LA MIRADA ESTRÁBICA DEL DESCONCIERTO
(A propósito de La soledad, película de Jaime Rosales)

 

Ves La soledad y no te explicas cómo la gente acaba de votar sin piedad al PP. Porque los personajes y las situaciones que aparecen en la magnífica película de Jaime Rosales son de verdad, existen aquí mismo, nos encontramos con ellos como en esa obra maestra del azar que es cruzarte con alguien subiendo o bajando una escalera. Conocemos a esos personajes (nosotros mismos, a poco que nos miremos al espejo) y esas situaciones: las que vive (vivimos) una buena parte del censo de votantes el pasado 27 de mayo. Hay en el panorama del cine español (del otro ni hablo) un amontonamiento de inutilidad subvencionada a lo grande que pone los pelos de punta. Cualquier birria que te estruje el corazoncito y lo deje como un pañal en la entrepierna meona de un recién nacido, que arranque lágrimas incontenibles de unos ojos acostumbrados a las frías y cínicas barrabasadas de Rajoy y compañía, cualquiera de esas birrias -digo- promocionadas sin pudor alguno por las multinacionales indígenas del sentimiento pasan a ser consideradas obras maestras y quienes así lo afirman se quedan tan panchos. Menos mal que hay otro cine, honesto, casi pobre o pobre de solemnidad, digno porque la dignidad no se compra ni se vende sino que está acostumbrada a vivir a la intemperie. Ese otro cine es la película que se acaba de estrenar y que ojalá durara tanto en las pantallas como El último cuplé en 1957. A ver si cae esa breva y nos la comemos con gusto. No sé. Ojalá.


Ya desde el principio la pantalla se divide en dos y divide en dos nuestro propio punto de vista, el de quienes asistimos alucinados, casi sin respiro, a la proyección. Un muro y a ambos lados los espacios domésticos. Y nosotros con el muro: sin saber si mirar a un sitio o a otro, buscando la manera de no dejarnos comer el coco por las entradas y salidas de los personajes y por la constante deconstrucción del territorio. O estamos con unos o estamos con otros. Porque los personajes de esta película felizmente inusual también están en planos diferentes, muchas veces enemigos, ferozmente distantes, solos. No se miran, miran cada uno al sitio donde piensan que hay alguien que escucha: al ojo abierto, lúcido, inhóspito de la cámara. Ahí miran. Y no hay nadie. Porque el espectador está buscando también su lugar en la historia, obligado por quien ha escrito, planificado y urdido las estrategias de llegada al patio de butacas a mostrar sus cartas para que no se crea que resultará fácil la salida del laberinto de espejos que se dan la espalda y reflejan, la mayor parte de las veces, el vacío.


No hay más cataclismos que los cotidianos, incluido esos tan atroces que son la muerte y la enfermedad. Y ese autobús que explota como un pequeño bombazo, casi imperceptible, apenas señalado por un reguero de humo, gente que sale entre el humo, una elipsis magistral que es la manera mejor de contar una historia cruel como la cuentan los maestros. La familia hecha pedazos, cada uno de sus miembros a su bola, tratando de encontrar su sitio al sol de Torrevieja o en la gallarda dignidad de haber vencido -al menos de momento- el arrebato de la muerte. En ningún grupo -ni familiar, ni amigo, ni de ninguna clase- salen juntos todos sus miembros. Sólo, quizá, cuando juegan al parchís y al mus: tal vez sólo entonces. En todas las otras ocasiones, cada uno en su territorio, ocupando el alma de la soledad, su esencia: como escribía la poeta chiapaneca Rosario Castellanos, la soledad hace que no se comparta nada, ni el dolor. Cada uno con su dolor a cuestas, con sus pequeñas felicidades a cuestas, con la mirada estrábica del espectador ejerciendo inútilmente de testigo enganchado al desconcierto. Es La soledad una película infrecuente, dura porque la vida de la gente normal (no sé si la de Rajoy) es la que es y no la que nos venden los voceros de la sociedad del bienestar. Vayan a verla. Vayan. Imperiosamente: vayan.