I.S.S.N.: 1138-9877


Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 5-2002


 

 

SOBRE EL CARÁCTER IRRENUNCIABLE DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

ÍÑIGO ÁLVAREZ GÁLVEZ

( inigo.alvarez@fnd.der.uem.es )

Universidad Europea de Madrid

 

 

RESUMEN: Decir que los derechos humanos son irrenunciables exige hacer alguna aclaración sobre el concepto de derecho humano y el alcance de la irrenunciabilidad. En particular, conviene aclarar, por un lado, si ese concepto es una especificación del concepto de derecho subjetivo; y por otro, cual es el elemento del derecho al que no podemos renunciar. Esto nos obliga a examinar el concepto de derecho subjetivo y los de sistema jurídico y moral, donde los derechos subjetivos se integran. Para hacer este examen comenzaremos por hacer una diferenciación entre el sistema jurídico y el moral; propondremos seguidamente  una definición de derecho subjetivo única, que tenga cabida tanto en el Derecho como en la moral; a continuación, ofreceremos una definición de derecho humano concebido como una especificación del concepto de derecho subjetivo; y finalmente, analizaremos sus partes constitutivas y avanzaremos un significado del término irrenunciabilidad aplicado a los derechos humanos.

 

ABSTRACT: It is often said that human rights are inalienable; but this needs some kind of explanation. First of all we will elucidate the concept of human rights and the scope of inalienability. Second, we will examine the concept of rights and those of the legal and moral system. Third, we will offer a definition of rights that can be used in both senses (legal and moral). Fourth, we will also offer a definition of human rights understood as an specific type of rights. Last, we will analyse their structure and parts.

 

SUMARIO: 1. La separación entre el Derecho y la moral. 1.1. El individuo y la sociedad. Las normas de conducta. 1.2. El Derecho y la moral como sistemas normativos. 1.3. La separación entre el Derecho y la moral. 2. Los derechos subjetivos como elementos de la moral y del Derecho. El concepto de derecho subjetivo. 2.1. Los derechos subjetivos como elementos de la moral y del Derecho. 2.2. El concepto de derecho subjetivo. 2.2.1. Lo que no es un derecho. 2.2.2. El concepto de derecho subjetivo. 3. Los derechos humanos como derechos subjetivos. El concepto de derecho humano. El título, el objeto y la titularidad. 3.1. Los derechos humanos como derechos subjetivos. 3.2. El concepto de derecho humano. El título, el objeto y la titularidad. 4. Los caracteres de los derechos humanos: la irrenunciabilidad.

 

 

1.- La separación entre el Derecho y la moral

1.1.- El individuo y la sociedad. Las normas de conducta

 

De pronto nacemos. Nacemos en un lugar y en un momento determinados. En un espacio y un tiempo que no tienen por sí mismos el más mínimo significado. Nacemos fruto de la combinación genética de dos seres y caemos en un mundo extraño, desconocido y sin sentido. Nacemos y somos sostenidos por individuos que nacieron antes que nosotros y que fueron sostenidos por otros individuos. Nacemos y somos dirigidos y sometidos por estos individuos que aprendieron de otros a hacer este lugar menos extraño; que aprendieron a reconocerlo y a darle un significado. Nacemos y aprendemos a apropiarnos del mundo, para sobrevivir y para estar en condiciones de enseñar a otros que nacerán después por qué este lugar tiene un sentido en vez de ser un absurdo. Crecemos y poco a poco vamos aprendiendo que el significado de este mundo en el que nos vemos inmersos procede de nosotros mismos y de seres como nosotros que han conseguido ordenar, clasificar, sistematizar, esquematizar y, en definitiva, encerrar en una realidad comprensible la incomprensible, inclasificable y, tal vez, incognoscible realidad. El conocimiento del ser humano ha hecho habitable este mundo.

Es este conocimiento, que descubrieron los animales inteligentes de los que habla Nietzsche en Verdad y mentira en sentido extramoral[1], el que permitió a los seres humanos “elaborar un orden piramidal de divisiones y niveles, establecer un nuevo mundo de leyes, precedencias, subordinaciones y delimitaciones, que se opone desde ese momento al mundo de las primitivas impresiones intuitivas como más sólido, más general, mejor conocido y más humano; por consiguiente, como una instancia reguladora e imperativa” (Nietzsche, 1988: 10). Es este conocimiento el que se nos transmite cuando nacemos, el que aprehendemos como propio, el que asumimos como medio de subsistencia. Diríamos con Nietzsche que sobrevivimos, pues, en un mundo de leyes y clasificaciones; en un mundo que nos permite creer en los conceptos y en las relaciones, en la verdad y en la mentira, en lo bueno y en lo malo, en las ideas y en los valores. En este mundo, en suma, nos situamos y nos formamos; de este mundo nos alimentamos y en este mundo morimos.

Y en este mundo también nos relacionamos con otros seres semejantes a nosotros y nos desarrollamos y sobrevivimos con ellos. Esta relación con otros no es sólo una posible forma de existencia; no es, sin más, una elección tomada frente a variadas posibilidades; probablemente no sea ni siquiera el resultado azaroso de un devenir. Más parece responder a una necesidad filogenética de supervivencia. Dicho de otro modo, el ser humano ha sobrevivido como lo ha hecho gracias a su capacidad para aprehender la realidad en un mundo propio y para compartir su existencia con otros seres semejantes a él. Esta existencia compartida, sin embargo, a pesar de que le sirve de protección frente a un mundo hostil, lleva en su seno el germen de la aniquilación. Los intereses divergentes de los miembros del grupo convierten la relación creada para la supervivencia del individuo y del grupo en una relación agresiva que amenaza la supervivencia de ambos. La colisión entre los intereses dispares de los individuos o de los grupos en los que estos se integran por un lado, y la necesaria interdependencia entre los miembros del grupo por otro, crean una relación ambivalente, protectora y conservadora al mismo tiempo que destructora en la que tanto la atracción como la repulsión coexisten inevitablemente. El individuo necesita al grupo y depende de él para sobrevivir y el grupo necesita al individuo y depende de él de igual manera; pero a la vez que ocurre eso, el individuo crece en confrontación con el grupo y el grupo se mantiene en la medida en que constriñe y limita al individuo. La relación social es posible porque individuo y grupo se construyen mutuamente; porque el individuo es encajado en el grupo, absorbido por él y sometido a permanente tensión, siquiera latente.

Esta limitación del individuo se consigue mediante la implantación de determinadas normas de comportamiento que dirigen su voluntad y su conducta. En otras palabras, el grupo sobrevive creando la seguridad y evitando el caos, configurando un orden social, una ordenación de los comportamientos de los miembros del grupo, una delimitación de lo aceptado y de lo no aceptado, de lo necesario y de lo rechazable, de lo obligado y de lo prohibido; una división de las conductas que permita hacer previsible el comportamiento de los individuos que pertenecen al grupo y que garantice la continuidad de éste (Lumia, 1989: 11; E. Díaz, 1982: 11s.; Calvo, 1992: 21s.).

Inmerso en esta ordenación de las conductas el individuo se hace social, aprende a comportarse de determinada manera y a rechazar otros modos de conducta, aprende a adaptarse a las pautas que le marca su grupo, es absorbido por éste y responde a las exigencias que éste le marca; sobrevive gracias a este aprendizaje, se realiza en y por este aprendizaje; se hace miembro del grupo y de este modo contribuye a darle cohesión sirviendo de ejemplo a otros individuos que vendrán a formar parte del grupo después que él.

Podemos definir la norma de un modo simple como un marco de deber ser referido al comportamiento de los seres humanos que estatuye que un determinado estado de cosas debe ser, debe no ser, puede ser o puede no ser. En otros términos, y si tenemos en cuenta que las normas son expresadas habitualmente mediante el lenguaje hablado o escrito, diríamos que la norma se manifiesta a través de una sucesión de palabras; que esa sucesión de palabras, es decir, que esa oración, posee un determinado significado, esto es, que es una proposición; que esa proposición establece que debe ser algo; que ese algo que debe ser tiene que ver con los comportamientos de los seres humanos; que ese deber ser se refiere a un estado de cosas y establece que ese estado de cosas debe ser, debe no ser, puede ser o puede no ser; que, por tanto, tal proposición forma un marco de deber ser con un contenido variado; en definitiva, que es algo es una norma en la medida en que es un marco de deber ser referido a una conducta.

Si esto es así, podemos decir también que el grupo en el que se inserta el individuo establece normas; es decir, establece marcos de deber ser sobre las conductas que deben ser, deben no ser, pueden ser o pueden no ser. El individuo que nace en el grupo forma parte de él en la medida en que aprende las normas grupales; y su personalidad se desarrolla en la interiorización de esas normas y en la adaptación de su comportamiento a las conductas que el grupo acepta. En suma, el individuo se socializa.

El proceso de socialización del individuo, que comienza en su nacimiento y termina en su muerte, acomoda al sujeto al ideal de comportamiento que el grupo le transmite. De este modo, puede orientarse dentro del grupo y sobrevivir, pues al mismo tiempo que el grupo le marca la función que debe cumplir, también le informa de la función que cumplen otros miembros del grupo y de las expectativas de comportamiento que puede formarse respecto de los demás. El grupo social, pues, hace posible la convivencia mediante la implantación de un conjunto de procedimientos que sirven para dirigir la conducta de los individuos y conducirlos a la adopción de los comportamientos que el grupo considera buenos. En este proceso de control social el individuo interioriza las normas y se hace miembro del grupo.

Lo anterior no significa que el orden social sea algo estático. Al contrario, creo que es el resultado del desarrollo dinámico de las interacciones entre los miembros del grupo; lo cual quiere decir que no es infrecuente que se produzcan variaciones de las normas grupales o desviaciones de los miembros del grupo. En cualquier caso, entiendo que de un modo básico se puede decir que el individuo nace en el grupo, que el grupo ha creado un conjunto de normas variadas que impone a través de un proceso de socialización, que el individuo se hace miembro del grupo aceptando las normas y contribuyendo a su cumplimiento, y que, en definitiva, el individuo sobrevive en el grupo, el grupo sobrevive en los individuos y ambos perduran gracias a las normas.

Estos conjuntos de normas son variados y pueden clasificarse de diferentes maneras. Probablemente sea difícil hacer tal clasificación si nos referimos a grupos primitivos de seres humanos en los cuáles las normas (religiosas, morales, tal vez jurídicas) están indiferenciadas. Más fácil es hacerlo si tomamos como referencia grupos de seres humanos más cercanos a nosotros en el tiempo. En todo caso, y obviando esta dificultad, podemos referirnos, desde nuestra perspectiva actual, a dos importantes conjuntos de normas: las normas jurídicas y las normas morales.

Las normas establecidas por el grupo forman, pues, conjuntos, esto es, agrupaciones variadas, que será conveniente diferenciar de acuerdo con los criterios que veremos más adelante. Cuando los elementos de los conjuntos, es decir, las normas, se relacionan entre sí de determinadas maneras, por ejemplo, siendo unos más importantes que otros (relaciones de jerarquía), siendo unos complementarios de otros (relaciones de coordinación), o siendo unos derivaciones de otros, se dice entonces que el conjunto forma un sistema. El Derecho y la moral son conjuntos de normas cuyos elementos se relacionan de la manera dicha; son, por tanto, sistemas de normas.

 

 

1.2.- El Derecho y la moral como sistemas normativos

 

Tanto el Derecho como la moral funcionan como sistemas de seguridad y de control social. Las normas que los componen son marcos de deber ser que establecen los comportamientos que el grupo considera buenos. Tanto el Derecho como la moral alientan y premian las conductas aceptadas y castigan y reprimen las conductas reprobadas. Tanto el Derecho como la moral hacen posible la vida social y garantizan la supervivencia del grupo.

El individuo que nace en un grupo social que posee un sistema jurídico y un sistema moral aprende que su supervivencia depende de la aceptación de las normas establecidas por el grupo[2]. Aprende que hay cosas que se pueden hacer y cosas que no se deben hacer; que es aceptado cuando cumple las normas y que es rechazado cuando las viola; y que es capaz de conjeturar con cierta probabilidad de éxito el comportamiento futuro de otros miembros del grupo. Aprende a vivir con las normas y a vivirse en las normas; a interiorizar determinadas conductas, a identificarse con ellas y a utilizar como criterios valorativos los plasmados en los marcos de deber ser que el grupo ha establecido (o cuando menos, a identificar que esos son los criterios valorativos que el grupo, o un subgrupo dominante, ha establecido).

El Derecho y la moral son dos sistemas normativos íntimamente relacionados; esto no significa, empero, que sean interdependientes. Aunque de hecho en algunas ocasiones puedan serlo, el sistema jurídico no es una trasposición del moral ni el moral una plasmación del jurídico[3]. Ambos son manifestaciones de los criterios de valoración de las conductas que el grupo social, o que los miembros dominantes del grupo social, considera adecuados. Es normal, por tanto, que ambos sistemas tengan contenidos similares; en otros términos, es normal que las normas de ambos sistemas establezcan que deben ser, que deben no ser, que pueden ser o que pueden no ser similares estados de cosas referidos a los comportamientos de los individuos del grupo. Esta coincidencia entre el contenido de uno y otro sistema no debe hacer pensar, como en ocasiones se hace, que un sistema está subordinado a otro, habitualmente que el sistema jurídico está subordinado al moral. Es posible que en sus orígenes los sistemas jurídicos sean, de algún modo, una derivación de sistemas morales más o menos evolucionados. En todo caso, y a pesar de tal circunstancia, creo que no es insensato defender la independencia del sistema jurídico frente al moral. Se quiere decir con esto que incluso aunque se acepte que el sistema jurídico deriva históricamente del moral esto no nos obliga a aceptar que la validez del sistema jurídico depende de su adecuación al sistema moral.

