EL NAZISMO EN CUATRO PALABRAS
A propósito de La cinta blanca, de Michael Haneke

 

            Lo que no se ve pero sabemos que existe. Lo que sólo parece y sin embargo es. La negación de los colores: su inversión. Donde estaba la inocencia ahora habita el horror. La belleza -como en los ángeles de Rilke o los poemas de William Blake- huele a carnicería asesina. El mal en estado puro, contado en el blanco y negro de la nieve y la sangre cuajada al pie de un caballo herido o de un árbol en una medianoche con linternas. El mal se expande, contamina, y como el cáncer -lo dice ese gran escritor aún muy joven que se llama Ricardo Menéndez Salmón- “es colonizador”. El cine de Michael Haneke es turbador, te marea lentamente, te gira del revés el tiempo que duran sus películas. No pasa nada en esas películas, todo se encierra en un ritmo machacón, de pentagramas lentos, alargados hasta la exasperación: como un latido tambaleante de corazón enfermo. Y una cualidad impresionantemente única, que sólo a él pertenece en el cine de ahora mismo: todo sucede fuera de la pantalla y más que otra cosa el final. No se acaban las historias de Haneke porque nos las llevamos a casa después de la palabra fin. A ver qué pasa, a ver cómo nos las apañamos con los demonios sueltos por los pasillos familiares, por el reguero de agua espesa cuando salimos de la ducha, por las sábanas dulces de los niños al entrar en su cuarto para desearles sueños felices: como si eso fuera posible, lo de los sueños felices, digo, si les hemos estado mintiendo desde los copos del desayuno hasta la lechita de la cena. Los dulces sueños serán los de la venganza, los de una hechicera brutalidad, los que surcan un territorio de juegos infantiles en que todos -niños divertidos y adultos vigilantes- han asumido la careta monstruosa del torturador que ejecuta sus prácticas obscenas con perfección de entomólogo.
            Un pueblecito alemán poco antes de la Primera Guerra Mundial. Ahí transcurre la acción de La cinta blanca. Padres, madres, hijos, hijas, un maestro, un médico, un pastor protestante, como parece que es toda la comunidad. Un paisaje de inaudita belleza. Fotografía en blanco y negro, como las películas de antes. Cánticos escolares. Niños que viven en pandilla, como los niños de siempre. Cabellos rubios donde un padre amoroso ha puesto una cinta blanca que simboliza la inocencia y la pureza. Todo correcto, no se mueve un pelo en la casi bochornosa tranquilidad de la nieve. El orden que nada desencaja, que nadie osa perturbar en su implacable arquitectura mineral. Y poco a poco, sin ninguna prisa, escarbando palmo a palmo en la dicha del paisaje irrepetiblemente hermoso, un viento cortante descuartiza el orden, abruma la tranquilidad, vomita rabia y violencia: y todo sin que te haya dado tiempo a defenderte. No has podido blandir una coraza, cerrar los ojos a la devastación, salir corriendo del cine para que no te alcancen los esputos verdes de una bilis que a saber dónde la tenía embolsada el muy canalla de Michael Haneke. El buen cine es precisamente eso: dejarte a la intemperie, robarte la cartera mientras se te caía la baba en la contemplación idiota de la belleza, escupirte a la cara tu inútil condición de espectador cautivo.
            No resulta fácil asumir lo que acabas de ver cuando sales del cine. Dos horas y media de una historia magistral, como pocas veces has visto en una pantalla. Hace unos meses hablaba aquí mismo de Anticristo, la enorme película de Lars von Trier. Hay bastantes cosas en común con La cinta blanca. Pero una enorme diferencia: la que hay entre lo que se ve y lo que no se ve. Todo queda en suspenso en la de Haneke. Y delante, como una pantalla que casi convierte en invisible la crueldad de lo que vemos, una cotidianeidad que sin que lo parezca es el germen del horror. Lo dice una de las mujeres protagonistas: lo que se cuece en el entramado de vidas cruzadas en el pequeño pueblo es el culto a la maldad, a la envidia, a la apatía y a la brutalidad. Cuatro palabras que unos años después cobrarán un sentido definitivamente trágico: la cinta blanca se habrá soltado violentamente y volará al aire de los nuevos tiempos la cabellera abrupta de una inocencia rubia convertida al nazismo.