HISTORIA, NOVELA Y MEMORIA O EL CAMAROTE DE LOS HERMANOS MARX (*)

Alfons Cervera

 

A Ignacio Soldevila

Qué sucedió, qué nos pasó/, que hace tiempo que es de noche/ todo el día/, de noche todo el día .

Luís Eduardo Aute

 

 

Antes no había nada y ahora es como si hubiera demasiado. El espacio vacío era el del recuerdo. La desmemoria lo ocupaba todo. Ni medio vaso lleno ni medio vaso vacío. Eso era una tontería. Lo único que contaba era el vaso entero ocupado por el líquido turbio del olvido. Eso sí. El olvido. Las generaciones de hace unos años crecían sin que los libros en la escuela les contaran nada de la guerra. ¿De qué guerra?, habrían contestado si alguien les hubiera puesto en el brete de una pregunta insospechada. Y si la cosa se enredara en los tiempos precedentes: la Segunda República. ¿Y eso qué demonios es?: la misma respuesta en la forma de unos ojos como platos y una voz entre irónica y curiosa en la garganta. La Segunda República. La Guerra Civil. La postguerra. La dictadura franquista. La transición política de la dictadura a la democracia. El tiempo histórico de donde surge el país que ahora tenemos era un territorio invisible habitado por fantasmas. Un tiempo histórico sin historia. Sin personajes protagonistas. Un hueco en el tiempo poblado por siluetas oscuras sin nada dentro. Como esas siluetas dibujadas a tiza después de un accidente de tráfico o un tiroteo a las puertas de un banco: sólo el envoltorio en medio de la calle o la acera, sin carne en su interior. Eso le vale a la policía que instruye el atestado. Eso les ha valido durante muchísimos años a quienes dirigieron los destinos de nuestro país desde que se acabó la guerra en 1939 y a quienes tuvieron en sus manos la grandeza intelectual -o la miseria- de contar los detalles que también forman parte de ese destino. Unos y otros eligieron la miseria política e intelectual y en España sólo hubo un vacío persistente en vez de un relato lleno de vida que desgraciadamente también era un relato lleno de muerte, una vida y una muerte que formaban parte del pasado, un pasado que estaba ahí, agazapado como una liebre miedosa a la espera de que se escondieran las escopetas que acechaban sus temblores. Pero el momento de que la liebre asomara la cabeza por entre los matorrales del miedo no acababa de llegar. Después de la dictadura llegaba la democracia y el miedo seguía. El silencio se heredaba a sí mismo. Las cosas en aquello que hacía referencia a sacar la verdad fuera del tiesto de una tierra yerma seguían en punto muerto. La verdad no importaba. Ni la justicia. Sólo los intereses de la nueva clase política que se asentaba en las bancadas de la nueva democracia. Esos intereses hablaban de lo universal y consideraban particular y secundario la necesaria recuperación del pasado, un pasado que no era una simple figura retórica pero que así sería considerado por quienes se encargaban del diseño político, intelectual e ideológico de la nueva época. Tanta espera para qué, se preguntaban algunos. Durante la dictadura estaba prohibido recordar. La Transición aconsejaba que era mejor no recordar. La reconciliación por encima de todo. La única manera de construirnos como individuos y como colectividad era dejándonos en casa las divergencias. Y el pasado era un signo -y no el menos importante- de esas divergencias. De repente éramos todos amigos de todos. De repente el franquismo se reciclaba a la democracia y los valores del uno y de la otra se confundían en una operación cosmética que ponía los pelos de punta. Todos por el olvido, parecía ser la consigna acuñada por los políticos y los partidos mayoritarios -de izquierdas y derechas- de entonces. Una nueva época. Un tiempo histórico sin historia dentro. Y sin protagonistas que pudieran hablar del sufrimiento.

