DULCE CHACÓN: La despierta voz de la memoria

En la muerte de la escritora Dulce Chacón. COMO UN VASO DE VINO EN EL ESTÓMAGO VACÍO

DULCE

 

DULCE CHACÓN: LA DESPIERTA VOZ DE LA MEMORIA

Escribir es romper no sé cuántos millones de silencios, gritar a contracorriente de quien manda y ordena las reglas de la escritura, dibujar los caminos que expliquen el itinerario tantas veces profanado del misterio. No es fácil hacer eso hoy día, cuando todo y a casi todos tiene el poder en sus manos porque, según las cuentas de sus intereses bastardos, resulta fácil comprar lo que le rote a golpe de talonario y tente tieso. Por eso hay cada vez más mamporreros a sueldo del gobierno. Por eso cuando esos mamporreros se dedican a escribir novelas, lo hacen para contentar a quien les paga el piso con bomba de calor, los viajes a Disneylandia con la familia a cuestas y el auto con más válvulas que tenía el esqueleto de Franco cuando se murió lleno de tubos unos minutos después de firmar el fusilamiento de cinco jóvenes antifascistas. Escribir es una necesidad, como decía Onetti. Y esa necesidad no hay dios que pueda pagarla con la anulación infame de la conciencia de quien escribe. Inventar es la mejor y más obstinada voluntad de la literatura de ficción. Y a veces esa invención se nutre de la realidad, de la carne ardiendo de lo que pasa o sucedió en las enrevesadas turbulencias de un tiempo aciago, en los pliegues de una época negra y devastada, en las trincheras de esperanza donde alguna gente refugiaba sus luchas contra la crueldad y sus miedos. De ahí, de esa invención que se alimenta de la dignidad y una memoria intachable, sale La voz dormida , una excelente novela de la escritora extremeña Dulce Chacón.

Ya llevaba muchos libros en sus espaldas cuando la conocí hace cuatro años más o menos. Nos juntaban a ella, a Julio Llamazares, a mí mismo las ganas de no arrancarnos de cuajo las raíces de donde venimos. Ahí nos encontramos un día de homenajes a la memoria guerrillera por los montes de Santa Cruz de Moya. Ahí concluimos (aunque por separado ya lo habíamos decidido antes) que la lealtad a las ideas es sagrada, que la amistad se construye con el respeto a esas ideas, dando caña a los miserables provocadores del olvido, levantando barricadas para que la desmemoria de lo que ha sido este país desde el año 1931 hasta hoy no se instale en las tripas de una democracia que cada día se demuestra más insuficiente. Ahí se puso Dulce Chacón a pensar una de las historias literarias más exigentes que se han escrito en los últimos tiempos. Historia y literatura juntas. Memoria exacta y ficción de primera marca. Personajes que vivieron sus vidas de verdad y nombres que alteran narrativamente aquellas experiencias desde el punto de vista de una escritora que sabe a la perfección que toda alteración cabe en una novela menos una: aquélla que enturbie la moral de lo que se cuenta. Las mujeres de esa novela extraordinaria sufrieron hasta lo más hondo las consecuencias de lo que el franquismo vendió cínicamente como un tiempo de paz y fue, más que nada, la carnicería deshonrosa de una victoria administrada por el caudillismo atroz y resentido de un monstruo.

Antes de escribir habló Dulce con esas mujeres, se metió hasta las cejas en la lectura de quienes antes habían escrito historias parecidas (como nuestra paisana Fernanda Romeu y otros estudiosos de la memoria imprescindible) , buscó la mejor manera de no traicionar nada ni a nadie de aquellos testimonios. Y nos dejó, para disfrutar y jodernos a la vez, La voz dormida . Porque es un gozo lector discurrir por las páginas de ese libro necesario, por esos personajes que sabemos nacidos de la realidad aquella del horror inaguantable. Pero, precisamente por eso, llega a calarnos de tal manera lo que se cuenta que maldecimos el magnífico oficio de leer por enfrentarnos a la crónica de una verdad alucinante, casi extraterrestre por las dimensiones galácticas, inconmensurables, del horror que nos relata. Ahí está la grandeza de esta novela, en la mezcla sabia de lo que fueron realmente esas mujeres y la manera que Dulce Chacón tiene de contarnos sus vidas como si fueran personajes de una ficción imposible. La República se hace y deshace en las páginas del libro, en las palabras y silencios de sus protagonistas, en los miedos que se arrinconaban en la espera clandestina y en esa valentía que parece impropia de un tiempo domado por las zarpas inmisericordes de la dictadura. Lucharon esas mujeres entonces, en esa condición espía desde los balcones, en las cestas de mimbre donde guardaban las meriendas para los presos, en la turbación de sus cuerpos adolescentes cuando se mezclaban en el mismo sitio los temblores del deseo y los del miedo.

