POR QUÉ DEJÉ DE LEER NOVELA NEGRA

 

Imagino que el título de esta conferencia será entendido como una boutade. Tal vez, quien piense así, podrá pensar que una vez más una boutade se levanta como el armazón que disimula un espacio vacío, la manera que algunos tienen de soltar la liebre para que se harte de comer en un desierto. Respeto lo que se piense de un título como el de esta charla. Pero no se trata, en ningún caso, de una boutade. Seguramente sí que se trata de un cabreo. De un cabreo grande.

Desde hace más de quince años escribo algunas de las novelas que han pasado a formar parte de lo que hoy se llama, mal llamada, "novelas de la memoria". Cuando publiqué la primera de esas novelas en 1995, El color del crepúsculo, apenas podrían encontrarse en las librerías unas cuantas novelas -muy pocas- que abordaran la misma época histórica, entendida ésta como la que va de la II República hasta nuestros días. Pues bien: unos pocos años después -muy pocos años después- las librerías se llenaban de libros que hablaban de aquella misma memoria. Nunca habría podido pensar que la languidez de esa materia se convertiría tan pronto en un estómago al que se le debería realizar una liposucción de urgencia para evitar una explosión más que asegurada. La realidad no concuerda con mis previsiones de entonces: los libros de la memoria siguen llenando las librerías con una consecuencia paradójica: la gente sabe cada vez menos qué es eso de la memoria histórica y si se lo preguntan sólo contestará una cosa: la memoria histórica es cosa de muertos, de muchos muertos. Será ésa, claro está, la respuesta de los ignorantes. Sencillamente porque el discurso de la memoria –insisto: mal llamada histórica- está lleno de vida y no de muerte. Porque la memoria se construye con pedazos de vida y no con jirones de muerte. En definitiva: que la abundancia de información no quiere decir, ni mucho menos, la misma abundancia en materia formativa. Conocer más no es leer más sino leer mejor. Conocer más es leer con criterio. Y el criterio nos lo dan lo que encontramos en una librería como novedad y lo que nos llega desde una tradición que, demasiadas veces, desaparece entre las sombras de un mercado que sólo sabe de rendimientos inmediatos y de banalizar los discursos, unos discursos que bajarán su intensidad transformadora a cambio de encontrar un público adicto que se contenta con lo que le echen los dueños del mercado.

