Malva, Mirta y la Morris: amputaciones, abrazos y mordiscos

Ana y Rían Lozano de la Pola

 

 

 

 

Malva (1970)

Silvina Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: Emecé, pp. 84-88.

 

Era preciosa, pero de improviso se volvía fea. Sus enormes ojos, sin perder

el brillo afiebrado, podían achicarse; su boca sin labios también. La recuerdo en

un casamiento rodeada de flores el día que la conocí. ¡Pobre Malva López!. Como

en las cabinas de transmisiones, en las paredes de su dormitorio había corcho;

como en las ciudades muy frías, géneros rellenos de guata; como en los cuartos

de juguetes para niños, colores celestes por todas partes. De igual modo los

picaflores instintivamente hacen sus nidos con el algodón del palo borracho, que

aísla los ruidos, con flores de tilo que son sedantes, con pétalos de jazmines del

cielo que son celestes. Yo sé que tomaba en lugar de té agua de azahar y en

lugar de aspirina, Sedobrol, que ya pasó de moda. No parecía sin embargo

nerviosa.

Cuando pienso en esta historia creo que soñé, pero la prueba de que no

sueño está en los comentarios y chismes que oí a mi alrededor. La primera vez

que Malva mostró su desmedido grado de impaciencia fue en la escuela, cuando

tuvo que hacer un trámite para su hija. Media hora esperó que la atendieran en

el patio de la escuela, luego otra media hora en la secretaría. Oír canciones

folklóricas y zapateos en los pisos altos del establecimiento no bastó para

tranquilizarla.

Durante ese lapso su impaciencia creció y la desfiguró. En el momento en

que rompió con los dientes uno de sus guantes, se le cortó la respiración. Lo sé

por una de las maestras de tercer grado que la vio. Cuando quedó sola —que

esperara ese momento prueba que se dominaba un poco— se comió el dedo

meñique de la mano izquierda. ¿Por qué el meñique y no el pulgar o el índice?.

¿Por qué el meñique?. ¡Debía de ser tan incómodo!. Felizmente los guantes no

estaban del todo rotos y pudo esconder aquel día adentro del guante la mano

ignominiosa. Dicen que Malva no sabía contenerse. Nada más falso. ¿No fue

acaso por obra de su voluntad que contuvo la sangre de la herida que

naturalmente hubiera corrido a borbotones revelando su oprobio?. Los yoguis,

los espiritistas, sólo ellos pueden hacer estas cosas.

El segundo episodio ocurrió en un taxímetro, que la conducía a Villa

Urquiza, a visitar a una señora enferma. En el paso a nivel de Belgrano R.

bajaron las barreras en el preciso momento en que iba a pasar. La demora fue

interminable. Primero pasó un tren que cambió de vía, después una locomotora

que retrocediendo y adelantando maniobró como un juguete, durante más de un

cuarto de hora; después un tren de carga con fardos de avena y animales;

después un raudo y vano tren eléctrico. En el ínterin Malva trataba de distraerse

con unas plantas que vendían en un vivero, emplazado en los bordes de las vías.

Reconoció los nombres de algunas flores y de algunas enredaderas. En un carrito

estacionado junto al automóvil quiso comprar unas naranjas; se las pusieron en

una bolsita de papel agujereado y, sin darle tiempo a subir al automóvil, cayeron

y rodaron. Comenzó a crecer su impaciencia de manera alarmante. Recogió sin

embargo las naranjas, una por una, para distraerse, pero no tuvo tiempo de

llegar al automóvil; agachada, recogiendo la última naranja, se comió la rodilla

hasta el hueso. Como la vez anterior no brotó sangre, como lo requería el caso.

Subió al automóvil con la naranja en la mano. La falda felizmente le cubría la

rodilla y de ese modo ocultó la herida, que era horrible.

El tercer episodio fue en la fábrica de alpargatas de la calle Moreno. Como

las alpargatas iban a subir de precio, le convenía llevar por lo menos una docena.

Después de elegir las del color y la forma que le gustaban, las pagó para apurar

el trámite. El vendedor salió en busca de los doce pares de alpargatas. Cada vez

que volvía era para treparse a una escalera de mano y hurgar en las estanterías.