Libros como La voz dormida nos hacen falta. Si más no, para sentirnos más dignos cerca de la memoria de los nuestros, menos infames por haber dejado entrar en nuestras vidas la cizaña del olvido. Y también, como sucede con las buenas novelas, para gozar largo rato leyendo una historia contada perfectamente por esa escritora enorme que es Dulce Chacón.

 

 

En la muerte de la escritora Dulce Chacón

COMO UN VASO DE VINO EN EL ESTÓMAGO VACÍO

 

Suena pronto el teléfono. O tarde. Puede ser pronto o tarde porque la muerte discurre por su cuenta, sin pedir la vez en los horarios del dolor, sin darte tiempo a discutir con ella las reglas del encuentro. Dulce Chacón se ha muerto hace unas horas y en París hay esta mañana el letargo gris de un frío que se despereza como puede. Aquí ando en un coloquio sobre la memoria de la editorial Ruedo Ibérico, que organizan la Universidad París 8 y el Instituto Cervantes, y hablando con los estudiantes de la Universidad de Nanterre que leen mis novelas sobre la memoria.

Esto se publicará dentro de unos días, cuando ya esté de regreso, pero lo escribo metido aún en la madrugada, recién colgado el teléfono, escondido en la oscura distancia que cualquier hotel del mundo impone a la realidad. Las habitaciones de hotel son como esferas de aire raro y en ellas se ha pasado Dulce Chacón el último año de su vida, reclamada para que hablara de la memoria y el olvido por todos los países que podamos imaginar. Precisamente, este último año, recién iniciado el camino de La voz dormida , su novela sobre las mujeres torturadas por la dictadura franquista, fuimos los dos juntos como aquellos viejos cómicos de la legua, de pueblo en pueblo, de plaza en plaza, de grito en grito, de silencio en silencio.

Ahora Dulce se ha muerto en Madrid y aquí en París la mañana de otoño no sabe de despedidas a destiempo. No llueve hoy, como le pasó a la muerte anunciada de César Vallejo. Escribo en la mesa de un hotel, a las siete más o menos de la mañana, o yo qué sé a qué hora si en un instante así para qué hostia sirven los relojes. En un rincón del tablero de color marrón están los libros que me acompañan este viaje: Leo Malet y su detective Nestor Burma, las memorias escalofriantes de Victor Klemperer, siempre Simenon (esta vez con una historia de ahorcados que perturban la vida tranquila de Maigret), la versión de Dostoievski contada por Coetzee. Y Jean Rhys, con quien siempre que vengo a París tengo una aventura destinada al fracaso, como todas sus aventuras y todos sus fracasos. Dulce Chacón se ha muerto lejos, como se muere -por esa puñetera casualidad que todo lo perturba- la gente a quien se quiere. El teléfono ha despertado un sueño ya intranquilo, amenazador desde antes de salir de Valencia. Sabía que su muerte me podía coger en pleno viaje, pero confiaba, sin embargo, en que alargaría, la muy bruta, el plazo cortísimo que le concedió desde el día -hace apenas un mes- en que los médicos dijeron que no había nada que hacer, absolutamente nada.

