CUANDO REGRESAR TODAVÍA ERA ÚTIL. UNA GEOLOGÍA DEL DESTIERRO CON MÚSICA EN VIVO DE JUANITO VALDERRAMA

 

 

Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos, parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos; acaso las fatigas del hambre, el sordo tambor de los bombardeos, los parapetos de adoquines cerrando las calles solitarias...

Juan Eduardo Zúñiga
“Largo noviembre de Madrid”

 

 

Nadie regresa nunca de ningún exilio. Al menos, nadie regresa nunca del todo. Ni del exilio ni de ninguna parte. Pero mucho menos del exilio. El tiempo que lo provocó se vuelca de golpe en ese azar que cabezonamente te lleva a cualquier sitio: porque el destino del desterrado es más casualidad que estrategia, menos conciencia de saber adónde se dirigen tus pasos de tortuga que viaje a lo desconocido sin planos terrestres ni cuaderno de bitácora en la mochila del desgarro. Al llegar allí, adonde ese destino te dejó caer como un fardo marrón sin remite ni direcciones postales, te descubrirás enseguida otro, te abandonarás en una sonrisa floja, como algo que no es sonrisa ni nada, como si no fueras tú a las pocas horas de haber iniciado un viaje nadie te dijo adónde, a ningún sitio, a ese no lugar que es el aleph borgiano en que se reúnen los restos todos del naufragio.

Serás otro y acudirás a una pensión, una vez sometida la llegada al papeleo infame que no sabe -porque no le da la gana- de lucha antifascista en la España de la preguerra civil, en la de la guerra, en la de una posguerra cuya crueldad acabó por resultar invencible, casi una costumbre -como el pan negro y las gachas, como el miedo- porque los aliados antinazis se entendieron pronto con el enano pronazi y anticomunista que gestionaba brutalmente, a tus espaldas de vencido, su victoria de 1939. Y en ese cuarto, iluminado apenas y con una lámina marina en la pared donde se recuesta la cama, te sentirás de pronto, asomado a la ventana que da a un callejón y a la caja desvencijada de una camioneta como aquellas en que llegaban al pueblo los de la FAI cargados de pistolones y consignas emancipadoras gritadas con una furia que a ratos la gente no entendía, te sentirás de pronto, recuerdas, como alguien que no eres tú pero que sin embargo usa tu pasado, como escribía en un poema hermoso Juan Gelman hablando de una espantosa soledad en Lisboa: ¿Cómo se ata lo que soy para mí/ con lo que no soy para mí? (1) se preguntaba. Así tú, recién llegado al exilio o como se llame la huida, la búsqueda de otro lugar donde descansar el cuerpo maltrecho de una derrota inmerecida.

La vida se detiene en la frontera, se detuvo allí y empezó la cuenta atrás del desarraigo pero también de una esperanza. Contigo salieron amigos de entonces, de cuando acudías a los libros escasos de tu casa. Pero por encima de sus libros conocías los nombres de quienes los escribían: Rafael Alberti, Max Aub, Azaña, León Felipe, Francisco Ayala, Cernuda, la Pasionaria y Federica Montseny (que no sabes si escribieron libros pero sus nombres eran libros abiertos para quienes como tú se pasaban el día escarbando curiosamente en las entrañas de una conciencia ilimitada.) Pero qué eras tú al lado de esos nombres: sólo -y ya es mucho- unos ojos como platos descubriendo a cada paso que la libertad no se regala sino que se conquista. Como la dignidad, como ese honor que ahora -precisamente en estos días en que ya hace mucho que regresaste de Praga y ya eres más viejo que Matusalén, y la memoria se te va como si en vez de cabeza tuvieras una calabaza- reclama para sí mismo ese patético personaje que gobernó el país con mano de hierro durante ocho interminables años y ahora, pasado el esplendor gregario y violento a la sombra de Georges Bush, se retira casi clandestinamente al rincón donde demasiadas veces la política se confunde con el desprecio al otro y las mentiras. No es ése aquel honor por el que te dejaste los años de casi adolescente en las trincheras donde se pegaban tiros quienes defendían la legalidad republicana y los fascistas, esos que, nombrando no se sabía qué Patria, qué Dios ni qué Justicia, se levantaron en armas para destrozar la democracia de las urnas. Y lo piensas, hoy igual que en aquella pensión francesa de hace tantos años, este mes de julio de 2004 piensas en esa Patria nombrada sin parar por los del Partido Popular, un partido que acaba de perder las elecciones y el gobierno en España porque ya eran muchos desplantes a la verdad y al que ni los muertos del brutal atentado de Al Qaeda en los trenes de Madrid acercó el más mínimo respeto a tanta tristeza insoportable. Y lo mismo que entonces, lo mismo que cuando eras casi un crío y no parabas en casa porque la vida estaba en la parte de afuera, te entran ganas de salir a la calle con tu bastón de casi paralítico pero con aquella misma conciencia ilimitada a favor de la dignidad nunca perdida (bueno, a ratos sí, a ratos también los tuyos -incluso no sabes si tú mismo, a veces- la perdieron porque seguramente resulta muy difícil mantenerse entero y de una pieza todos los días de una vida.) Piensas en esa palabra y en que alguna vez leíste -no sabes a quién, si a lo mejor era a Neruda-: Patria, qué palabra tan triste, como ascensor o aspirina.

