CUANDO EL BARRIO OLÍA A VARÓN DANDY
Después del documental “Flores de luna”, de Juan Vicente Córdoba

 

El orgullo. Defender el orgullo. Recordar el orgullo. Construir desde ese recuerdo Flores de luna, uno de los documentales más espléndidos que uno ha visto en su vida. El orgullo de clase. Eso dice la película. Desandar el camino desde entonces hasta ahora mismo. En los años cincuenta se quedan medio vacías Andalucía y Extremadura. Y muchos otros sitios de esa España falsamente en marcha del franquismo. En mi tierra la gente se fue a Francia. Y ya no regresó. Es entonces cuando la Serranía se queda sin nadie. La emigración interior y la exterior le lavaron la cara sin saberlo a la política ruinosa del dictador. De aquellos dos sitios primeros se fueron sus habitantes a Madrid. No a Madrid: al extrarradio vacío de Madrid. A ver qué pasa, se dijeron. En la capital se inflaba el globo de falsos colorines de un régimen brutal en todas sus atribuciones. En la periferia donde llegaban los andaluces y extremeños sólo había una cosa: las ganas de sobrevivir como fuera. Un día un tipo llamado Raimundo construyó un pozo y allí iban a abrevar las ovejas. Desde entonces el lugar tuvo un nombre: El Pozo del Tío Raimundo. Sobrevivir a toda costa. Pero sobre todo con una condición: no perder el orgullo. Quizá aquellos primeros días no lo sabían, pero se referían al orgullo de pertenecer a una clase social que no se lo iba a poner fácil a los jerarcas de la dictadura.
En 1957 el Pozo adquiere estatus de barrio. Y más aún desde que llega un cura que había sido tutor o algo parecido de Franco. Espigado y altivo, con pistolón al cinto y trazas falangistas, llega el cura José María Llanos a evangelizar aquel desierto lleno de almas muertas. El padre Llanos. Así le llamarían sus vecinos. Le saldría el tiro por la culata. Quería hacer un barrio religioso y consiguió un barrio bueno, pero religioso no. Lo dice una de las mujeres que sale en esta obra enorme de Juan Vicente Córdoba. Mientras veía algunas secuencias, me acordaba de su primera película, ésta de ficción, basada en un relato de Almudena Grandes: Aunque tú no lo sepas. No sé cuántas veces la he visto. Muchas veces. Los aledaños de la felicidad. El recuerdo de un tiempo en que todo era posible. La constatación del fracaso aunque no falten nunca las fuerzas para empezar de nuevo. El tiempo de antes y el de ahora. No jugar al juego fácil de la nostalgia. Para qué. La nostalgia es una puta mierda. Lo que toca es hoy: qué quedó de todo aquello, de aquel orgullo, de aquella clase que se lo jugó todo, la vida y todo, para convertir el Pozo del Tío Raimundo en un lugar para vivir.
No hay en esta hermosa, cruelísima película, ningún detalle que blandee el rigor histórico, la vocación de compromiso que encierra en su relato. El cura Llanos proyecta en la memoria de quienes le quisieron y apoyaron las luces y las sombras que hacen grandes a los grandes personajes. Lo mismo que proyecta en su metraje el claroscuro de un recuerdo que se estrella sin remedio con la realidad del presente: a quién le importa aquello, las chabolas de la dignidad, los sitios donde crecieron contra todo pronóstico sus antepasados. Ahora sus hijos y sus hijas, sus nietos y sus nietas han olvidado todo compromiso, odian a los inmigrantes pobres y a los gitanos (a estos no tanto, dicen), asumen con una tranquilidad que asusta su fracaso en los estudios y la segura dedicación a un trabajo en precario que al menos les dé para comprarse un coche. Lo dicen ellos, cara a la cámara, sin que se les arrugue el gesto en un mínimo rictus de preocupación. Nada. La vida es eso. Unos van y otros vuelven del rollo de la historia. Y a ver venir. Donde el Varón Dandy le cambió el olor al barrio, hay ahora una estética del conformismo que iguala los bucles del Pozo y los del barrio Salamanca. El tiempo se detuvo un día de feroz capitalismo (¿hay alguno que no lo sea en los últimos tiempos?) y cambió de arriba abajo la historia de aquel extrarradio lleno de esperanza, una esperanza no sólo en cambiar el barrio sino en cambiar el mundo.
Podría haber en Flores de luna una complacencia en el orgullo derrotado. Y no la hay. Porque eso sería, tal vez, caer en la compasión retrospectiva, en ese impudor que supone centrar el discurso en las bondades de lo de antes, en el clarísimo desprecio a lo de ahora. Y no lo hace: enfrenta las dos situaciones, nos pone entre la espada y la pared de seleccionar sin tapujos, de elegir, de construir aquel tiempo y de construirnos nosotros mismos (no sólo los habitantes del Pozo) sin trampas de ninguna clase. Aquello sucedió. Y ahora qué. Acabas de ver la película rabioso, claro que sí. Pero sobre todo lleno de preguntas. Qué fue de todo aquello. Del orgullo de clase. De las palabras antiguas como libertad, dignidad, lealtad, compromiso. El orgullo de clase. Nada menos. ¡Joder con la peliculita! ¡Joder!