I.S.S.N.: 1138-9877
Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 1
ORTEGA Y EL ESTADO
Xacobe BASTIDA FREIXEDO
Universidad de Oviedo
Sumario: En el presente trabajo se aborda, en el sentido más bucanero
de la palabra, la teoría orteguiana del Estado. Para ello habrá
que enfrentarse con dos ideas que tradicionalmente han malinterpretado el
pensamiento orteguiano al respecto. Por un lado, la idea que entronca a
Ortega con la corriente liberal "antiestatalista"; por otro, la
visión de Ortega como filósofo puro, alejado de contaminantes
veleidades políticas. Mantendremos en consecuencia dos tesis. La
primera afirma la existencia en la obra orteguiana de una auténtica
reivindicación de la institución estatal como elemento yugulador
de la sociedad. La segunda defiende la consideración de Ortega como
filósofo políticamente implantado, en continua reflexión
sobre la realidad circundante. Ortega no se planteó el problema del
Estado al modo de una recreación conceptual que pretendiese aprehender
la realidad. Muy al contrario, en toda su obra las categorizaciones políticas
van siempre teñidas de una clara impronta política que pretende
ya no describir, sino perpetuar, modificar o subvertir la existencia de
una determinada realidad. Así las cosas, intentaremos detallar el
tenor de la defensa de la institución estatal que subyace en la obra
de Ortega a la par que mostraremos las consideraciones políticas
de más alcance.que fuerzan a Ortega a la solución estatalista.
En suma, el Estado es en Ortega, paradójicamente, un concepto fundamental
-por cuanto vertebra toda su filosofía política- y, a la vez,
postizo -por cuanto sirve de velo teórico a preocupaciones de índole
ideológica-.
La filosofía política de Ortega, de la misma manera que H. Settani (1993, 24) pudo decir de la de Hegel, entre otras muchas cosas que ciertamente es, es una filosofía de la unificación; más concretamente, es una filosofía del centralismo. Si para Ortega la calamitosa amenaza que se cernía sobre la patria era la presencia del particularismo nacionalista, en perfecta coherencia con su admonición previsora se incardina el desenlace centralista por él defendido. El logro de un Estado poderoso y capaz de modernizar la estructura social, en la órbita de una regeneración burguesa y capitalista, había de ser el método elegido para dar satisfacción a la reorganización global de la nación y al mismo tiempo erradicar, pues de hecho era la causa de la catástrofe, el avance del particularismo. La presencia de la articulación del nacionalismo periférico en el panorama político español en las postrimerías de la primera década del siglo constituye la realidad emergente que, a nuestro juicio, ha posibilitado la formulación teórica de Ortega que desemboca en el estatalismo. Veamos cuál ha sido la evolución que el pensamiento orteguiano ha experimentado en torno a la idea del Estado.
Ciertamente, antes de la década de los 20, Ortega, aunque desencantado con la situación política, se halla en una etapa de afirmación vitalista caracterizada por una extraña mixtura de socialismo utópico (1), fruto de su relación con Maeztu, y aristocratismo nietzschiano, en la que su categorización del concepto estatal todavía no se ha desarrollado. Durante el período de 1907 a 1914 Ortega se define como socialista y "acude a sus reuniones y congresos, escribe y da conferencias para ellos y, en fin, representan los socialistas para él el partido político de mayor honestidad del momento" (F. López Frías 1985, 92). "Frente a los equívocos poco elegantes de los partidos vigentes, dirá Ortega en 1908, aparece la emergencia magnífica del ideal socialista" (T.X, 38).
Ahora bien, el socialismo orteguiano no era ni mucho menos ortodoxo, menos aún partidista.(2) Al lado de declaraciones entusiastas como las pronunciadas en 1910 con motivo de la elección de diputado por Madrid de Pablo Iglesias -"(...) hoy el socialismo se ha apoderado de nosotros, domina nuestros razonamientos, orienta nuestros instintos municipales, constituye el fondo de todas nuestras combinaciones ideológicas. Hoy ya quien no sea socialista se halla moralmente obligado a explicar por qué no lo es o por qué no lo es sino en parte" (T.X, 141)- se encuentran otras más acordes con la línea seguida en su posterior trayectoria política: "yo soy socialista por amor de la aristocracia"(3) (T.X, 239). En cualquier caso, es importante insistir en el hecho de que en este período la adscripción orteguiana a una línea más o menos socializante -complejo híbrido de falansterio y club de oficiales- como programa que posibilitase la reforma política, dejaba de lado una toma de postura teórica acerca de la cuestión estatal. Del socialismo tomará principalmente, y en consonancia con su primera fase más regeneracionista(4), sus elementos de nutriz renovación histórica y cultural(5); sin embargo, rechazará de plano la concepción internacionalista(6) de la sociedad, precisamente por carecer de una dimensión que hiciese posible la articulación de la reforma deseada a un nivel nacional: "El marxismo conduce fatalmente a esta fórmula: la táctica de puro internacionalismo, es decir, de pura lucha de clases, tiene que estar en razón directa de la potencia económica y moral de las naciones; o lo que es lo mismo: los partidos socialistas tienen que ser tanto más nacionales cuanto menos construidas estén sus respectivas naciones" (T.X, 206).
El socialismo elitista que encontramos en estos primeros tientos modernizadores está basado en la confianza que Ortega deposita en los trabajadores, guiados por la mano rectora de la minoría ilustrada, como fuerza capaz de aportar una coordinación al entramado organizativo nacional y erigirse en agente de modernización del país (M. Bizcarrondo 1992, 341). Desde su perspectiva de regeneración económica que caracteriza esta primera etapa "la función del socialismo consiste en incorporar el componente activo que representan los tabajadores a la construcción nacional" (Elorza 1984, 61), sin por ello profundizar en los componentes más radicales que se extraerían de sus principios: "Respetemos, compañeros intelectuales, la rudeza y el dogmatismo del naciente partido [socialista]: veamos en él nuestra mascota política. Y al aproximarnos hagámoslo con cuidado, no sea que la trepidación avente los fecundos rescoldos, según suele ocurrir con los cuerpos hechos ceniza de las ruinas de Pompeya" (T.X, 90). De hecho, para Ortega, el socialismo no es más que "la continuidad del antiguo liberalismo" (T.X, 69).
Ortega ve en el socialismo -en su caricatura- el único movimiento capaz de generar la capacitación y adecuación para las exigencias políticas que reclama de la sociedad. La existencia de esta visión de regeneración nacional aderezada con dijes de socialismo (Ortega hablaba de una España reconstituida mediante un "Pueblo de trabajadores") cerraba por completo el paso a una reflexión teórica sobre el Estado como línea vertebradora de la modernización. De otra parte, La orientación utopista que Ortega desarrolla en su formulación de una modernización integradora e integral estaba demasiado inserta en una alternativa de futuro conciliador y urgente reconstrucción nacional como para plantearse otro tipo de salida a la crisis que no fuera la de la refundición social a través de la unidad cultural y económica: "La España futura, señores, ha de ser esto: comunidad, o no será. Un pueblo es una comunión de todos los instantes en el trabajo, en la cultura; un pueblo es un orden de trabajadores y una tarea. Un pueblo es un cuerpo innumerable dotado de una única alma".
La esperanza que Ortega había depositado en esa comunión social española para que fundase las bases de la regeneración pronto se ve truncado por la evolución continuísta que adopta el sistema político y económico del país y propicia el abandono de anteriores
creencias -pues el socialismo fue en Ortega no una ideología política, sino eso, una creencia- al hilo que despunta con más vigor que nunca soluciones elitistas que antes estaban tan sólo en esbozo: "yo ahora no hablo a las masas; me dirijo a los nuevos hombres privilegiados de la injusta sociedad -a los médicos e ingenieros, profesores y comerciantes, industriales y técnicos-; me dirijo a ellos y les pido colaboración" (T.I, 286); "para nosotros, por tanto, es lo primero fomentar la organización de una minoría encargada de la educación política de las masas. No cabe empujar a España hacia ninguna mejora apreciable mientras el obrero en la urbe, el labriego en el campo (...) no hayan aprendido a imponer la voluntad áspera de sus propios deseos, por una parte; a desear un porvenir claro, concreto y serio, por otra" (T.I, 302).