La Patria, piensas. La Patria. Y te repites mil veces la palabra, mil veces Patria, esa palabra que nunca supiste -hasta mucho más tarde- por qué siempre anda cabalgando por la boca al lado de la muerte. Y piensas en aquel día de febrero en que el Frente Popular ganó las elecciones en España, cuando España no era ni Patria ni antipatria, cuando España era un país dispuesto a ser más libre de lo que hubieran decidido las derechas, como llamabais entonces a los otros, a esa mezcla rancia de ricos y sotanas, de urnas rotas y gritos exaltados, unos gritos con los que -ellos ya sí- defendían su Patria de quienes con sus votos habían decidido otra España más volcada en el lado de la vida que en el lado de la muerte, más en el de la libertad que en el del tufo a mierda de la represión carcelaria, más en el de la cercanía entre los unos y los otros que en el del resentimiento. La República llenaba las urnas y en tu memoria, ya entonces, se alargaba lo bueno y lo malo que empezó a salir de aquel 14 de abril de 1931, cuando tú aún andabas de adolescente camarero por Madrid, en aquel café donde acudían a cenar y emborracharse toreros, cantantes melódicos y artistas de teatro, casi siempre también con alguna mujer puta por el medio. No eras cerril en tus principios y cabían en tu memoria el voto de la mujer, la educación tan libre y tan humanizada, las leyes que igualaban más a los ricos y a los pobres, pero también cabía la represión brutal de las huelgas del 34 y sobre todo, más que sobre todo, aquella incendiaria canallada de Casas Viejas. Te vienen a la cabeza las cosas con ese desorden incalculable en que sucede la memoria: un lío, piensas, un verdadero lío. No hay calendarios fijos, inmutables, sino una fila india de acontecimientos y de gente que esperan pacientemente a que los pongas al día y les digas -y te digas- hasta dónde fueron ellos los protagonistas de tu historia y hasta qué punto estás siendo tú el personaje principal de una historia que te pertenece sólo a través de los recuerdos. Y a veces dudas, algunas veces te viene a la cabeza lo que te dijo aquel maestro de escuela un día del monte, cuando los guardias civiles os tenían cercados a los de la guerrilla entre las aliagas y las miradas asustadas de las liebres como únicas trincheras: “si nos matan, no sólo nos van a matar a nosotros sino también nuestra memoria, porque las cosas no son lo mismo si se cuentan de una manera que si se cuentan de otra”. Tú no entendiste muy bien lo que te decía el maestro porque a veces el maestro decía cosas difíciles de entender, que para eso era un hombre leído y tú un simple camarero con una bala bien guardada cerca de un pulmón de cuando la defensa de Madrid. La victoria del Frente Popular, ahí te habías quedado en el recuento apresurado de lo antiguo, un recuento que -aunque no sea tu propósito faltarle el respeto a la verdad-, será seguramente inexacto, a ratos poco parecido quizás al tiempo transcurrido desde entonces hasta el regreso a España en 1978: tú uno de los últimos supervivientes de aquel destierro inacabable, la endeble arquitectura de una conciencia que a la hora de pensar la vuelta sentías construida a medias con las ganas de volver y la pereza. Porque ésa es otra: uno dicen que se acostumbra a todo y en algún momento llegaste a pensar si el exilio podía devenir una costumbre, como abrir la ventana todas las mañanas para que la casa se airee o levantar las sábanas para que salgan por las cristaleras del cuarto todas las señales del cansancio y los malos sueños que demasiadas veces toman al asalto las noches extranjeras. Por eso algunos días te llenabas de pereza a la hora de pensar en el regreso. Repasabas las últimas noticias que llegaban de tu país. Enchufabas la televisión para comprobar si valía la pena dejar atrás un tiempo de acogida, de solidaridad hermana con otras soledades, y marchar al encuentro con no sabías muy bien qué destino incierto venía cerniéndose sobre los tiempos nuevos que se escapaban de las venas torturadas del dictador, un monstruo que se debatía entre la humillación de una más que obscena batalla contra la muerte indigna y la garantía que le vendían los suyos de que su memoria, ya de piltrafa, ya tan inhumana, iba a perdurar en los cuadros de honor de la inmortalidad como les sucede a los dioses. Y algunos días acababas pensando que el regreso iba a ser duro, a lo mejor demasiado duro, y que también a lo mejor nadie se estaba acordando de vosotros, de ti y de quienes contigo salieron al destierro hacía ya tantos años. Y pensabas en lo que te contaban que le pasó al escritor Max Aub cuando llegó a España desde México en 1968 y descubrió que los más viejos no se acordaban de él y los jóvenes no los conocían ni a él ni ninguno de sus libros.  Montó en cólera y escribió en su libro “La gallina ciega” que lo malo no era que los españoles no tuvieran libertad sino que esa falta de libertad les importara un pito. A eso también tú le tienes miedo, porque a fin de cuentas regresar es recuperar la memoria y no escapar de ella, ni sentir cómo ya no existen en ninguna parte esa memoria ni sus protagonistas. Pero no avances en la sucesión de los acontecimientos, que la memoria ya estás viendo cómo es de loca y de desordenada. Estabas en eso, en la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. En eso sigues, pues, en eso.