He hablado de memoria histórica y lo que acabo de decir es el principio de lo que he querido significar con el título de esta charla. Dejé de leer novela policíaca, o negra, o de ladrones y serenos, porque de repente entraba en una librería y no sabía qué comprar. Y no sabía qué comprar porque donde estaban apenas las novelas de Vázquez Montalbán, Manuel de Pedrolo, Juan Madrid y Andreu Martín, Ferran Torrent, Manchette, Jean-François Vilar, Simenon y las novelas clásicas de Bruguera y Júcar, descubría ahora más de un millón. La librería se había convertido en una carnicería, con los cuerpos expuestos pornográficamente en los ganchos de no sé cuántos detectives dispuestos a ser los reyes del mambo y a dejar claro que Sam Spade, Philip Marlowe y Lew Archer eran más antiguos que los jarrones lujosos de Agatha Christie antes de que Hammet - según Raymond Chandler- los arrojara al callejón oscuro donde cagaban y meaban los gatos y los perros. Esa exposición desmesurada de ocurrencias me dejaba sin moral, como se queda sin moral un equipo de fútbol que pierde por diez a cero a los pocos minutos de partido. Mi seguridad se derrumbaba cuando cientos de títulos absolutamente desconocidos para mí surgían de las estanterías con los brazos extendidos y señalándome con furia, igual que hacían los muertos vivos en la secuencia final de La invasión de los ladrones de cuerpos. Inútilmente buscaba entre tanta novedad editorial mis referencias de siempre. Allí ya no estaban mis autores imprescindibles. Ni los detectives más o menos privados. Ni algún policía que como pasaba con Maigret -según decía John Raymond- “cada uno de sus casos es menos un problema a resolver que un drama a entender”. Lo mismo, más o menos, que decía Chandler de Dashiell Hammett: “Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el sólo hecho de proporcionar un cadáver”. El paisaje era otro y otro era también el paisanaje. En mis primeras comparecencias delante de los nuevos escaparates de la nueva novela negra me entraba tanta angustia que a los pocos minutos salía corriendo como si acabara de robar una docena de libros y escapara de los responsables de la librería. Ya en la calle respiraba hondo, me fumaba un cigarro y regresaba a la librería y a intentar descubrir alguna joya entre los montones de novelas policiales que se ofrecían a mi vista cada vez menos curiosa. Y era aquí, en esta visita ya más reposada, cuando tenía lugar un segundo descubrimiento, un descubrimiento que habría de corroborar mi alejamiento del género negro: escritores que nunca habían escrito una sola línea dedicada al género ganaban premios importantes con historias más o menos policiales, muchas de las novelas que presentaban tramas normales y corrientes de novela convencional se adornaban con las florecitas rojas de un exotismo criminal que, en buena lógica, debería de haber supuesto la condena a muerte de su autor o la orden de alejamiento del género para toda la vida. Con el ánimo para el desguace abandonaba la librería y nada más llegar a casa me inyectaba en vena las viejas novelas de Júcar (con sus pésimas traducciones) y Bruguera. Y durante un buen rato acariciaba las manoseadas y coloristas novelas de Molino en su formato a dos columnas con ilustraciones en blanco y negro. Incluso llegaba a pensar que los enigmas de Agatha Christie me reconciliaban con una tradición versátil donde cabían las células grises y deterministas de Hercules Poirot y la dialéctica de clases que incordiaba la historia americana desde las páginas de Dashiell Hammett. Y pensaba en lo que decía Jean-Paul Sartre en su libro Qué es la literatura: “Hay escritores, la mayoría, que proporciona todo un arsenal de trucos al lector que quiere dormir tranquilamente”. Eso es lo que veía yo en las estanterías llenas de libros policiales. Era como si tanto libro junto de un mismo género fuera como una planta adormidera. Como si aquella relación con el compromiso de denunciar la mierda de una sociedad injusta, brutalmente capitalista, se hubiera convertido en una simple relación transaccional entre los agentes del mercado. Como si lo que decía Sartre fuera en realidad que no sólo se producían nuevas novelas negras sino que también surgían a su paso nuevos lectores menos exigentes con las reglas del género. No quiero decir, claro que no, que esa sospecha mía se correspondiera con la realidad. Pero sí que sospechaba una cosa que me provocaba una cierta desazón: ¿se alejaría el nuevo lector de novela negra de las raíces del género? Me explico con un ejemplo: no es lo mismo imitar en la escritura y en la lectura a García Márquez que a Isabel Allende. Pues lo mismo pasa con la novela negra. Podemos leer lo que nos venga en gana, pero las raíces del género son sagradas y hemos de saber de dónde viene el género y de dónde venimos nosotros. Que al final decidamos volcarnos en Donna Leon o en los cientos de miles autores escandinavos que inundan las librerías olvidando a Chester Himes y Edgar Poe, pues adelante con nuestras decisiones, pero sabiendo que antes de esas preferencias hubo otras en el paisaje del género negro. Otras preferencias. Muchas otras.

Y eso que nunca el tiempo de la literatura fue de bonanza para la escritura policial. Ni siquiera los maestros primeros lo tuvieron fácil. Las revistas acogían relatos que nadie consideraba de interés literario. Y ahí empiezan autores como Hammett y Raymond Chandler con una consideración ínfima que poco a poco iría creciendo hasta conseguir un reconocimiento cercano al que podría disfrutar William Faulkner. Y lo mismo pasaba en otros sitios del mundo. “En Francia -escribe Thomas Narcejac, autor de Las diabólicas y El mal de ojo- nunca se ha tomado en serio la novela policíaca. Claudel la consideraba un ‘género estercolario’. Académicos, críticos, hombres de letras, coinciden todos en situarla al nivel del folletín. La novela policíaca es víctima de una especie de segregación racial; es un ‘negro’ y la literatura es un barrio elegante donde no tiene derecho a instalarse”. En España tenemos también dos ejemplos claros: el del escritor que, como decía antes, cultiva el género por divertimento, como si la manera de acercarse a las historias policiales sólo fuera posible desde la advertencia de que una cosa es escribir novelas policiales y otra mucho más seria escribir las otras novelas que llenan su producción literaria. El otro ejemplo es más devastador todavía: hablo de escritores que han abandonado el género porque piensan que escribiendo novelas policiales nunca van a obtener el reconocimiento que les debe la historia de la literatura. Por eso me siento bastante alejado de lo que hoy es el mercado de la novela policial. Intento seguirlo atentamente. Pero no puedo. De verdad que lo intento. Pero no puedo. Es difícil aceptar que cada día surgen centenares de autores nuevos  en el panorama de la literatura policial. Y no sólo eso: sino que encima son genios estas nuevas apariciones.

