ESCRIBIR ES SEGUIR ESCRIBIENDO (*)
Com si vinguessin de molt lluny
tenen un aire estamordit.
La boira els lleva a poc a poc
la gran peresa de la nit.
Miquel Martí i Pol
Como tú, que en días de tormenta
Te hundes en la tierra como tú
Y luego centelleas.
León Felipe
Versión de paco Ibáñez
Lo que no se cuenta es como si no hubiera existido. Eso ya se sabe. Son casi las dimensiones del tópico. Contar es devolver los hechos a su condición de realidad más o menos exacta. Y a sus protagonistas. A veces contamos aquello sobre lo que sabemos poco. O casi nada. Para saber más, que es, también, para lo que escribimos. Para conocer más en profundidad los motivos de nuestra indagación. Para descubrir sus ángulos más oscuros. Para descifrar, al cabo, los códigos más o menos secretos del misterio. Como sucedía con la carta de Allan Poe, esos códigos suelen estar bien a la vista. Pero durante muchos años -larguísimos, injustos años de oscuridad- esa carta estuvo a la vez bien a la vista y lo mismo de bien escondida a nuestros ojos. Habíamos perdido la curiosidad que empuja la necesidad de conocer. Mejor no saber lo que sucedió entonces. Quiero decir: mejor no saber el tiempo que va desde 1931 a 2008. Muchos años, ¿no? Como si la naturaleza humana fuera realmente una naturaleza muerta. Una piedra. Una piedra. Una piedra pequeña, ese guijarro humilde de León Felipe en “Como tú”, ese poema que tantas veces escuché en la voz ronca, líricamente exasperada, de Paco Ibáñez. Refractaria esa piedra, su pequeñez humilde, a abordar la necesidad de conocer qué se escondía en esa elipsis despiadada que va desde 1939 hasta prácticamente ahora mismo. La Segunda República. La guerra civil. La dictadura franquista. La Transición a la democracia. El golpe de estado de 1981. Los sucesivos gobiernos del Partido Socialista y el Partido Popular. La rendija por la que desde hace unos pocos años se cuela aquella curiosidad -más emotiva que intelectual-, esa posibilidad de encontrar vida más allá de cualquier componenda política y de todos los miedos que amordazaron durante tanto tiempo -y por motivos tan diferentes en las sucesivas épocas que aquí se vivieron- la vida y la memoria de este país siempre a medio construir. Porque no podemos levantar un país entero si la memoria de los hechos y los protagonistas que fueron la aportación principal a su última historia siguen escondidos en algún recóndito lugar de sus itinerarios.
Escribir sobre eso, sobre una ausencia, no resulta fácil. Hemos de ultimar acuerdos con los archivos y con los testimonios. Pero también con la imaginación. Hay quien dice -yo mismo y de manera en exceso aventurada en algunas ocasiones- que hasta hace unos pocos años no había literatura de la guerra civil y de la dictadura. Cierto que no la había en cantidad abundante. Cierto que mucho menos que ahora, que se ha demostrado el de la explosión de lo que ha venido a llamarse Memoria Histórica. Mal llamada, digo. La memoria y la historia casan mal, al menos hasta hace muy poco tiempo. El cientifismo de la primera no anda muy de acuerdo con las lagunas que demasiadas veces presenta la segunda. Unas lagunas que, también demasiadas veces, se rellenan con invenciones que parecen un cuento fantástico en vez de una crónica más o menos aproximativa de la verdad. El entusiasmo no es muy buen amigo de la exactitud que todo relato exige. Y en estos momentos hay mucho entusiasmo en los relatos de la última historia -sobre todo por parte de historiadores aficionados y asociaciones que se dedican a escarbar en el pasado sin más bagaje que la buena voluntad- y poca dedicación a averiguar con pelos y señales lo que de verdad pasó en aquellos años del horror.
Escribir de un tiempo maltrecho no resulta fácil. Orillar el puro sentimentalismo nostálgico (vaya paradoja: llorar y estar contentos al mismo tiempo porque se tiene la oportunidad de recuperar las vidas y las muertes de los nuestros) para ahondar en una reflexión profunda sobre el pasado hace falta. Distanciarse, un poco siquiera, de aquella tristeza es necesario para que no erremos las pautas de la reflexión. Lo que pasó no pasó porque sí, porque el destino ajuste cuentas cuando le parece con quienes se ponen al alcance de sus designios mágicos. Escribir es ajustarle las cuentas a ese destino, descifrar las claves de la tragedia, buscar en esas claves otra condición distinta a la de esos dioses que se asan la vida plácidamente instalados en la venganza.