Escribo esto desde la rabia, casi temblando, al abrigo cálido y cercano de los libros que amo, para que la impotencia no se me coma y pueda volcar en estas líneas el recuerdo de Dulce y -subterráneamente- la ancha y larguísima dimensión de su obra literaria. Y contarles a ustedes, de paso, ese acercamiento. No por nada, sólo para que lo que ella tanto defendía no se quede medio a oscuras: hablo de la memoria y del olvido. Vivía para eso: últimamente ya anunciaba que iba a descansar de tanto viaje, que tenía que ponerse a escribir, estaba contenta por el éxito teatral de Algún amor que no mate , porque La voz dormida será pronto una película de Benito Zambrano en la que le hubiera gustado ver a su amigo Carmelo Gómez en alguno de sus personajes. Estaba contenta porque la gente la quería, por su recién primera nieta y bromeaba sin parar con su condición de abuela joven. "Quiero que me llame abuela, así, abuela, abuela", decía cuando se le iluminaban los ojos, que era casi siempre. La tarde de jueves, en Nanterre, ya sé que Dulce se ha muerto y me alegra ver cómo gente tan joven, chicos y chicas de apenas veinte años, se interesan por todo eso que ella defendía: la necesidad de la memoria para evitar que con tanta renuncia no paren de llegarnos las derrotas. Eso será después de acabado este texto y lo añadiré aquí para completar la experiencia del viaje, para llevar al recuerdo extranjero las novelas de Dulce Chacón, para aliviar una miaja la tristeza de la despedida porque a lo mejor uno se muere menos cuando sabe que hay tanta gente que le quiere. La Turia le concedió uno de sus premios, precisamente el último año. Y hubo muchos más que fueron hinchando las vitrinas de sus afectos más insobornables.

Ahora hablamos del recuerdo, de lo que nos dejan sus novelas y sus libros de poemas, de que la gente se va donde se vaya y nos deja lo que ha sido. Yo escribo ese recuerdo y me vuelco a la desesperada en la tristeza de Jean Rhys, en los golpes que abaten a la vida o a lo que demonios sea eso que tantas veces se llena de un dolor injusto, en el estupor plantado como un imbécil delante de la pérdida: Desde el balcón Marya veía parte de la place Blanche. Enfrente, la rue Lepic subía hacia las rústicas alturas de Montmarte. Era asombroso lo significativo, coherente, comprensible que se volvía todo cuando un vaso de vino caía en un estómago vacío . Anoche, cuando ya Dulce andaba dejándolo todo en su casita de Brunete, ese vino se mezclaba en un café cerca de Bastille con las ganas de que no se muriera nunca, con el deseo de poder ver otra vez -una tan sólo, al menos- esa sonrisa que aquella tarde de hospital no abandonó en todo el rato, con la seguridad de que Dulce, cuando se fuera, nos habría de dejar la parte más noble de los cómicos, esa parte que es la de llorar a solas para no emborronar con lágrimas inoportunas los aplausos del público.

 

DULCE

Un día del último marzo, coincidí una vez más con Dulce Chacón. Esta vez en Valladolid, en unas jornadas que sobre la memoria histórica organizaba el departamento de Historia Contemporánea de esa universidad en colaboración con la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. Por cierto, esta noche en TVE pasan el documental "Las fosas del olvido", basado en el trabajo que esa Asociación está llevando a cabo por todos los rincones del país. Pero hablaba de Dulce. En aquellas jornadas hubo una ponencia, del psicoanalista Manuel Espina, que nos dejó a los dos con la boca abierta. Habíamos asistido juntos a muchísimos actos de ese tipo desde que ella publicó "La voz dormida" y era ésa, creo, la vez en que algo nos había sorprendido desde un punto de vista poco acostumbrado. No se trataba, sólo, de reivindicar la memoria de nuestros desaparecidos en la guerra sino de dotarlos de un derecho inalterable: el del rito de la despedida.

Decía Baudrillard que la muerte y la vida no deberían de andar separados, que si es así es como si nos inventásemos una frontera más entre unos y otros. Y se refería a los pueblos primitivos como los preservadores de ese territorio compartido hasta el fin de los días, más allá del límite que el tiempo impone a los recuerdos. "No es cuestión -decía Baudrillard- de hacer pasar al muerto por vivo: el primitivo devuelve el muerto a su diferencia, porque es a ese precio que podrán volver a ser compañeros e intercambiar sus signos". Por eso, creo, nos entusiasmó aquella conferencia. Los dos se la pedimos al autor que, gentilmente, nos la remitió una miaja sorprendido de nuestra admiración por sus palabras de aquel día, uno de esos días en que normalmente es la emoción, la pasión por el recuento de una historia machacada, lo que se apodera del ánimo del público, y no -pensaría él- un texto sobre la representación de una ausencia más que sobre la ausencia misma y el daño y el dolor que la han acompañado durante tantos años.