Fueron unos meses de desconcierto pero también de levantar la arquitectura de un tiempo que auguraba a ratos buenos presagios y otros unos presagios no demasiado felices. Esa mezcla de aciertos y de errores que llenó los años de la II República tenían al fin la posibilidad de materializar una conciencia nueva entre la gente: las izquierdas juntas y abiertas unas a otras desde sus diferentes maneras de entender el mundo. Hablabas con la clientela del bar y en las conversaciones dejabas caer, entre risas y bromas, que iba a ser posible desarrollar una idea común sobre el futuro de tu país. Aún -y haces un salto de casi setenta años en el tiempo- lo piensas hoy: que es posible esa conjunción, esa cercanía que resultó tan imposible en los años de la guerra y en los que han transcurrido desde la muerte de Franco hasta hoy mismo. Aún lo piensas y te pones a dar saltos de alegría cuando piensas en el gesto de Gaspar Llamazares cuando, a pesar de haber sacrificado buena parte de sus votos a favor de la utilidad que suponía en las últimas elecciones del 14 de marzo la alternativa del PSOE, dijo que la derrota del PP a manos de toda la izquierda era más importante que el sacrificio electoral de Izquierda Unida. Y piensas -estás seguro- que en los años que has vivido y que recuerdas no ha habido un gesto de tanta grandeza en la política como el de Llamazares. Porque -también de eso estás seguro- a la política le ha gustado más fagocitar al otro -aunque se tratara de alguien próximo- que darle de comer, por más que fuera sólo una miaja de lo que le correspondía por derecho. Regresas después de esta digresión temporal a aquellos meses en que el Frente Popular significó una más que posible época de cercanías entre las izquierdas. Pero la alegría siempre dura poco en la casa del pobre y el verano de 1936 casi se inauguraría con los bombazos fascistas sobre la tierra recién labrada de la esperanza democrática. Después de varias intentonas una buena parte del ejército se levantó en armas contra la República y vinieron tres años de lucha, de muertos a destajo, de horror inaguantable que no se iba a acabar con el triunfo fascista de 1939. Tres años fueron en que muy desde el principio te metieron una bala cerca de los pulmones y que a veces aún es como si la tuvieras ahí, en el mismo sitio en que la sentiste primero entrar y detenerse luego, como si una fuerza extraña la hubiera sujetado en su pirueta enloquecida por la carne. También la bala se ha convertido con los años en una constatación más de eso que tantas veces, en los últimos tiempos, has oído decir sobre la memoria y los recuerdos: unas cosas las recordamos y otras no y las que no recordamos es como si no hubieran existido. Pero aún hay otra versión que escuchas a menudo: las cosas no son como son sino como se recuerdan. Pues eso: que hay días en que te parece que la bala no salió por la espalda sino que se quedó alojada en las proximidades de uno de tus pulmones, y la sientes morder algunos días de frío la poca carne que te queda en los alrededores de la cicatriz que te dejó en el pecho. Con bala o sin bala, con el dolor enquistado en la carne de verdad y en la del recuerdo, con la seguridad de que al franquismo fascista y triunfador en la guerra le podíais dar por el saco con las armas en la mano, decidiste, y el partido decidió contigo, subirte al monte. Lo mismo que los conejos y las liebres, apareciste por un paisaje agreste de piedras y sabinas, de colores verdes amarronados por la lluvia, de interminables esperas a ver por dónde subía o bajaba el enemigo. No lo sabías entonces pero luego sí: el paisaje, cualquier paisaje, siempre será un paisaje moral. La mirada de las perdices suplicando una tregua a las escopetas del hambre; el mejunje insípido del desayuno robado a unas plantas raras que sobresalían entre las inclemencias de la nieve; las noches inacabables cargados como burros, buscando la salida de alguna emboscada y el sitio idóneo para levantar un nuevo campamento; las discusiones entre camaradas que a veces adquirían tonos violentos y presagiaban traiciones y deslealtades en algunos gestos sospechosos. El monte en tu caso, pero también las calles inseguras de cualquier ciudad con sus casas ejerciendo de cámaras acorazadas en una clandestinidad exasperante, era ese territorio moral en que se asentaba con seguridad de roca la confianza en derrotar al Régimen algún día. Ya no quedaban restos de la bala, no te acordabas para nada de aquel día aciago resistiendo en Madrid contra las embestidas fascistas, ni del dolor en la carne, como si un silbido apenas perceptible al oído te hubiera atravesado el pecho y se hubiera instalado en algún lugar incógnito de tu cuerpo joven, curtido entre las borracheras de los toreros y las letras del carné sindical en aquellas primeras huelgas en las que apenas te dejaban participar por tu minoría de edad. Al carajo la bala y los toreros, que lo que tocaba era diseñar en los montes estrategias de supervivencia y maneras exactas y eficaces de darles por el culo al ejército de Franco y a la Guardia Civil. Y aún una próxima esperanza en un futuro feliz: cuando los aliados derroten al nazismo, el Régimen tendrá los días contados. Eso, aquella desmesurada confianza en el juego de adivinaciones estratégicas, también formaba parte de ese paisaje moral cada vez que analizabais las noticias relacionadas con los derroteros de la contienda mundial. La resistencia clandestina en las ciudades, las escaramuzas armadas rodando por los montes, el triunfo seguro de todos contra Hitler. O sea, Jauja. Lo supiste mucho más tarde, claro, no entonces. Que todo formaba parte de una realidad que hacía falta inventarse para soportar la crueldad inaguantable del franquismo, que las cosas son a medias como son pero también como las imaginamos. Y que si los sueños no existieran, la vida, cualquier vida, la de entonces con Franco y la de ahora con tipos como Aznar, Bush y Toni Blair no valdría la pena: mejor que la bala aquella de Madrid te hubiera dejado en el sitio si la existencia tuviera que ser, sólo, la presencia humillante de esos tres individuos y la vergüenza que representan para la dignidad del mundo. ¡Joder con la bala!, piensas, es como una mosca cojonera que a cada paso juega su papel en las reflexiones acerca de todo aquel tiempo, unas reflexiones que prologaron y siguieron al tiempo larguísimo de todos tus exilios. ¿Y el monte qué?, piensas. El monte se acabó porque se tenía que acabar, antes o después de lo que pensabais pero sobre todo después de comprobar que los aliados se abrían de piernas delante de Franco y lo erigían en vigía de occidente frente al fantasma comunista que, en el siglo de antes, habían aventado Marx y Engels en su famoso Manifiesto. Y te ríes con una risa larga cuando recuerdas aquel libro, aquella pareja, aquellos dos tipos que tanto te dieron la murga en los momentos de tregua y estudio entre las sabinas y las piedras. Un día quisiste hincarle el diente a "El Capital" y si no lo dejas a tiempo te hubieras vuelto majara, más majara que el Gafas, que ese sí que se había leído a Marx, a Engels y a la madre que los parió a los dos juntos. Y sin embargo, tanta lectura y tanto volverse majara por sus estudios no le impedía echarle dos cojones al asunto y pistola en mano hacer frente a un regimiento entero de guardias civiles. Pero eso: el monte se acabó porque os quedabais más solos que la una y hasta el Partido, vuestro partido, había dado la orden de cambiar las pistolas y las bombas por la lucha en las fábricas y las consignas políticas liberadoras de la clase obrera por los territorios de un franquismo que empezaba a dar muestras de una cierta debilidad. Y cuando piensas en aquel nuevo rumbo impuesto por vuestros responsables en el exterior no sabes si ponerte a reír, si a llorar o si afeitarte el cerebro para borrar de tu cabeza no sólo los pelos ya escasos sino la conciencia de lo que sucedió entonces y de lo que vendría luego, ya muerto el dictador y puesta en marcha lo que se dio en llamar, con toda la parafernalia pomposa de tambores y cornetas, la transición democrática. Pero eso vendrá después, mucho después. Ahora lo que toca es decir que después del monte saliste, con otros de los tuyos y como bien o mal pudisteis, al exilio. La caminata de quince días con sus noches por las montañas, las sendas inexploradas hasta entonces, el ojo ciego que guiaba los pasos titubeantes hacia lo desconocido. Al otro lado del monte, de esa aventura de siete u ocho años jugando al gato y el ratón con los guardias civiles y el ejército, de una vida que se quedaba atrás porque hay vidas que se van quedando atrás y otras que surgen delante de tus narices como el conejo de la chistera de un mago, al otro lado de todo eso estaba Francia. Ahí está, le dijiste al que tenías más cerca. Crees ahora, con la distancia del tiempo transcurrido, que también le dijiste algo relacionado con la libertad. Pero no, demasiado tiempo en medio desde entonces para que estés demasiado seguro de nada. Y menos de si le dijiste algo sobre la libertad cuando situaste esa palabra en el otro lado del monte que os esperaba en el país vecino. Francia, libertad, muerte, derrota, adioses, Marx y Engels, toreros y putas en las noches madrileñas, una bala puñetera empujando los recuerdos: palabras sueltas, pedazos de una vida, de varias vidas vividas a la vez, amontonadas como los instantes decisivos de una vida se amontonan sin orden ni concierto en la memoria. El exilio entonces: en el otro lado del monte andaba esperando, agazapado como las liebres miedosas hasta que escampara la tormenta de tiros inmisericordes surgidos de las escopetas del hambre.