Tanto uno como otro son manifestación de los criterios de valoración de las conductas que el grupo considera adecuados. Es posible que de ese conjunto de criterios de valoración naciera un sistema moral y, posteriormente, un sistema jurídico. Es posible que ese sistema jurídico lo fuera en la medida en que se fueran garantizando de un modo diferente el cumplimiento de las conductas prescritas en las normas, en un principio, morales. Y es posible también decir que en la medida en que el sistema jurídico se diferencia del moral se convierte en un sistema independiente que, conceptualmente, no queda enganchado a éste. Porque el sistema jurídico no tiene tal carácter porque esté de acuerdo o en desacuerdo con las normas de un sistema moral. Incluso en el caso de que el contenido de las normas del sistema jurídico sea coincidente con el de las normas del sistema moral, el sistema jurídico se llama jurídico y no moral porque, como veremos a continuación, ha creado una forma diferente de garantizar tales normas. Lo cual abona la idea de que debe seguir siendo calificado de jurídico mientras siga poseyendo esa peculiar forma de garantizar las normas, incluso, por tanto, aunque sus normas se alejen de las normas del sistema moral.

Esto no significa que el sistema jurídico no pueda ser examinado desde el punto de vista moral, es decir, teniendo en cuenta lo establecido por un sistema moral. Significa sólo que de ese examen se puede llegar a la conclusión de que está o no de acuerdo con las normas morales tomadas como criterio de valoración, digamos a una conclusión sobre su moralidad o inmoralidad, pero no a una conclusión sobre su calidad de jurídico, pues no es la coincidencia de sus normas con las normas morales lo que le hace jurídico[4].

 

 

1.3.- La separación entre el Derecho y la moral

 

Decía Tomasio que existen tres principios básicos para la convivencia: el del honestum, el del decorum y el del iustum. El principio de lo honesto se encamina a la consecución de la paz interior y establece que cada cual debe hacer con uno mismo lo que quisiera que los demás hicieran para sí. El principio del decoro se encamina a conseguir la paz externa y establece que se debe hacer con los demás lo que quisiéramos que los demás hicieran con nosotros. Finalmente, el principio de la justicia guía las acciones dirigidas a impedir la perturbación de la paz externa estipulando que no se debe hacer a los demás lo que no quisiéramos que los demás nos hicieran[5]. Se aprecia en estos tres principios tomasianos un intento de diferenciación de los distintos órdenes normativos que rigen la sociedad, y en particular, un intento de diferenciación entre la moral y el Derecho.

Años más tarde Kant afirmará que la norma moral se diferencia de la jurídica porque en la primera lo que motiva la conducta del sujeto es la propia obligación establecida en la norma, mientras que en la segunda el motivo del obrar es distinto al de la propia obligación estipulada. La norma jurídica se refiere a acciones externas, y de ella derivan obligaciones externas, que lo son en la medida en que no exigen que la propia idea de obligación sea el fundamento del móvil del actor. Por el contrario, la norma ética hace referencia tanto a deberes externos como internos, exigiendo que el mismo deber sea el fundamento de la acción, de tal forma que al incluir en la norma el motivo interno de la acción la legislación ética sólo puede ser una legislación interna[6].

Estos son dos conocidos modos de establecer criterios de diferenciación entre la moral y el Derecho. Con base en estas ideas se ha dicho por ejemplo, que las normas morales y las jurídicas pueden ser diferenciadas teniendo en cuenta el distinto objeto al que se refieren unas y otras. Las morales harían referencia a actos interiorizados y exteriorizados mientras que las jurídicas sólo se ocuparían de los actos exteriorizados. Es posible que los actos que no se exteriorizan de algún modo sean de escaso valor para el Derecho. En todo caso, el hecho de que tanto la moral como el Derecho se ocupen de actos exteriorizados hace de este criterio sobre el objeto de las normas una herramienta poco útil para trazar la separación entre uno y otro sistema.

Tampoco parece útil el criterio referido al fin de las normas, según el cual lo que diferencia a una norma moral de una jurídica es el distinto fin al que apunta una y otra. De acuerdo con este criterio las normas jurídicas se dirigen a un fin, podríamos decir, temporal, mundano, mientras que las normas morales trascienden este estadio y se dirigen al fin último del ser humano, al fin de perfección personal que va más allá de la relación mundana con otros hombres. No parece útil este criterio pues, aunque a grandes rasgos pueda ser cierto que las normas morales tienen más que ver con fines de perfeccionamiento personal que van más allá del mero trato con los demás, también lo es que una buena parte de las normas morales tienen que ver con la justicia social y, por lo tanto, con esos fines que hemos denominado temporales o mundanos. Si esto es así, difícilmente podemos distinguir unas normas de otras atendiendo a su fin.

Tampoco ayuda prestar atención al criterio de diferenciación basado en el origen de unas normas y otras. Se ha dicho que las normas morales son autónomas mientras que las jurídicas son heterónomas. O en otras palabras, que las normas morales tienen su origen en el sujeto que las acepta mientras que las jurídicas nacen de una voluntad exterior y ajena al sujeto y le son impuestas desde fuera. Esta afirmación, sin embargo, debe ser puesta en entredicho si nos percatamos de que las normas morales no tienen un origen tan autónomo como a primera vista puede parecer (incluso aunque concedamos, lo cual no es en absoluto evidente, que toman su validez de la aceptación por parte del sujeto) y de que las normas jurídicas necesitan igualmente la aceptación interna de lo sujetos, por lo que su carácter pretendidamente heterónomo también debe ser cuestionado. En efecto, por un lado, no sólo las normas morales pueden ser entendidas como normas heterónomas, es decir, impuestas por una voluntad exterior sin concurso de la voluntad del sujeto destinatario; es que además, la voluntad del sujeto destinatario que, de acuerdo con este criterio, es la que concede validez a la norma moral, es en sí misma producto de voluntades exteriores. Es difícil decir cuánto hay de elaboración original en la formación de la voluntad del sujeto, pero parece claro que el propio sujeto es un producto social y que, por tanto, las manifestaciones de su voluntad y sus ideas están teñidas por las ideas de los grupos en los que se inserta. Si esto es así, la aceptación pretendidamente autónoma de la norma moral es, a la postre, una manifestación de una voluntad formada en buena medida fuera del sujeto, es decir, una manifestación de una voluntad heterónoma. Por otro lado, aunque a primera vista la norma jurídica parece venir de fuera y ser impuesta sin el concurso de la voluntad del sujeto destinatario, no es menos cierto que el sistema de normas jurídicas necesita de una aceptación interna mínima para ser válido, es decir, que de algún modo, también las normas jurídicas (o algunas normas jurídicas) tienen un origen autónomo. En conclusión, ni las normas morales son autónomas en el sentido de que tengan su origen en la voluntad autónoma del sujeto, ni las normas jurídicas son heterónomas en el sentido de que tengan su origen en voluntades exteriores a los sujetos. Más parece que tanto las normas morales como las jurídicas son manifestaciones de las ideas de un determinado grupo social que está compuesto por individuos, de tal modo que ni se puede exaltar la autonomía de los individuos haciéndolos aparecer como seres independientes de la colectividad, ni se puede presentar a la colectividad como algo indivisible. La interdependencia en la que se encuentran individuo y grupo es tan estrecha que difícilmente se puede decir que lo que viene del grupo es ajeno al individuo o que lo que nace del individuo es extraño al grupo. Y por lo que nos interesa ahora, no parece que podamos decir ni que las normas morales sean autónomas, ni que las jurídicas sean heterónomas.

En fin, tampoco es operativo el criterio que diferencia unas normas de otras basándose en el distinto cumplimiento que exigen. De acuerdo con este criterio las normas morales exigen un cumplimiento interno mientras que las normas jurídicas exigen apenas el cumplimiento externo. No creo que este sea un criterio operativo por lo siguiente. En primer lugar, entender que las normas morales sólo son cumplidas cuando se aceptan internamente supone, por ejemplo, en el caso de los deberes, asumir un concepto que desemboca en situaciones paradójicas. Situaciones en las que el sujeto se comporta de acuerdo con lo que la norma moral establece pero no la acepta internamente, digamos por ejemplo que su voluntad está guiada por un interés económico. En tal caso, el estado de cosas que la norma establece que debe ser, es, y lo es por mor de la voluntad del sujeto, pero ese sujeto no asume que eso que la norma establece que debe ser deba ser. ¿Puede decirse entonces que la norma moral está siendo incumplida? Difícilmente, puesto que se está dando el estado de cosas que la norma estatuye. Téngase en cuenta que la norma no establece que debe ser que el sujeto debe asumir que debe ser un determinado estado de cosas, sino sólo que debe ser un determinado estado de cosas. Y puesto que tal estado de cosas es no podemos decir que la norma no se cumple. Pero sin embargo, de acuerdo con este criterio del cumplimiento, la norma moral no se cumple en la medida en que no está siendo aceptada por el sujeto. ¿Qué es lo que hace el sujeto entonces?[7]   

En segundo lugar, entender que las normas jurídicas sólo exigen el cumplimiento externo implica dejar de lado el aspecto del cumplimiento interno de las normas jurídicas que es igualmente importante y que, sin duda, también se tiene en cuenta al enjuiciar la conducta de los sujetos (sobre todo cuando la norma es incumplida).

Por ello habría que decir más bien que las normas jurídicas también exigen un cierto cumplimiento interno y que las normas morales pueden ser cumplidas sin necesidad de asumirlas internamente. Tanto las normas morales como las normas jurídicas son normas, y por lo tanto, marcos de deber ser. Establecen pues que debe ser que un estado de cosas deba ser, deba no ser, pueda ser o pueda no ser. Si esto es así, tanto la norma moral como la norma jurídica se cumple cuando sucede que las voluntades de los sujetos destinatarios están constreñidas de tal modo que es de hecho lo que debe ser, debe no ser, puede ser o puede no ser. Nada tiene esto que ver con el hecho de que el sujeto destinatario acepte o asuma que lo que establece la norma debe ser. O en otros términos, la norma, tanto la moral como la jurídica, se cumple aunque el sujeto no acepte que debe ser lo que la norma establece. Cosa distinta es que cuando es sujeto acepta internamente la norma se pueda decir que su deseo es acorde con ella y que por tanto el sujeto acepta internamente lo que la norma estatuye. Cuando esto sucede puede decirse tal vez que se produce un cumplimiento moral de la norma, lo cual nos obliga a distinguir en el caso de las normas morales entre el cumplimiento de la norma moral y el cumplimiento moral de la norma, o en general, entre el cumplimiento externo de la norma y el cumplimiento interno. Y no parece que en este sentido las normas morales exijan un cumplimiento distinto de las norma jurídicas.

Más parece que las normas morales se distinguen de las normas jurídicas por el hecho de que las primeras pertenecen a un sistema moral mientras que las segundas pertenecen a un sistema jurídico, con independencia de su objeto, su origen, su fin o el cumplimiento exigido. Esto nos conduce hacia una distinción referida a los sistemas y no a las normas. Y nos pone en contacto con un criterio que referido a las normas es impreciso pero que es clarificador si lo referimos a los sistemas normativos. Se trata del criterio de la coacción. Se ha dicho en ocasiones que lo que distingue una norma moral de una norma jurídica es el hecho de que la norma jurídica puede hacerse cumplir coactivamente mientras que en la norma moral la coacción está ausente. Es obvio, sin embargo, que en algunas normas jurídicas no existe la coacción y que las normas morales emplean también la coacción en garantía de su cumplimiento (bien es cierto que una coacción difusa, espontánea, imprevisible). Lo que distingue a unas normas de otras no es por lo tanto la ausencia o la presencia de la coacción. Lo que las distingue es el hecho de que unas y otras pertenecen a sistemas normativos diferentes. Desde luego con un origen común, pero diferentes en un aspecto fundamental, a saber, que sólo en el sistema jurídico la coacción que se emplea para garantizar el cumplimiento de algunas de sus normas está prevista en normas del propio sistema, está predeterminada, organizada, institucionalizada, y es previsible y precisa. Estamos, pues, ante una norma jurídica cuando se trata de una norma que pertenece a un sistema en el cual se ha determinado qué infracciones han de ser perseguidas y sancionadas y cómo debe llevarse a cabo la persecución y la imposición de la sanción. Estamos ante una norma moral cuando se trata de una norma que pertenece a un sistema (sólo en cuanto se diferencia del jurídico y no de otros) en el cual no se ha determinado con precisión qué infracciones han de ser perseguidas y sancionadas ni cómo debe hacerse tal cosa[8].

Ambos sistemas son conceptualmente independientes, lo cual significa que sus normas también lo son y que lo mismo que podemos encontrarnos con una norma moral que establezca que debe ser un estado de cosas contrario al estado de cosas estatuido por una norma jurídica, también puede darse el caso de que una norma moral establezca que debe ser un estado de cosas idéntico al estatuido por una norma jurídica. De estas situaciones no se debe deducir ni que la norma jurídica que no coincide con una norma moral deja de ser jurídica, pues su carácter jurídico lo toma exclusivamente de su inclusión en un sistema jurídico, ni que la norma jurídica que coincide con una norma moral deriva de alguna manera de ésta, pues los sistemas en los que se incluyen ambas normas son independientes entre sí (lo que no impide, por supuesto, que se dé de hecho una influencia recíproca).

 

 

 

2.- Los derechos subjetivos como elementos de la moral y del Derecho. El concepto de derecho subjetivo

2.1.- Los derechos subjetivos como elementos de la moral y del Derecho

 

Decíamos antes que tanto el sistema moral como el sistema jurídico son sistemas normativos. Lo cual quiere decir que son sistemas compuestos por normas, esto es, por proposiciones que, referidas a los comportamientos de los seres humanos, establecen que debe ser que debe ser, debe no ser, puede ser o puede no ser un determinado estado de cosas.

De entre las variadas herramientas que tienen ambos sistemas para dirigir el comportamiento de los seres humanos una de ellas es la que conocemos con el término ‘derecho’ o ‘derecho subjetivo’.