Malva creía que ya le entregaban las alpargatas restantes, pero el hombre con

rapidez desaparecía de nuevo. Malva empezó a impacientarse. Ella misma, por

su cuenta, empezó a probarse las alpargatas que sacaba de las cajas y que no

correspondían al número que buscaba. De tanto ponérselas y quitárselas se le

corrió un punto de la media Circe, el último par que le quedaba de un precioso

color de zanahoria. En cuclillas siguió probándose, hasta que la portera del local,

armada de una escoba, la barrió creyendo que era una sombra un poco más

abultada que las otras. En ese momento Malva se mordió el hombro; era difícil

pero en ciertos momentos, cualquiera hace una cosa difícil. El mordisco llegó,

como en las ocasiones anteriores, hasta el hueso, y atravesó los tendones con

suma facilidad.

A partir de ese día la gente comenzó a comentar malignamente la mano

estropeada de Malva. Nadie pudo ver ni la rodilla, ni el hombro, ni otras partes

magulladas, siempre cubiertas; pero la mano, aun con el guante, no lograba

disimular la falta del dedo. Dijeron que en épocas anteriores a su casamiento,

Malva, con serias dificultades económicas, había trabajado en una fábrica de

embutidos y que ahí las máquinas le habían amputado un dedo. Mentiras todas,

pues Malva jamás había carecido de medios para vivir holgadamente. También

dijeron que en un picnic, a la hora de la siesta, un mono le había comido el dedo,

creyendo que era un ejemplar de la bananita llamada dedito de oro. Malva nunca

probó una banana, jamás fue a un picnic y menos en Brasil, donde hay tantos

insectos.

El mundo es perverso, pero Malva ignoraba lo que decían de ella. Esto fue

una suerte, pues bastante desdichada era ya con lo que le sucedía. Sin poderlo

remediar, fue destruyendo, en sucesivos momentos de locura, las partes más

difíciles de alcanzar, de su carne. Por un ascensor demorado en algún piso, por

un teléfono público que se tragaba las monedas, por un trámite demasiado largo

en el Departamento Central de Policía, por una cola interminable formada en

queserías, donde se encaprichaba en comprar personalmente queso Parmesano,

por la conversación de una mujer charlatana, por la incompetencia de una

vendedora que se equivocaba de mercadería y explicaba por qué se equivocaba,

sin traer nunca la mercadería, quedaban pocas partes del cuerpo de Malva sin

mordiscos que llegaran al hueso. Ella, tan aficionada a vestirse con trajes de

baño o de baile, rehuía los veraneos y los bailes, porque no podía exhibir su piel.

En los últimos tiempos en que mis amigos la vieron no necesitaba de casi

nada para impacientarse. La última vez fue por un pucho encendido, que el

marido tiró sobre la alfombra, recién traída de la tintorería. El espectáculo resultó

sorprendente. Yo no sabía que Malva tuviera tanta elasticidad en el cuerpo.

Hubiera podido trabajar de contorsionista en un circo. Se arqueó como una

víbora, y echando la cabeza hacia atrás, se mordió el talón, hasta arrancárselo.

Felizmente llevaba puesta una culotte negra, de otro modo el espectáculo

hubiera sido indecoroso. Había gente: el ministro de educación y una pianista

italiana, a la elegante luz de las velas. Algunas personas estúpidas aplaudieron.

El marido de Malva la arrastró, no sé dónde, fuera de la sala. Una hora después

apareció solo y anunció que su mujer se había sentido mal y que se había

acostado. Al alejarse, poniéndose bufandas, sombreros y abrigos, las visitas

murmuraron algunos lugares comunes: "Hay que nacer acróbata", "Hay que

empezar desde la infancia", "No se pueden hacer esas cosas de un día para el

otro", "Hay que dar tiempo al tiempo", "¿Se acuerdan de Claudia, cuando se

desnudó?", "Y Roberto que perdió el brazo izquierdo", "Caramba, caramba".