El exilio, joder, esa palabra.

La primera sorpresa fue que al otro lado del monte estaba la playa. Y cuando piensas en la playa, recuerdas cómo en 1968, aparte la invasión soviética de Checoslovaquia, tuvo lugar la búsqueda de lo imposible bajo los adoquines de París: bajo los adoquines está la playa, gritaban los estudiantes el mayo de aquel año, tú ya en Praga, repudiando la invasión tanquista de quienes eran los tuyos pero a la vez no lo eran, los tuyos empezaban a dejar de serlo porque también en el exilio uno se rompe la cabeza pensando y sabe que la cabeza no se mantiene siempre de una pieza, que no se piensa a piño fijo, como si la gente fuera uno de esos payasitos que les das cuerda y toca el tambor hasta que se le acaban las pilas. La playa ahora, porque después ya llegarás a Praga y la invasión del 68. Al otro lado del monte había una playa pero nada dispuesta a la acogida complaciente. Os estaba esperando el salitre del desprecio, ya ves, el salitre del desprecio. Ni medallas por los años de resistencia ni leches: sólo la áspera tierra del desprecio. Entonces lo supiste: la lucha por la República en los años del monte no era un salvoconducto en el exilio recién comenzado sino todo lo contrario. Lo constataste nada más cruzar la frontera indomable de tanta caminata: os habíais convertido en enemigos de todos porque todos habían abrazado a Franco frente al fantasma comunista. Unos más que otros, claro, pero nadie se atrevía frontalmente a negarlo. La playa, pues, no ahora como en aquel verano de 1936, cuando os esperaba la playa de verdad, no la metafórica de ahora, aquel campo de refugiados donde se amontonaba la memoria maltrecha de un tiempo que ya entonces era un tiempo desahuciado. Montones de resistentes hundidos en las tumbas de arena de una playa enemiga. Tu primer exilio, ya ves, qué primer exilio. Lo mismo que ahora, que pensabas que a lo mejor te llenaban el pecho de medallas por el deber cumplido, por los años insoportables entre las piedras y los bosques de sabinas, por los muertos amigos que dejaste atrás, por la libertad y la democracia que se habían ido en España a hacer puñetas y a saber cuándo volverían y en qué condiciones si es que volvían algún día. La playa, el campo de refugiados, los Almendros, Albatera, las fosas con los primeros muertos que fueron las primeras calaveras esculpidas en el salitre de la playa. La sorpresa, piensas, vaya sorpresa. Ni medallas, ni bienvenidas, ni abrazos entusiastas. ¿Aquí qué hostias pasa?, te preguntabas. No pasaba nada: sólo que te habías equivocado de tiempo, que el tiempo del exilio -lo aprenderías enseguida- era como un mar de piedra, como uno de esas inacabables superficies rocosas adonde llegan los geólogos para investigar los elementos físicos y químicos que conforman y configuran su naturaleza. Las raspaduras de la llegada, recuerdas, los arañazos en la conciencia, el no saber quién eras ni si venías de la realidad casi heroica de la lucha antifascista en tu país o de una pesadilla cuyos protagonistas se descubrían ahora, a sí mismos y a los ojos de otros, como unos apestados. La primera sorpresa. El primer exilio que se anunciaba en tu conciencia de desterrado perpetuo. La primera vez, siempre el exilio es una primera vez, que oliste el aire extranjero y te llegó el perfume intolerable de la vergüenza.

