TESTIGO Y TESTIMONIO. MEMORIA INDIVIDUAL Y COLECTIVA
Grenoble, marzo de 2008

 

La memoria histórica en España: desde el silencio a la moda y el punto final

 

Se ve en pleno día, la luna velada de nubes.
Pierre Michon

 

Lejos de lo que se sabe no hay nada. Ni cerca. Sólo lo que se sabe. El tiempo transcurre alrededor de un paisaje de arena. Como el de los desiertos. Como los poemas, silenciosos, de Edmond Jabès o Paul Celan. Así era el paisaje de la memoria en España. Desértico. Húmedo en algunos tramos. Anegado ahí por las lágrimas. Sutilmente elevado otras veces. Alguien habla con miedo y el viento de la noche levanta un eco que alcanza  las páginas de un libro. La escritura devendría, si fuera eso, ese eco, oficio de demiurgo en un planeta hollado de silencios. La palabra, pues, sería el hacha que cortaría pedazos de memoria en la carnicería obscena del franquismo. Antes esa palabra era la del desierto. Apenas nada. La dictadura. El horror. La muerte. Una mierda.

Nadie ha contado nada. Los ojos miran. Tampoco hay nada en el territorio del recuerdo. Las cenizas, tal vez. ¿Cómo serán las cenizas del recuerdo? Nombrarlas, nombrar esas cenizas, al menos. Ni eso. El 14 de abril de 1931 triunfa la II República en España. El júbilo en las calles. En las plazas. En las casas, que se llenan de abrazos. La República. La Constitución republicana. Cambiar el tiempo, su sentido agónico en los salones anacrónicos de la monarquía, en la injusta repartición de riqueza, en la crueldad de los ricos cuando señalan a los pobres en las plazas: tú, tú, tú… Los demás volverán mañana para ver si les conceden plaza en el tajo de la aceituna. O en cualquier otro que los salve del hambre. La igualdad. Todos iguales. Sin distinción de clases. Ni unos arriba ni otros abajo. Así de sencillo era el mensaje. Como en Francia unos años antes. Así de sencillo. Para que lo entendieran todos. Para que se entendiera en todas partes. La tierra para quien la trabaja. El dinero, unos cuantos papeles con la firma de la colectividad. No estaban todos de acuerdo en eso. En la colectivización. Había una República. También había varias maneras de entenderla. De vivirla. Pero algo había único: la igualdad, la libertad, la condición de hermanamiento entre los desheredados de la monarquía donde mandaban los ricos. El mensaje era sencillo. No hay que esperar el momento en que un dedo te señale -tú- para acudir al tajo recién salido el sol entre los olivares. No hay tú que valga. Trabajo para todos. Sueldo igual para todos. Lejos del hambre, todos. La II República: 14 de abril de 1931. El rey Alfonso XIII se fue en un barco, como llegó y se fue el amante marino en "Tatuaje", la trágica copla de Rafael de León y Manuel Quiroga que cantó Concha Piquer al poco de terminar la guerra. Y nunca regresó.

Muchos años después regresaría su nieto. A ser rey, igual que él. Como si el destino le hubiera jugado a la II República una mala pasada. El destino tenía un dueño: Francisco Franco. Dictador de oficio. Un día se levantó, señaló a Juan Carlos de Borbón y dijo: tú. Como si lo que le esperara al heredero fuese un campo inacabable de olivares.

La II República andaba como podía. Sacaba la cabeza democrática sobre las trabas que le ponían la iglesia y las derechas. Las derechas también gobernaron durante el periodo republicano. El Bienio Negro. Desde finales de 1933 hasta principios de 1936. Las elecciones del 16 de febrero de ese año las ganó el Frente Popular. Las izquierdas juntas. Poco margen de maniobra tenía el gobierno salido de las urnas. Las presiones de la iglesia, las derechas y el sector más reaccionario del ejército seguían al acecho. Como años después sucedería en Chile y Argentina: discípulos sus militares golpistas del dictador Francisco Franco. La iglesia católica sigue donde estaba: ahora mismo, cuando escribo estas líneas, se ha posicionado al lado de los golpistas en Honduras. La misma canción de siempre: la iglesia, la derecha, el ejército. El trío del horror.