Después del asesinato de Canalejas en noviembre de 1912, los dos últimos gobiernos anteriores a la Primera Guerra Mundial estuvieron formados por lo que quedaba de los viejos partidos de turno: el conde de Romanones entre los liberales y Dato con los conservadores antimauristas. Ambos fueron blanco de los ataques despiadados de un Ortega -"el partido conservador es un peligro nacional; el liberal es un estorbo", decía- que ensayaba ya por aquel entonces una crítica no tanto regeneracionista como deliberadamente antiparlamentaria. Resulta curioso observar el hecho de que incluso ante la apertura hacia la izquierda que experimentó el gobierno de Romanones cuando ingresa en su gabinete Santiago Alba, político de tradición regeneracionista en la más clásica línea de Costa, la actitud de Ortega, y la del resto de republicanos no socialistas, continúa siendo adversa (Carr 1983, 115). La reforma general en la agricultura y en la industria que pretendía Alba, y que en su época "socialista" posiblemente hubiera suscrito el mismo Ortega, pasaba por una financiación basada en la reducción del aparato burocrático y en el endurecimiento del sistema tributario. Este programa de realizaciones será una proposición poco atractiva para la burguesía media en la que Ortega depositaba, ahora ya desde una perspectiva genuinamente liberalista, las esperanzas de cambio. No es pues de extrañar el acercamiento de Ortega al recién fundado partido reformista del abogado asturiano Melquíades Alvarez, en el que Ortega cifraba sus esperanzas de cambiar los partidos monstruosos que representan a la España oficial, "inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie los elefantes" (T.I, 272). Desde la creación del partido reformista hasta 1923 hay toda una serie de esfuerzos llevados a cabo por el sector de la burguesía al que representa Ortega con el intento de desplazar a la oligarquía y tomar el poder asumiendo la hegemonía nacional, presentando como identificados los intereses nacionales y los de la gran burguesía emp
rendedora, dispuesta a romper con el bloque oligárquico. A partir de este momento "la obra y la actividad orteguiana se inscriben dentro de la tentativa de legitimación del indeciso movimiento de la burguesía liberal española en busca del espacio social, económico y político en que desarrollar su hegemonía" (F. Ariel del Val 1984, 32).
Posiblemente sea 1914 el año que marca la definitiva ruptura de Ortega con sus antiguos ideales socializantes y su adscripción a postulados más bien emparentados con el liberalismo que lo llevarán a apartarse definitivamente tanto del Partido Socialista como del Reformista de Melquíades Alvarez. Cuando Ortega y Azaña crean la Liga de Educación política -que no dura ni dos años, al haber sido absorbidos sus miembros por socialistas y radicales-, "puede creerse que el reformismo hará que cristalice el esfuerzo político de esa "otra burguesía" y su hegemonía sobre las clases medias" (Tuñón de Lara 1981, 219). Su crucial conferencia Vieja y nueva política, pronunciada en el Teatro de la Comedia el 23 de marzo de 1914, constituye el hito fundamental que fijará las bases programáticas seguidas en los años siguientes, al tiempo que servirá de preclaro distanciamiento respecto a su período anterior. Dos palabras definirán la nueva política preconizada por Ortega: "Liberalismo y nacionalización propondría yo como lemas a nuestro movimiento" (T.I, 299). Ambos conceptos concurrirán a lo largo de todo el discurso orteguiano formando un binomio que explicará el porqué de la ausencia de una auténtica teorización sobre el Estado en este período. Por una parte, la nacionalización que obsesivamente se propone tiene como sustento la "colaboración de hombres de buena voluntad" en un proyecto que en principio se plantea en claro antagonismo entre la "España oficial", identificada genéricamente con el poder público del Estado (T.I, 276) "que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida" y esa "otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia" (T.I, 273). Si el meollo de la renovación de España se hace radicar en una modernización y rehabilitación global de la sociedad española, el Estado como tal pasa a tener una importancia marginal: "Lo malo es que no es el Estado español quien está enfermo por externos errores de política sólo; que quien está enferma, casi moribunda, es la raza, la sustancia nacional, y que, por tanto, la política no es la razón suficiente del problema nacional porque e
s éste un problema histórico" (T.I, 276). Con razón afirma G. Morón refiriéndose al Ortega de esta época que "el problema nacional le obsesiona" (1960, 162). Este problema de España como nación integral capaz de "articular una nueva política que tiene que ser una actitud histórica" desplaza así a cualquier posible solución que tenga presente la realidad del Estado como base de la vertebración.
Por otra parte, "el impulso genérico del liberalismo" (T.I, 308), catalizador que Ortega intentará utilizar para la organización de España, obturará igualmente la presencia primordial de la categoría estatal para servir de principio ordenador de la nueva disposición armónica nacional que pretende. El Estado no tendrá, desde esta atalaya liberalista, una consideración independiente de la que le merece el corrupto sistema de la Restauración. Existe una confusión entre el concepto de Estado y el órgano político que detenta su dirección, consumándose así la identificación del aparato del Estado con el sujeto real que actúa tras él. De esta forma, la crítica al Estado es en el fondo crítica al gobierno. "He insistido en que no vamos a servir al Estado español sino a la nación española, y cuando sea preciso, a ésta contra aquél", decía Ortega en una carta de 1914 a Castrovido (cit. B. Fonck 1994, 130). Es significativo que estas palabras hayan sido escritas como defensa contra la invectiva de T. Sanz cuando consideraba a Ortega como persona tendente a aceptar los hechos consumados y a gobernar con la Monarquía sin otra condición que la enunciada en el vago término <<nacionalización>>. La oposición Estado vs. nación se articula entonces como un enfrentamiento entre Monarquía y política restauradora, de un lado, y nación, colectividad nacional, de otro.
La típica oposición liberalista entre la sociedad civil y el Estado, aquí identificado con el régimen, como relación entre compartimientos estancos, y la defensa de la virtualidad natural de la primera frente a la artificiosidad opresiva de la segunda, se reproduce en esta época con una claridad y un vigor que recuerda formulaciones más propias de Locke: "Intentemos que la nación española vuelva las espaldas al Estado español, como a un doméstico infiel. Que dejen de ser las funciones del Estado lo sustantivo (...) Aprendamos a esperarlo todo de nosotros mismos y a temerlo todo del Estado. En suma, política de nación frente a política de Estado. ¿Se quiere un maestro y una orientación? Inglaterra, donde el Estado y sus instituciones son un adjetivo y nada más de la nación". De modo palmario concluye Ortega defendiendo "la organización de los españoles frente al Estado español" (T.X, 280). Para Ortega existe una diferencia esencial entre Estado y sociedad que se reconduciría a la representación antagónica del rígid
o formalismo que encarnaría el uno y la vitalidad espontánea que implicaría la otra. La valoración en este punto es clara: "El Estado español y la sociedad española no pueden valernos igualmente lo mismo, porque es posible que entren en conflicto, y cuando entren en conflicto es menester que estemos preparados para servir a la sociedad frente a ese Estado, que es sólo como el caparazón jurídico, como el formalismo externo de su vida" (T.I, 276).
En suma, la nación como agrupación espontánea de individuos, es decir, como sociedad civil, será el eje del discurso político orteguiano de 1912 a 1917, y su consideración de aglutinante comunitario que posibilitaría la regeneración patria hace que cualquier categoría que se le pudiera oponer fuera rechazada de antemano: "nadie está dispuesto a defender que sea la Nación para el Estado y no el Estado para la Nación, que sea la vida para el orden público y no el orden público para la vida" (T.I, 278); aunque es necesario señalar que el rechazo al Estado no significa rechazo al concepto mismo de Estado, como se ha querido ver (J. Hierro, 62; L. Díez del Corral 1956, 51; J. Marichal 1994, 152), sino a su papel dentro de la organización del país, que Ortega juzgará en principio secundario: "Hay que exigir a la máquina del Estado mayor, mucho mayor rendimiento de utilidades sociales que ha dado hasta aquí; pero aunque diera cuanto idealmente le es posible dar, queda por exigir mucho más a los otros órganos nacionales que no son el Estado, que no es el gobierno, que es la libre espontaneidad de la sociedad" (T.I, 277).
Así pues, asistimos a una reivindicación de lo nacional en detrimento de lo estatal fundamentada en la oposición de la pétrea y antediluviana Españ
a oficial, identificada con el Estado, a "la libre espontaneidad de la sociedad", a "las vitalidades nacionales, que son los torrentes". La impertinencia de la alternativa estatal como principio de organización económica y política se mostraba además en la inadecuación que su entrada en acción representaba para el pretendido programa liberalista de capitalismo nacional. El impulso hacia la modernización no será posible con la injerencia de un Estado que coarte la libre pugna de las fuerzas productivas: "un pueblo donde no abunden los ambiciosos de dinero que vayan frenéticamente empujados por una sed individual de oro, será siempre un pueblo mendigo" (T.X, 397).
Sin embargo, la postura de Ortega respecto al Estado variará ostensiblemente su rumbo. Del rechazo radical a la intervención estatal en el proyecto de "transustanciación" nacional, se pasará a la defensa incondicional de la misma. Los condicionamientos político-económicos de la época no fueron ajenos a esta mutación ideológica -por supuesto, y en contra de las posiciones mantenidas por aquéllos que ven en los escritos políticos de Ortega, es el caso de J. Marías (1983) y F. López Frías (1985), algo así como una insignificante secreción de su pensamiento filosófico-.
