EL PERRO QUE SABÍA DEMASIADO

(Después de ver Nubes de verano , de Felipe Vega)

 

He intentado leer todo lo que se ha escrito, en los pocos días transcurridos desde su estreno, sobre Nubes de verano , la película de Felipe Vega con guión de él mismo y de Manuel Hidalgo. Y las referencias son estrechamente coincidentes: el cine de Rohmer, las amistades seductoramente peligrosas de Choderlos de Laclos, incluso, en un sitio casi de culto, al mismísimo Rainer Maria Rilke. Y en lo que toca a lo que cuenta la película, también una extrañísima uniformidad: las relaciones afectivas nunca son lo que parecen y aún menos cuando se escarba en el alma que respiran las relaciones afectivas entre las parejas. Y todavía un paso más en esa uniformidad: si esa pareja presume de no tener fisuras lo tiene claro: pasa una mosca y sin siquiera rozarla la tumba. la verdad es que yo estaría de acuerdo con esas coincidencias de la crítica. Pero esto no es una crítica sino lo que como espectador me acudía a la cabeza conforma iba asistiendo a lo que pasaba en la pantalla. Por eso, desde el principio, digo que Nubes de verano es al pie de la letra el relato bíblico de lo sucedido –según ese relato- en el llamado paraíso terrenal entre la serpiente enroscada al tronco del árbol y camuflada en su tupido ramaje y la pareja formada por Adán y Eva. Sólo eso: ¿sólo eso? Sólo eso y no es poco. Decía Walter Benjamín cuando hablaba de Kafka que el autor de “El proceso” sólo tenía un tema: el asombro. Y añadía que ese asunto -según Brecht- se ramificaba en otros miles que derivaban de él y que era ahí, en ese desconcierto ante tamaña multiplicación, donde Kafka se transformaba -a lo mejor cagado de miedo, lleno de angustia- en el mejor escritor del siglo pasado (esto último lo añado yo por mi cuenta y riesgo, claro). Relato bíblico, pues, sobre la seducción, goce y posterior caída en desgracia de la pareja puesta allí por Dios para joder sin contemplaciones al género humano. Y a partir de ahí, claro, la película de Felipe Vega es más cosas.

Una pareja terroríficamente feliz veranea en un pueblo de Girona desde hace varios años. Tienen un niño y para redondear el panorama idílico sólo les faltaba el perro, lo encuentran en la calle y se lo llevan a casa. En el pueblecito vive una pareja que son primos: él decide seducir a la mujer veraneante y convence a la chica de que haga lo mismo con el marido veraneante. Los personajes se completan con un testigo enamorado de la prima que asiste como desde fuera a la trama fuerte de la historia. El formato, pues, es el que les decía más arriba: la serpiente, metamorfoseada ladinamente en los dos primos, hace acto de aparición y maquina enseguida sus planes; la mujer del matrimonio feliz sale mordisqueando una manzana, se la ofrece al marido y éste la muerde; poco a poco se irá desarrollando las estrategias de la seducción: a calzón quitado, sin insinuaciones sutiles que mareen la perdiz de aquellas estrategias. Al final de la corrida se confirmará el drama que nos viene impuesto por los siglos de los siglos: las lágrimas regando el territorio del dolor por la mala cabeza de los pecadores. Disculpen esta narración tan prosaica: pero todo eso sale, así como les cuento, en la película.

Valen por tanto las tesis que antes apuntaba y que han congregado la unanimidad de la crítica: no hay pareja que no cojee de algo; es inútil aferrarse a la luminosidad de una confianza absoluta en el otro porque siempre habrá una zona misteriosa que llene de sombras aquella confianza; la seducción amorosa (eso lo añado yo a aquella unanimidad) ha de poseer una dosis de cinismo y, al tiempo, de autoengaño, que humanice a los personajes más que convertirlos en monstruos. Al cabo, en todo proceso de seducción no valen los papeles fijos sino que todos (seductores y seducidos) juegan a todo en todo el tiempo que dura la ceremonia. Es en esos detalles Nubes de verano un relato excelente perfectamente ajustado por los actores y actrices protagonistas y por la batuta sabia de la dirección y los guionistas: aquella misión de recontar el trazado bíblico de la felicidad trasmutada en llanto ha sido eficazmente cumplida. Lo que pasa es que uno, cuando se va al cine, añade su propia lectura a lo que ha visto. Y a mí me hubiera gustado que Felipe Vega y Manuel Hidalgo le hubieran cambiado el final a la historia. Me hubiera gustado que todos los personajes se hubieran convertido en otros -sin dejar de ser ellos mismos- después de aquel verano, que unos a otros se hubieran enriquecido con sus engaños, con su cinismo, con la manera que cada uno de ellos tenía de vivir el amor y la fidelidad, en definitiva: que aquel tema único de Kafka, según Benjamín y Bertold Brecht, se hubiera multiplicado en las tripas de cada uno de los personajes que habían convertido aquel tema en el asunto más importante de sus vidas. La pareja feliz regresa a Madrid con el dolor en la carne, con la seguridad de que son otros pero para peor porque tendrán que vivir en adelante con la conciencia dolida por la culpa, habiendo perdido la oportunidad de romper el clasicismo conservador del relato bíblico y de aprender que las relaciones de pareja no sólo se nutren de los grandes principios sino, paradójicamente y ahí reside casi siempre su grandeza, de la miseria a que a veces nos abocan el cinismo, el autoengaño y la seguridad de que la lucha por la felicidad no se acaba nunca y mucho menos con unas lágrimas que, lamentablemente en este caso, no serán de cocodrilo. Y la constatación de lo que digo es que el perro -la única criatura que ha aprendido todas las lecciones- no regresa con la pareja y con el niño: se va a vivir su vida de perro abandonado y libre igual que antes. Él sabe lo que le esperaba en la casa de Madrid. Y tanto que lo sabía. Y tanto.