Al día siguiente me anunciaron la muerte de Malva. Fui al velorio. Le habían

cubierto la cara con un velo espeso. Supe que no habían tocado ningún objeto de

su cuarto, para que yo eligiera, en memoria de ella, el que más me gustaba. Me

hicieron pasar. En el suelo quedaban aún las marcas de pasos mojados, sobre la

madera del piso, que comunicaba con el cuarto de baño. Las miré atentamente.

No eran improntas de pies humanos. Parecía que un perro o un lobo hubiera

rondado por ahí. Sobre su mesa de vestir miré el peine y el cepillo con restos de

cabellos. Pero, qué digo. No eran cabellos; nada de humanos tenían esos pelos

cortos, duros, negros, con las puntas rojizas. Al pie de su cama encontré tres

huesos, realmente preciosos, de forma caprichosa. Reconocí el buen gusto de

Malva, que descubría la belleza en todas partes. Pregunté a su marido para qué

Malva coleccionaba esos huesos, aunque bien sabía que eran adornos. Me

respondió que los usaba para afilar sus dientes. "Era tan excéntrica" agregó con

risa de lobo. Entonces recordé la risa contagiosa de Malva. Una risa extraña,

aguda, intempestiva, tal vez contagiosa. A veces yo misma me sorprendo riendo

así.

No creo que nadie la quisiera mucho; a mí se me cayeron las lágrimas.

¿Acaso uno quiere a las personas por sus cualidades morales?. El cariño es un

misterio.

Volví junto al cajón, que habían dejado solo, y arranqué el velo que la

cubría, para verla por última vez. Debajo del velo, que temblaba a la luz de los

cirios, no hallé nada, sino el horrible encaje tieso y blanco, destinado a adornar a

los muertos.

Nunca sabré si Malva murió, si se destruyó íntegramente a mordiscos, si

está encerrada en algún lugar de la ciudad o en selvas de Brasil, donde a veces

sueño que se ha perdido, después de huir en un barco. Esta ciudad no era para

ella. Que terminara tan pronto de comer su propio cuerpo era humanamente

imposible. Yo creo que aún le quedaban muchos dedos, una rodilla, un hombro,

la nuca, las pantorrillas, todos sitios alcanzables para la boca de una

contorsionista como ella. No ha muerto, pensé, y esta sospecha me pareció más

horrible que la certidumbre de su muerte.

 

 

 

El automóvil

Silvina Ocampo (2007). Cuentos completos II. Buenos Aires: Emecé, pp. 181-186.

 

Braman los automóviles: se están volviendo humanos, por no decir

bestiales. Fui al autódromo donde corría Mirta. Desde que nació quiso participar

en carreras de automóviles. Yo traté de disuadirla pero se enardecía más al

verme en desacuerdo. Pretendía hacer conmigo la vuelta del mundo en

automóvil, porque decía que en un automóvil uno lleva todo lo que uno quiere y

tiene, incluido el mismo corazón. Me amaba, no sé si tanto como yo la amaba a

ella aunque considerase ridículas casi todas sus ambiciones. Que una mujer

pretendiera correr en las grandes carreras de automóviles y en primera categoría

me parecía un síntoma de locura. Siempre pensé que las mujeres no sabían

manejar. Cualquier otra cosa podía esperar de ellas, por ejemplo que manejaran

una máquina aspiradora, un tractor, un grabador, un avión, una calculadora, una

plancha, una máquina de cortar pasto, una computadora; si alguna vez le

comuniqué estos pensamientos, se sintió insultada, pero yo no cambiaba de

parecer. Conseguimos después de nuestro casamiento un automóvil espléndido.

A mi padre le sobraba el dinero y me lo regaló para que pudiera hacer un viaje

de descanso. Yo trabajaba seriamente, en una casa editora que me exigía

muchos sacrificios. Este automóvil fue un verdadero don del cielo, pues Mirta,

que vivía descontenta con su suerte, empezó a gozar realmente de la vida.

