A LA INTEMPERIE. SIN NINGUNA COMPLACENCIA

 

¿Por qué te vuelvo a contar esto? ¿O supuse siempre que lo sabías y no te lo conté nunca?
Max Aub

Lo que le queda al testigo de la historia. Contar. Esa posibilidad. Mirar atrás, como Emma en el monólogo aubiano “De algún tiempo a esta parte”, y establecer las reglas que ordenen -siquiera un poco- lo que pasó entonces. O lo que no pasó. El tiempo es una torrentera de agua y barro en la memoria. De ahí saldrá un pedazo de vida. O la vida entera. Introducir las manos en la masa de color mierda. Restregar el pasado y el presente. Traer de aquello, esto. Otra cosa no es la escritura del pasado. Primero, restos de vida, lo que fue quedando, tal vez una ruina: y qué. Pero algo estuvo ahí, con sus protagonistas en el centro de la acción. Andaban como medio muertos. Por la guerra. Por el miedo. Por el odio. Por lo que les iría quedando de todo aquello cuando todo aquello terminara. Todo aquello: qué es. Por dónde empezar esta historia en que la figura del testigo tiene dos protagonistas: quienes la vivieron y quienes la cuentan. A veces esos protagonistas son los mismos: lo vivieron y lo contaron. En cualquier caso: cuándo, en qué tiempo, tiene lugar el relato. Eso es importante. Por qué en ese instante y no antes. La historia siempre estuvo ahí. El testigo, si no lo mataron o se murió en la espera, también. Sin embargo, hubo que esperar mucho tiempo para que el relato fuera posible. Pongamos un orden a la narración. Como si de un relato clásico se tratara. Qué sucedió. Por qué. Cómo fue contado. Cuándo. Por qué en ese momento y no en otro. Vayamos por partes.

El tiempo era el de la República. La Segunda República. Año 1931. Abril. El rey al exilio para no volver, al contrario de lo que dice el tango de Gardel y Alfredo LePera. No fue una época tranquila. Sí de esperanza en un mundo mejor. Libertad. Igualdad. Fraternidad. Sus enemigos: los de siempre en España: la Iglesia, el ejército, las derechas beatas entusiastas del dinero. Otro enemigo, éste interno: las distintas repúblicas que se vivían en los partidos de izquierdas. Finalmente, un golpe de Estado. Julio de 1936, después del triunfo electoral del Frente Popular en las elecciones de febrero. Un golpe de Estado que se encalla en Madrid. Y viene la guerra. Esa guerra llamada eufemísticamente, con ese poso innoble de muchos eufemismos, “guerra entre hermanos”. Qué hermanos. Unas ideas. Otras ideas. La libertad y la democracia. El fascismo y la barbarie. La guerra tiene vencedores y vencidos. Siempre. Nunca acaban en empate. La que empieza en 1936 la gana el fascismo. La República es asesinada. O se exilia. O se somete a la vergüenza de un silencio humillante. El miedo. La dictadura franquista impone el miedo como sinónimo de paz. O al revés: la paz tiene en su trastienda los ojos asustados del miedo. La dictadura franquista. Una de las más crueles de la contemporaneidad. En vez de la libertad, la pesadilla inacabable. Se acabó el “sabor áspero y salvaje de la libertad” que decía Juan Goytisolo en “Señas de identidad”. Se acabó todo, menos la gallardía insultante de los vencedores. Es posible un relato de lo acontecido. Sí. Pero quién cuenta. Ellos. Los que ganaron la guerra. Una versión única. La de la victoria. ¿Y la derrota, qué relato tiene la derrota? La derrota no tiene relato. Nunca. Nadie la va a contar mientras los vencedores se erijan en los inventores de la historia. La derrota sólo tiene recuerdos. Aunque escondidos en las habitaciones familiares, la derrota sólo tiene recuerdos. Max Aub lo escribe en el monólogo que encabeza este texto: “¿Si no hubiese recuerdos, para qué se viviría?”. Vivir para no olvidar. Ése es el relato de la derrota. Esperar mejores tiempos. Guardar silencio mientras se amontonan los recuerdos. La memoria no. La memoria vendrá luego, cuando algo permita la elaboración de otro relato, el salto del argumento a la narración definitiva. Mientras tanto, esperar. Leer desde la rabia lo que escriben los de la victoria. Leer la parafernalia grandilocuente del franquismo. Sus novelas. Sus películas. Sus poemas indecentes loando las agallas del franquismo.

