
(1970)
Silvina
Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: EmecŽ, pp. 84-88.
Era
preciosa, pero de improviso se volv’a fea. Sus enormes ojos, sin perder
el
brillo afiebrado, pod’an achicarse; su boca sin labios tambiŽn. La recuerdo en
un
casamiento rodeada de flores el d’a que la conoc’. ÁPobre Malva L—pez!. Como
en
las cabinas de transmisiones, en las paredes de su dormitorio hab’a corcho;
como
en las ciudades muy fr’as, gŽneros rellenos de guata; como en los cuartos
de
juguetes para ni–os, colores celestes por todas partes. De igual modo los
picaflores
instintivamente hacen sus nidos con el algod—n del palo borracho, que
a’sla
los ruidos, con flores de tilo que son sedantes, con pŽtalos de jazmines del
cielo
que son celestes. Yo sŽ que tomaba en lugar de tŽ agua de azahar y en
lugar
de aspirina, Sedobrol, que ya pas— de moda. No parec’a sin embargo
nerviosa.
Cuando
pienso en esta historia creo que so–Ž, pero la prueba de que no
sue–o
est‡ en los comentarios y chismes que o’ a mi alrededor. La primera vez
que
Malva mostr— su desmedido grado de impaciencia fue en la escuela, cuando
tuvo
que hacer un tr‡mite para su hija. Media hora esper— que la atendieran en
el
patio de la escuela, luego otra media hora en la secretar’a. O’r canciones
folkl—ricas
y zapateos en los pisos altos del establecimiento no bast— para
tranquilizarla.
Durante
ese lapso su impaciencia creci— y la desfigur—. En el momento en
que
rompi— con los dientes uno de sus guantes, se le cort— la respiraci—n. Lo sŽ
por
una de las maestras de tercer grado que la vio. Cuando qued— sola —que
esperara
ese momento prueba que se dominaba un poco— se comi— el dedo
me–ique
de la mano izquierda. ŔPor quŽ el me–ique y no el pulgar o el ’ndice?.
ŔPor
quŽ el me–ique?. ÁDeb’a de ser tan inc—modo!. Felizmente los guantes no
estaban
del todo rotos y pudo esconder aquel d’a adentro del guante la mano
ignominiosa.
Dicen que Malva no sab’a contenerse. Nada m‡s falso. ŔNo fue
acaso
por obra de su voluntad que contuvo la sangre de la herida que
naturalmente
hubiera corrido a borbotones revelando su oprobio?. Los yoguis,
los
espiritistas, s—lo ellos pueden hacer estas cosas.
El
segundo episodio ocurri— en un tax’metro, que la conduc’a a Villa
Urquiza,
a visitar a una se–ora enferma. En el paso a nivel de Belgrano R.
bajaron
las barreras en el preciso momento en que iba a pasar. La demora fue
interminable.
Primero pas— un tren que cambi— de v’a, despuŽs una locomotora
que
retrocediendo y adelantando maniobr— como un juguete, durante m‡s de un
cuarto
de hora; despuŽs un tren de carga con fardos de avena y animales;
despuŽs
un raudo y vano tren elŽctrico. En el ’nterin Malva trataba de distraerse
con
unas plantas que vend’an en un vivero, emplazado en los bordes de las v’as.
Reconoci—
los nombres de algunas flores y de algunas enredaderas. En un carrito
estacionado
junto al autom—vil quiso comprar unas naranjas; se las pusieron en
una
bolsita de papel agujereado y, sin darle tiempo a subir al autom—vil, cayeron
y
rodaron. Comenz— a crecer su impaciencia de manera alarmante. Recogi— sin
embargo
las naranjas, una por una, para distraerse, pero no tuvo tiempo de
llegar
al autom—vil; agachada, recogiendo la śltima naranja, se comi— la rodilla
hasta
el hueso. Como la vez anterior no brot— sangre, como lo requer’a el caso.
Subi—
al autom—vil con la naranja en la mano. La falda felizmente le cubr’a la
rodilla
y de ese modo ocult— la herida, que era horrible.