Aunque en principio la neutralidad mantenida en la Gran Guerra fue beneficiosa para la economía española, por cuanto potenció un aumento de la exportación y dio a la balanza comercial un signo favorable, la euforia originada por ello no fue en absoluto justificada. En conjunto, los primeros años del conflicto europeo crean una situación artificialmente benigna para la economía española. Los beneficios de ciertas empresas a menudo se tradujeron en una sustancial elevación de los salarios obreros, que mejoraron claramente en relación con los sueldos de la clase media. Desde finales del año 1916 los precios subieron vertiginosamente y la carestía de la vida afectó sobre todo a los obreros y a las clases medias con que Ortega contaba para la rehabilitación nacional. Las grandes huelgas de los años 1910-1914 se reanudan ahora con una frecuencia que atestigua la inquietud de la población y la fuerza de sus reivindicaciones. La indudable mejora que se apunta en los primeros años de posguerra únicamente afecta a las grandes ciudades, en buena parte debido a la especulación financiera de la oligarquía terrateniente más que a la industriosidad de las empresas. España sufre simultáneamente la huida de la mano de obra, ante la maldición del subempleo, y la hemorragia de las riquezas mineras explotadas por el capital extranjero y en beneficio de la industria inglesa, belga o alemana (E. Témime et al., 1982, 215 y ss.).
El intento de nacionalización económica ha fracasado por completo y ni siquiera las posibilidades ofrecidas por las inversiones extranjeras son aprovechadas satisfactoriamente. De nuevo se frustran las expectativas de regeneración nacional. Sólo en regiones como Cataluña y el País Vasco se experimenta una industriaización favorable a un enriquecimiento local, lo que fomenta en estas regiones herederas de tradiciones regionalistas la aparición de una élite obrera más sensible a las desigualdades características del capitalismo naciente y la aparición de un potente movimiento autonomista, ambos contrarios a un Estado autoritario y centralizador. De hecho, el movimiento asambleísta de 1917 en que se pedía el fin del turno de partidos y la convocatoria de unas nuevas Cortes Constituyentes fue la culminación de la protesta, malograda por la huelga general de agosto, de la izquierda catalanista. La cuestión catalana se planteó nuevamente con gravedad en 1918 con motivo del Estatuto de Autonomía presentado al Gobierno por una comisión de parlamentarios y defendido sin éxito por Cambó. El acuerdo con el gobierno no se produjo y la minoría catalana se retiró de las Cortes.
En esta situación percibe Ortega "la manifestación más acusada del estado de descomposición en que ha caído nuestro nuestro pueblo" (1983, 46). El movimiento autonomista -el particularismo, en palabras de Ortega- adquiere una potencia y un apoyo popular tal, que fuerza a Ortega a admitir su gran peso y por ende su peligro: "... me parece una frivolidad juzgar el catalanismo y el bizcaitarrismo como movimientos artificiosos nacidos del capricho privado de unos cuantos" (1983, 46). La maniobra que Ortega ideó para castrar ese vigor autonomista fue precisamente su disolución en un movimiento de más alcance -el panespañolismo- y su aseguramiento mediante la concesión de descentralización, según hemo
s visto. Para lograr ambos efectos se mostraba absolutamente necesario el re
curso a una institución que, por una parte, sirviese para agrupar y unificar, tanto de hecho como simbólicamente, la comunidad amenazada y, por otra, garantizase verticalmente la inanidad real de la administración política de las autonomías.
Será en el Estado donde Ortega descubra esta institución que al mismo tiempo encubra y amalgame. Probablemente sea en esta fase de su elaboración doctrinal donde con más fuerza aparezca el influjo genuinamente lassalliano que Elorza sitúa, a nuestro entender de manera extemporánea, en su etapa "socialista" desarrollada durante la primera década del siglo (1984, 61). Para Lassalle existe un principio del Estado tan sólo realizable cuando sea dirigido por el <<estamento del trabajo>> a la vez que éste sólo puede actualizar sus intereses por mediación
del Estado. La función histórica del Estado será la de liberar al ser humano de las múltiples servidumbres a las que se ha visto sometido desde el comienzo de la historia y multipicar, por la unión de los individuos, las potencialidades humanas elevando al hombre a una forma superior de existencia en cuanto a educación, poder y liberación de la coerción exterior, que los hombres aisladamente serían incapaces de realizar (García-Pelayo 1977, 84). Esta naturaleza moral del Estado típicamente hegeliana, de talante soteriológico y en clara oposición a la idea de Estado-guardián característica del liberalismo clásico, y su instrumentación mediante el estamento del trabajo (lo que Lassalle llamaba Arbeitsstand), pasarán a integrar el grueso de la argumentación proestatalista orteguiana.
Así pues, su anterior juicio acerca del Estado varía diametralmente. La función n
etamente subordinada y aun diríamos opuesta a la sociedad, se transforma en primordial, y de ella se hará depender el futuro de la nación: "La restauración d
e España tiene que comenzar por una reorganización del Estado, que es el gran aparato mediante el cual se puede operar sobre un pueblo" (T.XI, 93); "la tarea enorme e inaplazable de remozamiento técnico, económico, social e intelectual que España tiene ante sí no se puede acometer si no se logra que cada español dé su máximo rendimiento vital. Pero eso no se logra si no se instaura un Estado..." (T.XI, 126). La razón por la que Ortega opta por la alternativa estatal, en contra de su anterior elaboración, tiene su fundamento en el poder estabilizador y diluyente de toda especificidad que acompaña al Estado, característica idónea para anular la amenaza particularista.
En el período republicano la fuerza del nacionalismo periférico y el afloramiento de la cuestión regional se formulan con tal contundencia que obligan a que las posiciones de Ortega, antes sólo latentes y larvadas, se muestren con crudeza. El proceso de radicalización en las expectativas de la alternativa federalista alcanza en esta época su punto culminante. Como certeramente sintetiza L. Parejo, "el advenimiento del nuevo régimen político señala la hora del replanteamiento del problema regional, obligadamente latente
durante el período dictatorial; replanteamiento que se hace ahora no ya sobre la base de las aspiraciones a una autonomía política y económica que al movimiento regionalista en períodos anteriores había impreso la alta burguesía conservadora, sino sobre nuevos principios nacionalistas más radicales asumidos por amplias capas de las clases medias (...) De otro lado, las reivindicaciones de autonomía regional quedan planteadas en términos de gran fuerza, toda vez que son formuladas por las capas y fuerzas sociales que sostienen al propio régimen" (1977, 160). El nacionalismo, además -y a diferencia de anteriores períodos de intencionalismo testimonial- se traduce en hechos: el mismo día 14 de abril de 1931 en el que se proclama la II República, Companys y Maciá proclaman la República catalana como Estado integrante de la Federación ibérica. La reacción de Ortega ante una "Cataluña que se había declarado república y reclamaba no sólo autonomía, sino independencia, la separación de que habló su presidente F. Maciá" (G. Morón 1960, 172) no podía ya velar sus argumentos.
Que la aparición de los nacionalismos de signo disgregador ha sido el detonante que ha condicionado la mutación respecto a la función estatal en la teoría orteguiana se aprecia, por una parte, en la elección de la terminología empleada al efecto de caracterizar la causa de decadencia nacional. Y es que el "particularismo", tal es el vocablo elegido, a pesar de que se intente camuflar en un movimiento de más alcance que abarca todo aquello que aísla los intereses particulares del bienquisto procomún, coincide sospechosamente con el término que V. Almirall proponía como sustituto de federalismo y que habría de prefigurar el nacionalismo catalán ulterior (J. Solé Tura 1986, XXIII). Por otra parte, la etiología de la reformulación orteguiana también se muestra en el trasvase retórico que se produce en la línea crítica que desarrolla Ortega en relación con las posibilidades de renovación nacional. El marcado dualismo que con anterioridad caracterizaba la visión orteguiana estaba bipolarizado entre la España oficial, gubernamental, y la España vital; entre la España parlamentaria y la no parlamentaria; entre la artificialidad de los partidos y el organismo espontáneo de la nación (T.I, 271); entre la España tradicional y la nueva (T.I, 273); entre esa España cadavérica y esa otra germinal y vital (T.X, 266). En suma, la dicotomía que constituye el eje de la crítica regeneracionista se articulaba a través de una oposición de carácter político. Sin embargo, cuando surgen los movimentos periféricos vindicativos y Ortega acomete su ataque contra la desmembrada situación del momento señalando las pautas de actuación para solventarla, utiliza un nuevo tipo de estructura antagónica. Ahora la perspectiva bifronte estará delimitada por el enfrentamiento entre la España arisca y la España dócil, entre la doméstica y la levantisca, entre la España centrípeta -"la verdadera España, nuestra España", dirá Ortega- y la España centrífuga, formada "por dos o tres regiones semiestados". La oposición, entonces, se torna de cariz territorial, ya no vinculada a la beligerancia del Estado (Gobierno) contra la sociedad civil, sino de las provincias insurrectas contra el resto del territorio. Aciertan doblemente J. Tusell y G. Queipo de Llano al señalar, por un lado, la decisiva importancia de los acontecimientos de los años 1930-31 en la formulación política de Ortega, por otro, al subrayar el transvase de sus categorías del ámbito político al propiamente territorial: "Ortega lanzó si no exactamente un proyecto político o partidista, sí por lo menos unas ideas básicas acerca del Estado español. Lo que hizo Ortega fue dar nueva forma a las ideas contenidas en Vieja y Nueva Política" (1990, 103).
