LAS VOCES, LAS SUYAS, LAS DE ANTES

           

Desde hace muy poco tiempo, el debate entre la historia y la novela, la realidad y la ficción, se ha convertido en el estribillo casi siempre absurdo de una discusión acalorada. El historiador era el garante insobornable de la verdad mientras que el novelista jugaba como un niño travieso con los hechos históricos y con sus protagonistas, un juego nefasto que, según las versiones más selectas de los estudiosos de la historia, sólo conseguía enturbiar aquella verdad. Como si el relato de la historia pudiera hacerse desde la neutralidad, demandaba el historiador una extraña condición de manos limpias a la hora de establecer las pautas de su narración. A la vez que, desde una cierta asunción de sus pecados, se complacía el novelista en aceptar su simple papel de malabarista del lenguaje y de importarle poco o nada la verdad de los hechos que contaba.

Ahora, claro está, ya nadie defiende la neutralidad.

El relato histórico y el novelístico parten de una evidencia que no necesita demostración: el punto de vista es lo principal en el trabajo del uno y en del otro, y si no, por poner dos ejemplos claros que crearon escuela, ahí están para lo que queramos de ellos Pierre Vilar y William Faulkner. No hay rigor histórico ni literario sin punto de vista. El riesgo está ahí, precisamente ahí: en no buscar el centro entre los extremos bajo la excusa absurda de que en el centro, siempre en el centro, está la virtud. Decía que no hay rigor histórico sin punto de vista porque quien relata no es un marciano y tiene alma, corazón y vida, como decía el bolero. Aunque he de aclarar que algunas veces hay punto de vista pero ningún rigor en el relato de la historia. Pero entonces es que no hablamos de historiadores sino de mercachifles encargados de vender, sin vergüenza de ninguna clase, la vida y hazañas de quien les paga.

            Así pues, no hay neutralidad en ninguna propuesta, sea ésta del tipo que sea, no debería haberla. "Todo intento de comprensión, de correcta lectura, de recepción sensible es, siempre, histórico, social e ideológico", decía Steiner citando de insuficiente, de casi una tontería, aquellos postulados postestructuralistas y deconstruccionistas que afirmaban que fuera del texto no hay nada. Por eso, la reflexión acerca de las cercanías y distancias entra la novela y la historia ofrece una oportunidad espléndida para escarbar en las posibilidades morales (ya sabemos que todo punto de vista es un posicionamiento moral y lo demás son gaitas y ganas tontas de marear la perdiz)  que aquella reflexión nos proporciona. De una parte, pienso, podemos considerar ambos términos como complementarios: uno ayuda al otro a explicarse y al revés. De otra, igual es conveniente presentarlos como ubicados en una más que soportable contradicción: ya saben, aquello de lo raro que resulta intentar acercar uno a su contrario sin que la sangre del acercamiento llegue al río del desastre. También ese acercamiento podría tener lugar ya no desde la contradicción, como digo soportable, sino desde el enemiguismo más dispuesto a acuchillar al otro en el sitio que más duela, incluso con una cierta vocación de ensañamiento.

            Si hacemos caso a la estadística y a los horarios que organizan esa estadística, son más veces las que la novela y la historia, los novelistas y los historiadores, han recurrido a la puñalada trapera que las que acabaron en un estrecho abrazo por el buen resultado que al final de la lucha encarnizada alcanzó la causa del enfrentamiento. Porque al cabo, pienso yo y no sé cuánta más gente, ese final no debería de ser otro que la verdad, aquella verdad que les contaba antes como territorio sagrado para el historiador y el novelista. Uno cuenta historias por los más diversos motivos y no es el menor de ellos, según mi opinión, el de ir levantando escollos para que cuando pones la palabra fin a una novela, quien haya sido capaz de alcanzar la última de las ciento sesenta o ciento setenta páginas haya mejorado la percepción que tenía del mundo antes de empezar la lectura y si mucho me apuran hasta la imagen de sí mismo. A lo mejor, y el detalle no me molesta absolutamente nada, es que me muevo por el ordenador como esos moralistas viejos y pasados de rosca que hicieron furor cuando aún los dinosaurios poblaban las partes duras del planeta.
           
