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Página Oficial de Alfons Cervera

 

LA VELOCIDAD CRUZADA DE LOS TRENES

(A propósito de “Las llaves de casa”, de Gianni Amelio)

 

A cualquier cosa se le llama aquí cine de sentimientos. Aquí quiero decir en la España que, según los inventos apocalípticos de los grandes medios de comunicación, se va a romper en mil pedazos y por eso está como una piña contra el Estatuto catalán. Como si la gente no pudiera comer ni dormir sólo de pensar que Cataluña quiere ser una nación. Pero yo no quería hablar del Estatuto catalán sino de que aquí, a la que te descuidas, el cine de sentimientos se extiende por todas partes y el público sale llorando de las salas como si estuviéramos en los tiempos en que Sarita Montiel se moría sin remedio al final de todas las películas. El cine de sentimientos auténtico es un cine radical, sin concesiones a la galería ni a las lágrimas de cocodrilo, dialéctico en su paseo múltiple por un millón de emociones encontradas, dispuesto a poner entre la espada y la pared el alma de los personajes, no dándoles respiro a esos personajes ni a las situaciones que los irán definiendo delante del culo y la mirada inquietos de los espectadores. Por eso cuando vemos “Las llaves de casa” podemos afirmar que si el cine de sentimientos existe está ahí en estado puro, con esa imprescindible “fuerza de desazón” que decía Roland Barthes.

La película empieza a saco. Una estación de trenes. Dos tipos que toman un café. Uno es el tío de un niño con deficiencia física y mental al que todavía no conocemos y el otro es el padre del niño. En la conversación sale que el padre abandonó al niño nada más nacer, en el momento mismo de la muerte de la madre que apenas tenía diecinueve años (el detalle lo conoceremos luego). Melodrama al canto. Un niño deficiente, un padre miserable, una madre que murió en el parto: o sea, Sarita Montiel muriéndose en el escenario soltando el último gorgorito. Pues no. Nada de eso. La película impresionante de Gianni Amelio es otra cosa. Y tanto que es otra cosa. Es el viaje inmisericorde por las tripas insurgentes de la paternidad recién descubierta, de la culpa, del dolor insoportable, de la compasión, de la rabia, de las estrategias que a ratos urdimos para ocultar en la semiótica de la piedad la obscena geometría de una miseria moral cuya sola formulación pone los pelos de punta. El padre recoge al niño para llevarlo en Berlín a un hospital. El tren es el espacio del encuentro y después serán muchos los trenes que no pararán de cruzar por delante de la ventana del hotel donde se hospedan: la provisionalidad del viaje en los vagones contrasta con la quietud del viaje que emprenden padre e hijo al amparo de un destino que se va afirmando a cada paso: las llaves que una y mil veces esgrime el niño como símbolo del poder adulto, de una seguridad que nadie podrá robarle, el instrumento que le servirá para abrir o cerrar puertas -las nuevas que se le ofrecen o las de siempre- en el regreso.

En el hospital conviven aquella piedad y un sufrimiento inacabable. Una impresionante Charlotte Rampling, madre de una joven enferma desde su nacimiento, surge en un escorzo medio a oscuras para decirle al nuevo padre que ha dedicado la vida a su hija y que a veces ha llegado a pensar que lo mejor sería que la hija se muriera. Sufrir y dejar de sufrir, ofrecer la compasión y enseguida la cicuta que acabe de una puta vez con el sufrimiento, la necesidad de seguir adelante inventándonos una historia de amor imposible por las llanuras nubladas de Noruega, el camino de regreso a la casa del padre recién estrenado y en un sólo segundo, en uno sólo, la historia que da un vuelco y se nos abre en mil direcciones posibles porque los sentimientos de verdad no son los que te hacen llorar confortables lágrimas de cocodrilo sino los que te dejan a la intemperie, sin respuestas, con el destino a medio trazar, más lejos de cualquier solución a los conflictos, más solos. El viaje culmina, pues, así. Un paisaje sin horizonte, dos estatuas grises lejos de la velocidad cruzada de los trenes, las llaves que no se sabe si abrirán o cerrarán las puertas de tampoco sabemos qué casa o qué abismo abierto a nuestro paso por la historia que nos cuenta esta película, una película que pase por ella y por nosotros el tiempo que pase no podremos olvidar tan fácilmente.

 

 

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