Se ha dicho en ocasiones que tal herramienta sólo puede existir en el seno de los sistemas jurídicos y que aceptar la existencia de derechos morales deriva en una aceptación de la dependencia del sistema jurídico respecto del moral, es decir, deriva en la aceptación de algún tipo de iusnaturalismo. No creo que esto sea así.

Por un lado, creo que estamos habituados a hablar de derechos en ámbitos no jurídicos. No nos suena extraño, por ejemplo, oír que una persona le dice a otra “no tienes derecho a tratarme así después de todo lo que yo he hecho por ti”. Por supuesto, esto no es una prueba definitiva de que el instrumento ‘derecho’ exista fuera de los sistemas jurídicos, pues bien podríamos estar utilizando ese término de manera impropia. Sí es, en cambio, un indicio fuerte de que existen tales instrumentos en ámbitos ajenos al Derecho. El hecho de que hablemos de ellos y los manejemos con soltura en el ámbito moral nos induce a pensar que tal vez estemos en presencia de unas entidades similares a los derechos que manejamos en el ámbito jurídico. 

Por otro lado, si, como hemos dicho, los sistemas normativos jurídico y moral se diferencian básicamente por el hecho de que el primero y no el segundo posee las medidas coactivas organizadas, entonces no parece descabellado pensar que ambos sistemas puedan utilizar instrumentos similares para dirigir la conducta de los seres humanos, con independencia de en cuál de los sistemas haya nacido por vez primera tal herramienta. Del mismo modo que del hecho de que se llegue a concluir que el sistema moral precedió históricamente al sistema jurídico no se deduce que la existencia o la validez de éste depende de aquel, del hecho de que se concluya que los derechos subjetivos nacieron en el sistema jurídico no se deduce que no puedan utilizarse en el sistema moral o que si eso ocurre volvamos a establecer la dependencia del Derecho respecto de la moral. Quizá el caso de los deberes puede aclarar la situación. Desde luego, estamos habituados a hablar de deberes fuera del ámbito jurídico. Y también dentro del Derecho. Y es posible que podamos decir que los deberes morales precedieron a los deberes jurídicos. Pero de aquí no deducimos que asumir tal cosa nos obliga a aceptar que el Derecho depende de la moral o que hay algo que chirría en nuestras afirmaciones. Creo que somos perfectamente capaces de aceptar que existe un único concepto de deber; que tal concepto no pertenece a ningún sistema, sino que es independiente de todos los sistemas normativos; y que el sustantivo deber se adjetiva como jurídico cuando se incluye en un sistema jurídico y como moral cuando se incluye en un sistema moral. Esto creo que es lo que debe ocurrir también con el concepto de derecho.

Entiendo que el derecho subjetivo es un instrumento más que sirve para dirigir las conductas de los seres humanos; que tal instrumento no pertenece por sí mismo a ningún sistema normativo, lo mismo que el concepto de norma por sí mismo o el concepto de deber por sí mismo no es monopolio de ningún sistema normativo en particular; y que se adjetiva como jurídico o como moral en función de que pertenezca a un sistema jurídico o a un sistema moral.  

Cuando el derecho se adjetiva como moral se hace porque forma parte de un sistema moral, lo cual significa que como elemento del sistema entabla una serie de relaciones (de jerarquía, de coordinación) con otros elementos del sistema; entre otras cosas, estará garantizado de una manera difusa a través de una forma de coacción espontánea, que es la que caracteriza al sistema moral. Y lo mismo ocurre cuando se trata de un derecho inserto en un sistema jurídico. En este caso, el derecho subjetivo que se incorpora al sistema jurídico se participará de las garantías que el sistema jurídico posee, esto es, de un tipo de coacción predeterminada e institucionalizada. Conviene advertir aquí que ni la coacción difusa del sistema moral (que tal vez no se pueda decir que pertenece al sistema) ni la coacción organizada e institucionalizada del sistema jurídico pertenecen al derecho subjetivo como algo propio. O dicho en otras palabras, el concepto de derecho no incluye los mecanismos de protección que lo garantizan. Dichos mecanismos son propios del sistema en cuestión, no del instrumento que denominamos derecho[9]. Esta forma de entender el concepto de derecho permite hablar de una manera más clara de derechos fuera de los sistemas jurídicos, puesto que ya no se considera que existan diferentes variedades o nociones de derechos en función del ámbito normativo en el que se incluyan, sino una única noción, un único concepto, un único instrumento que puede ser utilizado en distintos sistemas[10].

¿Qué es entonces aquello que llamamos derecho subjetivo?

 

 

2.2.- El concepto de derecho subjetivo

2.2.1.- Lo que no es un derecho

 

Parece no ser fácil delimitar el concepto de derecho subjetivo. Nino (1983: 198ss.; 1989: 26ss.), por ejemplo, menciona, siguiendo a Kelsen, Hohfeld y von Wright, varios significados del término. De acuerdo con su exposición, se ha entendido en ocasiones la expresión ‘derecho subjetivo’ como equivalente a la expresión ‘no prohibido’ (Nino, 1983: 198; 1989: 26). Es obvio, sin embargo, que no es cierto que tengamos un derecho subjetivo respecto de todo aquello que no está prohibido. Con independencia de cuál sea el sistema normativo en el que se inserta el derecho, cuando hablamos de tener un derecho a hacer x queremos decir algo más que el que hacer x no nos está vedado. Cuando hacer x no está prohibido (se entiende por una norma del sistema) sencillamente no está prohibido. Esta situación (el no estar prohibido hacer x) no impide que existan otras normas del sistema que permitan a otros obstaculizar esa acción o que no haya ninguna norma que prohíba esa obstaculización. Que tener un derecho, por ejemplo a hacer x, es algo más que no tener una prohibición de hacer x se puede inferir del hecho de que cuando decimos que tenemos un derecho a hacer x entendemos que está mal que otros impidan nuestra acción. Esto no ocurre cuando hablamos de una mera ausencia de prohibición. Me parece que cuando decimos que podemos hacer algo (en el sentido de que no hay ninguna norma que nos lo prohíba) asumimos que es posible que otros puedan impedírnoslo; y que cuando decimos que podemos hacer algo (en el sentido de que tenemos derecho a hacerlo) no aceptamos que otros puedan impedírnoslo válidamente. Si esto es así, no parece adecuado equiparar derecho subjetivo con ausencia de prohibición.

Algo similar ocurre si al término ‘derecho’ se le da el significado de autorización expresa (Nino, 1983: 201; 1989: 26). Decir que tenemos un derecho a hacer x es decir que tenemos algo más que una autorización expresa para hacer x. De nuevo, tal autorización expresa es compatible con una ausencia de prohibición de las conductas que impidan hacer x o con una autorización expresa de esas conductas, pues con lo único que es incompatible es con la prohibición de hacer x. Cuando decimos que tenemos derecho a hacer x no aceptamos que otros puedan impedírnoslo válidamente, cosa que sí ocurre si decimos que simplemente estamos autorizados a hacerlo. En otras palabras, el concepto de derecho encierra algo más que una mera autorización.

Lo mismo se puede decir del concepto de derecho entendido como correlato de obligaciones activas o pasivas (Nino, 1983: 202ss.; 1989: 27). En ocasiones se afirma que los derechos de unas personas pueden ser reducidos a los deberes de otras, de tal modo que decir que alguien tiene derecho a hacer x o a recibir x es tanto como decir que otros tienen el deber de permitir x o de dar x. Sin embargo, la equiparación no es acertada si lo que se pretende decir con eso es que en cualquier caso hablar de derechos o hablar de deberes viene a ser lo mismo. Porque por un lado, si bien es cierto que hablar de derechos implica hablar de deberes, no es cierto lo contrario. No es cierto que siempre que existe un deber exista un derecho. O dicho de otro modo, existen deberes sin derechos mientras que no pueden existir derechos sin deberes. O en otras palabras, la norma puede establecer que debe ser que x debe ser, sin que eso implique que alguien tiene derecho a x, es decir, que se establezca también que debe ser que x puede ser; sin embargo, si la norma establece que debe ser que x puede ser, eso sí implica, respecto de terceras personas, que debe no ser que x puede no ser; esto es, que debe no ser que otros impidan que x sea; esto es, que otros tienen un deber respecto de x (como poco, el deber de permitir que x pueda ser, es decir, el deber de adecuar su comportamiento a lo que la norma establece).

Por otro lado, además, aunque sea cierto que hablar de derechos implica hablar de deberes, eso no autoriza a decir que hablar de derechos es lo mismo que hablar de deberes. Cuando en la norma se estatuye un derecho, es decir, que debe ser que puede ser (dicho básicamente), lo que se está haciendo es pasar a un primer plano el hecho de que puede ser. Desde luego que si debe ser que puede ser, también debe ser que no debe no ser y que esto es un deber (que puede concretarse de diferentes modos) que afecta a terceras personas; pero lo que se establece en la norma no es el deber de terceras personas, no es que debe ser que no debe no ser, pues si se quisiera hacer así, bastaría con estatuir tal deber; lo que se establece en la norma es que debe ser que puede ser, lo cual (por mucho que existan deberes anejos) tiene un significado notablemente distinto al del deber, pues en ese poder ser se encierran una serie de notas características que hacen que el derecho sea efectivamente un derecho y no el trasunto del deber de otros.

En definitiva, hacer aparecer a los derechos como reflejos de los deberes es reducir su significado hasta el punto de construir su noción alrededor de lo que es una consecuencia de su existencia. Es inadecuado equiparar los derechos a los deberes porque los deberes son un mero efecto de los derechos y no su núcleo. Porque el núcleo de la noción de derecho lo compone el marco de deber ser que establece el modo en el cual algo puede ser[11].

Se ha dicho que la noción de derecho se puede construir en torno al concepto de reclamación o demanda (Nino, 1983: 204; 1989: 28). En unos casos se alude a la reclamación que se puede dirigir a los poderes públicos dentro de un sistema jurídico, y en otros a una mera reclamación que no tiene por qué estar inserta en un sistema jurídico. Tener un derecho, según esta concepción, significa tener la posibilidad de reclamar que un tercero se comporte de determinada manera, por lo que el derecho puede ser concebido como esa reclamación. Entiendo que esta forma de ver las cosas es inadecuada por lo siguiente. En primer lugar, no creo que se pueda decir que sólo existen derechos dentro de los sistemas jurídicos, por lo que definirlos como una reclamación jurídica reduce erróneamente su ámbito. El derecho es una forma de expresión de la norma, que, como sabemos, es un marco de deber ser. En la medida en que existen normas tanto en los sistemas morales como en los jurídicos cabe la posibilidad de que existan derechos tanto en la moral como en el Derecho. Exactamente del mismo modo en que existen deberes tanto en uno como en otro sistema. El concepto de deber es único y se adjetiva como moral o como jurídico en función de que pertenezca a un sistema moral o a uno jurídico. De igual manera, el concepto de derecho es único y se adjetiva como moral o como jurídico dependiendo de que la norma que lo establece pertenezca al sistema moral o al jurídico. La reclamación que, según esta concepción, caracteriza al derecho, se da, de hecho, tanto en la moral como en el Derecho. Ocurre que, puesto que es en el Derecho y no en la moral donde la coacción aparece organizada e institucionalizada, es en el sistema jurídico donde se aprecia con más claridad el hecho de la reclamación y sus efectos. Pero esto no significa que en el sistema moral no se produzca una reclamación; se trata de una reclamación distinta pues lo que caracteriza a un sistema moral no es el hecho de poseer un sistema coactivo organizado, pero no por eso la reclamación deja de ser una reclamación. En fin, los derechos son modos de protección de determinados estados de cosas que puede ser utilizados tanto por los sistemas morales como por los jurídicos.

En segundo lugar, la reclamación (en su forma organizada o difusa) es una consecuencia del derecho y, por lo tanto, no debe ser confundida con éste. Lo mismo que ocurría en el caso de los deberes correlativos, el derecho no es la reclamación sino que la implica. O dicho de otro modo, puesto que existe el derecho existe la reclamación. O en otras palabras, puesto que se establece que debe ser que puede ser y además ese poder ser se pone en función de la voluntad de un individuo, entonces si se da el caso de que no es, tal individuo puede reclamar que sea (una especificación del concepto de derecho mostrará que esto no es exactamente así, pero a grandes rasgos sí se puede decir que es así). Esa reclamación, pues, es una consecuencia de la existencia del derecho y no el derecho mismo. Porque existe el derecho existe la reclamación.

Con otra terminología se afirma en ocasiones que los derechos pueden ser equiparados a poderes o a libertades[12]. Desde luego, un derecho tiene que ver con los poderes y con las libertades, pero no se puede decir sin más que un derecho sea un poder o una libertad. Cuando una norma establece que debe ser que un determinado estado de cosas puede ser y pone esa posibilidad a disposición de los individuos, podemos decir que tales individuos tienen un poder; es decir, que tales individuos pueden hacer que ese estado de cosas deba ser. Ahora bien, el término ‘poder’ es utilizado también para referirse a la capacidad de los individuos para hacer que un estado de cosas sea aunque no se posea ningún derecho. En tal caso, se puede decir que un individuo tiene un poder, pero no que tiene un derecho; que puede hacer x, pero no que tiene derecho a hacer x. Por otro lado además, en algunos casos especiales (como luego veremos), se entiende que la posibilidad de que un estado de cosas deba ser no puede ser puesta a disposición de determinados individuos. O para ser más estricto, creo que en tales casos la voluntad de los individuos a la que queda supeditado el deber ser del estado de cosas es una voluntad presunta; es decir, que se presume que la voluntad de dichos individuos se dirige en un concreto sentido, con independencia de que ellos tengan o no voluntad (pensemos, por ejemplo, en el caso de los niños). Siendo esto así, no se puede decir que los individuos a los que nos referimos tengan poder; o en otras palabras, se puede decir que tienen derecho sin tener poder. Así pues, aunque en la mayor parte de los casos se puede afirmar que tener un derecho es tener un poder, también es cierto que se puede tener un poder sin tener un derecho y tener un derecho sin tener un poder, por lo cual no es posible hacer una equiparación entre los derechos y los poderes.