El
tercer episodio fue en la f‡brica de alpargatas de la calle Moreno. Como
las
alpargatas iban a subir de precio, le conven’a llevar por lo menos una docena.
DespuŽs
de elegir las del color y la forma que le gustaban, las pag— para apurar
el
tr‡mite. El vendedor sali— en busca de los doce pares de alpargatas. Cada vez
que
volv’a era para treparse a una escalera de mano y hurgar en las estanter’as.
Malva
cre’a que ya le entregaban las alpargatas restantes, pero el hombre con
rapidez
desaparec’a de nuevo. Malva empez— a impacientarse. Ella misma, por
su
cuenta, empez— a probarse las alpargatas que sacaba de las cajas y que no
correspond’an
al nśmero que buscaba. De tanto ponŽrselas y quit‡rselas se le
corri—
un punto de la media Circe, el śltimo par que le quedaba de un precioso
color
de zanahoria. En cuclillas sigui— prob‡ndose, hasta que la portera del local,
armada
de una escoba, la barri— creyendo que era una sombra un poco m‡s
abultada
que las otras. En ese momento Malva se mordi— el hombro; era dif’cil
pero
en ciertos momentos, cualquiera hace una cosa dif’cil. El mordisco lleg—,
como
en las ocasiones anteriores, hasta el hueso, y atraves— los tendones con
suma
facilidad.
A partir
de ese d’a la gente comenz— a comentar malignamente la mano
estropeada
de Malva. Nadie pudo ver ni la rodilla, ni el hombro, ni otras partes
magulladas,
siempre cubiertas; pero la mano, aun con el guante, no lograba
disimular
la falta del dedo. Dijeron que en Žpocas anteriores a su casamiento,
Malva,
con serias dificultades econ—micas, hab’a trabajado en una f‡brica de
embutidos
y que ah’ las m‡quinas le hab’an amputado un dedo. Mentiras todas,
pues
Malva jam‡s hab’a carecido de medios para vivir holgadamente. TambiŽn
dijeron
que en un picnic, a la hora de la siesta, un mono le hab’a comido el dedo,
creyendo
que era un ejemplar de la bananita llamada dedito de oro. Malva nunca
prob—
una banana, jam‡s fue a un picnic y menos en Brasil, donde hay tantos
insectos.
El
mundo es perverso, pero Malva ignoraba lo que dec’an de ella. Esto fue
una
suerte, pues bastante desdichada era ya con lo que le suced’a. Sin poderlo
remediar,
fue destruyendo, en sucesivos momentos de locura, las partes m‡s
dif’ciles
de alcanzar, de su carne. Por un ascensor demorado en algśn piso, por
un
telŽfono pśblico que se tragaba las monedas, por un tr‡mite demasiado largo
en
el Departamento Central de Polic’a, por una cola interminable formada en
queser’as,
donde se encaprichaba en comprar personalmente queso Parmesano,
por
la conversaci—n de una mujer charlatana, por la incompetencia de una
vendedora
que se equivocaba de mercader’a y explicaba por quŽ se equivocaba,
sin
traer nunca la mercader’a, quedaban pocas partes del cuerpo de Malva sin
mordiscos
que llegaran al hueso. Ella, tan aficionada a vestirse con trajes de
ba–o
o de baile, rehu’a los veraneos y los bailes, porque no pod’a exhibir su piel.
En
los śltimos tiempos en que mis amigos la vieron no necesitaba de casi
nada
para impacientarse. La śltima vez fue por un pucho encendido, que el
marido
tir— sobre la alfombra, reciŽn tra’da de la tintorer’a. El espect‡culo result—
sorprendente.
Yo no sab’a que Malva tuviera tanta elasticidad en el cuerpo.
Hubiera
podido trabajar de contorsionista en un circo. Se arque— como una
v’bora,
y echando la cabeza hacia atr‡s, se mordi— el tal—n, hasta arranc‡rselo.
