I.S.S.N.: 1138-9877


Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 5-2002


 

EL FUNDAMENTO UTILITARISTA DE LOS DERECHOS HUMANOS: UN ARGUMENTO PRÁCTICO

 

Juan José García Ferrer

 

Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alcalá y del CES Luis Vives-CEU

 

 

1)   ¿CUÁL ES EL FUNDAMENTO DE ESTA REIVINDICACIÓN MORAL CON VOCACIÓN JURÍDICA?

 

3.1)        FUNDAMENTOS CLASICOS:

 

            En general, se coincide en que los derechos económicos, sociales y culturales son exigencias de fraternidad y solidaridad, pero…¿cuál es el fundamento de esta exigencia? En la actualidad parecen ser mayoritarias tres tesis distintas: deista cristiana, antropológico racionalista y utiltarista.

 

            La concepción deista o teológica más extendida entre nosotros está fuertemente influida por el cristianismo. Conforme a ella todos somos hijos de Dios y estamos hechos a su imagen y semejanza. Por tanto, todos somos iguales: nuestra actitud y comportamiento (de acción u omisión) con el prójimo es como si con el propio Dios se tuviera[1].

 
En contra de esta idea igualitaria algunos vieron en el cristianismo una ideología que, en defensa de los débiles y en contra de la naturaleza, difundió deliberadamente, a modo de veneno o dinamita, la doctrina de los derechos iguales para todos. A juicio de Nietzsche,  la mentira de la igualdad de las almas y la fe en los derechos se tornó en revolución, en idea moderna, que seguirá siendo objeto de otras revoluciones[2].

 

La concepción antropológica racionalista vino a defender lo mismo pero de tal modo que cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes pudieron converger en un común denominador. Al menos, esto fue lo que Kant, en gran medida, consiguió. Nietzsche califica el éxito de este pensador protestante como “el triunfo de un teólogo”[3]. La idea era la misma, el fundamento se disociaba de la idea de Dios: las cosas del comercio se miden por su precio; el hombre, sin embargo, por su dignidad (concepto que vincula al de autonomía y a la expresión “el reino de los fines”). A juicio de Kant, la razón nos dice, en forma de imperativo categórico, que siempre debemos tomar al hombre, y a la humanidad, como un fin en sí mismo y nunca tan sólo como un medio para la consecución de un fin; que “debemos poder querer” una ley universal de la solidaridad[4].

 

Por último, es de destacar el fundamento antropológico utilitarista. Según esta concepción no idealista, la razón sólo es competente en el terreno de las relaciones entre los números y las formas (la lógica y la matemática). La moral es una realización personal, más o menos condicionada o, como piensa Stuart Mill, un producto cultural creado por la sociedad como grupo. En ambos casos tiene su origen en la experiencia, en la observación del comportamiento de los hombres. No hay ideas innatas, dice Hume[5].

 

Los derechos humanos desde la posición utilitarista señalarían los fines que hay que tener. Los fines son las cosas que todos los hombres buscamos y si las buscamos lo hacemos porque nos interesan o, como diría Hume, porque resultan útiles o ventajosas para todos[6]. Todos buscamos la felicidad y lo hacemos a través de la satisfacción de necesidades, de la salud, de la conservación de la vida, de la diversión, del amor, de la paz, la libertad, el conocimiento... Observando el comportamiento de los hombres, sus aspiraciones y sus tendencias sabemos qué es lo más importante para ellos. La utilidad es simplemente una tendencia hacia la consecución de un fin; si el fin resulta indiferente, las acciones para conseguirlo también lo es[7].

 

Los derechos humanos son estas cosas importantes y, por ser fruto de la experiencia, pueden modificarse por supresión o por adición, pues se limita a comprobar hechos, tendencias, aspiraciones y las acciones necesarias para satisfacerlas. La universalidad no puede ser una característica esencial a no ser que la experiencia nos diga que todos los hombres profesan sentimientos de afecto y favor hacia quienes tienen una preocupación generosa por su clase y/o su especie[8].

 

Los derechos humanos se ocupan de los fines, pero no describen las acciones para conseguirlos. La política legislativa de cada Estado o de una hipotética Federación de Estados determina las acciones necesarias. Así, por ejemplo, la paz es un fin, y todos coincidimos en ello, pero las acciones necesarias para obtenerlo pueden ser equivocadas. La experiencia nos muestra que la humanidad durante algún tiempo ha entendido que la mejor forma de conseguirla es preparándose para defenderse, pero, tal vez, la acción correcta sea la contraria[9].  En último término la felicidad viene a ser algo así como el “fin de los fines”. Afortunadamente, el hombre moderno parece haber comprendido que tan importante como la felicidad personal o del grupo es la felicidad de la humanidad.

 

Algunos autores de la concepción eudemonista opinan que todos somos iguales por naturaleza; que, entre los hombres, debe haber una recíproca solidaridad, pues, de un lado, garantizamos que seremos socorridos cuando el infortunio nos atice en nuestra persona o en la de quienes, con nosotros, constituyen nuestro grupo familiar o social de referencia. Además, todos nos necesitamos, tal vez no directamente, pero sí, al menos, de modo indirecto, pues el bienestar de cada uno y el de los demás está unido: ningún hombre sensato desea que nos devoremos los unos a los otros. Sería absurdo despreciar la posibilidad de que se rebelen aquellos hombres que carecen de unos mínimos vitales contra aquellos que viven con todo tipo de lujos o comodidades, poniendo el peligro sus intereses personales y de grupo.

 

 

B)   FUNDAMENTOS “POLÍTICAMENTE CORRECTOS”:

 

            Sin duda, los fundamentos deísta cristiano y antropológico racionalista de los derechos humanos han sido los más esgrimidos, sobre todo en un discurso político y social en el que otro tipo de fundamentos, como el utilitarista, ha podido llegar a resultar malentendido, malsonante u ofensivo.