Escribir. De eso se trata. Antes estaba la oralidad de los relatos. La lumbre del invierno como escenografía de la narración. La manera de alargar el tiempo entre las espirales del humo mientras los viejos contaban sus historias. Eso se acabó. Ya entonces empezó a acabarse. Después de 1939 se llenó España de silencio. La lumbre se apagaba entre jirones de miedo. La herencia era la del valor a la hora de defender unas ideas capaces de cambiar el mundo -al menos, capaces de intentarlo-, pero lo que quedaba era la seguridad de que esas ideas iban a ser a partir de la derrota republicana motivo de persecución y de castigo. La escritura oral dejó paso a la no escritura, a la nueva forma de contar la historia, al recuento en clave heroica de lo que habían supuesto la República y la guerra. En clave heroica. Los buenos y los malos. Los azules y los rojos. El lenguaje del rencor, el regreso a los códigos del exterminio. Cómo se escribe eso si no lo escriben los de la derrota. Mintiendo. Así se escribe la victoria. La mentira como moral abrupta del relato. En la otra parte, sólo la humillación a manos del lenguaje, de los armatostes crueles de una represión a destajo, la certeza de que para escribir con miedo es mejor no escribir. La guerra la ganó el fascismo y el fascismo impuso sus reglas victoriosas: sólo escribirían los suyos, sólo enseñarían en las escuelas los suyos, sólo habría en la calle y en las casas una versión de lo acontecido desde el 14 de abril de 1931 hasta 1939: la suya. La guerra no la ganó la razón. La afirmación de Antonio Machado: “No es la guerra, como tantas veces os he dicho -habla Mairena a sus alumnos- el mejor modo de resolver cuestiones litigiosas entre los pueblos. Pero la guerra puede llevar a una solución aceptable, aunque incompleta, si por azar la victoria recae sobre quien la merece”. La afirmación de Machado no tuvo el refrendo de la realidad. Triunfaron los otros, quienes no se merecían ninguna victoria sino, acaso, la de la vergüenza. Pero no. La vergüenza sería una de aquellas normas implícitas en el articulado de la victoria franquista: los héroes eran ellos y los otros, los de la derrota, eran los del deshonor, los flojos de espíritu, los inútiles. El lenguaje gallardo del fascismo. Los relatos a la lumbre del invierno se tornaron silencio. La escuela era un espacio abonado a las consignas. Escribir de lo sucedido aquellos años sólo tenía una caligrafía: la del odio a todo aquello que oliera a republicano y a izquierdas. Socialismo. Comunismo. Anarquismo. Todo al cajón oscuro del olvido. Las cárceles se llenaron de hombres, de mujeres, de lenguaje subversivo. Todo era un paisaje de piedra silenciosa, humillada en su negrura al roce atroz de la tortura, áspera después de ese roce y con las cicatrices del daño en su lisa superficie marina. Como tú, canta León Felipe en la voz de Paco Ibáñez, tierna, irritada también, a la busca de un interlocutor que se había quedado mudo en la inacabable noche del franquismo. La mudez. La escritura de qué si lo que había que escribir era una versión nueva de la historia. La versión imposible. Escribir, entonces, para qué.
Pasaron los años de la noche negra y llegaron los de la nueva democracia. La Transición política. El honor recuperado. ¿Recuperado? Sólo una parte. Sólo una. El honor seguía siendo el de los otros. La amnistía de 1977 orillaba cualquier intención de recuperar ese honor humillado de la izquierda. Todos delincuentes: los de la izquierda derrotada en la guerra y los que la ganaron y acabaron con la mitad de sus enemigos y condenaron a la otra mitad a la ignominia del silencio. Lenguaje bucanero. Otra vez los unos y los otros. Ahora unidos por las reglas absurdas de la nueva democracia. En nombre de ella, de las nuevas libertades, hacer tabla rasa con el desorden moral de la dictadura. Todos iguales. De nuevo el silencio. La escritura del daño relegada al silencio por el oportunismo de la nueva época. Todos iguales. La amnistía para los torturadores franquistas, para los ideólogos que las dotaban de discurso, para Franco después de muerto. Escribir, pues, qué, cómo, para qué. Antes no se podía escribir sobre el tiempo del horror. Ahora la Transición modélica, exportable, no lo aconsejaba. Se mintió, entonces, su normalidad. Era falsa, fue falsa esa normalidad. No fue tranquila. Hubo centenares de muertos, centenares. Menos unos cuantos, todos de izquierdas. Otra vez el mismo paisaje. La policía y los paramilitares fascistas mataban todos los días en las casas, en los despachos, en las manifestaciones. Quién escribía eso, cómo lo escribía, para qué. El silencio de la Transición. La escritura del silencio. Y más semejanzas con la literatura anterior en las escuelas. Nada de nada. La historia contemporánea acababa en los programas escolares en la guerra de la independencia frente a los franceses. Otra vez el juego de los héroes. Otra vez la tergiversación de la historia. Escribir eso otra vez era como escribir en un tiempo detenido, sin avance de ninguna clase, con los censores de antaño reciclados a la moral de los nuevos tiempos. Y el pacto del olvido. Eso. No hablar de aquello. Borrar los nombres que habían provocado el horror de las paredes de la historia. Borrar, sobre todo, los nombres que habían sufrido el horror de las paredes de la historia. Aquel poema enorme de Juan Gelman, que tanto supo del olvido pero que nunca se cansó de escribir en su contra: “¿Y los que olvidan?/ ¿Se tapan como indios las vergüenzas?/ País desaparecido en una gorra militar,/ ¿estás en lo que venga?”. Estar en lo que hay. En el olvido. Años de olvido fiero, de negación obscena de la verdad, de trampear el itinerario que habría de conducir a esa verdad en vez de, una vez más, a la mentira.