Y lo mismo se puede afirmar de la libertad. Sin duda que los derechos tienen que ver con las libertades. Esa puesta a disposición de los individuos que establece la norma respecto del deber ser concede a estos la libertad para hacer que el estado de cosas descrito en el derecho deba ser. Ahora bien, a veces se tiene un derecho sin tener una libertad, igual que ocurre en el caso de los poderes, y a veces se tiene una libertad sin tener un derecho, como hemos visto al hablar de las autorizaciones expresas. De este modo, aunque tener un derecho significa normalmente tener una libertad, hay veces que se tiene un derecho sin tener una libertad y se puede gozar de una libertad a algo sin tener derecho sobre ello. En definitiva, un derecho no puede ser equiparado a una libertad.

No se trata ahora de hacer un análisis exhaustivo de las distintas nociones de derecho, sino de poner de manifiesto que un derecho es algo distinto a una ausencia de prohibición, a una autorización expresa, al deber de un tercero, a una reclamación, a un poder o a una libertad, por mucho que admitamos que los derechos tengan que ver de una u otra manera con todas esas nociones. Podríamos decir también, utilizando la terminología de Hohfeld (1995), que un derecho no es ni un privilegio, ni una potestad jurídica ni una inmunidad, por mucho que los derechos estén relacionados con, o en algún caso particular puedan referirse a, privilegios, potestades o inmunidades[13].

¿Cuál es entonces el concepto de derecho subjetivo que tiene que ver con estos otros conceptos pero que no se confunde con ellos?

 

 

2.2.2.- El concepto de derecho subjetivo

 

En las afirmaciones anteriores hemos dejado entrever algunas notas características de los derechos subjetivos tal como los entendemos aquí. Decíamos antes que un sistema normativo establece un derecho cuando estipula mediante una norma que debe ser que puede ser un determinado estado de cosas y pone a disposición de los individuos esa posibilidad. Esta caracterización de los derechos nos pone en contacto con dos nociones claves: la noción del interés y la noción de la voluntad.

Es obvio que los derechos tienen que ver con un determinado interés y con la voluntad de los individuos. Por un lado, el que una norma establezca que debe ser que puede ser un determinado estado de cosas denota un cierto interés del sistema normativo en que ese estado de cosas sea; igualmente, que el hecho de que ese estado de cosas deba ser se ponga en relación con lo que los individuos desean también supone una asunción por parte del sistema normativo de los intereses de los individuos. Por otro lado, esta última cuestión concede a la voluntad de tales individuos un papel primordial. No obstante esto, no se puede afirmar que un derecho es, sin más, una voluntad protegida o que es, simplemente, un interés.

Un derecho no es un interés[14]. Quizá se pueda afirmar que donde hay un derecho hay un interés (de algún tipo), pero, desde luego no se puede decir lo contrario. Si nos referimos al interés del emisor de las normas, podemos decir que existen intereses protegidos por el sistema normativo que no son objetos de los derechos. Pensemos por ejemplo, que detrás de los deberes estatuidos por las normas existe un interés en que determinados estados de cosas sean, y sin embargo, no decimos que detrás de cada deber existe un derecho. Por otro lado, si nos referimos a los intereses de los individuos destinatarios de las normas, también podemos afirmar que tales individuos pueden tener derechos sin tener un interés en el objeto del derecho. Se podría salvar esta situación hablando de un interés presunto de los individuos, pero esto no aclararía las cosas. Primero, porque la presunción de tal interés deja de lado el papel que cumple la voluntad de los titulares del derecho. Si el derecho se equipara sin más al interés real o presunto de los individuos, se deja poco espacio a una de las características básicas de los derechos, que consiste en que son los individuos los que deciden convertir la posibilidad de que un estado de cosas deba ser en un hecho. Esto puede hacerse en casos excepcionales en los que la voluntad de los titulares de los derechos no existe o no debe ser tenida en cuenta por algún motivo, pero no se puede hacer de ello regla general. Segundo, porque, en cualquier caso, se seguiría confundiendo la razón de la existencia del derecho con el derecho mismo.

Existe un derecho porque existe un interés (ya veremos de qué tipo); o en otras palabras, el sistema normativo establece un derecho porque se entiende que es bueno que un determinado estado de cosas deba ser si los individuos así lo desean, de tal modo que la razón de que se cree un derecho en un sistema normativo es que existe un interés. Podríamos hablar entonces de dos intereses: el establecido por el sistema normativo mediante una norma, esto es, el interés manifestado en el marco de deber ser; y el interés de los individuos asumido por esa norma al estipular que el estado de cosas debe ser en función de la voluntad de los titulares del derecho. En definitiva, que un sistema normativo establezca un derecho significa que de acuerdo con ese sistema normativo es bueno que un determinado estado de cosas deba ser y, segundo, que es bueno que deba ser si los individuos lo quieren así. En la expresión ‘es bueno’ y en la expresión ‘lo quieren así’ pueden verse plasmados los intereses del creador del sistema normativo y de los destinatarios, pero esto no permite hacer una equiparación entre los derechos y estos intereses.    

Por otro lado, un derecho tampoco es, sencillamente, una voluntad protegida. En primer lugar, poniendo el acento en la voluntad se puede perder de vista el hecho de que detrás de los derechos existen intereses que se protegen. O dicho de otro modo, que las voluntades de los individuos no se protegen sin más ni más sino que esa protección responde a la necesidad de preservar un estado de cosas que se considera bueno desde un determinado sistema normativo. En segundo lugar, en ocasiones existen derechos sin voluntades. Aceptamos sin dificultad que individuos que no tienen voluntad o cuya voluntad no es tenida en consideración tienen, sin embargo, derechos. Tal circunstancia no se convierte en un obstáculo insalvable, pues siempre se puede argumentar que en estos casos la voluntad del titular del derecho es presumida; esto es, que en los casos en los que el individuo no tiene voluntad o tiene una voluntad que no es tenida en cuenta (por lo motivos que sean) o no manifiesta su voluntad, se entiende que desea un determinado curso de acción, precisamente el que el derecho protege. No obstante, esta argumentación queda un poco coja si detrás de la presunción de la voluntad no aparece un interés; es decir, si la presunción no es justificada con base en un interés, en la consideración de que determinados estados de cosas deben ser porque eso es bueno. Si desaparece ese interés, no es fácil defender que se protege una voluntad inexistente presumiendo que existe tal voluntad (¿por qué habría de realizarse tal presunción?). En tercer lugar, aunque los derechos tengan que ver con las voluntades de los individuos no se pueden confundir con estas. Un derecho no es una voluntad protegida[15]. A veces se protegen voluntades sin que exista un derecho, por ejemplo mediante autorizaciones expresas, aunque siempre se puede decir que el tipo de protección que dispensa el derecho, y al que se refiere la expresión ‘voluntad protegida’, es más fuerte que la protección de una mera autorización expresa. En todo caso, aunque con la expresión ‘voluntad protegida’ se haga referencia a ese tipo de protección fuerte que otorga el derecho, no se puede decir que el derecho es la voluntad protegida. Puede afirmarse que mediante el derecho se protege la voluntad, pero no que el derecho es la voluntad. Y eso siempre que se admita que el derecho protege la voluntad, cosa que puede llegar a decirse que no es exacta estrictamente hablando si entendemos que la protección del estado de cosas descrito en el derecho no la otorga el derecho mismo sino el sistema de coacción organizado previsto para el caso de que se viole lo prescrito. 

En todo caso, pues, los derechos tienen que ver con la voluntad y con los intereses de los individuos, pero no son ni intereses ni voluntades; los derechos son los instrumentos que se crean con base en intereses y sirven para proteger (en el sentido amplio) voluntades individuales. Conforman un tipo de normas que establecen que deben ser que pueden ser determinados estados de cosas. 

Cuando alguien dice ‘tengo derecho a x’ está queriendo decir que si él quiere x debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración. Esta referencia al deber ser nos indica que el derecho está relacionado con las normas, o mejor dicho, que el derecho es en sí mismo una norma. ‘Si yo quiero x debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración’ significa que existe una norma que establece que ‘debe ser x si el titular quiere por encima (en principio) de cualquier otra consideración’. No hay ninguna otra entidad por detrás o por encima de la norma que sea el derecho. Tengo un derecho no cuando se considera que un estado de cosas es muy bueno, sino cuando se establece que ese estado de cosas debe ser, es decir, cuando existe la norma. Y porque ese estado de cosas se considera muy bueno es por lo que existe la norma; pero el derecho es la norma y no la consideración de la bondad de ese estado de cosas[16].

Visto desde otra perspectiva se podría decir lo siguiente. Es así que hay determinados estados de cosas que se consideran buenos para los individuos desde determinados parámetros de referencia; podríamos decir también que desde determinados parámetros de referencia se considera que los individuos tienen un interés en que esos estados de cosas sean. Y es así que existen los sistemas normativos. Y que los elementos de los sistemas normativos, es decir, las normas, sirven para dirigir los comportamientos de los seres humanos. Pues bien, con base en aquella consideración sobre la bondad de un estado de cosas se crea en el sistema normativo una norma que prescribe que tal estado de cosas debe ser si los individuos así lo quieren o mientras no manifiesten lo contrario por encima (en principio) de cualquier consideración; o dicho de otro modo, que debe ser que puede ser en función de la voluntad de los individuos (o mientras estos no manifiesten lo contrario) un estado de cosas por encima (en principio) de cualquier consideración. Cuando esto sucede, se acaba de crear un derecho.

Desde el punto de vista del individuo cuya voluntad es tenida en cuenta, se puede decir que tal individuo posee un instrumento que le permite hacer que un estado de cosas deba ser. Si es habitual que a ese individuo se le llame titular del derecho, no veo inconveniente que al instrumento normativo en que consiste el derecho se le denomine título.  

Se puede decir, por tanto, que un derecho a x es una norma que establece que el estado de cosas conocido como x debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración si los individuos a los que se otorga el derecho así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario.

En otros términos, un derecho a x es un título que un sistema normativo otorga a determinados individuos para acceder a x, cuando se considera que es bueno que tales individuos tengan tal acceso a x, si así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario, por encima (en principio) de cualquier otra consideración[17]. 

En esta definición se pretenden plasmar varias características de los derechos que creo básicas. En primer lugar, que los derechos son instrumentos creados por los sistemas normativos y que siempre que hablamos de un derecho estamos haciendo referencia a una norma. En segundo lugar, que la creación de estos instrumentos se basa en la consideración de que el acceso de los individuos titulares a un determinado estado de cosas es bueno; se engloba aquí la idea de que los derechos van unidos siempre a determinados intereses de los individuos. En tercer lugar, que esos intereses de los individuos se ponen en función de su voluntad; es decir, que no es simplemente que se considere que, en general, el acceso de los individuos a un determinado estado de cosas es bueno, sino que además se considera que es bueno que cada uno de los individuos a los que se otorga el derecho decida si, en particular, ese acceso es bueno para él. En cuarto lugar, que puesto que en todo caso se considera que el acceso de los individuos a ese estado de cosas es bueno, tal acceso debe ser salvo que se cuente con la voluntad expresa de los titulares del derecho en sentido contrario; o dicho de otro modo, que basta con que el titular no se manifieste en contra para que se entienda que desea acceder a tal estado de cosas. En quinto lugar, que se considera tan bueno el acceso de los titulares a los estados de cosas objeto de los derechos que tal acceso debe ser por encima de otras consideraciones referidas, por ejemplo, a los intereses de otros o al bien común. En sexto lugar, que ese acceso prioritario no significa que los derechos vencen a cualquier otra pretensión en todo momento y en cualquier caso; los derechos se imponen (vale decir la voluntad de los titulares de los derechos es eficaz), en principio, frente a otras consideraciones. Qué alcance tiene la expresión ‘en principio’ es algo que no puede ser precisado; en todo caso, sea cual sea su alcance, parece claro que los casos en los que los derechos no vencen son la excepción (esto ocurre, por ejemplo, cuando el derecho de uno se enfrenta al derecho de otro). En séptimo lugar, que la clase en la cual se integran los individuos a los que se les otorgan los derechos está determinada, esto es, que los individuos se integran en un conjunto o en una clase de seres humanos (eventualmente la clase de todos los seres humanos) formada de acuerdo con criterios determinados.

 

 

 

 

 

 

 

3.- Los derechos humanos como derechos subjetivos. El concepto de derecho humano. El título, el objeto y la titularidad

3.1.- Los derechos humanos como derechos subjetivos

 

Las notas establecidas en la definición anterior caracterizan a todos los derechos subjetivos; esto es, a los derechos morales y a los derechos jurídicos, a los derechos humanos y a los derechos no humanos[18]. La distinción entre los derechos morales y los jurídicos ya tuvimos ocasión de verla: son derechos morales los que pertenecen a un sistema moral y son derechos jurídicos los que pertenecen a un sistema jurídico. Nos interesa ahora examinar la distinción entre los derechos humanos y aquellos que no lo son. Fundamentalmente porque es habitual afirmar que los derechos humanos se caracterizan por unas notas específicas (se dice que son universales, absolutos, e inalienables o irrenunciables) que no poseen los demás derechos, lo cual trae aparejada una serie de consecuencias sumamente importantes para sus titulares.

Sea esto así o no, en todo caso, tanto unos como otros, tanto los derechos humanos como los que no lo son, son derechos. Lo cual significa que tanto unos como otros son definidos de igual forma, como normas que establecen que un determinado estado de cosas debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración si los individuos a los que se otorga el derecho así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario, o en otros términos, como títulos que un sistema normativo otorga a determinados individuos para acceder a un determinado estado de cosas, cuando se considera que es bueno que tales individuos tengan tal acceso, si así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario, por encima (en principio) de cualquier otra consideración.