Felizmente
llevaba puesta una culotte negra, de otro modo el espect‡culo
hubiera
sido indecoroso. Hab’a gente: el ministro de educaci—n y una pianista
italiana,
a la elegante luz de las velas. Algunas personas estśpidas aplaudieron.
El
marido de Malva la arrastr—, no sŽ d—nde, fuera de la sala. Una hora despuŽs
apareci—
solo y anunci— que su mujer se hab’a sentido mal y que se hab’a
acostado.
Al alejarse, poniŽndose bufandas, sombreros y abrigos, las visitas
murmuraron
algunos lugares comunes: "Hay que nacer acr—bata", "Hay que
empezar
desde la infancia", "No se pueden hacer esas cosas de un d’a para el
otro",
"Hay que dar tiempo al tiempo", "ŔSe acuerdan de Claudia, cuando
se
desnud—?",
"Y Roberto que perdi— el brazo izquierdo", "Caramba,
caramba".
Al
d’a siguiente me anunciaron la muerte de Malva. Fui al velorio. Le hab’an
cubierto
la cara con un velo espeso. Supe que no hab’an tocado ningśn objeto de
su
cuarto, para que yo eligiera, en memoria de ella, el que m‡s me gustaba. Me
hicieron
pasar. En el suelo quedaban aśn las marcas de pasos mojados, sobre la
madera
del piso, que comunicaba con el cuarto de ba–o. Las mirŽ atentamente.
No
eran improntas de pies humanos. Parec’a que un perro o un lobo hubiera
rondado
por ah’. Sobre su mesa de vestir mirŽ el peine y el cepillo con restos de
cabellos.
Pero, quŽ digo. No eran cabellos; nada de humanos ten’an esos pelos
cortos,
duros, negros, con las puntas rojizas. Al pie de su cama encontrŽ tres
huesos,
realmente preciosos, de forma caprichosa. Reconoc’ el buen gusto de
Malva,
que descubr’a la belleza en todas partes. PreguntŽ a su marido para quŽ
Malva
coleccionaba esos huesos, aunque bien sab’a que eran adornos. Me
respondi—
que los usaba para afilar sus dientes. "Era tan excŽntrica" agreg—
con
risa
de lobo. Entonces recordŽ la risa contagiosa de Malva. Una risa extra–a,
aguda,
intempestiva, tal vez contagiosa. A veces yo misma me sorprendo riendo
as’.
No
creo que nadie la quisiera mucho; a m’ se me cayeron las l‡grimas.
ŔAcaso
uno quiere a las personas por sus cualidades morales?. El cari–o es un
misterio.
Volv’
junto al caj—n, que hab’an dejado solo, y arranquŽ el velo que la
cubr’a,
para verla por śltima vez. Debajo del velo, que temblaba a la luz de los
cirios,
no hallŽ nada, sino el horrible encaje tieso y blanco, destinado a adornar a
los
muertos.
Nunca
sabrŽ si Malva muri—, si se destruy— ’ntegramente a mordiscos, si
est‡
encerrada en algśn lugar de la ciudad o en selvas de Brasil, donde a veces
sue–o
que se ha perdido, despuŽs de huir en un barco. Esta ciudad no era para
ella.
Que terminara tan pronto de comer su propio cuerpo era humanamente
imposible.
Yo creo que aśn le quedaban muchos dedos, una rodilla, un hombro,
la
nuca, las pantorrillas, todos sitios alcanzables para la boca de una
contorsionista
como ella. No ha muerto, pensŽ, y esta sospecha me pareci— m‡s
horrible
que la certidumbre de su muerte.
El
autom—vil
Silvina
Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: EmecŽ, pp. 181-186.
Braman
los autom—viles: se est‡n volviendo humanos, por no decir
bestiales.