En este punto me toca decir que no sé si el fenómeno Larsson ha sido para bien o para mal. Confieso que no he leído su trilogía, pero me la sé de memoria. No sólo por los anuncios de las películas -sólo vi la primera- sino porque los dos últimos veranos me sentía de nuevo como si fuera un personaje todavía vivo por las calles de la película de muertos que antes les contaba. Todo dios de mis alrededores estaba leyendo la incombustible trilogía del escritor sueco desaparecido. Y aunque peque de facineroso me gusta hacerme una pregunta: ¿esas novelas hubieran tenido el mismo éxito si Larsson no se hubiera muerto y si después de su muerte las crónicas del corazón no hubieran destilado sangre con los líos familiares por su herencia? No lo sé. Lo que sé es que desde que salió esa trilogía han aparecido miles de escritores escandinavos que llenan sus portadas de nieve, de aguas estancadas y de fenómenos quasi paranormales que ya leí hace siglos en las trazas psicoanalíticas de Ross MacDonald. Llegados aquí, un descubrimiento, un descubrimiento que no es tal sino que me lo propició una amiga que sabe del asunto: Karin Fossum. Quiero decir que la escritora se llama Karin Fossum. Mi amiga se llama Heide y tiene una librería ambulante que se llama Sidecar. Porque esa es otra. Como hay tanta oferta de literatura negra, uno no se fía y ha de confiar en el consejo de los expertos, o en los interesados suplementos literarios, o en el instinto. Yo, aparte de agradecerle a Heide el consejo que me llevó a Karin Fossum y a su Una mujer en tu camino,  prefiero el instinto. Porque fue ese instinto el que me llevó hace unos años a uno de los escritores que más me interesan. Se llama Jean-Claude Izzo. Es francés, con ascendencia española por parte de madre. Nació en Marsella y ha hecho de su ciudad el paisaje moral -como todos los paisajes- de sus novelas. Un día deambulaba yo por una librería grande, ya empezaban a proliferar las novedades negras (no había aparecido todavía Larsson) y miraba las portadas, las contraportadas, la solapa con la foto del autor. Y allí descubrí una novela de tapas negras satinadas, publicada en Akal. Su título: Total Khéops. El autor, según los datos de la solapa, había muerto en el año 2000, a los 55 años, y se llamaba Jean-Claude Izzo. Qué gran descubrimiento. Pocas veces me había encontrado con una escritura tan llena de registros, una escritura que reunía todo lo más característico del género negro y sin embargo iba mucho más allá. El comisario Fabio Montale era en algunas cosas como el cansancio global de Spade, Marlowe y Maigret. Y la amistad, los amores que regresan, la música sobre todo de jazz e italiana llenaban páginas y páginas absolutamente imprescindibles. Luego llegarían otras dos novelas policiales: Chourmo y Soleá. Y la que creo que es su obra maestra, aunque no del todo perteneciente al género negro: Los marineros perdidos. Por eso insisto siempre en una actitud que no sé si se ha perdido ante tanta proliferación de textos, negros o no, en las librerías. Me refiero al espíritu de aventura que hemos de tener los lectores. Fiarnos lo justo de los suplementos literarios, de los consejos de los amigos, y arriesgarnos en la búsqueda de un libro y un autor que a lo mejor se convierte en el favorito de nuestra lista de más imprescindibles. Gracias a ese espíritu de aventura librera pude descubrir a Izzo y sus novelas. Por cierto, el próximo viernes, mi amigo Georges Tyras, que es también el traductor de mis novelas al francés y uno de los tipos que más sabe de novela negra, hablará aquí mismo de sus amigos Vázquez Montalbán y Jean-Claude Izzo.