 

"Los mayores criminales son hombres de Estado. Pueden llegar a serlo en situaciones de guerra, pero también, con mayor probabilidad, cuando reprimen en sus propios países a ciudadanos que se han distinguido por sus actividades políticas, sus pertenencias culturales, sus creencias religiosas, sus modos de vida, o bien por razones económicas" . Lo dice la investigadora en Ciencias Políticas del CNRS francés en su libro Políticas del perdón , editado por el Servicio de Publicaciones de la Universitat de València. En algunos países latinoamericanos -Chile y Argentina sobre todo- la vista se ha vuelto atrás y el pasado ignominioso de sus dictaduras más recientes sale a la luz en la forma de los juicios institucionales a que se somete a sus responsables. El Estado contra quienes en un momento de su andadura detentaron un poder destructor sobre las personas y sus propias instituciones. La ciudadanía aparcaba su eterna condición de súbdita sin derechos y se volcaba en la necesidad de encontrar huecos por donde colar sus gritos en demanda de justicia. Los jerifaltes de esos países están siendo juzgados y lo mismo está sucediendo con los mandos intermedios que ejercieron de carniceros salvajes en los subterráneos del horror. Pasó tiempo hasta que eso fue posible. Pero el momento llegó. Pinochet se murió en medio del deshonor y la vergüenza y sus colegas argentinos están pasando por lo mismo y aún a cuentagotas no paran de ser localizados y detenidos algunos de los torturadores más terribles de las Juntas Militares que gobernaron el país de 1976 a 1983. ¿Y aquí? ¿Qué pasó aquí para que las cosas hayan sido tan diferentes? ¿Qué está pasando aquí para que aún hoy el tiempo aquel sea un tiempo escondido en los pliegues miedosos del relato histórico? ¿Qué ha pasado o está pasando aquí para que cuando en mi casa de Gestalgar -el pequeño pueblo donde nací y donde vivo- estamos hablando de política o de la miseria informativa de los telediarios siempre hay alguien que se acerca a la puerta y la cierra para que no oigan desde la calle los detalles de la conversación? En mi pueblo las puertas de las casas todavía están abiertas o con la llave puesta: menos -parece ser- cuando alguien habla de asuntos que todavía están proscritos en las conversaciones cotidianas. Es como si Chile y Argentina no existieran en el mapa, como si fueran dos países sólo habitantes de una fábula, como si estuvieran más cerca Marte o la Luna que esos dos países recién incorporados al debate interior sobre su pasado más inmediato. Hemos llegado a la Luna y Marte está a un tiro de piedra. Pero en España, la memoria de la Segunda República , de la Guerra Civil , de la dictadura franquista y de la transición política sigue siendo una galaxia inexplorada: o sujeta a una exploración que tiene sus códigos marcados de antemano. ¿Qué códigos?: pues los que apuntalan una versión idílica de la Transición que margina cualquiera otra que ponga negro sobre blanco sus luces y sus sombras. Pero eso está pasando ahora. Antes, hace sólo unos pocos años, no pasaba ni eso.

 

El franquismo obligó a la desmemoria. La dictadura se aferra a sus valores despóticos y los extiende en las cercanías y por todos los alrededores. Esos valores, que defienden la versión heroica de su victoria, llenan los programas escolares y las calles y las plazas se rubrican con placas donde son inscritos los nombres de la infamia. Las iglesias ocupan su sitio en el pedestal desde donde se humilla a la derrota republicana y en sus paredes quedarán grabados también, como en las plazas y las calles, los nombres adjetivados de quienes cayeron en la parte de los buenos: "Caídos por Dios y por España: ¡Presentes!". Ése era el dibujo pintado en los templos que entonces no eran los de la reconciliación que predicaba su Cristo titular. Y ése sigue siendo el dibujo pintado en sus fachadas si hacemos caso a las soflamas antidemocráticas que cada día lanza su emisora de radio y los pasquines que se pegan o reparten en muchas de las iglesias de sus territorios diocesanos. Las versiones sobre la Segunda República y la Guerra Civil quedan, pues, en manos de los vencedores. No hay otras. La cultura vive en las trastiendas de las librerías, en los grupos más o menos organizados de las universidades, en la clandestinidad obrera que cumple a la vez las normas de la resistencia y una más que necesaria culturización de su militancia con los nombres cambiados. Pero las esperanzas están puestas en el final de la dictadura. ¿Cuándo será eso? ¿De qué manera llegará el tránsito? No se sabe, pero algún día habrá de llegar en que se ajusten las cuentas con el pasado del oprobio y la devastación. Veremos lo que pasa cuando llegue ese día. A lo mejor no pasa nada. ¿Mira que si no pasara nada?