Fui al aut—dromo donde corr’a Mirta. Desde que naci— quiso participar
en
carreras de autom—viles. Yo tratŽ de disuadirla pero se enardec’a m‡s al
verme
en desacuerdo. Pretend’a hacer conmigo la vuelta del mundo en
autom—vil,
porque dec’a que en un autom—vil uno lleva todo lo que uno quiere y
tiene,
incluido el mismo coraz—n. Me amaba, no sŽ si tanto como yo la amaba a
ella
aunque considerase rid’culas casi todas sus ambiciones. Que una mujer
pretendiera
correr en las grandes carreras de autom—viles y en primera categor’a
me
parec’a un s’ntoma de locura. Siempre pensŽ que las mujeres no sab’an
manejar.
Cualquier otra cosa pod’a esperar de ellas, por ejemplo que manejaran
una
m‡quina aspiradora, un tractor, un grabador, un avi—n, una calculadora, una
plancha,
una m‡quina de cortar pasto, una computadora; si alguna vez le
comuniquŽ
estos pensamientos, se sinti— insultada, pero yo no cambiaba de
parecer.
Conseguimos despuŽs de nuestro casamiento un autom—vil esplŽndido.
A
mi padre le sobraba el dinero y me lo regal— para que pudiera hacer un viaje
de
descanso. Yo trabajaba seriamente, en una casa editora que me exig’a
muchos
sacrificios. Este autom—vil fue un verdadero don del cielo, pues Mirta,
que
viv’a descontenta con su suerte, empez— a gozar realmente de la vida.
Madrugaba
Ŕpara quŽ?. Para subirse directamente al auto y abrazarse al volante;
nunca
estaba cansada como antes cuando se desmayaba por todo. Hab’a
embellecido
notablemente. A mi juicio no necesitaba tanta belleza. Su pelo
brillaba
con furor, sus ojos revoloteaban como los de un ni–o, su agilidad parec’a
apta
para cualquier prueba de trapecio o de baile acrob‡tico, ganaba premios en
concursos
de nataci—n y de zapateo. Ten’a treinta a–os pero no los representaba;
parec’a
tener s—lo veinte y a veces quince. Algo, o mucho, me inquietaba en ella:
su
facilidad para enamorarse. Alguien que tuviera una linda voz, hasta por
telŽfono,
alguien que tuviera unas preciosas manos, hasta con guantes, alguien
muy
atrevido o alguien muy t’mido, que apenas conoc’a, alguien con los ojos casi
violeta,
hasta bizcos, bastaba para seducirla al m‡ximo de la seducci—n. Nadie
necesitaba
violarla, ella misma era capaz de violarse para dar placer a alguien.
Hab’a
que poner fin a ese estado de cosas, de otro modo me expon’a a matarla
en
el paroxismo de mis celos. Resolv’ que nos ir’amos de viaje. ŔDe d—nde
sacar’a
yo tanto dinero?. Tengo dinero, Ŕpor quŽ voy a ocultarlo?, pero a veces
los
que tienen m‡s dinero no saben emplear ese caudal de un modo razonable y
se
vuelven m‡s pobres que los pobres. Vend’ todo lo que ten’a; le ped’ dinero a
mi
madre, prometiendo pagar la deuda con mercader’as extranjeras que podr’a
ella
vender en su boutique. Consegu’ todo porque mi alma en llamas es capaz de
cualquier
cosa para conseguir algo que me salve de una vida que no soporto.
Consegu’
hasta parecer pobre, ya que nada me bastaba.
Zarpamos
de Buenos Aires una ma–ana preciosa de oto–o, en un barco que
nos
llevaba con nuestro autom—vil, nuestro amor y nuestra alegr’a. Romp’amos
las
amarras: todo lo que era tedio o sufrimiento quedaba en el puerto, entre las
personas
que agitaban sus a–uelos, algunas con l‡grimas, porque Žramos
queridos
por amigos y amantes.