Algunas versiones negras de la actualidad mezclan elementos de las raíces (eso que se llama crítica social) con otro elemento más propio de la era victoriana. El culto por el enigma sigue haciendo furor y es muy poca la gente que se atreve a jugar simplemente con el alma de los protagonistas. Si hay en las novelas negras clásicas una especificidad es la superación de un final espectacular en que el detective o policía señala con el dedo al culpable del crimen. En aquellas novelas había una especial vocación por construir personajes de dentro a fuera y no al revés. Ahora tengo mis dudas. Creo que hemos vuelto al desvelamiento del suspense, como mucho a una mezcla de ambos sentidos de la novela negra. Pero tengo la sensación de que se privilegia de nuevo el suspense, las claves enigmáticas del misterio, la filigrana para que encajen las piezas del puzzle. Y me recuerda eso lo que decía el novelista y estudioso Julian Symons a mediados del siglo pasado: “Como toda la historia está construida en torno al enigma, no queda sitio para los personajes”. Hace dos veranos tenía que preparar una intervención en unas jornadas sobre novela negra que se celebraría en el otoño. Me leí como un avariento bastantes novelas de las que hacían furor en aquellas fechas. Leí bastantes, hasta el agotamiento. Y a la vez que las leía, me entraba una urgencia cada vez más fuerte: regresar a las historias de Jose Giovanni, de Cornell Woolrich, de Juan Madrid y Andreu Martin, de aquellos autores que en la época del frío franquista se habían dejado la piel escribiendo sus novelas llamadas de quiosco o de “a duro”, porque era eso, o menos, lo que costaban en las tiendas. Hablo de gente como Silver Kane, como Curtis Garland, como George H. White, como muchos otros escritores que con sus novelitas de cien páginas nos enseñaban a leer en las casas que no había libros de otra clase. Unas novelitas y unos novelistas que fueron la devoción principal nada menos que de Juan Carlos Onetti. Por cierto, en esto de los paralelismos: leía la otra noche una de esas novelitas titulada El último caso. El autor responde al nombre anglosajón de Vic Logan. Un nombre falso, como casi todos los de entonces. Vic Logan era en realidad Maria Victoria Rodoreda y murió en Barcelona el pasado mes de julio. Pues bien, llegando al final de su novela, me encuentro con casi el principio de Joc brut, uno de los principios más fantásticos de toda la historia de la literatura: “Si no hagués estat per les seues cames, no hauria pasta res. O potser sí. Però hauria passat a algú altre. Jo ho hauria llegit al diari”. Más o menos así acaba El último caso, novelita de a duro escrita por una mujer que se llamaba en sus novelas de mil maneras diferentes y que para la que les cuento eligió el de Vic Logan. Contaba esta digresión para abundar en la experiencia lectora de hace dos veranos. Quedé harto de tratar con asesinos que en vez de asesinos eran estudiosos de Dante o Shakespeare, con detectives que en vez de buscar al asesino a cara de perro con la vida lo que hacían era interpretar las pistas académicas de los criminales licenciados en Oxford o la Sorbona. Estaba harto de que me llevaran de un sitio a otro como si fuera un imbécil. Ignora esa escritura lo más importante: que las novelas negras son rojas como la sangre y los conflictos sociales que le cambian la vida a la gente. Que eso ya fue el motor principal en el surgimiento del policial clásico americano. Y que además, ese surgimiento de nuevo nos remite a lo que les acabo de contar de las novelitas humildes de quiosco. También lo dice Julian Symons: “El cambio se produce en EEUU. La limpieza se ha acabado. La violencia surge. Y surge en las novelas de diez centavos. Un detective: Race Williams. Un autor. Carroll John Daly”. Según Symons fue Race Williams el primer policía protagonista de una novela criminal. Aparecen las pistolas. Dice Williams: “Hay mucha gente que tiene sus manías. La mía es empuñar una pistola cargada mientras duermo”. Y añade, como parafraseando a lo que decía Baroja de la sangre, las novelas y los chorizos: “Si no se pica carne, no hay hamburguesas”. Pues eso: una buena hamburguesa, una buena novela. De eso se trata, no de marear la perdiz con citas universitarias para que el lector se vuelva loco en vez de ir directamente al grano del género, un grano muy claro en las reglas del policial de la dignidad: el asesino mata y el detective intenta saber por qué mata y ver qué hacer con él cuando lo encuentre. He hablado de Silver Kane y de Curtis Garland. Y he de añadir que el primero es en realidad Francisco González Ledesma, para mí uno de los mejores novelistas del género -si no el mejor- que he leído nunca. Y el segundo se llama Juan Gallardo y fue guionista de cine y uno de los tipos más singulares que ha dado nuestra literatura.