Mientras que hasta la eclosión del nacionalismo periférico la clave del planteamiento político de Ortega se basaba en una exaltación de la nación (concepto utilizado de forma equivalente a la suma vital de individuos reunidos en la sociedad civil y en esta época todavía sin perfilar, pues fue preciso que surgiera precisamente el concepto de lo estatal como categoría autónoma para que la Nación adquiriera asimismo la autonomía conceptual delimitada que Ortega finalmente le asigna), en este período de afianzamiento de las fuerzas tendentes a la disgregación la piedra de toque del discurso orteguiano se hará radicar en la idea de la formación de un Estado. La contraposición entre la nación, como sociedad civil, y el Estado se resuelve de manera clara en favor de este último, "el producto más visible y notorio de la civilización" (1968, 182).
Las descalificaciones que el Estado había sufrido por mor de su incauta equiparación con el gobierno de la Restauración desaparecen ahora al alcanzar el Estado especificidad teórica y virtud terapéutica, a la par que se trasladan a la sociedad nacional, en que antes ciegamente se confiaba, las críticas al Estado: "... es el mayor quid pro quo que cabe cometer imaginarse el caso de España como el de un país donde una sociedad sana sufre los vicios y errores de unos cuantos gobernantes, de suerte que bastaría con desterrar a estos para que las virtudes nacionales den su lúcida cosecha. Desgraciadamente el caso español es más bien el inverso. Con ser detestables los "viejos políticos", son mucho peores los viejos españoles, esa gran masa inerte y maldiciente sin ímpetu ni fervor ni interna disciplina" (T.XI, 31). España, dirá G. Morón reproduciendo el pensamiento orteguiano, "estaba incapacitada para un régimen distinto al que en ese momento se sufría. Los políticos no llevaron a la Nación a ese Estado de debilidad de todos sus miembros; las mayorías españolas serían las culpables" (1960, 118).
Un reflejo de este radical trastrueque de expectativas podemos observarlo en la diferente valoración del orden público, que Ortega identifica con la manifestación más clara del poder del Estado. En 1914 podíamos leer: "Y si fuera, como es para el Estado español, como para todo Estado, lo más importante el orden público, es menester que declaremos con lealtad que no es para nosotros lo más importante el orden público, que antes del orden público hay la vitalidad nacional (...) Con esto está dicho que el Estado español, es decir, el buen compás jurídico, el formalismo oficial, el orden público, en una palabra, no es precisamente a quien nosotros deseamos servir en última instancia" (T.I, 276). Más tarde, en 1922, Ortega revisa su análisis plenamente liberalista del orden público y estima que "la causa de la parálisis política, de la desorganización el Estado que hoy padece España, no es otra cosa que la inexistencia del poder público. El poder público es una función orgánica sin la cual no puede vivir una sociedad nacional. No consiste en una concentración de fuerzas sino en una concentración de autoridad. En España se ha volatilizado el poder público (...) Hay que estabilizar la vida pública, y esto no se consigue más que con un Estado. Un Estado es, ante todo, un poder público respetable, y porque respetable, respetado" (T.XI, 11 y 420). Su estatalismo es ahora tan marcado que irradia también al campo de lo económico y choca con sus anteriores principios netamente liberales, a tal extremo que podríamos concluir, con Elorza, que Ortega "adopta una actitud pre-keynesiana, de intervencionismo y ordenación de la economía desde el Estado" (1984, 205): "yo propongo un régimen que pueda llamarse de la economía organizada, es decir, que en vez de dejar a la total libertad de los individuos el movimiento de la producción, intervenga en ella el Estado mismo, como si la nación fuera una única y gigantesca empresa" (T.XI, 442).
De otra parte, la revalorización del papel del Estado encuentra pleno acomodo doctrinal en los planteamientos políticos hacia los que el filósofo madrileño se había deslizado hacia finales de la década de los 20. "Lo significativo en la posición de Ortega -apunta F. Ariel del Val (1984, 46)- consiste en que partiendo de una posición liberal, en cuanto a la forma política de la legitimación del sistema del poder social, en la que la hegemonía burguesa corresponde, sin ninguna duda a la burguesía industrial (...) su liberalismo se desdibuja, sobre todo a medida que la crisis social española avanza". El aristocratismo social de Ortega, ahora ya desprovisto de su barniz socialista o liberalizante, se transforma en un alegato claramente antidemocrático y antiparlamentario -"las derechas e izquierdas son garambainas impropias de la crítica altura en que se encuentra el sino europeo (...) ni libertad, ni Monarquía, ni República pueden hoy definir una política" (T.XI, 272-54)- que explica tanto la inicial aquiescencia al régimen dictatorial de Primo de Rivera como su crítica al sistema republicano y posterior legitimación de la insurrección franquista. Lo que en las postrimerías de la etapa dictatorial prerrepublicana se hallaba en estado germinal -el artículo Organización de la decencia nacional, publicado el 5 de febrero de 1930, es una buena muestra de las nuevas directrices filofascistas de Ortega, según señala G. Morón (1960, 127-128)- se consolidará durante la pronta oposición orteguiana a la República. La normal transmutación de los contenidos propios de la ideología burguesa en categorías centrales del fascismo, asumiendo lo dicho por L. Winckler (1979, 124), se habría dado ejemplarmente en la obra de Ortega (F. Ariel 1984, XXII).
La preeminencia del Estado frente a la nación, cuya función será la de fortalecer la organización del primero, es algo que en esta etapa no deja lugar a la duda. De hecho, este giro radical no pasará desapercibido a sus secuaces en las filas de la reacción, que de inmediato se hacen con las nuevas categorías orteguianas. Siguiendo el análisis de A. Elorza, "es como si la plataforma crítica de Ortega frente al régimen [republicano] fuese transferida a la actitud estrictamente reaccionaria, demagógica, que acaba desembocando en la exaltación del pasado de unidad católica en la contrarreforma, como contrapunto de la negatividad de los mundos definidos por el capitalismo liberal y el marxismo. Visión arcaizante, unitarismo a ultranza, antiparlamentarismo y recurso a las esencias nacionales completan un discurso cuyo balance final se sitúa muy lejos del punto de partida en Ortega, definiendo casi punto por punto los rasgos del nacional catolicismo de la siguiente década" (1984, 222).
Después de analizar esta evolución particular del pensamiento de Ortega, parece en extremo desafortunado afirmar de manera genérica la existencia en el pensamiento orteguiano de una actitud "abiertamente contraria al estatismo" (Hierro 1965, 62). En la misma línea generalizadora se sitúa Díez del Corral, siguiendo las consignas de una preocupadísima "Escuela de Madrid" -sus tristes resultados nos permitirían hablar con más propiedad de una "Secuela de Madrid"- desvelada por enturbiar todo lo que no sea pura filosofía en la obra del maestro, cuando habla del "vigoroso ataque de que Ortega hace objeto al Estado (...) a través de diversos escritos, en su filosofía de la razón vital, que constituirán una posición de arranque cada vez más sólida, distinta y crítica para el examen de la realidad estatal" (1956, 51).
Hemos visto cómo la teorización acerca del Estado varía en función de los intereses políticos que en cada momento considere preponderantes, y a partir de 1922 el mantenimiento de la integridad territorial de España, con la consiguiente defensa del valor supremo del Estado, deviene ya no interés preponderante, sino obsesivo. La anatematización del Estado que Hierro hace extensiva indiscriminadamente a toda la producción filosófica del filósofo madrileño -"para Ortega el Estado constituye una amenaza para la sociedad" (1965, 71)- tiene una obligada reconducción, en un principio, a la crítica contra la política de la Restauración, identificada con la institución del Estado. Es cierto que con posterioridad a la década de los veinte, en la que fijaríamos el hito de su "conversión estatalista", Ortega mantiene posturas, simultáneas a sus alegatos proestatales, que podrían hacernos pensar que en realidad su primitiva visión liberal contraria a la presencia del Estado en la formación de la sociedad continúa vigente. Es sobre todo en La rebelión de las masas donde los ataques al Estado son más claros y se muestran con más acuidad, favoreciendo la interpretación que tiende a refugiarse en el bálsamo de la paradoja, que sin embargo, y de nuevo, es tan sólo aparente. Díez del Corral (1956, 57) es consciente de esta contradicción doctrinal y apunta que cuando Ortega aborda una supuesta teoría del Estado "sus capítulos aparecen tratados con frecuencia como si fuesen opúsculos independientes y a veces contradictorios". Ciertamente sí existe independencia, mejor diríamos variabilidad, pero en modo alguno contradicción, al menos en un sentido estricto.