 

            Por su parte, los Pactos, Tratados y Convenios Internacionales no aluden claramente al fundamento. Cuando el Considerando 1º del Preámbulo de la DUDH proclama que la “libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” lo hace desde un acto de fe, tal y como reconoce el Considerando 5º. Pero esta fe no queda claro que sea una respuesta al problema del conocimiento; a mi juicio, más bien es una forma retórica de referirse a una firme creencia que, lejos de poder ser empíricamente probada, sólo puede ser obviada - desde la excusa del amplio consenso generado -[10], o presupuesta, o demostrada mediante silogismos o, como decía, admitida mediante un acto de fe.

 

            El discurso político y, por supuesto, los Tratados y Convenios internacionales, tal vez de forma consciente e interesada en la búsqueda de consenso, no se han pronunciado sobre otra cuestión importante y que, a mi juicio,  más división y controversia sería susceptible de generar: quién crea la moral (el bien y el mal), pudiendo caber junto a la respuesta antropológica (el hombre) y la teológica (Dios) otra bien distinta: la sociológica (las clases sociales).

 

Quizá, como ya dije, el fundamento teológico o el kantiano, no deje de ser sino un acto de fe en la existencia de Dios o en la capacidad de mi razón pura y práctica para darme conocimientos objetivos. Sea como fuere, éste ha sido el hilo conductor tradicional de la defensa de los derechos humanos y, por tanto, del derecho de acceso a ciertos servicios básicos. El mínimo común denominador entre ambos fundamentos es grande. Como dijera García San Miguel:

 

“La filosofía moral de Kant tiene mucho que ver  con la tradición cristiana, aunque, en bastantes sentidos, haya sido innovadora. La idea de que la razón humana es capaz de conocer las leyes morales y que estas leyes tienen un carácter absoluto arranca de los griegos y es recogida por el cristianismo”[11].

 

 

 

 

 

 

 

2)   EL VALOR PRÁCTICO DEL FUNDAMENTO UTILITARISTA  DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

 

A)     LA NECESIDAD DE CONVENCER

 

            Para algunos, el fundamento utilitarista de los derechos humanos resulta “innoble”, por egoísta o interesado, y/o débil de cara a imponer su universalidad, pues no se soporta en creencias ciegas sino en la experiencia. Paradójicamente, los dirigentes políticos y los ciudadanos del mundo desarrollado actúan, a menudo, conforme a las tesis utilitaristas. La debilidad  de occidente se encuentra en sus contradictorias convicciones: personas que piensan como kantianas o cristianas pero actúan, quizá condicionadas por el propio sistema económico y social, como utilitaristas; pensamos desde una moral de convicciones pero actuamos conforme a una moral de la responsabilidad por las consecuencias[12]; hablamos de una moral de valores pero actuamos conforme a una moral de la felicidad. Sin duda, esta permanente dicotomía genera una lucha interior que, a mi entender, produce insatisfacción y germina en ausencia de auténticas convicciones; a no ser que la persona modifique el fundamento de la propia moral.  El hombre occidental del siglo XXI frecuentemente amolda su pensamiento sobre “lo que debe hacer” a circunstancias cambiantes, a la consecución de objetivos, de fines, a la satisfacción de necesidades, a la obtención de premios, a la evitación de perjuicios o sanciones, resultando esto especialmente relevante en la esfera política. En un contexto en el que cada vez es mayor el número de personas agnósticas o ateas[13], el planteamiento kantiano es incapaz de aportar razones suficientes para obedecer el dictado de la razón por mero sentido del deber por el deber. Las personas, los grupos, los Estados acaban recurriendo a la moral utilitarista a fin de cubrir ese vacío  (razón de necesidad). Pero eso sí: la dignidad y los derechos iguales inherentes a toda la familia humana, así como la propia validez de esta última expresión, se presentan como imperativos categóricos que son indiscutibles en el ámbito político y social. Quien discrepa corre el riesgo de que quede en tela de juicio su espíritu democrático.

 

            Posiblemente, como decía, la gran debilidad de occidente frente a otras culturas, como la islámica, es esa ausencia de convicciones firmes resultante del doble lenguaje moral que tiene (tenemos) muchas personas, grupos y Estados; doble lenguaje desde el que, a menudo, irradiamos una imagen hipócrita cuyo efecto nocivo trata (tratamos) de evitar, de forma interesada, con nuevos gestos políticos y sociales, y con una manifestación pública más sonora de nuestros imperativos categóricos.

 

La realidad es que vivimos en un mundo de hombres y no de ángeles; la observación nos indica que las razones de “deber” no resultan del todo suficientes para concienciar, reconocer y garantizar los derechos humanos en el mundo; asimismo, nos muestra que la actual imposición por la fuerza de acciones dirigidas a garantizar los derechos humanos[14] (que son fines en sí mismos) acaba conduciendo a la confrontación violenta entre los pueblos; por último, las hemerotecas y los libros de historia nos muestran que los grupos, las comunidades y los Estados actúan según prejuicios y móviles que, a menudo, se disfrazan bajo el paraguas de falsos fines o la falaz defensa de los derechos humanos. En consecuencia, a mi juicio, resulta conveniente reconocer la necesidad de un fundamento más sólido y sincero de dichos derechos humanos; asimismo se muestra imprescindible desterrar de su defensa un vocabulario con palabras cada vez más huecas, vacías, imprecisas y con sonido a hipocresía en tantos foros; se presenta necesario redefinir su universalidad a partir de datos que nos muestre la experiencia y reconsiderar la utilización de argumentos de conveniencia y utilidad en su defensa.

 

            Muchas de las doscientas familias más ricas y poderosas del planeta difícilmente asumirán la dignidad humana como argumento si no la asocian con una de estas dos cosas: un Dios que recompensará la renuncia al propio interés en otra vida (en lo que nos interesa, a la dádiva o renuncia a toda o parte de su riqueza) o el propio interés en obtener una ventaja o evitar un daño presente o futuro (creíble y directo), ya sea en su persona o en la de otras por quienes tiene algún interés. Respecto a los demás hombres y mujeres de occidente la reflexión es la misma, resultando tan sólo una diferencia de escala.