 

El 20 de noviembre de 1975 muere Franco. Las lágrimas televisivas en la cara de Arias Navarro se mezclan con el champán que desborda las cenas familiares y entre amigos celebradas en las trincheras de la izquierda. Los nuevos tiempos están a la vuelta de la esquina. Se ha muerto en la cama el dictador pero sea como sea lo mejor es que se ha muerto. El brindis por los nuevos tiempos. Las calles a punto para el hervidero de alegría y el bullicio de la satisfacción. Banderas al viento. Las de la libertad. Las de la igualdad. Las de la democracia. ¿Es eso la República o algo que se le parece mucho? A ver qué pasa. Porque algo ha de pasar. ¿O no? La pregunta del millón. Claro que pasaron cosas. Muchas. El franquismo se recicló en algo presentable. La izquierda apuntó maneras y fondos de inversión para rentabilizar electoralmente el porvenir. El situacionismo era el movimiento político e ideológico de moda. Estar en el sitio justo en el momento oportuno. Todo dispuesto para la inauguración de los nuevos tiempos. La monarquía heredaba las prerrogativas de la dictadura. El testamento de una y las intenciones de la otra colgaban en el escenario presidencial de la nueva dramaturgia que anunciaba la democracia. O como se llamara eso que se acercaba a pasos lentos pero sin pausas prolongadas: eso anunciaban los portavoces de entonces. El deseo y la realidad, que anunciaba al revés Luís Cernuda tantos años antes. La Transición fue otra cosa distinta a la que se esperaba. O a la que esperaban algunos. Había que pactar el diálogo entre las partes. Las reglas del diálogo. Para salir de la clandestinidad, la izquierda más fuerte (PSOE y PCE) se marcó sus propias reglas o siguió con más o menos rigidez las que le señalaba el franquismo converso y más o menos convencido de que la única salida posible era la democracia. Allí y en ese instante la transición política cambiaba de estrategia y se convertía en un paisaje volcado en las reformas políticas y no en esa ruptura que se venía exigiendo desde una izquierda por lo que se ve demasiado aficionada a la utopía.

 

Pronto se vería que la memoria del pasado inmediato habría de seguir en la clandestinidad. El presente surgía con fuerza y arrumbaba las propensiones a reflexionar sobre el pasado que mostraba la izquierda mayoritaria. No era bueno recordar demasiado. La reconciliación estaba por encima de cualquier reivindicación partidista o de clase. Los partidos se cubrían de una identidad distinta y las clases empezaban a formar parte de lo que a los pocos años un japonés americano se inventaría como el final de la historia. Nosotros los de entonces ya no éramos los mismos, como parafraseando un verso famoso de Neruda. La muerte de Franco obligaba a una recomposición del campo de batalla y la revisión del papel que aquella recomposición otorgaba a los contendientes. La democracia no es cosa de días y el cadáver del dictador estaba todavía caliente en su tumba aristocrática. La transición quedaba así como el espacio neutro donde iba a resultar difícil llevar a cabo la escritura del pasado. El presente se lo llevaba todo. Apenas había garantías de que hubiera la más mínima posibilidad para apuntar algo que se pareciera al futuro. El pasado no admitía ninguna duda: simplemente no existía, fue borrado del mapa. El interés general estaba por encima del particular. Y la memoria de la Segunda República , de la Guerra Civil y de la dictadura pertenecía al ámbito de lo particular. Sólo interesaba a la izquierda. ¿O tampoco?

 

