Truman Capote: Voluntad de estilo en la escritura y en la vida.

Perry Smith sólo tenía una guitarra Gibson y el mapa de la Isla de los Cocos donde había un tesoro enterrado. A ratos también tenía el recuerdo de su padre y el sueño de escaparse a las Hawai desde que un día vio una película de Dorothy Lamour. Su colega Dick Hickcok también disponía de escasas posesiones: media cara a diferente altura que la otra media por culpa de un accidente de auto y, eso sí, unos ojos de gato salvaje que una vez ahorcado en el sórdido almacén donde levantaron el cadalso donaría a la ciencia. La historia de Hickock y Smith la contó en un libro excepcional Truman Capote y de sus páginas salieron las imágenes en blanco y negro de una película igualmente irrepetible. Hablar de “A sangre fría” es acercarnos al relato escalofriante del crimen cometido por los dos jóvenes en noviembre de 1959 y de su ejecución en abril de 1965. Ríos de tinta han corrido desde entonces acerca de la novela-reportaje, de las cercanías o asperezas crecidas entre el periodismo y la literatura, de si la verdad está más a resguardo bajo el cañizo de la realidad o bajo el otro, aparentemente tan distinto, de la ficción. El mismo escritor reflexiona sobre el asunto en uno de los textos de “Los perros ladran”, justo en el pasaje que dedica al rodaje de la película de Richard Brooks. Ha regresado a los sitios del crimen y apenas puede soportar el dolor que ese regreso le provoca. Se zampa una botella de whisky en menos de media hora y se tumba para adormecerse en los brazos del recuerdo: “todo era irreal porque todo era demasiado real, como suele ocurrir con los reflejos de la realidad”. Y un poco más adelante, concluye: “la realidad reflejada es la esencia de la realidad, la verdad más verdadera”. Escribo esto porque acabo de ver Truman Capote , la película que narra estupendamente la relación del escritor con los dos asesinos de la familia Clutter. Pero más que de la película, me gusta regresar a las novelas de Capote, a sus cuentos, a los textos que le encumbraron como uno de los mejores escritores del siglo pasado y, de paso, también, a esa imagen tan estrambótica que él mismo levantó delante de público y lectores para sobrevivir.

Hacía mucho que no volvía a sus historias, casi siempre breves, como inacabadas, construidas con esa voluntad de estilo que él mismo admiraba en la cultura japonesa tan volcada en el culto a la belleza y, a la vez, mezclada esa vocación con otra cualidad que algunos estudiosos de su obra señalaron como parte imprescindible de ese estilo: el miedo. Seguramente era cierto: tenía Truman Capote miedo a casi todo y se refugiaba en la apariencia de chismoso y cruel cronista de sociedad, de personaje grandilocuente, de borracho histriónico en las reuniones con sus amigos, de escritor perdido en esa distancia inexistente que no sé por qué todavía hoy seguimos tendiendo entre la literatura y el periodismo. Estos días me metí de lleno en sus viejos textos y de nuevo volvió a emocionarme la manera en que relata los recuerdos, los espacios sentimentales (morales, mejor dicho) del recuerdo. Ese principio de “Desayuno en Tiffany's”, algunos de los retratos extraordinarios, únicos, que pintó de amigos y enemigos (Marlon Brando, Marilyn, Gide y Cocteau, de Picasso), la recurrencia a sus ancestros familiares como desencadenantes de sus posteriores vivencias como en “El arpa de hierba”. Dicen que después de “A sangre fría” ya no consiguió acabar ninguna novela. Seguramente fue cierto. A lo mejor el acercamiento a una historia tan terrible, y principalmente al joven Perry Smith (con una biografía familiar en algunos detalles muy parecida a la suya), le dejaron sin ganas de nada: sólo de seguir emborrachándose hasta la muerte.

En la película que ahora se estrena sale un Truman Capote capturado por su propio relato, por las contradicciones morales a que ese relato lo somete. Pero hubo otro Capote, el que fue capturado igualmente por la grandeza de su escritura, por una voluntad de estilo que sólo descubrimos en los escritores descomunales, por la dificultad que supone muchas veces la escritura. Lo decía él mismo en el retrato que le dedicaba a Jane Bowles: “en realidad, escribir nunca es fácil: en el caso de que alguien no lo sepa, es lo más difícil que existe, y para Jane creo que es doloroso, de tan difícil”. También para él lo era, difícil y doloroso. Aunque su pinta de payaso se apoderara tantas veces de la grandeza que como escritor tenemos obligadamente que reconocerle.