I.S.S.N.: 1138-9877


Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 5-2002


 

NUEVOS DERECHOS HUMANOS EN EL SIGLO XXI. ¿ Y QUÉ FUE DE LOS DERECHOS DE LOS SIGLOS ANTERIORES?

 

 

Agustín Squella

Profesor de Introducción  al Derecho y de Filosofía del Derecho

Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile

Ex Rector de la Universidad de Valparaíso

 

Nada más lejos de mi intención que comportarme como un sentimental, aunque lo cierto es que no puedo evitar recordar que el año de 1999, en el piso 55 de una de las torres del World Trade Center, con ocasión del Congreso Nacional de Filosofía del Derecho que tuvo lugar en Pace University, di lectura a una breve comunicación acerca de los así llamados derechos económicos,  sociales y culturales, y de cómo éstos parecen nadar hoy contra la corriente en un mundo al parecer dominado por esa concepción empobrecida y ramplona del liberalismo que ha ganado adeptos bajo la denominación de “neoliberalismo”. Una denominación, según me parece, que se relaciona ciertamente con la libertad de iniciativa económica, con la libertad de emprender, más no necesariamente con otras libertades, y que en no pocas ocasiones apenas tiene que ver con la acumulación incesante e inclemente de riqueza por parte de personas que no quisieran  tener impuestos que pagar ni controles ni penas que cumplir cuando deciden evadirlos, y que, a la vez, propugnan y practican la mal llamada flexibilidad en las relaciones laborales con sus empleados. Flexibilidad, es preciso decirlo,  que muchas veces se reduce a colocar todas las bazas del lado del empleador y a dejar a los trabajadores enteramente desprotegidos en la posesión del único bien que tienen: el empleo. Empleo, he dicho, y no trabajo, porque todos hemos asistido impávidos a la degradación del trabajo en empleo, como complacientes hemos presenciado también el proceso que degrada la educación en información e, incluso, en  mero acceso a la información.

                        Todos sabemos que la torre en que tuvo lugar aquel Congreso, así como su gemela, fueron derribadas dos años más tarde por pilotos suicidas, de cuyas motivaciones no estuvo ausente eso que José Saramago llamó el “factor Dios”. Dios, con ese nombre u otro, transformado en pretexto para hacer la guerra, promover el terrorismo y eliminar adversarios. Es tal vez de ese factor de donde proviene lo más demencial y grotesco del conflicto entre los Estados Unidos y sectores minoritarios del Islam, porque Dios, para desgracia de las víctimas y regocijo de sus verdugos, ha permanecido siempre mudo cada vez que a lo largo de la historia, tanto en Oriente como en Occidente, fanáticos de una u otra religión han invocado su nombre para justificar la crueldad contra sus semejantes.

                        Tal como pensaba en 1999, sigo creyendo que los derechos económicos, sociales y culturales “nadan hoy contra la corriente” -según la expresión de Luis Prieto Sanchís-,  y que es preciso trabajar muy duro para que dejen de ser meros derechos en el papel, o “cartas a Santa Claus”, como los llamó cierta vez la representante del gobierno de Ronald Reagan ante la Organización de las Naciones Unidas.

                        Los derechos económicos, sociales y culturales enfrentan hoy, particularmente en América Latina, dificultades en el ámbito económico y, asimismo, en el campo político y también en el jurídico.

          En el ámbito económico, porque los lentos ritmos de crecimiento –cuando hay crecimiento- crean una brecha importante entre la demanda por la satisfacción de tales derechos y los recursos de que se dispone para ello. Los derechos económicos, sociales y culturales cuestan dinero, mucho dinero, a decir verdad, y su satisfacción se ve retardada cuando ese dinero no se encuentra disponible.

         En el campo político, dijimos también, porque el discurso público predominante hoy en nuestras sociedades  desvaloriza la igualdad y la solidaridad, que están detrás de esos derechos, y  exacerba el individualismo y la competencia sin límites. Como dice John Ralston Saul, nos encontramos hoy bajo la influencia de “la santísima trinidad postcristiana del siglo XX: competencia, eficiencia y mercado”.

        Y en el campo jurídico, en fin, porque el orden jurídico de los Estados consagra los derechos económicos, sociales y culturales de una manera por lo común vaga, difusa, al modo casi de meros deseos y expectativas, lo cual acentúa la indeterminación de los derechos y los aleja de la posibilidad de llegar a discutirlos en sede judicial con algún grado de eficacia.