Era como si a nadie le interesara recordar. Las estrategias de la memoria chocaban con el muro de la inconveniencia del recuerdo. La historia, a través de los trabajos de algunos historiadores díscolos, intentaba ocuparse del tiempo postergado a base de decretos no escritos. Otros historiadores -con Santos Juliá y algunos otros ejerciendo de teóricos principales- hablaban de una Transición modélica que, de una manera más o menos explícita, diseñaba la tranquila dramaturgia del olvido. Desde 1939 hasta mediados los años noventa ése era el panorama. Hubo en ese tiempo algún escarceo que dio leves frutos y dejó huellas que otros seguimos cada uno en el segmento cultural al que pertenecía. Yo había leído en 1985 una novela extraordinaria que hablaba de los huidos del Norte en tiempos de la represión franquista: Luna de lobos , de Julio Llamazares. Poco más. Era como si a nadie -y no sólo a los políticos y a algunos intelectuales más o menos orgánicos- interesara lo que había pasado en este país desde 1931 hasta entonces. Primero con la Transición y luego con los sucesivos gobiernos socialistas de Felipe González y Alfonso Guerra la mal llamada memoria histórica (la contradicción entre ambos términos obliga a encontrar otra definición más ajustada del asunto) brilló por su ausencia. La guerra por la recuperación moral e intelectual del pasado era una guerra de guerrillas, como la que libró en el monte y en algunas ciudades la guerrilla antifranquista. La vida de antes -y sus protagonistas- no era exactamente eso que se anunciaba desde el vacío en que el pasado se había convertido. Me viene a la cabeza una novela breve, como todas las suyas, de Patrick Modiano, un escritor francés que ha hecho de la memoria materia imprescindible, casi única, de sus novelas extraordinarias. Cuando hace un repaso a su biografía en Un pedigrí se le aparecen fotos, documentos, las piezas que de alguna manera habrían de conciliarle con los datos que él manejaba de su pasado: “y, no obstante, mi vida no era exactamente eso” . Así quienes vivieron los tiempos del horror, quienes los vivieron aquí o en el exilio, quienes los vivieron desde el silencio y la no celebración del duelo por sus desaparecidos, quienes en definitiva querían ir más allá de la oscuridad a que la nueva democracia condenaba la posibilidad de saber lo que pasó y de convertir eso que pasó en fuente de conocimiento y de reinserción moral de los viejos lenguajes despreciados por la dictadura y de los valores que esos lenguajes vehiculaban directamente a la conciencia. En 1996 el PSOE perdió las elecciones y las ganó el Partido Popular de José María Aznar. Los viejos tiempos de la crueldad regresaban a las instituciones y a la calle. El franquismo se reencarnaba en un nuevo caudillaje y las ideas viejas se vestían de nuevo el uniforme azul para iniciar la vuelta atrás de la última historia. Hacía entonces tres años que mis intereses narrativos se habían decantado por escribir de la memoria. La soledad era total. Casi nadie buscaba explicaciones a lo que había sido el tiempo de antes. Mi referencia siempre fueron, en ése y otros territorios literarios, Juan Marsé y sus libros extraordinarios. Luego llegaría -más tarde- Juan Eduardo Zúñiga con los suyos. La memoria llena esos libros. Los personajes de esos libros salen de lo oscuro, del silencio, de esa vileza inhuma que es el olvido organizado. El viejo lenguaje del fascismo regresa en las consignas de los nuevos gobernantes. Ese lenguaje es como si llamara a la rebelión de la memoria dormida. El Partido Popular se dedica a insultar de nuevo la dignidad republicana y aventa los fantasmas del comunismo como el enemigo principal de las nuevas andaduras políticas y episcopales. Juntas de nuevo las trazas del falangismo y las homilías de misa mayor, obligan a un reposicionamiento de la izquierda en el nuevo escenario. Metimos la pata, parece decir esa izquierda. La memoria hace falta, como el comer o el dormir. No saben que eso de la memoria no se improvisa. No saben que la memoria y el recuerdo forman parte de toda biología que no se quiera miserable. No saben que lo dijo, con la modesta gallardía del superviviente, Primo Levi: “recordar es un deber” . Pero la izquierda se pone manos a la obra del recuerdo. Ahora toca recordar. La derecha incita con su galopada al pasado más reaccionario y la izquierda que ya no gobierna sabe que olvidar el pasado que olvidó era tanto como negar un pedazo grande de su identidad, al menos de su identidad de antes. La política pierde su vocación amnésica y de la mano de la historia, la literatura y el cine, se pone a la faena de recordar cuanto más mejor. La política de izquierdas, digo. Pero también, a su manera, la derecha. Unos se dedican a recuperar la dignidad de la derrota republicana. Los otros a reinventar los orígenes de la Guerra Civil. A la nómina que alimenta esta última teoría que apunta a los errores de la Segunda República como desencadenante de esa guerra se incorporan historiadores sin rigor ninguno y exterroristas sospechosos de haber sido chivatos de sus compañeros de aventuras. ¡Rojos al paredón! Es la cantinela escondida en un discurso apocalíptico que surge de algunos medios de comunicación, sobre todo de la radio episcopal que día a día se dedica a soltar soflamas antidemocráticas, como en los mejores tiempos radiofónicos de Queipo del Llano. Por su parte, la izquierda se asienta en un trabajo de recuperación del pasado que tiende, desde el reconocimiento de los valores republicanos, a buscar testimonios de entonces que nos hablaran de aquella dignidad que en alguna parte de la memoria seguía existiendo. Las librerías se llenan de textos que hablan de aquel tiempo. A los de historia y de ficción se añaden otros que exhiben testimonios hasta entonces escondidos en los armarios del silencio, simplemente porque nadie tenía interés en preguntarles nada. Esos testimonios -en la figura de quienes estuvieron en la guerrilla antifranquista- lo dicen bien claro: “perdimos tres guerras: la civil, la segunda guerra mundial y la Transición ” . Lo dice Florián García, a quien llamaban “Grande” en la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón. Y aún añade que la que más les dolió fue esa última derrota porque se la infligieron los suyos. El cine se apunta a un bombardeo y aparecen películas que rozan la vergüenza porque convierten la historia del horror en un temblor sentimental que provoca lágrimas en el patio de butacas. De repente la memoria vende. Como la primavera de El Corte Inglés o aquella otra que contaba en La peste Albert Camus: “La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o por los cestos de flores que traen a vender los muchachos de los alrededores; una primavera que venden en los mercados”. Así la memoria. Reclamo exitoso de la última tecnología memorialista. Así la memoria. No sé si la memoria se ha convertido en una moda. Quizá sí.