Insisto, pues, en las posibles identidades de ambos términos, incluso insisto también en su tradicional carácter de enemigos. Y me pregunto cómo puede ser posible una novela sin historia. Una y otra palabra, escritas así, como a mí me gusta, con la minúscula que define las pequeñas cosas, no con la impostada arquitectura desde la que, echando mano de las mayúsculas, se intenta vender, como aquellos espabilados mercaderes del viejo Oeste, una millonada de crecepelos falsos. Otra cosa es el papel que nos queramos arrogar unos y otros para llenar páginas y páginas que, más que abordar seriamente el asunto (incluso desde el conflicto), sólo consiguen convertirse en un auténtico tratado de la imbecilidad. No hay novela sin historia y es imposible que la historia -desde la más antigua a la de ahora mismo- se nutra de cualquier mejunje que no contemple -siquiera a ratos- la novela. “La vida de las personas y de las sociedades –la historia- está construida, fundamentalmente, por materiales conformados por el tiempo: experiencias, vivencias y sensaciones en un tiempo presente; memoria, recuerdos y jirones del tiempo pasado; y sueños o proyectos para el tiempo futuro”. Son palabras de la historiadora Ana Aguado, profesora de la Universidad de Valencia, en el acto de presentación de lo que alguien ha llamado mi tetralogía de la memoria, compuesta por “El color del crepúsculo”, “Maquis”, “La noche inmóvil” y la última, salida hace unos meses al circo siempre incógnito de las librerías, con el título de “Aquel invierno”. Y seguía la profesora amiga: “Porque somos, entre otras cosas, miradas, lenguaje –lenguajes- y tiempo. Miradas, lenguajes y tiempo histórico y/o literario, porque a veces ambos se entrecruzan, como la realidad y la imaginación, lo vivido y lo soñado”. Mejor explicado, imposible.
           
            Pero añado un nuevo ejemplo, todavía más clarificador. Otro amigo y también prestigioso historiador de la misma Universidad, Justo Serna, escribía en el diario El País hace tiempo un hermoso texto sobre el asunto que hoy nos reúne aquí. En un momento del texto, decía que los aspirantes a historiador deberían leer a los grandes novelistas. Pero aún más, un poco más arriba, apuntaba, y presten atención porque la cita es una miaja extensa: “Las grandes novelas son útiles no porque nos documenten sobre contextos precisos y externos. Son útiles al margen del valor informativo que poseen, son útiles al margen de la noticia referencial que pueden darnos. En realidad, son imprescindibles porque nos hacen convivir con personajes dotados de psicología, de hondura, de relaciones, porque nos hacen verlos en situaciones singulares, irrepetibles, porque nos obligan a comprender y a situarnos en la piel de ángeles y demonios, de asesinos y de víctimas. La narración es una exploración del interior y del exterior de unos individuos que por el hecho de no haber existido no tienen menos consistencia, ya que están contados como si efectivamente hubieran vivido y por tanto su evocación ha de ser rigurosa, informada, estratégicamente presentada, verosímil. Lo fundamental en este punto no es que la novela sea ficción, sino que es narración, que relata un avatar y lo relata de tal modo que pueda ser creído por sus destinatarios contemporáneos o futuros”.

            O sea, que si no es por ganas de ganarse un sueldo extra (cosa legítimamente incontestable), o por aumentar en un grado la ya de por sí infinita capacidad para sentirnos los reyes del mambo, o simplemente para poner un guión más en el diseño del currículum y, de paso, ganarle al colega espacio público en el tríptico que cuenta el sesudo programa de un congreso sobre la materia; si no es por esos motivos u otros igual de insuficientes, no veo que la relación entre la novela y la historia se resuelva desde el punto de vista del enemigusimo sino desde la más rabiosa hermandad científica, desde un arrullamiento capaz de dejar sin argumentos los cursis y arrebatados artefactos sentimentales de las sobremesas televisivas, desde una camaradería casi militante que ennoblece las condiciones morales de cualquier clase de militancia. Y en el caso que nos ocupa aquí, la militancia de quienes hacemos de las novelas la mejor manera de explicarnos el mundo y de acercarnos a quienes desde el prestigio histórico o desde el más humilde de los anonimatos lo protagonizaron. Yo prefiero a los segundos, esos personajes que sufrieron una derrota -en el caso concreto que a mí me sigue perturbando, la derrota republicana española de 1939- y vivieron toda su vida anclados en esa condición de vencidos. Esos hombres y mujeres me interesan y, sin querer usurpar sus voces, me invento las que me gusta pensar que fueron las suyas, que son las suyas. Al cabo, como escribía Paul Celan, quien como se sabe escribía el silencio como nadie, como decía Paul Celan, digo, “la huella de las lágrimas es un buen punto de partida para aprender a vivir”. Y es en esa huella, en el seguimiento de esa huella, donde encontramos el vértice tercero de la discordia. Si no había bastante enjundia en el debate sobre la historia y la novela, descubrimos que a ese debate se añade otra palabra, otra palabra maldita casi hasta los días de ahora mismo: la memoria.