Madrugaba ¿para qué?. Para subirse directamente al auto y abrazarse al volante;

nunca estaba cansada como antes cuando se desmayaba por todo. Había

embellecido notablemente. A mi juicio no necesitaba tanta belleza. Su pelo

brillaba con furor, sus ojos revoloteaban como los de un niño, su agilidad parecía

apta para cualquier prueba de trapecio o de baile acrobático, ganaba premios en

concursos de natación y de zapateo. Tenía treinta años pero no los representaba;

parecía tener sólo veinte y a veces quince. Algo, o mucho, me inquietaba en ella:

su facilidad para enamorarse. Alguien que tuviera una linda voz, hasta por

teléfono, alguien que tuviera unas preciosas manos, hasta con guantes, alguien

muy atrevido o alguien muy tímido, que apenas conocía, alguien con los ojos casi

violeta, hasta bizcos, bastaba para seducirla al máximo de la seducción. Nadie

necesitaba violarla, ella misma era capaz de violarse para dar placer a alguien.

Había que poner fin a ese estado de cosas, de otro modo me exponía a matarla

en el paroxismo de mis celos. Resolví que nos iríamos de viaje. ¿De dónde

sacaría yo tanto dinero?. Tengo dinero, ¿por qué voy a ocultarlo?, pero a veces

los que tienen más dinero no saben emplear ese caudal de un modo razonable y

se vuelven más pobres que los pobres. Vendí todo lo que tenía; le pedí dinero a

mi madre, prometiendo pagar la deuda con mercaderías extranjeras que podría

ella vender en su boutique. Conseguí todo porque mi alma en llamas es capaz de

cualquier cosa para conseguir algo que me salve de una vida que no soporto.

Conseguí hasta parecer pobre, ya que nada me bastaba.

Zarpamos de Buenos Aires una mañana preciosa de otoño, en un barco que

nos llevaba con nuestro automóvil, nuestro amor y nuestra alegría. Rompíamos

las amarras: todo lo que era tedio o sufrimiento quedaba en el puerto, entre las

personas que agitaban sus añuelos, algunas con lágrimas, porque éramos

queridos por amigos y amantes.

La travesía fue tan feliz que se disolvió en nuestro recuerdo como un

merengue en la boca. Pero la llegada al puerto final de la travesía fue el

comienzo de nuestros inconvenientes. Retirar el automóvil, primero de la bodega

y después de la aduana, resultó molesto. No lo habíamos previsto. Cuántos

trámites tuvimos que hacer antes de recuperarlo: aparentemente los papeles no

estaban en regla. Mirta no dormía ni reía; se sentía culpable, como si hubiera

robado el auto. Después de muchas discusiones en que no entendíamos las

malas palabras que nos propinaban, todo se aclaró: los papeles estaban en

orden. Cuando Mirta se vio frente al automóvil en tierra firme, casi desnuda se

abrazó a la máquina. Es difícil abrazar a un automóvil, pero ella supo hacerlo.

Espero que a ningún hombre se haya abrazado de esa forma. Con violencia la

arranqué del capot. "¿Qué significan estas escenas?", le grité, al verla en

posturas tan provocativas. "Si te violan después, no te quejes." Un fotógrafo que

pasaba por azar la fotografió. Era un periodista, sin duda. Este fue mi primer

encono contra Mirta. La zamarreé y la obligué a seguirme. Se puso a llorar. Nos

reconciliamos, pero no fue por mucho tiempo. Yo añoraba la vida del barco,

donde las horas transcurrían inadvertidas. Mirta quería llegar pronto a París, para

anotarse en una carrera de automóviles. Le dije que sus pretensiones eran

inauditas, que manejaba mal, que ni a una niña de diez años se le ocurría

semejante locura. Ya me había fastidiado bastante con sus incipientes carreras

en la provincia de Buenos Aires, como la única mujer "Reina del volante" que

salía fotografiada de improviso en todas las revistas. Insistí en no ir directamente

a París, en aprovechar el viaje, aunque sólo fuera por veinte días, para conocer

las ciudades, la arquitectura, la pintura, la escultura, las iglesias, los jardines, el

paisaje de esa región de Francia. Mis argumentos eran serios: estando en la

misma tierra donde surgieron, sería una vergüenza no conocer las obras de arte

y los edificios más celebres que podían admirarse en las tarjetas postales y en

las guías turísticas. Mirta accedió; declaró que de paso, en el trayecto,

practicaría mejor el manejo del automóvil, que tanto le criticaba.