Un día se muere el dictador. Sólo unas semanas antes ha firmado los últimos fusilamientos. Cinco jóvenes. Tres del FRAP. Dos de ETA. Saltó a la muerte sin que se le arrugara el alma de carnicero de lo humano. Empezó matando. Murió matando. Cuando se murió Franco el 20 de noviembre de 1975, salieron a la luz la lucha clandestina contra la dictadura, la posibilidad de construir otro tiempo tan distinto, de recuperar “ese olor a asenjo fresco” que como contaba Gabriel Chevallier en “El miedo” era el olor de la paz. Llegaba también la seguridad de otro relato. Muerto el perro, se acabó la rabia. Eso se pensaba. Eso pensábamos. Lo que pasa es que muchas veces los deseos van por un lado y la realidad escoge el suyo. Y uno y otro resulta que no son el mismo. A un Régimen sucedió otro régimen. La mayúscula y la minúscula. Pero algo tenían en común: la imposibilidad de convertir los recuerdos en memoria. En la dictadura estaba prohibido hacer memoria y mucho más aún escribirla. Durante la Transición -así se llamarían los nuevos tiempos- no era conveniente construir ninguna memoria. La reconciliación por encima de todo. Los más listos del franquismo, el PCE y el PSOE firman tácitamente (o no tanto) los folios que aseguran la impunidad del franquismo y los franquistas. Amnistía general. Para los presos políticos del franquismo. Para los torturadores y jerarcas de la dictadura. Para Franco y su alargada figura después de muerto. Ése era el nuevo relato. El mismo de antes. “El nuevo régimen (la Transición) sólo podía nacer de la desmemoria, del olvido”, escribía Rafael Chirbes en el libro colectivo “La Transición, treinta años después”, coordinado por Carme Molinero. Otra vez a guardar silencio. La derrota se veía perpetuada en lo que siempre tuvo de callada, de humillación y de vergüenza. A callar toca, como les decían a los niños malos. ¿Y después de la Transición, qué? Ahora viene lo bueno en este no/relato de la historia reciente.

El 23 de febrero de 1981 hay un golpe de Estado. En la tradición cuartelaria española no podía faltar un golpe de Estado cuando esa manera de cambiar las cosas era algo anacrónico y con una cierta dosis de patetismo senil. Pero ahí están ellos, con sus uniformes, con sus metralletas, con sus pistolas, con su semiótica de salvapatrias pasados de moda. “¡Incorregibles!”, como dijo en Valencia el poeta Juan Gil-Albert aquella noche o el día siguiente. Dicen que el golpe no triunfó. Lo dudo. Sería mejor decir que el golpe no fracasó del todo. Con él se acaba la Transición y empieza una nueva época que quiérase o no tendrá bastante de lo sucedido en ese día. En 1982 gana las elecciones el PSOE. Son los socialistas jóvenes. Vienen de Suresnes, de un congreso que en 1974 arrincona a los viejos socialistas del exilio y sitúa a Felipe González y Alfonso Guerra en las alturas del partido. La Transición ha acabado. El 23-F ya ha dejado firmadas sus condiciones. No tocar nada. De antes del golpe sólo se ha movido una figura: el Rey. Del golpe de Estado sólo se ha beneficiado la Monarquía. La nueva historia de España ya tiene un protagonista, un héroe, una leyenda: Juan Carlos I. En una noche extraña cuya extrañeza aún perdura en la conciencia de una ciudadanía perpleja, el monarca pasa de ser el heredero de Franco a convertirse en el nombre coreado con tonalidades de aclamación por los voceros de los nuevos tiempos. Lo demás, todo lo demás, se queda intacto. Las estructuras del franquismo se quedan como estaban. Los más temidos y temibles torturadores de la dictadura son ascendidos en sus funciones de seguridad y ocupan altos cargos en los servicios policiales del socialismo gobernante. La Iglesia sigue con sus prerrogativas ideológicas, políticas y educativas. La economía ya no se desvincula del mercado capitalista y adquirirá enseguida las trazas de un capitalismo de nuevo cuño: el Estado del Bienestar. ¿Y qué pasa con el relato de la memoria? Nada, no pasa nada. La República, la guerra y la dictadura permanecen en los márgenes de la historia, como una voz siempre a la espera de que alguien le dé el pie para ocupar su sitio en el escenario. No hay manera. La única manera de que la reconciliación sea posible es callando lo que quiso ser la Segunda República, la derrota de la guerra, el miedo de la dictadura, las debilidades de la Transición. Los nuevos tiempos socialistas no eran tan nuevos.