El exilio, joder, esa palabra.

Allí estuviste a punto de que te devolvieran a la frontera, reclamado por el nuevo Régimen en España, como tantos otros de tus compañeros llegados al país que te acogía. El comisario de policía era un buen tipo, o al menos no se tomó muy en serio la requisitoria y regresaste a la orilla del mar, y te pasaste horas y horas mirando las olas y a ratos te detenías en la línea del horizonte, como si fueras un barco haciendo equilibrios sobre la raya insignificante, quieta, definitivamente inalcanzable. Y ahí parado, en esa inmovilidad de monigote Tancredo delante de los toros, empezaste a tener esa sensación de pérdida que es la primera sensación de todos los exilios: atrás se queda algo que seguro nunca vas a recuperar de la misma manera y en las proporciones de antes. Y te reías cuando pensabas en el chiste de cuando eras crío: el que se va a Sevilla pierde su silla. Y lo mismo vale -si no más- cuando no te has ido tú de la silla sino que te han obligado a abandonarla a la fuerza. Esa sensación de pérdida, pensabas delante de las olas recién llegado al extranjero. Y las palabras empezaban a hacerse un lío en tu cabeza y había unas cuantas que se quedaban clavadas como por un martillo inmisericorde en la humedad negra de la orilla: habíais perdido la guerra pero vuestra era la victoria moral. Aún pensabas eso en los primeros instantes del destierro. Aún veías a medio mundo, una vez instaurada la democracia en la superficie entera del planeta, cercando la respiración traicionera de la dictadura que se avecinaba. Aún te reías alguna tarde de aquel primer exilio cuando recordabas lo que te dijo un guardia civil, apuntado por tu pistola robellada, el día en que asaltaste el tren pagador de Teruel con otros compañeros del monte y os llevasteis casi un millón de pesetas de su caja: no sé cómo vamos a ganar la guerra si todos los comunistas tienen vuestros cojones. A lo mejor lo dijo porque estaba cagado de miedo y pensaba que así, adulando vuestra valentía y capacidad operativa, lo dejaríais con vida. Y con vida lo dejasteis aunque sin ropa. Te pusiste su uniforme, su capa, su tricornio y las botas no porque te venían grandes, inmensamente grandes y parecías con ellas un payaso de los que acudían al pueblo por las fiestas. Ahora ya no estás tan seguro de que eso fuera a ser así. Es más, estás convencido de que después de tantos años de marear las palabras, éstas acaban teniendo significados diferentes y hasta enemigos algunas veces. Y dando un salto en el tiempo, abandonas aquella playa simbólica del 51 y regresas a la noche en que un camarada te decía en la casa de Praga que las victorias morales son el eufemismo que se usa para definir una derrota (2). Pero entonces aún no pensabas eso. Entonces apenas sabías deletrear el nombre tan raro que te contaba el camarada: Eric J. Hobsbawn. La frase sobre las victorias morales y las derrotas era suya y pasaste más tiempo recorriendo las consonantes imposibles que en reflexionar acerca de esa semejanza. Ahora ya ni ese nombre ni apenas ninguno: el tiempo es esa bestia parda que acaba con todo, con los nombres y con todo. Pero entonces aún no era lugar para el borrón y cuenta nueva, entonces todavía te quedaba la esperanza de que Francia fuera no sólo un refugio sino el punto de arranque hacia la vuelta a España en otras condiciones. El recibimiento no había sido al orgullo sino a la decepción, no a la resistencia militar al fascismo en las montañas sino a la equivocación táctica y a un necesario cambio de estrategia en la lucha contra los vencedores de la guerra. Como el Régimen no cambiaba, pues os tocaba cambiar a vosotros, ¿no?, preguntabas a alguno de tus responsables en los últimos días del monte. Más o menos, te respondía con una sonrisita que no te hacía ninguna gracia. ¿Y después de la playa, qué?, te seguías preguntando. Después de la playa, ni se sabe. Y hubo noches en vela, casi todas, oliendo, como en el pasado, las tumbas oscuras de la arena, la ropa sucia y agria de la desesperación, la seguridad -entonces ya, aunque no de una manera contundente- de que el tiempo que iniciabas era otro, amparado en otras estrategias, en una manera tan distinta de resistir las embestidas crueles de la bestia. Te vas a París, llegó alguien a decirte una mañana, cuando andabas con la gola granulosa de una fiebre que ya te duraba algunos días. ¡París! Nada menos. Y no sabes por qué, pero lo primero que te vino a la cabeza fue el viejo café de Madrid, cuando los toreros te hablaban de viajes y mujeres, de hoteles lujosos y autos con teléfono y almohadones de plumas. Alguna vez te hablaron de París y cuando les dijiste que en París no había plazas de toros -porque tú eras casi un crío pero nunca fuiste tonto- te contestaban que en París los toros eran otros, que los toros de París eran la vida alegre en los cafés de Pigalle y las faldas a volantes de las bellísimas bailarinas del can-can. Una noche, ya muy borracho, uno de los toreros te dijo que París era la ciudad que tenía las piernas más hermosas. Ahora te ibas a París, pensabas con la vista perdida en la línea del horizonte. El Partido te esperaba con los brazos abiertos. Allí comenzarías una nueva vida de resistente antifranquista, lejos ya las batallas del maquis, el frío de las madrugadas cruzando ríos con el agua helada, el linimento Sloan para paliar las quemaduras del frío, las miradas asustadas de las perdices cuando las volteabais de un tiro para saciar el hambre. París. Segundo round en el combate recién iniciado del exilio.