La
traves’a fue tan feliz que se disolvi— en nuestro recuerdo como un
merengue
en la boca. Pero la llegada al puerto final de la traves’a fue el
comienzo
de nuestros inconvenientes. Retirar el autom—vil, primero de la bodega
y
despuŽs de la aduana, result— molesto. No lo hab’amos previsto. Cu‡ntos
tr‡mites
tuvimos que hacer antes de recuperarlo: aparentemente los papeles no
estaban
en regla. Mirta no dorm’a ni re’a; se sent’a culpable, como si hubiera
robado
el auto. DespuŽs de muchas discusiones en que no entend’amos las
malas
palabras que nos propinaban, todo se aclar—: los papeles estaban en
orden.
Cuando Mirta se vio frente al autom—vil en tierra firme, casi desnuda se
abraz—
a la m‡quina. Es dif’cil abrazar a un autom—vil, pero ella supo hacerlo.
Espero
que a ningśn hombre se haya abrazado de esa forma. Con violencia la
arranquŽ
del capot. "ŔQuŽ significan estas escenas?", le gritŽ, al verla en
posturas
tan provocativas. "Si te violan despuŽs, no te quejes." Un fot—grafo
que
pasaba
por azar la fotografi—. Era un periodista, sin duda. Este fue mi primer
encono
contra Mirta. La zamarreŽ y la obliguŽ a seguirme. Se puso a llorar. Nos
reconciliamos,
pero no fue por mucho tiempo. Yo a–oraba la vida del barco,
donde
las horas transcurr’an inadvertidas. Mirta quer’a llegar pronto a Par’s, para
anotarse
en una carrera de autom—viles. Le dije que sus pretensiones eran
inauditas,
que manejaba mal, que ni a una ni–a de diez a–os se le ocurr’a
semejante
locura. Ya me hab’a fastidiado bastante con sus incipientes carreras
en
la provincia de Buenos Aires, como la śnica mujer "Reina del volante"
que
sal’a
fotografiada de improviso en todas las revistas. Insist’ en no ir directamente
a
Par’s, en aprovechar el viaje, aunque s—lo fuera por veinte d’as, para conocer
las
ciudades, la arquitectura, la pintura, la escultura, las iglesias, los
jardines, el
paisaje
de esa regi—n de Francia. Mis argumentos eran serios: estando en la
misma
tierra donde surgieron, ser’a una vergźenza no conocer las obras de arte
y
los edificios m‡s celebres que pod’an admirarse en las tarjetas postales y en
las
gu’as tur’sticas. Mirta accedi—; declar— que de paso, en el trayecto,
practicar’a
mejor el manejo del autom—vil, que tanto le criticaba.
Hicimos
un viaje maravilloso; yo dorm’a todo el tiempo, hasta que un d’a,
cansado
de tantas cosas interesantes, me encerrŽ en el hotel y ella se fue sola.
Sufr’
como un animal herido, creyendo que nunca volver’a, pues apasionada
como
era, pod’a cometer cualquier locura. Volvi— tard’simo, sin disculparse. Me
dijo
que encontr— a un francŽs maravilloso, periodista sin duda, que en cinco d’as
le
ense–ar’a a hablar francŽs correctamente, por lo que pens— que deber’amos
quedamos
en ese hotel tan lujoso y de nombre tan sencillo: se llamaba La Liebre
Feliz.
Me mostr— el cuaderno con las anotaciones que el francŽs le puso,
convenciŽndola
de que era m‡s f‡cil la lengua francesa que la espa–ola, tan llena
de
chistidos. Sin duda crey— que era espa–ola. En el cuaderno figuraban las
palabras
m‡s f‡ciles de recordar en francŽs que en espa–ol: Cheri era
"querido",
bleu
era "azul", rue era "calle", chien era "perroÓ, baile
era "pelota", auto era
"autom—vilÓ,
seul era "solo", ciel era "cielo". No se pod’a negar que
las palabras
francesas
eran m‡s simples. Se guardaba bien de decirle que soleil correspond’a
a
Ňsol", y arbre a "‡rbol", y bleu—ciel a
"celeste". Durante cinco d’as Mirta tom—
lecciones
con el francŽs, que era un insolente. Cuando nos tra’an cafŽ, beb’a
todo
el contenido de la cafetera y pein— con mi peine su pelo grasiento. Usaba un
mech—n
de pelo sobre el ojo derecho y sacud’a la cabeza, no para quit‡rselo sino
para
coloc‡rselo, como hacen las mujeres. Le preguntŽ un d’a quŽ malas
palabras
hay en francŽs, las que se usan ahora, porque las palabras van con la
moda.
