Se ha muerto en Madrid Ángel González. Se pasaba media vida enseñando literatura en EEUU y la otra media aquí, en ese “mero acto de vivir” que le llevó a escribir una de las poesías más imprescindibles que conozco. Siempre buscó una manera propia, absolutamente suya, de contarse, de vivir desguarnecido dentro de sus poemas: porque la poesía no es una guarida sino la intemperie. Él lo sabía: la guerra era un horror y mucho más después, cuando te escupen a la cara que tú y los tuyos sois los de la derrota: “Todo pasó,/ todo es borroso ahora, todo/ menos eso que apenas percibía/ en aquel tiempo/ y que, años más tarde,/ resurgió en mi interior, ya para siempre:/ ese miedo difuso,/ esta ira repentina,/ estas imprevisibles/ y verdaderas ganas de llorar”. Nunca pude separar la tristeza que me provocan sus poemas de esa especie de risa rara que se mezcla con esa tristeza. Era la ironía una distancia o el acercamiento entre la poesía de Ángel González y la vida: no lo sé. Se habló mucho sobre el realismo de esa poesía, sobre la imposibilidad de asentarla en algún canon previamente establecido: al cabo, los de su grupo del 50 eran amigos (unos más que otros) y tal vez sea ésa la condición común que más les juntara entonces y les siga juntando ahora mismo. El tiempo no le pasaba de largo. A ratos era como un adivinador: “Sus puntos de vista tienen mucho de registros temporales donde se engrana lo que pasó hace poco con lo que va a pasar mañana mismo”. Lo escribe su mejor amigo, José Manuel Caballero Bonald, en ese libro inmenso que es La costumbre de vivir. Sabía que el futuro, como todo lo que está por venir, es como un hilo invisible del que no se sabe nada. Por eso también quizá escribía, para hurtarle al futuro cualquier intento de crear entre la gente falsas esperanzas. Era su manera de encontrar (de buscar, al menos) algo que levantara el vuelo desde el desamparo, desde esa especie de matemática inexacta de la desolación, desde la necesidad de ser en el amor lo que en el mundo: aquella fragilidad humana de los dioses. Precisamente, en la cabecera de uno de sus poemas (Me basta así) escribí: “uno de los mejores poemas, si no el mejor, que he leído en mi vida”. Les regalé esa vieja edición a Joaquín y Jimena, antes de un concierto, con los subrayados que intenté recuperar luego en Palabra sobre palabra, la recopilación última de su poesía completa en Seix Barral. Llevo no sé cuántos años regresando a la poesía de Ángel González. Como tantas otras veces hice lo mismo con la de Vicent Andrés Estellés y Joan Vinyoli. Este Fahrenheit es la tarjeta de invitación para que ustedes me acompañen -y a sus poemas- en la despedida del poeta.