 

            A mi juicio, San Pablo comprendió esto y esgrimió una razón para amar al prójimo como a uno mismo muy distinta a la habitualmente dirigida a los fieles (“porque Dios lo manda o quiere”)· y complementaria de esa otra, también utilitarista, que apela a la obediencia para evitar el castigo del infierno. Dice en su Carta a los Gálatas: “Cuidado, que si os seguís mordiendo y devorando unos a otros os vais a destrozar mutuamente”[15]. Quizá, no era necesario ese novedoso argumento para ver el espíritu de la ética utilitarista en la máxima evangélica de “comportarse con los demás como quiera que los demás se comporten con él[16]. El hecho es que este espíritu se fundamenta en un interés elaborado y humanista que, en las próximas líneas, trataré de diferenciar del egoísmo, el interés personal y el interés clasista.

 

B)  EL INTERÉS HUMANISTA DESDE UN FUNDAMENTO UTILITARISTA.

 

Interés, dice Kant, es “aquello por lo que la razón se hace práctica, es decir, se torna en causa determinante de la voluntad. Por eso, sólo de un ser racional se dice que toma interés en tal o cual cosa; las criaturas irracionales sólo sienten impulsos sensibles”[17]. A su juicio, la razón puede tomar dos tipos de “interés” en la acción:

 

§   Mediato, cuando la razón determina la voluntad por medio de otro objeto del deseo o bajo la suposición de un particular sentimiento del sujeto (se trata, por tanto, de un interés meramente empírico, pues la razón, por sí sola, sin experiencia, no puede hallar ni objetos de la voluntad ni un sentimiento particular que le sirva de base).

 

§   Inmediato, que se genera cuando la universal validez de la máxima es suficiente fundamento para determinar la voluntad. En este sentido, se trata de un interés puro[18]. El hombre toma de la razón pura la ley moral por un interés de este tipo, por el valor en sí mismo que tiene: “no tienen validez porque nos interese, sino que interesa porque vale para nosotros, como hombres, puesto que ha nacido de nuestra voluntad, como inteligencia”[19].

 

A mi juicio, este planteamiento puede ser objeto de dos matizaciones. En primer lugar, no queda suficientemente claro que los seres racionales no puedan tener un interés mediato compatible con su deseo de perfeccionarse y qué deba entenderse por el “deseo de perfección”. En segundo lugar, Kant presupone ese valor de la ley moral porque cree que la razón es capaz de conocerla y de interesarse, sin más, por ella; sin embargo, él mismo reconoce que no puede explicarlo sino tan sólo constatarlo[20]. En definitiva, su análisis del interés acaba siendo una especie de trampa dialéctica: si se admite la premisa de partida (que no es probada ni demostrada) se admite el resto del silogismo.

 

A mi juicio, el interés puede ser objeto de un estudio más detallado. Podemos, de este modo, hablar de dos tipos:

 

§   Interés a priori, es decir, presupuesto y, por tanto, no demostrable.

 

Este es el interés inmediato defendido por Kant o por cualquier filósofo moral que ponga en Dios el origen del orden moral. Conforme a él, la moral tiene sentido como un imperativo que nos hace ver o nos impone el valor en sí mismo de las máximas morales, resultando la obediencia fruto de una especie de sugestión o dominio racional de la voluntad: la moral se cumple por “sentido del deber”, por correspondencia con la voluntad divina: “porque Dios lo quiere” o por evitar un castigo, el infierno, cuya existencia es objeto de fe o presunción. Como es sabido, el propio Kant no tiene más remedio que considerar la hipótesis de la existencia de Dios y de un lugar en el que las cosas se pongan en un sitio (felicidad para los buenos, infelicidad para los malos). Por eso, en mi opinión, resulta poco convincente creer en un orden moral  con un fundamento a priori sin que sea admitida la existencia de Dios.

 

Este es el interés que, para la mayoría, constituye el fundamento de los derechos humanos. Se trata de un interés inmediato: no porque a los hombres nos interesen tienen validez; interesan porque valen y valen porque nacen de la inteligencia humana (fundamento kantiano) o de la inteligencia o voluntad divina (fundamento cristiano). 

 

§   Interés a posteriori.

 

Se trata de un interés a la luz de la experiencia. Conforme a esta visión la moral sólo es comprensible con un fundamento a posteriori. Kant rechaza esta posibilidad – hasta ahí sin problemas -, pero a partir de una presunción no puede deducir, y de hecho lo hace, que el interés pueda tener un valor intrínseco en un fundamento a posteriori.

 

            Como ya he dicho, este interés a posteriori suele ser rechazado como fundamento de los derechos humanos, pues, entre otras razones, quedan caracterizados sin los atributos de inherencia a la naturaleza humana y universalidad en el espacio y el tiempo.

           

            Es verdad que una conducta movida por un interés a posteriori podría llegar a ser, a juicio de la experiencia, perjudicial para la persona, el grupo o el Estado que la adopta, pues no todo lo que se quiere o se desea resulta necesariamente bueno si tenemos en cuenta lo que los hombres y la humanidad hacen en la búsqueda de felicidad. Cualquier interés a posteriori es suficiente fundamento para determinar la voluntad de una persona, pero no todo interés a posteriori es recomendable.

 

            Día a día comprobamos que hay personas que buscan satisfacer sus deseos y necesidades sin preocuparse más que de sí mismas, guiadas de un inmoderado amor propio y una débil voluntad para controlar sus pasiones o inclinaciones naturales. Un interés a posteriori egoísta se produce cuando la causa determinante de la voluntad de una persona es el propio provecho, utilidad o ganancia, con menosprecio absoluto al interés de los demás. Tiene su base, como ya dije, en el inmoderado y excesivo amor por uno mismo, y quienes lo asumen como ley motriz de su conducta aceptarían, en su versión más radical, la validez universal de la siguiente máxima:

 

“Que cada uno actúe buscando siempre su propio bienestar y la satisfacción de sus propios fines”.

 

Sin duda, esta máxima puede volverse contra quien la defiende, incluso asumiéndola desde la “altiva vista” del poderoso. No se trata, por tanto, de que no pueda quererla, sino de que no le conviene quererla pues al poner todos los hombres su esperanza en la consecución de los mismos fines la desconfianza se cierne entre quienes la siguen, y con ella la necesidad de dominar todo poder individual, colectivo o institucional capaz de constituirse en una amenaza.