El 18 de julio de 1936, el trío del horror dio un golpe de Estado contra la II República. No triunfó. Lo que vino luego fue la guerra larga, como se la llama desde algunas instancias historiográficas. Tres años. Hasta el 1 de abril de 1939. La guerra civil española. La muerte en uno y otro bando. Más en uno que en otro. Más daño en uno que en otro. En un lado, el culto al exterminio del contrario. En el otro, la violencia no organizada: violencia, sí, pero no sistematizada en una voluntad institucional, como la del bando franquista. Fue así: para quienes gozan convirtiendo a los republicanos en asesinos bien está dejar claro que entre una violencia y otra hay muchas y cualificadas diferencias. Ya sé que la muerte es la muerte. Que un muerto vale tanto como un millón de muertos. Pero eso es en abstracto. En lo concreto, la muerte es también un número: cuántos cayeron. La muerte cayó más de un lado que de otro. Eso: para quienes gozan con los números. Yo no. Pero a veces hay que desmontar la infamia contando los muertos. Y aún más: la manera en que murieron esos muertos. Al cabo, tres años de carnicería. Y la victoria fascista.

La posguerra. La dictadura franquista. Cárceles llenas de partidarios de la República. Más muerte. El poder del régimen cambiando el sentido a las palabras. Los nombres de antes ya no sirven. Hay otros para significar la relación estrecha entre la iglesia y el Estado. Nombres de santos y de santas. A los mártires de antes se les suman los de ahora: los que se quedaron al pie de su victoria. Y ocupan las fachadas de los templos católicos: no hay otros. Una cruz. Un nombre: José Antonio Primo de Ribera. Fundador de la Falange. Una frase categórica, imperativa: ¡Caídos por Dios y por España, Presentes! El nuevo lenguaje: los rebeldes fueron los republicanos, no los franquistas. Lo escribe Machado en alguna parte de los discursos de Mairena: en toda catástrofe moral sólo quedan en pie las virtudes cínicas. Eso queda tras la derrota republicana en la guerra. El cinismo. La violencia. La tortura. La muerte. La continuación del exterminio.

La dictadura ajusta cuentas con el pasado republicano. Con sus protagonistas. Los banquillos de acusados se llenan de condenas antes incluso de ningún juicio. Ninguna garantía jurídica. Ninguna. Los vivos en las cárceles son muertos de antemano. Juicios sumarísimos. Muerte segura. Fusilamientos a destajo. Regreso a Kafka, a “En la colonia penitenciaria”: La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran indudables. Esos juicios habrán de quedar siempre impunes. Siempre. Muchos años después, se aprobará en España la Ley conocida como de Memoria Histórica. Una Ley escasa, de miras cortas hacia la regeneración del padecimiento de izquierdas durante la dictadura. Aquellos viejos juicios sumarísimos quedarán en la impunidad. La nueva Ley ni los toca. Los condenados fueron condenados y bien condenados estuvieron. Era la demanda principal de quienes urgían una regeneración inmediata del pasado republicano: la anulación de los juicios sumarios. Nada. Era otra justicia la que los condenó, dicen los argumentos jurídicos de quienes dictaron la Ley. Luego volveremos a la pregunta: ¿es la Ley de Memoria de 2007 un punto de arranque hacia la justicia y la verdad o el punto final que cierra toda posibilidad de seguir insistiendo en esa justicia y en la misma verdad?