Pasaron más años. Estamos en ahora mismo. Siglo XXI. Escribimos. Escribimos mucho. Ya no el silencio. Acumulamos información en todos los formatos. Literatura histórica. Literatura de ficción. Literatura del testimonio. Cine. Televisión. Teatro. En todos los formatos escribimos la historia de aquellos años del dolor. En un primer momento parecía que tuvieran razón los viejos versos del Cancionero de la Resistencia Española, ese volumen de tapas rojas que pasé un día camuflado en los forros del auto por la frontera española con Francia. Versos anónimos, llenos de una luz poética que auguraba una cierta dicha. Un estado de ánimo que se negaba a la desgana persistente: “También de la historia se nutre la esperanza,/ como el rosal de otoño con las hojas caídas./ Quien sufre su derrota aún no está derrotado”. No fue exactamente así. A veces recurrimos al eufemismo para aliviar la crudeza de una realidad exasperante. La esperanza de una nueva escritura del tiempo histórico más reciente. De eso se trataba. Ahora ya quedaba lejos la muerte del dictador, su sombra alargada, tal vez el miedo. Escribir ahora de lo que pasó entonces. Desbrozar los argumentos de aquella amnistía del 77 para regresar a una posibilidad: sacar a la luz del conocimiento los hechos de entonces y sus protagonistas. De eso se trataba. Escribir para conocer. Para saber. Para acabar con las lagunas. La historia no puede construirse con el lenguaje de ninguna victoria, sólo con los de la verdad. Con nada más. Pero no. La información se ha multiplicado por mil. En todos los formatos abunda la información. La moda de la Memoria Histórica ha abierto un mercado fructífero para sus relatores. Todos escriben de todo. Los cines y las librerías se llenan de películas y libros que hablan del tiempo aquel, el que permanecía relegado a las sombras del relato histórico. La acumulación esconde la verdad. La información se diluye en la exuberancia de una confusión interesada. Todos gritan. Todos gritamos. A ver quién puede más en ese desierto ocupado por las dunas de una nueva forma de silencio. El griterío ensordece lo que habría de ser, sólo, rigor a la hora de narrar lo sucedido en aquellos años de ilusión republicana, de daño a mansalva en manos del franquismo, de esperanza abierta y cerrada a las pocas horas en la armadura fatua de la Transición Política. El rigor se asusta ante tanta vocación por un despilfarro ético que habría de ser desterrado de la escritura. El rigor, como aquella carta de Poe, debe estar bien a la vista, no escondido en ninguna parte. Pero parece ser que resulta difícil su asentamiento en las estanterías de un mercado saturado de productos memorialistas. Sabemos más de aquello que no sabíamos pero la cantidad desmerece cualquier aproximación a una verdad lo más exacta posible de lo que sabemos. La memoria sigue cautiva de otra forma de silencio. Escribir hoy de esa memoria es regresar a los paisajes dolidos de antaño. Hay más posibilidad de ejercer esa escritura, claro que sí. Pero escribir más, ya lo dije, no es sacarle más las tripas a la verdad, no es apostar por el conocimiento, no supone, ni de lejos, asegurar que no estamos regresando al punto de partida en vez de avanzar aunque fuera lentamente en los hallazgos éticos que han de acompañar a los otros, más formales, que toda buena escritura no puede menospreciar en su siempre difícil singladura. Al final -ya sé que no soy nada optimista- me queda el regusto amargo de los versos de Vallejo que, trasladados a hoy mismo, retratarían la mirada perdida de los viejos protagonistas del sufrimiento: “Nadie me busca ni me reconoce,/y hasta yo he olvidado/de quién seré”. Ojalá las cosas fueran de otra manera, de una manera mejor en los tiempos que corren. De aquella vieja piedra de León Felipe no sé si surgen los centelleos del poema. No lo sé. Ojalá que sí. Pero no sé. Escribir es, en cualquier caso, seguir escribiendo. Y eso hacemos algunos. Eso hago ahora mismo, en estos papeles surgidos no de la improvisación, claro que no, sino del desencanto.
(*) Conferencia impartida en el curso Histoire, Mémoires et Transmisión de la guerre d’Espagne: regards croisés, organizado en Lyon por el INRP, ENS-LSH y la Universitat Autònoma de Barcelona en diciembre de 2007.