DOS MINUTOS, DOS, Y UN BESO EN LA MEJILLA
Sé que el destino encontraré en algún sitio.
W.B. Yeats
Como si quisiera Clint Eastwood purgar las barrabasadas del policía Harry el Sucio y sus violencias fachas. Como si el tiempo fuera reciclable y en esa otra oportunidad que a veces te brinda el destino uno pudiera reescribir la historia de su vida, de lo que fue su vida, de lo que hizo o dejó de hacer en el proceso de su duración, de las condiciones que quizá impusieron una manera de hacer películas y de interpretarlas siguiendo el dictado de aquellas posibles imposiciones. Quiero decir que no sé por qué ese actor y director descomunal ha hecho tanta mierda para el cine. Que no lo sé y que no me importa. Allá él si está purgando algo, si desde hace años ha puesto en marcha la centrifugadora moral para que deshilache el tejido vergonzante de aquellas viejas películas de polis que se tomaban la justicia por su mano. Lo único que me importa es que desde hace varias películas (muchas ya) está dejando el testimonio del mejor cine que se hace hoy en el mundo. Sus películas se han adelgazado en apariencia, sus historias -ahora, cuando ya han pasado tantos años de tiros y venganzas- siguen hablando muchas veces de lo mismo pero su manera de contarlas ha sustituido la textura plana, sin arrugas escabrosas, por una magistral exhibición de sencillez y complejidad narrativas, los personajes se han visto despojados de la parafernalia arrogante del superhombre con pistolera y traje de alpaca para vestirse con los ropajes sudorosos de una ternura (una ética de la ternura, a lo mejor) que nunca convierte en ridículo y tramposo a quien la exhibe. Una chica de treinta años quiere ser boxeadora y un entrenador -después de algunos rifirrafes- admite ser su mánager, el preparador que acabará llevándola a la cumbre del éxito. Así de sencillo. Una historia como otras mil que habíamos visto en la pantalla y que nos habían gustado mucho y algunas muchísimo. Pero Million Dolar Baby es otra cosa. Siempre las últimas películas de Clint Eastwood son otra cosa. No sé si el cambio empieza con Sin perdón . A lo mejor sí. Pero empiece donde empiece no hay ninguna duda de que desde ahí, pasando por Los puentes de Madison y Mystic River y hasta llegar a Million Dolar Baby , podemos disfrutar de un cine rabiosamente imprescindible. El horror y la belleza, el dolor y las heridas que no se cierran nunca porque siempre habrá un punto de sutura que se abrirá en el momento más inoportuno, la dureza y la ternura que asomará cada una por un lado distinto de las viejas cicatrices, una hija desconocida que vive no sabemos dónde y otra que será el lugar donde la culpa se redima en la forma de una brutal decisión que habrá de cambiar el sufrimiento por el aire desentubado de una muerte dulce. Hay una película por ahí de mucho éxito que para contar la eutanasia tarda dos horas y aquí bastan apenas dos minutos de la última y sorprendente media hora para, uno frente al otro y los dos frente a nosotros mismos, solventar el asunto en una de las mejores y más irrespirables secuencias que ha dado el cine. No sé si hubo antes -ni en las mejores películas de vampiros- un beso en la mejilla anunciando la muerte como el de Clint Eastwood a una inenarrable Hilary Swank. Seguramente no. Y tampoco sé si ha habido un Morgan Freeman más entero que el de esta película. Ni si ese destino que según Yeats nos espera en algún sitio, cabe en un espacio tan leve como el café cutre, escondido en un recodo de la carretera, donde hacen los mejores pasteles de limón de todo el planeta. A lo mejor también resulta difícil -salvando ciertos tópicos que atacan el diseño de varios personajes- encontrar un guión cuyas piezas funcionen con la precisión del que apuntala esta película necesaria. Necesaria les digo. Allá ustedes si deciden no verla. Allá ustedes.