            Y lo mismo que decíamos antes acerca de la historia y la novela, podemos decir de la memoria. Desde el estudio de la historia, desde los caminos siempre complejos de la investigación histórica, no se le ha dado el valor que creo se merece a la memoria. Con la razón, más que suficiente a ratos, de que la memoria se nutre de recuerdos y los recuerdos son más que nada emoción subjetiva, muchos historiadores ha venido despreciando la recurrencia a la memoria como fuente de sus investigaciones. La narración oral o los relatos de memorias formaban parte más de la ficción que de la verdad histórica. Donde hubiera un buen archivo que se olvidara lo demás. Y claro que los archivos son imprescindibles, pero a pesar de su subjetivismo no se podían desechar los testimonios orales con la tranquilidad y la arrogancia que se desechaban. Al cabo, ya lo decíamos antes: no hay relato sin punto de vista. Y mientras no se demuestre lo contrario, la historia es relato y su punto de vista es absolutamente necesario. “El conocimiento histórico nunca es políticamente neutral”, escribía el historiador Julián Casanova en el prólogo al excelente libro colectivo Morir, matar, sobrevivir, que goza de textos espléndidos de Francisco Espinosa, Conxita Mir, Francisco Moreno Gómez y el mismo Casanova.

            Hasta hace relativamente poco tiempo, la memoria interesaba poco -o nada- en España. La guerra civil y la posguerra larguísima, inacabable, que le siguió fueron borradas del mapa de la reflexión pública. La dictadura obligó a ese silencio y más tarde, cuando tanto se esperaba de la transición a la democracia tras la muerte de Franco, habría de ser lo pactado entre el franquismo residual más presentable y las fuerzas de izquierda más fuertes (PCE y PSOE) lo que decidiría que la memoria de aquella época aciaga debería quedar de nuevo en el silencio. El éxito de los nuevos tiempos democráticos bien valía una misa, como hubiera dicho (y lo dijo a su manera mucho antes y con la socarronería que le caracterizaba) Max Aub. Y misas hubo a destajo, y complicidades entre los unos, los otros y los de más allá. Se inventó una transición modélica, exportable, y aparte la generosidad que la izquierda demostraba una vez más quedaba claro que los avances democráticos seguirían teniendo una mancha: el pasado republicano debería aguardar un turno para el que no había fecha de cumplimiento. La reconciliación entre las partes, como pasaba y todavía está pasando en Francia y Alemania, resultaría imposible si esas partes no pactaban el olvido. Mucha memoria es motivo de enfermedad, le decía Mitterrand a Regis Debray (y el mismo Debray me lo contaba a mí durante las largas horas de una noche valenciana). También eso pensaban en España Felipe González y Alfonso Guerra, cuando ambos eran los primeros mandatarios del Estado (después del Rey, claro, que eso de la Monarquía también es un triunfo -dicen- de la democracia tan rara que tenemos en nuestro país). No sé si la memoria es una enfermedad, pero sé que el olvido sí que lo es. Olvidar algo es borrarlo de la existencia, negarle cualquier identidad. El tiempo de la guerra civil y los horrores de la dictadura franquista estuvieron ahí y todavía siguen presentes de alguna manera en las vidas de las gentes. De nada vale borrarlos del mapa, de nada vale argumentar que la reconciliación obliga a negar un tiempo y los hechos que lo convirtieron en histórico.