En la citada obra, Ortega se plantea dos objetivos paralelos que requieren el concurso de la opción antiestatal y que no dicen en absoluto relación antitética con la finalidad de unificación territorial que hay tras el discurso que legitima la vía estatalista. Estos dos objetivos son la creación de una Europa unida jurídicamente, para lo cual la consolidación de la categoría de Estado como Estado-nacional se convertiría en un claro estorbo, y el distanciamiento del comunismo y del fascismo, que harían del elemento estatal emblema básico de sus consignas. Los objetivos políticos que sustentan las diferentes concepciones valorativas del Estado que se dan en efecto en Ortega, no son antagónicos; es más, se muestran dialécticamente implicados. La "apuesta por Europa", latiguillo, por cierto, inscrito en el libro de estilo del común de los políticos actuales, supone correlativamente la hipoteca de las estrategias nacionalistas, de tal manera que denostando al Estado se acaba por reforzarlo en última instancia. No hay antagonismo alguno en la simultánea tarea de ataque y defensa al Estado por la sencilla razón de que lo atacado y defendido, si bien responden nominalmente a un mismo término, son de contenido muy diverso. Mientras que en la justificación de la primordial presencia del Estado éste se concibe como respeto a un quid divinum forjado en las naciones y materializado en una determinada realidad territorial plasmada en la historia, en las invectivas que dirige al Estado no entra en juego jamás la dimensión territorial de la nación.
La "integración europea" de la que habla Ortega (1985, 17) no supone remoción de las fronteras para la creación de un Estado superior común. Ortega distingue, y a ello dedica especial empeño, entre conciencia cultural europea y unidad de Europa y especifica que "ha existido siempre una conciencia cultural europea y sin embargo no ha existido nunca una unidad de Europa (...) Europa como cultura no es lo mismo que Europa como Estado" (Ortega 1985, 23). Consciente de que "la unidad de Europa, en el sentido que hoy tiene esa expresión (...) se refiere a formas estatales" no puede admitir que en el pasado hubiera tenido lugar tal unidad. Sin embargo, adaptando en este punto su teoría de los usos, Ortega lanza la siguiente hipótesis, que servirá para explicar lo que entienda, en relación con la construcción europea, como Estado: "1. Los pueblos europeos han convivido siempre. 2. Toda convivencia continuada engendra automáticamente una sociedad, y sociedad significa un sistema de usos que es válido, o lo que es igual, que ejerce su mecánica presión sobre los individuos que conviven. 3. Si lo anterior es cierto, han tenido que existir siempre usos generales europeos, tanto intelectuales como morales; tiene que haber habido una opinión pública europea. Ahora bien, la opinión pública crea siempre, indefectiblemente, un poder público que da a aquella opinión carácter impositivo" (Ortega 1985, 23). Es decir, y dado que para Ortega "decir <<poder público>> es como decir Estado" (1985, 23), la conciencia cultural europea, por medio de los usos que originan la aparición de un poder público, habría posibilitado la creación de un sistema similar, por cuanto coercitivo, al de un Estado.
La unidad europea existía a pesar de que jurídicamente no hubiese un Estado desde el punto de vista técnico: "había, pues, un poder público europeo y había un Estado europeo. Sólo que este Estado no había tomado la figura precisa que los juristas llaman Estado, pero que los historiadores, más interesados en las realidades que en los formalismos jurídicos, no deben dudar en llamarlo así" (1985, 24-25). El Estado europeo al que aspira Ortega, y que según él estima se dio en el pasado, cuando del influjo de la conciencia cultural surgió el poder público -el Estado-, no precisa una estricta unión jurídica ni por supuesto una modificación de las fronteras. De hecho, cuando Ortega habla de la "superior unificación de las naciones europeas" en la "gran mansión común", deja bien clara su postura respecto del papel que jugaría la actual disposición nacional del territorio y advierte: "Claro que esto supone estar de acuerdo sobre un principio básico. Sobre éste: que los pueblos, que las naciones existen. Ahora bien: el viejo y barato "internacionalismo", que ha engendrado las presentes angustias, pensaba, en el fondo, lo contrario. Ninguna de sus doctrinas y actuaciones es comprensible si no se descubre en su raíz el desconocimiento de lo que es una nación y de que eso que son las naciones constituye una formidable realidad situada en el mundo y con la que hay que contar. Era un curioso internacionalismo aquel que en sus cuentas olvidaba siempre el detalle de que hay naciones" (1985, 116). El concierto europeo se había de construir con los pilares inalienables de los Estados nacionales. Ya en La rebelión de las masas, su obra más genuinamente europeísta, mostraba Ortega -"Decano de la idea de Europa", como gustaba llamarse- una especial prevención hacia el europeismo indiscriminado que desembocaba en el olvido de la especificidad nacional para construir ex nihilo la unidad europea. A juicio de Ortega, la construcción de Europa no debía significar jamás una exclusión de los caracteres definitorios -límites territoriales incluidos- de las naciones-Estado que la habían de constituir. De esta forma, el verdadero europeísmo "se nutre no de la exclusión de las diferencias nacionales, sino, al revés, del entusiasmo hacia ellas" (1968, 268).
Es muy significativo que Ortega, a la hora de perfilar su postura, no hable de una integración europea por medio de la formación de un supra-estado, sino de una "supra-nación" (1985, 17) o una "realidad ultracional" (1985, 100) que origine no más que el indispensable "fondo común europeo" (119) preceptivo para la institucionalización de los usos. Es más, cuando Ortega habla de la construcción ideal de Europa adopta como modelo la concepción europeísta de Niehbur, que estimaba la oportunidad de "una colectividad de Estados europeos, aunque no [estuvieran] dirigidos por ninguna efectiva federación y en la que cada Estado tenga el deber de intervenir en lo que a Europa importa" (1985, 100). Sin duda la unión europea exige la existencia de un Derecho común, pero éste, en las coordenadas de la teoría orteguiana, no precisa en absoluto del aparato estatal. El Derecho y el Estado no llegarán jamás a confundirse. La falta de Estado no constituye obstáculo para la existencia del Derecho -"el Derecho existe sin el Estado y su actividad estatutaria", dirá Ortega (1968, 24)-, de tal forma que la integración de Estados no atenta en absoluto al capital problema de la soberanía ni afecta a los límites del Estado nacional, "no se trata de laminar las naciones, sino de integrarlas (...) El descarrío metódico que representa el internacionalismo impidió ver que sólo al través de una etapa de nacionalismos exacerbados se puede llegar a la unidad concreta y llena de Europa" (Ortega 1968, 305). Como acertadamente apunta Hierro, el Estado europeo "es muy distinto del de las naciones, primitivo si se quiere en comparación con ellas desde el punto de vista de su organización y eficacia particular, pero no menos real" (1965, 129). La concepción idealista del derecho que Ortega sustenta, posibilita que se pueda hablar de "Estado europeo" y de "Derecho europeo" sin renunciar por ello a la independencia y soberanía de los distintos Estados-nación. De esta forma, las relaciones entre una Europa unida y los diversos Estados nacionales -mejor diríamos entre una sociedad europea y las sociedades nacionales- no entrarían jamás en conflicto, dada la diferente condensación que caracteriza a ambas categorías: "La sociedad europea no es, pues, una sociedad cuyos miembros sean las naciones. Como en toda auténtica sociedad, sus miembros son hombres, individuos humanos, a saber, los europeos, que además de ser europeos son ingleses, alemanes, españoles" (1968, 286).