EspŽce
de con –dijo—.
—ŔQuŽ
otra?.
—Merde,
tonnerre de Dieu.
—ŔPor
quŽ la palabra que designa el sexo es una mala palabra?.
—No
sŽ. Aver’gźelo por otro lado. No soy un diccionario.
En
realidad no me interesaban esas nimiedades del idioma, pero no sab’a
de
quŽ hablarle cuando nos encontr‡bamos uno frente a otro, mientras Mirta se
encerraba
en el cuarto de ba–o para lavarse el pelo.
Pasamos
unos d’as, si no hubiera sido por el francŽs, agradables. Nunca vi
‡rboles
tan lindos ni playas tan acogedoras. Extra–aba el cielo de Buenos Aires,
el
canto de los p‡jaros insolentes que tenemos en la l‡nguida luz de las tardes
en
que todo se desmaya, hasta el aire, hasta las brisas, hasta el canto de
algunos
p‡jaros desvelados, hasta el coraz—n que los escucha. Mirta insist’a en la
necesidad
de aprender el francŽs correctamente. En los restaurantes trataba de
hablar
en francŽs con el mozo, que parec’a un actor de cinemat—grafo. Un
papagayo
en la entrada del hotel era un pretexto para contribuir a la relaci—n que
hab’a
entre el joven profesor de francŽs y el mozo, que andaba siempre con un
escarbadientes
en la boca, de diente en diente.
ŔEst‡bamos
en Par’s o so–‡bamos?. El coraz—n de Mirta lat’a con esa rumor
salvaje
que se oye en las carreras de autom—viles, de noche. No pod’a
dormirme;
ten’a que mirarla para asegurarme de que no era un autom—vil ni un
viol’n,
ni un cambio de velocidades, que era un ser humano el que dorm’a a mi
lado,
que era un ser humano el que me abrazaba. La abandonŽ a sus sue–os una
noche
en que el latido de su coraz—n mov’a la cama con demasiado ardor.
Aquella
noche me confes— que se hab’a inscrito en una carrera, no muy
importante,
pero carrera al fin. Resolv’ verla por televisi—n y no acudir al
aut—dromo.
Mirta se visti— aquel d’a con un traje muy elegante. Ella, que rara
vez
se ocupaba de elegir ropa adecuada para las circunstancias, ese d’a se
preocup—.
Para que la divisara mejor, eligi— un tono de color rojizo para el suŽter
y
un pa–uelo azul marino para el cuello. Vi la carrera en el televisor del hotel.
Me
apen—
mucho que no ganara, pero me consolŽ: los desencantos tal vez enfriaran
su
pasi—n por las carreras y podr’amos llevar una vida normal, sin sobresaltos.
Nada
es tan horrible como una pasi—n no compartida cuando se ama realmente a
alguien.
Sent’a que mi vida se desgastaba oyŽndola hablar de autom—viles, sin
poder
compartir ni reconocer las marcas, ni sus potencias ni sus perfecciones. La
mujer
de un cuadro de Ingres me hubiera satisfecho m‡s que esos autos que
extasiaban
a Mirta.
Una
noche volvi— del cine, despuŽs de las once. No me dijo quŽ fue a ver ni
con
quiŽn, pero sospecho que el francŽs hab’a llegado. No le reproche su
conducta.
Nunca me hab’a ignorado hasta tal punto. Creo que le doli— no ser
aplaudida
por sus proezas, aunque no lo fuera simplemente por haberse inscrito
en
una carrera sin mi consentimiento o mi cari–osa atenci—n.
