PASEO NOCTURNO
No era, aunque sus amigos nunca la creyeran, llegar a ninguna parte lo más importante de la aventura nocturna. La cinta de asfalto se extendía velozmente a sus pies, bajo la presión recién comprobada de los neumáticos del Porsche. La luna, porque solamente acudía a la cita cuando la luna estaba al completo de luz, desde lo alto ejercía de voyeur alucinado, y las curvas se repetían, una tras otra, como un ejercicio preparatorio para la experiencia definitiva. Se pasó los dedos por la melena lacia, oscura, y se quedó un instante con los ojos clavados en el retrovisor que, y no por casualidad, devolvía los mismos ojos en vez de la carretera que andaba, con la mayor de las lentitudes, en la parte trasera del automóvil azul. Se desabrochó el sujetador bajo la liviana blusa y se desprendió, tras levantarse la falda a cuadros escoceses, de las bragas transparentes que, no sabía porqué, siempre sustituían, en una noche como ésta, a las habituales, negras, ribeteadas con una puntilla del mismo color. Las curvas acabarían enseguida y ante ella se extendería la recta inmensa iluminada por el yodo. Y en el centro de la calzada la línea blanca de separación de los carriles, intermitente, clavándose a cada tramo hasta lo más hondo conforme la aguja del velocímetro alcanzaba casi los trescientos sesenta grados de la esfera iluminada. Ahí está ya y el acelerador se achica bajo el pie tembloroso de excitación. Los ojos, fuera ya del espejo, se centran en la raya de luz, el pecho, libre de ataduras, sube y baja, la nariz aletea estallando, finalmente, en el grito alucinante del placer, una y otra vez, a cada penetración incruenta de la línea central, discontinua, hasta que la humedad se escapa, poco a poco, desde la vulva temblorosa, para inundar el terciopelo rojo de los asientos del bólido. Luego, el descenso suave, en silencio, y la contemplación hermosa de la luna mezclada con la noche.