Así las cosas, no parece desacertado afirmar que la significación del término "Estado" se desdobla según sea utilizado como realidad jurídica que garantiza la integridad del territorio de una nación ya constituida -en cuyo caso se defiende- o como símbolo de "las puras manías acumuladas por el azar", de "folklóricos prototipos de lo casero" que impiden la génesis de una conciencia cultural europea -y en este caso se combate-. Cuando Ortega afirma: "Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estratificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos" (1968, 183), debemos interpretar tal diatriba en este sentido de protección al incipiente europeísmo en el que la retórica estatalista "produciría el cierre de las vías circulatorias por donde discurre la savia de la vida histórica y social" (Díez del Corral 1956, 49). Pero, insistamos en ello, la concepción segunda de lo que es el Estado, la concepción ad extra, redunda en un apoyo implícito de aquella otra que estaba forjada en la fragua del antinacionalismo periférico. Una sólida imagen de Europa (y decimos bien: imagen, pues no necesita transustanciarse en realidad jurídica, sino en idea objetivada por los usos) constituida por las ya establecidas naciones-estado, representa el más firme aliado para hacer frente a cualquier pretensión que intente cuestionar la validez misma de la legitimación histórico-territorial del Estado. Por otra parte, el discurso "antiestatalista" del europeísmo infiltra una nada despreciable dosis de anticuerpos a sus tesis de refutación del nacionalismo desintegrador, que de esta manera ve cercenada la posibilidad de crítica a una argumentación que reconoce, al menos formalmente, la aguda autocensura a la que ella misma somete el concepto de Estado, que es punto nodal en las reivindicaciones de aquel tipo de nacionalismo. Difícil es reprender al que se adelanta con fingida contrición.
En contra de nuestra tesis, que no ve en la obra de Ortega cambio en la consideración del papel que corresponde al Estado, sino aplicación en un mismo concepto de diversos contenidos perfectamente identificables y de correlato compatible -a tal punto que su discurso admite que la defensa del Estado y su simultánea invectiva sean coadyuvantes entre sí-, las "contradicciones" de Ortega en orden a su distinto parecer respecto al valor de lo estatal vendrían explicadas, según Díez del Corral (1956, 63), por una consciente cuestión de estilo que favorecería la aparición de unas "páginas varias, vivas, tornasoladas"; la cuestión del Estado estaría tratada de "manera sesgada, marginal, irrespetuosa, moviéndose como pequeños pájaros entre una fresca floresta". Aún reconociendo que su peculiar modo de escribir ha influido en la inteligencia de muchos de sus escritos -de tal manera que lo dicho por Ortega en referencia a E. Renan bien pudiera aplicársele a él mismo: "acaso dañó un poco la literatura a la integridad de su conciencia científica" (T.I, 89)-, no es probable que el estilo literario, del cual el propio L. Díez del Corral sí parece ser deudor a través del inflamado manierismo con que adorna su teoría, sea explicación suficiente para esas extrañas fluctuaciones de Ortega. Lo ratifica el hecho de observar cómo despreciaba Ortega la liviandad en los escritos que precisaban de hondura. Así, en polémica con Maeztu, le reprocha su preferencia por la vaguedad ante la precisión (P. Cerezo Galán 1994, 16), al tiempo que le advierte de los peligros del <<método literario>>: "Anda en juego nada menos que la cultura, en lo que ésta tiene de más esencial. Cultura es el mundo preciso (...) O se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno" (T.I, 112-113).
No hay florilegio en el tratamiento de asunto tan severo como el del Estado. En el fondo, en esta oscilación doctrinal pendula un badajo mucho más prosaico
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NOTAS
1. Es lo
que Elorza llama fase de "regeneracionismo sansimoniano" en Ortega
(1984, 21).
2. La visión de la
historia como lucha de clases -precisamente la percepción que Ortega
quería evitar en su anhelo de "comunión nacional"-
y el contenido marxista que el PSOE de aquellos tiempos incorporaba -y no
"razones de índole personal e individual" como señala
G. Morón (1960, 13)- evitaron la afiliación de Ortega: "Yo
no sé si esto os extraña: a vosotros se os ha enseñado
que la fórmula central del socialismo es la lucha de clases. Por
ello yo no estoy afiliado a vuestro partido, aun siendo mi corazón
hermano del vuestro. Solo un adjetivo nos separa: vosotros, sois socialistas
marxistas; yo, no soy marxista... El partido no puede, por ahora, aceptar
a quien no reduzca sus interpretaciones históricas y políticas
del mundo al socialismo. He aquí por qué gentes que somos
también socialistas no podemos pertenecer a ese partido" (T.X,
120-200).
3. Acierta E. Subirats al
decir que "Ortega invocó más bien un aristocratismo
sui generis que, por todo principio de integración social de
las masas, presumía una noción jerárquica, un principio
arcaico de <<ejemplaridad>> y <<docilidad>>"
(1993, 184).
4. "El problema español
es un problema educativo..." (T. I, 84)
5. "Socialización
de la cultura, comunidad del trabajo, resurrección de la moral, esto
significa para mi democracia. En una sola voz: socialismo, humanización"
(T. X, 126).
6. "Hay un elemento,
sobre todo, que cierra para mí, y creo que para muchos, las puertas
de la comunicación socialista. Me refiero a la interpretación
que se da al internacionalismo (...) El día que los obreros españoles
abandonaran las palabras abstractas y reconocieran que padecen, no sólo
como proletarios, sino como españoles, harían del partido
socialista el partido más fuerte de España. De paso harían
España. Esto sería la nacionalización del ocialismo;
quiero decir, el socialismo concreto frente a un socialismo abstracto que
sólo es eficaz cuando se confunde con los confusos movimientos radicales"
(T.X, 201 y 206).
7. De ahí la duda
de Pallotini al tratar de incardinar esta etapa orteguiana: "Ortega
cultivó en fase juvenil una posición agregativa que no sabe
uno bien si definir de liberalismo o de socialismo liberal" (1994,
73).
8. Es precisamente la admiración
por lo colectivo, por lo comunal e integrador, lo que hace que Ortega se
decante en esta época por el ideal socialista: "Tiene el grupo
de Pablo Iglesias virtudes únicas, hondas y genuinamente socialistas,
que faltan a los españoles cultos y en él habremos de aprender
o en parte alguna. Aunque sólo fuera por su religiosidad de lo colectivo,
bastaría para que cuidásemos de conservarlo intacto"
(T.X, 90) .
9. "Tampoco el credo
socialista es suficiente -en diversos lugares alude Ortega al socialismo
como credo (T.X, 122)-. Dejando a un lado sus utópicos ademanes,
y la rigidez de sus dogmas, que la corriente revisionista del partido obrero
en otros países condena, no dudaríamos en aceptar todas sus
afirmaciones prácticas... pero no podemos coadyuvar a sus negaciones"
(T.I, 303) .
10. "El socialismo
(...) habrá de hallar, en lo poco o mucho de emoción liberal
que en nuestra tierra existe hoy y pueda existir mañana, el vehículo
providencial capaz de extender sobre el pueblo la nueva unción política"
(T.X, 69). Credo, providencia unción... -es de señalar que
cuando G. Morón reproduce el texto anteriormente citado transcribe
<<emoción política>> en vez de <<unción
política>>, tergiversando el sentido original y dando pie a
una explicación falsa del socialismo orteguiano (1960, 58)-, todo
parece señalar que el socialismo del filósofo madrileño
tenía raíces más fideístas que verdaderamente
políticas .
11. Su política
para la modernización de España basada en la máxima
"influencia de los productores en detrimento del proletariado de abogados"
recuerda en grado sumo las posiciones que otrora adoptara el "aragonés
de hierro". El reconocimiento de la política seguida por S.
Alba, asediado más tarde por la dictadura de Primo de Rivera, tuvo
que esperar bastantes años hasta ser elogiado en aquel célebre
discurso de Unamuno, a la vuelta del exilio francés, en el frontón
Ramuntxo .
12. Disentimos aquí
del parecer de Elorza que estima en esta época orteguiana "una
sintetización de los planteamientos de los primeros años,
sin alteraciones de relieve... Ortega va en pos de la tecnificación
de España, de sus campos e industrias, impulsando la <<España
vivaz>>..." (1984, 74). El giro radical con respecto al socialismo
declarado que supone "hallar ligada la suerte de España al avance
del liberalismo" (T.I, 302), con el consiguiente papel ancilar que
adjudica al movimiento obrero en favor de la preponderancia de un protocapitalismo
burgués, produce un auténtico "corte epistemológico"
en la obra política de Ortega. Erró Ortega, a nuestro parecer,
cuando en 1913 afirmaba: "...nuestra Asociación (La Liga de
Educación Política) marchará junto al socialismo sin
graves discrepancias" (T.I, 303).
13. Para un estudio más
detallado de la "vecindad al reformismo" de Ortega y su posterior
ruptura vid. Elorza (1984, 71 y ss.) y M. Tuñón de Lara (1981,
218 y ss.).