Durante la dictadura no era posible hablar de los pasados. Sólo de un pasado: el heroico de los vencedores. El otro fue silenciado, tergiversado en el imaginario de la gente, prohibido en la imaginería impuesta por el nuevo régimen. El honor tenía sólo unos destinatarios: los que ganaron la guerra. Para los demás, el deshonor de la derrota. Los gritos de la victoria en una parte. En la otra, la humillación de la derrota. El silencio. No hablar. En boca cerrada no entran moscas. El dolor físico. El dolor moral. El daño que provoca en la conciencia saber que se tiene la razón pero que esa razón ha sido pisoteada por el fascismo. La razón no es nada si no sale a flote entre argumentarios diferentes. No hay argumentarios diferentes. Sólo uno: el fascismo triunfador en 1939. Que se sepa. Que lo sepa todo el mundo. Todo el mundo lo sabe: los aliados acaban con el nazismo, con el fascismo italiano. Pero le dan a Franco un abrazo de complicidad frente al comunismo después de que el mundo se haya dividido en dos bloques. La guerra fría acaba con las esperanzas de la izquierda al fin de la II Guerra Mundial. Fin de la esperanza. La dictadura es una pieza noble en el paisaje innoble de las nuevas estrategias políticas de las grandes potencias occidentales. El silencio es lo que queda en medio país. A callar toca. Sólo habla el otro medio. Habla por todos. Calla lo que quiere. La II República no existió. Y si existió fue sólo para justificar el golpe de Estado fascista. Una vez acabada la guerra, pues, sólo existía el franquismo. El pasado republicano se borra de la memoria. El recuerdo no es otra cosa que un charco de olvido. Y de miedo. Cómo hablar en un territorio ocupado por el miedo. No es posible. La vergüenza de pertenecer a un tiempo derrotado. Cómo contar el deshonor de una derrota. La culpa. También la culpa. La ferocidad de la dictadura impone los nuevos códigos: la culpa sustituye a la razón en la conciencia de la derrota, la paz se llena de muertos, el miedo culebrea en su gramática del temblor entre las trochas del silencio. En “La escritura y la vida”, lo cuenta Jorge Semprún: una madrugada va a casa de la ensayista Claude-Edmonde Magny. Se conocían desde hacía muchos años. Hacía poco que el escritor había sido liberado de Buchenwald. La hora es muy temprana, de madrugada. Semprún está hecho polvo. El cansancio. La dificultad de incorporarse a la nueva vida. A la vida. Mientras ella prepara un café, él piensa que nunca le había hablado de Buchenwald. No verdaderamente, al menos. Hay que decir que era algo de lo que no hablaba con nadie. Nadie hablaba con nadie. Estaban prohibidos los recuerdos. La II República pertenecía al mundo de la noche, formaba parte de un paisaje de fantasmas. No era nada. Ni siquiera recuerdo.