                        Como señala Gregorio Peces-Barba, las ideas económicas, políticas y jurídicas en boga “rechazan un papel protagonista de los poderes públicos para ayudar con acciones positivas a todas las personas que no puedan alcanzar por sí mismas los niveles mínimos de humanización y que sin ese apoyo frustrarían su condición humana”.

                        Claro, porque la falta de suficiente igualdad en las condiciones materiales de vida de las personas crea no sólo sociedades desiguales, sino sociedades insuficientemente libres, desde el momento en que poco o ningún sentido pueden tener la titularidad y el ejercicio de las libertades para personas que no consiguen comer tres veces al día, es decir, para personas que viven en situación de pobreza extrema o de indigencia. Que no comen tres veces al día –hemos dicho-, pero que a diario y en varios momentos del día consumen torrentes de imágenes a través de la televisión acerca de lo mucho que se puede comer cuando se tiene  dinero, produciéndose de esta manera lo que Martín Hopenhayn ha calificado como "compensaciones a la desigualdad material por vía de la identificación simbólica”. En otros términos, y volviendo a la relación entre libertad e igualdad, si en el transcurso de la  revolución francesa, como dijo Lord Acton, “la pasión por la igualdad hizo vana la esperanza de la libertad”, en el devenir de lo que hoy se llama la “revolución neoliberal” habría que postular que las aspiraciones por mayor libertad no caduquen los deseos también legítimos por una sociedad más igualitaria. Esto significa que la desigualdad material no tendría ya que ser vista como la sombra negra que proyecta inevitablemente el reinado de la libertad, sino como una imperfección de la propia libertad”.

 

                        Por lo mismo, y pese a su indesmentible resonancia utópica, quizás no esté del todo desacertado el viejo lema revolucionario que pedía libertad, igualdad y fraternidad. Tal vez la fraternidad, esto es, la unión y buena correspondencia entre los que son o a lo menos se tratan como hermanos, puede constituir el puente que se necesita tender entre los valores de la libertad y de la igualdad, a fin de que, reconociéndose distintos, no se repelan y propendan en cambio, junto con preservar sus respectivas autonomías, a ceder cada cual de sí en la proporción justa que permita la realización simultánea del otro.

 

                        La verdad sea dicha,  los derechos económicos, sociales y culturales siempre han nadado contra la corriente. Lo que pasa ahora es que a la crisis del Estado Social en los países en que existe un Estado semejante se suma el escepticismo y la resistencia para instaurar el Estado Social allí donde nunca ha existido realmente o ha existido muy rudimentariamente. Un escepticismo y una resistencia que se ven reforzados por las dificultades por las que pasa el Estado Social en los países que lo han tenido.

 

                        Por lo  mismo, quizás nunca antes como ahora los derechos económicos, sociales y culturales tienen que enfrentar una corriente en contra tan fuerte e implacable. Una corriente en contra que ya no sólo impide un avance más veloz de estos derechos, sino que amenaza con ahogarlos y mandarlos al fondo del océano. En consecuencia, el mayor esfuerzo que estos derechos deben hacer en la actualidad no es para avanzar, sino para mantenerse a flote.

 

                        En la orilla del mar proceloso en el que los derechos económicos, sociales y culturales dan actualmente sus brazadas hay también muchos que esperan que estos derechos  sucumban  en su esfuerzo de mantenerse a flote. Tal vez no proclaman ese deseo abiertamente ni dan vítores cada vez que los derechos enfrentan las grandes olas, pero tampoco hacen nada por ir en su ayuda y rescatarlos.

 

                        Pero lo más grave es que entre esos espectadores fríos y distantes se cuentan no sólo los que siempre han negado el carácter de genuinos derechos a los derechos económicos, sociales y culturales, sino algunos que hasta hace poco proclamaban su existencia sin dudas y reclamaban con vehemencia una mayor atención sobre ellos. Los primeros han tratado siempre a estos derechos como si fueran meros derechos en el papel, mientras que los segundos empiezan ya a contemporizar con esa idea y a adoptar “una actitud práctica similar” a la de los primeros, tal como denuncia Eusebio Fernández.