14. La definición
de Ortega como pensador liberal -"La posición de Ortega puede
ser definida sencillamente como liberal" (J. Tusell y G. Queipo de
LLano 1990, 104); "Ortega... es, realmente, un liberal" (F. López
Frías 1985, 93)- debe ser convenientemente matizada. En un sentido
muy amplio -"Es un liberal todo el que acepta por principio el mejoramiento
indefinido del hombre y la emancipación de la conciencia personal",
según declaraba M. Azaña- no cabe duda de la incardinación
de Ortega en esta etiqueta. Sin embargo, la utilización que el propio
Ortega hacia del término liberalismo como una ideología de
cambio frente a estructuras políticas inmovilistas -en este sentido
decía que los partidos liberales son partidos fronterizos a la revolución
o no son nada" (T.X, 34)- y su reacción frente "al angostamiento
de la idea de libertad que la doctrina y la propaganda liberales han ocasionado"
(T.VI, 72) alejan al filósofo madrileño de un liberalismo
ortodoxo -en su artículo La reforma liberal (T.X. 31 y ss.)
encontramos una completa y reveladora revocación del mismo-. Más
tarde tendremos ocasión de precisar cuáles son las enmiendas
que Ortega opone a los dogmas del liberalismo, sobre todo en relación
con su concepción del Estado .
15. El corolario del paulatino
abandono de su ideología socializante se produce en 1934, con ocasión
del prólogo a la 4ª edición de la España invertebrada.
Allí, como ponen de manifiesto J. F. Fuentes y M. Márquez
(1994, 155), Ortega cuestiona el derecho de las masas a devenir dueñas
de su propio destino: "anuncio (...) que cuanto acontece en el planeta
terminará con el fracaso de las masas en su pretensión de
dirigir la vida europea. Es un acontecimiento que veo llegar a grandes zancadas.
Ya a estas horas están haciendo las masas -las masas de toda clase-
la experiencia inmediata de su propia inanidad. La angustia, el dolor, el
hambre y la sensación de vital vacío las curarán de
la atropellada petulancia que ha sido en estos años su único
principio animador (...) La exaltación de las masas nacionales y
las masas obreras, llevada al paroxismo en los últimos treinta años,
era la vuelta que ineludiblemente tenía que tomar la realidad histórica
para hacer posible el auténtico futuro..." (Ortega 1983, 20-21).
En el contexto inmediato de los sucesos de la Revolución del 34,
tan miserable y torticeramente interpretados por S. de Madariaga (1978,
362 y ss.), esta declaración suponía toda una afrenta al socialismo
democrático -la lectura del trabajo de P. Preston (1976, 95 y ss.)
aclara por completo el sentido de lo que decimos-, lo que provocó
una agria contestación de Araquistáin en la revista Leviatán
y supuso la ruptura de éste con su maestro.
16. El alejamiento del
Partido Reformista vino motivado precisamente por no obedecer al espíritu
de reforma liberal que en principio inspiraba su ideario. La aproximación
de Melquíades Alvarez al Gobierno de Romanones, al que ofreció
colaboración en un discurso leído en 1915 en Granada, fue
el detonante de la ruptura. Como recuerda J. Marichal (1994, 151), dos semanas
más tarde del susodicho discurso del político asturiano "apareció
en el semanario España, fundado y dirigido por Ortega, un
artículo suyo muy crítico con Melquíades Alvarez, <<Un
discurso de resignación>>. Tras preguntarse -<<¿Es
que ha perdido Melquíades Alvarez la fe en una España posible>>?-
escribía Ortega: "Tal vez... porque si no, no se comprende que
haya iniciado al Partido Reformista hacia una colaboración con los
llamados liberales, con el viejo partido asmático y caduco que ha
extirpado de la conciencia pública casi todas las esperanzas"
.
17. A decir de J. Iriarte
"en la conferencia sobre vieja y nueva política se ha consagrado
Ortega como hombre público" (1942, 71) .
18. "Nacionalización
del ejército, nacionalización de la monarquía, nacionalización
del clero (no puedo detenerme en esto), nacionalización del obrero;
yo diría que hasta nacionalización de esas damas que de cuando
en cuando ponen sus firmas detrás de unas peticiones cuya importancia
y trascendencia ignoran..." (T.I, 209).
19. Es importante recordar
que "la España vital de Ortega no es una simple especulación
intelectual, sino todo el símbolo de ese sector de la burguesía
que tenía prisa por acceder al poder antes de que fuese demasiado
tarde" (Tuñón de Lara 1981, 220) .
20. De hecho, el alejamiento
de su inicial planteamiento socialista se debe en gran parte a esta cosmovisión
atravesada por la primacía de lo nacional: "Para nosotros existe
el problema nacional; más aún: no acertamos a separar la cuestión
obrera de la nacional" (T.I, 308).
21. En este sentido apostilla
irónicamente G. Morón que "si Ortega en 1914 era monárquico
porque la situación así lo indicaba, en 1923-1928 era dictatorial
por lo mismo. Aplica al pie de la letra su doctrina de lo circunstancial"
(1960, 120).
22. De hecho, la europeización
que postularon inicialmente los noventaiochistas estuvo siempre influida
por el fasto y el oropel que la imagen de la Europa capitalista destilaba.
"Los hombres de presa y de botín", "la epopeya del
dividendo y del negocio", "la belleza de las calles rectas, y
de la fábrica, y de la máquina, y de la bolsa" de los
que hablaba Maeztu, serán el espejo en el que España se debería
mirar. Ortega no es ajeno a este anhelo.
23. "Creo haber sido
uno de los primeros (...) en haber proyectado, en esta etapa de la vida
española, sobre la conciencia pública española, la
fórmula, el lema de que era preciso organizar a España en
un pueblo de trabajadores" (T.XI, 391). "La organización
de la sociedad en pueblos de trabajadores, para mí, es algo que por
lo pronto no roza la cuestión económica, no plantea siquiera
el problema de capitalismo o socialismo, sino que es moral (...) Obreros
españoles, os engañan los que os ocultan que la primera condición
para que la economía sea socializada (...) es que se aumente el volumen
de la riqueza española. Esto es lo que tenéis que pedir enérgicamente:
que el Estado empuñe el gobernalle de la producción dirigiéndola
en sus grandes líneas (...) Sólo en la medida en que esto
se haga sería posible la socialización a que aspiráis"
(T.XI, 308 y 310) .
24. Posiblemente sea en
Vieja y nueva política donde se muestre esto con mayor insistencia.
No obstante, las alusiones a la nación comienzan mucho antes; así,
en 1906 afirma "todas nuestras acciones tienen una dimensión
común: lo nacional (...) El individuo no ha existido nunca: es una
abstracción. La humanidad no existe todavía: es un ideal.
En tanto que vamos y venimos, la única realidad es la nación,
nuestra nación..." (T.I, 39).
25. La comparación
de este texto, que no es sino uno de entre los muchos semejantes que a partir
de aquí verán la luz, con el tono general de su conferencia
"Vieja y nueva política" -posiblemente donde mejor se refleje
la esperanza en la reforma a través de la actuación de la
sociedad civil "tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera y honrada"-
es del todo esclarecedora .
26. En su artículo
Democracia morbosa, de 1917, podemos leer: "La democracia en el
corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede
padecer una sociedad (...) Nace [la democracia] como noble deseo de salvar
a la plebe de su baja condición. Pues bien, el demócrata ha
acabado por simpatizar con la plebe, precisamente en cuanto plebe, con sus
costumbres, con sus maneras, con su giro intelectual" (T.II, 135-137).
El "plebeyismo" que se esconde en las proclamas democráticas
es el "mecanismo con que funciona la política degenerada: Nietzsche
le llamó <<ressentiment>> (...) Lo que hoy llamamos opinión
pública y democracia no es en gran parte sino la purulenta secreción
de estas almas rencorosas" (T.II, 138-139) .
27. El parabién
al recentísimo régimen fue una actitud generalizada entre
la intelectualidad hispana. Como recuerdan J. Tusell y G. Queipo de Llano
(1990, 11 y ss.), frente a un Unamuno que pronto mostró su rechazo
-su confinamiento en Fuerteventura fue su resultado- Pérez de Ayala
o Azaña, la actitud mayoritaria de los intelectuales que tanto habían
denostado el período de la monarquía saguntina fue el de inicial
apoyo al régimen. No sólo Maeztu y D'ors, ya por aquel entonces
pertinentemente reciclados, también Azorín y Ortega -"que
trató de inspirar la obra política de la dictadura, precisamente
porque consideraba la vuelta al pasado no sería una fórmula
apropiada para España" (1990, 11)- prestaron sus armas intelectuales
a la incipiente dictadura. El cambio de actitud hacia la dictadura riverista
vendría dado no tanto por el desacuerdo con el desarrollo político
de la misma -"sobre todo que no se reforme nada", decía
Ortega en 1925 (T.XI, 50)- como por la frustración que supuso el
que el dictador hiciese caso omiso de las sugerencias del filósofo
madrileño. Ortega, así lo afirman los autores precitados,
"persistía en prodigar sus consejos a Primo de Rivera sin que
éste le prestara la más mínima atención"
(1990, 12). Mucho más dudosa es la interpretación paralela
que lleva a cabo G. Morón en relación con el distanciamiento
de Ortega respecto a la República: "Ortega no quería
colaborar más con la República a la que ayudó, por
haberse apartado ésta de su tipo ideal, o por el fracaso de su gestión
personal en las aspiraciones políticas. Hubo, sin duda, un momento
en que pensó ser presidente de la República" (1960, 143).