Franco se murió el 20 de noviembre de 1975. Habían pasado casi cuarenta años desde que implantó su tiempo de terror. Antes ya, cuando la guerra, ese tiempo de terror fue impuesto en el bando fascista con un objetivo claro y predicado a los cuatro vientos: exterminar al rojo. Así, con el lenguaje sustantivado de la rabia y del resentimiento. Ésa era la consigna. Sencilla. Sin matices. Muerte. Sólo muerte. Así casi cuarenta años. Una de las dictaduras más largas de la Historia Contemporánea. Una de las más crueles. Tal vez la que más. Por eso uno se siente feliz cuando lee una novela: “El vano ayer”, de Isaac Rosa. Me costó entrar en sus páginas. Digerirlas. Hube de retroceder más de una vez, dejarla a la espera de momentos más animosos. Finalmente me hice con ella, con esa novela casi única en el panorama narrativo de la utilitariamente llamada memoria histórica. Ella, la novela, también se hizo conmigo. La energía frente a la fragilidad de la memoria, frente a una versión vergonzosamente nostálgica del pasado -y en ese pasado está la dictadura franquista-. No sé si hay mejor explicación de esa fragilidad que la propia izquierda asume a la hora de reflexionar sobre lo que fue, sobre lo que está siendo el franquismo. Miren y lean este párrafo: Consciente o inconscientemente, muchos novelistas, periodistas y ensayistas (y cineastas, no los olvidemos) han transmitido una imagen deformada del franquismo, en la que se cargan las tintas en aquellos aspectos más garbanceros (el estrafalario lenguaje oficial, el generalito barrigudo y de voz tiplisonante que provocaba más risa que horror, la paranoia sobre los enemigos de la patria, la demasía freudiana de los sacerdotes, las sentencias de muerte pringadas de chocolate con picatostes, la épica caduca de los manuales escolares, la estética cutre del nacionalcatolicismo, los desmanes surrealistas de la censura). Se construye así una digerible impresión de régimen bananero frente a la realidad de una dictadura que aplicó, con detalle y hasta el último día, técnicas refinadas de tortura, censura, represión mental, manipulación cultural y creación de esquemas psicológicos de los que todavía hoy no nos hemos desprendido por completo. Se forma así una memoria que es fetiche antes que de uso; una memoria de tarareo antes que de conocimiento, una memoria de anécdotas antes que de hechos, palabras, responsabilidades. En definitiva, una memoria más sentimental que ideológica. Más claro, ni el color del agua, que de tan claro dicen que no tiene ninguno. Aquel noviembre se acabó el champán en las casas del silencio. La clandestinidad de izquierdas salía de su caparazón de resistencia incansable. Ahora hay quien se empeña en sacar otra realidad: quienes de verdad sufrieron fueron los intelectuales de derechas que renegaron del franquismo: Ridruejo y otros así. No sé por qué esa obsesión en borrar la lucha clandestina -intelectual, obrera: de izquierdas- contra la dictadura. Al final habrá sido la derecha la que ha traído la democracia a este país. Eso parece si vemos cómo actúan los miembros del Partido Popular: empecinados en que ellos son la ética democrática y los demás, unos inquisidores. Ellos, ahora los más constitucionalistas cuando sus principales y más antiguos dirigentes, entonces en la derecha más extrema, se negaron a firmar la Constitución de 1978, la que ahora defienden con uñas y dientes. Yo no tanto. Tampoco la voté. Por motivos absolutamente contrarios a los de esos amnésicos. El cinismo, que decía Antonio Machado en boca de Mairena. El 20 de noviembre de 1975 se murió el dictador. Se acercaba un tiempo nuevo. El franquismo menos terrorífico (resulta que lo había: eso parece) y los dos partidos de izquierdas más fuertes (PCE y PSOE) disponen lo que habrá de ser conocido como Transición a la democracia. Pasar de la dictadura a la democracia como con una varita mágica. Hasta hoy, dictadura. Desde hoy, democracia. No fue así, aunque muchas veces pienso que se quiso hacer ver que fue así el tránsito de un tiempo a otro tan distinto. La Transición fue un pacto político. Todo valía: menos el regreso al franquismo puro y duro. También se aplicó lo de Lampedusa y su "Gatopardo": vamos a cambiar todo para que todo cambie poco o nada. Hubo cambios importantes. Y también renuncias insospechadas por parte de la izquierda. La reconciliación. Juntarnos todos en un tiempo común. Todos éramos todos: los de la dictadura y los que no. Y quién se encargaba de contar el pasado. Aquel de la II República, del golpe de Estado fascista, de la guerra, de la dictadura. Nadie. No se encargaba nadie. En el pacto de la Transición se firmó también el silencio. No hablar de entonces. Callar de nuevo. En boca cerrada no entran moscas. Lo de antes, cuando la dictadura franquista. Cuando esa dictadura, no se podía hablar de antes. Cuando la Transición, no era conveniente hablar de antes. La II República seguía perteneciendo al mundo de la noche, seguía formando parte de un paisaje de fantasmas. No era nada. Ni siquiera recuerdo. La Transición no fue un paisaje tranquilo. En el franquismo, se rodaban dos versiones de las películas. Una para el consumo interior y otra para el exterior. La de dentro era ñoña, sin desnudos ni escenas eróticas. La que veían en el extranjero era diferente: no se mutilaban las escenas escabrosas. Lo mismo sucede con la Transición. Hay dos versiones. Una, la de quienes defienden su bondad absoluta, su espíritu de reconciliación, su ejemplo basado en la tranquilidad ciudadana y el no derramamiento de sangre. Otra versión: esos años fueron todo lo contrario de lo que se dice en los discursos oficiales. La verdad -siempre tan huidiza- está de parte de la segunda versión. El tiempo de la Transición fue durísimo. Hubo casi quinientos muertos. A manos de la policía y de las fuerzas parapoliciales de extrema derecha. También ETA cubre uno de sus periodos más sangrientos de su ya sangrienta singladura. Dónde la tranquilidad que se pone como ejemplo. Dónde el ejemplo. Suenan disparos. Corre la sangre. A la democracia le cuesta encontrar su sitio en un país donde el franquismo sigue activo en los despachos políticos y policiales y en la calle. Casi cuarenta años de fascismo no se arrinconan en un día. Seguramente no era fácil resolver aquel tiempo de una manera diferente. Pero hay una cosa clara a estas alturas de la historia: hubo demasiadas renuncias por parte de la izquierda. El pasado ignorado de nuevo era su pasado. El silencio implícito en el pacto borraba su propia historia de lucha y compromiso por la libertad y la democracia. No hablar de la izquierda. Hablar de todos. El país necesita una buena dosis de renuncias de unos y de otros. De unos y de otros. Resulta que unos y otros tenían la misma historia. O eso parecía si hacemos caso a las consignas conciliadoras del momento. El heredero ya es rey. Lo había señalado el dictador: tú. Como si le esperara un campo de olivares en vez del trono Borbón que perdió su abuelo cuando abandonó España en un barco que se parecía al de una copla que se haría famosa años más tarde. La monarquía. Una democracia monárquica. Un anacronismo. Todo menos regresar a la más mínima posibilidad republicana. Ni hablar del peluquín. Callar aquel pasado. Lo dice Francisco Espinosa en “Callar al mensajero”: la dificultad de contar el pasado oculto, negado por la dictadura y cerrado por el modelo de Transición. Boca cerrada. Sellada a cal y canto por el silencio. No el silencio obligado del franquismo. Sí: el silencio conveniente de la Transición. El silencio.