 

                        Este cuadro dramático que muestran hoy los derechos económicos, sociales y culturales tendría que hacer meditar a nuestros gobiernos, especialmente en América Latina. El fracaso de los derechos económicos, sociales y culturales es también el fracaso de nuestras democracias, y una evidente amenaza, asimismo, para el real ejercicio de los derechos civiles y políticos. No advertir esto último equivale a quedarse en la orilla del mar viendo cómo sucumben los derechos económicos, sociales y culturales, sin darnos cuenta de que las olas continúan creciendo y que podrían alcanzar a los que por ahora nos sentimos sólo espectadores de la tragedia.

 

                        Porque para cualquiera resulta evidente que América Latina, después de una década de auto congratulación por una democracia recobrada casi simultáneamente en la mayoría de sus países, vive hoy, de nuevo,  tiempos de desprestigio de la democracia, o cuando menos de franca indiferencia, cuya  causa se encuentra no sólo en el deficiente funcionamiento de las instituciones democráticas y en niveles de corrupción a la alza, sino en la incapacidad mostrada por nuestras democracias para responder a las concretas demandas que por trabajo, salud, educación y vivienda  provienen de amplios sectores que viven en condiciones de pobreza o de indigencia.

 

                        Lo que ocurre en la actualidad según ha mostrado Giddens en un libro de título harto intencionado –“Un mundo desbocado”-, es que vivimos tanto un proceso de expansión de la democracia, porque los regímenes democráticos se han doblado en los últimos 30 años, como un proceso de desilusión con ella, puesto que, sobre todo en países desarrollados, es cada vez menor la cantidad de ciudadanos que ejerce regularmente sus derechos políticos. “¿Porqué los ciudadanos de los países democráticos están aparentemente desilusionados con el régimen democrático –se pregunta Giddens-, al tiempo que éste se expande por el resto del mundo?”. Por mi parte, considero que la falta de interés de los ciudadanos es con la política y con los políticos, con los partidos incluso, pero no tal vez con la democracia que tales agentes administran, lo cual quiere decir que no deberíamos confundir como imprecaciones dirigidas a la democracia aquellas que llueven hoy sobre los políticos, sobre los partidos y sobre la manera que aquéllos y éstos tienen de hacer política. En otras palabras, quizás los ciudadanos distingan mejor de lo que pensamos entre mala calidad de la política y mala calidad de la democracia, aunque es evidente que la mala calidad de la primera no es inocua respecto de la calidad que se y el valor que se atribuyan a la segunda.

 

                        Es cierto que los derechos fundamentales y las sucesivas generaciones que de ellos conocemos funcionan como una suerte de escalada histórica merced a la cual se incrementa el catálogo de los derechos a través de un proceso de expansión de éstos que no sabemos dónde irá finalmente a concluir. Es cierto, asimismo, que una nueva generación de derechos no presupone para su aparición que la anterior a ella esté completamente consolidada y satisfecha. Pero también es efectivo que el fracaso de una generación de derechos puede impactar adversamente en una generación previa, lo cual resulta bastante claro si se repara en el efecto que sobre los derechos políticos puede llegar a tener una crisis prolongada y profunda en los niveles de satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales.

 

                        Como advirtió Laski hace ya varias décadas, “aquellos que viven en condiciones desiguales (económicas, sociales, culturales) no piensan en forma igual, y, por ende, el sentido común de los valores y la voluntad de comprensión recíprocas, que son requisitos previos de la democracia, pueden quebrarse si las condiciones llegan a ser excesivamente desiguales. Una comunidad con desigualdad vive siempre temiendo divisiones intestinas. La gente de una comunidad sólo tendrá un interés similar cuando, para decirlo con términos imprecisos, tenga un interés similar en sus resultados. La libertad, pues, y a la larga, no podrá subsistir sin igualdad”

 

                        Las democracias latinoamericanas no parecen estar amenazadas  desde los cuarteles, como antaño, sino desde las calles, donde se congregan hoy multitudes que se sienten insatisfechas, amenazadas, burladas e inseguras. Esas multitudes probablemente aprendieron ya que la solución no es el sacrificio de la democracia, pero tampoco parecen dispuestas a esperar eternamente a que políticos y economistas acaben de aprender la lección acerca de cómo administrar con eficacia esa forma de gobierno.  Vanagloriarse de la democracia recobrada ya no basta. Tampoco bastará proclamar que en la recuperación de la democracia no hay ya vuelta atrás y que el advenimiento de nuevos regímenes autoritarios está descartado. Lo que resulta imperativo es acreditar a la democracia como una forma de gobierno capaz de asegurar ciertos estándares en las condiciones de vida de las personas.