La historia seguía siendo un rincón medio a oscuras donde algunos historiadores intentaban abrir brechas de verdad en un relato que cada vez se demostraba más difícil, casi imposible. Algunos historiadores. Unos pocos novelistas y poetas. Medio escondidos en sus lenguajes que decían a medias para que no los cegara la censura, esos testigos cuentan lo que apenas vivieron de niños u otros les contaron. Son el único testigo que habla. Lo único que había en un paisaje domado por una nueva singularidad: la democracia del voto. Una democracia que reclamaba como virtud principal la tranquilidad de una ciudadanía que poco a poco se iba quedando sin voz y lo que es peor: sin que eso le perturbara lo más mínimo. Era como si la realidad se hubiera escapado, tantos años después, de las páginas terribles de “La gallina ciega”. ¿A quién le importaba el pasado que con el tiempo habría de recibir el engañoso y contradictorio título de “memoria histórica”? ¿Alguien echaba de menos su relato? Desde luego, quienes menos interés mostraban porque ese relato tuviera un lugar en la época dorada del socialismo español eran Felipe González y Alfonso Guerra. Y así, con esas autoridades displicentes, la cosa se ponía muy difícil, como antes: casi imposible.

Pero sucedió lo que tarde o temprano tenía que suceder en un país volcado definitivamente en el bipartidismo. La corrupción asola la época última del PSOE, situado en una especie de estúpida invulnerabilidad, y lo que llega en 1996 es el triunfo del Partido Popular. Alimentado por las ideas más rancias del franquismo llega ese partido que rescatará del imaginario ciudadano aquello de las dos Españas: la roja de la indecencia y el caos y la azul de la honorabilidad y el orden. Los fantasmas salen a pasear de nuevo en las formas del gobierno conservador y en su verborrea que mete otra vez el miedo en el cuerpo de una ciudadanía que no se ha despegado (entre otras razones por la negativa socialista a cambiar la cultura política en aquella ciudadanía) de las raíces de la dictadura. Pero algo cambia a partir de esa actitud violenta del PP respecto a la historia de ese pasado recientísimo. El PSOE que antes había insistido en la necesidad de olvidar ese pasado, se vuelca ahora en una desmadrada vocación memorialista. Antes, cuando ellos gobernaban, no era conveniente recordar nada. Ahora que no gobiernan es imprescindible saber de dónde venimos. Pero algo ha cambiado en esa posibilidad: ya no venimos sólo de aquellos años republicanos, ni de la aspereza de una guerra larguísima, ni de una dictadura extremadamente cruel. No venimos sólo de ahí. Venimos también -y que cada cual asuma su responsabilidad en ese nuevo paisaje originario- de una Transición olvidadiza y unos años de gobiernos socialistas en que las políticas de memoria fueron sustituidas por las políticas de olvido. Por eso, la conversión entusiasta del socialismo (sobre todo del “guerrista”) al argumentario de la memoria huele a esa forma extrema del oportunismo que es el cinismo. Sin embargo, la ferocidad de los nuevos gobernantes, con José María Aznar a la cabeza, hace que en su contra empiece a aflorar una nueva oportunidad para la recuperación del pasado, de ese pasado que hasta ese momento seguía siendo una sombra en la historia reciente de un país que parecía satisfecho y tranquilo al abrigo de la desmemoria. Algo empieza a cambiar en ese panorama. No sabemos si para bien o para mal, pero algo empieza a cambiar.

Desde todos los frentes genéricos, la escritura va ocupando su lugar en el nuevo paisaje. Historiadores, novelistas y testigos directos de los hechos muestran sus armas para recuperar el tiempo perdido. Lo que eran hasta entonces “batallitas del abuelo” adquieren ahora una dimensión ética y de verdad que resultan sorprendentes. La historia aporta sus dosis de sabiduría investigadora. El testigo, su presencia verificadora de lo acontecido. Las novelas, lo que la ficción encierra de realidad. El nuevo relato está en marcha. Las voces silenciadas ocupan su lugar en el escaparate de la memoria. De repente se ha abierto la veda para la cacería de la nueva historia. Yo empecé a escribir esa memoria mucho antes de la cacería. Y algunos otros. No muchos. Y con un resultado que me llenaba de satisfacción. Era una satisfacción íntima, no una algarabía borracha. La crítica saludaba amablemente mis historias y la lectura crecía hacia una esperanza todavía rara en que la memoria empezaba a interesar donde antes no interesaba a nadie. Pero lo que se avecinaba era otra cosa. Ya lo dije: la cacería del pasado. De pronto era como si es pasado se hubiera subastado como hacen los terratenientes con sus terrenos. Y los cazadores arriendan esos terrenos para disponer entre sus matorrales las estrategias de a ver quién abate más piezas en el mismo tiempo. El cronómetro se pone en marcha. La escritura se pone a descubrir mecanismos que posibiliten un éxito rápido. Y lo consigue. Las piezas conseguidas llenan ahora las plazas públicas y son mostradas como trofeos en las estadísticas de ventas que el mercado exige para sobrevivir, en perfecto estado de revista, a los ojos nada exigentes del mercado. Pero ese éxito ha de tener unas raíces, algo que explique el motivo de su rápido y repentino encumbramiento. El discurso. Ahí está la cosa. Qué se está cociendo en la lumbre de la escritura. Qué relato se está construyendo del pasado. Qué hegemonía entre los distintos relatos de la memoria. Ahí está la cosa. Ahí está.

