ESE OLVIDO QUE HA DURADO TANTO
(Después de ver “Salvador” un día por la tarde)

A Jean-Marc Rouillan, que fue miembro del MIL y  aún  sigue preso en Francia después de cumplida su condena.

El 2 de marzo de 1974, Salvador Puig Antich fue asesinado a garrote vil por el régimen franquista. Casi nadie hizo caso de aquel crimen. Era un crimen político pero el muerto militaba en la periferia de la resistencia antifranquista más o menos oficial. Su grupo era anarquista y respondía a las siglas MIL. Movimiento Ibérico de Liberación. Sus miembros eran muy jóvenes. El mismo Puig Antich tenía sólo veinticinco años cuando lo mataron. Lo detuvieron en una calle de Barcelona. Hubo un forcejeo con el grupo de policías y en el enfrentamiento murió el agente Francisco Anguas. También era joven. Se cruzaron muchas balas en la refriega. La que mató al policía dijeron que fue disparada por el joven anarquista. Nunca se demostró nada. Pero a Puig Antich lo ejecutaron igual. Ha llovido mucho desde entonces en este país. La democracia no ha colocado a todos en su sitio. El proceso que acabó con la vida de Salvador Puig Antich está en vías de revisión. Resulta difícil y bien que lo saben sus hermanas, que no paran de intentar aquella revisión. Los malos de la dictadura siguen siendo los malos hoy en día. Los buenos siguen siendo Fraga Iribarne y sus colegas de partido. Estos días en que se celebra el treinta aniversario de las primeras elecciones generales y salen en la televisión documentos de aquellos días, vemos cómo los del PP ya estaban todos en los estrados del franquismo y se apuntaron enseguida a la democracia. Menos Aznar: ése andaba escribiendo panfletos contra la democracia, joven cachorro de extrema derecha que echaba pestes de todo lo que oliera a democracia y nuevos tiempos. A ver si no me lío, que cuando hablo del cinismo de los de Rajoy me desbarato. Casi nadie movió un dedo para salvar a Puig Antich. La izquierda tampoco. La izquierda más radical sí. Y en el extranjero. Pero no se consiguió nada. Lo mataron a garrote vil. Y vino lo que ha venido en este país con la democracia: el olvido de la dignidad, de lo que pasó antes y de quiénes sufrieron el terror de la dictadura. El olvido. Hace poco, el periodista catalán Francesc Escribano escribió “Compte enrere: la història de Salvador Puig Antich”.  Biografía novelada de la vida del joven revolucionario. Y de su muerte. Luego llegó Manuel Huerga, director de cine, y rodó la película basada en esa crónica: Salvador. Las películas, desde Godard, son pedazos de historia, nunca la historia misma ni entera. Es imposible contarlo todo en una novela y más imposible aún contarlo todo en una película. El director apostaba por una puesta en escena moderna, ajena a cualquier pretensión de clasicismo estético. Buscó mucho rato -hasta la frenada de la última parte- el ritmo trepidante de un thriller contemporáneo. Y principalmente se decidió por un cine que privilegia la emoción por encima de cualquiera otra consideración. Se ha acusado a la película y al propio Huerga, sobre todo desde sectores cercanos al anarquismo y por algunos de los componentes del MIL, de frivolidad, de hurgar en el efectismo más que en la veracidad histórica. Es difícil siempre la veracidad histórica. Siempre. Lo único sagrado en una adaptación cinematográfica, sea de una historia real o de un relato de ficción, es no traicionar el alma de los acontecimientos y de sus protagonistas. Unos dicen que esa alma ha sido traicionada y otros dicen lo contrario. Yo me quedo con dos aspectos de la película de Manuel Huerga. Uno es lo que tiene de pedagogía hacia las generaciones últimas: había, en los años aquellos, jóvenes y no tan jóvenes que se jugaban la vida para restablecer las libertades democráticas, incluso había jóvenes como Puig Antich y sus compañeros del MIL que iban más allá y pretendían una realidad revolucionaria que acabara con las desigualdades que el capitalismo asumía como el principal activo de su presente y del futuro. El otro aspecto es el de las emociones: el último tramo de la narración pone los pelos de punta. La sordidez de la celda, el horror encerrado en esa sordidez, el tiempo inacabable y lento como el de las tortugas miedosas, la frialdad de los sables militares y su cruel arrogancia de asesinos llenos de medallas. Me quedé sobrecogido -y los espectadores de la sesión a la que asistí una tarde creo que lo mismo- por la figura imperturbable y castrense del horror, por la crueldad de un régimen cuyas hechuras -paradójicamente- no acaban de desparecer al día de la fecha, con la seguridad de que las generaciones más jóvenes que hayan visto la película habrán aprendido un poco más de los tiempos aquellos que tan escasamente y con tanta mentira interesada se contaron