Los aires difíciles

Salto a la oscuridad y otras supervivencias

 

 

LOS AIRES DIFÍCILES

 

Las largas historias nos tuercen el espinazo. Como si nos dejaran en la espalda una carga enorme, insostenible casi. A lo mejor es el peso del cansancio pero nunca lo sabremos porque entonces, cuando la larga historia está a punto de salir de nuestra boca y alcanzar a los otros, a quienes estuvieron todo el rato deambulando a nuestro alrededor como si fueran moscas o una parte importante de nosotros mismos, entonces, digo, la historia ya ha terminado, ha concluido la novela en que estábamos dispuestos a contarla.

Cuando empecé “Los aires difíciles” lo hice una miaja asustado: me horrorizan las novelas gordas. Hace años, cuando los tiempos eran otros, leí esas novelas de mil páginas y bastantes de ellas me las zampé varias veces. Me creía de cabo a rabo lo que decía alguien que entendía de muchas cosas: con que leamos en toda la vida ocho libros excelentes ya vamos bien. Devoraba así una y mil veces “La educación sentimental”, “Crimen y castigo” y “La Odisea” y me quedaba después de la lectura ese sabor agridulce de la lentitud, de las palabras cosidas como lapas a los pantalones medio rotos, de una pereza que nunca se parecía al cansancio y aún menos a la sensación de haber perdido lastimosamente el tiempo. En el siglo XIX no había metros subterráneos ni prisas y esas novelas estaban escritas de acuerdo con el ritmo sosegado de la época. Ahora no: ahora se lee a mil por hora, si se lee. Y la novela de seiscientas páginas de Almudena Grandes me encogía el ánimo mientras la manoseaba y repasaba mil veces seguidas el argumento contado en la contracubierta: “Juan Olmedo y Sara Gómez son dos extraños que se instalan a principios de verano en una urbanización de la costa gaditana dispuestos a reiniciar sus vidas”. Hasta ahí lo de la contracubierta. Lo del cansancio y la torcedura del espinazo lo saqué de un cuento de Onetti , espléndido, que se titula “La larga historia”. Lo que viene ahora es decir que la novela de Almudena Grandes es extraordinaria.

Salvar un melodrama no se salva como quiere hacerlo Almodóvar , a golpe de una ternura de pacotilla, sino metiendo en el alma de los personajes la sangre de una pasión abrasadora. Ya sé que esto puede parecer cursi, que tal vez lo sea: pero es que el melodrama es cursi y en esa condición, precisamente, reside su grandeza. Si se cuenta como debe contarse, claro. El personaje del melodrama obedece a las reglas más exigentes del estereotipo y por eso a veces, demasiadas veces, hay personajes que con tanta exageración encima resultan increíbles. (Por ejemplo y aunque sea saliéndome de madre: estoy hasta el gorro de que a los falangistas siempre los saquen en las películas con gafas negras y bigotito fascista. A golpe de exagerar sus rasgos, la catadura moral de aquellos individuos es escamoteada y todo queda en un dibujo inútil de la auténtica y casi siempre cruel dimensión del personaje). Fuera ya de esta digresión y al contrario de lo que cuento en ella: los personajes de “Los aires difíciles” se llenan los pulmones con el viento que lo abrasa todo, que le cambia a la gente los órganos de sitio, que de pronto sopla de un lado y lo vuelca todo de ese lado y al renglón siguiente gira y todo se retuerce como un avión vuelto chatarra después del golpe contra algún aerolito perdido en el espacio.

En la novela de Almudena Grandes hay el miedo a vivir y la seguridad de que los fantasmas viven con nosotros hasta que se mueren: o sea siempre y nunca. Por eso, los fantasmas del pasado viajan con los protagonistas al pueblo de la playa, por eso, en esa convivencia con el horror de un tiempo suspendido en la memoria, surgen las preguntas y las respuestas se encierran en el cuarto oscuro de uno mismo para no dar la cara, como si fueran figuras clandestinas en el túnel de tripas y bulbos raquídeos que según los libros de ciencia ocupan nuestro cuerpo. Los protagonistas de Almudena Grandes viajan al sur huyendo del pasado sin saber que el pasado no existe porque el tiempo es mentira y sólo transcurre en el estrecho margen que le permite la conciencia. La dignidad de ese tiempo, el orgullo según dice uno de los personajes de la novela, no da para comer: pero sí para seguir viviendo en los laberintos siempre complejos de aquella conciencia que los empuja a vivir con dignidad y no a otra cosa. Al fin y al cabo, como decía en un bello poema Alejandra Pizarnik , el lugar de las heridas lo elegimos nosotros: y también el silencio, digo yo, desde donde luego podemos contarlo a voz en grito.

Miro con cautela las novelas de seiscientas páginas, ya lo advertí. Pero después de leer “Los aires difíciles” regreso a los días sin trenes rápidos y sin aviones supersónicos, a la lentitud de las tortugas para atravesar los siglos, a esa paz suspendida en una memoria intranquila (como a lo mejor diría Juan Marsé ), al goce de una lectura que ya creía arrumbada por las prisas neoliberales que nos empujan a lo inútil y siempre a la desesperada.