Lo que, según mi punto de vista, caracteriza de manera más clara a los derechos humanos frente a los otros derechos es la cuestión referida a su importancia. Los derechos humanos son los derechos subjetivos más importantes. Esta preeminencia deriva del hecho de que los objetos a los que se refieren estos derechos se consideran mucho más importantes que los objetos de los otros derechos. Decíamos antes que los derechos son establecidos por los sistemas normativos cuando se considera que un determinado estado de cosas es bueno y que es bueno que los individuos tengan acceso a ese estado si así lo desean. Pues bien, lo que caracteriza a los derechos humanos frente a los que no lo son es que los estados de cosas a los que se refieren se consideran extremadamente buenos (podríamos decir también radicalmente buenos o absolutamente buenos). Esto es así porque los derechos humanos se refieren a estados de cosas que tienen que ver con necesidades consideradas básicas para los seres humanos, tales como la vida, la libertad ideológica, la libertad religiosa, la intimidad, etc. Se entiende, pues, que no sólo es bueno que un individuo tenga acceso, por ejemplo, al estado de cosas conocido como vida (tal como se podría decir respecto del estado de cosas conocido como ‘recuperación del dinero prestado’); es que, además, se entiende que es básico, fundamental, primordial que el individuo tenga acceso a tal estado de cosas (algo que no se puede decir respecto de la recuperación del dinero prestado)[19].

La consecuencia de la extremada importancia del estado de cosas objeto del derecho es que tal derecho vence, prácticamente, a todas la pretensiones que se le puedan enfrentar. Esta característica es la que habitualmente se conoce con el nombre (creo que inadecuado) de absolutidad. Esto significa que la prioridad de acceso de los titulares a los estados de cosas descritos en los derechos es casi absoluta; es decir, que la expresión ‘en principio’ que aparece en la definición de derecho recoge muy pocas excepciones[20]. En otras palabras, su carácter absoluto consiste no en que vencen siempre (ese sería un significado estricto de ‘absoluto’ que no se puede predicar de ningún derecho), sino en que vencen prácticamente siempre, cosa que no se puede decir de los derechos que no son humanos. O en otros términos, la diferencia entre un derecho humano y otro que no lo es, es que en el caso del derecho humano el número de situaciones en las que el derecho es vencido por otra pretensión es sumamente pequeño, mientras que en el caso de los derechos que no son humanos el número de situaciones en las que el derecho es vencido por otra pretensión es, simplemente, pequeño.

Esta característica nos pone en contacto con otra no menos importante. Se dice que los estados de cosas que se consideran extremadamente buenos vienen referidos a la clase de todos los seres humanos. Es decir, que se entiende que los titulares de los derechos humanos no pertenecen a una subclase de seres humanos formada de acuerdo con algún criterio específico (por ejemplo, el de los seres humanos que han prestado dinero), sino a la clase general de los seres humanos formada de acuerdo con el criterio de pertenencia al género humano. En este sentido se afirma, pues, que los derechos humanos son universales[21]. Es posible, como advierte Nino (1989: 44-45), que una afirmación de este género nos aboque a un especismo consistente en defender la idea de que los titulares de los derechos humanos son los seres humanos porque nos parece bien. Con todo, es lo cierto (al menos históricamente) que los derechos humanos se adscriben a los seres humanos porque nos parece bien. Cosa distinta es que tengamos que analizar por qué nos parece bien y fundamentarlo, pero el hecho es que nos parece bien que así sea. Nos parece bien, podríamos decir, que los titulares de los derechos humanos sean los seres que calificamos de humanos porque derivan de otros seres humanos.

No obstante, respecto de esta idea común conviene hacer algunas aclaraciones. Creo que la característica de la universalidad puede ser entendida de diferentes maneras. Por un lado, se puede entender que decir que los derechos humanos son universales significa decir, como acabamos de ver, que sus titulares son todos los seres humanos. Ahora bien, esto sólo es cierto si el sistema normativo en el que se integran los derechos humanos es válido para todos los seres humanos. Veíamos antes que los derechos subjetivos son instrumentos creados por los sistemas normativos; que son, en definitiva, normas; y que, en este sentido, podemos hablar de derechos morales y de derechos jurídicos en función de que tales derechos pertenezcan a un sistema moral o a un sistema jurídico. Hemos visto después que una clase de los derechos es especialmente importante porque se refiere a bienes fundamentales (o a necesidades básicas) de los seres humanos. Esto hace que el conjunto de los derechos pueda subdividirse en dos clases: la de los derechos humanos y la de los derechos que no son humanos. Dicha división efectuada con base en la importancia del objeto de los derechos no anula la división realizada con base en el sistema normativo en el que los derechos se integran. De este modo, nos encontramos con dos criterios de diferenciación (el referido a los sistemas y el referido a la importancia del objeto) que combinados dan lugar a cuatro tipos de derechos: los derechos humanos morales, los derechos humanos jurídicos, los derechos no humanos morales y los derechos no humanos jurídicos. Y de acuerdo con los criterios establecidos, habría que decir que la diferencia que existe entre los derechos humanos morales y los derechos humanos jurídicos es que los primeros pertenecen a un sistema moral mientras que los segundos pertenecen a un sistema jurídico. De ello se deduce que cualquier referencia a los titulares de los derechos tiene que derivar del examen de los destinatarios del sistema normativo (o del examen de la validez del sistema normativo en relación con sus destinatarios), puesto que los derechos son normas integradas en los sistemas normativos; y que la posible diferencia entre los titulares de los derechos humanos morales y los derechos humanos jurídicos no es sino un reflejo de la diferencia entre los destinatarios del sistema normativo moral y los destinatarios del sistema normativo jurídico (o entre la validez de uno y otro sistema en relación con sus destinatarios).

Por eso constituye una imprecisión afirmar que los derechos humanos son universales (en el sentido de que tienen por titulares a todos los seres humanos) sin hacer ninguna referencia a los sistemas normativos en los que se integran. Que los derechos humanos son universales (en este sentido absoluto, esto es, que sus titulares son todos los seres humanos) sólo es cierto si también lo es que el sistema normativo en el que se integran tiene una validez universal (es decir, que tiene por destinatarios a todos los seres humanos). En el caso de los sistemas jurídicos nacionales podemos decir que los derechos humanos integrados en ellos no son universales puesto que tales sistemas no tienen validez universal. Los titulares de tales derechos son sólo aquellos individuos que se incluyen en el ámbito de aplicación del sistema. Y en el caso de los sistemas jurídicos internacionales se puede ir ampliando el conjunto de los seres humanos titulares de los derechos humanos que en ellos se establecen hasta abarcar eventualmente a toda la humanidad. En tal supuesto, esto es, si se admite la validez universal de un sistema jurídico internacional, se puede decir que los derechos humanos integrados en tal sistema son universales.

Lo mismo se puede decir respecto de los sistemas morales. Si hablamos de sistemas normativos morales cuya validez no es universal, es decir, que no tienen como destinatarios de sus normas a todos los seres humanos, habrá que aceptar que los derechos humanos incluidos en ellos no son universales, esto es, que sus titulares no son todos los seres humanos, sino sólo aquellos que se encuentran incluidos en el conjunto de individuos destinatarios de las normas del sistema. Si, en cambio, defendemos la idea de un sistema moral con validez universal, entonces podremos decir que los destinatarios de las normas de este sistema son todos los seres humanos y que los titulares de los derechos humanos que se incluyen en él también son todos ellos, esto es, que los derechos humanos son universales.

Cuando se dice, pues, que los derechos humanos son universales, creo que se da por supuesto que se está hablando de un sistema normativo que tiene validez universal. Pero esta es una afirmación que tiene que ser fundamentada, por lo que en rigor habría que decir que si se considera que el sistema normativo al que se hace referencia (habitualmente el sistema moral) tiene validez universal entonces los derechos humanos integrados en él son universales.

En suma, pues, no parece adecuado afirmar, con el significado que acabamos de mencionar, que los derechos humanos son universales, como si se estuviera haciendo una descripción de algo que existe con independencia de los sistemas normativos creados por los seres humanos.

Pero, en segundo lugar, existe otra forma de entender la característica de la universalidad. Se puede entender que decir que los derechos humanos son universales significa decir que sus titulares son todos los seres humanos destinatarios de las normas del sistema en el que los derechos se integran. Con ello se marcaría una diferencia, dentro del propio sistema normativo, entre los derechos que no son humanos y los que sí lo son. Sin perder de vista el conjunto general de los destinatarios del sistema, la clase de los titulares de los derechos no humanos sería un subconjunto del conjunto general. Subconjunto que estaría formado por distintos individuos dependiendo del derecho de que se tratara: si hablamos del derecho a la devolución de lo prestado, el conjunto de los prestamistas; si hablamos del derecho a recibir la cosa después de haber pagado un precio por ella, el conjunto de los compradores; etc. En otras palabras, tales subconjuntos se formarían de acuerdo con los criterios que caracterizasen a los titulares de los derechos: ser prestamista, ser comprador, etc. Por su parte, la clase de los titulares de los derechos humanos estaría formada por el conjunto general de los destinatarios del sistema. O en otros términos, el conjunto de los titulares se formaría no en función de unas características contingentes, sino de acuerdo con el criterio ‘ser un individuo perteneciente al género humano’. Creo que este puede ser el sentido más cabal de ‘universal’. Los derechos humanos son universales porque, teniendo por objeto el acceso a bienes considerados básicos para los individuos, sus titulares, destinatarios de las normas del sistema normativo en el que los derechos se integran, vienen caracterizados por la única nota distintiva de ‘ser individuos pertenecientes al género humano’. Es decir, que precisamente porque el objeto de los derechos humanos tiene que ver con bienes esenciales para los seres humanos los titulares de tales derechos son los seres humanos, cosa que no ocurre en el caso de los derechos que no son humanos, los cuales, al no tener por objeto bienes considerados esenciales para los seres humanos, pueden tener por titulares subconjuntos de seres humanos caracterizados por notas diversas (en otras palabras, que puede haber seres humanos que no posean tales derechos dado que no se refieren a bienes básicos).

De esta característica de la universalidad deriva una tercera que examinaremos más abajo; me refiero a la de la inalienabilidad o irrenunciabilidad de los derechos humanos. Se dice que los derechos humanos, y no otros, son inalienables o irrenunciables. Cuando decimos que algo es inalienable queremos decir que tal cosa no se puede enajenar[22], es decir, que no se puede pasar o transmitir su dominio a otro o que es una cosa de la cual no podemos privarnos o desposeernos[23]. Por su parte, cuando decimos que algo es irrenunciable queremos decir que no podemos hacer dejación voluntaria, dimisión o apartamiento de ese algo o que no podemos privarnos o prescindir de ello[24]. Creo que cuando se menciona esta característica de los derechos humanos se está queriendo decir que sus titulares no pueden prescindir, desposeerse o privarse de ellos de la manera que fuere; que no pueden renunciar a tenerlos, que no pueden venderlos, cederlos o usarlos como moneda de cambio para ninguna transacción. Creo que esta idea se puede recoger sin imprecisiones intolerables en el término ‘irrenunciabilidad’. Y creo que cuando se habla de la irrenunciabilidad se quiere decir también que sus titulares desean siempre acceder al estado de cosas descrito en el derecho, es decir, que los terceros tienen siempre el deber de respetar ese acceso.

Esto se ve claramente, por ejemplo, en el caso de la eutanasia. Una de las objeciones planteadas a la práctica de la eutanasia consiste en sostener que los sujetos pasivos de las eutanasias son titulares del derecho a la vida; que como tales, no pueden renunciar a él, es decir, que hay que entender que siempre desean acceder al estado de cosas conocido como ‘vida’; y que, por tanto, los terceros tienen el deber de permitir tal acceso y no pueden impedirlo de ningún modo; en particular, que los sujetos activos de las eutanasias no pueden privar de la vida a los sujetos pasivos. Decir, pues, que el derecho a la vida es un derecho humano irrenunciable es decir que nadie puede (obviamente en sentido normativo) privar de la vida a ningún individuo, esto es, que todos tienen el deber de respetar la vida de los demás, y que ni siquiera el propio titular del derecho puede exonerar a los demás de ese deber y permitir que otro le quite la vida, porque el titular del derecho no puede renunciar a él, porque el derecho, en definitiva, es irrenunciable. En otros términos se podría decir: puesto que los terceros tienen el deber de respetar la vida del titular del derecho a la vida precisamente porque tal persona es titular del derecho (es decir, puesto que el deber de respetar la vida deriva del derecho a la vida), entonces sólo podrían dejar de tener tal deber si el titular del derecho a la vida dejara de tener tal derecho; pero es así que el titular del derecho a la vida no puede dejar de tener tal derecho (dado que es irrenunciable), por lo que los terceros no pueden verse nunca exonerados de su deber.

La argumentación es ingeniosa, pero creo que errónea, como veremos a continuación. Desde luego, se puede decir que los derechos humanos son irrenunciables (o inalienables) y que los derechos no humanos no lo son. Esto significa que si uno es titular de un derecho no humano puede utilizar ese derecho como moneda de cambio, puede cederlo a otras personas, o puede renunciar a él y dejar de tenerlo, mientras que todo esto no puede hacerlo si el derecho de que se trata es un derecho humano; en este caso, el titular no puede utilizarlo como moneda de cambio, no puede venderlo o cederlo y no puede renunciar a él. En el caso de los derechos no humanos uno puede ser titular en un momento dado y, de acuerdo con una manifestación válida de su voluntad, dejar de serlo al momento siguiente. En el caso de los derechos humanos, en cambio, uno no puede dejar de ser su titular por más que quiera o por más manifestaciones de voluntad que haga. Ello se puede derivar (sólo en parte) del hecho de que los titulares de los derechos humanos son todos los individuos (destinatarios del sistema normativo), es decir, del hecho de que los derechos humanos son universales. Dicho de otro modo, dado que el criterio utilizado para delimitar el conjunto de titulares de los derechos humanos es el de ‘pertenecer al género humano’, es difícil dejar de ser titular de tales derechos; cosa que sí se puede hacer cuando el criterio utilizado tiene que ver con una característica contingente, como ocurre en el caso de los derechos no humanos.  