 

                        Por eso es que, tal como pensaba en 1999, debemos prestar tanta atención a los nuevos derechos como a aquellos que, reconocidos y consagrados hace ya tiempo, no encuentran aún grados de satisfacción aceptables. Nada impedirá, afortunadamente, que fantasiémos acerca de nuevos derechos. Nada impedirá tampoco, aunque esto ya no me parece tan afortunado, que se quiera extender a los animales la categoría de los derechos, como si la tarea de hacerlos efectivo respecto de hombres y mujeres hubiere ya concluido gloriosamente. Sin embargo, nada de eso tendría que ser hecho como una fuga hacia delante, sino con la clara conciencia de que los derechos del nuevo milenio vienen gestándose en un escenario donde para buena parte de la humanidad los derechos del milenio anterior son poco más que tinta escrita en la Constitución de los Estados y en determinados pactos y tratados internacionales.

 

                        Nadie niega que la democracia es un método o procedimiento de adopción de decisiones colectivas o de gobierno que, como tal, no anticipa, ni menos asegura, cuál será el contenido de tales decisiones. Pero la democracia, y quienes ejercen en ella cargos de poder político, tienen un deber que cumplir respecto de los derechos de las personas. De todos los derechos y no únicamente de los derechos de autonomía –o de primera generación- y de los derechos de participación –o de segunda generación-, sino también de los derechos de promoción –o de tercera generación-, que son precisamente los que ahora ocupan nuestra atención. En otras palabras, un Estado de Derecho es el que asegura la efectividad de todos los derechos, incluidos los de carácter económico, social y cultural, de modo que un Estado que no cumple sus compromisos con esa categoría de derechos fundamentales –como señala Elías Díaz con cierta dosis de sarcasmo- podrá ser un Estado de derechas, pero difícilmente un Estado de Derecho.

 

                        El escritor mejicano Carlos Fuentes opinó cierta vez que América Latina será moderna una vez que acabe de domesticar al Ejército y a la Iglesia. Tengo mis dudas acerca de que ese proceso de domesticación esté concluido –a fin de cuentas, sociedades libres se consiguen donde todos los centros de poder, no sólo el Estado, han sido domesticados, esto es, limitados en su capacidad de dañar a las personas-, aunque lo que falta también en nuestro continente es mayor originalidad e imaginación en el manejo de la economía y de los asuntos públicos. Necesitamos, como también dijo Carlos Fuentes, que nuestra imaginación política e incluso moral puedan igualar a nuestra imaginación verbal. O, como dice otro de nuestros escritores –el cubano Fernández Retamar-, haría falta poner nuestras ciencias sociales a la altura de nuestro arte y de nuestra poesía. O, como propone Vargas Llosa, habría que resignarnos alguna vez en América Latina a la idea de ser originales.

 

                        Unos llamados –aquellos que acabo de recordar- que tienen ya más de una década, pero que se encuentran en armonía con una de las ideas centrales del reciente libro de Joseph E. Stigliz, “El malestar en la globalización”, que en su edición castellana muestra en la portada un globo terráqueo algo arrugado y cruzado por unas amarras de toscos cordeles antes que por la trama más sofisticada de esas tenues y luminosas redes de información que sugieren la existencia de un diálogo permanente entre todas las partes del planeta. Me refiero, claro está, a la idea de Stiglitz en orden a que los países en vías de desarrollo sean capaces de ajustar y de graduar a sus propias realidades las prescripciones que  establecen los  organismos internacionales, puesto que de lo contrario aquellos países no pasarán de "sustituir las antiguas dictaduras de las elites nacionales por las nuevas dictaduras de las finanzas internacionales”. Como apunta enseguida el mismo autor, es preciso desconfiar de las terapias de choque, que por su propia naturaleza dejan siempre víctimas y lesionados, y confiar, más que en la velocidad de los ajustes, en la perseverancia y en la gradualidad de éstos, porque a veces “países que adoptaron políticas más graduales pudieron acometer reformas más profundas más rápidamente”. Parece que en la carrera entre la tortuga y la liebre –afirma el autor-, la tortuga ha vuelto a ganar, puesto que los países que más se han beneficiado de la globalización “han sido los que se hicieron cargo de su propio destino y reconocieron el papel que puede cumplir el Estado en el desarrollo, sin confiar en la noción de un mercado autorregulado que resuelve sus propios problemas”.