!El exilio, joder, de nuevo esa palabra!

El papeleo infame antes de llegar a los sitios, de nuevo la sensación de que incluso París era más campo de prisioneros que una ciudad libre. Y la pensión a la que te llevaron no era para ponerte a bailar de alegría, aunque comparada con el monte podía considerarse un palacio. La gestionaba una pareja de simpatizantes del partido y se les notaba -a ellos sí- un cierto orgullo de acogerte en su casa. El tiempo ha borrado sus nombres, como lo borra todo, ya lo has dicho repetidas veces en este recuento infinito de los años transcurridos. Pero eso lo pensarás mucho más tarde, cuando poco a poco el exilio se vaya estampando en tu cara, en las rachas de viento que hagan tambalear en algunas ocasiones tus certezas, en la seguridad de que sobrevivir es imposible si no es con la cacharrería metálica de la memoria siempre a punto. En ese cuarto, iluminado apenas y con una lámina marina en la pared donde se recuesta la cama, te sentirás de pronto, asomado a la ventana que da a un callejón y a la caja desvencijada de una camioneta como aquellas en que llegaban al pueblo los de la FAI cargados de pistolones y consignas emancipadoras gritadas con una furia que a ratos la gente no entendía, te sentirás de pronto como alguien que no eres tú pero que sin embargo usa tu pasado, como escribía el poeta argentino Juan Gelman muchos años después de tu llegada a París aquel día lluvioso de 1951. Así tú, recién llegado al exilio o como se llame la huida, la búsqueda de otro lugar donde descansar el cuerpo maltrecho de una derrota inmerecida.

En París anduviste poco tiempo. Es ésa otra de las condiciones principales del exilio: el tiempo que discurre entre la llegada y la partida. Los puntos de amarre en que el destierro se ancla para que no se lo lleven los huracanes del asombro. La ciudad era, como todas las ciudades que no son la tuya, una mezcla de azares y costumbre: nunca llegas a acostumbrarte a ninguna hasta que no tienes claro cuál es el futuro que te espera. Y entonces lo pensabas: el único futuro que empuja al exiliado a seguir viviendo es la seguridad de que el regreso tendrá lugar un día. Sabías ya entonces que regresar era necesario, más útil que nada. Porque a ver si queda claro: qué leches va a hacer uno en el extranjero mientras en su país el miedo se come las esperanzas de la gente. Pues muy sencillo: regresar lo más pronto posible para ayudar a que esas esperanzas puedan hacerse realidad cuanto antes mejor. Pero eso no fue posible. No hubo manera de que París fuera esa ciudad cercana desde la que urdir las estrategias del regreso. Para nada. En París no te podías quedar porque día a día llegaban requisitorias de Franco para obligar a las autoridades francesas a firmar los papeles de tu extradición. Por eso, en cuanto fue posible, te mandaron a Praga. El Partido te necesitaba allí, dijeron. Pues allí. Aquí otra condición de los destierros: qué poco pintas tú en la decisión final sobre cuál ha de ser tu destino. Nada pintas: el destino no es individual sino colectivo. Así de claro, ¿está claro? Pues sí, como el agua de claro. Y a Praga llegaste un día de frío implacable, como era implacable la distancia impuesta entre la realidad y lo que estabas deseando en ese mismo instante. En España ya se arreglaban los camaradas con sus nuevas estrategias de lucha clandestina, de inmersión en los entresijos del Régimen sin que el Régimen se diera cuenta del todo, de buscar en las posibilidades del sistema una manera eficaz de minar por dentro las tuberías respiratorias del franquismo. Tú a Praga, ¿vale? Vale.