El 23 de febrero de 1981 hay un intento de golpe de Estado en España. Un sector del ejército al mando del teniente coronel Tejero toma el Parlamento. Idas y venidas de la gente del poder. Nadie dice nada. Los tanques salen a las calles de Valencia. Un bando militar en esta ciudad -donde yo vivía entonces, donde vivo ahora de vez en cuando- ordenando el toque de queda, la prohibición de cualquier reunión de más de dos personas. Un golpe de Estado. Ya entrada la madrugada del día 24, el rey aparece en la televisión. No está con los golpistas, parece decir. Yo no lo veo claro, me parece confuso. Será su momento de gloria, el pasaporte a la fama, su arraigo civil en la conciencia del pueblo. El pueblo. Otra entelequia. Sirve para un roto y un descosido. Me desvío de la cuestión principal. Como no me gusta la monarquía, me extravío cuando me entretengo un rato a hablar de ella. Hablaba del 23F. De la confusión. Nunca se aclaró nada. No hubo trama militar. No hubo trama civil. Nada. Cuatro militares locos. Y un sólo procesado civil: García Carrés, un sindicalista del vertical franquista. Sólo él. Un fiasco de investigación. Un vencedor incuestionable: el rey. Una pregunta que siempre me gusta hacer: ¿fracasó el golpe de Estado del 23F? No del todo, me gusta contestar. Eso se vio muy claro cuando al año siguiente ganó las elecciones el PSOE, que quiere decir, para quien no lo sepa, Partido Socialista Obrero Español. Algunas veces, las siglas no encierran toda la verdad.