 

            El hombre que actúa con astucia, forma racional de ejercer la manipulación y perseguir de forma deshonesta los propios fines, renuncia a la aplicación de la citada máxima, pero lo hace de forma coyuntural, como el medio más adecuado para obtener las propias ventajas. Se basa simplemente en un amor por uno mismo que condesciende con los otros en tanto contribuyen a la consecución de su provecho, ventaja o beneficio. Se trata de un interés creado que no tiene, necesariamente, que apreciar los intereses de todos los hombres, pues puede prestar atención tan sólo a quienes gozan, inicialmente, de las mismas ventajas que él. A mi juicio, estas personas, también guiadas por un interés egoísta, aunque astuto, aceptarían la validez universal de la siguiente máxima:

 

 En la búsqueda del propio bienestar y la satisfacción de sus propios fines, que cada uno, llegado el caso,  busque el mejor modo de compatibilizar el propio fin y el de otros mediante una solidaridad coyuntural y circunstancial”.

 

            El móvil de su obediencia a la máxima es la condescendencia: “no hay más remedio”. Frente al Yo, los otros son simples medios para conseguir los fines personales. A diferencia del anterior (interés egoísta radical) se trata de un interés elaborado. Sin embargo, resulta inefectivo al estar caracterizado por el “pecado original” de la falta de compromiso. Por tanto, también es generador de desconfianza entre los hombres, incluso entre los de su propia clase, perjudicándose todos de forma mutua y constante: todos se dan esperanza, pero escasa o nula satisfacción.

 

¿Puede decirse que el interés defendido por Helvetius y Bentham es inteligente? Ambos pensadores defendían, dice Stuart Mill, un interés egoísta en la forma de interés de clase[21].

 

La historia nos muestra distintos episodios en los que las personas se han movido bajo este interés conforme a una máxima tal como esta:

 

En la búsqueda del propio bienestar y la satisfacción de sus propios fines, que cada uno actúe conforme al interés que es común a todas las personas de su comunidad y-o clase, haciendo de dicho interés su norma de virtud”.

 

Evidentemente no pueden concebirse derechos humanos desde esta posición. Para los marxistas los derechos humanos no dejan de ser, al menos al tiempo de su defensa en el siglo XVIII, sino derechos de clase: una invención de la clase burguesa para defender sus intereses.

 

Defender los intereses de una clase o comunidad puede ser efectivo durante algún tiempo, pero no siempre, pues al universalizar esa máxima de conducta, el hombre, como parte de una clase social, asume un riesgo innecesario: las clases se enfrentan y las posiciones pueden invertirse. El primer perjuicio es conflicto y enfrentamiento, ausencia de paz. Podemos decir, en consecuencia, que este interés es inteligente pero inefectivo con el tiempo.

 

Incluso Hobbes reconoce que la razón sugiere al hombre la necesidad de llegar a determinadas normas de paz a través del consenso, a la mutua transferencia de derechos (libertades de hacer o no hacer) en beneficio de todos por simple seguridad personal[22].

 

A mi juicio, todo interés egoísta puede ser calificado como interés poco inteligente, pues coloca en un riesgo innecesario la propia posición. No obstante, debe reconocerse que una poderosa clase o grupo social puede hace prevalecer sus intereses durante tanto tiempo que esta posición pueda parecer la más inteligente si sólo se atiende el horizonte de la propia vida.

 

En mi opinión, un interés puede ser calificado como inteligente en tanto sea un interés que resulte de una reflexión intelectual que realiza un análisis, evaluación y diagnóstico objetivo del hombre y de la humanidad. Por tanto, es inteligente en la media que:

 

a)    Es elaborado, reflexivo y objetivo; no es fruto de preferencias, meros deseos, inclinaciones de especie, ni resultado de un cierto sistema de meras creencias orientadas a la satisfacción de una comunidad o clase.

 

b)    Es perenne, es decir, no es circunstancial o coyuntural. Es intrínseco a un interés inteligente perenne aceptar que es una ley necesaria para todos los seres racionales juzgar siempre sus acciones según máximas tales que puedan servir de criterios de conducta aceptados por todos, pues existe un interés común en hacer compatibles los provechos, utilidades y ganancias de cada uno y someter, en mutuo beneficio, las inclinaciones pasionales e instintivas a este juicio sintético a posteriori. El bienestar propio no puede obtenerse fuera de este marco: la razón, a posteriori (y no a priori) así lo muestra.

 

c)    La causa determinante de la voluntad es conseguir el propio interés sin desdeñar el de otros. En cualquier caso, el hombre decide guiar su conducta por máximas que al universalizarse no le perjudiquen, quizá no de forma directa, pero sí, al menos, como miembro de una clase (interés clasista) o de la comunidad humana (interés humanista).

 

El interés humanista aceptaría, al igual que Kant, que el Derecho es “una coacción recíproca universal, concordante con la libertad de cada uno según leyes universales” y que, en el propio actuar (la moral), un ser racional ha de regirse conforme a similares imperativos a los propuestos por el filósofo alemán (“universalización de las normas de conducta”) o el cristianismo (“amar al prójimo como a uno mismo”). En definitiva, aceptaría la siguiente máxima:

 

En la búsqueda del propio bienestar y la satisfacción de sus propios fines, que cada uno actúe conforme al interés que es común a toda la comunidad  haciendo de dicho interés su norma de virtud. Que cada uno se rija de tal modo que haga de su norma de conducta ley universal de la naturaleza, para lo cual habrá de ponerse siempre en el lugar del otro; que cada uno piense que es,  a la vez, útil para él y útil a los demás; que cada uno tome al otro como sujeto con fines propios y no, tan sólo, como un mero medio para la consecución de los propios fines, y todo ello en tanto en cuanto el otro haga lo propio o no se ponga en peligro su propia existencia”.

 

A mi juicio, cuando, de forma indubitada, el interés o sentimiento de amor y solidaridad no es correspondido y desaparece la esperanza de que la situación sea reversible, resultaría poco inteligente mantener, con esa persona o grupo, dicha disposición. Asimismo, si, por ejemplo, la vida se encuentra amenazada también resulta poco inteligente mantener esta norma de virtud.