 

                        Un país desarrollado –podríamos agregar por nuestra cuenta, aunque valiéndonos de una imagen utilizada por el propio Stiglitz– es algo más que nativos llevando bolsos Gucci por las dos o tres calles principales de las ciudades más importantes. Un país desarrollado, en otras palabras, no es aquél que ha conseguido instalar personas satisfechas apenas en cuatro o cinco manzanas de sus cuatro o cinco mejores ciudades.

 

                        En lo que estoy pensando –como ustedes se habrán dado perfectamente cuenta- es en ese “socialismo liberalizado”, o en ese “liberalismo socialmente responsable”, de los que Bobbio nos ha hablado más de una vez, aunque carezcamos todavía de ideas muy precisas acerca del camino que habría que recorrer en una dirección como esa. “It is too soon”, es demasiado pronto todavía, exclama Perry Anderson comentando el liberalsocialismo de Bobbio, aunque lo importante es que dispondríamos de una alternativa a ese pensamiento único que parece dominar en la actualidad y que no es capaz de ver  más allá de la alianza entre democracia y economía libre. Una alianza, en todo caso, donde a veces los términos se confunden o se degradan, que es lo que ocurre cuando democracia es sustituida por gobernabilidad y economía libre por capitalismo.

 

                        Sí, es probable que sea aún demasiado pronto para una justa buena y fecunda combinación de ideas liberales y socialistas, una combinación, en cualquier caso, que es mucho más compleja y difícil que el simple hecho de que muchos socialistas se hayan transformado súbitamente en liberales y que algunos liberales confiesen tener buen corazón. No, ni el oportunismo ni la sensiblería constituyen señales confiables de que nos encontraríamos avanzando con decisión hacia sociedades más libres y más justas de las que hemos conseguido desarrollar hasta ahora. En cambio, una señal confiable es aquella que se produce en países donde los gobiernos, la empresa privada y la sociedad civil en general están tan interesados en el crecimiento como en la distribución equitativa del mayor crecimiento, donde todos -al fin- han aprendido que una sociedad decente no es únicamente una sociedad de libertades, sino una sociedad que ha sido capaz de hacer desaparecer, o a lo menos atenuar, las graves e inaceptables diferencias en las condiciones de vida de las personas.

 

                        No me resisto a evocar en este momento la sugerente imagen con que Francis Fukuyama concluye su libro llamado "El fin de la historia o el último hombre2. El autor de ese libro, como ustedes saben, es de los que creen que el abrazo entre capitalismo y democracia es vital, e incluso indestructible, puesto que sólo en una alianza como esa es dable pensar si es que queremos tener hoy una sociedad aceptable, es decir, no necesariamente una sociedad perfecta -que no las hay ni habrá tampoco nunca-, pero sí un tipo de sociedad legitimada ampliamente, vale decir, un tipo de sociedad que la significativa mayor parte de las personas aprueben y certifiquen como el tipo de sociedad que quieren tener y mantener.

 

                        Pero Fukuyama, como se sabe, va aún más lejos, y declara que ese tipo de sociedad es el último mejor que podríamos tener -y de ahí entonces el título de su libro, "El fin de la historia"-, lo cual quiere decir que no es ya necesario buscar algún otro tipo o modelo de sociedad que pudiera reemplazar con mejores títulos a aquél que se construye a partir de la alianza, del abrazo -¿del coito?- entre capitalismo y democracia.

                        Pero Fukuyama es un autor inteligente y, lo mismo que en las buenas películas, no puede evitar poner un toque de incertidumbre en este final feliz de la historia de la humanidad -de la historia no ciertamente como acontecer, sino como búsqueda del mejor sistema económico y político para el bienestar de las personas- y se pregunta si acaso los ocupantes de las carretas que marchan hoy todas en una misma dirección -la tierra prometida del capitalismo y la democracia-, unas antes y otras después, unas en las posiciones de avanzada y otras más a la zaga, no llegarán finalmente a su destino y, luego de observar a su alrededor, pondrán la mirada en un nuevo viaje hacia algún otro lugar distante y por el momento desconocido.