El golpe de Estado aún colea. Ha ganado las elecciones generales el PSOE de Felipe González. Los jóvenes socialistas mandan en el partido desde el congreso de Suresnes, en septiembre de 1974. Millones de votos les dan la confianza absoluta para gobernar. La Transición acotó los límites de las reformas, arrumbó cualquier posibilidad de ruptura con el pasado franquista. El socialismo gobernante siguió en esa línea. El pasado, su propio pasado y el de las otras izquierdas, no gozó de ninguna atención a lo largo de sus sucesivas mayorías parlamentarias. El silencio de la Transición siguió en activo durante los distintos periodos con el socialismo en el poder. El tiempo de la II República seguía siendo un tiempo proscrito. El 23F había hecho mella en el proyecto del PSOE: mejor no tocar nada para que no vuelva a pasar lo que pasó ese día. Ni siquiera fue desmantelado el aparato represor de la dictadura. Al contrario: los más destacados responsables de esa represión siguieron en sus puestos. No son ganas de meter el dedo en el ojo socialista: simplemente fue así. Si hubo dos enemigos, fanáticos enemigos, de la ahora llamada Memoria Histórica, fueron Felipe González y Alfonso Guerra. Hablaban con desprecio de aquel tiempo, del que debería de haber sido el suyo, el republicano. Callaban el que fue su enemigo: el de la dictadura franquista. Cosas del 23F. Cosas de una nueva concepción de la democracia: las urnas. Sólo los votos importan. Y ser de izquierdas a las claras corre el riesgo de perder bastantes votos de la masa. La masa. Como antes el pueblo. Otra entelequia. Un descubrimiento: a la izquierda le interesan los votos de la derecha. Una mezcla de ideologías para alcanzar el triunfo en la política. Al final la ideología se diluye tanto que desaparece. Por eso no interesaba al socialismo de González y Guerra ningún contacto con el pasado republicano. Para no incordiar el presente, preferían el silencio de ese pasado. Tampoco era bueno hablar mal de la dictadura. Mejor no hablar de nada. Sólo de ganar las elecciones. Cuanta menos ideología, más posibilidad de triunfo. Nuevos tiempos para una concepción de la política basada sólo en conseguir el poder. En la aspiración a alcanzar ese poder, las ideas, los valores que surgen de esas ideas o las generan, se quedan en el camino. Hablar del pasado no sirve para nada. Recuerdo frases de auténtico pitorreo sobre la memoria histórica (entonces no se llamaba así) en la boca de Alfonso Guerra. Cuando las leía en los periódicos pensaba: mejor que te callaras, que no dijeras nada. Mejor el silencio. Quién me lo iba a decir: mejor el silencio. Quién me lo iba a decir. Quién.

Releo a Pierre Michon. "Tres autores". Habla de Balzac. De Cingria. De Faulkner. Se ve en pleno día, la luna velada de nubes. Así la nebulosa que ennegrece cualquier acercamiento a la memoria.

Un cambio en el paisaje de la memoria. El Partido Popular de José María Aznar gana las elecciones generales. Año 1996. Regresa el ideario de las dos españas. Dos. Como siempre. Cuándo hubo sólo una. Nunca. Lo que pasa es que la derecha gobernante suelta de nuevo los fantasmas de la guerra. Sus historiadores a sueldo. Su grapo metido a cronista facha del pasado. La II República tuvo la culpa de la guerra. La Patria, su sentido más trágico, revive en los discursos institucionales y orgánicos del Partido Popular. Frente a ese panorama, los ex gobernantes socialistas parece que recuperan las ansias de contar lo que no contaron cuando tenían el poder. Unos y otros quieren contar. Ha llegado la hora de abrirle las tripas al pasado. Cada uno con su versión. Y dos perversiones, al menos: la demonización del pasado republicano y su mitificación. Tan inválida la una como la otra a la hora de convertir el pasado en conocimiento, en necesidad de saber, en una explícita voluntad de acabar con los fantasmas.

La conclusión de ese nuevo tiempo: todo es memoria. Donde antes había unos pocos historiadores preocupados por esa memoria, unos pocos novelistas y periodistas, unos pocos testimonios, casi ningún político, surgen ahora cultivadores del género igual que setas en el monte cuando llueve como toca en el otoño. Todo es memoria, de repente. Quien no se apunta a la moda es porque no quiere. Lo dije en alguna parte: la memoria vende. Qué versos de César Vallejo tan apropiados para la ocasión, para ese despertar milagroso a los aires del recuerdo. Unos versos escritos con otro destino pero exactos a la hora de explicar el tránsito de la nada al casi todo: Todos están durmiendo para siempre,Y tan de lo más bien. De la modorra al estrés. A ver quién explica esa conversión, los nuevos parámetros que ordenan el mercado. Porque ésa es una evidente certeza: la memoria cotiza en bolsa. Eso estaría bien si no hubiera supuesto la incursión en el nuevo mercado de impostores a mansalva, de vividores que escriben y hacen películas porque el recuerdo del horror produce dividendos. De testimonios que se inventan pasados llenos de nobleza y se descubren desnudos cuando les levantan el velo de una identidad oscura. Ojo con los héroes, decía más o menos Isaac Rosa en la novela que antes les citaba. La mitificación del pasado, que hace un rato yo mismo comentaba en estas líneas. Los fantasmas puestos en órbita por el Partido Popular (siempre ligado al ideario franquista, digan lo que digan) sirven para aumentar las dimensiones de la memoria. Eso es verdad. Pero empieza a proliferar un peligro: la confusión. El conocimiento se nutre de tiempos cebados con embustes. Y así no se va a ninguna parte. O a una, ya lo dije: a la confusión.