            Ahora hemos pasado del olvido a una necesidad enfermiza de recordarlo todo. Quienes antes abogaban por la necesidad de no recordar nada, destacan ahora batallones de artillería pesada en los frentes desde los que acometer las prisas que de repente le ha entrado a la memoria por asentarse en la conciencia de una sociedad hasta hoy desmemoriada. O a lo mejor es que no: a lo mejor la memoria no se asienta en la conciencia sino, como en una fraudulenta operación de marketing empresarial, en los bolsillos y en la política oportunista de determinada gente. La historia, la novela, la memoria: un triángulo que desborda las páginas de libros y periódicos, los minutos surrealistas de los informativos televisivos, las horas matutinas de las emisoras radiofónicas, los rollos vergonzosos de alguna película que se mete en vena la historia republicana para devolverla en el formato infame de una mentira que traiciona la moral resistente de quienes protagonizaron el relato. La memoria adquirió rango de fuente imprescindible a la hora de urdir las estrategias del relato histórico. La llaman “memoria histórica” porque de alguna manera hay que llamar a cualquier criatura recién nacida. Pero no debería llamarse así. La historia es un relato colectivo y la memoria acude al reclamo, sólo, de quienes uno a uno la protagonizaron. No hay memoria común sino experiencia única, a lo mejor irrepetible de unos a otros. Y todas esas experiencias se juntan en el análisis general de lo que sucedió, de por qué sucedió, de las circunstancias en que lo sucedido fue eso y no algo diferente. “A lo largo de la vida, la mayoría de nosotros construye en su intimidad mental una historia cultural de los años en los que le ha tocado vivir. A menudo concebimos esa historia como un recuerdo colectivo que otros compartirán con nosotros. Incluso nos referimos a ella como nuestro tiempo. Pero lo cierto es que se trata sólo de un tiempo personal, el tiempo social, cultural e histórico de nuestra intimidad, nuestra imagen personal de lo que ha ocurrido en el mundo”, escribe Norman Mailer como preámbulo a una selección de sus reportajes periodísticos. Poco a poco la historia se va levantando sobre el andamiaje de una individualidad que generó la sangre colectiva de una época compleja, llena de dolor, agreste como las aristas abruptas de un acantilado. Somos lo que quedó de aquella época, recuerdo de otros que llegaron antes y murieron primero, o sobrevivieron al coste atroz de un olvido inadmisible. La República fue pasto de acuerdos políticos que la redujeron a la condición clandestina de los amores ciegos. Ser invisible, no resultar nombrada, era condenarla a la inexistencia. No hubo en España Segunda República, ni guerra civil a partir de un golpe de Estado fascista, ni la dictadura más larga y cruel que podamos encontrar en la última historia del mundo exageradamente llamado civilizado. No hubo nada. Polvo de carretera secundaria, grumos de silencio espeso como la vergüenza, ojos cerrados al tiempo de antes, nada. Eso hubo hasta hace nada: nada. Ahora el mercado se inunda de relato histórico, de memorias instantáneas, como el Nescafé. La izquierda más o menos oficial apuesta por el empate histórico, el cuento chino de la reconciliación de nuevo a la palestra. El ministro socialista de Defensa, José Bono, junta en el último desfile de las Fuerzas Armadas a dos viejos combatientes, uno al lado de la División Azul y otro en la resistencia antifascista, y piensa que es así como las cosas se arreglan. Fuera las heridas de la guerra civil, el paso militar retumba en el desfile bajo los taconazos de dos viejos guerreros de trincheras diferentes. Es lo mismo luchar por la libertad que luchar por acabar con ella. Así están las cosas en España. La historia oficial, la política oficial, la novela oficial, el cine oficial, el relato oficial: todos fuimos buenos y malos a la vez. En el reparto de la dignidad hubo de todo en los dos bandos. La muerte, cualquier muerte, vino de la torpeza, de la dificultad de encontrar una vía de entendimiento entre hermanos. El empate al escarbar en las cuentas del horror. Se mezclan los muertos de la guerra y los de la dictadura en una operación de cirugía carnicera que pone los pelos de punta. Carniceros todos, vienen a decir los voceros de una nueva transición memorialista. Desde la izquierda. Desde la derecha llegan aún más lejos: la culpa de todo la tuvieron los defensores de la República. Otra vez el discurso franquista de la salvación patriótica. Los patrioteros de siempre resucitan en los textos de neofranquistas que regresan como las momias del Valle de los Reyes. La izquierda no tiene derecho a gobernar pues es ése un derecho que le llega a la derecha por delegación divina. Ya saben aquello de “Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios”. Por eso la izquierda no supo gestionar los argumentos de la República y hubo de llegar el ejército salvador fascista para librarnos de aquella torpeza intolerable. El bienio negro se alza como una muralla sangrienta ante las libertades de todos y el golpe de Estado del 36 vuelve a los libros del resentimiento facha como un ejercicio de salvación que hacía falta para superar el marasmo insoportable de atrocidades sin cuento. El panorama es ése. Con todos los matices que se quiera. Pero es ése. Las heridas de la guerra civil siguen abiertas. Y no es la mejor manera de cerrarlas si las cerramos con el esparadrapo superficial de los primeros auxilios. Hay voces que se niegan a corear ningún triunfalismo, que no aceptan nuevas ortopedias para remendar los silencios de tanto tiempo atrás. Esas voces nutren las páginas de mis novelas. Y las de alguna otra escritura. Porque al cabo uno decide, para contar la historia desde la ficción, si sus protagonistas quieren hablar o consideran que quedarse mudos es también una manera de cumplir su compromiso con la verdad.