Por
la noche sent’ latir su coraz—n de autom—vil a mi lado y sus ojos debajo
de
los p‡rpados, cerrados, que se mov’an como si vieran algo, algo movedizo,
huidizo.
Me levantŽ y me acostŽ en el suelo para poder dormir; dicen que es
bueno
para la columna vertebral, pero ni se me ocurri— pensar en la columna.
Ella
no advirti— mi inquietud ni mi ausencia de la cama. Semidormida, parec’a
m‡s
dormida que totalmente dormida. No fue sino despuŽs del alba cuando pude
recobrar
mi lugar en la cama.
Vivir
es dif’cil para cualquiera que ama demasiado. No pod’a alejarme de
Mirta
sin morir, ni acercarme, sin tambiŽn morir. Eleg’ alejarme. Un d’a sal’
temprano,
para ver museos, palacios y jardines, las orillas del Sena, las
catedrales,
las m‡s diminutas iglesias; cuando volv’ a la noche, como despuŽs de
un
largo viaje, Mirta no estaba en el hotel. Sal’ de nuevo. En vano la busquŽ por
todas
partes. Al volver a la madrugada, me pareci— que o’a su respiraci—n. Era
un
autom—vil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel.
Me
acerquŽ: en el interior no hab’a nadie. Lo toque, sent’ vibrar sus vidrios. Tan
enloquecido
estaba que me preguntŽ si ser’a Mirta. EntrŽ en el hotel. En la
conserjer’a
no hab’a ningśn mensaje para m’. El portero no sab’a quiŽn hab’a
dejado
ese autom—vil. De pronto pas— algo inexplicable. Suavemente el
autom—vil
empez— a alejarse. TratŽ de alcanzarlo, pero no pude.
Desde
ese d’a, busco el autom—vil por la ciudad. M‡s de una vez lo vi, me
puse
en su camino, sin lograr nunca descubrir quiŽn lo manejaba, ni morir bajo
sus
ruedas. Vivo en Par’s, porque s—lo en Par’s puedo alcanzar mi esperanza,
cumplir
mi deseo.
Hay
gente que me aplaude. "QuŽ lindo vivir aqu’." Otra gente se pregunta:
"ŔPor
quŽ diablos se fue a vivir a Par’s?".
Anoche,
despuŽs de salir en busca del autom—vil, que no encontrŽ, escrib’
una
carta a Mirta, que le dejarŽ en la conserjer’a del hotel. Ac‡ vivirŽ mientras
tenga
plata para seguir gastando. Cuando se acabe, buscarŽ trabajo.
Querida
Mirta,
A
quŽ me servir‡ vivir si no est‡s a mi lado. Amar en exceso destruye lo
que
amamos: a vos te destruy— el autom—vil. Vos me destruiste (no lo digo con
iron’a).
En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible
m‡quina
que encerraba tu coraz—n acelerado, cuando dorm’amos juntos. Ahora
te
busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas.
Adem‡s,
nunca sŽ por d—nde pasar‡s. Tal vez podr’a acostarme en medio de las
calles
por donde pienso que pasar‡s. Eran tantas las calles que te gustaban que
no
puedo saber cu‡l vas a elegir. No comprendo c—mo lleguŽ a tan absoluta
renuncia
de m’ mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por m’. Soy
un
verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, s—lo un
recuerdo.
Lo actual no me importa. DŽbilmente vuelven a m’ versos que me
gustaron
y que retuve en la memoria, fortalecida por la nostalgia; versos que
fluyen
como r’os, rodeando im‡genes de ‡rboles geneal—gicos o reales, ‡rboles
del
mundo entero que no olvido: "Es lo que llaman en el mundo ausencia / fuego
en
el alma y en la vida infierno".
Lo
dem‡s no existe, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la
ciudad,
los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las revoluciones, el
prestigio,
el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podŽs estar
segura,
cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima
por
un instante frente al autom—vil que te lleva.
**Bonus
track: puedes leer
los cuentos completos de Silvina Ocampo aqu’ y aqu’