 

A juicio de Hume este móvil del obrar tampoco debe considerarse virtuoso. Una buena voluntad se guía por la inteligencia, y la inteligencia nunca puede ir en contra de la naturaleza humana. La experiencia, la observación de los hombres, nos dice que la benevolencia y la preocupación por los demás produce sentimientos favorables. Por eso,  sólo es plausible obrar conforme a la siguiente máxima:

 

                        Que cada uno, guiado por un sentimiento de benevolencia hacia los demás y preocupación generosa, obre de tal modo que busque la utilidad e interés del conjunto”[23].

 

Pero, ¿acaso no es capaz de generar más consenso una máxima que impele a la persona a mover su conducta pensando en lo que simultáneamente sea útil para él y la humanidad? En cualquier caso, a juicio de Stuart Mill, esta forma de actuar prueba y decide la cualificación de un hombre para convivir con sus semejantes, ya que de ello depende que sea o no una molestia para aquellos con los que se relaciona[24]. Pero, ¿acaso no puede haber, y las hay, personas a quiénes resulta indiferente dicha molestia más allá del círculo próximo con que se relaciona?, ¿qué puede mover a estas personas a “humanizar” sus planteamientos? Si las 200 familias multimillonarias más ricas del mundo donaran cada año la mitad de la riqueza que, en el mismo período, vienen aumentando (279,50 millones de los 559,10 millones de euros), no sólo seguirían manteniendo su poder adquisitivo (incremento patrimonial del 4,5%) sino que asegurarían el 60% del dinero necesario para que tuvieran el derecho de acceso a los servicios básicos el 100% de la población mundial, pues se estima que son necesarios 481 millones de euros anuales). La pregunta es, ¿qué argumento entiende con más claridad aquél a quien sólo le interesa negociar e invertir en su propio provecho o en el de los suyos?

 

 

C)        INTERÉS HUMANISTA E INTERÉS EN HUMANIZARSE.

 

Quienes defienden que el sistema capitalista es el que mejor ha procurado la satisfacción de necesidades y que, por tanto, es el único que se ha demostrado válido, sabe que el capitalismo se humanizó, pues, su supervivencia allí donde estaba implantado, dependía de que unos mínimos vitales y condicionales laborales fueran garantizados a todos los trabajadores. Un interés inteligente llevó a admitir esta transformación: el sistema capitalista, más eficaz porque el móvil del trabajo era exclusivamente el interés personal (y no el interés general) y porque desconfiaba que el mundo pudiera moverse por un conjunto de espíritus altruistas, comprendió que para subsistir pacíficamente debía redistribuir parte de la gran riqueza que unos pocos generaban. El principio, de origen posiblemente cristiano, según el cual “todo hombre por el hecho de serlo ha de tener satisfechas sus necesidades básicas”, vino a expresar algo más que la solidaridad entre los hombres. Como dice García San Miguel, en la línea de clásicos como Hayek o Aristóteles, quizá también tiene una vertiente egoísta: “los poseedores logran la paz social evitando que los pobres entren en la desesperación”[25].  Los resultados fueron los deseados. Hoy pocos ponen en tela de juicio las “ventajas” del Estado del Bienestar y sólo se discute su extensión y el cómo solucionar sus disfunciones.

 

El propio capitalismo, por su propia inercia y por, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico, tiende a la globalización. En este nuevo orden, tal vez no le resulte fácil sobrevivir, en un futuro más o menos lejano, si tan sólo se humaniza respecto a quienes, hoy, disfrutan de sus “éxitos”. Una segunda transformación es necesaria si quienes más se benefician de sus ventajas pretenden seguir obteniéndolas. Su humanización, en una concepción globalizadora, le exige, cada vez más, mirar más allá del mundo desarrollado. El problema no son sólo sus pobres, sino todos los pobres del mundo. Fenómenos como la inmigración es un semáforo en ámbar que no puede ser desatendido sin peligro de accidente.

 

Entretanto, la sociedad civil del mundo desarrollado da muestras de no concebir los derechos humanos desde un interés inteligente efímero, esto es, circunstancial. Desde el influjo del pensamiento cristiano y el impulso del racionalismo kantiano se ha ido generalizando la creencia en unos derechos innatos y universales que tienen su razón de ser en leyes universales necesarias.

 

Sea por este influjo o por otra causa, los hombres del mundo acomodado dicen que el altruismo o la generosidad, el sentido del deber, la compasión (meterse en el sufrimiento del otro), el mandato divino, o la condición de hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, es lo que da lugar a que se reconozca, desde el plano moral, un deber de acción frente al sufrimiento ajeno y la impotencia de quienes no pueden desarrollar libremente su personalidad en contra de su naturaleza racional. Sin embargo, como ya he dicho, estos mismos hombres actúan a diario movidos por un interés personal en sus relaciones sociales – y, a veces, personales -. Esta dicotomía produce un conflicto y confusión en las personas, entre las personas y entre el mundo occidental y el Tercer Mundo, que, sed contra, no se manifiesta allí donde el discurso es más coherente (aunque desde nuestra óptica incorrecto). Pensamos en algunos países árabes ricos, como Arabia Saudí, en países con una sociedad de castas, como India, o en otros aún inmersos en el esquema de creencias religiosas de nuestros antepasados más lejanos: espíritus y fuerzas sobre naturales capaces de premiar (favorecer) o castigar (perjudicar) a través de personas físicas capaces de contactar con ellas, como Nigeria o Guinea.

 

El mundo capitalista necesita de una segunda transformación que arregle su estado de conciencia y solucione sus problemas de defensa, producción y distribución. Cada vez vivimos mejor, pero nos sentimos peor. Por defendernos, somos capaces de aniquilarnos; por producir, somos capaces de acabar con nuestras fuentes y aprovisionamientos; por mantener nuestro bienestar sin concesiones ni restricciones, somos capaces de perder la propia identidad, levantar murallas en nuestras fronteras y poner en riesgo la paz interior y exterior que permite nuestro bienestar. El armamento nuclear, el agujero de ozono y sus distintas consecuencias, la pobreza del Tercer Mundo y sus efectos colaterales, la ansiedad y frustración con que vivimos se aprecian como problemas presentes y directos porque los hombres experimentamos riesgos evidentes e inmediatos para nuestra cultura y bienestar. El único argumento que todos los hombres pueden entender y aceptar es el interés personal y de grupo (ventaja o evitación de perjuicio) en mejorar las condiciones de vida y libertad de toda la humanidad. Y es que, si observamos como actúan los hombres constatamos que actúan, en sus relaciones sociales y laborales, mediante un interés por el que “toman al otro como sujeto con fines propios y no tan sólo como un mero medio para la consecución de los propios fines, en tanto en cuanto el otro haga lo propio o no ponga en peligro la  propia vida u otro interés de gran valor ”.