 

El caso es que donde antes sólo había unos cuantos locos que se dedicaban a escarbar en los legajos de los archivos, saltan ahora como liebres que han perdido el miedo un montón de interesados en arrimar el ascua a su sardina. Porque eso desde luego: el recuerdo no es inocente. Recordar es reelaborar el material que se recuerda. Y en esa reelaboración ni miran todos desde el mismo ángulo ni, aún menos, apuntan todos en la misma dirección. La derecha -ya lo dije- sigue en su tradición de culpar a la República de todos los males que vinieron luego y propone de nuevo a Franco como el salvador de la Patria. Esclarecedoras , en ese sentido, resultan las palabras del ex ministro Jaime Mayor Oreja en las que se refería a lo apacible que resultó la dictadura franquista. Sería para él. Por otra parte, el socialismo, en su vertiente política e intelectual, propone la afirmación constitucional a machamartillo y sobre todo del espíritu de la Transición. De nuevo la reconciliación como objetivo principal de la recuperación del pasado. La equidistancia esa tan dichosa. Con algunos matices, ambos vienen a decir lo mismo: todos fueron culpables del horror. El debate se centra en el tiempo histórico de la Guerra Civil y se sustrae a la reflexión todo lo que haga referencia a la Segunda República (bien demonizada queda) y a la dictadura franquista. Lo argumentativo no pasa del simple anecdotario y, como mucho, lo que hace la izquierda gubernamental y sus apoyos académicos es decir que hubo más muertos en el bando republicano que en el otro. Matices, ya digo, aunque ése del número de muertos no sea una tontería. Pero no se va más allá en la disputa que llevan a cabo los dos contendientes. Hay historiadores, sin embargo, que se plantean su trabajo con menos docilidad. Gente como Francisco Espinosa, Carme Molinero, Julián Casanova, Fernanda Romeu, Secundino Serrano, Pelai Pagès, Francisco Moreno, Mercedes Yusta, Ismael Saz, Encarna Nicolás, Julio Aróstegui, Encarnación Lemus y algunos -o bastantes- más se acercan a la represión franquista y ahondan en las raíces del horror para alargar su sombra despiadada hasta los días de ahora mismo. Y aún en otro apartado, que podríamos llamar de estudios culturales que enmarcan el tiempo del que hablamos, se sitúan los magníficos trabajos de Mari Paz Balibrea, Helena López, José María Naharro Calderón, Manuel Aznar Soler o Cinta Ramblado. Sin embargo, no son una mayoría quienes desde los diversos ámbitos del conocimiento y la política se posicionan en una vertiente crítica a la hora de hablar de la recuperación del pasado. La aparente calma chicha que fue la Transición ha acabado por instituirse en verdad, cuando en realidad esa verdad fue tan diferente.

