Rafael Beltrán*

La obra y la trayectoria literaria de Alfons Cervera, de quien me confieso seguidor… (Y lo digo, no porque esté aquí, sino porque me parece necesario leer y seguir la pista a nuestros mejores escritores valencianos, antes que a los de Madrid, o Barcelona, o París, o Nueva York; o sea, que diría lo mismo de Pilar Pedraza o del teatro de Rodolf Sirera) … no sólo de sus novelas y sus artículos en el periódico Levante, sino incluso de algún inolvidable programa de radio, como El club de la memòria , que dirigió en Ràdio 9 hacia los primeros 90, cuando aquella radio era una radio libre…; su obra, digo, siempre me ha planteado una serie de interrogantes e inquietudes, algunas de las cuales no quisiera dejar de exponer, muy brevemente, antes de pasar a escuchar sus palabras.

Interrogantes abiertos, especialmente, en torno a las dificultades de armonizar la creación literaria (y la crítica literaria que ésta lleva consigo) con la creación de textos históricos (o periodísticos); y en torno a las dificultades que entraña en un autor esa implicación aparentemente contradictoria, de creador de largo aliento y de corredor de sprint, pendiente siempre de la actualidad; y de crítico, en su postura civil, como persona y como ciudadano, del País Valenciano y del planeta Tierra. No sé hasta qué punto puede ser válida aún esa dicotomía entre autor implicado al 100% con su sociedad o implicado al 100% con su obra, que escenificaron como polémica de altura, que trascendió, hace más de 10 años, Günter Grass frente a Mario Vargas Llosa…

Hoy asumimos casi todos que el relato de la historia real, que el texto de cualquier historia real, es siempre, como el del relato de ficción, una mirada parcial puesto que la totalidad (lo que antiguamente se llamaba la Historia , con mayúsculas) es inaprensible, inalcanzable. El historiador (y, por tanto, el historiador del día a día, el periodista) cuenta historias, que son como itinerarios que ha decidido seguir a través del anchísimo campo de acontecimientos empíricos. No se puede, por tanto, describir la totalidad de ese campo, se tiene a la fuerza que escoger un itinerario parcial, a veces ridículamente mínimo.

Esa limitación, esa estrechez, pone en relación —y a veces confunde— el relato, el buen relato histórico (Ian Gibson, por ejemplo, historiando la vida de Lorca), con el buen relato de un novelista, o incluso con el de un cineasta. Por supuesto, la diferencia estriba en que la materia prima fue o es real, o no; sucedió empíricamente o es fruto de la imaginación. Pero esa línea que habría de separar con claridad lo real y lo imaginado es delgada, y se cruza con facilidad. No ocurre nada, al contrario, si la imaginación salta la valla y entra en el campo de la realidad; pero sí, y es grave, cuando se pretende un rescate fidedigno de la realidad y se deja que intereses determinados oculten, censuren o tergiversen los testimonios de ese rescate, que se puede aprovechar de manera espúrea.

Aguda e ingeniosamente (con el engaño del ingenio) lo decían algunos novelistas del siglo XIX: la historia es una especie de novela que es creída, mientras que la novela es una especie de historia que no es creída. Hace unos días afirmaba Rodrigo Fresán, con igual equívoco ingenioso, que su novelística no pertenecía al “realismo mágico”, sino al “irrealismo lógico”. Y me llamó mucho la atención que Fresán, abriendo sus entrañas de escritor, lograra separar, escindir con frialdad, con la mano gélida del cirujano que no duda en su operación, su faceta de periodista de la realidad cotidiana (corresponsal de un periódico argentino) de su faceta de novelista “irrealista”.

Fresán mostró su olímpico desprecio (¡ojo!, desprecio del novelista, de Doctor Jekill, al que aludió) ante esa realidad cotidiana, poniendo como ejemplo el aburrimiento y sinsentido del novelista al tener que interesarse, por ejemplo, por la intervención de Aznar ante la Comisión del 11M, noticia del día, lunes de esta semana, para enviar la nota de corresponsal a su periódico en Argentina. En efecto, ¿vale la pena dedicar dos minutos de nuestro tiempo a esa intervención, a ese pedazo desde luego insignificante de historia a cargo de un personaje ridículo, aunque temible; a ese jirón de nada, de estulticia, y, sin embargo, absolutamente representativo de lo que ha ocurrido en los últimos seis meses en España, y en los últimos años, y de la legitimación del engaño y la insidia que puede presidir en los próximos tiempos los derroteros de ese país? Y, ¿cómo calificar, en todo caso, esa intervención alucinante? ¿Como “realismo ilógico”?, ¿como realismo absurdo?, ¿o como “realismo sucio”, nauseabundo, realismo fecal…?