Más que a razones estrictamente personales, parece que el desacuerdo
se debió a motivos de desavenencia política de fondo. Ortega,
cuya máxima de acción se resumía en "no hay más
política que la de la oportunidad", no lo olvidemos, fue republicano
sólo por accidente .
28 . Es aquí donde
propone "por encima de derechas e izquierdas (...) un enorme partido
arrollador (...) vayamos a un gigantesco partido nacional que por lo pronto
se proponga sólo nacionalizar definitivamente el Estado español"
(T.XI, 272) .
29. El discípulo
de Ortega R. Ledesma Ramos no supo apreciar la verdadera genealogía
y virtualidad de la teoría orteguiana del Estado. En una crítica
al libro La redención de las provincias, en el que reprocha
a su maestro el no haber captado el moderno sentido del Estado fascista,
dice: "Ortega y Gasset no ha conseguido desprenderse en política
del viejo concepto de Estado (...) El Estado no es, pues, un marco externo
que se le coloca a un pueblo desde fuera, sino algo que nace de él,
se nutre de él y sólo en él tiene sentido (...) triunfa
hoy en el mundo el nuevo Estado, cuyo precursor más pulcro es Hegel.
El Estado es ya eso que hace posible el que un pueblo entre en la Historia
y lleve a efecto grandes cosas. Pueblo y Estado son algo indisoluble, fundido,
cuyo nombre es un designio gigantesco" (R. Ledesma 1939, 86-87). Esta
es, rigorosamente, como luego tendremos ocasión de ver con más
detenimento, la posición que Ortega adopta al respecto de la función
del Estado en relación con el Pueblo .
30. "Pero, repito,
importa mucho que no confundamos la cuestión de la unidad europea
con la pregunta por el estado actual de la conciencia europea" (Ortega
1985, 25) .
31. "El carácter
general de uso consiste en ser una norma de comportamiento que se impone
a los individuos, quieran estos o no. El individuo podrá a su cuenta
y riesgo, resistir al uso; pero precisamente este esfuerzo de resistencia
demuestra mejor que nada la realidad coactiva del uso, lo que llamaremos
su vigencia" (T.IV, 297). Como posterior especificación, Ortega
distingue la categoría de <<usos fuertes>>, entre los
que se contaría de modo paradigmático el derecho, caracterizados
por constituir formas de comportamiento tan ejemplares -añadiendo
así un plus de ejemplaridad al uso en general, que de por sí
lleva ínsita tal nota- que su práctica es inexcusable para
la supervivencia de la sociedad y por ello su incumplimiento pone en marcha
la coacción extrema, rápida y violenta (T.IV, 299).
32. Conviene insistir en
que nos referimos a un tipo de juridicidad formalista, propia de la precisión
de los juristas técnicos, que implicaría una centralización
comunitaria de los núcleos de imputación de poder. Por el
contrario, cuando Ortega afirma que "la unidad de Europa (...) es una
cuestión política y de formas jurídicas, de acuerdos
precisos" (1985, 25) considera factible esa unidad jurídica
con el logro de un poder público, ciertamente indeterminado, que
devendría de una no menos indeterminada coercibilidad de los usos
generales europeos; es decir, cuando esos usos se conviertan en "usos
fuertes" -respaldados por la coacción- estaríamos en
presencia de una unidad jurídica europea. El poder público
en que se fundamenta el Estado no necesita para existir y ser ejercido eficazmente
de órganos especializados a su servicio, sino que, al igual que acontecía
en las sociedades primitivas, puede ser ejercido por los individuos en general,
ya que no es otra cosa sino emanación de la opinión pública
(Hierro 1965, 62).
33. Por si su postura no
estuviera lo suficientemente matizada y fuera malinterpretada en un sentido
próximo al de la defensa de un macro-estado que supusiera la pérdida
de la Soberanía -"atributo principal del Estado"- aclara:
"Por tanto, los pudores que hoy algunos pueblos sienten o fingen sentir
ante todo proyecto que limite su soberanía no están justificados
y se originan en lo poco claras que están en las cabezas las ideas
sobre la realidad histórica" (1985, 25).
34. Este texto, perteneciente
a De Europa meditatio quaedam, repite literalmente un pasaje del
Epílogo para ingleses de La rebelión de las masas
(1968, 304). La idea de que el europeísmo ha de contar siempre con
la realidad nacional, sin traspasarla, subsiste en concepciones político-territoriales
tan disímiles, luego tendremos ocasión de examinarlo, como
las que ofrecen las dos obras precitadas.
35. A mayor abundamiento,
Ortega cita con admiración la formulación de Meinecke en relación
con su construcción del espacio europeo, que estaba basada fundamentalmente
en la preeminencia de "la nación alemana como la más
pura noción del espíritu y la cultura" y en la creación
de una "liga universal de Estados europeos". Estas posturas, añade
Ortega, "son nacionalistas porque son cosmopolitas y universales"
(1985, 119). Europeísmo y nacionalismo de Estado se dan la mano en
este proyecto de unificación europea. Ya en 1912 podía decir
Ortega: "todas las gentes de Europa van hacia una internacional bienaventuranza;
pero cada cual ha de echar a andar sobre el pie y desde el sitio en que
le coja. Lo internacional no excluye lo nacional, lo incluye" (T.X,
206).
36. Siguiendo en este punto
a Hierro, conviene recordar que la especialización de los órganos
generados por los usos sociales "pertenece a un momento posterior en
que la vida social de la colectividad ha alcanzado un grado de complejidad
tal que necesita dedicar parte de sus fuerzas a la creación y mantenimiento
de un aparato que haga funcionar al Poder Público, esto es, al Estado.
Las posibilidades de eficacia que el Estado añade al derecho, la
perfección con que le permite cumplir su función, no implica
que éste no exista sin el primero" (1965, 80).
37. Cuando Ortega habla
del Derecho como sistema de usos fuertes aclara el verdadero sentido idealista
de su concepción: "No importa que no haya legislador, no importa
que no haya jueces. Si aquellas ideas -dice, refiréndose a los usos-
señorean de verdad las almas, actuarán inevitablemente como
instancias para la conducta a las que se puede recurrir. Y esta es la verdadera
sustancia del Derecho" (1968, 276).
38. Es de notar que el
razonamiento de Ortega en apoyo de la creación de la unidad europea
es el mismo que el seguido por Nietzsche en su crítica a lo estatal
en el Ecce Homo: "Cuando una nación avanza y crece, por
fuerza tiene que romper el cinturón que hasta entonces le dio prestancia
nacional. Si permanece estacionaria o empieza a decaer, un nuevo cinturón
apretará su alma; y al endurecerse cada vez más, el caparazón
irá formando una cárcel, por así decirlo, cuyos muros
serán cada vez más altos".
39. Hecho este que no escapa
a la visión práctica de los actuales príncipes de la
política. Estadista tan afamado como F. González ha llegado
a afirmar, en un discurso leído con motivo de la concesión
en Aquisgrán del premio Carlo Magno, que "la unión europea
nos asegurará un futuro estable frente al riesgo siempre latente
del nacionalismo desintegrador" (El País, 21-V-93, 1). En este
sentido, y siguiendo lo que M. Watson llama "política entrópica"
en la superación del nacionalismo particularista (1990, 211), Europa
propicia la virtualidad del segundo principio de la termodinámica:
en el caos alcanza estabilidad el desorden. Las reivindicaciones cifradas
en el diferencialismo se disuelven en la unidad heterogénea .
40. Valga como muestra
de esta estrategia el elogio que J. Pradera dedica al ingreso de España
en la CEE: "La integración de España en Europa en 1986
ha restado dramatismo a las emociones independentistas catalanas y vascas
al remitir sus reivindicaciones a las perspectivas de una futura Europa
de las regiones donde los Estados perderían su razón de ser"
(1993, 26).
41. No obstante, es de
agradecer que al menos se haya ensayado una explicación que intente
dar razón de la "paradoja del Estado" en Ortega, pues hay
quien elude el problema concluyendo que "el ansia de claridad de Ortega
no alcanza el éxito al enfrentarse a problema tan arduo" (Blas
Guerrero 1989, 67). Si el conocido brocárdico in claris non fit
interpretatio conserva su validez tras siglos de variados glosadores,
se debe en gran parte a su obligada lectura sensu contrario; es decir,
en ausencia de una intención clara se precisa la interpretación
obligadamente .
CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 1
I.S.S.N.: 1138-9877
Fecha de publicación: 1 de julio de 1998