 

Es en ese caldo de cultivo, en el crujir de dientes que a veces atiza las brasas del imposible consenso, donde surge la necesidad de impulsar una Ley de la Memoria Histórica. Título que ya desde el principio, como apuntaba más arriba, asegura la permanencia de una contradicción irresuelta: la Memoria y la Historia como iguales. Una cosa es una cosa y la otra algo bastante diferente. Cierto que se ha avanzado mucho hacia esa interdisciplinariedad que asegurará una más exacta cercanía con la verdad histórica, pero queda aún un trecho para que esa cercanía -junto a la que supondría la incorporación de la literatura de ficción a la nómina de participantes en el debate- adquiera el rango científico que ha de exigirse a cualquier investigación que se precie de rigurosa y no -como suele ser desgraciadamente habitual en los tiempos que corren- una impostura. Decía, pues, que es en el contexto de las discusiones sobre la necesaria equidistancia que nos enseñan el espíritu y la letra de la Transición donde se ubica la aparición de la Ley de Memoria Histórica propuesta por el gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero. Seguramente, llenos él y sus apoyos políticos e intelectuales de buenas intenciones. Pero también llenos todos ellos de miedos y cautelas, como regresando a aquel tiempo no sé si excesivamente precavido de mediados los años setenta y definitivamente precavido en exceso desde los años ochenta hasta ahora mismo. Las presiones de la derecha política y de la iglesia (cada vez más una misma instancia y a ratos con tintes de aquella vieja violencia de la preguerra civil) se han dejado sentir en el articulado último de una ley que a muchos les ha sonado a punto final de un larguísimo proceso de injusticias con la memoria de la izquierda y los valores de la Segunda República. De nuevo aquella equidistancia que comentaba antes, la necesidad de una reconciliación cuya pertinencia nadie pone en duda pero que no debería argumentarse -como hace aquel articulado- desde postulados que vienen a igualar, casi, los comportamientos de "los unos" y "los otros" en la producción del horror que fueron la guerra y sobre todo -aquí más notable aún lo injusto y la fragilidad de la ley- la dictadura franquista. La dictadura asoló la memoria y nos dejó a cambio el daño del olvido. El pasado como fuente de conocimiento se quedó en una sarcástica revisión de la verdad histórica, en un amaño de esa verdad que insultaba la ética y el mínimo sentido del rigor que ha de exigirse a toda aproximación al origen, circunstancias y protagonistas de los hechos. La esperanza en una ley que adecentara y pusiera al día las debilidades -más o menos justificadas- de la Transición se volvía nuevamente una frustración para algunos sectores de la izquierda. Si no absoluta -claro que no- sí, al menos, en lo que hacía referencia a saldar de una vez las cuentas pendientes con la desmemoria histórica. Una desilusión, al cabo, que llega acorde con la realidad impuesta por el mercado del recuerdo, porque a veces es como si hablásemos de recuerdos, de una cierta propensión a la nostalgia, más que de una auténtica vocación memorialista. Y digo mercado del recuerdo para acercarme, ya, a los títulos de crédito que encabezan este texto. Hablo de una moda. Del cajón de sastre en que se ha convertido el contenedor de la memoria de un tiempo demediado.

 

