EL COLOR ANARANJADO DEL CREPÚSCULO

 

En el verano de 1953 una hermosa rubia adolescente era la atracción erótica de los clientes del hotel Voramar.  Entonces aún no era el mito Brigitte Bardot y ya hacía unos años que Juanito Ruano, un joven miliciano durante la guerra civil española, había tenido un flirt con la escritora Doroty Parker, que vino a prestar ayuda intelectual y humanitaria a los republicanos. Poco después de esa guerra una mujer buscaba a su marido por los penales fascistas y su bicicleta negra sería después la señal ineludible de una memoria machacada. Esas y otras muchas historias llenan la última novela de Manuel Vicent: León de ojos verdes (Alfaguara). Unas historias que parecen un culto a la nostalgia y son, en las manos de este escritor admirable, todo lo contrario: la crónica implacable de un tiempo devastado. Parece que sus relatos sean una vuelta atrás a la búsqueda de un pasado donde sus protagonistas fueron felices: la juventud, el amor, la cercanía de un mar que al cabo será uno de sus principales protagonistas. Pero no. El tiempo de antes -ése aparentemente dichoso- no regresa ni siquiera en las novelas. Es como un aire que envuelve lo que pasa, que sólo se siente en los instantes finales de todos los relatos, cuando ya no hay remedio para nada. Como en todos los libros de Manuel Vicent y los que ocupan los estantes de la gran literatura, se cuenta algo que puede ser real o inventado (“me sentía capaz de transformar los hechos reales en imaginarios sin que perdieran la sustancia verídica”), pero con novedades respecto de los anteriores que tienden a una adelgazamiento de los adornos, casi a su ausencia. La desnudez es la vestimenta que mejor sirve para desvelar una búsqueda de la felicidad que al final se quedará en un melancólico intercambio generacional con el fondo de un tesoro que tenía la pinta de un disco de Glenn Miller y los ojos fluorescentes de un león de escayola testigo de los acontecimientos. Será esa melancolía finalmente la que tinte las entradas y salidas del Hotel Voramar de los personajes que pueblan la novela. El color anaranjado del crepúsculo junto a ese mar que el autor y quizá también su personaje principal descubrieron desde una ventana de la infancia y más aún en las páginas de Gide y Albert Camus, cuando Juanito Ruano, tal vez, aún seguía preguntando a quien se le pusiera por delante si aquella americana desconocida con la que se acostó una noche de guerra fue de verdad una mujer importante.