 

Quienes rechazan el capitalismo y siguen pensando que el Derecho es un instrumento de dominación de la clase pudiente, convierten la lucha contra la pobreza en una reivindicación antisistema, quizá, en la esperanza de que el enfrentamiento entre países ricos y pobres ocasione la victoria, augurada por Marx, de la clase proletaria. Este despertar es un instrumento útil para la sensibilización, pero también puede ser una oportunidad para la redefinición profunda del vigente modelo económico si sus protagonistas dejan de aferrarse a la utopía y son capaces de generar un modelo de distribución de la riqueza que agrupe las variables del esfuerzo, el mérito y la satisfacción de necesidades.

 

Por suerte la mayoría de la izquierda ha asumido el capitalismo y, con ello, se ha convertido en una nueva ideología: la social democracia o, sin se prefiere, el socialismo liberal, que busca un espacio político de actuación en un lugar que ha de compartir con los sectores más solidarios del antiguo liberalismo económico, los cuales actúan como un liberalismo social. Ambas corrientes tienen el reto de trabajar juntas en la búsqueda de dicho modelo y de liderar la reivindicación. Tienen en su mano humanizar el capitalismo en su segunda transición, hacer de sus coincidencias razón para trabajar juntos. 

 

Si, como yo sostengo, los derechos económicos, sociales y culturales nacieron en el mundo capitalista como una función correctora o compensadora de las posiciones desventajosas en que se encontraban determinados ciudadanos dentro del contexto social, la evolución de ese mismo capitalismo le avocó a atribuir esos derechos a la generalidad de los ciudadanos[26] y le avocará, si quiere sobrevivir, a ampliar su radio de acción a todos los miembros de la comunidad humana. 

 

 

3)      MIRANDO EL FUTURO

 

Desde cualquier fundamento se converge en un punto común: el acceso a ciertos servicios básicos debe ser un derecho EFECTIVO y es responsabilidad de cada uno contribuir a que, quienes miran tan sólo con el horizonte de su existencia, reaccionen en el presente para evitar que el bienestar y el progreso de hoy sea la antesala de un mundo más incómodo, en su conjunto, para todos.

 

A todos nos interesa garantizar a cada ser humano una vida digna, y es digna si es libre, y es libre si confluyen, al menos, siete libertades: libertad de la discriminación, libertad del temor, libertad de expresión, libertad de la injusticia y las violaciones del Estado de Derecho, libertad de tener un trabajo decoroso sin explotación, libertad de desarrollar y materializar plenamente la potencialidad humana personal y libertad de la miseria.  El problema es cómo hacerlo.

 

Es hora, pues, de negociar, quizás, un nuevo orden. Los derechos humanos, como el acceso a los servicios básicos que hacen posible su disfrute (recursos hidráulicos, ingeniería sanitaria, información, etc.) son, en la actualidad un privilegio (sea cual sea la acepción extra jurídica que utilicemos), pero debería ser un efectivo derecho: a todos nos interesan, a las generaciones presentes y a las futuras.

 

El hombre se siente dueño del mundo, pero es un amo paradójicamente prisionero al sistema de desarrollo que ha escogido. Sólo así se explica su falta de respuesta a la contaminación medio ambiental, a la imparable tala de árboles y expansión del negocio de la construcción inmobiliaria, a la distribución uniforme de los recursos hidráulicos disponibles[27]  o a la canalización de otros[28] , a la reutilización de los recursos, la depuración y saneamiento de las aguas[29].

 

Siquiera por un interés en que nuestros hijos, los de quienes vivimos en países ricos, puedan mantener el actual bienestar, es también necesario componer ese nuevo orden mundial.

 

Tomando en consideración el fundamento eudemonista de los derechos humanos, creo que puede resultar más fácil concienciar a las personas y los gobiernos de que los derechos económicos y sociales, culturales y, a la postre, los derechos civiles y políticos (en definitiva, todos aquéllos que en el ámbito del reconocimiento –que no de su garantización- han sido declarados inherentes al hombre) deben gozar de una eficaz y efectiva realización práctica, para lo cual esta tarea debe ser moralmente exigible y exigida a cada miembro de la humanidad y a cada Estado: han de poder ser defendibles por cada persona y han de poder ser exigidos por cada Estado a otro Estado y por cada ciudadano a sus respectivos poderes públicos.

 

Para que estos derechos sean jurídicos y no sólo derechos morales es necesario que cada Estado se comprometa en su defensa efectiva, no sólo dentro del territorio sobre el que es soberano, sino respecto a la humanidad. Por eso es difícil pensar que los derechos humanos sean plenamente eficaces si no es en el marco de un orden mundial sometido a un mismo ordenamiento jurídico internacional, lo cual, sin duda, tiene sus riesgos. Probablemente, el más importante es su debilidad en tanto no concurra un orden legislativo y ejecutivo internacional en paralelo. Convertir los derechos económicos sociales y culturales, civiles y políticos en derechos legales, no sólo reconocidos sino también garantizados, requiere convertir a las empresas, a las ONGs y  a los Estados en actores responsables. Pero, a su vez, un gobierno mundial supone asumir un riesgo aun mayor: la concentración de poder que implica lo que Bull llama “una forma neomedieval de orden político universal”[30].

 

Parece evidente que los Estados habrán de ir moviendo ficha en una política internacional coordinada, pero, por la razón esgrimida, no parece tan convincente que deba implantarse un gobierno mundial. Pero, ¿quién coordinará el quiénes, cómo y cuándo?