Pero de sostener que los derechos humanos son irrenunciables en este sentido a afirmar que puesto que son irrenunciables el acceso al estado de cosas descrito en el derecho siempre debe ser hay un salto que no es, ni mucho menos, evidente. Creo que cuando se afirma esto se está dejando de lado el aspecto de la voluntad de los titulares, que en los derechos es primordial, y se está confundiendo el título con el objeto del derecho.

 

 

3.2.- El concepto de derecho humano. El título, el objeto y la titularidad

 

Puestas así las cosas, se puede definir ‘derecho humano’ del siguiente modo. Un derecho humano a x es una norma que establece que el estado de cosas conocido como x (que está referido a las necesidades humanas básicas) debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración si los individuos a los que se otorga el derecho (los seres humanos destinatarios del sistema normativo en el que se integra) así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario. En otros términos, un derecho humano a x es un título que un sistema normativo otorga a todos los seres humanos destinatarios de ese sistema para acceder a x, cuando se considera que es bueno que tales individuos tengan tal acceso a x, si así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario, por encima (en principio) de cualquier otra consideración.

Como vemos, esta definición permite afirmar que los derechos humanos son casi absolutos (o absolutos prima facie) y que son universales.

No es tan fácil afirmar que son irrenunciables en el sentido expuesto más arriba. Para analizar esta cuestión conviene tener en cuenta la distinción entre el título que supone el derecho y el objeto al que se refiere ese título.

Acabamos de ver que el derecho es una norma, es decir, un marco de deber ser; que esa norma se refiere de una manera muy especial a la voluntad de determinados individuos que son los titulares del derecho; y que dada esta referencia especial a la voluntad de los titulares no parece descabellado afirmar que el derecho plasmado en la norma es un título. Un título otorgado mediante una norma que estipula que debe ser que puede ser un estado de cosas. Un título en el que se establece que debe ser un estado de cosas si el titular así lo desea. En otras palabras, nos encontramos con dos elementos diferenciados: uno, el marco de deber ser, es decir, la norma que establece que debe ser que puede ser en función de la voluntad del titular; dos, el estado de cosas, esto es, aquello que dice la norma que debe ser que puede ser. 

Y aún se puede hablar de un tercer elemento: el de la titularidad.

En suma, una cosa es la norma que establece un deber ser; otra, el estado de cosas que la norma dice que debe ser que puede ser; y otra, aquellos individuos a los que va dirigido ese poder para que el estado de cosas deba ser. La primera es la norma, o si se quiere, el título; la segunda es el objeto de la norma; y la tercera es la titularidad, es decir, la adscripción individual del título.

¿Qué es entonces lo irrenunciable? ¿qué es aquello a lo que no se puede renunciar? ¿sólo es irrenunciable el título? ¿lo es sólo el objeto? ¿quizá sólo la titularidad? ¿tal vez las tres cosas?

 

 

 

4.- Los caracteres de los derechos humanos: la irrenunciabilidad

 

Aquellos que defienden la irrenunciabilidad de los derechos humanos en el sentido expuesto más arriba entienden, según creo, de un modo equivocado, que la adscripción del título irrenunciable forma una barrera de protección del objeto frente a cualquier ataque que el titular no puede desactivar. De acuerdo con este planteamiento la norma que establece el derecho vendría a decir: que un estado de cosas (que está referido a las necesidades humanas básicas) debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración si los individuos a los que se otorga el derecho (los seres humanos destinatarios del sistema normativo en el que se integra) así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario, siendo así que nunca pueden manifestar lo contrario. En otros términos, podría decirse que un derecho humano a x es un título que un sistema normativo otorga a todos los seres humanos destinatarios de ese sistema para acceder a x, cuando se considera que es bueno que tales individuos tengan tal acceso a x, si así lo desean o mientras no manifiesten lo contrario, por encima (en principio) de cualquier otra consideración, entendiendo que los individuos no pueden querer no acceder.

Esto es lo que sucede, como veíamos antes, cuando se trata del derecho a la vida en el caso de la eutanasia. Lo que se defiende es que los individuos tienen un derecho a la vida que establece que debe ser que pueden acceder al estado que conocemos como ‘vida’ siendo así que no pueden querer no acceder. Es decir, que tanto la norma como el objeto y la titularidad son irrenunciables. De esta manera se distinguen los derechos humanos de los que no lo son, puesto que en el caso de los derechos que no son humanos el objeto del derecho y la titularidad son renunciables. No así la norma, que en ambos casos es irrenunciable.

En efecto, si tomamos el derecho a que a uno le devuelvan lo prestado, podemos afirmar que la norma establece que debe ser que a uno le devuelvan lo prestado si así lo desea. Esta es una norma establecida por un sistema normativo y el individuo no puede renunciar a ella. Como destinatario del sistema de normas, el individuo no puede privarse de las normas a su antojo. La norma, como marco de deber ser que es, establece que debe ser x y debe ser x le guste a su destinatario o no; o establece que debe ser que puede ser x y debe ser que puede ser x lo quieran o no sus destinatarios. Es en este sentido en el que decimos que la norma es irrenunciable; en el sentido de que se impone, de que es válida, con independencia de la voluntad de los destinatarios del sistema; en el sentido de que los destinatarios no pueden invalidar o derogar la norma o renunciar a ella para que no se les aplique. La norma se aplica mientras sigan siendo destinatarios del sistema y cumplan las condiciones previstas para que la norma sea aplicada. En este caso, mientras sean titulares del derecho en cuestión ‘debe ser que a uno le devuelvan lo prestado si así lo desea’.

Ahora bien, esto no significa que uno no pueda renunciar al objeto del derecho, esto es, que uno no pueda renunciar a desear que le devuelvan el dinero prestado. El objeto del derecho es, pues, renunciable. El titular decide no acceder al estado de cosas descrito en el derecho; y mientras ocurre eso, tal estado de cosas no debe ser, que es exactamente lo que establece la norma, que el estado de cosas debe ser si el titular así lo desea; es así que no lo desea, luego no debe ser. Esto no significa que el titular haya renunciado a la titularidad perdiendo el derecho; sigue siendo titular del derecho pero ha renunciado a acceder al estado de cosas previsto en la norma. Esta renuncia suele ser temporal, por ejemplo, uno renuncia a que le devuelvan el dinero prestado durante un periodo de tiempo; pero también puede ser definitiva. La renuncia definitiva significa que uno decide no acceder nunca más al estado de cosas descrito en la norma y que, por lo tanto, tal estado de cosas no debe ser nunca, pero el titular sigue siendo titular. Supongamos, por ejemplo, que siendo titular del derecho a que me devuelvan lo prestado manifiesto mi deseo de no acceder a ese estado de cosas y decido encerrarme en una cueva con víveres suficientes para el resto de mis días, taponando la entrada con hormigón armado. En tan rocambolesco caso nunca más podría manifestar mi deseo de acceder al estado de cosas descrito en el derecho, es decir, nunca se dará el caso de que ese estado de cosas deba ser, pero yo sigo siendo titular del derecho hasta que desaparezca como individuo, de un derecho que nunca podré ejercer por haber renunciado definitivamente a su objeto.

Cosa distinta de esta renuncia es la renuncia a la titularidad. En los derechos no humanos el titular, aunque no puede renunciar a la norma, sí puede evitar verse afectado por ella renunciando a ser el titular. La renuncia a la titularidad supone una renuncia a que deba ser el acceso propio al estado de cosas descrito en el derecho. Respecto de mí, titular del derecho que renuncia, tal estado de cosas no debe ser. Renuncio a la titularidad y, por lo tanto, a la posibilidad de que la manifestación de mi voluntad sirva para que el acceso al estado de cosas deba ser, que es lo que la norma estipula. Supongamos que cedo mi derecho a que me devuelvan lo prestado; a partir de ese momento ya no debe ser que me devuelvan lo prestado a mí si así lo deseo, pues ya no soy el titular, sino que de debe ser que le devuelvan lo prestado  al individuo a quien cedí el derecho, que es ahora el nuevo titular, si así lo desea él. La norma sigue existiendo; no renuncio a la norma, puesto que si vuelvo a ser titular, la norma se aplicará de igual forma y deberá ser el acceso a ese estado de cosas si yo (nuevo titular del derecho) así lo deseo. A lo que renuncio es a la titularidad. Se puede pensar que ni siquiera renuncio a acceder al objeto; es decir, que ya no siendo titular, puedo desear que me devuelvan lo prestado; ahora bien, ese deseo de acceder a tal estado de cosas no es suficiente para que el acceso deba ser porque ya no soy el titular.

Esto es lo que, según creo, ocurre con los derecho no humanos.

En el caso de los derechos humanos, los que defienden la irrenunciabilidad en el sentido expuesto más arriba, pretenden que tanto la norma, como la titularidad y el objeto son irrenunciables. Es decir, que el titular de un derecho humano no puede dejar de ser titular y además no puede dejar de desear acceder al estado de cosas descrito en el derecho. Esto se ve de manera particularmente clara cuando se trata del derecho a la vida. Se dice que el titular del derecho a la vida no puede exonerar a otros del deber de respetar su vida porque el derecho del que es titular es irrenunciable, es decir, porque debe ser siempre el acceso al estado de cosas conocido como ‘vida’; puesto que debe ser siempre este acceso los demás deben siempre permitirlo. Esta es una forma curiosa de entender los derechos humanos en general, o el derecho a la vida en particular, porque si se dice que debe ser siempre el acceso al estado de cosas conocido como ‘vida’, la norma que establece el derecho queda de la siguiente manera: debe ser que puede ser el acceso de cosas conocido como ‘vida’ si el titular así lo desea, siendo así que se entiende que el titular siempre lo desea manifieste lo que manifieste. El titular no puede dejar de ser titular y además no puede dejar de querer acceder al objeto del derecho. Digo que es una forma curiosa de entender los derechos porque, según creo, de este modo dejan de ser derechos. Si la norma establece que algo debe ser si el individuo así lo quiere y establece también que el individuo así lo quiere, se deja poco espacio a la voluntad del individuo. En nada se diferencia una norma así de otra que estableciera un deber y dijera ‘debe ser el acceso a tal estado de cosas’.

Pero resulta que hablamos de derechos porque concedemos una importancia fundamental a la voluntad de los individuos; porque creemos que no es adecuado sin más proteger el acceso a un estado de cosas estipulando que deber ser tal acceso; porque estimamos que lo bueno no es que los individuos accedan a tal estado de cosas por encima de otras consideraciones, sino que si quieren puedan acceder a tal estado de cosas por encima de otras consideraciones. Si tenemos en cuenta esta voluntad, creo que hay que aceptar que el objeto de los derechos humanos es renunciable; tan renunciable como lo es el objeto de los derechos que no son humanos.

Así pues, entiendo que en el caso de los derechos no humanos la norma (que manifiesta la existencia del título) es irrenunciable mientras que tanto el objeto como la titularidad son renunciables; y que en el caso de los derechos humanos la norma y la titularidad son irrenunciables, pero no así el objeto, que es renunciable. Defiendo, por tanto, que los derechos humanos son irrenunciables sólo en el sentido fundamental (que lo diferencia de los demás derechos) de que su titularidad es irrenunciable.

Que la norma en la que se plasma el título es irrenunciable es algo que ya hemos visto al tratar de los derechos no humanos. La norma establece que debe ser que puede ser el acceso a un estado de cosas si el titular del derecho así lo desea, y mientras el titular del derecho sea destinatario de ese sistema normativo en el que el derecho se integra no podrá derogar o renunciar a tal norma; o sea, no podrá decir válidamente que es destinatario de todas las normas del sistema menos de ésta o de ésta otra; si es destinatario del sistema normativo, lo es de todas sus normas, es decir, todas sus normas son válidas respecto de él. En este aspecto tanto los derechos humanos como los no humanos son irrenunciables. Pero decir esto no es decir mucho, pues en la medida en que hablamos de normas de un sistema normativo tenemos que aceptar que los destinatarios lo son de todo el sistema, no de algunas normas a voluntad, y que, por tanto, mientras lo sean no pueden decidir qué normas son válidas y cuáles no.

Lo que diferencia a un derecho humano de otro que no lo es, es que la titularidad del derecho humano es irrenunciable mientras que la del derecho no humano es renunciable. Veíamos antes que el titular del derecho a que le devuelvan a uno lo prestado puede dejar de serlo (renuncia a seguir siéndolo) cediendo su derecho a otro individuo que a partir de ese momento se convierte en nuevo titular. Esto no significa que renuncie a acceder al estado de cosas descrito en el derecho, sino que renuncia a que sea su voluntad la que valga para que el acceso a tal estado de cosas deba ser. Eso es lo que no se puede hacer en el caso de los derecho humanos.

Cuando estamos ante un derecho humano estamos ante un derecho que se adscribe a todos los individuos destinatarios del sistema normativo en el que el derecho se integra. En otras palabras, mientras que en el caso de un derecho no humano como el derecho a que le devuelvan a uno lo prestado son titulares aquellas personas que han prestado algo o aquellas que han recibido el título de una persona que era titular, en el caso de un derecho humano son titulares todos los individuos por el hecho de pertenecer al género humano. No se puede, pues, dejar de ser titular cediendo el derecho. La única manera que existe de dejar de ser titular es dejar de ser destinatario del sistema normativo. Y si hablamos de un sistema normativo que tiene validez universal (como se hace cuando se habla de una moral universalmente válida) en el sentido de que sus destinatarios son todos los seres humanos, entonces no hay posibilidad de dejar de ser titular de los derechos humanos que el sistema concede.