            Se está poniendo de moda (siempre la moda llega a todas partes, siempre, a todas) una opinión y es que las voces de quienes protagonizaron la historia son autónomas, nadie puede apropiárselas para repartirlas luego en las páginas de una novela, de una película, de cualquier forma que el relato asuma como propia. Eso es una falacia. No hay apropiación de voces, no se da en esos casos ninguna impostura. Uno elige, a la hora de contar, si pretende protagonistas mudos o tocados por la varita mágica y conciliadora del silencio. Hay protagonistas que no quieren olvidar, que luchan a su edad inaudita por salir de las trincheras oscuras del silencio. Cuando pensé en los personajes de mi novela “Maquis”, supe desde el primer momento que uno a uno de aquellos personajes querían que su historia se supiera. Supe que en la tristeza de la mujer vestida de negro, eternamente sentada a la lumbre del invierno, había una historia de amputaciones y dolor insoportables. Supe que hay historias que merecen ser contadas para desatascar la mierda que emboza las cañerías de la historia. Elegí siempre personajes que renunciaban a su mudez. Porque los hay. Porque esos personajes existen. Como el tío de un amigo entrañable, el historiador Pedro Piedras, quien se negaba a entrar en el Hogar del Jubilado de su pueblo porque allí, según él, tenía lugar la mezcla promiscua de vencedores y vencidos, una mezcla que al final se saldaba con la permanencia de una única voz: la de los vencedores de la guerra. Y él quería contar, se negaba a desaparecer en aquella promiscuidad vergonzosa. No hay espacio más mudo que la desganada arquitectura de un geriátrico para albergar ninguna resistencia. Mis personajes se echaron al monte para esgrimir las voces de una resistencia que se negaba a claudicar. Para escapar de una paz que tenía las trazas obscenas de la tortura persistente, del daño inacabable, de esa vocación por el exterminio que nutrió las consignas de la dictadura franquista. Luego vinieron otras novelas en que aquellas voces perseveraban en su resistencia. Hasta llegar a la última, “Aquel invierno”, en que los personajes se niegan a callar los desmanes que sufrieron a manos de los falangistas salvapatrias. Las voces están ahí. Las suyas. Las de antes. La guerrilla antifascista tiene voz propia y no necesita que nadie la usurpe. Se explica a través de sí misma, a través del relato de otros, de la misma manera que en otras partes alguien sigue urdiendo -desde la izquierda y desde la derecha- la mejor manera de que el silencio no se acabe nunca. Cierto que la esperanza guerrillera acabó mal, que las estrategias políticas dejaron en la cuneta la lucha armada, que la victoria aliada en la Segunda Guerra mundial no continuó su marcha triunfal atravesando los Pirineos para clausurar el régimen franquista y devolverle a España la legitimidad republicana. Pero los sueños no tienen principio ni final. Y los que empujaron la subida al monte de aquellos viejos resistentes para seguir incordiando a las tropas franquistas siguen ahí, aquí, en las páginas de nuestras novelas, en los rollos de algunas películas decentes (siempre hablo de “Los días del pasado”, de Mario Camus, siempre), en las miradas curiosas de quienes forman ahora mismo la generación de los nietos y nietas de la República. Esa generación no admite componendas interesadas con el olvido: quiere saber. Esa generación, que anda por los treinta años -un poco más, un poco menos-, ha superado el miedo, la vergüenza, el sentido de la humillación que le transmitieron sus antepasados. Y quiere conocer lo que pasó, en dónde andan los restos de sus abuelos, en qué parte de su pasado se quedó la sonrisa de la abuela, de esa abuela que se pasó la vida mirando la lumbre del invierno como si entre las llamas que alumbraban el comedor humilde de la casa vivieran los mejores recuerdos de una juventud que no regresó nunca. Nadie podrá arrebatarnos la capacidad de soñar. Nadie. Nada. Ninguna estrategia que intente pintar con otros colores el olvido. Algún día la historia, la novela, la memoria saldrán a flote para superar la perversa insistencia de alguna gente en redondear a la baja las cuentas con el pasado. Y no hay presente posible, ni futuro, sin que antes hayamos saldado aquellas cuentas desde la dignidad que concede el conocimiento de los hechos. Seguramente ahí, en el conocimiento de lo acontecido, estará la verdad tanto tiempo escondida en los pliegues del relato. Seguramente.

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Texto para el Congreso sobre la Guerrilla Antifascista “Maquis”. Universidad de Pau 2005.

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