 

 A unos Estados les corresponde distribuir los recursos que, en la actualidad ya tienen, y poner en marcha un sistema económico que garantice unos niveles de producción suficientes; a otros, adoptar medidas políticas que aceleren el proceso de erradicación de la pobreza y la realización de los derechos humanos (algunas de ellas vienen recogidas por los Informes sobre Desarrollo Humano de 1992, 1993, 1996 y 1997). Pero, ¿quién, cómo y cuándo debe coordinar estas acciones? A mi juicio, unas nuevas Naciones Unidas en las que la representatividad de los Estados venga determinada por, al menos, la suma de dos variables: su nivel de bienestar y su población. Aún parece lejano poder conseguir un órgano semejante cuando países muy desarrollados, como EE.UU., se auto excluyen, en defensa de sus intereses nacionales, de la defensa medioambiental del planeta o de la eficacia de un Tribunal Penal Internacional. Habrá de concurrir una situación mayor de necesidad para que surja un mayor respeto al otro y un mayor interés por la solidaridad. La recesión económica en el mundo desarrollado puede ser una oportunidad de mejora.

 

Entretanto, no parece inteligente que los Estados se crucen de brazos. La política comercial de los Estados, la legislación mundial sobre patentes y el diseño de la política macroeconómica realizada por el FMI, el Banco Mundial, el Banco Europeo y otras entidades financieras internacionales deben procurar el crecimiento económico en beneficio de los pobres. Pero esto, por sí mismo, resultará insatisfactorio por inútil si los países en vías de desarrollo no redistribuyen su riqueza en beneficio de todos y dan prioridad a la satisfacción de necesidades básicas en sus presupuestos nacionales. Acciones como la condonación de deuda, no puede ser sino la resultante del compromiso de los países pobres por avanzar en la puesta en marcha de mecanismos de desarrollo. Asimismo, las acciones de cooperación para el desarrollo requieren de un compromiso por sus destinatarios. Se dice, frecuentemente, que los hombres no son responsables de lo que hacen sus gobiernos. Es verdad, pero también lo es que su miedo o ignorancia facilita su opresión al no propiciar un compromiso de cambio, al menos desde un reformismo contestatario.

 

Por eso se debe potenciar la información y formación a los hombres que viven en países sin desarrollar o en vías de desarrollo a fin de promover su concienciación desde la comparación (visión propia de su desigualdad) y el desarrollo de su potencial humano. De un lado, para propiciar que los ciudadanos de cada Estado reivindiquen a sus gobiernos la satisfacción de necesidades básicas y el desarrollo de un sistema de producción y distribución de la riqueza que, aunque beneficie a unos más que a otros,  beneficie a todos;  de otro, para que los países ricos mantengan el interés en el progreso de aquellos. En este sentido, resulta igualmente útil enseñar a las nuevas generaciones el valor inherente a la solidaridad fraternal.

 

Dado que la nueva economía es global se muestra creciente el papel que juegan las multinacionales y sus filiales. Sus intereses son tan grandes que, creo, resultará difícil poner en marcha medida alguna sin que directamente se impliquen. Por eso, siempre resultarán positivas medidas fiscales que premien las donaciones para el Desarrollo o las políticas de expansión en el Tercer Mundo o en países maniatados por la utopía del principio “a cada uno según sus necesidades”. Pero no podemos ser incrédulos: resultará conveniente adoptar, a la vez, otro tipo de medidas; y entre todas hay una especialmente importante: cambiar el discurso, apelando a un lenguaje que todo el mundo entienda: el interés.

 

Se ha hablado mucho de la necesidad de promover un orden jurídico internacional en materia de derechos económicos y sociales, pero, como se ha visto, su eficacia requiere del compromiso de las empresas, de los países desarrollados y de aquellos que lo tienen pendiente; y exige determinar sujetos responsables y un órgano político coordinador de las acciones.

 

La credibilidad en la utilidad (eficacia) de las acciones de solidaridad requiere que los esfuerzos presupuestarios vayan a quienes realmente se comprometen con hechos en la mejora de su propio bienestar. Asimismo, requiere que las acciones sean transparentes, sin otros intereses paralelos, y centradas en unos mismos objetivos espaciales.

 

Desgraciadamente, muchas ONGs acaban convirtiéndose en auténticas empresas que si bien no reparten dividendos entre accionistas procuran la satisfacción de los propios intereses políticos, de bienestar o de realización personal de quienes las fundan y de sus trabajadores; asimismo, los Estados y sus distintas administraciones caen, a menudo, en la tentación de un protagonismo ajeno a la solución global del problema de la pobreza.

 

Se dice que quienes conocen la realidad humana actual, no pueden ni deben permanecer impasibles, ya quieran calmar su conciencia o asegurar su porvenir. ¿Qué hacer, pues? Quienes no apostamos por la vía revolucionaria debemos trabajar, en el plano político, por un órgano que coordine las acciones y, con constancia y prudencia, por un poder de muchos que sustituya a ese poder de uno que EE.UU. representa. En el plano filosófico, considero más útil concienciar a las personas personales con argumentos que todo el mundo entienda: el propio interés y el interés de todos.



[1] Génesis: 1, 26; 2, 7;  5, 1; 9, 6; Libro de Job: 10, 8; Salmos: 119, 73; Libro de la Sabiduría: 2, 23; y Eclesiástico: 17, 1.

[2] Vid. NIETZSCHE: El anticristo. Traducido por Enrique Eildestein, Barcelona, Edicomunicación, 1999, pp. 216, 217, 223, 244, 245 y 254. Tras la idea de la igualdad se encontraba la revolución cristiana, la escisión protestante, la revolución francesa, la revolución socialista y, quizá, en el futuro, estaría la revolución de los países subdesarrollados.

[3] Ibidem, p. 172. Y añade en la página 239: “Hasta Kant, con su imperativo categórico, siguió el mismo camino”.

[4] Vid. KANT: Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Traducido por Francisco Larroyo, México D.F., Porrúa, 7ª ed., 1990 (las distintas formulaciones de su imperativo categórico pueden verse en las pp. 39, 40, 43 y 50, entre otras; para ver el sentido global de las mismas véase también pp.27, 28, 36, 39, 40, 43, 47 y 50). Del mismo autor, La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducido por Felipe Martínez Marzoa, Madrid, Alianza, 4ª reimpr., 1990 (p. 19 -prólogo a su 1ª edición, del año 1793-). García San Miguel realiza una sólida crítica de este fundamento. Puede verse en GARCÍA FERRER, J.J.: “Crítica de la filosofía moral kantiana”, en Virgilio Zapatero (Ed.): Horizontes de la Filosofía del Derecho. Homenaje a Luis García San Miguel, T. I, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 2002, pp. 71 a 88.