La pregunta es: desde nuestro trabajo, no sólo de escritores, sino de profesores, o de estudiantes… ¿nos implicamos en el discurso de la historia? ¿O separamos con fino cuchillo a Jekill y Hyde, la historia de la ficción? ¿Hacemos un relato histórico de los hechos, trascripción fiel, grabadora, vídeo en mano, sin quitar ni poner coma, o componemos un relato literario de los hechos, adaptándolo a nuestra perspectiva, a nuestra interpretación de la realidad, a nuestra pasión (y la pasión puede ser gloriosa… o rabiosa)?

Alfons Cervera tiene una respuesta clara: “Escriure es traure't els budells i escampar-los com les restes de carn humana…” [Cita del artículo de NOU DISE]

Personalmente, cuando he tratado de diferenciar con claridad entre historia y literatura he acudido, con el apoyo de Theodor Adorno, a distinguir entre las esferas del conocimiento y el arte. El primero es pura ideología; el segundo es pura creación. Un filósofo nada conservador, Althousser, reconocía que el arte no nos da conocimiento en el estricto sentido de la palabra, aunque nos da algo más difícilmente definible y a veces más atractivo que el propio conocimiento. La literatura nos hace percibir o ver (que no es lo mismo que conocer ) la ideología y la historia de la que nace, de la que se distancia o que acata.

Pienso que esa percepción artística de la historia es un denominador común en la obra novelística y periodística de Alfons Cervera (en la de muchos otros escritores, desde luego, pero muy palmariamente en él). El arte de un escritor digno y honesto se puede convertir en una fuerza de protesta humana contra la presión ideológica. Una literatura voluntariamente implicada en la historia pasa a ser, así, una literatura moral (no en el estricto sentido didáctico), una literatura comprometida ( engagée ).

He hablado de pura creación, pero no de puro arte. No creo la idea de pureza artística, ni desde luego de arte "puro” sea compartida por Alfons Cervera. Pero incluso tampoco creo que lo sea la idea de arte “impuro”. La contracultura, que como iconoclasta y destructora de ideas bienpensantes es muy válida, entendida como alternativa única, monolítica, tiene el peligro de definir el “arte” por sus elementos de negatividad: arte intransigente, inconformista, corrosivo, dentro de un mundo en que nada más ya que el propio arte sería "puro". [Según esta dicotomía, la literatura (el arte) se alinea en bloque contra una ideología también de bloque (lo que hasta hace poco se llamaba “el sistema”).] Y esa visión de la literatura/negatividad, de malditismo o enajenación, frente a historia/ideología/sistema es maniquea, ingenua, acomodaticia y, sobre todo, peligrosa, porque se presta a falseamientos.

El arte se edifica en la historia, no contra la historia. Una literatura en la historia es un gesto desafiante dirigido a la sociedad. Me gusta aludir a una cita de Walter Benjamin [no es literal]: “el pasado histórico es un cajón vacío, que llenamos desde el presente con la necesidad y los valores de lo nuevo”. Ese material es siempre un relato. Y el relato es un gesto, una postura que se detiene en el tiempo. Gesto desafiante, dirigido directamente, por medio, por ejemplo, de la noticia interpretada en el periódico: un tomate sucio y unos huevos podridos lanzados desde la platea del teatro al espectador (no al revés, como suele ser habitual), para conmocionarlo, para despertarlo, un puñetazo aleccionador en el ring del diálogo (“budells escampats com els que deixaven els caníbals…”). O gesto dirigido indirectamente, a través de la tradición literaria: el montaje, con la poesía, con la novela, de un espectáculo también teatral, pero brechtiano, de media distancia, reposado, meditado, reflexivo y concienciador.

No quiero alargar más esta presentación. La obra de Alfons Cervera suscita interrogantes mucho más vitales y trascendentales que los pocos que he tratado de sintetizar aquí. Hay aquí estudiantes, entre otros, del curso de “Análisis Retórico de Textos”, donde prestamos atención máxima a la tradición literaria. Sus libros se presentan herederos, en mi opinión, más de la tradición de crítica compasiva y creativa de un Miguel de Cervantes, que de la del cinismo corrosivo y destructor de un Quevedo. Sea como sea, de esa herencia salimos mucho más enriquecidos todos sus lectores.

* "Texto sobre Alfons Cervera con motivo del seminario "Literatura: creatividad, historia y tradición literaria", organizado por los departamentos de Filología Española y Teoría de los Lenguajes de la Facultad de Filología de la Universitat de València, entre los días 29 de noviembre y 10 de octubre de 2004".