Esta irrenunciabilidad a la titularidad del derecho no significa una irrenunciabilidad al objeto del derecho. Esto es, que uno no pueda desembarazarse de la adscripción de un derecho no significa que siempre desee acceder al estado de cosas descrito en la norma. O en otras palabras, que del hecho de que la norma establezca que debe ser el acceso a un determinado estado de cosas si los titulares así lo desean siendo así que los titulares son todos los individuos destinatarios del sistema y no pueden dejar de serlo, no se deduce que los titulares desean siempre acceder a ese estado de cosas. Pueden, pues, desear no acceder y seguir siendo titulares. Cuando esto sucede, y de acuerdo con lo establecido en la norma, el acceso al estado de cosas descrito no debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración. Desde luego, puede ser, pero ya no debe ser porque no es así que el titular quiera acceder al estado de cosas descrito.

Creo que esta forma de entender los derechos humanos es más coherente con el hecho de que cuando hablamos de un derecho estamos dando una importancia fundamental a la voluntad de sus titulares. Si no fuera así, bastaría con imponer a todos los individuos el deber de respetar un determinado estado de cosas; pero no hacemos eso, sino que concedemos un derecho, con la intención, creo, de dar entrada a la voluntad de los individuos.

La consecuencia de esto es que si el titular no quiere acceder al estado de cosas descrito en la norma, el estado de cosas deja de ser debido y, por tanto, los demás no tienen el deber de permitir tal estado y pueden obstaculizarlo o impedirlo. Otra consecuencia es que esa obstaculización o ese impedimento no violan el derecho del titular. La norma establece que el acceso al un determinado estado de cosas es debido si el titular quiere; es decir, que si quiere acceder, debe ser ese acceso y está mal que otros lo impidan o lo obstaculicen; es decir, que esos otros tienen el deber de no impedir o de no obstaculizar tal acceso. Pero si el titular no quiere el acceso, el acceso no es debido y no hay posibilidad alguna de impedir u obstaculizar un acceso que no existe. En el caso de un derecho no humano el titular puede renunciar a la titularidad, pero no al objeto, de tal manera que puede querer el acceso al estado de cosas descrito en el derecho pero ese acceso ya no debe ser; esto es, existe el acceso pero ya no debe ser, lo cual significa que puede ser impedido u obstaculizado. En el caso de un derecho humano, en cambio, el titular no puede renunciar a la titularidad, sino sólo al objeto, o sea, al acceso; y en la medida en que esto sucede así no puede querer acceder sin ser titular; o en otros términos, puede renunciar a acceder, pero puesto que no puede renunciar a la titularidad, si decide acceder lo hace siempre como titular del derecho; y si lo hace siempre como titular del derecho eso significa que el acceso a ese estado de cosas siempre debe ser cuando el titular así lo quiera. En otras palabras, que no es posible hablar de un impedimento o de una obstaculización válida del acceso, porque o bien el deseo de acceder existe (y por lo tanto quien accede lo hace como titular) y entonces el acceso debe ser y cualquier impedimento u obstaculización debe no ser; o bien el deseo de acceder no existe y entonces el acceso no debe ser y, de hecho, no puede existir tal acceso puesto que el titular no puede querer acceder sin ser titular, y, por tanto, no se puede hablar de impedimentos u obstaculizaciones que deban no ser; es decir, no se puede hablar de violaciones del derecho. Un derecho humano sólo se puede violar cuando el titular desea acceder al estado de cosas descrito y un tercero se lo impide; se puede decir que debe ser ese acceso porque el titular así lo quiere y que no puede ser porque un tercero está impidiendo que sea, es decir, está incumpliendo el deber de permitir que ese estado de cosas sea. Si el titular no desea acceder, ese estado de cosas no debe ser y, por tanto, los demás no tienen el deber de permitir que el estado de cosas sea.

Que los derechos humanos pueden entenderse así, puede verse más claro con los siguientes ejemplos. Pensemos en el derecho a la libertad ambulatoria, esto es, en la norma que establece que debe ser el estado de cosas conocido como ‘libertad ambulatoria’ si el titular del derecho (todos los seres humanos destinatarios del sistema normativo) así lo desea o mientras no manifieste lo contrario, por encima (en principio) de cualquier otra consideración. Como sabemos, es un derecho irrenunciable en el sentido de que su titular no puede dejar de serlo, que no puede venderlo, cederlo o usarlo como moneda de cambio. Esto no significa que no pueda renunciar al objeto del derecho; que no pueda renunciar al acceso a ese estado de cosas que se conoce con el nombre de ‘libertad ambulatoria’. Puede hacerlo, en primer lugar, de una manera temporal. Puede meterse en una cueva y decidir no salir en un determinado periodo de tiempo. ¿Podemos decir que ha perdido el derecho durante ese tiempo? Entiendo que no. Sigue siendo titular y por lo tanto sigue estando en posesión del derecho. Que esto es así lo muestra el hecho de que si en algún momento durante ese periodo de encierro decide salir de la cueva, nadie puede impedírselo; es decir, que si en algún momento decide acceder a ese estado de cosas que hemos denominado ‘libertad ambulatoria’, ese estado de cosas debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración, y los demás tienen el deber de no impedir que ese estado de cosas sea.

En segundo lugar, puede renunciar al acceso de una manera definitiva. Supongamos que tal individuo se mete en una cueva con víveres suficientes para pasar el resto de sus días y tapona la entrada de la cueva con hormigón armado o pide a un albañil que lo haga. Ya nunca más podrá salir de la cueva; ya nunca más podrá acceder al estado de cosas que conocemos como ‘libertad ambulatoria’. ¿Podemos decir que en este caso ha perdido el derecho? Entiendo que no. Sigue siendo titular y por lo tanto sigue estando en posesión del derecho. Que esto es así lo muestra el hecho de que si durante su cautivo, permanente e irrevocable, se produce un corrimiento de tierras y la entrada de la cueva queda abierta y el individuo decide salir, nadie puede válidamente impedírselo; es decir, que si en ese momento decide acceder al estado que conocemos con el nombre de ‘libertad ambulatoria’, ese acceso debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración y nadie lo puede impedir. En otras palabras, tal individuo no había perdido su derecho, no había renunciado a él, sólo renunció (aparentemente de forma irrevocable) a acceder al estado de cosas descrito en el derecho, pero continuó en posesión del derecho, que no pudo ejercer, de hecho, hasta que se dieron las condiciones adecuadas. Dicho sea de paso, el hecho de que en la entrada de la cueva se sitúe un albañil dedicado a levantar una pared de ladrillo pegada al muro de hormigón no impide el acceso del titular al estado de cosas conocido como ‘libertad ambulatoria’ hasta que el titular decide acceder a tal estado; mientras tanto, podemos decir que el albañil ayuda a que el acceso no se produzca, pero no viola ningún derecho ni incumple ningún deber.

Esto, que se dice del derecho a la libertad ambulatoria se puede decir también del derecho a la vida. El titular del derecho a la vida puede renunciar a acceder al estado de cosas que conocemos como ‘vida’ de una manera temporal, como en el ejemplo del ritual de primavera del que habla Feinberg (1990); y puede renunciar también de una manera definitiva. En el primer caso, se puede decir que el titular nunca perdió el derecho. Lo muestra así el hecho de que si en algún momento el individuo decide acceder al estado de cosas denominado ‘vida’, diríamos que ese estado de cosas debe ser y que nadie debe impedirle el acceso.  

En el segundo caso, creo que también se puede decir que el titular no perdió el derecho. Imaginemos que decide no acceder nunca más y de manera irrevocable a ese estado de cosas que denominamos ‘vida’ (de manera similar al que se encerró en la cueva para siempre). Para lograr su propósito se quita la vida o le pide a un tercero que le quite la vida (de forma análoga a como el individuo del ejemplo anterior pidió a un albañil que taponara la entrada de la cueva). ¿Podemos decir que ahora perdió su derecho? Creo que no. Sólo decidió no acceder al estado de cosas descrito en la norma de una manera definitiva; renunció al acceso de una manera definitiva, pero no a la titularidad. Que esto es así lo puede mostrar el hecho siguiente. Aceptemos que, por ejemplo, la doctrina católica está en lo cierto y que en un momento dado se producirá la resurrección de la carne. Si esto es así, llegará el día en que tal persona muerta hoy viva de nuevo. Pues bien, si en ese momento decidiera acceder al estado de cosas que conocemos como ‘vida’ (permanecer en él) y alguien se lo impidiera, ¿no diríamos que ese alguien hace mal?; es decir, ¿no diríamos que el acceso a tal estado de cosas debe ser por encima (en principio) de cualquier otra consideración? ¿y no es eso lo mismo que decir que tal individuo sigue teniendo un derecho a la vida?; o en otras palabras, ¿no es eso lo mismo que decir que no renunció a ser titular del derecho a la vida, es decir, que nunca lo perdió? Si lo entendemos así podremos decir que en este caso el titular del derecho a la vida renunció a acceder al estado de cosas descrito en la norma, pero no renunció a la titularidad del derecho. Ocurre que muerto el individuo no hay sujeto al que adscribir derechos, pero en rigor la renuncia no es a la titularidad sino al acceso. Algo similar se podría decir en el caso del individuo que se encierra para siempre en la cueva. Tal vez llegue el momento en que, si por el motivo que sea no es posible averiguar si está o no vivo, haya que declararlo muerto y en consecuencia ya no sea posible adscribirle derechos, pero en rigor tal individuo nunca renunció a la titularidad del derecho, sino al acceso. Y si se produce el mencionado corrimiento de tierras tendremos que decir que sigue teniendo el derecho a la libertad ambulatoria que nunca perdió. Tal vez se nos represente más cierto que se produzca un corrimiento de tierras que el que se produzca la resurrección de la carne, pero eso no impide, creo, hacer una argumentación similar. El que decide no acceder nunca más al estado de cosas que conocemos como ‘vida’ no renuncia a la titularidad del derecho (no puede hacerlo); renuncia definitiva e irrevocablemente a su ejercicio.  

Por cierto que el tercero que le ayuda a no acceder no viola su derecho ni impide su acceso, puesto que el titular no desea acceder y por tanto el acceso no debe ser (es más, no existe). Sólo violará su derecho cuando el titular quiera acceder y el tercero se lo impida, porque entonces sí será debido ese estado de cosas por encima (en principio) de cualquier otra consideración.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

·       ÁLVAREZ GÁLVEZ, I. (2000a), “Las relaciones entre Derecho y moral: la disputa iusnaturalismo ­ positivismo como una disputa verbal”, Revista da Faculdade Mineira de Direito, vol. 3, nº 5 y 6, 2000, pgs. 83­107. 

·       ÁLVAREZ GÁLVEZ, I. (2000b), “Sobre el concepto de deber jurídico de Hans Kelsen”, Boletín de la Facultad de Derecho de la UNED, núm. 16, 2000, pgs. 15­57.

·       ÁLVAREZ GÁLVEZ, I. (2001), “Sobre el concepto de derecho subjetivo de Hans Kelsen”, Boletín de la Facultad de Derecho de la UNED, núm. 17, 2001, pgs. 27-74.

·       ARA PINILLA, I. (1990), Las transformaciones de los derechos humanos, Madrid, Tecnos, 1990.

·       ATIENZA, M. y RUIZ MANERO, J. (1987), “A propósito del concepto de derechos humanos de Francisco Laporta”, Doxa, núm. 4, 1987, pgs. 67-69.

·       BOBBIO, N. (1995), El problema del positivismo jurídico, México, Fontamara, 1995 (trad. esp. Ernesto Garzón Valdés).

·       CALVO GARCÍA, M. (1992), Teoría del Derecho, Madrid, Tecnos, 1992.

·       DÍAZ, E. (1982), Sociología y Filosofía del Derecho, 2ª ed., Madrid, Taurus, 1982.

·       Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, 21ª ed., Madrid, Espasa, 1992.

·       FEINBERG, J. (1990), “Eutanasia voluntaria y el derecho inalienable a la vida”, Anuario de Derechos Humanos, núm. 7, 1990, pgs. 61-78 (trad. esp. Rocío Villanueva) (public. en Philosophy and Public Affairs, 7, núm. 2, 1978).

·       GEWIRTH, A. (1984), “Are there any Absolute Rights?”, en J. Waldron (ed.), Theories of Rights, s.l., Oxford University Press, 1984, pgs. 91-109.

·       HART, H. L. A. (1980), “El positivismo y la independencia entre el Derecho y la moral”, en Ronald Dworkin (comp.), La Filosofía del Derecho, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, pgs. 35-74.

·       HOHFELD, W. N. (1995), “Some Fundamental Legal Conceptions as Applied to Judicial Reasoning”, 23 Yale Law Journal, 16, 1913 (trad. esp. Genaro R. Carrió, Conceptos jurídicos fundamentales, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968, México, Distribuciones Fontamara, 1995).

·       KANT, I. (1994), Metaphysik der Sitten, s.l., 1797 (trad. esp. Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho, La metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 1994).

·       LAPORTA SAN MIGUEL, F. J. (1987), “Sobre el concepto de derechos humanos”, Doxa, núm. 4, 1987, pgs. 23-47 y 71-77.

·       LUMIA, G. (1989), Lineamenti di teoria e ideologia del Diritto, s.l., A. Giuffrè Ed., 1973 (trad. esp. Alfonso Ruiz Miguel, Principios de Teoría e ideología del Derecho, Madrid, Debate, 1989).

·       LYONS, D. (1984), “Utility and Rights”, en J. Waldron (ed.), Theories of Rights, s.l., Oxford University Press, 1984.