[5] Vid., HUME, D.: Tratado de la naturaleza humana  (1739) y el Resumen publicado un año más tarde..

[6] Ibidem, pp. 47, 52 y 171

[7] HUME, D.: Investigación sobre los principios de la moral, 1751 (apéndice I).

[8] Cfr. Ibidem, p. 41.

[9] Cfr. GARCÍA SAN MIGUEL, L.: “Consideraciones sobre el nocognoscitivismo en filosofía moral”, Berlín, Dunker-Humblot, 1990. Reeditado en Hacia la Justicia, Madrid, Tecnos, 1993, pp. 225 a 240. Mi compañero Jaime Nadal tiene un claro resumen de la posición utilitarista en el módulo sobre “Multiculturalismo y Derechos Humanos” del Master en Gestión de Entidades sin ánimo de lucro de la Fundación Luis Vives, pp.333 a 339.

[10] Ha sido Norberto Bobbio quien afirmó que el fundamento de los derechos humanos no representaba un problema importante de nuestro tiempo tras el consenso logrado en torno a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Estas palabras suyas de 1964 pueden verse también en BOBBIO, N.:                 “Presente y futuro de los derechos humanos“, Anuario de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, 1982, pp. 8 a 28

[11] La crisis de la izquierda, Madrid,  Eudema, 1998,  p. 97

[12] La dicotomía ética de convicciones versus ética de la responsabilidad en la esfera política es descrita con maestría por WEBER, Max: La política como profesión. Traducido por Joaquín Abellán, Madrid, Espasa Calpe  (colección Austral, nº A-192), 1992, pp. 154 a 162.

[13] La modernidad ha sustituido a Dios por el Sujeto, la revelación por la ciencia, la fe por la razón, del hombre manchado de nacimiento por el pecado al hombre bueno por naturaleza. Modernidad es racionalización; el espíritu moderno se define, ante todo, por su lucha contra la religión”. TOURAINE, A.: Crítica de la modernidad. Traducido por Mario Armiño, Madrid, Temas de Hoy, 1993, pp. 24, 26, 27 y 274.  

[14] O, al  menos, las acciones juzgada apropiadas para lograrlos.

[15] Carta a los Galatas:, 5, 15. Nadie ha negado que San Pablo fuera el autor de esta carta a excepción de algún racionalista, como B. Bauer (al respecto, vid. la introducción ha dicha Carta elaborada de la 15ª edición de la Santa Biblia de Ediciones Paulinas.

[16] A juicio de Stuart Mill, efectivamente el espíritu utilitarista se encuentra en esta regla de oro de Jesús de Nazaret. Vid. El utilitarismo , Madrid, Alianza Editorial, 1ª reimpr., 1991 p. 62.

[17] Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cit., p. 64 (cap. III).

[18] Ibidem.

[19] Ibidem, pp. 64 y 65.

[20] “La imposibilidad subjetiva de explicar la libertad de la voluntad es similar a la imposibilidad de encontrar y hacer concebible un interés que el hombre pudiera tomar en las leyes morales, y, sin embargo, toma realmente un interés en ellas” (ibidem, p. 64).

[21] STUART MILL, J.: El utilitarismo (1838). Traducido por Carlos Mellizo, Madrid, Tecnos (colección Clásicos del Pensamiento nº 101), 1993, p. 79.

[22] HOBBES, T.: leviatán. Traducido por Manuel Sánchez Sarto (1651), Buenos Aires, Fondo de Cultura Ecómica de Argentina, 1ª reimpr., 1992,  pp.100 a 109.

[23] La tesis completa del filósofo escocés puede verse en HUME, D.: Investigación sobre los principios de la moral (1751). Traducido por Gerardo López Sastre, Madrid, Colección Austral -Espasa Calpe- nº A 242, 1991, pp. 170 y ss. y 31 a 39, especialmente.  

[24] Vid. STUART MILL,, J.: El utiltarismo, cit., p. 117.

[25] GARCÍA SAN MIGUEL, L.: “Igualdad, mérito y necesidad”, en García San Miguel, L. (Edit.): El principio de igualdad, Madrid, Universidad de Alcalá – Dykinson, 2000, p. 42.

[26] Al respecto, Benito de Castro hace referencia a la opinión de CORSO, G.: “I diritti sociali nella Constituzione italiana”, Rivista Trimestrale di Dirito Pubblico, 1981, p. 781. Vid. DE CASTRO, B.: Op. cit., p. 178.

[27] Sólo hay un 0,3% de agua disponible en el planeta (unos 100.000 kilómetros cúbicos), y  está en los ríos y lagos. Este acuífero constituye, por tanto, el volumen susceptible de ser utilizado por el hombre para cubrir sus necesidades hídricas. Una distribución uniforme permitiría a cada hombre disponer de 8000 metros cúbicos cada año, cantidad seguramente insuficiente si se tiene en cuenta que se calcula que 7.300 litros por persona y año son suficientes para garantizar, mínimamente, la supervivencia, si bien muchos hombres, en el marco del mundo desarrollado, necesitan más de 20.000 litros cada año. 

[28] El 97% del agua disponible en el mundo es salada. Asimismo,  existe un 34,7% de agua dulce en los casquetes polares, y, sin embargo, es más que discreto el interés por investigar su desalinización a costes moderados o el aprovechamiento del agua de dichos casquetes polares. Las grandes empresas no tienen necesidad de investigar en este ámbito y los Estados priorizan otro tipo de investigaciones. 

[29] La O.M.S. estimó, a mitad de los años noventa, que más de 1.300 millones de seres humanos no disponían de acceso seguro al agua potable.

[30] BULL, H.: The Anarchical Society, London, Macmillan, pp. 254 y 255.


I.S.S.N.: 1138-9877

Déposito Legal: en trámite

Fecha de publicación: septiembre de 2002