Levante-EMV

Posdata

SALTO A LA OSCURIDAD Y OTRAS SUPERVIVENCIAS
 
 

Que la vida era eso

uno lo empieza a comprender más tarde

Gil de Biedma

 

No es fácil vivir. Es muy difícil. A ratos hasta resulta imposible. Un día abres los ojos y has de restregártelos con saña porque no acabas de dar crédito a lo que ves: el mundo se ha hundido en un océano de mierda y tú andas rodando, como las piedras de Dylan, entre las olas verdinosas de la torrentera. Es un sueño, piensas cuando la luz vuelve a lo de siempre: esa claridad inútil de todas las mañanas, como el color pastel y florecitas en las paredes de la habitación. Pero a lo mejor no es un sueño. Y sales a la calle con la sensación de que el olor oceánico a podrido sigue pegado a la nariz. Seguramente a la conciencia. Y entonces, así como a bote pronto, lo sabes: sobrevivir es lo que hacemos. Caernos y levantarnos con mejor o peor fortuna. Buscar sitios donde a lo mejor haya gente que nos eche una mano y, de rebote -y no por agradecimiento ni por nada-, se la podamos echar nosotros si es que algún día se pone a tiro y nos lo pide. Atrás han quedado las vidas de antes, los personajes que las fueron llenando porque siempre hay un escenario lleno de personajes que viven al lado mismo de tu vida, y hasta a veces se meten en ella como si fueran sus auténticos dueños, los tripulantes de un estupor que a todos alcanza por igual y nos convierte en una verdadera antología del asombro. “¿Me estás salvando la vida?”, le pregunta el hombre que llegó a la playa de Cádiz buscando a saber qué. “Bueno... de momento te estoy invitando a cenar”, responde la mujer, que, mira por dónde, también andaba por allí a lomos de motivos casi iguales. La vida que se busca en cualquier parte (ese salto a la oscuridad ejecutado con tanta torpeza, como escribía Djuna Barnes en El bosque de la noche ), que se defiende a dentelladas si hace falta, que se traba con la aguja saquera de un tiempo devastado: ahí, en esa búsqueda que al final será siempre el regreso al principio que contaba Eliot, en esa defensa encarnizada de la felicidad, en el tejido secular de todas las historias vividas y las por vivir, transcurren las novelas de Almudena Grandes. El diálogo de antes es de Los aires difíciles , su penúltima hasta ahora. Y excepcional. Hace mucho ya escribí sobre ella, sobre lo raro que me resultaba leer una historia de seiscientas páginas (sólo se lo permito a los amigos escritores, y a esa inmensa tropa de novelistas muertos hace un siglo por lo menos) y que no la dejara al lado del televisor o se la diera de comer -mezclada con las migas de pan blando- a los pájaros en la baranda del balcón todas las mañanas: con un novelón tan gordo (muchos de ellos tan infames) seguro que tendrían para comer dos o tres años: pero menudas indigestiones agarrarían los pobres con tanta letra insulsa y, como los bichos de Hitchcock en sus picoteos inmisericordes a las mieles del pecado, me dejarían el cuerpo como un bebedor de patos. No fue así con esa novela de huidas y de encuentros, de regresos al punto de partida y búsqueda -a ratos tranquila y otros no tanto- de un futuro que a lo mejor no existe pero necesitamos inventarlo y fijar en el mar de Cádiz sus señales, las que -a pesar tantas veces de su fragilidad- aprovechen para extraviarnos lo menos posible por los laberintos del viaje. Escribía entonces de esta monumental novela -y no sólo, evidentemente, por sus dimensiones- que era como un melodrama sin estereotipos (y mira que es difícil conseguir eso en las películas y la literatura). Y ahora, en una nueva lectura arrancada más a lo que recuerdo de sus páginas que a la verdad exacta de lo que leí aquella primera vez en Los aires difíciles , me afirmo en lo que les digo: no es fácil vivir y menos aún vivir en las novelas de Almudena Grandes. De ahí la obstinada vocación de supervivientes que ostentan sus protagonistas, la mezcla de ironía y gravedad que les permite salir a flote, esa semiótica de la fiereza que a la hora de hacer recuento del tiempo transcurrido no se vuelca del lado de la resignación sino en el de la dignidad y el orgullo. “Al final, no supimos hacer nada bien. Y todos hemos pagado por eso, todos hemos perdido...”, dice la mujer en Castillos de cartón , la última y reciente novela de la autora. Siempre la vida en sus historias, la necesidad de bucear en las condiciones que nos abran caminos diferentes a aquellos otros que nos condujeron al desastre, la severa constatación de que ser felices no es un regalo de nadie sino un curro que nadie llevará a cabo por nosotros si no somos nosotros los primeros en sacar la cabeza por encima de aquel océano de mierda en que demasiadas veces se ahoga la esperanza. La mía. La de ustedes. La de esos personajes -tantos, tantos personajes- que llenan las páginas de todas las excelentes novelas de Almudena Grandes.