·       MARTIN, R. y NICKEL, J. W. (1980), “Recent Work on the Concept of Rights”, American Philosophical Quarterly, vol. XVII, núm. 3, Julio 1980, pgs. 165-180.

·       NIETZSCHE, F. (1988), Verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Grupo Editorial Marte, 1988 (trad. esp. Edmundo Fernández González y Enrique López Castellón).

·       NINO, C. S. (1983), Introducción al análisis del Derecho, Barcelona, Ariel, 1983.

·       NINO, C. S. (1989), Ética y derechos humanos, Barcelona, Ariel, 1989.

·       NINO, C. S. (1994), Derecho, moral y política, Barcelona, Ariel, 1994.

·       PÉREZ LUÑO, A. E. (1984), Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, Madrid, Tecnos, 1984.

·       PECES-BARBA MARTÍNEZ, G. (1991), Curso de derechos fundamentales, Madrid, Eudema, 1991.

·       STOLJAR, S. (1984), An Análisis of Rights, Hong Kong, MacMillan Press Ltd., 1984.

·       TOMASIO, C. (1994), Fundamenta Iuris Naturae et Gentium, s.l., 1705 (trad. esp. Salvador Rus Rufino y Mª Asunción Sánchez Manzano, Fundamentos del Derecho natural y de gentes, Madrid, Tecnos, 1994).

·       WELLMAN, C. (1982), Morals and Ethics, s.l., Scott, Foresman and Company, 1975 (trad. esp. Jesús Rodríguez Marín, Morales y éticas, Madrid, Tecnos, 1982).

·       WHITE, A. R. (1984), Rights, Oxford, Clarendon Press, 1984.



[1] Dice Nietszche (1988: 3): “En un apartado rincón del universo donde brillan innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que unos animales inteligentes descubrieron el conocimiento. Fue el minuto más engreído y engañoso de la “historia universal”, aunque, a fin de cuentas, no dejó de ser un minuto. Tras un breve respiro de la naturaleza, aquel astro se heló y los animales inteligentes hubieron de morir. Aunque alguien hubiera ideado una fábula así, no habría ilustrado suficientemente el estado tan sombrío, lamentable y efímero en que se encuentra el intelecto humano dentro del conjunto de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existió, y cuando desaparezca, no habrá ocurrido nada, puesto que ese intelecto no tiene ninguna misión que vaya más allá de la vida humana. Únicamente es humano, y sólo su creador y poseedor lo considera tan patéticamente como si fuera el eje del mundo”.

[2] Por supuesto, al hablar de un sistema moral no se quiere decir con esto que en cada grupo social exista un único sistema de normas morales; habitualmente coexisten varios, en ocasiones incompatibles.

[3] Nino (1994) menciona varias conexiones entre el Derecho y la moral. Por un lado, se refiere a una conexión conceptual, dado que cualquier concepto de Derecho que pueda darse es tributario de una concepción moral determinada. Por otro lado, menciona la conexión justificatoria, pues las razones que justifican un sistema jurídico no pueden encontrarse en el sistema mismo (que sólo provee de razones operativas) sino en el sistema moral en el que ese Derecho se enmarca. En tercer lugar, se refiere a la conexión interpretativa, pues toda interpretación del Derecho se efectúa, a la postre, desde la moral.

[4] Pueden consultarse al respecto por ejemplo Bobbio (1995), Hart (1980) o Nino (1983). Unos apuntes sobre el estado de la cuestión también en Álvarez Gálvez (2000a).

[5] Dice Tomasio: “La norma universal de las acciones cualesquiera y proposición fundamental del Derecho natural y de gentes, considerado en sentido lato, es: ‘hay que procurar cuanto haga la vida de los hombres lo más larga y feliz que sea posible; hay que evitar cuanto hace infeliz la vida y acelera la muerte’” (1994: 250). Continúa más adelante: “Nadie puede vivir tranquila ni loable, ni agradable, ni satisfactoriamente si no vive con honestidad, decoro y justicia. El sabio enseñará que no existe una verdadera suavidad ni placer en la vida si estos no son honestos, que ninguna vida merece alabanza si no es decorosa, que ninguna vida obtiene verdadera satisfacción si no es justa” (1994: 255). Y prosigue: “La vida honesta, con su suavidad y placer, combate muy vigorosamente las ásperas delicias y los enojosos goces de la sensualidad. La vida decorosa, con su loabilidad, combate las ansias nada loables de la ambición. Finalmente una vida justa, con la satisfacción que produce, ahoga la sed insaciable de la avara insatisfacción. Como todos estos tres afectos viciosos imposibilitan la paz interna o tranquilidad de ánimo, y si se vierten en las acciones externas turban la paz con otros hombres, es muy difícil que unos hombres impulsen a otros a conservar la paz externa, y también remedian estos defectos con una vida honesta, decorosa y justa. Honesta con vistas a la paz interna; decorosa para que otros se animen a prestarnos ayuda y a promover la paz externa; justa para que otros no se vean incitados a perturbar la paz externa” (1994: 256). Finalmente: “Así, en primer lugar, el principio de la honestidad es éste: ‘Te harás a ti mismo lo que quieras que otros se hagan a sí mismos’. El principio del decoro: ‘Harás a otros lo que quieres que otros te hagan a ti’. El principio de la justicia: ‘No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti’” (1994: 258).

[6] Dice Kant (1994: 23-24): “Por consiguiente, atendiendo a los móviles, la legislación puede ser diferente [...]. La legislación que hace de una acción un deber y de ese deber, a la vez, un móvil, es ética. Pero la que no incluye al último en la ley y, por tanto, admite también otro móvil distinto de la idea misma del deber, es jurídica”. Y continúa más adelante: “Los deberes nacidos de la legislación jurídica sólo pueden ser externos, porque esta legislación no exige que la idea de este deber, que es interior, sea por sí misma fundamento de determinación del arbitrio del agente y, puesto que ella, sin embargo, necesita un móvil adecuado para la ley, sólo puede ligar móviles externos con la ley. Por el contrario, la legislación ética convierte también en deberes acciones internas, pero no excluyendo las externas, sino que afecta a todo lo que es deber en general. Pero precisamente por eso, porque la legislación ética incluye en su ley el móvil interno de la acción (la idea de deber), cuya determinación no puede desembocar en modo alguno en una legislación externa, la legislación ética no puede ser externa...” (1994: 24).

[7] Puede verse la misma argumentación en Álvarez Gálvez (2000b: 44ss.).

[8] En este sentido, Nino (1983: 141) afirma que “un sistema jurídico es un sistema normativo que estipula, entre otras cosas, en qué condiciones el uso de la fuerza está prohibido y permitido y que estatuye órganos centralizados que aplican las normas del sistema a casos particulares (estando generalmente obligados a hacerlo), disponiendo la ejecución de las medidas coactivas que el sistema autoriza, a través del monopolio de la fuerza estatal”. Y más adelante concluye: “un orden jurídico existe cuando sus normas primitivas o no derivadas son generalmente observadas por sus destinatarios y aceptadas efectivamente en sus decisiones por los órganos que tienen la posibilidad fáctica de poner en movimiento el monopolio de la fuerza estatal para ejecutar las medidas coactivas que el sistema autoriza” (ibídem)

[9] En un sentido similar pueden verse Ara (1990: 74), Laporta (1987: 27), Lyons (1984: 122) o Atienza y Ruiz Manero (1987: 68).

[10] En contra de esto se pronuncia, por ejemplo, Kelsen. Puede consultarse una exposición breve de tales opiniones en Álvarez Gálvez (2001).

[11] Igualmente, respecto del punto de vista kelseniano puede verse Álvarez Gálvez (2001: 57ss.).

[12] Pueden consultrarse a este respecto Wellman (1982: 337ss.), White (1984: 133ss.) o Stoljar (1984).

[13] Creo que Hohfeld lo deja claro cuando advierte que “tal como ya se sugirió, la palabra ‘derechos’ (subjetivos) tiende a ser usada indiscriminadamente para cubrir lo que en un caso dado puede ser un privilegio, una potestad o una inmunidad, más que un derecho (subjetivo) en sentido estricto” (Hohfeld, 1995: 47, cursiva mía).

[14] Algunas de las acepciones de ‘interés’, de acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E., son las siguientes: “2. Valor que tiene en sí una cosa. 4. Inclinación más o menos vehemente del ánimo hacia un objeto, persona, narración, etc. 6. Conveniencia o necesidad de carácter colectivo en elorden moral o material”

[15] De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E., algunas acepciones de ‘voluntad’ son las siguientes: “1. Potencia del alma que mueve a hacer o no hacer alguna cosa. 2.Acto con que la potencia volitiva admite o rehuye una cosa, queriéndola, o aborreciéndola y repugnándola. 6. Inteción, ánimo o resolución de hacer alguna cosa. 8. Gana o deseo de hacer alguna cosa. 10. Elección hecha por el propio dictamen o gusto, sin atención a otro respeto o reparo”. 

[16] En contra, véase, por ejemplo, Laporta (1987), para quien los derechos están antes que las normas. Según su concepción, el derecho subjetivo es “la adscripción a todos y cada uno de los miembros individuales de una clase de una posición, situación, aspecto, estado de cosas, etc., que se considera por el sistema normativo un bien tal que constituye una razón fuerte para articular una protección normativa en su favor a través de la imposición de deberes u obligaciones, la atribución de poderes e inmunidades, la puesta a disposición de técnicas reclamatorias, etc.” (Laporta, 1987: 31).

[17] Nino (1989: 40) lo define del siguiente modo: “se adscribe a alguien el derecho moral de acceder a una situación S (que puede ser la posibilidad de realizar cierta acción o la de disponer de determinados recursos o la de verse librado de ciertas contingencias) cuando el individuo en cuestión pertenece a una clase C y se presupone que S implica normalmente para cada miembro de C un bien de tal importancia que debe facilitarse su acceso a S y es moralmente erróneo impedir tal acceso”.

[18] Prescindo ahora de hacer un análisis sobre la terminología empleada. Me parece que el término ‘derechos humanos’ está suficientemente extendido en el mundo jurídico como para no llevar a equívoco. Y creo que con él se puede abarcar tanto el ámbito moral como el ámbito jurídico. Y como de lo que se trata aquí es de examinar los derechos humanos con independencia de su inclusión en un sistema moral o jurídico, entiendo que el término ‘derechos humanos’ es el adecuado. Para un análisis sobre la terminología pueden consultarse, por ejemplo, Pérez Luño (1984) o Peces-Barba (1991).

[19] Se sale de los límites impuestos a este trabajo la cuestión de la fundamentación de los derechos humanos, es decir, el analizar por qué los objetos de los derechos humanos son los que son o si podrían ser otros además de los que ya son.

[20] Desde luego, siempre recoge alguna, por lo que sólo de un modo laxo se puede decir que los derechos humanos son absolutos. Puede decirse que son absolutos prima facie, en el sentido de que los casos en los que los derechos no triunfan son verdaderamente excepcionales; esto es, queriendo significar que los derechos humanos vencen frente a (casi) cualquier otra pretensión y entendiendo que en ese ‘casi’ se engloban muy pocas situaciones (por ejemplo, otro derecho humano). Al respecto pueden consultarse Martín y Nickel (1980), Gewirth (1984) o Feinberg (1990).

[21] La sugerente exposición de Nino (1989: 40ss.) revela la dificultad con la que nos enfrentamos. La caracterización (que Nino reconoce válida en su formulación genérica y aproximada) de la clase de los titulares como “la integrada por todos los hombres y nada más que los hombres” (Nino, o.c.: 41), se encuentra con obstáculos que no son fáciles de superar. Prescindiendo de dos pequeños escollos referidos derechos que determinadas personas no poseen (por ejemplo, los presos respecto del derecho a la libertad ambulatoria) o que sólo poseen algunos individuos (por ejemplo, el derecho a la jubilación por vejez), Nino entiende que el principal problema es el de la elucidación del concepto de hombre. De acuerdo con Nino (1989: 44), no parece aceptable que los rasgos biológicos que pueden caracterizar a los seres humanos frente a otros seres y que “aparecen desvinculados del contenido de los derechos humanos”, sean el fundamento único de tales derechos. Aceptar eso supone, sostiene Nino (o.c.: 45), caer en “un burdo ‘especismo’ análogo a posiciones racistas”. Frente a esto propone Nino que los titulares de los derechos humanos sean no los seres humanos sino la clase de las personas morales, es decir, “la clase de individuos que se distinguen por ciertas propiedades fácticas que están mencionadas en principios morales fundamentales como condición de ciertos derechos” (Nino, o.c.: 45). “La idea, sigue diciendo (o.c.: 45-46), es que la personalidad moral es un concepto relacionado no con el hecho de ser titular de derechos morales fundamentales sino con el hecho de poseer las condiciones para ejercerlos o gozar de ellos”. Estas condiciones se resumen en “la capacidad potencial para tener conciencia de su identidad como un titular independiente de intereses y para ajustar su vida a sus propios juicios de valor” (Nino, o.c.: 47). “Si esto es así, finaliza (ibídem), el llamar ‘derechos humanos’ a estos derechos morales hace referencia al hecho contingente de que esa clase C está principalmente reconocida en el mundo que conocemos por seres humanos. Pero no hay garantía a priori de que todas las personas morales sean hombres, de que todos los hombres sean personas morales y de que todos los hombres tengan el mismo grado de personalidad moral”.

[22] El Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E. define ‘alienar’ como “enajenar”.

[23] De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E., ‘enajenar’ es “1. Pasar o transmitir a otro el dominio de una cosa o algún otro derecho sobre ella. 3. Desposeerse, privarse de algo”.

[24] Se define en el Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E. ‘renunciar’ como “1. Hacer dejación voluntaria, dimisión o apartamiento de una cosa que se tiene, o del derecho y acción que se puede tener. 3. Despreciar o abandonar”.


I.S.S.N.: 1138-9877

Déposito Legal: en trámite

Fecha de publicación: septiembre de 2002