IMAGINARIA, CLARO, COMO TODAS LAS VIDAS
Después de ver "Roma", la película de Adolfo Aristarain
Un escritor decide escribir su último libro. Después emprenderá un viaje. A no se sabe dónde. Si conocemos el destino de los viajes no viajamos sino que hacemos turismo. El escritor Joaquín Góñez es argentino, llegó a España en los años setenta y se quedó. Vivió los años difíciles de su país: no sé si en Argentina hubo alguna vez años felices. Al tango se le mató Carlos Gardel. La dictadura militar del 76 no abrió los ojos de Borges: ¿se quedó ciego aposta, para no ver lo que pasaba a su alrededor? Se fue Cortázar a traducir legajos administrativos a la Unesco y se murió antes de regresar, si es que alguna vez pensó en la vuelta. Hace poco leí en algún sitio que sí, que iba a regresar un día pero se enamoró de Carol Dunlop y se quedó a viajar sin rumbo por las autopistas de Francia. Luego se murió como un niño grande que nunca se hizo viejo.
El escritor Joaquín Góñez se quedó en España, un día decide escribir sus memorias y la editorial le envía a un joven para que le pase al ordenador el texto escrito a mano. Eso es todo. Eso sería todo en otras manos, pero en las de Adolfo Aristarain lo sencillo adquiere las dimensiones enormes de lo inalcanzable. El escritor decide no escribir más porque sabe que toda biografía es una impostura, como aquellas "vidas imaginarias" que se inventaba Marcel Schwob. Sale mucho Marcel Schwob en la película. Y sobre todo sale ese libro: Vidas imaginarias . En sus páginas se dice de Petronio el novelista: "dejó de escribir tan pronto como vivió la vida que había imaginado". Eso decide también el escritor argentino Joaquín Góñez en la extraordinaria Roma , la última película de Adolfo Aristarain. Y como toda escritura, necesita un testigo para sacarla afuera, para que no se joda en esa soledad piojosa que demasiadas veces le pudre las entrañas, para que añada el testigo, a los folios garabateados, el grado de verosimilitud y la consistencia moral que casi siempre faltan cuando arrancamos a contar lo que sea desde los sedimentos del olvido.
Decide no escribir más Joaquín Góñez después de este libro porque en él estará toda su vida de antes, la de verdad y esa otra que añadimos siempre a la hora del recuerdo. Nunca se sabe lo que de realidad o ficción hay en la memoria. Y encontramos, en esa mezcla incierta, una historia hecha pedazos, la mirada hacia atrás, lenta, insegura, a ratos perdida en las medidas troceadas del relato porque pasamos de la infancia a la adolescencia y a la madurez del escritor Góñez como si fuera posible coser el tiempo con la aguja saquera de la improvisación, del detalle que acude de repente, de la emoción que nubla en algunos momentos la fidelidad exacta a lo que se evoca. Es posible eso en las películas de Aristarain, no sé en las de otros. Apunto cosas: la infancia feliz truncada por la muerte del padre; la madre siempre presente: esa Roma que da nombre a la película; el tío Áteo, tan crucial para el escritor la vida entera; el amor adolescente, los amores que vendrán luego y se saldarán con una dosis alta de inseguridad y de traiciones (quizá lo mejor de la película); la amistad en medio de las dictaduras militares y otra vez la posibilidad de traicionar que el horror convoca a veces; el viaje sin destino, como ha de ser el viaje. Y todo eso, contado sin aspavientos, con la morosidad que nos conduce no tanto a la certidumbre como al desconcierto, con esa sabiduría arriesgada desde la que Adolfo Aristarain cuenta eficazmente sus historias. El tiempo como entramado casi inextricable de encuentros y de adioses. La escritura de una generación que, como decía Hemingway de todas las generaciones, siempre acaba perdiéndose por algo. La muerte que sucede siempre lejos, en unas ejemplares elipsis que evitan la piedad inútil (no sé si hay otra) en esos instantes que en otras películas nos llevarían a llorar tramposamente a moco tendido. Esa tristeza que al final se irá río abajo, dentro o fuera del cuerpo de un escritor que ya no tiene nada que contar porque acaba de vivir del todo su vida imaginaria, como todas las vidas sujetas a inventario. Y José Sacristán haciendo estallar la película cada vez que, desde su talla de actor enorme, mezcla a dosis magistrales la ternura y el cinismo. Y Juan Diego Botto, tan lo mismo de grande en su triple y difícil papel de perpetuo mirón de lo que sucede a su alrededor. Y Susú Pecoraro haciendo una Roma inenarrable. Y tantos otros personajes. Y tanta historia. Y tanto de todo. Y tanto.