Era el año 1954. ¿O era 1952? Ya ni sabes. Y qué importan, a estas alturas, después de tanto tiempo, un par de años más o menos. Lo que importa es que estás haciendo el recuento de tu vida de exiliado. Lo que importa más que nada es que, para la gente que más ha sufrido, recordar es un deber -como decía Primo Levi, que a éste sí que te lo conoces de memoria- (3). Sabes eso ahora más que nunca. Pero también sabes que el mero hecho de recordar no nos convierte en una biografía de nosotros mismos (4).Y también a quien dijo esto le conoces, menos que al otro, porque era más complicado todo lo que decía, pero tiene en común contigo que se murió en la frontera medio enterrado en la nieve, tiritando de frío y sobre todo de miedo. Cuando te contaron la vida de Walter Benjamín supiste enseguida que aunque un día regresaras del exilio, las fronteras que pasaste ese día hacia el otro lado siempre resultarán infranqueables. Tú ya andabas en Praga cuando leías los libros que tanto te iban a ayudar a entender mejor lo que pasaba, en el país de acogida y en el tuyo propio, en medio de esa mezcla de azar y de costumbre en que se convierten los años indecentes del trasterramiento. Y ahí descubriste palabras que te ayudaban a entender mejor el mundo. Pero también descubriste que el exilio no se acaba nunca, que las fronteras te parten por la mitad y los pedazos que quedan a un lado y a otro de esa frontera resultarán definitivamente imposibles de juntar ni con ese pegamento superglú que según dice la publicidad no hay fractura divina o humana que se le resista. Y en Praga fue el exilio definitivo si atendemos a esa definición. Allí establecerías tu residencia y reanudarías los contactos con tus camaradas. Allí te encontrarías con viejos conocidos, algunos de ellos compañeros tuyos del monte y de la anterior lucha clandestina tras la guerra. Allí te encontrarías con Celia, una mujer que compartió contigo años de guerrilla y que de repente, cuando los dos pensabais que el otro había muerto, os completabais en esa ceremonia común de los recuerdos que, aunque a veces supieras que es casi reaccionaria, pequeñoburguesa, y motivo de crítica interna en tu célula militante, es en el tiempo de extrañamiento el único vínculo que te junta a la supervivencia. Entre la gente del exilio -y bien que lo sabíais Celia y tú cuando os casasteis a los pocos días de su llegada a la ciudad en una misión desde París como representante del Partido- el amor se nutre de pasado más que de presente y de futuro. Hay en ese amor una mirada que viene de atrás, de los años en que el tiempo era otro y peligroso, en que lo que quedaba delante era una mirada intransigente puesta en la necesidad siempre apremiante del regreso. A vosotros os juntaba el miedo antiguo más que el abrazo inseparable del aeropuerto, el estupor de saberos vivos por encima de cualquier estrategia para apuntalar ningún futuro en Praga o donde fuera. Y allí, en Praga, estaríais hasta 1978. ¡Nada menos! Antes tú no tenías pasaporte. Lo decías luego tantas veces: si Carrillo y la Pasionaria han podido volver y presentarse a las primeras elecciones democráticas, ¿por qué yo no? Y esa pregunta, aparentemente puntual e intrascendente, ha seguido martilleando tu cerebro desde entonces: la democracia en tu país siempre fue una democracia a medias. Cuando volviste en el 78 aún había alguna confianza en los cambios anunciados, más que en los auténticamente producidos desde la muerte de Franco. Pero aquello de que hubieras tenido que regresar tan tarde te mosqueaba. O todos cristianos o todos moros: pero eso de andar siempre a medias por los carriles de la historia te empezaba a cabrear. Pero no adelantemos acontecimientos: aún te quedan unos apuntes de Praga. Sólo unos cuantos apuntes antes del regreso. El exilio se va convirtiendo poco a poco en una manera de vivir. No es tu ciudad, ni tu casa, ni el aire que respiras es ese aire libre que has querido respirar desde que eras un adolescente torero por los bares de Madrid. Te han acogido afectuosamente pero el exilio es una imposición que mata a su manera. Lo que has dicho antes: una parte se queda en el otro lado. Y sin embargo, hay un instante en que sabes que cuando regreses nunca regresarás del todo. Porque hay un pedazo de ese tiempo extranjero -ahora lo sabes más que entonces- que se queda para siempre pegado a los sitios donde estuviste, a ti mismo más que a ningún otro lugar, se queda pegado ahí el tiempo del exilio como una costumbre, como el rectángulo blanco que deja el frigorífico cuando lo retiras para pintar la pared al llegar el invierno. El tiempo del exilio -sabrías más tarde con una cierta vergüenza y ningún arrepentimiento- se junta al de esa gente de tu pueblo que llegó al extranjero no por motivos políticos sino para aliviar el hambre y, sin darse cuenta, aliviar de paso la falta de trabajo en la España de Franco cuando según Franco en España se ataban los perros con las longanizas de la prosperidad. El exilio -sobre todo para quienes como tú no tienen colegas novelistas, ni artistas, ni poetas que cantasen con divinas palabras la crueldad de tanto extrañamiento- era aquella celebración del baile los fines de semana, atrás las reuniones para ver qué demonios pasaba con aquellos tanques rodando abruptamente por las calles de Praga, la música que salía de una acordeón o de un disco casi inaudible de tanto como lo poníais en la gramola de la fiesta. Y cuando alguien te lo ha preguntado en tu casa de Valencia, tantos años después del regreso, le has contestado sin ningún tipo de vergüenza, muy tranquilo y hasta con un cierto aire de pedagogía en tus gestos, ante su mirada de sorpresa le has contestado: mientras los tanques soviéticos -unos tanques que entonces empezaban a no ser ya los vuestros- invadían Praga, la canción que nos hacía llorar era "El emigrante", de Juanito Valderrama. La misma canción que emocionaba a las masas aborregadas de la dictadura, resulta que os llenaba de emoción en vuestros bailes de Praga rodeados de exilio por todas partes. Y para que quien te hacía la pregunta sobre las canciones que te embargaban el ánimo durante el exilio no piense que eres un ignorante, te levantas y echas mano de un libro que te regalaron unos días antes, un libro de tapas blancas, modesto, con unos artículos sobre la vida y la obra de Max Aub. Hay muchos y excelentes textos sobre Max Aub, le dices. Y abres las páginas y salen los nombres de sus autores: Marie-Claude Chaput, Berbard Sicot, Jacques Maurice, Manuelle Peloille, Manuel Aznar Soler, Rose Duroux, José Luis Morro Casas, José María Naharro-Calderón, Jean Tena, Eleanor Londero, Helena López González de Orduña, Gérard Malgat, Teresa Feriiz, Francisco Caudet, José Ángel Ascurre, Lina Iglesias, Gabriel Rojo, Paul Aubert, Brigitte Magnien, Elisabeth Delrue, Antonio Carreira, Cecilia García Antón, Serge Salaün, Raphaëlle Moine, Ignacio Soldevila Durante y el propio Max Aub. ¿Qué le parece? -preguntaste- gente lista, gente que sabe del destierro de Max Aub y de todos los destierros. Y si por si acaso a tu interlocutor se le había ocurrido tomarse a broma lo de Juanito Valderrama, has abierto el libro por una de las páginas y has leído: El exilio es una cuestión de tiempo. Con enorme rapidez se transita de la condición relativamente prestigiosa de exiliado político a la más pedrestre de emigrado común. Ya ve -le dirías-: lo escribe Eleanor Londero (5), una de las autoras del libro, y creo que no le falta razón. Así es que entre las ruindades que te llegaban de tu país, como el fusilamiento de Grimau, las torturas a Antonio Palomares en las comisarías de Valencia, el garrote vil a un joven anarquista catalán llamado Salvador Puig-Antich, cobraban especial significado los cinco fusilamientos de septiembre de 1975 en que Franco, ya una piltrafa humana lleno de tubos y existencia artificial, acababa con la vida de cinco jóvenes militantes del FRAP y de ETA. Y más aún, cuando ya la democracia estaba en marcha, los asesinatos de cinco abogados laboralistas de CCOO en su despacho de la calle Atocha, en Madrid, muy cerca de esa calle del León donde fuiste camarero amigo de toreros y artistas de teatro en tus tiempos lejanos de sindicalista adolescente. Entre aquellas ruindades también se deslizaban otras situaciones que no lo eran tanto sino todo lo contrario: el día en que Carrero Blanco voló como un pájaro acabasteis todos borrachos perdidos, lo mismo que cuando Arias Navarro anunció, llorando como un crío y como si ya no fuera el carnicero de Málaga cortando cabezas de rojos, que por fin la había palmado el dictador. Regresar, pensabas en instantes así, militantemente enardecido, lleno de un contento a lo mejor exagerado. Regresar a España entre el tableteo infame de los fusilamientos fascistas y los compases entrañables de Juanito Valderrama en las fiestas extranjeras del domingo.