Hicimos un viaje maravilloso; yo dormía todo el tiempo, hasta que un día,

cansado de tantas cosas interesantes, me encerré en el hotel y ella se fue sola.

Sufrí como un animal herido, creyendo que nunca volvería, pues apasionada

como era, podía cometer cualquier locura. Volvió tardísimo, sin disculparse. Me

dijo que encontró a un francés maravilloso, periodista sin duda, que en cinco días

le enseñaría a hablar francés correctamente, por lo que pensó que deberíamos

quedamos en ese hotel tan lujoso y de nombre tan sencillo: se llamaba La Liebre

Feliz. Me mostró el cuaderno con las anotaciones que el francés le puso,

convenciéndola de que era más fácil la lengua francesa que la española, tan llena

de chistidos. Sin duda creyó que era española. En el cuaderno figuraban las

palabras más fáciles de recordar en francés que en español: Cheri era "querido",

bleu era "azul", rue era "calle", chien era "perro”, baile era "pelota", auto era

"automóvil”, seul era "solo", ciel era "cielo". No se podía negar que las palabras

francesas eran más simples. Se guardaba bien de decirle que soleil correspondía

a “sol", y arbre a "árbol", y bleu—ciel a "celeste". Durante cinco días Mirta tomó

lecciones con el francés, que era un insolente. Cuando nos traían café, bebía

todo el contenido de la cafetera y peinó con mi peine su pelo grasiento. Usaba un

mechón de pelo sobre el ojo derecho y sacudía la cabeza, no para quitárselo sino

para colocárselo, como hacen las mujeres. Le pregunté un día qué malas

palabras hay en francés, las que se usan ahora, porque las palabras van con la

moda.

Espéce de con –dijo—.

—¿Qué otra?.

—Merde, tonnerre de Dieu.

—¿Por qué la palabra que designa el sexo es una mala palabra?.

—No sé. Averígüelo por otro lado. No soy un diccionario.

En realidad no me interesaban esas nimiedades del idioma, pero no sabía

de qué hablarle cuando nos encontrábamos uno frente a otro, mientras Mirta se

encerraba en el cuarto de baño para lavarse el pelo.

Pasamos unos días, si no hubiera sido por el francés, agradables. Nunca vi

árboles tan lindos ni playas tan acogedoras. Extrañaba el cielo de Buenos Aires,

el canto de los pájaros insolentes que tenemos en la lánguida luz de las tardes

en que todo se desmaya, hasta el aire, hasta las brisas, hasta el canto de

algunos pájaros desvelados, hasta el corazón que los escucha. Mirta insistía en la

necesidad de aprender el francés correctamente. En los restaurantes trataba de

hablar en francés con el mozo, que parecía un actor de cinematógrafo. Un

papagayo en la entrada del hotel era un pretexto para contribuir a la relación que

había entre el joven profesor de francés y el mozo, que andaba siempre con un

escarbadientes en la boca, de diente en diente.

¿Estábamos en París o soñábamos?. El corazón de Mirta latía con esa rumor

salvaje que se oye en las carreras de automóviles, de noche. No podía

dormirme; tenía que mirarla para asegurarme de que no era un automóvil ni un

violín, ni un cambio de velocidades, que era un ser humano el que dormía a mi

lado, que era un ser humano el que me abrazaba. La abandoné a sus sueños una

noche en que el latido de su corazón movía la cama con demasiado ardor.

Aquella noche me confesó que se había inscrito en una carrera, no muy

importante, pero carrera al fin. Resolví verla por televisión y no acudir al

autódromo. Mirta se vistió aquel día con un traje muy elegante. Ella, que rara

vez se ocupaba de elegir ropa adecuada para las circunstancias, ese día se

preocupó. Para que la divisara mejor, eligió un tono de color rojizo para el suéter

y un pañuelo azul marino para el cuello. Vi la carrera en el televisor del hotel. Me

apenó mucho que no ganara, pero me consolé: los desencantos tal vez enfriaran

su pasión por las carreras y podríamos llevar una vida normal, sin sobresaltos.