Después de aquel verano de hace dos años, no me quedaron ganas de leer más novela policial. Sólo las de antes. Las de siempre. De vez en cuando me paseo por las librerías en busca de alguna sorpresa. Pero casi siempre salgo corriendo, como si hubiera robado una docena de libros. Pero no los he robado. Salgo a la calle y me fumo un cigarro, ahora que todavía puedo, antes de que el gobierno y sus espías me denuncien a la policía. Y entre el humo ya casi prohibido me acuerdo de mis queridos autores franceses: Jean-Patrick Manchette, Léo Malet y su inspector Nestor Burma, mi querido Didier Daeninkx y sus novelas comprometidas con lo que nos pasa y con lo que pasó hace tiempo, de Thierry Jonquet, que ha faltado hace unos meses y de quien ahora mismo rueda su película Pedro Almodóvar basada en Tarántula, la novela de Jonquet, de Jean-François Vilar, que ya no escribe apenas y del que guardo dos joyas en la etiqueta negra de Júcar: Bastille-Tango y El pasaje de los monos. Y en nuestro país, el recuerdo ahora reeditado de Plinio, aquel policía municipal de Tomelloso que encontraba soluciones a los crímenes mientras paseaba con su Watson particular, el veterinario del pueblo, por los campos y los cortijos castellanos. Y con su autor, Francisco García Pavón, otro de mayor envergadura y del que casi nadie habrá oído hablar, no digo aquí, en esta sala, sino entre los aficionados recién llegados únicamente de la trilogía de Larsson, de las nimiedades de Donna Leon o de algunos otros autores de nombre exóticamente impronunciable. Hablo de Mario Lacruz, un autor que con su novela El inocente inauguró en 1953 lo que podría ser el devenir del género negro en España, una novela que acabo de releer y que me entusiasma más que en las primeras lecturas. ¡Ah, se me olvidaba! Otro nombre desgraciadamente desconocido y absolutamente imposible de encontrar a no ser en las librerías de segunda mano: Jean Ray. Nació en Bélgica y fue atracador, marinero, no sé cuántas más cosas, y escribió relatos de terror y policiales de una enorme envergadura. Se inventó un detective, Harry Dickson y a su ayudante Tom Wills. En sus aventuras hay una mezcla de géneros que van de lo policial a lo vampírico y a lo extraterrestre. Una joya que deberían buscar ustedes en las librerías de segunda mano o en Internet.

Y para acabar, unas palabras que definen perfectamente los caminos seguidos por la novela negra desde sus orígenes protagonizados por el esclarecimiento del enigma al protagonismo de la razón que muchas veces, como pasa sobre todo con Chandler y González Ledesma, nos acerca al territorio complejo -peligroso también- de la melancolía. Las palabras son de Thomas Narcejac: “En la nueva novela policíaca, la angustia se ha hecho poesía. La novela policíaca se ha adornado con todos los fulgores de lo maravilloso, pero el elemento maravilloso tiene ahora una escena lógica. Se dirige a una imaginación que no ha renunciado a su función fabuladora pero que ha sido instruida por la razón y que conoce, además, los límites de lo plausible y de lo verosímil. La magia ya no podrá prescindir del método. Será su melodía”.
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Texto leído en el curso sobre Novela Negra, en el marco de los Premis Octubre de Valencia 2010