Y en eso, el PSOE gana las elecciones generales de 2004. Ya no están en primera línea Felipe González ni Alfonso Guerra. El nuevo presidente se llama José Luis Rodríguez Zapatero. Y la recuperación del pasado recobra un vigor que puede llevarnos a lo mejor. ¿O no?

Los clamores se desatan. Hace falta un marco legal que ordene la confusión en que ha devenido la crónica del pasado. La izquierda y la derecha han de disponer de un espacio común y establecer en él las reglas del debate. Una Ley de Memoria. Después de varios intentos, ahí está: el Parlamento la aprueba en octubre de 2007. Se consigue avanzar en algunas cosas. No en muchas. Se deja de lado la más reclamada: la anulación de los juicios sumarios del franquismo. No hay tu tía. Tantos años después, sigue habiendo pasados inamovibles. Los fantasmas siguen sueltos. Las dos españas colean en los tiempos actuales. La Ley apunta la necesidad de conciliarlo todo. Hasta los muertos. Ayudas a la búsqueda de desaparecidos durante la guerra y la dictadura. Muertos de uno y otro lado. La reconciliación. Como siempre. Miedo al lenguaje de la derecha: reabrir las heridas para qué. Como si las heridas se hubieran cerrado alguna vez. Ahora la izquierda anda en un tajo casi único: la búsqueda de cadáveres y la apertura de las fosas comunes. Parece que sea sólo ése el objetivo. Yo tengo mis cautelas. El victimario franquista es por desgracia mucho más extenso: la tortura, el expolio patrimonial y sentimental, el exilio, la inversión de los valores en su lenguaje cínico (culpa, honor, nobleza…), la humillación vivida una vida entera, la censura, el silencio, el miedo que no se acaba nunca… Además, esa cautela me lleva a reflexiones que no acaban de cuajar en forma de certidumbre. Pero que me preocupan: la muerte es un elemento de consenso entre unos y otros, entre los verdugos y las víctimas. Un muerto es un muerto y los diferencia la ideología desde la que organizaron sus vidas. Hay empresas que se dedican, como los viejos buscadores de recompensas del Far-West, a buscar desaparecidos de la guerra civil. La escenografía sustituye al rigor del relato histórico, a la ideología que fue el motivo principal de aquel viejo enfrentamiento entre defensores de la II República en sus diversas concepciones -a veces muy encontradas- y sus detractores. De ahí que la moda en que ha devenido la recuperación del pasado en España asuma un rasgo digno de estudio y profundización: lo que cuenta es la superficie, el anecdotario (hasta ahí podemos llegar: la muerte como anécdota si no la llenamos de ideología), la dramaturgia nostálgica que distribuye aquí y allá los muebles de la memoria. Tal vez estemos fabricando una memoria sentimental más que basada en el rigor exigible a todo relato que no sea una impostura. O un oportunismo. Por eso, la pregunta que antes me hacía: ¿es la Ley de Memoria un punto de arranque hacia la justicia y la verdad o el punto final que cierra toda posibilidad de seguir insistiendo en esa justicia y en la misma verdad? El tiempo lo dirá. Yo me inclino por la segunda posibilidad. Pesimista que es uno. En fin.

Lejos de lo que se sabe no hay nada. Ni cerca. Sólo lo que se sabe. Sólo eso. Sólo.

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Texto leído en el Congreso “Testigo y testimonio. Memoria individual y colectiva”. Universidad Grenoble III-Stendhal. Marzo 2008