Las novelas surgen de la imaginación. Todo se inventa. Pero como toda invención, antes han partido de lo real. Lo que es y lo que no es. La realidad y los sueños. La verdad y la mentira. Todo se junta en ese armatoste complejo que es una novela. La veracidad de los hechos -puesta de manifiesto por el historiador y el testigo, cada uno con sus correctivos- se construye en las novelas echando mano de su estructura, de unos personajes que viven por dentro más que por fuera, en esa frase que no encierra sólo la belleza sino una dosis a veces insoportable de horror. El discurso de la complacencia no cabe en esa escritura. No debería de caber. Pero cabe. En la plaza pública de la escritura de la memoria se exponen las piezas de un discurso complaciente del pasado. De nuevo surge la necesidad de un tiempo tranquilo en las novelas, de una ficción que se ajuste a una realidad confortable, de aquel viejo y persistente sonsonete de la Transición: nada de enfrentamientos entre unos y otros, nada de vencedores y vencidos, nada de agitar las conciencias con el relato de una realidad que te deja viviendo a la intemperie. Escribir lo imaginado como una arcadia feliz, lejos de cualquier atisbo de discrepancia entre los contendientes, no hablar ni siquiera de contienda. Sucedió lo que sucedió porque hubo de suceder. A partir de ahí toca repartir culpas por igual y la escritura que se reclame decente ha de ser la que no se comprometa más que con esa visión templada de la historia. La escritura regresa al espíritu de la Transición. La ficción en las novelas solventa el conflicto de la realidad construyendo un discurso ejemplar y construyéndose a sí mismo desde una ejemplaridad ambigua, que es como dicen ahora que hay que construir la historia, la memoria del pasado. La Transición otra vez. En la historia, en las novelas, en el papel imprescindible del testigo. En la plaza pública se expone la hegemonía de esa complacencia. Lo demás habrá de buscar sitio en una resistencia que a veces se verá desplazada con calificativos que la tachan de radical, sectaria, antigua como la sarna. Escribir no es escribir sino acatar el dogma: no existe la verdad en un sólo lugar sino en todos. Todos tenemos nuestra verdad. Y qué. Supongamos que sí. Y qué. Escribir es adentrarte en un laberinto lleno de peligros, hurgar en el alma misma del conflicto, destrozar a hachazos, como hacía Kafka, el papel en blanco de una inocencia que como todas las inocencias serán falsas. La escritura de la memoria que inaugura el nuevo siglo surge de una imaginación que endulza las dimensiones del conflicto. Una nueva sintaxis de los sentimientos se erige en el alambique que sirve para destilar los viejos discursos de la reconciliación. Yo no estoy ahí. Lo dice, entre otra gente, José Carlos Mainer en su trabajo “Para un mapa de lecturas de la Guerra Civil (1960-2000)”, dentro del libro colectivo, coordinado por Santos Juliá, “Memoria de la guerra y del franquismo”. Según Mainer, seríamos Rafael Chirbes y yo mismo los novelistas que se alejan de una escritura complaciente con la Transición. También, atendiendo a sus palabras, los dos novelistas que nos alejamos de la construcción de un discurso sentimental sobre la memoria hoy llamada (y mal, por cierto) “histórica”. La novela, para el lector, es como la calle para el flâneur de Walter Benjamin: “le conduce a través de un tiempo desaparecido”. Recuperar ese tiempo de su invisibilidad, construir el relato de un itinerario maltrecho, estrujar su aparente somnolencia para que salgan a la luz sus luces y sus sombras, no hablar en nombre de nadie sino de uno mismo, esgrimir la ficción como una versión posible de lo real: ésa es mi escritura del pasado. Y eso sí: desde el viento acerado que asola la intemperie. Desde ahí. Con aciertos y errores, como sucede en todas partes y siempre. Pero sin ninguna comodidad ni complacencia: a la intemperie.

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Texto para el Congreso sobre “Testimonio, historia y ficción”. Universidad de Montpellier.