EL TIEMPO DE LAS ESTACIONES

(A partir de Conversaciones con mi jardinero, de Jean Becker)

 

Hay una manera de vivir que sale de la tierra. Y a ella regresa cuando la vida se va convirtiendo poco a poco en una mierda y entra en la bocacha insaciable de la muerte. A veces tiene la muerte los ojos moribundos y la boca ansiosa de una vieja carpa que se resiste a ser capturada. Como el capitán Ahab y Moby Dick, se rastrean uno a la otra y al revés para acabar enlazados como dos amantes que se juegan la vida a cada envite. Cuando la riada de 1957, las aguas del río en Gestalgar casi rozaban la casa de mis abuelos. La familia intentaba convencerlos de que la dejaran hasta que pasara la tormenta. Pero mi abuelo Claudio se negó a rajatabla: si tenía que morir que fuera en su casa. Todos se cagaron en algo pero de allí no se movió ni dios. La riada arrasó los bancales y dejó a su paso una huella obscena de barro, troncos oscuros como restos de un incendio y cadáveres de cabras que parecían de cartón hinchadas por el cieno. Hablan de la muerte los habitantes del terruño con una mezcla de tranquilidad y espanto. Las palabras que salen de su boca vienen del conocimiento antiguo y alcanzan en un eco mil veces repetido los dominios de una sabiduría que a otros mundos puede resultar inconcebible. Sé humildemente sabio, le dice el ángel a Adán en el paraíso de John Milton. Así el jardinero que creció apegado a sus huertas, aunque eso fuera después de su jubilación como obrero del ferrocarril. Mira el jardinero hacia lo alto y no le apetece para nada el cielo. Busca encontrarse en lo profundo de la tierra, no en el infierno que a saber en dónde para eso, sino en sus raíces. Morir en la boca abierta de una carpa es hundirse persistentemente a la busca de las tardes de escuela y paseos familiares y aburridos por las orillas de un mar inexistente. Pero antes de la muerte hay mucha vida en Conversaciones con mi jardinero, la primera película que he visto recién embarcado en el otoño.


Se han hecho muchas chorradas con los elogios de la vida campestre. Todas las artes tentaron su aproximación al asunto y llagado tenemos el corazón de tanta sangría poetizada, de tanto bucolismo paralizante distribuido en las bodas y bautizos de una nostalgia impresentable, de tanto cursi cantando las excelencias de la vida retirada. La poética del ruralismo es mentira. Si lo sabré yo, que vivo en el centro del huracán y me defiendo como gato panza arriba de cualquier alabanza a la inocencia de lo rural fuera de lo estrictamente razonable. Lo único que diferencia a la ciudad del campo es el sentido del tiempo. Sólo eso. Y es ahí donde la fantástica película de Jean Becker se manifiesta en toda su inabarcable plenitud. Todo transcurre lentamente, sin prisas de ninguna clase: lo único que corre velozmente es la conversación entre el pintor y el jardinero. No paran de hablar, se alimentan uno al otro de palabras. El tiempo aquí es el de las estaciones, el señalado por las cosechas, el que sucede más por dentro que por fuera de los personajes. Los personajes. Dos y algún otro que andaba por allí.
Un pintor regresa al pueblo de su infancia. Aquí un viejo colega de la escuela cuida su jardín. Hablan. Esa es la historia. Son ese tiempo que se enreda en el vuelo de una mosca y descubre salidas humildes a los laberintos de la existencia cotidiana. Se vive en ese rincón descalabrado por la maleza la dignidad de lo sencillo, la limpieza moral de una sabiduría sin adornos frente a las formas más ampulosas de lo falsamente trascendente, la dialéctica entre lo grande y lo pequeño que decía Virgilio cuando hablaba del campo y la ciudad y una y el otro intercambian su papel en esta película insobornablemente a la vez agria y hermosa. No hay aquí una poética garbancera de la vida apartada de los trallazos urbanos. Sale la ciudad, eso sí, para que en ella sucedan los rifirrafes sentimentales que construyen el personaje del pintor y para que la muerte vaya tomando cuerpo en la epopeya bíblicamente laica que habrá de vivir desde entonces el viejo jardinero. La ballena de Jonás se lo tragará en la forma de una carpa eternamente enganchada a su pasión inexorable por la vida. Al final será el arte lo que nos queda, esas pinturas coloristas colgadas en las paredes del recuerdo, las formas magistrales del relato que cuente la memoria. Así de magistral el relato de Jean Becker. Y el que llevan a cabo Daniel Auteuil y Jean-Pierre Darrousin, sus dos irrepetibles protagonistas.