Nada es tan horrible como una pasión no compartida cuando se ama realmente a

alguien. Sentía que mi vida se desgastaba oyéndola hablar de automóviles, sin

poder compartir ni reconocer las marcas, ni sus potencias ni sus perfecciones. La

mujer de un cuadro de Ingres me hubiera satisfecho más que esos autos que

extasiaban a Mirta.

Una noche volvió del cine, después de las once. No me dijo qué fue a ver ni

con quién, pero sospecho que el francés había llegado. No le reproche su

conducta. Nunca me había ignorado hasta tal punto. Creo que le dolió no ser

aplaudida por sus proezas, aunque no lo fuera simplemente por haberse inscrito

en una carrera sin mi consentimiento o mi cariñosa atención.

Por la noche sentí latir su corazón de automóvil a mi lado y sus ojos debajo

de los párpados, cerrados, que se movían como si vieran algo, algo movedizo,

huidizo. Me levanté y me acosté en el suelo para poder dormir; dicen que es

bueno para la columna vertebral, pero ni se me ocurrió pensar en la columna.

Ella no advirtió mi inquietud ni mi ausencia de la cama. Semidormida, parecía

más dormida que totalmente dormida. No fue sino después del alba cuando pude

recobrar mi lugar en la cama.

Vivir es difícil para cualquiera que ama demasiado. No podía alejarme de

Mirta sin morir, ni acercarme, sin también morir. Elegí alejarme. Un día salí

temprano, para ver museos, palacios y jardines, las orillas del Sena, las

catedrales, las más diminutas iglesias; cuando volví a la noche, como después de

un largo viaje, Mirta no estaba en el hotel. Salí de nuevo. En vano la busqué por

todas partes. Al volver a la madrugada, me pareció que oía su respiración. Era

un automóvil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel.

Me acerqué: en el interior no había nadie. Lo toque, sentí vibrar sus vidrios. Tan

enloquecido estaba que me pregunté si sería Mirta. Entré en el hotel. En la

conserjería no había ningún mensaje para mí. El portero no sabía quién había

dejado ese automóvil. De pronto pasó algo inexplicable. Suavemente el

automóvil empezó a alejarse. Traté de alcanzarlo, pero no pude.

Desde ese día, busco el automóvil por la ciudad. Más de una vez lo vi, me

puse en su camino, sin lograr nunca descubrir quién lo manejaba, ni morir bajo

sus ruedas. Vivo en París, porque sólo en París puedo alcanzar mi esperanza,

cumplir mi deseo.

Hay gente que me aplaude. "Qué lindo vivir aquí." Otra gente se pregunta:

"¿Por qué diablos se fue a vivir a París?".

Anoche, después de salir en busca del automóvil, que no encontré, escribí

una carta a Mirta, que le dejaré en la conserjería del hotel. Acá viviré mientras

tenga plata para seguir gastando. Cuando se acabe, buscaré trabajo.

Querida Mirta,

A qué me servirá vivir si no estás a mi lado. Amar en exceso destruye lo

que amamos: a vos te destruyó el automóvil. Vos me destruiste (no lo digo con

ironía). En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible

máquina que encerraba tu corazón acelerado, cuando dormíamos juntos. Ahora

te busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas.

Además, nunca sé por dónde pasarás. Tal vez podría acostarme en medio de las

calles por donde pienso que pasarás. Eran tantas las calles que te gustaban que

no puedo saber cuál vas a elegir. No comprendo cómo llegué a tan absoluta

renuncia de mí mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por mí. Soy

un verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, sólo un

recuerdo. Lo actual no me importa. Débilmente vuelven a mí versos que me

gustaron y que retuve en la memoria, fortalecida por la nostalgia; versos que

fluyen como ríos, rodeando imágenes de árboles genealógicos o reales, árboles

del mundo entero que no olvido: "Es lo que llaman en el mundo ausencia / fuego

en el alma y en la vida infierno".

Lo demás no existe, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la

ciudad, los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las revoluciones, el

prestigio, el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podés estar

segura, cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima

por un instante frente al automóvil que te lleva.

 

 

 

 

**Bonus track: puedes leer los cuentos completos de Silvina Ocampo aquí y aquí