El regreso, qué bien, esa palabra.

De nuevo lo de siempre. La tercera playa. Los cadáveres esculpidos en la humedad oscura del salitre. La desmemoria instalada en la conciencia de la gente, de nuestros gobernantes de derechas y de izquierdas. Los primeros para borrarse a ellos mismos del mapa de la culpa, los segundos para incorporarse a los nuevos tiempos limpios del polvo y la paja del resentimiento. Como si el recuerdo y el rencor fueran una misma cosa, la izquierda se puso a ignorar todo su pasado y en esa liquidación por derribo ideológico estabais tú y tu lucha por la democracia, por la República, por la libertad, por ya no sabes a estas alturas de la edad y los olvidos cuántas causas casi todas perdidas en los laberintos del horror. Y lo piensas, piensas que perdisteis tres guerras seguiditas: la del 36, la mundial porque los aliados le abrieron los brazos a Franco en vez de liquidarlo cuando derrotaron al nazismo, y la que más te duele: la derrota que os infligió a los del exilio la transición política. Nadie os recordaba y erais de pronto como un montón inútil de huesos expoliados al cuerpo entero de la memoria más imprescindible. No erais nada, un muñón solo, la semiótica infame de una amputación miserable en los ligamentos de la historia. Una mierda de democracia, pensaste enseguida. ¿Y ahora qué?: julio del año 2004. Atrás la guerra de Irak, las artimañas violentas del Partido Popular, la derrota tan precisa como inesperada del PP y ahora ese Aznar rumiando sus desdichas por los pupitres de una clandestinidad lujosamente americana, los primeros argumentos del PSOE para que la gente siga confiando en su política (no sabes, no sabes muy bien qué pensar de esos teatros casposos de José Bono como nuevo ministro de Defensa, ni de la genuflexión humillante de Rodríguez Zapatero a esa jerarquía eclesiástica a la que nadie osa tocar sus privilegios), y además el bajón imparable y triste de Izquierda Unida sin que haya explicaciones morales que lo justifiquen aunque nos sobren las políticas. No sabes en qué país vives porque es imposible que te reconozcas en una Monarquía ilegítima por más que la Constitución se haya escrito en tiempos convulsos a su imagen y semejanza. Al Rey lo puso Franco y punto, no hay más que hablar. Aquí, el único sistema que sigue siendo legítimo es la República, dices a voz en grito a quien quiera escucharte. Es lo que nadie va a poder quitarte el resto de tu vida: el grito, el cabreo perpetuo cuando la cosa lo requiere y también, claro que sí, esa alegría que te entra cuando Celia y tú andáis por ahí, de pueblo en pueblo, de instituto en instituto, de casa en casa casi, contando a los más jóvenes vuestra teoría del exilio y las circunstancias tan raras del regreso a un país que, en demasiadas ocasiones, aún sigue siendo aquel de la pandereta y la charanga que decía el poeta. Y os partís de la risa cuando se os pone la cara muy digna y decís que entre tanto bullicio estancado de charanga y pandereta os quedáis con "El emigrante", aquella vieja canción de Juanito Valderrama que os alegraba las tardes de domingo en Praga, cuando vivíais en el exilio y pensabais, desde vuestra adolescente ingenuidad de trasterrados, que regresar a España después de tanta guerra aún era útil. Y para que no se diga que estáis cansados a pesar de tanto ir de acá para allá con vuestra vieja memoria a cuestas, lleváis en una libretita lo que el novelista Juan Marsé (¡vaya novelas escribe el pájaro ése!, dices siempre que puedes a quien se pone a tiro) escribió en una de sus novelas: "Hoy ya no creemos en nada, nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido, porque el olvido es una estrategia del vivir -si bien algunos, por si acaso, aún mantenemos el dedo en el gatillo de la memoria".
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Texto leído en el Seminario “Innovative Approaches to the Spanish Republican Exile of 1939”. Londres 2004

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1. Juan Gelman. Valer la pena. Ed. Visor 2002. pág. 90.
2. Eric J. Hobsbawm: Política para una izquierda racional. Ed. Crítica 1989. Barcelona. Pág. 13.
3. Primo Levi. Si esto es un hombre. Muchnik editores. Barcelona 1995. pág. 93: no es una cita textual.
4. Walter Benjamín. Escritos autobiográficos. Alianza Editorial. Madrid 1996. Pág. 212.
5. Marie-Claude Chaput et Bernard Sicot éds. Max Aub: enracinements et déracinements. Université de Paris X-Nanterre. París 2003. Pág. 136.