La avalancha de novedades culturales que hablan del pasado está consiguiendo una saturación del mercado y sobre todo, y peor, que se imponga la confusión donde debiera existir una vocación segura de restitución de la verdad histórica. Porque de eso se trata, de investigar el pasado para descubrir -con los matices que sean imprescindibles- la verdad, una verdad que ilumine desde el punto de vista histórico y moral los acontecimientos de entonces y a sus protagonistas. Cierto que la historia se nutrirá de luces y de sombras. Nada hay en estado puro. Ni los hechos ni quienes los protagonizaron. Pero es precisamente en el desvelamiento de lo que el pasado tiene de sombra donde radica la garantía que a la investigación histórica hay que exigirle sin reparos de ninguna clase. La confusión impera, sin embargo. A mayor información (¿) mayor desconocimiento. Levantas una piedra y asoma la cabeza un novelista de la memoria, un historiador que aborda lo de entonces, el director de una película que se ha metido a productor porque sabe que las películas sobre la guerra civil venden como vendían antes “Raza” y “A mí la legión”, una asociación que se dedica a organizar recorridos turísticos por los lugares del enfrentamiento bélico o a mostrar en algunos escenarios la decrepitud física y humillante de quienes cuando estaban fuertes nadie se acordó de subirles a ningún escenario, un escenario que no era otro que el de la dignidad nunca perdida en sus larguísimos años de vida. Pero estamos en la opulencia del mercado y esa opulencia ha de fabricar productos suficientes para que la dinámica del capitalismo funcione en todos los frentes: y el de la memoria no es, a estas alturas, un negocio ruinoso. Al menos para algunos. Digo capitalismo. Producir, vender y comprar. La plusvalía que se queda en el camino. ¿Dónde? Hay una larga lista de beneficiarios. Precisamente quienes más se distancian de aquella exigencia ética a que la verdad obliga resultan más beneficiados. Algunas películas. Libros de historia que gozan de apoyos inmensos de sus empresas editoriales o mediáticas, sean éstas de izquierdas (¿) o de derechas. Asociaciones que disfrutan de unas subvenciones que ponen los pelos de punta. Se trata de inundar el mercado para que el mercado sobreviva en el marasmo casi siempre perverso de sus propias reglas. Las ideas no cuentan. No sé cómo puede defenderse la equidistancia. Bueno, sí que lo sé: señalas un punto en el centro y lo que queda a un lado y otro son los extremos. Y ya se sabe que hablar de extremos es lo mismo que hablar de exclusiones. Yo soy uno de los extremos. Y algunos otros a quienes les importa poco o nada eso de las exclusiones. Mis novelas -ésas que componen el ciclo de la memoria- no son equidistantes. Y lo digo, no desde un orgullo tonto de singularidad literaria sino como una constatación sencilla. Cada cual, al cabo, elige el punto donde sitúa la mirada y hacia qué lugar del horizonte quiere llegar con más o menos voluntad de no caer en tentaciones vanas y, aún menos, en ninguna voluntad oportunista de traicionar nada y menos aún a sí mismo. Las novelas y los libros de historia se acercan cada día más a ese punto de convergencia que iguala las intenciones éticas e intelectuales de sus autores: la indagación de la verdad, de aquella verdad que, ya lo decía al principio de estas páginas, debería de ser el único objetivo de cualquier investigación histórica: se lleve a cabo ésta desde los reglamentos de la historia, de los que apuntalan la excelencia de un relato de ficción o de aquellos que siguen a rajatabla las narraciones que ponen en activo, ahora ya en forma de voces nada frágiles, los testimonios de los protagonistas. Cinco son aquellas novelas desde que empecé a escribir en 1993 E l color del crepúsculo . Comienza ahí, el ciclo, con la infancia de los últimos años cuarenta. Y sigue con Maquis , La noche inmóvil , La sombra del cielo y Aquel invierno . No hay centro que valga en lo que cuentan. En cómo lo cuentan. Eso dicen, al menos. Bastantes estudios realizados en España, en EEUU y sobre todo en Francia lo aseguran. Yo también. Sé lo que escribo. También sé que a veces lo que piensas que has escrito se lee con otros ojos. Y eso, al final -muchas veces, por suerte o por desgracia-, es lo que importa. La figura del lector viene creciendo desde hace tiempo en el paisaje literario. Se trata de una figura que no es un espectador pasivo de lo que sucede en el texto sino que acaba deviniendo en personaje -y no poco importante- de la historia que se cuenta. Por eso pienso que quien se acerca a esas novelas también ve lo que yo veo: la necesidad de contar lo que pasó sin miedo o con el miedo justo que no enturbie -todavía más- el relato de un tiempo robado a la voz por el silencio.

 

Antes, hace casi nada, las estanterías de ese mercado estaban medio vacías -o totalmente vacías. Ahora ese mercado es como aquel viejo y asfixiante camarote de los Hermanos Marx donde todo cabe, desde el rigor fuera de toda duda a la superchería. Separar uno de la otra es tarea que requiere una buena dosis de sabiduría y sobre todo de paciencia. Desde hace años escribo para conocer aquello de lo que escribo. Me lo enseñó Faulkner en todas sus novelas fuera de lo común. Y muchos años después también intentaría aprenderlo de García Márquez en aquel impresionante primer párrafo de Cien años de soledad : “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo” . Ahí empezó su aprendizaje. Y el nuestro, como lectores atentos a que no nos den gato por liebre en ningún mercado: y aún menos en el de la literatura y el de la historia.

Cuenca, abril 2007

 

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(*) Conferencia impartida en el curso La novela española de nuestro tiempo , organizado por el Centro de Profesores de Cuenca en abril de 2007.