                        No puede dejar de gustarme esa imagen del libro de Fukuyama: hombres llegando trabajosamente en sus carretas a lo que avizoraban como el final del camino y que, una vez llegados allí, levantan la vista y ponen la mirada en un destino nuevo y distinto, lo cual les significa ni más ni menos que tener que reanudar la marcha luego de abastecerse provisoriamente en lo que no ha pasado de ser una estación más en un largo y posiblemente inacabable trayecto.

                        El toque de incertidumbre que introduce una imagen como esa no se expresa en un llamado a los ocupantes de las actuales carretas a abandonar la caravana en que ellas marchan unas en pos de las otras y a buscar desde ya una nueva ruta, sino a mantenerse en fila, aunque contando en que por las noches, cuando los viajeros se sientan a descansar y a charlar junto al fuego, se escucharán salir de sus labios más historias que la que vienen narrando tan sincera como monocordemente los ocupantes de la primera de las carretas, es decir, de aquella que marca el rumbo de las que le siguen y cuyos ocupantes no ven otro destino posible ni mejor que el que tienen ya marcado en su primitiva carta de viaje.

                        Creo que tenemos que depositar alguna confianza en el resultado de esa conversación de hombres cansados junto a la hoguera, un cansancio noble que es resultado   antes de la duda que de la exasperación y el fastidio.

                        Mencioné a Saramago al comienzo de esta ponencia, un escritor -debo confesarlo- que en cuanto a sus novelas nunca me resulta fácil de leer y que concerniente a sus ensayos y opiniones generales sobre el mundo actual me suena invariablemente próximo y familiar. Todo lo contrario de lo que afirma Harold Bloom, guardando por cierto las distancias, porque para el crítico literario norteamericano las novelas de Saramago son  tan geniales como estúpidas resultan sus opiniones sobre temas políticos y sociales.

                        Hay un breve, sugerente y hermoso relato de Saramago-se llama "El cuento de la isla desconocida"- que puede ser leído no sólo como la necesaria búsqueda de sí mismo que debe llevar a cabo cada individuo a partir del hecho de que cada uno de nosotros es una auténtica " isla desconocida", sino también como una alegoría del poder.

                        Ese relato nos habla de un rey cuyo palacio tenía tres puertas, la puerta de los obsequios, la puerta de las peticiones y la puerta de las decisiones.

                        La puerta de los obsequios -entendiéndose de los obsequios destinados al propio rey- era de las tres aquella en que el monarca pasaba la mayor parte de su tiempo, haciéndose a la vez el desatendido cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones.

                        Además, los obsequios que entraban por la puerta correspondiente llegaban directamente a las manos del rey, mientras que las peticiones dirigidas al monarca, cuando se les abría la puerta que les estaba destinada, debían seguir un largo proceso de tipo burocrático que involucraba a varios secretarios y asesores.

                        Saramago nos quiere decir algo bien claro cuando sitúa al rey junto a la puerta de los obsequios y no al lado de la puerta de las peticiones.

                        Al situarse junto a la primera de esas puertas, el monarca ciertamente ganaba, puesto que así estaba en mejores condiciones de recibir, acariciar y guardar los obsequios que le eran traídos. Pero, a  la vez, el rey perdía, y mucho, porque la tardanza en responder a las peticiones aumentaba el descontento y las protestas del pueblo, lo cual tenía efectos negativos en el flujo de los obsequios que eran llevados al monarca.

                        Utilizando esas imágenes de Saramago, al Estado y a los poderes públicos que lo conforman hay que sacarlos de la puerta de los obsequios -dejando posiblemente allí sólo al servicio encargado de recaudar los impuestos- y llevarlos a las puertas de las peticiones y las decisiones.

                        Es en la intersección que forman la puerta de las peticiones y la de las decisiones donde debe estar el Estado.

                        Por lo demás, cuando los pueblos consiguen ligar bien ambas puertas consiguen tener y conservar ese bien que se llama democracia.

                        Un bien, entre otras cosas, porque la democracia, con todas sus imperfecciones -que las tiene-, es lejos la forma de gobierno que mejor examen ha rendido históricamente en el reconocimiento, consagración y protección efectivas de los derechos humanos.

                        En consecuencia, quien dé valor a esos derechos continuará teniendo una muy buena razón para preferir la democracia como forma de gobierno de la sociedad.

 

           


I.S.S.N.: 1138-9877

Déposito Legal: en trámite

Fecha de publicación: septiembre de 2002