Esta tarde, aquí, celebramos ese rito que decía Baudrillard y que de una manera tan certera como hermosa contaba Manuel Espina aquella tarde en Valladolid. Conocí a Dulce Chacón hace cuatro años, en Santa Cruz de Moya, ese pueblo de Cuenca metido en las últimas estribaciones del Rincón de Ademuz, donde todos los primeros domingos de octubre nos reunimos a celebrar la memoria de la guerrilla antifascista. Me la presentó Julio Llamazares y de aquel encuentro quedan por casa algunas fotografías y sobre todo sus libros, unos libros que antes no había leído y que desde entonces ocupan en las estanterías el espacio reservado a los amigos. Porque los libros son, sobre todo, ese sitio al que regresas siempre para escarbar en el recuerdo de la gente que quieres. Hay días en que llegas a casa, dejas las cosas en cualquier parte y te vas a los montones de libros que invaden el suelo y todos los rincones y pasas la mano por algunos de ellos, sólo eso, pasas la mano y es como si al retirarla te llevaras contigo un pedazo grande de tantas palabras escondidas entre las tapas a colores del misterio. Y en esa caricia te llevas también, seguramente, la vida entera de quien ha escrito esas palabras. Los libros de Dulce Chacón ocupan ese lugar inviolable donde viven la lealtad y una obstinada voluntad de que nada se extravíe en la maraña marrullera del olvido.

Ya no sé la cantidad de veces que coincidimos en el último año. Como ella decía, éramos como una pareja de hecho, de esas que no necesitan papeles para andar por una vida común que en nuestro caso era la terca indagación en los laberintos de la memoria de la dignidad y en la de quienes la hicieron posible con su ejemplo de vida. Aquí, en esta mesa, hay esta tarde una de esas personas: Remedios Montero llenó páginas y páginas de "La voz dormida" y con otras mujeres de su generación hizo que Dulce Chacón se volcara en esa ingente tarea de conseguir que la muerte y la vida dejaran de andar cada una por su lado. La voz de aquellas mujeres, pero también la de los hombres que andaban en el mismo tajo, salieron de lo oscuro a que las condenó el franquismo para escribirse a través de la escritura de Dulce en un libro que abrió una brecha profunda en la cerrada vocación censora de la dictadura, primero, y luego en la de esa transición que tantas cosas dejó pendientes para que no se nos comieran los demonios que aún seguían vivos del fascismo inacabable.

Escribía ella misma en uno de sus poemas que la renuncia es una forma de morir. Por eso se agarraba con ganas a esa seguridad y se dejaba la piel allá donde acudía que era a todas partes donde se la reclamaba. Creo que no conozco a nadie que, como ella, se entregara, con aquella devoción suya y respeto militante, a la causa de recuperar la memoria silenciada de una República que algún día, lejano o no, tendrá que ponerse de nuevo sobre el tapete de los futuros posibles para este país en que cada vez resulta más imposible ser felices.

Pero la vida es canalla demasiadas veces, como si lo que tiene de azar o de destino escrito de antemano se cebara en la buena gente y nos la amputara de repente, sin avisar apenas, sin poner antes señales que nos advirtieran del daño próximo, de aquella amputación, del dolor que de golpe y porrazo nos estrujará sin remedio las entrañas. Eso pasó con Dulce Chacón. Íbamos a presentar en Valencia su último libro, esa magnífica colección de sus poemas antiguos titulada "Cuatro gotas", pero ya no pudo ser. Un trallazo, la noticia por teléfono, la visita rápida al hospital, ese sopor que envuelve los últimos avisos, la sonrisa que nunca Dulce abandonó en sus últimos instantes. Ya saben: eso que antes les decía de la dignidad. No la abandonó nunca, ni en sus novelas, ni en sus libros de poemas, ni en su vida. Y tampoco, ya les digo, en su muerte de hace unas semanas. Y digo de hace unas semanas porque esta tarde, volviendo a aquello del rito que apuntaban Baudrillard y Espina, estamos rompiendo esa frontera inútil entre quienes estamos aquí y quienes están ahí mismo, a un paso de nosotros, aunque de ellos sólo sintamos el recuerdo que nos dejan.

Y ya acabo. Escribía Alejandra Pizarnik, en un poema lleno de ecos imparables: "No es muda la muerte. Escucho tu dulcísimo llanto florecer (en) mi silencio gris". No es muda la muerte de Dulce Chacón. Habla, y lo hace desde la vida suya que persiste inagotable, en esos ecos que expanden sus libros por las estanterías de la casa, por la lealtad de sus amigos, por esa necesidad que tenemos tanta gente de que en este país, y de una puta vez, no resulte tan difícil ser felices.

 

Valencia, 28 de enero de 2004